CAPÍTULO 5

LA CHICA DEL OTRO LADO DEL TELÉFONO

Cuando llegó al diario la gacetilla que informaba sobre la visita del CEO de Happn a la Argentina, mi editora pensó inmediatamente en mí. “Fijate si hay una tapa”, me dijo, y así salí para el hotel Plaza con mis zapatos de ver CEOs y el corazón dividido: siempre es un mimo al ego hacer una tapa (aunque mis amigos lean la nota en Internet y ni se enteren), pero a la vez tenía más ganas de que me pidieran una nota corta y guardarme la parte jugosa para mí. O sea, para este libro.

Me suelo preparar bastante antes de las entrevistas, pero en este caso ni se me ocurrió que fuera necesario: entre las charlas con amigas y amigos y lo que leo en el consultorio sentimental (además de mis propias experiencias), creo que en pocos temas me considero tan versada como en Happn, su competidora principal —hoy, ganadora indiscutida— Tinder y demás apps para conocer gente que están en actividad en la Argentina y en el mundo. Incluso sé cosas que no se pueden escribir en ninguna gacetilla: cualquiera puede leer en Wikipedia que Happn te contacta con gente que te cruzaste en tu camino físico (en el colectivo, en la calle rumbo a la oficina o en la oficina misma, en un café que frecuentás), a diferencia de Tinder, que solamente está geolocalizada (es decir, te muestra a la gente que está en el momento en que te conectás en un radio de x kilómetros); que, del mismo modo que Tinder y casi todas las apps destinadas a un público heterosexual, (1) te permite chatear una vez que las dos personas se han dado mutuamente “me gusta”, y que evita, también al igual que todas las aplicaciones de su tipo, indicarte de manera clara cuáles de las personas que likeaste (2) no te likearon a vos. Difícilmente alguna fuente oficial, en cambio, te cuente que “las chetas y las pendex están todas en Happn” porque —me explicaron mis amigos techies— las apps de levante suelen hacer un camino inverso al de la gentrificación: cuando recién se lanzan en la Argentina, suelen estar solamente en los teléfonos celulares o bien de la gente que viaja mucho y las conoció en otro país o bien de los más jóvenes que también suelen ser early adopters (pioneros). A medida que se masifican, el público se hace más grande pero más “plebeyo”; en ese preciso momento es necesario que aparezca otra para que todos los pioneros y pioneras puedan irse a colonizarla (es, en efecto, lo que está pasando ahora con Bumble, la nueva app preferida de mi hermana menor que mis amigas todavía no usan).

No leí mucho, entonces, sobre la historia de la compañía y quizás por eso me desconcertó el hombre que me esperaba en uno de los salones de conferencias del Plaza. Didier Rappaport, el CEO en cuestión, no se correspondía con la imagen mental que yo me había hecho de él. No se parecía a Mark Zuckerberg, no tenía remera de Star Wars ni estaba en jogging y zapatillas; ni siquiera parecía un millennial y, de hecho, no lo era. Rappaport es un señor francés de 63 años de pelo blanco, paso aplomado y sonrisa cálida. Es alto y elegante; “pintón” diría mi mamá.

Más allá de la sorpresa y los estereotipos, la distancia generacional me intrigaba mucho: la gente que yo conozco de la edad de Rappaport no usa aplicaciones para conocer gente ni tiene ganas de usarlas. Si les explicás cómo funcionan, en general se aburren o se indignan: a algunos les parece promiscuo o inseguro; a otros, frío e impersonal.

Pero Rappaport lo ve de una forma diferente. Creo que en parte fue su punto de vista específico (libre de desconfianza pero también de optimismo ciego) lo que le permitió construir una de las apps de levante más exitosas del mundo. “Yo soy francés, vengo del país del amor”, me dice con una sonrisa, y aclara enseguida que el mundo es el país del amor. “Todos crecimos viendo los mismos relatos sobre el amor como algo que aparece de casualidad, que se encuentra cuando no se busca y nunca cuando se lo busca. Nadie quiere que esa magia se pierda, y Happn no se trata de eso”, me explica.

