Habitación en casa de LORD DARLINGTON. Un ancho diván frente a la chimenea, a la derecha. Al fondo, una cortina corrida, ocultando la ventana. Puertas a izquierda y derecha. Mesa a la derecha, con material para escribir. Velador en el centro, con sifones, vasos y estructura de Tántalo 18. Velador a la izquierda, con caja de puros y cigarrillos. Encendidas las lámparas.
LADY WINDERMERE.—(En pie junto a la chimenea.) ¿Por qué no vendrá? ¡Esta espera es horrible! ¡Ya debería estar aquí!... ¿Por qué no está aquí, para despertar mi fuego interior con sus palabras de pasión? Me siento helada..., helada como un ser sin amor... Ya Arturo, a estas horas, debe de haber leído mi carta. Si realmente me quisiera un poco, habría venido a buscarme, me hubiera llevado de aquí a la fuerza... Pero ¿qué soy ya para él? ¡Menos que nada! Él está encadenado a esa mujer... Fascinado por ella..., dominado. Para dominar a un hombre no hay como acudir a lo que hay de peor en él. Nosotras hacemos dioses de los hombres, y éstos nos abandonan. Otras los hacen sus animales, y ellos las acarician y son fieles. ¡Qué repugnante es la vida!... ¡Oh!, fue una locura venir aquí, una locura; sin embargo, ¿qué es peor? ¿Estar a merced de un hombre que me quiere o ser la mujer de un hombre que en mi propia casa me deshonra?... ¿Qué mujer puede saberlo? ¿Qué mujer en todo el mundo? Pero ¿me querrá siempre, acaso, este hombre al que voy a entregar mi vida? ¿Qué le doy yo al fin y al cabo? Unos labios que han perdido el acento de la alegría, unos ojos cegados por las lágrimas, unas manos frías y un corazón helado... No le doy nada. Debo irme, sí... No, no puedo irme; mi carta me ha puesto en su poder. Arturo no me recibiría... ¡Esa carta fatal! No, lord Darlington sale de Inglaterra mañana. Me iré con él... No me queda otro camino. (Cae sentada en una silla durante un momento. Al fin, con un estremecimiento, se levanta y se envuelve de nuevo en su capa.) ¡No, no! Me vuelvo a casa. Que Arturo haga de mí lo que quiera. No puedo aguardar aquí. Fue una locura el venir. ¡Debo irme! En cuanto a lord Darlington... ¡Ah!, ¡ahí está! ¿Qué hacer? ¿Qué decirle? ¿Se opondrá a que me vaya? He oído decir que los hombres son terribles. ¡Qué horror! ¡Oh! (Esconde el rostro entre las manos.)
Entra la SEÑORA ERLYNNE por la izquierda.
SEÑORA ERLYNNE.—¡Lady Windermere! (LADY WINDERMERE se estremece y levanta los ojos. Luego retrocede, con un gesto de desprecio.) ¡Gracias a Dios que he llegado a tiempo! ¡Es preciso que vuelva usted inmediatamente a casa de su marido!
LADY WINDERMERE.—¿Preciso?
SEÑORA ERLYNNE.—(Autoritariamente.) ¡Sí, preciso! No hay un segundo que perder. Lord Darlington puede volver de un momento a otro.
LADY WINDERMERE.—¡No se acerque usted!
SEÑORA ERLYNNE.—¡Ah! Está usted al borde de la ruina. A la orilla de un espantoso precipicio. Es preciso que salga usted inmediatamente de aquí. Abajo, en la esquina, tengo el coche. Venga usted conmigo, directamente a casa. (LADY WINDERMERE se despoja de la capa, que tira sobre el diván.) Pero, ¿qué hace usted?
LADY WINDERMERE.—Señora Erlynne... Si no llega usted a venir, yo sola habría vuelto. Pero ahora que la veo a usted, comprendo que por nada del mundo me sería ya posible vivir bajo el mismo techo que lord Windermere. ¡Me da usted asco! Hay en usted un no sé qué que me llena de ira. Y sé por qué ha venido usted aquí. Mi marido la envía para que me convenza de que vuelva a casa y les sirva a ustedes de pantalla.
SEÑORA ERLYNNE.—¡Oh! ¡No es posible que usted piense eso, no es posible!
