INTRODUCCIÓN

OSCAR WILDE, EL ETERNO DANDI

Oscar Wilde es para muchos la figura emblemática, casi prototípica cabría decir, del dandi inglés. Las caricaturas que se le dedicaron en vida —en publicaciones como la revista satírica Punch, y muchas de las fotografías que se le hicieron, nos muestran a un hombre visiblemente preocupado por la imagen pública que proyectaba. Así lo revela la pose adoptada para ser fotografiado, y especialmente su vestimenta, caracterizada por el conjunto armonioso e impecable de todo el atuendo, desde el pelo —corto o largo, con rizos o sin ellos, pero siempre cuidado y bien peinado— al sombrero, el traje, los guantes, el clavel de la solapa, etc. Si a esta imagen física del artista añadimos su gusto exacerbado por las alambicadas representaciones gráficas en las cubiertas de sus libros, por la decoración de interiores, por la porcelana china azul, así como la ingeniosidad verbal que le hizo famoso, el cuadro que se nos presenta no deja de ser espectacular. Además, esa imagen de delicadeza y artificiosidad se ve vinculada en el recuerdo a la figura del artista del esteticismo extremado, que fue marginado y perseguido por la hipócrita moral dominante de su tiempo, vilipendiado y encarcelado por su homosexualidad, ignorado y despreciado por la clase social elevada a la que divertían sus comedias e ingeniosidades sin fin.

Durante décadas después de su muerte, acaecida a finales del año 1900, Wilde fue objeto de controversia y, a pesar de la condena judicial y moral a la que fue sometido por su homosexualidad, puede decirse que el interés de su público —en cierta medida morboso quizá— no decreció. Sus amigos se encargaron de escribir memorias y semblanzas del artista, reivindicando los valores morales y estéticos de Wilde; pero aparte de ese aspecto relacionado con la vida personal y la imagen pública del artista, lo más importante posiblemente es que las representaciones de sus obras teatrales se han mantenido vivas durante todo el siglo. Prueba de su éxito son las traducciones a múltiples lenguas y el continuo favor prestado por el público de diversos lugares. En España, por ejemplo, sus obras se tradujeron en los años diez y veinte y han gozado de la estima general desde entonces.

En la última década del siglo XX, a punto de cumplirse el centenario de su fallecimiento, puede afirmarse que la figura de Wilde ha conocido un inusitado resurgimiento. Son varios los motivos y las circunstancias que explican este renacimiento wildeano: por un lado, la imponente y magistral biografía publicada en 1987 por Richard Ellmann, que logró despejar y aclarar definitivamente, con un elevado grado de consenso, muchas de las incógnitas que rodeaban la vida del escritor. Por otro lado, los movimientos de estudios gay, que han alcanzado gran difusión en los años ochenta y noventa, han reivindicado la figura de Wilde para ensalzarlo, como mártir de la causa (los más moderados), o incluso para criticarlo por su tibieza en la defensa de su posición homosexual (los más radicales). También la crítica poscolonial ha encontrado en Oscar Wilde un objeto digno de su atención, pues el hecho de que nuestro escritor fuera irlandés y criticara con ironía lo inglés (Englishness) lo coloca en la posición de sujeto colonizado, susceptible de interpretaciones vinculadas a tal o cual ortodoxia crítica. Pero además, y aparte de esas circunstancias diversas de orden crítico y sociológico, otra de las razones principales de ese renacimiento ha sido la reevaluación a que han sido sometidas sus obras teatrales y sus escritos críticos: las primeras han sido objeto de innovadoras puestas en escena, analizadas y aplaudidas en general por la crítica; y los segundos han conocido nuevas interpretaciones, a la luz de la insistencia de Wilde sobre cuestiones estéticas relacionadas con la dimensión oral de su arte y con el interés por las reacciones de su auditorio 1.

Y la sorpresa por esa revivificación de Wilde a cien años de su muerte, en otro fin de siècle bien distinto del que le tocó vivir a él, se hace aún mayor si consideramos la diversidad de su obra y la permanencia de gran parte de ella entre el público lector y los espectadores teatrales del momento presente. Siguen leyéndose los cuentos infantiles que escribió el autor para sus hijos, como «El príncipe feliz» o «El gigante egoísta», o «El ruiseñor y la rosa», así como aquellos otros falsamente infantiles que, en realidad, estaban dirigidos a adultos, como «El pescador y su alma», «El cumpleaños de la infanta», «El niño estrella», etc.; pero también su única novela, tan controvertida por los detalles de perversión e inmoralidad que contenía, y tan característica, a su vez, de la propia trayectoria vital y artística de Wilde: El retrato de Dorian Gray. Y en el mundo anglosajón sus poemas, en especial la famosa y trágica Balada de la cárcel de Reading, escrita como testimonio del período de reclusión a que se vio sometido Wilde por los tribunales ingleses al ser declarado culpable de sodomía y de haber corrompido al joven aristócrata lord Alfred Douglas. Pero muy particularmente, y aun no siendo despreciable el interés que todavía despiertan estas obras que acabo de mencionar, es sin duda su producción dramática, y en concreto sus cuatro comedias de alta sociedad, las que mantienen vivo con más pujanza el espíritu de Wilde entre un público más extenso: EL ABANICO DE LADY WINDERMERE, Una mujer sin importancia, Un marido ideal y LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO siguen en efecto representándose en los teatros de todo el mundo, y el ingenio y la sutileza de Wilde perviven por doquier con otros acentos y en lenguas distintas al inglés preciso, contenido y elegante en el que se expresaron entonces sus inolvidables personajes.

LA FORMACIÓN DEL ARTISTA: DE DUBLÍN A OXFORD

Oscar Wilde nació en Dublín, el 16 de octubre de 1854, en el seno de una familia acomodada. Su padre, Sir William Wilde, era cirujano oftalmólogo y otorrino de gran reputación, hasta el punto de que fue nombrado oculista de la Reina cuando ésta se hallaba en Irlanda, y fue además un erudito y escritor prolífico, pues se interesó por cuestiones arqueológicas, de historia natural, topografía, e incluso por el gran escritor satírico irlandés del siglo XVIII Jonathan Swift. Su madre era también una figura pública de la vida dublinesa de la época, pues descendía del gran escritor irlandés Charles Maturin (1782-1824), autor de la célebre novela de estilo gótico Melmoth el errante (Melmoth the Wanderer); y ella misma fue escritora y poeta, defensora ardiente del nacionalismo irlandés y traductora del francés y del alemán. Sostienen los biógrafos que Wilde recibió una gran influencia materna, ya que Speranza —éste era uno de los seudónimos usados por lady Wilde— era una gran amante de la poesía romántica (especialmente Keats y Shelley) y de la literatura francesa. Wilde, en efecto, se interesó pronto por la literatura y se hizo con una excelente formación clásica y artística, primero en la escuela, Portora Royal School, entre 1864 y 1871, y luego en la Universidad, pasando por el Trinity College de Dublín entre 1871 y 1874 y por el Magdalen College de la Universidad de Oxford entre 1874 y 1878. En ellos obtuvo toda clase de medallas y distinciones académicas, y ese mismo año de su graduación en Oxford fue galardonado con un premio importante, el Newdigate Prize, por un poema largo, Ravenna, de inspiración clásica y pastoril, que lo dio a conocerse en el ambiente poético de la ciudad.

Pero ya en esos años había atraído la atención del mundo universitario por su talento artístico y especialmente por su ingenio. Ese período lo puso en contacto también con el movimiento esteticista predominante entonces en Inglaterra, y en especial con el clima artístico e intelectual de Oxford, que lo subyugó por completo; una experiencia fundamental fue la relación con dos pensadores del momento, Walter Pater (1839-1894) y John Ruskin (1819-1900), que ejercieron una notable influencia sobre sus ideas estéticas. Fue Pater especialmente, apóstol del esteticismo más extremo y admirador de los poetas y pintores prerrafaelistas, como Dante Gabriel Rossetti (1828-1882), y de los grandes maestros del Renacimiento italiano, como Botticelli, Leonardo da Vinci, etc., el que atrajo de inmediato a Wilde, el que lo convirtió a la doctrina del arte por el arte. En sus habitaciones bellamente decoradas de Oxford invitaba Pater a sus alumnos a tomar el té y allí les predicaba la nueva fe estética. La búsqueda de la belleza como único propósito del artista verdadero, por encima de cualquier otra meta moral, social o política, fue precisamente la fe que abrazó con ardor un Wilde fascinado por el arte italiano y por el mundo clásico, un mundo que conoció en viajes a Italia y a Grecia en estos años de formación universitaria. Los libros y las clases de Ruskin en esta época eran asimismo una vibrante defensa de la belleza natural y de la arquitectura clásica, frente al mundo de la industrialización y de la técnica moderna, que era rechazado con pasión por este pensador. Y en gran medida debido al magisterio de Pater y Ruskin, Wilde consolidó sus convicciones estéticas, manteniéndose a lo largo de su vida fiel a ellas sin apartarse apenas un ápice.