Tiene razón. Las aplicaciones de citas son cada vez más populares entre la gente de mi edad (creo que no tengo ningún amigo o amiga que no las haya usado alguna vez), pero no forman parte de las fantasías de nadie: de acuerdo con una encuesta encargada por Happn realizada a argentinos y argentinas de entre 20 y 50 años, solo el 19% piensa que estas aplicaciones son la forma ideal de empezar una relación. La opción mayoritaria, la que el 52% eligió, no es ni amigos que te presentan gente ni fiestas o boliches sino “el destino”.

La encuesta de Happn involucró a varones y a mujeres, pero esa respuesta (romántica en el sentido tradicional) está muy imbricada en el modo en el que sobre todo a las mujeres nos enseñaron a pensar el amor. De hecho, me recordó una anécdota de Sam Yagan, uno de los fundadores de un viejo sitio web de citas luego devenido app, OkCupid, creada en 2004. Yagan le cuenta a la periodista Emily Witt, en Future Sex, que una de las ventajas insospechadas de la gratuidad del sitio era que las mujeres podían fingir (ante las demás, pero sobre todo ante sí mismas) que no se habían hecho un perfil para conseguir novio o para coger sino solamente “por curiosidad”. De ese modo, si conocían a alguien, todavía se podía preservar la idea de que había sido una casualidad. “Dicen cosas como: ‘Oh, acabo de conocer a mi novio en OkCupid. ¡Ni siquiera me anoté para conseguir una cita!’. OK, tenés razón”, le dijo Yagan a Witt con un gesto de ironía; “literalmente un tercio de los e-mails de éxito que recibimos de mujeres —que escriben a la app contando sus historias y muchas veces agradeciendo— contienen una aclaración que dice ‘No me anoté para conseguir citas’”. (3) La paradoja es que, por supuesto, un “mail de éxito” es uno que dice “formé una pareja”: nadie escribe para agradecer que se hizo muchos amigos.

Creo que esta idea de la casualidad es uno de los secretos que hizo que mucha gente que jamás había usado sitios de online dating en los tempranos 2000 sí se sumara a Tinder o Happn una década después. “Si tuviera que resumir las quejas que la gente me comentaba sobre las web de citas, mencionaría tres cosas: toman demasiado tiempo, son demasiado virtuales y generalmente engañosas”, dice Rappaport. Estos primeros servicios (como Match.com, pionero de 1995 que hoy sobrevive en forma de sitio y de app) estaban inspirados en los clásicos “anuncios personales” que la gente ponía en los diarios y se enfocaban en la construcción de un perfil: por eso tomaban demasiado tiempo. Anotarse requería contestar una larga serie de preguntas sobre tus gustos, tu vida profesional, tus objetivos de vida y demás (lo cual implicaba algo no menor: tener todo esto muy claro). Se entiende también por qué se las tacha de engañosas: como gran parte de la información que se usaba para contactar un perfil con otro eran datos personales difíciles de verificar, no era raro que las personas “embellecieran” sus descripciones. Y, por supuesto, es razonable calificarlas de “muy virtuales”: nada del mundo físico ingresaba en esas aplicaciones. De hecho, no era raro que se utilizaran sitios de ese tipo para empezar vínculos con personas que vivían en otro lado del planeta, con las que podías escribirte por meses o incluso años antes de verles la cara (si es que alguna vez se la veías).

En ese sentido, tanto Tinder (nacida en 2012) como Happn (creada dos años después) cambiaron las reglas del juego. En ambos casos se suprimen los perfiles con gustos de helado y ambiciones profesionales bien detalladas; bajarse la app y armar el perfil toma solo un par de minutos y supone un mínimo esfuerzo. La posibilidad del engaño en cierto sentido todavía existe, porque las fotos que van a la aplicación pueden ser retocadas o al menos tomadas en los mejores ángulos posibles, pero es más marginal, ante todo porque hay mucha menos información sobre la cual mentir: solo piden “bios” muy breves (opcionales) y la edad (se puede mentir con la edad, claro, pero eso también se hace en la vida real). Y, finalmente, ambas tienen una relación clara con el mundo físico: en el caso de Tinder, el usuario o la usuaria puede elegir el radio de kilómetros en el cual quiere conocer gente (en un rango de 1 a 160). En Happn, el vínculo es aún más directo: los perfiles que te muestra son los de personas que te cruzaste o, en su última versión, que podrías haberte cruzado físicamente (por ejemplo, si todos los martes vas al mismo bar después de terapia, ahora Happn también te muestra los perfiles de las personas que van a ese bar todos los lunes). “Lo que yo quería”, me explica Rappaport, “era traer de nuevo el mundo real al espacio digital de las citas. Happn solo te muestra a la gente que te cruzaste: no elige por vos ni te dice qué hacer; no te plantea que porque compartimos tal o cual cosa tenemos que casarnos. Justamente por eso tampoco nos guiamos por algoritmos y preferencias. ¿Te gusta la ensalada verde? A mí también. ¿Te parece que por eso deberíamos enamorarnos? Y… no”, se ríe.