LADY WINDERMERE.—Vuelva usted a mi marido, señora Erlynne. Suyo es, y no mío... Sin duda, es el escándalo lo que teme, ¿verdad? ¡Qué cobardes son los hombres! Infringen las leyes del mundo, y temen luego el qué dirán del mundo. Pero ya puede irse preparando. Tendrá escándalo. Un escándalo como hace muchos años que no lo ha habido en Londres. Verá su nombre y el mío en los periódicos más inmundos.
SEÑORA ERLYNNE.—¡No!... ¡No!
LADY WINDERMERE.—¡Sí! Lo tendrá... Si hubiera venido él mismo, acaso hubiese vuelto a esa vida de degradación que usted y él me preparaban... Sí, a punto de volver estaba ya. ¡Pero quedarse él en casa y enviarme a usted de embajadora!... ¡Qué infamia!
SEÑORA ERLYNNE.—¡Lady Windermere, es usted terriblemente injusta conmigo... e injusta también con su marido! Él no sabe que está usted aquí. Él cree que usted está sana y salva en su casa, durmiendo en su propia alcoba. ¡Él no ha leído la carta insensata que usted le ha escrito!
LADY WINDERMERE.—¿Que no la ha leído?
SEÑORA ERLYNNE.—No... Él no sabe nada.
LADY WINDERMERE.—¡Qué inocente me cree usted! (Dirigiéndose hacia ella.) ¡Está usted mintiendo!
SEÑORA ERLYNNE.—(Dando un paso atrás.) No miento. Le estoy diciendo a usted la verdad.
LADY WINDERMERE.—Si mi marido no ha leído mi carta, ¿cómo es posible que esté usted aquí? ¿Quién le dijo a usted que yo había abandonado la casa donde usted había tenido la desvergüenza de entrar? ¿Quién le dijo a usted dónde estaba yo? ¿Quién sino mi marido pudo ser? Él la ha enviado para que me convenza usted de que vuelva. (Alejándose de ella.)
SEÑORA ERLYNNE.—Su marido no ha visto esa carta. Yo fui quien la vi..., y la abrí..., y la leí.
LADY WINDERMERE.—(Volviéndose hacia ella.) ¿Cómo? ¿Usted ha abierto la carta que yo dejé para mi marido? ¿Cómo se ha atrevido?...
SEÑORA ERLYNNE.—¿Atrevido? ¡Oh! para salvarla a usted del abismo en que está a punto de caer, no hay nada en el mundo a que yo no me atreviera, ¡nada! Aquí tiene usted la carta. Su marido repito que no la ha leído, ni la leerá nunca. (Dirigiéndose a la chimenea.) ¡Nunca debería haber sido escrita! (La rompe y arroja los pedazos al fuego.)
LADY WINDERMERE.—(Con un infinito desprecio en la voz y en la mirada.) ¿Y qué me prueba que ésta fuera realmente mi carta? ¡Usted se figura que se me puede coger en el lazo más burdo!
SEÑORA ERLYNNE.—¡Ay! ¿Por qué no cree usted nada de lo que le digo? ¿Qué objeto piensa usted que puedo yo tener al venir aquí, sino salvarla a usted de la ruina, salvarla de las consecuencias de un error funesto? Esa carta que acabo de quemar era la de usted. ¡Se lo juro!
LADY WINDERMERE.—(Lentamente.) Mucha prisa se dio usted en quemarla, antes de dejármela ver. No puedo creerla. ¿Cómo usted, cuya vida es toda una mentira, iba a poder decir alguna vez la verdad? (Se sienta.)
SEÑORA ERLYNNE.—(Apresuradamente.) Piense usted de mí lo que quiera... Diga contra mí lo que se le antoje..., pero venga usted conmigo. Venga usted a reunirse de nuevo con un marido que usted quiere.
LADY WINDERMERE.—(Tristemente.) ¡Ya no lo quiero!
SEÑORA ERLYNNE.—Sí, lo quiere usted; y usted sabe que él la adora.
LADY WINDERMERE.—Él no sabe lo que es el amor. Tan ignorante está de él como usted... Pero de sobra veo lo que usted quiere... Sería para usted un gran triunfo hacerme volver a casa. ¡Dios santo! ¿Y qué vida sería entonces la mía? ¡Vivir a merced de una mujer despiadada y perversa; una mujer cuyo contacto es infamante, cuyo conocimiento es deshonroso; una mujer vil, una mujer que viene a interponerse entre marido y mujer!