Al abandonar Oxford se trasladó a Londres, y allí se introdujo en los círculos elegantes de la alta sociedad. Empezó a frecuentar los salones de la clase aristocrática y la alta burguesía, trabando contacto con artistas, escritores, poetas, dramaturgos, actores y actrices, entre ellas algunas de tanta fama como Ellen Terry y Sarah Bernhardt. Pronto su personalidad extravertida y su asombroso ingenio y capacidad verbal lo convirtieron en una figura conocida, admirada por unos y ridiculizada por otros. Fueron su peculiar idiosincrasia y su simpatía, más que su talento literario —su primera obra, Poemas, cuya publicación se costeó él mismo, apareció en 1881 y no tuvo gran repercusión—, las que hicieron de él una figura pública, y ello hasta el extremo de que el afamado dramaturgo William Gilbert (1836-1911) y el no menos prestigioso compositor Arthur Sullivan (1842-1900) escribieron la ópera Patience en 1881 satirizando los valores esteticistas representados por Wilde, al que tomaron como modelo para crear uno de los lánguidos personajes centrales de la obra, llamado Bunthorne. También el popular semanario cómico ilustrado Punch contribuyó a difundir la imagen de dandi de Wilde, gracias a las caricaturas que a principios de los años ochenta hizo de él el escritor y dibujante George du Maurier (1834-1896). Toda esta rápida fama lograda al poco tiempo de llegar a Londres permitió a Wilde realizar un viaje por los Estados Unidos para impartir conferencias y divulgar su credo estético; en septiembre de 1881 se había estrenado en Nueva York la obra de Gilbert y Sullivan, y el público norteamericano estaba ansioso por conocer algún ejemplo viviente de los personajes estetas satirizados en la ópera. Con esa finalidad, y años después de que Charles Dickens realizara una triunfal gira como conferenciante por los Estados Unidos, emprende Wilde viaje a América a finales de diciembre de 1881. El 2 de enero de 1882 desembarca en Nueva York y durante los doce meses de ese año recorre el país de cabo a rabo, pasando por Filadelfia, New Jersey, Washington, Baltimore, Albany, Boston, Chicago, Detroit, Cleveland, Cincinnati, y un largo etcétera que cubre casi todos los Estados de la Unión desde el este a la costa del Pacífico, incluyendo además muchas ciudades de Canadá. La reacción de los norteamericanos es controvertida, pues junto a la abierta hostilidad de la prensa, que criticaba las poses y el exagerado amaneramiento del conferenciante que venía a predicarles el nuevo credo estético, tuvo siempre un público fiel allá donde iba, que admiraba el singular atuendo y la puesta en escena del conferenciante, que solía presentarse con espectaculares trajes de etiqueta, o bien con calzones cortos, chaquetas de terciopelo, medias negras de seda, abrigos revestidos de pieles, cuidado pelo largo con rizos, sombreros de copa, delicados guantes, bastones de marfil, etc. No faltaban tampoco las flores que simbolizaban aquel movimiento estético: el girasol o los lirios, que aparecían también en la sátira de Gilbert y Sullivan. Wilde vivió con fruición la experiencia, y en cartas dirigidas a sus amigos se enorgullecía de haberse atraído más público que Dickens en su gira americana, y de haber sido tratado a cuerpo de rey por sus anfitriones.

Aunque posiblemente fue la representación de la figura del esteta lo que mayor éxito provocó entre los norteamericanos, en sus conferencias Wilde se encargó de perorar sobre los valores del arte del Renacimiento y de la poesía y la pintura de los prerrafaelistas ingleses, así como sobre la decoración doméstica y la belleza del mobiliario artesano inglés, frente al mal gusto de las casas norteamericanas que visitaba, llenas de muebles fabricados en serie. Insistía también en el retorno a la naturaleza y en la belleza del mundo helénico, en oposición a la industrialización del momento, que veía como fuerza corruptora de la sensibilidad y la belleza del hombre. Esa peculiar mezcla de romanticismo y clasicismo constituyó para Wilde una especie de evangelio que predicaba con la pasión del profeta, del que creía genuinamente en el poder salvador del arte para el alma humana. Siguiendo, además de las doctrinas de Pater y Ruskin, las ideas y la inspiración del poeta y pensador de tendencia socialista William Morris (1834-1896), vinculado estrechamente al movimiento prerrafaelista de Rossetti, Wilde añadía un toque de moralismo a su defensa del arte puro. Para él, como decía ya entonces, y luego desarrollaría en varios ensayos en años posteriores (como «El alma del hombre bajo el socialismo», publicado en 1891), el arte ennoblecía el espíritu humano, más incluso que la religión o la política, y el contacto con las cosas bellas engrandecía los valores intrínsecos del hombre y su individualismo, apartándolo de la fealdad y la corrupción de la máquina y el pseudo progreso que amenazaba con hacer del ser humano una masa informe.

Es obvio que estas ideas no eran patrimonio exclusivo de Oscar Wilde, que las tomó del ambiente intelectual de la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XIX en el que se formó, y que representan los ya mencionados Rossetti y su grupo prerafaelista, además naturalmente de Pater, Ruskin y Morris, y otros muchos artistas y poetas. Por otro lado, estas ideas románticas sobre el poder del arte y la naturaleza, con el consiguiente rechazo de la modernización y de la máquina, se mantendrán vivas largo tiempo después de Wilde, pues hasta bien entrado el siglo XX encontramos autores que preservan esos valores en sus obras y que obstinadamente pretenden recuperar el tiempo y la atmósfera social y cultural anteriores a la industrialización. Ejemplos singulares serán, incluso después de la Segunda Guerra Mundial, creadores como C. S. Lewis (1898-1963) y J. R. R. Tolkien (1892-1973), cuyas obras fantásticas evocarán ese espíritu romántico de añoranza por la Arcadia perdida.

EL DECADENTISMO: LOS ENSAYOS ESTÉTICOS

El regreso de Wilde a Europa (zarpa de Nueva York el 27 de diciembre) lo conduce en seguida a Francia, pues, después de una corta estancia en Londres, a finales de enero de 1883 se traslada a París, donde reside unos cuantos meses. Allí lleva una vida social muy activa, participando —como en Londres— en reuniones y saraos artísticos de todo tipo; allí conoce personalmente a Verlaine, a Victor Hugo, a Mallarmé, a Zola, a Degas, a Edmond de Goncourt, a Daudet, etc. Y es entonces cuando se produce una vuelta de tuerca más en la conformación pública del personaje del dandi que Oscar Wilde venía creando de sí mismo. Su contacto con el ambiente intelectual francés del momento, y la identificación con textos claves del dandismo escritos unas décadas antes, como Le dandy de Baudelaire y Du dandysme et de Georges Brummell (1845) de Jules Barbey D’Aurevilly, así como la creación de J. K. Huysmans del neurasténico aristócrata Des Esseintes en su novela A rebours (1884), ejercieron una notable influencia en la consolidación de Wilde como dandi, y más aún como artista del decadentismo.

La crítica ha señalado abundantemente, por ejemplo, la relación entre A rebours y El retrato de Dorian Gray (1891), pues esa novela de Huysmans constituyó una suerte de biblia estética para muchos artistas del momento 2. Pero la fascinación que sobre Wilde ejerció la obra de Baudelaire es también digna de ser resaltada, porque la figura del artista decadente, presa de una sensibilidad mórbida, dominado por la dependencia del opio o del hachís para alcanzar la inspiración, es una imagen que atrapó fatalmente al Wilde de esta época. Y obras como Les fleurs du mal (1857) y Les paradis artificiels (1860) fueron de hecho decisivas, tanto desde el punto de vista temático como estilístico; y es más, puede decirse que la actitud de búsqueda de la belleza adoptada a partir de ese momento por Wilde, y por algunos de sus contemporáneos de los ochenta y noventa, responde al compromiso baudelaireano de no cejar en la empresa por más extraña, nueva y perversa que pudiera resultar la búsqueda. El descenso a las zonas más oscuras del ser humano y de la experiencia, la exploración de los submundos del vicio y de la marginación, fueron algunos de los derroteros de Baudelaire que fatalmente subyugaron a Wilde.

Otro tanto habría que decir de la huella dejada por Théophile Gautier (1811-1872), que escribía en el prefacio de su novela Mademoiselle de Maupin (1835) lo siguiente: «Las cosas son bellas en proporción inversa a su utilidad. No hay nada de verdad bello que sirva para algo. Todo lo que es útil es feo». Ése es el credo estético del nuevo Wilde decadente, tomado de Gautier sin apenas añadidos, hasta el punto de que, como ha escrito Peter Raby:

Gautier se adelantó a Wilde también en su rechazo al cristianismo debido al sentido de vergüenza que había impuesto a la humanidad. De él, bien directamente o a través de los reflejos de los sucesores de Gautier —Flaubert, Baudelaire, Pater—, Wilde tomó la idea de la primacía del arte, y la obligación sagrada del artista de alcanzar el dominio de su arte y sus materiales. De él, especialmente, adquirió el impulso de hacer que el lenguaje funcionara de igual forma que el pigmento y la piedra 3.

