LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO

«EPISODIO GRIBSBY»1

Entra MERRIMAN.

MERRIMAN.—He puesto las cosas del señorito Ernesto en la alcoba contigua a la del señor. ¿Está bien así?

JUAN.—¿Qué?

MERRIMAN.—Me refiero al equipaje del señorito Ernesto. Lo he desempaquetado todo y lo he puesto en la alcoba contigua a la del señor.

ARCHIBALDO.—Me temo que esta vez no podré estar con vosotros más de una semana.

CECILIA.—¿Una semana? ¿Va a poder quedarse realmente hasta el lunes?

ARCHIBALDO.—Creo que puedo arreglarlo para estar hasta el lunes.

CECILIA.—¡Qué bien!

MERRIMAN.—(A ERNESTO.) Dispense, señor, pero hay un caballero anciano que desea verlo. Acaba de llegar en un coche de alquiler desde la estación. (Le entrega una tarjeta en la bandeja.)

ARCHIBALDO.—¿Que desea verme a mí?

MERRIMAN.—Sí, señor.

ARCHIBALDO.—(Lee la tarjeta.) «Parker y Gribsby, abogados». No sé nada de ellos. ¿Quiénes son?

JUAN.—(Toma la tarjeta.) Parker y Gribsby, ¿quiénes serán? Supongo, Ernesto, que se tratará de algún asunto de tu amigo Bunbury. Quizá Bunbury quiera hacer testamento, y desee que tú seas su albacea. (A MERRIMAN.) Haz pasar a los señores Parker y Gribsby inmediatamente.

MERRIMAN.—Hay sólo un caballero en la sala, señor.

JUAN.—Pues bien, haz pasar al señor Parker o al señor Gribsby.

MERRIMAN.—Sí, señor. (Sale MERRIMAN.)

JUAN.—Tengo la esperanza, Ernesto, de poder confiar en la declaración que me hiciste la semana pasada cuando cancelé finalmente todas tus facturas. Espero que no queden cuentas de ningún tipo por ahí.

ARCHIBALDO.—No tengo absolutamente ninguna deuda, querido Juan. Gracias a tu generosidad no debo un penique, salvo por unas cuantas corbatas, creo.

JUAN.—Me alegro sinceramente de oírlo.

MERRIMAN.—(Anunciando.) El señor Gribsby. (Entra el señor GRIBSBY.)

GRIBSBY.—(Dirigiéndose al reverendo CHASUBLE.) ¿Es usted el señor Ernesto Worthing?

SEÑORITA PRISM.—Éste es el señor Ernesto Worthing.

GRIBSBY.—¿Es usted el señor Ernesto Worthing?

ARCHIBALDO.—Sí, dígame.

GRIBSBY.—¿Residente en Albany, B cuatro?

ARCHIBALDO.—En efecto, ésa es mi dirección.

GRIBSBY.—Lo siento mucho, señor Worthing, pero tenemos un mandato de embargo en veinte días contra usted a favor del Hotel Savoy, Compañía Limitada, por setecientas sesenta y dos libras, catorce chelines y dos peniques.

ARCHIBALDO.—¡Qué tontería! Yo nunca ceno en el Savoy de mi bolsillo. Siempre ceno en Willis. Es mucho más caro. No le debo un penique al Savoy.

GRIBSBY.—El mandato de embargo figura aquí que le fue entregado a usted personalmente en Albany el veintisiete de mayo. Se falló en un juicio contra usted, en ausencia suya, el cinco de junio. Desde entonces le hemos escrito no menos de trece veces, sin haber recibido ninguna respuesta. En interés de nuestros clientes, no hemos tenido más remedio que solicitar un auto de prisión contra su persona. Pero no me cabe duda, señor Worthing, de que podrá usted cancelar esta cuenta sin tener que llegar a esos extremos desagradables. Siete chelines y seis peniques tendrían que añadirse a la cuenta, en concepto de gastos del coche que ha sido alquilado para su comodidad, en caso de que sea necesario el traslado, pero estoy seguro de que tal contingencia probablemente no va a ocurrir. ARCHIBALDO.—¡Traslado! ¿De qué traslado me habla? No tengo la más mínima intención de salir de aquí. Voy a quedarme en este lugar durante una semana. Estoy aquí con mi hermano. (Señala a JUAN.)

GRIBSBY.—(A JUAN.) Encantado de conocerlo, señor.

ARCHIBALDO.—(A GRIBSBY.) Si se imagina usted que voy a regresar a la ciudad en el momento mismo en que he llegado, está usted absolutamente equivocado.