SEÑORA ERLYNNE.—(Con gesto de desesperación.) ¡Lady Windermere, lady Windermere, no diga usted esas cosas terribles! ¡Usted no sabe lo terribles que son, lo terribles y lo injustas! ¡Escúcheme usted! ¡Es preciso que me escuche! ¡Vuelva usted junto a su marido, y le prometo que de aquí en adelante no tendré ya la menor relación con él, ni volveré a verle..., ni intervendré para nada en su vida ni en la de usted! El dinero que él me dio, no me lo dio por amor, sino por odio; no porque me quisiera, sino porque me despreciaba. La influencia que yo tengo sobre él...
LADY WINDERMERE.—(Levantándose.) ¡Ah! ¿Luego confiesa usted que tiene influencia?
SEÑORA ERLYNNE.—Sí; y voy a decirle a usted cuál es... Es el amor que le tiene a usted, lady Windermere.
LADY WINDERMERE.—¿Y se figura usted que voy a creerlo? SEÑORA ERLYNNE.—¡Debe usted creerlo! Es la verdad. Su amor a usted fue lo que hizo que se sometiera a mi... ¡Oh! Llámelo usted como quiera: mi tiranía, mis amenazas, lo que usted quiera. Sí, su amor a usted. Su deseo de evitarle... una vergüenza, sí, vergüenza y sufrimiento.
LADY WINDERMERE.—¿Qué quiere usted decir? ¡Es usted una insolente! ¿Qué tengo yo que ver con usted?
SEÑORA ERLYNNE.—(Humildemente.) Nada. Lo sé... Pero yo le digo a usted que su marido la quiere..., que jamás podrá usted volver a encontrar un amor semejante en toda su vida..., jamás..., y que si renuncia usted a él, día llegará en que tenga usted sed de amor y no lo encuentre, en que mendigue usted amor y le sea negado... ¡Ah, Arturo la quiere a usted!
LADY WINDERMERE.—¿Arturo? ¿Le llama usted Arturo? ¿Y dice que no hay nada entre ustedes?
SEÑORA ERLYNNE.—Lady Windermere, ante el cielo le juro a usted que su marido es inocente de toda culpa contra usted... Y yo..., yo le aseguro a usted que si hubiera podido ocurrírseme que una sospecha semejante podía nacer en usted, habría preferido cien veces morir que interponerme en su vida... Sí, cien veces. (Se dirige hacia el diván a la derecha.)
LADY WINDERMERE.—Habla usted como si, realmente, tuviese corazón. Las mujeres como usted no tienen corazón. Se compran y se venden. (Se sienta a la izquierda.)
SEÑORA ERLYNNE.—(Se estremece con un gesto de dolor. Luego se contiene y dirígese hacia donde está sentada LADY WINDERMERE. Al hablar, tiende las manos hacia ella, pero sin atreverse a tocarla.) Crea usted de mí lo que quiera. Yo no merezco un solo minuto de tristeza. ¡Pero no arruine usted su vida por mi causa! Usted no sabe lo que le reserva el Destino, si no sale usted inmediatamente de esta casa. Usted no sabe lo que es caer en el abismo, ser despreciada, abandonada de todos, convertirse en un objeto de burla... ¡Ser un paria! ¡Encontrar cerradas todas las puertas, tener que vivir casi a escondidas, temiendo que a cada momento le arranquen a una la careta; y mientras tanto, tener que estar oyendo de continuo la risa del mundo, una risa horrenda, mucho más trágica que todas las lágrimas! ¡Usted no sabe lo que es eso! ¡Paga una su pecado, y vuelve a pagarlo una y otra vez y toda la vida! Usted no debe conocer jamás esto... En cuanto a mí, si el sufrimiento es una expiación, pues bien, en este momento acabo de expiar todas mis faltas, por grandes que hayan sido. Esta noche usted ha dado un corazón a quien no lo tenía... Lo ha dado, y lo ha roto... Pero ¿qué importa? Yo puedo haber arruinado mi vida; pero no le dejaré a usted que