A raíz de esa estancia de 1883 en Francia, Wilde se vuelve en efecto más decadente y se lanza a la exploración de sensaciones extrañas, de placeres ilícitos, de todo aquello, en fin, que contribuya a la excitación de los sentidos, yendo contra el principio de la naturaleza que había venido defendiendo hasta el momento. A partir de ahora Wilde será aún más el defensor a ultranza de la suprema posición del arte por encima de cualquier otra circunstancia, incluida la naturaleza. Como han señalado algunos críticos, y en especial su biógrafo Richard Ellmann, este nuevo modo de vida coincidió no sólo con el descubrimiento del decadentismo o simbolismo francés, que abrazó entonces y al que no renunciaría jamás, sino también con el aumento de su celebridad social y literaria, así como con su matrimonio 4.

En efecto, en mayo de 1884 Oscar Wilde contrae matrimonio con Constance Lloyd, hija de un importante abogado irlandés. En los dos años siguientes nacen los dos hijos de la pareja: Cyril en 1885 y Vyvyan (o Vivian) en 1886; Wilde ha de mantener a la familia, y trabaja en esos años escribiendo reseñas para Pall Mall Gazette y para otras publicaciones, y pronto se convierte en director de la revista mensual The Woman’s World (1887-1889). Escribe, además, los cuentos que dedica a sus hijos, El príncipe feliz y otros cuentos (The Happy Prince and Other Tales), que ven la luz en 1888, y que todavía hoy siguen siendo leídos y admirados por nuevas generaciones de lectores. Acuciado por las necesidades económicas, viaja mucho en este período, pronunciando conferencias por toda Inglaterra e Irlanda, en las que reitera sus conocidas ideas sobre la decoración doméstica y el renacimiento inglés en el arte mobiliario, así como sus impresiones sobre América. Escribe además una serie de ensayos de mayor enjundia que las numerosas reseñas y críticas de periódico, que van publicándose en diversos lugares, hasta que los reúne, en 1891, en el volumen titulado Intenciones (Intentions).

Son cuatro los ensayos que se recogen en Intenciones, y que antes habían visto la luz en varias publicaciones periódicas bajo otros títulos y con algunas diferencias; en esta última versión de 1891 estos cuatro artículos son «La decadencia de la mentira» («The Decay of Lying»), «Pluma, lápiz y veneno» («Pen, Pencil and Poison»), «El crítico como artista» («The Critic as Artist») y «La verdad de las máscaras» («The Truth of Masks»). En ellos expresó Wilde muchas de sus ideas sobre el arte y la vida, y así encontramos entre sus páginas la explicación a gran parte de las paradojas y frases epigramáticas que lo harían célebre, como las que situó en el prefacio de su novela El retrato de Dorian Gray: «El objetivo del artista es revelar el Arte y ocultar al artista», o «No existe ningún tipo de libro moral o inmoral: los libros están bien escritos, o mal escritos. Eso es todo», etc.

«Pluma, lápiz y veneno» y «La verdad de las máscaras» son los que menos interesan hoy, ya que el primero trata de Thomas Griffiths Wainewright, poeta, pintor y crítico de arte que fue además falsificador y envenenador, pues —como esteta convencido— dio veneno a su sobrina porque ésta tenía los tobillos gordos, prueba de que —como diría Wilde en «El crítico como artista»— «la esfera del arte y la esfera de la ética son absolutamente distintas y están separadas». «La verdad de las máscaras», por su parte, es considerado como su trabajo más débil, aunque se trata de un ensayo erudito, que aborda aspectos relacionados con el espectáculo en el teatro de Shakespeare; en él, Wilde llega a la conclusión de que Shakespeare se vio limitado en las puestas en escena de sus obras por los escasos recursos técnicos del teatro de su época, pero que si hubiera vivido en el siglo XIX habría empleado la rica gama de efectos escénicos que brindaba el teatro en ese momento.

Sin embargo, los ensayos más interesantes son sin duda «La decadencia de la mentira» y «El crítico como artista», que todavía hoy pueden leerse disfrutándose de la frescura y lozanía que tuvieron en su momento. De hecho, algunas de las ideas expresadas en ellos por Wilde mantienen toda su actualidad, como cualquier lector familiarizado con el posestructuralismo y el posmodernismo de finales del siglo XX podrá apreciar. Ambos están escritos siguiendo el modelo genérico del diálogo socrático, y ello le sirve al autor para transmitir de una forma viva y fresca, dialéctica, su nuevo pensamiento estético y vital, así como el cambio que se había producido en él con respecto a la primera fase de ensoñación con sus maestros de Oxford. Al incluirse, además, en el género socrático, estos ensayos constituyen ya un preludio, en cierta forma, de los diálogos dramáticos de sus comedias de los años noventa, de modo que merece la pena detenernos brevemente en ellos como preparación para la lectura de EL ABANICO DE LADY WINDERMERE y en especial de LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO.

«La decadencia de la mentira» —para muchos críticos el mejor ensayo de Wilde— es un ataque contra el realismo o el naturalismo del estilo de Zola (Wilde emplea ambos términos de manera indistinta), que entonces empezaba a publicarse en traducciones baratas en Inglaterra. Hubo una reacción airada por parte de los sectores bienpensantes ingleses ante las novelas naturalistas de Zola, a las que se acusaba de obscenas por pintar la miseria y la degradación moral y sexual en sus últimos extremos. Pero, contra lo que quizá podría esperarse de Wilde —pues muchos de sus contemporáneos más progresistas apoyaron el naturalismo como un modo de romper con los convencionalismos sociales y como una apuesta artística de futuro—, él se sumó a la crítica contra el novelista francés. Las razones que aducía en este ensayo eran esencialmente de orden estético y pueden resumirse en algunas frases lapidarias como las siguientes: «El arte no expresa nunca otra cosa que a sí mismo», «Todo arte malo proviene de la vuelta a la Vida y a la Naturaleza, y por la elevación de éstas a ideales», «La Vida imita al Arte mucho más de lo que el Arte imita a la Vida», y «La mentira, el relato de las cosas bellas e inciertas, es la finalidad propia del Arte».

En el diálogo que sostienen Vivian y Cyril (los nombres de sus dos hijos), el primero encarna al intelectual que corrige las ideas tópicas e ingenuas que tiene el segundo sobre la preponderancia de la Naturaleza sobre el Arte. Vivian ha estado todo el día encerrado en la biblioteca escribiendo un artículo titulado «La decadencia de la mentira: una protesta», y entonces hace su aparición Cyril, que viene de la terraza y que lo invita a echarse sobre la hierba, a fumar y a disfrutar de la Naturaleza. En ese momento se entabla el diálogo entre los dos, y a las preguntas que formula Cyril contesta a veces Vivian leyéndole algunos párrafos de su artículo. El fondo principal de la cuestión que defiende aquí Wilde es bien conocido y hoy plenamente aceptado en el ámbito posmoderno y posestructuralista: que no vemos ni experimentamos la Naturaleza como algo ajeno o independiente del modelo o espejo que tomemos para mirarla. Críticos como Northrop Frye, en los años setenta, entendieron bien el mensaje de Wilde, hasta el punto de que este crítico canadiense se refirió a este ensayo como «el principio de un nuevo tipo de crítica» y «el heraldo de una nueva era en la literatura», precisamente porque para Wilde el lenguaje (o el Arte, como él prefiere llamarlo) no es esclavo o siervo de una verdad anterior, prelingüística o preartística (llámese Naturaleza, Verdad, o Vida), sino que se convierte en soberano 5. Veamos un fragmento de este diálogo, que reproduzco algo extensamente para que pueda apreciarse el modus operandi de Wilde, preludio sin duda de los diálogos de sus comedias posteriores:

VIVIAN.—[...] Todo lo que deseo es apuntar el principio general de que la Vida imita al Arte mucho más de lo que el Arte imita a la Vida, y estoy seguro de que, a poco que pienses en ello seriamente, advertirás su verdad. La Vida vuelve el espejo hacia el Arte, y, o reproduce algún tipo extraño imaginado por el pintor o el escultor, o realiza de hecho lo que aquél ha soñado en ficción. Científicamente hablando, la base de la vida —la energía de la vida, como la llamaría Aristóteles— es simplemente el deseo de expresión, y el Arte presenta de continuo las diferentes formas por cuyo medio puede alcanzarse la expresión. La Vida se apodera de ellas y las emplea, aunque sea para su propio daño. ¡Cuántos mancebos se han suicidado porque así lo hizo Rolla, y cuántos se han dado muerte porque Werther se la dio! Y piensa en lo que debemos a la imitación de Cristo, y en lo que debemos a la imitación de César.

CYRIL.—La teoría es curiosa, no cabe duda; pero para completarla tendrías que demostrar que la Naturaleza, al igual que la Vida, es una imitación del Arte. ¿Qué: estás dispuesto a intentar la demostración?

VIVIAN.—Hijo mío, yo estoy dispuesto a demostrarlo todo. CYRIL.—Eso quiere decir que la Naturaleza copia al paisajista y toma de él sus efectos, ¿no es así?