Todo lo que dice Rappaport me suena razonable; sin embargo, yo alguna vez fui una niña millennial. Recuerdo la ilusión que nos causaba, cerca del cambio de milenio, la sensación de que Internet nos iba a permitir encontrar a esa media naranja perfecta que nos esperaba del otro lado del mundo. La idea de conocer a alguien porque un algoritmo dice que a los dos nos gusta caminar por la playa no me interpela, pero ¿cómo llegamos a necesitar una app para hablar con la gente que nos cruzamos en el súper? ¿Y por qué esto que Rappaport me describe como algo tan limpio y amable termina pareciendo, en la sinceridad de las conversaciones con mis amigas, poco más que una carnicería?

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Cuando entré al secundario, en 2002, Internet estaba empezando a ser parte de la vida cotidiana de muchas personas de la clase media argentina. Yo no tenía celular, ni me interesaba tenerlo (en esa época los teléfonos no se conectaban a la red; solo servían para que tu mamá te llamara para saber dónde estabas), pero pasaba todo el tiempo que la primitiva y ruidosa conexión telefónica de esa época me permitía bucear en la web, mandar e-mails y chatear en MSN o en ICQ. (4) “Todo el tiempo” en general eran como mucho una o dos horas por día: conectarse no solo era caro, sino que además mantenía ocupado el teléfono de línea que mi mamá, pediatra, necesitaba libre para trabajar. Como si fuera poco, teníamos —como casi todas las familias que yo conocía— una sola computadora ubicada en el living que compartíamos mi mamá, mis hermanas y yo. Internet era una parte importante de mi vida, pero una parte separada de ella: un espacio diferenciado y con límites claros. Había un momento del día (de la noche, en realidad, casi siempre) en el que estaba conectada; el resto del tiempo simplemente no estaba. El adentro y el afuera de la red todavía tenían bordes muy definidos.

En esos años manejarse en Internet todavía era difícil: no había la cantidad de información que hay hoy sobre lo que se nos ocurra y tampoco era tan sencillo encontrarla como ahora. A pesar de estas limitaciones, la red se convirtió en mi aliada. Los primeros años en el colegio laico fueron muy duros y me ayudó en muchísimos sentidos. Cuando estábamos en vivo y en directo en la escuela mis reacciones eran muy torpes: mis compañeros y compañeras hablaban de música que yo no conocía, de comida que yo no conocía, de lugares que yo no conocía. Internet me permitía, por un lado, buscar datos sobre las cosas que ellos mencionaban (y en seguida pretender que siempre había sabido a qué se referían) y, por otro, me daba el tiempo para pensar antes de hablar, para embellecer una anécdota, para no parecer demasiado entusiasta ni demasiado aburrida. Las aparatas y aparatos del cambio de milenio descubrimos eso que los centennials jamás notarían porque los peces nunca piensan en el agua: la web nos permitía controlar la imagen que proyectábamos ante los demás. Nos ayudaba a mentir, claro, pero no era solo eso: nos daba la posibilidad de interactuar con otras personas sin sentirnos expuestos y con una especie de armadura que nos protegía.

Muchas y muchos sentíamos que esa armadura nos permitía ser nuestro verdadero yo: las torpes podíamos ser ocurrentes y los callados podían convertirse en graciosos. Sin el obstáculo del cuerpo —que es siempre impredecible y vulnerable, y más a los 13 años—, las ñoñas y los ñoños teníamos nuestra segunda oportunidad sobre la Tierra. Por eso, tal vez, fuimos los early adopters de la década pasada: en 2004, mientras buceaba por la red buscando comunidades de personas afines, las personas que tenían éxito social en el mundo real se quedaban en el mundo real. Internet era nuestro territorio: en un planeta sin Instagram, las lindas y los lindos (o “las chetas y las pendejas” que ahora buscan mis amigos en Happn) no tenían nada que hacer ahí.