arruine la suya. Usted es todavía una niña, y se perdería. Usted no tiene el carácter que hace falta para que una mujer pueda volver atrás. No; usted no tiene ni la habilidad ni el valor necesarios. ¡Usted no podría soportar el deshonor! ¡No! ¡Vuelva usted, lady Windermere, con su marido, que la quiere a usted, y a quien usted quiere!... Además, usted tiene un niño, lady Windermere. Vuelva usted con su niño, que acaso en este mismo momento, con dolor o con alegría, la está llamando a usted... (LADY WINDERMERE se pone en pie.) Dios le dio a usted ese hijo para que usted velase por él y le preparase una vida tranquila. ¿Qué contestará usted a Dios si esa vida queda destrozada por culpa de usted? ¡Vuelva usted a su casa, lady Windermere!... Su marido la quiere. Ni un solo momento ha faltado a ese amor. Pero aunque él tuviese mil amores distintos, usted debe quedarse al lado de su hijo. ¡Aunque fuera duro con usted, usted debe quedarse al lado de su hijo! ¡Aunque la maltratase, usted debe quedarse al lado de su hijo! ¡Aunque la abandonase, el sitio de usted es al lado de su hijo! (LADY WINDERMERE rompe a llorar, escondiendo el rostro entre las manos. La SEÑORA ERLYNNE, precipitándose hacia ella.) ¡Lady Windermere!
LADY WINDERMERE.—(Tendiéndole las manos instintivamente, como haría una niña.) Lléveme usted a casa..., lléveme usted a casa.
SEÑORA ERLYNNE.—(Está a punto de abrazarla, pero se contiene. Un resplandor de suprema alegría anima su rostro.) ¡Vamos! ¿Dónde está su capa? (Recogiéndola del diván.) Aquí está. Póngasela usted. ¡Vamos en seguida! (Se dirigen hacia la puerta.)
LADY WINDERMERE.—¡Silencio! ¿No oye usted voces?
SEÑORA ERLYNNE.—¡No, no! ¡No es nada!
LADY WINDERMERE.—¡Sí es! ¡Escuche! ¡Oh, es la voz de mi marido! ¡Viene hacia aquí! ¡Sálveme usted! ¡Ah, esto debe ser algún complot! ¡Usted lo ha mandado a buscar! (Voces dentro.)
SEÑORA ERLYNNE.—¡Silencio! Yo estoy aquí para salvarla a usted, si puedo. ¡Pero temo que sea demasiado tarde! ¡Allí! (Apunta hacia la cortina que tapa la ventana.) A la primera oportunidad se escabulle usted, si surge la ocasión.
LADY WINDERMERE.—¿Y usted?
SEÑORA ERLYNNE.—¡Oh! No se preocupe por mí. Les haré frente.
LADY WINDERMERE se esconde detrás de la cortina.
AUGUSTO.—(Dentro.) ¡Es absurdo, mi querido Arturo! ¡Nada, que no te dejamos ir!
SEÑORA ERLYNNE.—¡Lord Augusto! ¡Entonces soy yo la que estoy perdida! (Titubea un momento, mira en torno suyo y, al fin, viendo la puerta de la derecha, se mete por ella.)
Entran LORD DARLINGTON, el señor DUMBY, LORD WINDERMERE, LORD AUGUSTO LORTON y el señor CECILIO GRAHAM19.
DUMBY.—¡Qué fastidio que nos echen del club a esta hora! ¡Si no son más que las dos! (Dejándose caer en un sillón.) La hora más a propósito para divertirse apenas acaba de empezar. (Bosteza y cierra los ojos.)
LORD WINDERMERE.—Realmente, lord Darlington, es usted muy amable permitiendo a Augusto que le imponga así nuestra compañía; pero siento no poder estar más que un momento.
LORD DARLINGTON.—El que lo siente soy yo. Fumará usted siquiera un puro, ¿no?
LORD WINDERMERE.—¡Gracias! (Se sienta.)
AUGUSTO.—(Dirigiéndose a LORD WINDERMERE.) Querido amigo, no pienses ni en sueños en irte. Tengo que hablar mucho contigo y de cosas de suma importancia. (Se sienta con él junto a la mesa de la izquierda.)
GRAHAM.—¡Ya, ya sabemos de lo que se trata! ¿De qué va a hablar Tuppy sino de la señora Erlynne?