VIVIAN.—Naturalmente. ¿A quién sino a los impresionistas debemos esas maravillosas nieblas parduscas que rastrean por nuestras calles de Londres, esfumando la luz de los faroles y convirtiendo las casas en sombras monstruosas? ¿A quién sino a ellos y a sus maestros somos deudores de esas deliciosas brumas plateadas que se ciernen sobre el río, trocando en gráciles formas espectrales la curva del puente y la barcaza que pasa? El cambio extraordinario que ha tenido lugar en el clima de Londres durante los últimos diez años se debe por entero a una escuela artística. Sí, sonríe, sonríe... Pero considera la materia desde un punto de vista científico y metafísico, y verás que tengo razón. Pues ¿qué es la Naturaleza? No, la Naturaleza no es la madre suprema que nos ha engendrado; es nuestra creación. En nuestro espíritu es donde se anima y cobra vida. Las cosas son porque las vemos, y lo que vemos, y cómo lo vemos, depende de las artes que nos han influenciado. Mirar una cosa es muy distinto de verla. Hasta que no se ve su belleza puede decirse que no se ve una cosa. Entonces, y sólo entonces, adquiere existencia. En la actualidad la gente ve nieblas no porque haya tales nieblas, sino porque los poetas y los pintores le han enseñado la misteriosa belleza de sus efectos. Es muy posible que desde hace siglos haya habido nieblas en Londres. Sí, seguramente las ha habido. Pero nadie las veía, y de ahí que nada sepamos de su existencia en aquellos tiempos. Hasta que el Arte las inventó, puede decirse que no empezaron a existir 6.

En «El crítico como artista» los dos personajes que dialogan son Gilbert, el portavoz del autor, que se nos presenta al principio tocando el piano, y Ernest, que es quien pone en cuestión muchas de las fascinantes ideas de su amigo. No sólo el nombre de este último, sino también el ambiente elegante y el tono de la conversación evocan la atmósfera de LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO, pues, aunque el tema que se aborda es la estética y se hace seriamente, la forma que revisten los diálogos es la que luego usaría Wilde en sus comedias de salón. Y no es seguramente inapropiado que un tema como el arte requiera no sólo profundidad y alcance en el tratamiento que se haga de él, sino asimismo elegancia y arte en la expresión de los argumentos. Hay dos partes, o actos, en este ensayo; en la primera se define la crítica y el papel del crítico, para lo que nos remontamos a los griegos, y escuchamos cómo Gilbert ensalza la virtud de la crítica como el arte de la palabra, tan cultivada en Grecia, y considerada como superior a la pintura o la escultura, en contra de la idea que presenta Ernest de que en épocas de grandes obras artísticas (como la Grecia antigua) la crítica no tuvo ninguna función destacada. En esa defensa de la crítica se nos dice que no existe una oposición entre las facultades creativas y las críticas pues ambas van de la mano, y de hecho es el crítico el que crea las formas nuevas a través de la reflexión y la conciencia crítica sobre el Arte.

En la segunda parte se amplía el tratamiento del tema, dando lugar a la reiteración del principio wildeano de la primacía del Arte sobre la Vida, que aquí se ve reforzado por otra oposición binaria: la de la preponderancia del pensamiento sobre la acción. Para nuestro autor, el hombre (esto es, el crítico, como ejemplo modélico de lo que el hombre debe ser) no ha de involucrarse en el mundo práctico y ético de la acción, sino que ha de trascender esa acción para discurrir en la esfera inmoral y peligrosa del Arte. El Arte lo abarca todo, y el crítico ejerce en esa esfera la contemplación, definida por Wilde como «la ocupación propia del hombre». Ese hombre debe estar imbuido del espíritu crítico, y con él, como dice Gilbert, el hombre no ejercerá acción de ningún tipo: «mirará al mundo y conocerá sus secretos. En contacto con las cosas divinas se volverá divino. La suya será la vida perfecta, y sólo la suya».

Esta visión utópica del crítico como artista tiene un complemento en otro ensayo publicado por Wilde en The Fortnightly Review en febrero de 1891, y que no fue incluido en el libro Intenciones: «El alma del hombre bajo el socialismo» («The Soul of Man Under Socialism»). En él, Wilde predicaba la rebelión y el anarquismo frente al Estado, y propugnaba la creación de una Utopía que permitiera al hombre cumplir con el propósito de la vida, esto es, «hacer lo que cada uno quiere». Ese estado, en opinión de Wilde, sería posible bajo el Socialismo, una corriente que entonces surgía con fuerza entre muchos intelectuales victorianos, como George Bernard Shaw (1856-1950), al que Wilde oyó un discurso en 1890 y en el que se inspiró para escribir este ensayo. Una vez el Socialismo instaurara un estado que se ocupara del trabajo, de lo necesario y de lo útil, el individuo se vería libre de esas ataduras y consiguientemente podría «hacer las cosas hermosas»:

El nuevo Individualismo, a cuyo servicio el Socialismo, quiéralo o no, está trabajando, será la armonía perfecta. Será lo que buscaron los griegos, pero no alcanzaron a realizar por completo, salvo en pensamiento, porque tenían esclavos y los alimentaban; será lo que buscó el Renacimiento, pero no pudo alcanzar por completo salvo en el Arte, porque tenían esclavos y los mataban de hambre. Será completo, y a través de él cada hombre alcanzará su perfección. El nuevo Individualismo es el nuevo Helenismo 7.

En fin, como puede verse por las citas y descripciones que he hecho de estos escritos de Wilde de finales de los años ochenta y principios de los noventa, el escritor y artista había variado su primera posición puramente estetizante y, aun sin abandonarla del todo, la había alterado para incorporar elementos afines al Decadentismo francés y a un tipo de pensamiento nuevo, que ya no compartía exclusivamente la visión idílica sobre el Renacimiento y el mundo clásico de Pater y Ruskin.

LA CAÍDA DE WILDE: EL RETRATO DE DORIAN GRAY

Y LA CONDENA JUDICIAL

El principal biógrafo de nuestro autor, Richard Ellmann, sostiene que es a raíz del matrimonio de Wilde con Constance en 1884 cuando empiezan a cambiar las cosas para él. Coincide, sin duda, con el contacto con los artistas y escritores franceses que conoce en París, y con la lectura primera de la novela de Huysmans, que se produce justamente durante la luna de miel de los recién casados. Pero Ellmann va más allá de la pura coincidencia de fechas, y especula con que la nueva fascinación de Wilde por el antinaturalismo y la exploración de «extrañas sensaciones», hasta el extremo de lo perverso y de las relaciones ilícitas, nace de haber ganado la convencionalidad y la seguridad del matrimonio, el establecimiento de una vida familiar en un hogar aparentemente feliz y tranquilo, al que pronto llegarían los niños 8. Sea como fuere, y se acepten o no las interpretaciones psicológicas de Ellmann, lo cierto es que la segunda mitad de los años ochenta constituye para Wilde un cambio importante. Los ensayos son testimonio de ese nuevo pensamiento; pero la repercusión pública de mayor peso fue sin duda la publicación como libro en abril de 1891 de su única novela, El retrato de Dorian Gray (en una versión más reducida, como un cuento largo, había visto la luz en las páginas del número de julio de 1890 de la Lippincott’s Magazine).

Esta única novela de Wilde tiene un tema escasamente original, pues nos presenta el afán de un joven hermoso, Dorian Gray, por perpetuar su juventud y su belleza. Ofrece su alma para que sea la imagen del cuadro que le ha pintado un amigo la que envejezca, la que se corrompa, mientras su cuerpo se mantiene siempre incólume. Se trata, como puede verse, de un motivo muy enraizado en la tradición folclórica y oral que ha sido retomado y ligeramente modificado por muchos autores a lo largo de la historia. Pero Wilde, que utiliza las técnicas, ya anticuadas para su tiempo, de la novela gótica y que evoca también reminiscencias de algunos contemporáneos, como Stevenson y su Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), en realidad se sirve de estos motivos y de los elementos sobrenaturales y góticos para ficcionalizar su casi obsesiva preocupación por las relaciones entre el Arte y la Moral. Como se ha dicho más arriba en referencia a sus ensayos de estos años, Wilde insiste en El retrato de Dorian Gray en los mensajes de desafío a la sociedad de su tiempo, pues su principio esencial es la separación radical entre lo estético y lo ético. Más que glosar la historia de la novela —bien conocida, por otro lado—, es quizá mejor reproducir algunas frases epigramáticas de su prefacio, en el que Wilde establece con rotundidad las claves interpretativas de la obra:

La vida moral del hombre forma parte de la temática del artista, pero la moralidad del arte consiste en el uso perfecto de un medio imperfecto.

Ningún artista desea probar nada. Incluso cosas que son ciertas pueden probarse.

Ningún artista tiene simpatías éticas. La simpatía ética en un artista es un imperdonable manierismo de estilo.

Ningún artista es morboso jamás. El artista puede expresarlo todo.

Pensamiento y lenguaje son para el artista instrumentos del arte.

Vicio y virtud son para el artista materiales del arte9.

Ante este tipo de declaraciones, no es de extrañar que la obra provocara el escándalo cuando se publicó. Para el lector victoriano llovía ya sobre mojado en el caso de Wilde, pues dos años antes, en el número de julio de 1889 de Blackwood’s Magazine, se había editado el ensayo «El retrato del señor W. H.» («The Portrait of Mr. W. H.»), en el que nuestro escritor defendía la hipótesis de la homosexualidad de Shakespeare, algo que nadie antes se había atrevido a sugerir por escrito, a pesar de la ambigüedad que se desprende de los sonetos del poeta isabelino. El hecho de que esa colección de sonetos esté dedicada a un tal señor W. H. hizo especular a Wilde con un supuesto amante del poeta, que sería Willie Hughes, un actor joven de clase baja. Para el mundo victoriano semejante desacralización de Shakespeare fue un golpe bajo muy difícil de encajar: no sólo se convertía al bardo en un vicioso y pervertido, que gozaba sexualmente de jóvenes de su mismo sexo, sino que además se le degradaba socialmente, al mezclarlo con una esfera social despreciada por la aristocracia y la clase burguesa victoriana. Para estas clases, Shakespeare ocupaba en efecto un puesto de autoridad junto a la Biblia, y era parte consustancial de la identidad de la familia, y valor inamovible de la condición misma de ser inglés.