No puedo dejar de pensar en esto cuando leo sobre las experiencias de los y las adolescentes de hoy y veo que Internet es un lugar de bullying y de presión: para mí, y para mucha gente de mi generación (tímidos y tímidas, gordas y gordos, lesbianas y gay), era justamente el lugar adonde ir a escaparse de eso. Porque, además de vincularte de un modo diferente con tus conocidos de la vida real, te posibilitaba interactuar con personas a las que de otro modo no habrías conocido pero con las que tenías mucho en común: gente que se parecía mucho más a ese “verdadero yo” que te habías armado que a quienes te rodeaban. Tinder y su radio de kilómetros variable me habría parecido un sinsentido total en 2005: en esa época, para mí, la red estaba organizada en torno de gustos y preferencias (esas que los sitios de citas de esos años usaban para sus algoritmos de búsqueda), no alrededor de la ubicación geográfica. La distancia o cercanía física era el criterio que regía en la vida real y el punto era, justamente, desafiar esa lógica: tener que conectarme con una persona solo porque la casualidad la había puesto en mi barrio o en mi colegio me parecía una arbitrariedad de la época de mi madre que yo no estaba dispuesta a soportar. No me interesaba conocer a alguien que viviera a cinco cuadras o al chico que esperaba el colectivo conmigo a la mañana: yo quería conocer a quien compartiera mis lecturas, mis inquietudes filosóficas, mis gustos musicales, mis preguntas sobre la vida. Y lo hice: en los grupos Yahoo! (5) de fans de Massive Attack, de Radiohead y de Nietzsche (lo recuerdo y estallo de risa) conocí personas que vivían en México y en Chile con las que me mandé mails por años. A muchos les mentí sobre mi edad y nunca supe si ellos hacían lo mismo. En uno conocí a un chico de Berazategui con el que finalmente logré encontrarme y darme unos besos. Años después nos cruzamos en la facultad y ambos mentimos ante los demás sobre cómo nos habíamos conocido.

Perdí contacto con casi toda esa gente a la que le había contado las cosas que yo sentía que eran mis verdades más íntimas e incluso olvidé sus nombres. A los 15 años, ya más aclimatada al universo laico y con permiso para ir a bailar, descubrí en la noche porteña y lo que en esa época llamábamos “las tribus urbanas” (mis amigas punk, góticas o “alternas”) un espacio de pertenencia y de experimentación en el mundo de los átomos. Al lado del sexo y la amistad real —la de las chicas que me acompañaban cuando vomitaba borracha en la calle a las 7 de la mañana o me pasaban el trabajo práctico que me había olvidado de hacer— mis relaciones virtuales se volvieron pálidas. Entendí algo que recién pude poner en palabras al leer En defensa de la conversación. El poder de la conversación en la era digital de la socióloga Sherry Turkle. Esa fricción que me hacía huir de los encuentros reales y refugiarme en Internet y esos factores incontrolables que me ponían nerviosa del cara a cara eran también los que hacían valiosos los vínculos físicos. La web me había servido para destrabar mi autoestima, construir sentidos de pertenencia y darme cuenta de que tenía algo interesante con que contribuir en una conversación, pero el cuerpo no era una parte secundaria de las relaciones humanas y no era inocente dejarlo afuera. “Desde los primeros tiempos”, dice Turkle refiriéndose a sus primeras investigaciones con adolescentes y tecnología, “vi que las computadoras ofrecen la ilusión de la compañía sin las demandas de la amistad y luego, cuando los programas se volvieron realmente buenos, la ilusión de la amistad sin las demandas de la intimidad”. (6)

No me parece extraño que a medida que la tecnología fue permeando cada vez más nuestras vidas las personas empezaran a elegir programas y aplicaciones más orientados a generar relaciones en el mundo físico (como Tinder) que a encontrar un amigo por correspondencia que jamás conocerían. Sin embargo, sigo creyendo que hay algo para aprender de la comparación entre estos vínculos de la antigüedad de Internet (7) —insuficientes, pero que representaban un refugio, un espacio seguro— y la caracterización que muchas y muchos hacemos hoy de las redes sociales y las redes de levante como espacios tóxicos donde en lugar de protegidos nos sentimos expuestos.