LORD WINDERMERE.—Pero eso no creo que tenga que ver nada contigo, ¿eh, Cecilio?
GRAHAM.—¡En absoluto! Por eso me interesa. Mis cosas siempre me aburren mortalmente. Prefiero las ajenas.
LORD DARLINGTON.—¿Quieren ustedes beber algo? ¿Quieres tú un whisky con soda, Cecilio?
GRAHAM.—Gracias. (Se dirige hacia el velador en que está LORD DARLINGTON.) ¿Te fijaste lo guapa que estaba la señora Erlynne esta noche?
LORD DARLINGTON.—Confieso que no soy uno de sus admiradores.
GRAHAM.—Yo no lo era; pero ahora lo soy. ¡Figúrate que me hizo que la presentara a la pobre tía Carolina! Y uno de estos días creo que va a comer allí.
LORD DARLINGTON.—(Sorprendido.) ¿Es posible?
GRAHAM.—¡Y tan posible!
LORD DARLINGTON.—Ustedes me dispensarán, pero me voy mañana de viaje, y tengo que escribir algunas cartas. (Se sienta a la mesa y se pone a escribir.)
DUMBY.—¡Mujer muy inteligente, la tal señora Erlynne!
GRAHAM.—¡Caramba, Dumby! Yo te creía dormido.
DUMBY.—¡Y generalmente lo estoy!
AUGUSTO.—¡Una mujer inteligentísima! ¡Ah! Ella sabe lo rematadamente tonto que soy yo...; lo sabe tan bien como yo mismo. (GRAHAM se vuelve hacia él, riendo.) Sí, sí, ríete, querido; pero tú no sabes la suerte que es encontrar una mujer que nos comprenda.
DUMBY.—¡Una cosa peligrosísima! Siempre acaban por casarse con uno.
GRAHAM.—¡Pero yo creía, Tuppy, que habías decidido no volver a verla! Sí, anoche mismo me lo dijiste en el club. Me dijiste que te habían contado... (Le habla al oído.)
AUGUSTO.—¡Oh! Ella me lo explicó todo.
GRAHAM.—¿Y la historia de Wiesbaden?
AUGUSTO.—También me la explicó.
DUMBY.—¿Y sus medios de existencia, Tuppy? ¿Te explicó también eso?
AUGUSTO.—(Con mucha seriedad.) Me lo explicará mañana.
GRAHAM vuelve junto a la mesa del centro.
DUMBY.—Las mujeres de hoy son terriblemente comerciales. Nuestras abuelas ponían el ojo en el dinero, desde luego, pero, por Júpiter, sus nietas pierden la vista de tanto buscarlo.
AUGUSTO.—Pretendes convertirla en una mala mujer. ¡Ella no es así!
GRAHAM.—¡Oh! Las malas mujeres te fastidian. Las buenas te aburren. Ésa es la única diferencia entre ellas.
AUGUSTO.—(Dando chupadas a un puro.) La señora Erlynne tiene ante sí un magnífico porvenir.
DUMBY.—¿Un porvenir? ¡Lo que tiene ante sí la señora Erlynne es un pasado!
AUGUSTO.—Prefiero las mujeres que tienen un pasado. Son las únicas con las que se puede hablar.
GRAHAM.—(Levantándose y dirigiéndose de nuevo hacia él.) ¿Sí? Pues lo que es con la señora Erlynne me parece que no ha de faltarle conversación, querido Tuppy.
AUGUSTO.—Querido amigo, te estás volviendo insoportable; endemoniadamente insoportable.
GRAHAM.—(Poniéndole las manos en los hombros.) Bueno, Tuppy, has perdido tu figura y tu personalidad. No pierdas el humor; es lo único que te queda.
AUGUSTO.—Querido amigo, si yo no fuera el hombre de mejor carácter y más bonachón que hay en Londres...
GRAHAM.—Te hablaríamos con más respeto; ¿no es eso, Tuppy? (Pasea de arriba abajo.)
DUMBY.—La juventud de hoy día es tremenda. No tiene el menor respeto a los cabellos teñidos.
LORD AUGUSTO lanza en torno suyo una mirada colérica.
GRAHAM.—La señora Erlynne respeta muchísimo al querido Tuppy.