Por estos mismos años la producción en prosa de Wilde se ve enriquecida por otros cuentos e historias breves que, bajo la apariencia engañosa a veces de fantasías infantiles, predicaban valores considerados subversivos por la sociedad del momento u ofrecían un panorama lúgubre y sombrío de personajes fabulosos. Así, son ejemplos de ello los relatos contenidos en la colección Una casa de granadas (A House of Pomegranates), publicada en noviembre de 1891, tales como «El joven rey» («The Young King»), «El cumpleaños de la Infanta» («The Birthday of the Infanta»), «El pescador y su alma» («The Fisherman and His Soul») o «El niño estrella» («The Star Child»), que aun revistiendo a primera vista la forma de cuentos de hadas en la tradición de Perrault y Andersen, están en realidad dirigidos a adultos y no a niños.

Otra de las colecciones de relatos, publicada también este mismo año de 1891, fue El crimen de lord Arthur Savile y otras historias (Lord Arthur Savile’s Crime and Other Stories). La historia principal, que da título al volumen, se había publicado originalmente en 1887, y evoca en tono irónico situaciones y ambientes que luego Wilde retomaría en sus comedias de salón. En concreto, «El crimen de lord Arthur Savile» comienza con la descripción de la recepción que da lady Windermere en su residencia de Bentinck, recurso que le sirve al narrador para presentarnos con su peculiar tono irónico a los personajes, pertenecientes a la aristocracia, la alta administración política, el clero y el mundo del arte, en un perfecto preludio de la escena, más elaborada, que aparece en el acto II de EL ABANICO DE LADY WINDERMERE. En medio de esta selecta concurrencia surge el personaje central, tan característicamente wildeano: el aristócrata ideal lord Arthur Savile, que pronto va a contraer matrimonio con la señorita Sibyl Merton. Pero hay algo extraño en este personaje, y es que lord Arthur tiene la imperiosa necesidad de cometer un crimen antes de casarse, y a pesar de que fracasa en dos intentos perpetrados contra dos familiares suyos, logra finalmente lanzar al río a un quiromante que le había leído la mano y que había descubierto así que él, lord Arthur, habría de cometer un crimen. Después de este tenebroso suceso, que la prensa recoge como si se tratara de un suicidio, el aristócrata se siente liberado de su obsesión y efectivamente se casa con Sibyl, y se retira luego a vivir a una mansión del campo, donde ambos son completamente felices en compañía de sus dos hijos. El tono amable y suave con que se nos describe esa felicidad está cargado de la ironía peculiar que usa Wilde para retratar los tipos humanos de la alta sociedad de su época y que encontraremos en las comedias:

Nunca, por un solo instante, lamentó lord Arthur todo lo que había sufrido por el bien de Sibyl, mientras que ella, por su parte, le dio a él las mejores cosas que una mujer puede darle a un hombre: veneración, ternura y amor10.

Este período comprendido entre 1887 y 1892 es, pues, de gran productividad y de consolidación de Wilde como escritor y como figura pública. Al comenzar la década de los noventa, además, orienta casi todos sus esfuerzos hacia el teatro, y es en estos últimos diez años de su vida cuando escribe, y se representan con gran éxito, sus principales comedias. Pero es también ésta la época de su dramático final, cuando mantiene relaciones sexuales con lord Alfred Douglas y con otros jóvenes, muchos de ellos dedicados a la prostitución, todo lo cual le llevó a la lamentable condena y encarcelación posterior por sodomía y corrupción. Así pues, y antes de abordar el análisis de su excelente producción dramática de esta época, veamos de manera resumida el desarrollo de los principales acontecimientos de la vida del escritor hasta su muerte en 1900.

En 1891, cuando se publican muchas de las obras mencionadas en las páginas anteriores, posiblemente a finales de junio, Wilde conoce a lord Alfred Douglas (1870-1945), tercer hijo del marqués de Queensberry, que entonces era estudiante universitario en el Magdalen College de Oxford, la misma institución que había acogido a Wilde años antes. Era un joven elegante y muy hermoso, por el que nuestro escritor se sintió inmediatamente atraído y al que convirtió en su protegido, en especial a partir de 1892, cuando en abril Wilde pasó un fin de semana con él en sus habitaciones de Oxford para socorrerlo ante un chantaje al que estaba siendo sometido. Aunque ya Wilde frecuentaba amistades masculinas y solía pasar veladas fuera de casa en compañía de diversos hombres jóvenes, su cambio radical de vida tiene lugar alrededor de 1892, pues como declararía su esposa Constance en el proceso judicial al que fue sometido en 1895, «en estos tres últimos años ha estado como loco»11. Su vida diaria consistía en tomar coches de alquiler de uno a otro lado de Londres, comprar regalos para sus jovenzuelos, almorzar en el Café Royal, realizar visitas sociales, frecuentar exposiciones, vestirse elegantemente para cenar, ir al teatro o a fiestas, etc. Dejó el hogar familiar, pues aunque sentía gran afecto por su mujer y sus hijos, la compañía de Constance le causaba aburrimiento, y vivió a partir de entonces en habitaciones alquiladas, e incluso a veces en una suite del Hotel Savoy. Alfred Douglas, o Bosie, como le llamaba Wilde, llevaba una vida llena de extravagancias y de caprichos suntuarios que Wilde se complacía en financiar: lo invitaba a cenar, le compraba ropa, le hacía regalos caros, le costeaba viajes al extranjero, incluso le saldó varias deudas y hasta llegó a pagar dinero para liberarlo de chantajes.

Curiosamente, en estos años de tanto trajín sentimental, en los que Wilde también va y viene a París, conoce y trata a Gide, a Pierre Louÿs, a Mallarmé, a Proust, entre otros, consiguió producir sus mejores obras dramáticas, urgido la mayor parte de las veces por acuciantes necesidades económicas: en 1891 su obra en francés Salomé, que la censura inglesa le impide representar por abordar un asunto bíblico; en 1892 se estrena con gran éxito EL ABANICO DE LADY WINDERMERE y escribe Una mujer sin importancia, que se estrena en abril de 1893; en 1894 se publica su poema La esfinge (The Sphinx), mientras acaba de escribir Un marido ideal y compone LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO en sólo tres semanas, obras que se estrenan al año siguiente, unos meses antes del comienzo de los juicios contra él.

Lo que empezó sólo como un enfrentamiento con el marqués de Queensberry, que quería proteger a su hijo de la supuesta influencia nefasta de Wilde, acabó en verdadera tragedia. El escritor recibió una tarjeta del marqués en la que lo llamaba (con falta de ortografía incluida, tal vez debido a las prisas o a la tensión del momento) «somdomita» y se apresuró a denunciarlo por difamación. Cuando se produjo el primer juicio, se vio claro que no se trataba sólo de perseguir a Wilde por sus escritos más o menos escandalosos (en especial por El retrato de Dorian Gray), sino que los principales cargos contra él eran de naturaleza moral y penal, esto es, la práctica de la homosexualidad y la corrupción de numerosos jóvenes. Wilde, que no quiso seguir los consejos de sus amigos de que se fuera al extranjero, hizo frente a las acusaciones con gran templanza y mejor ingenio, dando muestras de su singular elocuencia y reivindicando, con gracia, aplomo y altanería, su papel de dandi ante los jueces. Los efectos fueron fulminantes, y después de varios juicios consecutivos (tres), se le condenó en mayo de 1895 a dos años de prisión y trabajos forzados.

La condena significó la inmediata clausura de las obras que tenía en cartel, la retirada de sus libros de las librerías y la desaparición de su nombre de todos aquellos lugares públicos en los que hasta ese momento había sido la figura estelar. A los pocos meses de encarcelamiento Wilde estaba, lógicamente, en la bancarrota. Mientras está en la cárcel, entre enero y marzo de 1897, escribe una larga carta dirigida a Alfred Douglas titulada «In Carcere et Vinculis», que no pudo publicarse en vida del autor (la primera edición, incompleta, es de 1915, con el título de De Profundis). Después de su liberación, en mayo de 1897, se exilia en Francia, donde compone, entre julio y agosto, su conocido poema La balada de la cárcel de Reading, que se publica en febrero de 1898. Los últimos dos años de su vida, en que viaja por Francia e Italia, Wilde se ve rechazado por la mayoría de sus antiguos amigos y por la «sociedad» francesa, que antes se había mostrado encantada con Salomé. Pasa la mayor parte del tiempo enfermo, bebiendo mucho, y ya casi no es capaz de escribir; aunque en este período se publican sus comedias y algunas traducciones de sus obras, Wilde apenas puede disfrutar de sus beneficios, pues muere, enfermo y agobiado por las deudas, el 30 de noviembre de 1900.