GRIBSBY.—Yo sólo soy un abogado. No empleo la violencia personal de ningún tipo. El oficial del juzgado cuya función es detener a la persona del deudor está esperando fuera en un coche de alquiler. Tiene una experiencia considerable en estos asuntos. De hecho ha arrestado, en cumplimiento de sus obligaciones, a casi todos los vástagos más jóvenes de la aristocracia, así como a varios de sus primogénitos, además naturalmente de un buen número de miembros de la Cámara de los Lores. Su estilo y sus modales se consideran extremadamente educados, hasta el punto de que da la impresión de tratarse más de un apostador que de un oficial de juzgado. Por ese motivo lo contratamos a él siempre. Pero sin duda usted preferirá pagar la factura.

ARCHIBALDO.—¿Pagar la factura? ¿Cómo demonios voy a pagarla? ¿Acaso supone usted que tengo dinero? ¡Sí que estamos buenos! Ningún caballero tiene nunca dinero.

GRIBSBY.—La experiencia que tengo es que generalmente hay parientes que pagan.

JUAN.—Permítame por favor ver esa cuenta, señor Gribsby... (Le da la vuelta a un inmenso folio.) setecientas sesenta y dos libras, catorce chelines y dos peniques desde el pasado octubre... Tengo que decir que nunca había visto una extravagancia tan temeraria en toda mi vida. (Se lo pasa al reverendo CHASUBLE.)

SEÑORITA PRISM.—¡Setecientas sesenta y dos libras en comidas! ¡Eso es de un materialismo feroz! No puede haber nada bueno en un joven que coma tanto, y con tanta frecuencia.

CHASUBLE.—Ciertamente es una prueba dolorosa de los vergonzosos lujos de este tiempo. ¡Qué lejos estamos de la vida sencilla y el pensamiento elevado de Wordsworth 2!

JUAN.—Bueno, reverendo Chasuble, ¿considera usted que yo me veo obligado de alguna manera a pagar esta cuenta monstruosa de mi hermano?

CHASUBLE.—He de decirle que en absoluto. Sería como fomentar su libertinaje.

SEÑORITA PRISM.—Cada cual cosecha lo que siembra. Este posible encarcelamiento podría resultarle muy saludable. Lo que hay que lamentar es que sea por un período de sólo veinte días.

JUAN.—Soy de la misma opinión.

ARCHIBALDO.—Mi querido amigo, ¡mira que eres ridículo! ¡Sabes perfectamente que la cuenta es en realidad tuya!

JUAN.—¿Mía?

ARCHIBALDO.—Sí, lo sabes.

CHASUBLE.—Señor Worthing, si se trata de una broma, está fuera de lugar.

SEÑORITA PRISM.—Es una vulgar desvergüenza. Justo lo que yo me esperaba de él.

CECILIA.—Es una ingratitud. Yo no me esperaba eso.

JUAN.—No le hagáis caso. Así se comporta siempre. Lo que quieres decir ahora es que no eres Ernesto Worthing, con domicilio en Albany, B cuatro, ¿no es eso? Ahora que estás en ello, es la ocasión para negar que seas mi hermano. ¿Por qué no lo haces?

ARCHIBALDO.—¡Oh! Evidentemente no voy a hacer eso, querido mío; sería absurdo. Pues claro que soy tu hermano. Y por eso debes pagar tú esa factura. ¿De qué sirve tener un hermano, si no le paga a uno las facturas?

JUAN.—Pues en cuanto a mí, he de decirte que no veo la utilidad de tener un hermano. En lo referente al pago de la factura, no tengo la menor intención de hacer nada por el estilo. El reverendo Chasuble, dignísimo rector de esta parroquia, y la señorita Prism, en cuyo admirable y ponderado juicio tengo gran confianza, son ambos de la opinión de que la cárcel te haría un gran bien. Y yo pienso lo mismo que ellos.

GRIBSBY.—(Sacando su reloj.) Siento interrumpir esta agradable reunión familiar, pero el tiempo apremia. Tenemos que estar en Holloway no más tarde de las cuatro 3; si no, es muy difícil conseguir entrar. Las normas son muy estrictas.

ARCHIBALDO.—¡Holloway!

GRIBSBY.—Es en Holloway donde se hacen siempre las detenciones de este tipo.

ARCHIBALDO.—Pero, bueno, no van a encarcelarme en las afueras por haber comido en el West End 4. Es absolutamente ridículo.

GRIBSBY.—La cuenta es de cenas, no de comidas.

ARCHIBALDO.—¡Qué importa eso ahora! Lo que digo es que no van a encarcelarme en las afueras.

GRIBSBY.—Hay que admitir que los alrededores son de clase media; pero la prisión en sí está a la moda y bien aireada, y hay múltiples oportunidades para hacer ejercicio a ciertas horas fijas del día. Y en el caso de certificaciones médicas, que son siempre fáciles de conseguir, pueden ampliarse esas horas.