DUMBY.—En ese caso, la señora Erlynne da un admirable ejemplo al resto de su sexo. Es monstruoso cómo se portan hoy día la mayor parte de las mujeres con los hombres que no son sus maridos.
LORD WINDERMERE.—No digas tonterías, Dumby; y tú, Cecilio, procura contener un poco la lengua. Me parece que ya es hora de que dejéis en paz a la señora Erlynne. Realmente, no sabéis nada en contra suya y, sin embargo, os pasáis el día difamándola.
GRAHAM.—(Acercándose a él por la izquierda.) Mi querido Arturo, yo nunca difamo a nadie. Me contento con chismorrear lo que puedo.
LORD WINDERMERE.—¿Y qué diferencia ves tú entre la difamación y la chismografía?
GRAHAM.—¡Oh, la chismografía es siempre deliciosa! La Historia no es más que una simple chismografía. La difamación, en cambio, es la chismografía echada a perder por la moral. Y yo jamás moralizo. Un hombre que moraliza es, generalmente, un hipócrita. Y una mujer que moraliza es, invariablemente, fea. No hay nada en el mundo tan molesto como la conciencia de una puritana. Afortunadamente, casi todas lo saben.
AUGUSTO.—Lo mismo pienso yo, querido; exactamente lo mismo.
GRAHAM.—Lo siento, Tuppy; en cuanto alguien está de acuerdo conmigo, se me antoja que debo de estar equivocado.
AUGUSTO.—Querido amigo, cuando yo tenía tu edad...
GRAHAM.—¡Pero si nunca la has tenido, Tuppy! ¡Ni la tendrás! (Dirigiéndose a la mesa donde está LORD DARLINGTON.) Oye, Darlington, ¿tendrías por ahí unas cartas? ¿Tú jugarás, eh, Arturo?
LORD WINDERMERE.—No, gracias, Cecilio.
DUMBY.—(Suspirando.) ¡Santo Dios! ¡Cómo estropea el matrimonio a un hombre! Es tan perjudicial como el fumar, y mucho más costoso.
GRAHAM.—Tú sí jugarás, ¿verdad, Tuppy?
AUGUSTO.—(Sirviéndose un brandy con soda en la mesa.) Imposible, querido. He jurado a la señora Erlynne no volver a jugar ni a beber.
GRAHAM.—Mi querido Tuppy, no vayas ahora a dejarte extraviar por los senderos de la virtud. En cuanto te corrijas serás una perfecta calamidad, y no habrá quien te soporte. Eso es lo peor que tienen las mujeres. Todas se empeñan en que seamos buenos. Y si por casualidad lo somos cuando las conocemos, no se enamoran de nosotros. Les gusta encontrarnos malos, con todos los defectos, y dejarnos buenos, sin ningún atractivo.
LORD DARLINGTON.—(Levantándose de la mesa a la derecha, donde ha estado escribiendo cartas.) ¡Siempre nos encuentran malos!
DUMBY.—No creo que seamos malos. Al contrario, todos somos buenos, exceptuando a Tuppy.
LORD DARLINGTON.—No; todos vivimos en el cieno, pero algunos levantamos los ojos hacia las estrellas. (Se sienta junto al velador del centro.)
DUMBY.—¿Todos vivimos en el cieno, pero algunos levantamos los ojos hacia las estrellas? ¡Caramba, Darlington! ¿Sabes que estás romántico esta noche?
GRAHAM.—¡Demasiado romántico! Debe de andar enamorado. ¿Quién es ella?
LORD DARLINGTON.—(Mirando instintivamente hacia LORD WINDERMERE mientras habla.) La mujer que yo quiero no es libre, o cree no serlo.
GRAHAM.—¡Una mujer casada, entonces! ¿Nada menos? ¡Ah! No hay nada como el cariño de una mujer casada. Ésa es una cosa de la que ningún marido tiene la menor idea.
LORD DARLINGTON.—¡Oh! Ella no me corresponde. Es una mujer honrada. La única mujer honrada que he encontrado en mi vida.
GRAHAM.—¿La única mujer honrada que has encontrado en tu vida?
LORD DARLINGTON.—¡Sí!
DUMBY.—(Encendiendo un cigarrillo.) ¡Caramba, qué suerte tienes! Yo, en cambio, he encontrado un sinfín de mujeres honradas. Creo que nunca he conocido otras. Como que el mundo está literalmente atestado de ellas. Conocerlas es propio de la educación de la clase media.