Pero, a pesar de tales desgracias, como comentaba George Bernard Shaw en el prefacio que escribió para la biografía de su amigo Frank Harris:

Por favor, no escuchemos más palabras sobre la tragedia de Oscar Wilde. Oscar no fue ningún trágico. Fue el comediógrafo supremo del siglo, para quien la mala fortuna, la ignominia, el encarcelamiento, fueron algo externo y traumático. Su alegría de espíritu fue invulnerable; resplandece en las páginas más negras de De Profundis con tanta claridad como en sus epigramas más divertidos. Incluso en su lecho de muerte no encontró autocompasión, sino que con el último aliento jugaba a reírse, consiguiéndolo con un toque tan certero como el que alcanzó en sus días de mayor gloria12.

Veamos, pues, su producción dramática, que es la que sigue manteniendo hoy vivo el nombre de Oscar Wilde en los escenarios de todo el mundo.

OSCAR WILDE, AUTOR DE COMEDIAS

Aunque las principales obras dramáticas de Wilde se escriben y representan en la última década de su vida, ya antes había mostrado interés por el género y había compuesto otras dos obras, que guardan muy poca relación con sus grandes éxitos de los noventa. Veamos brevemente esas dos obras antes de abordar su producción de mayor influencia y calidad.

En 1880 publica, en efecto, Vera, o los nihilistas (Vera, or the Nihilists), una obra en cuatro actos que se representó por vez primera en Nueva York en 1883, aunque con escaso éxito pues no duró más de una semana en cartel. El tema de la obra era muy contemporáneo, ya que abordaba el asesinato del zar de Rusia a manos de un grupo de revolucionarios intelectuales, los nihilistas. La obra no pudo ser puesta en escena en Londres en 1881, como inicialmente estaba previsto, porque la historia que se presentaba en ella resultó ser profética. En marzo de 1881 fue efectivamente asesinado el zar Alejandro II por nihilistas rusos, y la noticia tuvo una amplia repercusión en los periódicos ingleses, ya que la esposa del zar era cuñada del príncipe de Gales. Esta primera obra dramática, a pesar de su bisoñez, ha sido alabada por la crítica por la atrevida presentación de vestuario y decorados cercanos al simbolismo, así como por la delineación de los personajes centrales, en especial el de la mujer revolucionaria, Vera —que se nos revela como anticonformista—, y el príncipe Paul, que en su forma de expresarse es un obvio preludio del personaje del dandi que luego cultivaría Wilde con tanto éxito en sus comedias de salón.

En 1883 escribe otra obra para el teatro, La duquesa de Padua (The Duchess of Padua), una tragedia de venganza en verso al estilo de las obras del género producidas en el Renacimiento por dramaturgos como Shakespeare y John Webster (c. 1578-c. 1632). La trama transcurre en el Renacimiento italiano, pero Wilde pretende tratar la vida moderna a través de una tragedia antigua: «la esencia del arte es producir la idea de lo moderno bajo una forma antigua», declaró el autor 13. La influencia principal, sin embargo, es más cercana en el tiempo, pues los críticos han señalado deudas considerables con Los Cenci (The Cenci) del poeta romántico Shelley (1792-1822). Las historias de las dos obras se parecen mucho, hasta el extremo de que ambas protagonistas se llaman igual, Beatrice, y ambas son poseídas sexualmente por un hombre tiránico lo suficiente mayor como para ser su padre (en el caso de La duquesa de Padua) o que, de hecho, es su padre, que la viola, en el caso de Beatrice Cenci. Esta obra, como la anterior, no fue representada en Inglaterra, sino en Estados Unidos, en enero de 1891, bajo el título de Guido Ferranti, y se mantuvo sólo tres semanas en cartel.

Es precisamente a partir de 1891 cuando Wilde decide dedicar más atención al teatro, y ese año escribe su primer gran éxito, EL ABANICO DE LADY WINDERMERE, a la vez que se embarca en un experimento azaroso: la creación de una obra dramática en francés, que será Salomé.EL ABANICO se estrena en el teatro St. James de Londres en febrero de 1892, con una excelente acogida, y ello pone a su autor en el camino adecuado para escribir las otras tres comedias de salón que lo harán famoso en el mundo entero. Salomé, sin embargo, que acaba de escribir en diciembre de 1891, tiene serias dificultades para representarse. En 1892 es prohibida su puesta en escena en Inglaterra, cuando ya Sarah Bernhardt está ensayando para representarla en el teatro Palace, pues se le aplica una vieja ley que no permitía el tratamiento escénico de temas bíblicos. Aunque se publica en 1893 en París y Londres (en su versión original francesa), la primera representación no llega hasta febrero del año 1896, en el Théâtre de l’Oeuvre, de París, donde es recibida con entusiasmo. No se representa en Londres hasta mayo de 1905.

Salomé, por su condición de obra francesa y por abordar el tema bíblico, está fuera claramente del corpus de las comedias de Wilde. Por un lado, el hecho de que Wilde la escribiera en francés le aportó sin duda un distanciamiento considerable con respecto al propio instrumento lingüístico, pues, aunque hablaba francés con fluidez, esta lengua no dejaba de ser extranjera para él, de modo que sometió su manuscrito a la revisión y corrección de amigos franceses. Han dicho algunos críticos galos que el francés de Wilde era florido y cargado de anglicismos, y que para que las palabras tuvieran la carga que el autor había querido darles lo ideal sería que la obra se representase con actores que tuvieran un fuerte acento inglés 14. Por otro lado, el propio tema está teñido de influencias románticas y simbolistas francesas, tanto en el plano literario como en el pictórico. Se ha señalado, por ejemplo, que muchas de las escenas de la obra están inspiradas en el tratamiento del tema que hizo Huysmans en su novela A rebours, ya citada más arriba como influencia decisiva en El retrato de Dorian Gray. Peter Raby comenta varios detalles de esta deuda y sugiere también otros títulos franceses que pudieron haber despertado el interés de Wilde, como la Salomé de Laforgue en Moralités Légendaires, o Hérodiade de Mallarmé, con su estructura músico-dramática en la obertura, la escena y el cántico de San Juan, así como la Hérodias de Flaubert. En palabras de Raby: «El tono global de Flaubert tiene similitudes particulares con el de Wilde, y hay muchos ecos verbales. Es quizá en la descripción de Flaubert del baile, que él retiene hasta el final de la historia, donde puede reconocerse la cualidad semimística que desarrolló Wilde en su propio concepto de Salomé» 15. La otra influencia decisiva en la composición de Salomé fue la del poeta y dramaturgo simbolista belga Maurice Maeterlinck (1862-1949), por cuyas obras místicas Wilde se sintió pronto atraído. En concreto su primera obra, La Princesse Maleine, publicada en Gante en 1889 se cita como la conexión más directa con la Salomé wildeana. El sentido del ritmo, la musicalidad verbal, con una lengua llena de color y de evocaciones, las repeticiones de palabras y expresiones son algunos de los elementos de técnica dramática que toma nuestro autor del simbolista belga. Pero en esta obra también es esencial la creación del ambiente irreal y mágico a través del decorado y del vestuario, que rompían con el realismo dominante en la escena contemporánea. Cuando la obra se representó en París fue un éxito, porque se constituyó en seguida en ejemplo soberbio del triunfo simbolista en el teatro, que se divulgó por toda Europa. En 1905 Richard Strauss (1864-1949) la adaptó para la ópera, siendo posiblemente este medio el que la ha hecho más popular, aunque el mérito principal sigue siendo de Wilde, ya que la ópera no se aleja del texto escrito por nuestro autor, a pesar de que a veces falten en ella elementos propios de la sutileza, el humor y la ironía wildeanas. Otra de las influencias más notorias ejercidas por Salomé es W. B. Yeats (1865-1939) y su teatro poético, pues, si bien este poeta y dramaturgo confesó que el diálogo le parecía vacío, lento y pretencioso, las imágenes de la danza lo subyugaron por completo, hasta el punto de llevarlo a escribir dos obras en imitación de la de Wilde, El rey de la torre del gran reloj (The King of the Great Clock Tower, 1934) y Luna llena en marzo (A Full Moon in March, 1935) 16.

La mayor relevancia pública la obtiene Wilde, sin embargo, como he venido diciendo, con sus cuatro comedias de salón escritas y representadas en la década de los noventa, y de las que este volumen ofrece dos: la primera, EL ABANICO DE LADY WINDERMERE, y la última y más popular de todas, LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO. En medio de ambas escribió y estrenó las otras dos, que merecen también sin duda ser recordadas: Una mujer sin importancia y Un marido ideal. ¿Qué tipo de obras son? ¿Por qué tuvieron tanto éxito en su momento entre la sociedad bienpensante, a la que los ensayos y la ficción de Wilde habían causado escándalo? Y, sobre todo, ¿por qué siguen siendo admiradas por el público un siglo después? Trataré de dar respuesta a estas cuestiones y así introducir al lector en las dos obras que vienen a continuación.