En algún sentido, estos vínculos antiguos eran lo contrario a los de Tinder. No quiero decir que no hubiera agresividad, porque la había: en los foros nos matábamos por establecer cuál era el mejor disco, quién tenía el mejor argumento en una discusión, la mejor interpretación de tal o cual libro, y podía suceder que tomáramos de punto a alguien hasta hacerlo o hacerla abandonar la comunidad. Pero en esos años te conectabas con otras personas y terminabas sabiendo casi todo de ellas, menos una cosa que tardabas años en saber: qué aspecto tenían. Subir fotos era complicado y lento y, en la mayoría de las comunidades, optativo. Quien no haya llegado a vivirlo o no lo recuerde bien no tiene más que mirar Tienes un e-mail, la película de Nora Ephron en la que los personajes que encarnan Meg Ryan y Tom Hanks, enemigos mortales en la vida “real” (ella es la dueña de una pequeña librería en Brooklyn; él tiene una cadena enorme que quiere aplastarla), se enamoran por mail intercambiando impresiones sobre libros, películas y la vida en general sin enterarse de quién es quién hasta el final. Las apps de levante que más éxito tienen hoy son exactamente lo contrario: la única información obligatoria es tu nombre, tu edad y tu foto. Cuando elegís una persona en Tinder o en Happn con la esperanza de concertar una cita, lo único que sabés es eso.

Internet era un mundo separado y definido, esa es la primera diferencia entre 2005 y 2018: nos sentíamos seguros (a pesar de que los medios hicieran campañas para alertar sobre pedófilos y vendedores de riñones y nuestros padres las creyeran) porque lo que allí pasaba parecía no tener consecuencias en la vida real. Si te peleabas con tu comunidad e incluso te banneaban (expulsaban), podías irte y nadie se enteraba; incluso podías apagar la computadora y sentir que todo eso desaparecía. Esto cambió con la aparición y masificación de las redes sociales y los smartphones, que produjeron las condiciones necesarias para las redes de levante: los seudónimos (nicknames) que protegían nuestro yo de Internet de la intrusión del mundo físico fueron reemplazados por el nombre real que hoy casi todos usamos en Facebook (que a su vez se linkea con casi todas las aplicaciones de levante). A medida que se llenó de información (cada vez más fácil de encontrar gracias a Google) el anonimato se hizo casi imposible. Nuestros padres empezaron a usar redes sociales. Nuestros jefes también. Hoy la gente pierde trabajos y parejas por cosas que pasan en Internet y el bullying que reciben los y las adolescentes allí tiene una continuidad indistinguible con el que reciben en el colegio. Internet dejó de ser algo que podíamos apagar para volverse indistinguible de nuestra vida social, laboral y afectiva en general.

En la primera década de 2000, además, en la Argentina Internet todavía era un producto usado por las clases medias y altas, y especialmente por personas jóvenes y de niveles educativos altos. Eso también cambió. En 2017, solo uno de cada dos argentinos tenía acceso a una cuenta bancaria, pero 9 de cada 10 afirmaba poseer un smartphone. (8) La penetración de la tecnología móvil en nuestro país es la mayor de la región, y eso se corrobora una y otra vez en los datos de uso de las distintas aplicaciones, incluso en las apps de citas: en el caso de Tinder, la Argentina está entre los diez países que más la utilizan. De acuerdo con datos difundidos por Infotechnology, la aplicación tiene acá unos quince millones de usuarios (un número nada despreciable en un país de cuarenta y cuatro millones entre los que se cuentan niños y adolescentes que, por tener menos de 18 años, no pueden usarla). En el caso de Happn, su competidora más cercana, la utilizan unos dos millones de personas en el país y Buenos Aires es la cuarta ciudad que más la usa en el mundo. Un dato curioso: Rappaport me contó que el Obelisco es el lugar donde más crushes (que dos personas se gusten mutuamente en Happn) se producen en todo el mundo.