LORD DARLINGTON.—Esta mujer que yo digo es la inocencia y la pureza personificadas. Tiene todo lo que los hombres hemos perdido.
GRAHAM.—¿Y qué demonios iban a hacer los hombres con la inocencia y la pureza, querido mío? Una buena flor bien colocada en el ojal es de mucho más efecto.
DUMBY.—Entonces, ¿quedamos en que ella no te quiere?
LORD DARLINGTON.—¡No, no me quiere!
DUMBY.—Pues te doy la enhorabuena. En este mundo no hay más que dos tragedias: una, no conseguir lo que se desea; otra, conseguirlo. La segunda es la peor de las dos. ¡Ah, ésa sí que es una verdadera tragedia! Por eso me alegro de saber que no te quiere. Oye, Cecilio, ¿cuánto tiempo podrías tú querer a una mujer que no te correspondiese?
GRAHAM.—¿A una mujer que no me correspondiese? ¡Oh, toda la vida!
DUMBY.—Como yo. Pero ¡es tan difícil encontrarla!
LORD DARLINGTON.—¿Cómo puedes ser tan presuntuoso, Dumby?
DUMBY.—Te aseguro que no lo digo por presunción. Lo digo con pena. El caso es que me han querido ciegamente, locamente. Y lo deploro. No sabes lo molesto que ha sido. A mí me gusta, de cuando en cuando, tener algún tiempo libre.
AUGUSTO.—(Mirando a su alrededor.) ¿Para educarte, sin duda?
DUMBY.—No, para olvidar lo aprendido. Que es mucho más importante, querido Tuppy. (LORD AUGUSTO se mueve incómodo en su sillón.)
LORD DARLINGTON —¡Qué partida de cínicos sois!
GRAHAM.—¿Y qué es un cínico? (Sentándose en el respaldo del sofá.)
LORD DARLINGTON.—Un hombre que conoce el precio de todo y el valor de nada.
GRAHAM.—Y un sentimental, mi querido Darlington, es un hombre que atribuye a todas las cosas un valor absurdo y no conoce el precio fijo de ninguna.
LORD DARLINGTON.—¡Qué divertido eres, Cecilio! Hablas como un hombre de experiencia.
GRAHAM.—(Acercándose a la chimenea.) Y lo soy.
LORD DARLINGTON.—¡Eres todavía demasiado joven!
GRAHAM.—¡Gran error! La experiencia es una cuestión de intuición de la vida. Yo la tengo. Tuppy, en cambio, no la tiene. Experiencia es el nombre que da Tuppy a sus errores. Eso es todo. (LORD AUGUSTO lanza en torno suyo una mirada de indignación.)
DUMBY.—Experiencia llama todo el mundo a sus errores.
GRAHAM.—(De espaldas a la chimenea.) ¡Lástima que se tengan que cometer! (En este momento repara en el abanico de LADY WINDERMERE sobre el sofá.)
DUMBY.—La vida sería muy aburrida sin ellos.
GRAHAM.—Conque quedamos en que estás enamorado de una mujer honrada y, como es natural, le guardas fidelidad absoluta. ¿No es eso, Darlington?
LORD DARLINGTON.—Cuando uno está enamorado de una mujer, todas las demás mujeres le tienen a uno sin cuidado, Cecilio. El amor le cambia a uno.... y yo me siento cambiado.
GRAHAM.—¿De verdad? ¿Qué me dices?... Oye, Tuppy, un momento. (LORD AUGUSTO no se entera.)
DUMBY.—Es inútil que llames a Tuppy. En este instante es lo mismo que si hablases a una pared.
GRAHAM.—Te advierto que a mí me gusta hablar con las paredes. Son las únicas que jamás me contradicen. ¡Tuppy!
AUGUSTO.—¿Qué, qué ocurre? ¿Qué ocurre? (Se levanta y se dirige hacia GRAHAM.)
GRAHAM.—Ven aquí, es un secreto. (Aparte.) ¿Podrás creer que Darlington, que nos ha estado predicando de moral, y de la pureza del amor, y de otras zarandajas por el estilo, tenía todo este tiempo aquí, en su casa, escondida a una mujer?