El término que suele emplearse para clasificarlas es «comedias de salón» o «drama de sociedad», aunque LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO suele calificarse además de farsa. En ellas se retratan personajes que Wilde quería que se parecieran lo más posible a seres reales. Como comentó en una carta escrita en febrero de 1891 mientras preparaba EL ABANICO: «No me encuentro satisfecho conmigo mismo o con mi obra. No tengo todavía el control de la obra: no consigo hacer reales a mis criaturas» 17; es decir, uno de los rasgos fundamentales de estas obras es que pretenden servir de espejo a la sociedad, algo que lograron, pues al público le encantó verse retratado sobre el escenario con tanta sutileza y elegancia. Por otro lado, y con el fin de alcanzar ese mimetismo, Wilde utiliza las historias y los recursos más conocidos y habituales en el teatro popular de su época, y especialmente del melodrama, hasta el punto de que cuando se estrenó EL ABANICO muchos de los motivos del argumento eran sobradamente conocidos por sus espectadores: la mujer que se esconde en la habitación de un hombre que no es su marido, el abanico abandonado, la carta leída por quien no corresponde, etc. De inmediato surgieron las voces que relacionaban la obra con otras coetáneas, como las del francés Victorien Sardou (1831-1908), o los británicos C. Haddon Chambers (1859-1921), o Sydney Grundy (1848-1914), autores prácticamente olvidados hoy pero que gozaban de gran predicamento en la época. Y efectivamente, Wilde imitaba y copiaba las convenciones y los temas de la alta comedia de su tiempo, que se basaba, además de en el melodrama (de influencia francesa), en la comedia de costumbres (comedy of manners) del teatro clásico inglés de la segunda mitad del siglo XVII, y que luego llevaría a su más alta expresión, con mayor refinamiento, el dramaturgo dieciochesco Richard Sheridan (1751-1816). En concreto su obra La escuela del escándalo (The School for Scandal, 1777) es una presencia sentida en varias ocasiones en EL ABANICO DE LADY WINDERMERE. Este tipo de comedias tenía como función criticar con sutileza, con elegancia y con amabilidad los comportamientos públicos y privados de los estamentos más elevados de la sociedad. Era sin duda el género en el que Wilde podía brillar con luz propia, como efectivamente ocurrió, pues su singular talento verbal, la ingeniosidad y la conversación chispeante de que había hecho gala durante años en los círculos más exquisitos de la sociedad londinense parecían haber nacido para ser llevados precisamente al teatro. El público al que se dirigían estas comedias era rico e influyente, bien vestido, elegante, con buenas relaciones, habitaba en las mansiones más suntuosas de Londres, y es ese tipo de auditorio el que se vería retratado, con gracia, finura y humor, en el escenario.

Aunque las tres primeras comedias de este tipo plantean aspectos sentimentales de dimensión moral, en la línea clásica del melodrama, la verdad es que Wilde no intenta darles una solución seria, sino que hace uso de su ingenio y habilidad para entretener a su auditorio, que parece tener la suficiente inteligencia como para reírse de sí mismo. En la noche del estreno de EL ABANICO DE LADY WINDERMERE en el teatro St. James, propiedad del actor y empresario George Alexander (1858-1918) —que representaba a la sazón a lord Windermere—, después de los sonoros aplausos que le brindó el público, y haciendo gala una vez más de su proverbial ingenio y extravagancia, se dirigió Wilde al auditorio en un estilo claramente pirandelliano:

Damas y caballeros, he disfrutado inmensamente esta noche. Los actores nos han brindado una encantadora representación de una obra deliciosa, y el aprecio que ustedes han mostrado hacia ella ha sido muy inteligente. Les felicito por el gran éxito de la representación que han hecho, lo que me convence de que valoran ustedes casi igual que yo mismo esta obra18.

Esta extravagante intervención del autor la noche del estreno fue controvertida, pero curiosamente no tanto por la ironía de sus palabras, sino porque las pronunció mientras fumaba un cigarrillo con ostentación. De hecho, como ha comentado Katharine Worth, este pequeño discurso pone de manifiesto algo más que el sentido del humor o el deseo de publicidad de Wilde. El autor, dice Worth,

estaba interesado en un nivel profundo de la imaginación por la provocadora constatación del proceso de construcción de las imágenes que ofrecía la relación actor/auditorio. En el teatro St. James fue especialmente curioso. La elaborada formalidad del vestuario que se llevaba sobre el escenario de George Alexander reflejaba las ropas del auditorio con una precisión que producía un cierto y misterioso efecto de imagen especular. ¿Quién imitaba a quién? Se decía que los caballeros estudiaban los inmaculados conjuntos de dandi de Alexander [...] antes de encargar sus propias ropas: presumiblemente pensaban que las suyas eran lo real y las de los actores imitación, pero Wilde sabía que la cuestión no era tan sencilla. «La Vida imita al Arte mucho más de lo que el Arte imita a la Vida» 19.

Esa singular capacidad de Wilde para ser fiel a la realidad circundante, riéndose de ella, pero sin causar la reacción negativa de su auditorio, debe ser resaltada adecuadamente. No sería correcto sostener que Wilde es el portavoz oficioso de esa clase social, que se sentía tan cómoda y complacida ante el retrato que de ella hacía él en los escenarios. La sociedad que presenta Wilde en estas comedias de salón es la clase dirigente de una Inglaterra poderosa, que en estas últimas décadas del siglo XIX poseía el control del Imperio Británico con una fuerza hasta entonces desconocida. Si consideramos la trayectoria vital y artística de Wilde que he venido trazando hasta aquí, no podemos ignorar la actitud con la que el escritor hubo de enfrentarse a este mundo: él era irlandés, sujeto colonizado y sometido por el Imperio, y por tanto ajeno a la clase dirigente inglesa; era homosexual, sujeto marginal y repudiado por la moral dominante; era esteta y artista poseedor de ingenio y sensibilidad, algo asimismo extraño al mundo social que dibuja. En los ensayos escritos unos pocos años antes, y en su novela El retrato de Dorian Gray, hemos podido ver cómo pensaba sobre cuestiones relacionadas con el arte y la sociedad. Así pues, no tendría ninguna lógica suponer que Wilde intentaba pintar con los mejores colores a esa sociedad a la que él era tan ajeno, de la que se sentía absolutamente apartado, como un outsider.

Sin duda no podía enfrentarse directamente a un mundo tan poderoso, pues si lo hubiera intentado no habría podido poner en escena ninguna de sus comedias. Ya conocía perfectamente la reacción que habían suscitado algunos de sus ensayos, los cuentos y la novela. ¿Cómo arriesgarse a escribir comedias hirientes que nunca podrían llegar a los teatros? ¿Cómo iba a conseguir financiar su cada vez más exigente tren de vida si no obtenía beneficios con el teatro? De ahí la calculada ambigüedad, en la que hay que reconocer que Wilde era un consumado maestro: las comedias gustaban al público del que se reían, y gustaban mucho. Algunos de los críticos actuales han explicado convincentemente esta situación acudiendo a la condición de sujeto colonial del escritor; así lo expresa Richard Allen Cave, que observa que Wilde pretende de-construir el concepto de «lo inglés» (Englishness) como lo cultural y moralmente superior, que se impone por razón del Imperio a los territorios y sujetos sometidos:

Podría argumentarse que el colonialismo fuerza la duplicidad en los pueblos sometidos, especialmente en aquellos que pretenden conservar cierta medida de sentimiento nacionalista: deben adoptar una expresión pública de adhesión a los cánones de comportamiento impuestos, mientras en la vida privada mantienen oculta la convicción en el valor perdurable de su propia herencia cultural que han suprimido exteriormente. Esto es jugar con máscaras conscientemente; y la fidelidad con uno mismo se encuentra en la tensa intersección de estas identidades públicas y privadas. Declan Kiberd ha defendido recientemente que «Wilde fue el primer artista importante en desacreditar el ideal romántico de la sinceridad, sustituyéndolo por el imperativo más negro de la autenticidad: se dio cuenta de que al ser fiel a una sola identidad, un hombre sincero puede ser falso con media docena de otras identidades». Lo que las comedias nos muestran repetidamente es que la pretensión imperialista inglesa de la gran base moral a partir de una absoluta integridad es totalmente fraudulenta. La fijación y el control de los valores establecidos se muestran repetidamente como ridículos: la sinceridad en la Sociedad de estas obras es sólo afectación, una fachada. Lo que verdaderamente cuenta es un hábil pragmatismo20.

Por tanto, es cierto que Wilde usa (y hasta abusa a veces) de las convenciones y temas del teatro de su tiempo, como sostiene Kerry Powell en su libro Oscar Wilde and the Theatre of the 1890s. Y ello a pesar de que negara reiteradamente influencias; por supuesto que las recibió, y se aprovechó en gran medida de sus contemporáneos. Gracias a ellos, como dice Powell en ese libro, consiguió Wilde dar forma a sus comedias y verlas representadas 21. Las copió precisamente para buscar el favor del público, porque sabía que ésas eran las obras que su auditorio potencial prefería. Se acogió a las normas francesas de la «obra bien hecha» («pièce bien faite»), que se conoce en inglés como «well-made play», normas seguidas por los dramaturgos ingleses contemporáneos de Wilde, y que él aplicó estrictamente a sus obras. Pero, dicho eso, inmediatamente hay que añadir que logró trascender sus modelos y alcanzó supremas cotas en el dominio del lenguaje y la técnica teatral. Sus cualidades personales para la conversación y el ingenio verbal que caracterizaba su extravagante personalidad —que el lector de las dos comedias que se recogen en este volumen observará de inmediato— hicieron seguramente el milagro de dignificar un género que se hallaba en decadencia artística, aunque contara con el favor del público, pues las comedias de la época estudiadas por Powell en el libro citado ponen de manifiesto la distancia enorme que las separaba de las soberbias comedias de costumbres de Sheridan.