ARCHIBALDO.—¡Hacer ejercicio! ¡Santo Dios! Los caballeros no hacemos ejercicios. No parece entender usted lo que es un caballero.

GRIBSBY.—He conocido a tantos, señor, que me temo que tiene usted razón. Las variedades de caballeros son curiosísimas; resultado del refinamiento, sin duda. Si no tiene inconveniente, ¿sería usted tan amable, señor, de acompañarme?

ARCHIBALDO.—(Suplicando.) ¡Juan!

SEÑORITA PRISM.—Manténgase firme, señor Worthing.

CHASUBLE.—Ésta es una de esas ocasiones en que cualquier debilidad estaría fuera de lugar. Sería una manera de engañarse a uno mismo.

JUAN.—Me mantengo firme; y no voy a mostrar debilidad ni a engañarme a mí mismo.

CECILIA.—¡Tío Juan! Creo que tiene usted cierto dinero que me pertenece, ¿verdad? Déjeme que yo pague esa cuenta. No me gustaría que su hermano fuera a la cárcel.

JUAN.—Oh, no puedes hacer eso, Cecilia, es una tontería.

CECILIA.—Entonces la pagará usted, ¿verdad? Me parece que se sentiría muy mal pensando que su hermano está entre rejas. Por supuesto, que yo me siento muy decepcionada con él.

JUAN.—No le hablarás más, Cecilia, ¿verdad?

CECILIA.—Naturalmente que no, salvo, por supuesto, que me hable él a mí primero; sería una grosería no contestarle.

JUAN.—Bueno, me ocuparé de que no te hable. Me ocuparé de que no hable con nadie en esta casa. Hay que aislarlo. Señor Gribsby...

GRIBSBY.—Sí, señor.

JUAN.—Pagaré la cuenta de mi hermano. Es la última cuenta que le pago, por supuesto. ¿Cuánto es?

GRIBSBY.—Setecientas sesenta y dos libras, catorce chelines y dos peniques. ¿Cuál es su nombre completo, señor?

JUAN.—Señor Juan Worthing, con domicilio en Manor House, Woolton. ¿Es eso suficiente?

GRIBSBY.—¡Por supuesto, señor, por supuesto! Era sólo una formalidad. (Dirigiéndose a la SEÑORITA PRISM.) Hermoso lugar. ¡Ah!, el coche de alquiler es cinco con nueve extra, dispuesto para la comodidad del cliente.

JUAN.—Muy bien.

SEÑORITA PRISM.—Debo decirle que tal generosidad me parece una estupidez. Especialmente lo del pago del coche.

CHASUBLE.—(Con un movimiento de la mano.) El corazón tiene sus razones de la misma forma que la cabeza, señorita Prism.

JUAN.—Pagadero a Gribsby y Parker, supongo.

GRIBSBY.—Sí, señor. Y no haga el cheque cruzado por favor. Gracias.

JUAN.—Usted es Gribsby, ¿verdad? ¿Y cómo es Parker?

GRIBSBY.—Yo soy los dos, señor. Gribsby cuando se trata de asuntos desagradables, Parker en ocasiones menos graves.

JUAN.—Espero que la próxima vez que lo vea sea usted Parker.

GRIBSBY.—Así lo espero yo también, señor. (Dirigiéndose al reverendo CHASUBLE.) Que tenga usted buen día. (El reverendo CHASUBLE inclina la cabeza con frialdad.) Que tenga usted buen día. (La SEÑORITA PRISM inclina la cabeza con frialdad.) Espero tener el placer de verlo de nuevo. (Dirigiéndose a ARCHIBALDO.)

ARCHIBALDO.—Sinceramente espero que no sea así. Tiene usted unas ideas muy raras sobre el tipo de compañía con la que un caballero quiere mezclarse. Ningún caballero querrá conocer a un abogado que pretenda encarcelarlo en las afueras.

GRIBSBY.—En efecto, en efecto.

ARCHIBALDO.—Por cierto, Gribsby. Usted no va a regresar a la estación en ese coche de alquiler. Ese coche es mío. Fue alquilado para mi comodidad. Usted y ese caballero que parece un apostador van a volver a la estación a pie. Eso les hará mucho bien. Los abogados no caminan lo suficiente. Engullen mucho, pero no caminan. No conozco a ningún abogado que haga suficiente ejercicio. Generalmente se pasan todo el día sentados en oficinas mal ventiladas, desatendiendo sus asuntos.

JUAN.—Puede usted tomar el coche, señor Gribsby.

GRIBSBY.—Muchas gracias, señor. (Sale GRIBSBY.)

ARCHIBALDO.—Bueno, creo que tenías que haberme dejado gastarle la broma a Gribsby. Era una broma estupenda. Sabes perfectamente que no lo decía en serio.