AUGUSTO.—¿Qué me dices? ¡No es posible!
GRAHAM.—(En voz baja.) ¡Te digo que sí! Mira, ahí está su abanico. (Señalando el abanico.)
AUGUSTO.—(Conteniendo a duras penas la risa.) ¡Caramba! ¡Esa sí que es buena!
LORD WINDERMERE.—(Cerca de la puerta.) No tengo más remedio que irme, lord Darlington. Siento que se vaya usted tan pronto de Inglaterra. Tenga usted la bondad de venir a casa cuando regrese. Mi mujer y yo tendremos mucho gusto en verle.
LORD DARLINGTON.—(Dirigiéndose a la puerta con LORD WINDERMERE.) Me parece que tardaré bastantes años en volver a Inglaterra. ¡Buenas noches!
GRAHAM.—¡Arturo!
LORD WINDERMERE.—¿Qué?
GRAHAM.—Espera. Tengo que decirte una cosa. ¡Ven, ven aquí!
LORD WINDERMERE.—(Poniéndose el abrigo.) No puedo... Tengo que irme.
GRAHAM.—Es algo muy particular. Ya verás cómo te interesa.
LORD WINDERMERE.—(Sonriendo.) Alguna de tus tonterías, Cecilio, sin duda.
GRAHAM.—¡Qué ha de ser! Ven y verás.
AUGUSTO.—(Dirigiéndose hacia él.) Querido amigo, no es posible que pienses irte. Tengo mucho que hablar contigo. Y Cecilio quiere enseñarte una cosa.
LORD WINDERMERE.—(Caminando hacia GRAHAM.) ¿Sí? ¿El qué?
GRAHAM.—Darlington tiene una mujer escondida en su casa. Ahí está su abanico. ¿Divertido, eh? (Pausa.)
LORD WINDERMERE.—(Estremeciéndose.) ¿Qué es esto? ¿Cómo es posible? (Se apodera del abanico. DUMBY se levanta.)
GRAHAM.—¿Qué pasa?
LORD WINDERMERE.—¡Lord Darlington!
LORD DARLINGTON.—(Volviéndose.) ¿Me llamaba usted?
LORD WINDERMERE.—¿Qué hace aquí, en casa de usted, el abanico de mi mujer? Déjame, Cecilio. ¡No me toques!
LORD DARLINGTON.—¿El abanico de su mujer?
LORD WINDERMERE.—Sí, éste; ahí estaba.
LORD DARLINGTON.—(Caminando hacia él.) ¡No sé! ¡No me lo explico!
LORD WINDERMERE.—¡Pues tendrá usted que explicármelo! ¡En seguida! (A GRAHAM.) Tú, haz el favor de quitarte de en medio, estúpido.
LORD DARLINGTON.—(Para sí.) Entonces es que ha venido, después de todo.
LORD WINDERMERE.—¡Vamos, hable usted! ¿Por qué está aquí el abanico de mi mujer? ¡Conteste! Voy a registrar toda su casa, y como mi mujer esté aquí... (Hace ademán de moverse.)
LORD DARLINGTON.—¡Usted no registrará mi casa! ¡No tiene usted ningún derecho a hacerlo! ¡Yo le impediré que lo haga!
LORD WINDERMERE.—¿Usted?... ¡Canalla! ¡No saldré de esta casa sin registrar hasta el último rincón! ¿Qué es lo que se mueve detrás de esa cortina? (Se precipita hacia la cortina.)
SEÑORA ERLYNNE.—(Entrando por la puerta por donde salió.) Lord Windermere.
LORD WINDERMERE.—¡Señora Erlynne! (Todos se estremecen, y se vuelven hacia ella. LADY WINDERMERE, entonces, se desliza de detrás de la cortina y sale de la habitación, sin ser notada, por la puerta de la izquierda.)
SEÑORA ERLYNNE.—Me parece que, equivocadamente, me he traído el abanico de su mujer en lugar del mío, cuando salí de su casa esta noche. Crea usted que lo siento. (Le quita el abanico de las manos. LORD WINDERMERE le lanza una mirada de desprecio. LORD DARLINGTON pone una expresión mezcla de asombro y de ira. LORD AUGUSTO se vuelve a otro lado. DUMBY y GRAHAM se miran sonriendo.)
TELÓN