Como se ha dicho más arriba, las dos comedias que siguen, aun compartiendo rasgos comunes, son bien distintas, y de hecho algunos críticos suelen catalogar LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO como farsa, y no como «comedia de costumbres» (comedy of manners), que es el tipo genérico que se emplea normalmente para describir a las otras tres obras. EL ABANICO DE LADY WINDERMERE es, en efecto, una obra que pretende tratar un tema serio, de trascendencia moral: el de una mujer con pasado oculto, que tuvo una hija a la que abandonó y que ahora lleva una vida frívola en una sociedad que la acepta hipócritamente por su estatus social. Pero lo cierto es que el desarrollo y el desenlace de la trama —que no desvelaré al lector para que pueda disfrutar de ella— no corresponden a esa temática seria, ya que sin duda se favorece la burla y se provocan las sonrisas, cuando no la risa franca, en el auditorio. Aunque la estructura dramática es la convencional del melodrama, aquí Wilde subvierte las normas morales dominantes, tratando de mostrar, como apunta el subtítulo, lo que en realidad es «una buena mujer», a pesar de las apariencias. La moralidad convencional —¿cabía esperar otra cosa de un autor como Wilde, que tan displicente se había mostrado siempre hacia ella en asuntos estéticos?— no cuenta para nada. Es más, en los momentos en que el melodrama alcanza sus límites más elevados, como ocurre al final del acto segundo, Wilde introduce un requiebro cómico, para suavizar el dramatismo de la acción y buscar la sonrisa de su auditorio, que se hace cómplice de la frivolidad manifestada por lord Augusto.

En cambio, LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO es una joya del absurdo, llena de los chispeantes epigramas tan característicos de Wilde, y en ella no hay pretensión alguna de abordar asuntos de trascendencia. Su propio subtítulo nos pone sobre aviso: «Una comedia trivial para gente seria», como también la descripción que hizo de ella el autor: «escrita por una mariposa para mariposas». Domina en ella el principio del placer, por encima de cualquier otro requisito moral; el mundo que nos retrata Wilde es un mundo donde reina la armonía, la mayor libertad, muy afín a la Utopía que él soñó para el estado del socialismo (véase más arriba la cita que reproduzco de «El alma del hombre bajo el socialismo»). Como farsa que es, se sitúa en el terreno de la paradoja, de la fantasía, de la contradicción, donde se da rienda suelta al espíritu dionisiaco y desaparece cualquier atisbo del superego. El propio Wilde explicaba lo que pretendía esta obra con estas palabras: «deberíamos tratar todas las cosas triviales de la vida muy seriamente y todas las cosas serias de la vida con trivialidad sincera y estudiada».

Si bien estamos en el terreno de la farsa, como digo, aun así puede apreciarse la imagen de la realidad, pues Wilde consigue que la comicidad con la que trata a sus personajes y las situaciones que viven no empañen el espejo en el que se refleja la sociedad de aristócratas a la que se dirige. En LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO está presente esa sociedad, sin duda, y sus valores morales, pero aquí más que en ninguna otra obra Wilde se siente con absoluta libertad para romper la moralidad dominante y reírse descaradamente del mundo. Dominan, más que en las anteriores, su habilidad epigramática y la fluidez de sus diálogos, que ponen de manifiesto muchas ideas modernas sobre el arte, la vida, la memoria, etc., aun bajo el disfraz del absurdo y lo fantástico. En efecto, a veces parece que estemos oyendo a personajes de Pirandello (1867-1936) o Beckett (1906-1989), aunque inmersos —eso sí— en un mundo musical, porque la música es un elemento esencial de la obra, tanto por el propio sonido del piano con el que se sube el telón en la primera escena como por las alusiones y artificios musicales que se usan. No en vano W. H. Auden (1907-1973) llegó a decir de esta obra que era «la única ópera verbal pura en inglés».

El éxito de la obra fue inmediato, y durante unas semanas se mantuvo en escena en el teatro St. James, donde se estrenó el 14 de febrero de 1895, a la vez que Un marido ideal se representaba con idéntico éxito en el teatro de Haymarket (donde se había estrenado el 3 de enero). Pero tristemente la misma noche del estreno se presentó en el teatro el marqués de Queensberry, dispuesto a reventar la representación. No se le permitió la entrada y optó por entregar en la puerta del escenario un ramo de verduras. Cuatro días después le dejó a Wilde en su club la tarjeta llamándolo «sodomita», y a principios de marzo el escritor, impulsado por Alfred Douglas, presentó la denuncia contra el marqués, comenzando entonces los juicios que acabarían con la condena de dos años de cárcel de Wilde el 25 de mayo. A partir de entonces el nombre de Wilde hubo de desaparecer de los carteles y sus obras no pudieron seguir representándose en Inglaterra (LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO tuvo que retirarse del St. James en mayo, en medio de un clamoroso éxito, cuando sólo se habían celebrado sesenta y seis representaciones). Mas unos pocos años después volverían a los escenarios, y a lo largo de todo el siglo XX estas comedias de salón —en especial LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO— pueden contarse entre las obras más populares de la escena británica e internacional 22.

Es curioso, y paradójico, que un autor marginal en muchos aspectos como Wilde (homosexual, irlandés, artista...), que se negó rotundamente a marginarse y escribir para una minoría afín, haya finalmente conquistado los gustos de la mayoría. Sin duda Wilde es un autor «canonizado», cuyas obras dramáticas forman parte de los repertorios teatrales de todo el mundo, y que es leído como una de las figuras más representativas de la literatura inglesa. Ha dejado huellas e influencias muy profundas en el teatro inglés, como ponen de manifiesto muchas obras de dramaturgos consagrados del siglo XX, como Somerset Maugham (1874-1965), Noël Coward (1899-1973), Edward Bond (1934) o Tom Stoppard (1937), que se han visto influidos por el sentido del ritmo, de la construcción escénica, así como por muchos detalles concretos de ciertas obras (en Stoppard es preciso mencionar la deconstrucción que de LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO hace en Travesties, en 1974). Además, hay que señalar la importante influencia ejercida por el teatro y el pensamiento de Wilde en diversos dramaturgos homosexuales, como Joe Orton (1933-1967), u otros más recientes, como Frank McGuinness y Neil Bartlett 23.El caso de Orton es especialmente interesante por cuanto constituye un paralelo de Wilde en el sentido de que sus obras, abiertamente subversivas, fueron asumidas por el teatro comercial y aceptadas como parte natural del repertorio del West End londinense.

Y, aunque sea sólo un breve apunte final, no podemos olvidar tampoco la huella que la obra de Wilde ha dejado en el teatro español del siglo XX. Traducidas sus comedias de la alta sociedad desde los años diez y veinte, y en versiones españolas también sus ensayos y sus cuentos 24, la alargada sombra arrojada por Wilde sobre autores como Alejandro Casona 25, Enrique Jardiel Poncela, Miguel Mihura o Francisco Nieva, entre otros 26, ha sido repetidamente señalada por la crítica. No debe extrañar, si tenemos en cuenta que la primera presentación del teatro de Wilde se hizo en el Ateneo de Madrid, en 1910 o 1911, con ocasión de una lectura hecha por escritores y actores de los papeles de Una mujer sin importancia, en traducción de Ricardo Baeza, que organizó Ramón Gómez de la Serna. En esa década se publicaron en España numerosos trabajos sobre el escritor irlandés, como los de A. Alcalá Galiano, Conferencias y ensayos (Oscar Wilde: una semblanza), en 1919; Rubén Darío, Peregrinaciones (Purificaciones de la piedad), en 1910; Manuel Machado, El amor y la muerte (La última balada de Oscar Wilde), en 1913; y Ramón Pérez de Ayala, Las máscaras (en dos volúmenes en 1919: Oscar Wilde y el espíritu de contradicción, y Las comedias modernas de Oscar Wilde) 27. Testimonio de ese eco son también algunos artículos periodísticos escritos por autores del renombre de Azorín («Algunas ideas estéticas», en el ABC del 26 de octubre de 1912), o de Ramiro de Maeztu («Oscar Wilde de nuevo», en el Heraldo de Madrid del 25 de abril de 1913). En la década de los veinte, además, se tradujo la biografía de Frank Harris: Vida y confesiones de Oscar Wilde (1928), debida a Ricardo Baeza, que desde finales de la primera década del siglo venía traduciendo toda la producción de Wilde. Esa traducción de la biografía de Harris, publicada en Biblioteca Nueva, venía acompañada de un interesante prólogo y abundantes anotaciones, que ponían de manifiesto el excelente conocimiento que poseía el traductor sobre la vida y obra de nuestro escritor 28. Afortunadamente, pues, España no fue una excepción en el arrollador éxito que conoció la obra de Wilde poco después de su muerte. Y lo más grandioso quizá es que, un siglo después, aún se mantiene vivo ese interés.

FERNANDO GALVÁN

Universidad de Alcalá