Pero hay otra diferencia que me parece fundamental: la web de mi adolescencia era un mundo de texto. Internet, hoy, es un planeta de imágenes. Lo más parecido que queda a la red de esa época es Twitter, la red social siempre al borde de la quiebra donde sobrevivimos los foristas y bloggeros recuperados y que a los adolescentes no les interesa en lo más mínimo. Para nuestros sucesores y sucesoras —los adolescentes tímidos, las chicas que odian su cuerpo, los chicos y chicas que leen mucho y tienen la cara llena de granos—, Internet es un lugar hostil: sobreviven, por supuesto, los nichos donde pueden escribir sus fan fiction y discutir obsesiones absurdas como hacíamos nosotros, pero las redes sociales cambiaron el mainstream de Internet para siempre. Las estrellas en Instagram hoy son las chicas populares que en mi época pensaban que era de freak conocer gente en Internet. Las horas que pasábamos traduciendo letras de canciones para ser las personas más populares del foro ya no sirven de nada: para ser popular (en Tinder, en Happn y en esa red que no es específicamente de levante porque es de todo, Instagram) hoy las horas hay que invertirlas en ir al gimnasio.

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En el subte, a las 10 de la mañana, un chico de mi edad pasa perfiles de Tinder. Rara vez se detiene a mirar más fotos; no dedica más de uno o dos segundos a cada uno. En general los manda a todos para la derecha (o sea, para el lado del sí); solo en uno o dos casos lo veo titubear y cambiar la dirección de su dedo. Su expresión no es de gusto ni de disgusto, ni de esperanza ni de diversión. Es más o menos la misma cara de abulia que debo tener yo, que también estoy con mi celular mirando zapatos que no voy a comprar en Instagram. Yo también voy pasando una foto, otra foto y otra foto esperando a ver si alguna es tan diferente de las demás como para obligarme a gastar un dinero que no debería derrochar en algo que no necesito. Pero no sucede. Son zapatos. Algunos podrán ser más lindos que otros pero, en el fondo, son todos más o menos iguales.

Si la metáfora del mercado del deseo que usa Eva Illouz sonaba algo oscura o tirada de los pelos, las apps de citas la volvieron casi una expresión literal. Comparemos Tinder, por ejemplo, con el levante de boliche: si un muchacho viene a hablarme, a sacarme a bailar o a ofrecerme un trago (supongamos un boliche heteronormado, como la mayoría de los boliches que yo conozco, donde los varones suelen dar el primer paso), hay chances de que yo lo descarte o lo apruebe en el primer instante, pero posiblemente el asunto sea más complejo. A menos que me parezca tan bello o tan desagradable que no haya margen para cambiar de opinión, lo más probable es que decida si me gusta o no sobre la marcha basándome en una multiplicidad de factores: las cosas que me dice, el tono de su voz, lo que hace con su cuerpo y cómo todo eso impacta en mí. Lo que siento por él está ligado a lo que yo creo provocarle: si me mira a los ojos cuando me habla, si me escucha, si se ríe. Al mismo tiempo, él está atravesando un proceso parecido: que haya tomado la iniciativa no significa que esté decidido sobre lo que quiere conmigo (mil veces me ha pasado estar con un tipo que me sacó a bailar y en la mitad se aburrió, me saludó y se volvió con su grupo; no me molesta y me parece válido si se hace con cortesía). No quiero que suene a que estoy idealizando el levante en boliches, que no es la panacea de nada —y puede a veces ser agresivo, desconsiderado y mil cosas más—, pero me interesa mostrar que, incluso si caracterizamos esta situación como una transacción, se trata de una transacción entre dos personas. Si el interesado me mirara cuando le hablo con la misma cara de nada con la que yo miro zapatos en Instagram o con la expresión con la que el chico del subte pasa sus opciones de Tinder, lo más probable es que el lance amoroso termine enseguida en la nada. Para que algo pase, tiene que haber algo así como un reconocimiento mutuo, aunque sea mínimo, de la subjetividad del otro (muchos violentos saben muy bien esto, de modo que, incluso si no tienen ninguna intención de tratarte como a una persona, van a pretender que la tienen en un primer momento). En las redes de levante, en cambio, por cómo está organizado el proceso, lo que tenés enfrente no es una persona sino un perfil, y un perfil que no dice casi nada, con el que no interactuás, y cuyos gestos no es necesario leer ni entender: al perfil no hay que seducirlo, ni hacerlo sentir seguro, ni hacerlo sentir cómodo. Solo tenés que decidir, como yo con los zapatos, sola frente a la pantalla, si comprar o no comprar.

La mayoría de las mujeres que conozco hacen lo imposible por decodificar hasta la última gota de información que encuentran en un perfil: igual que cuando compramos una remera y chequeamos que no tenga demasiado polyester, intentamos proyectar a qué altura nos caerá comparándonos con la modelo que la lleva y si nos quedará igual de ajustada o suelta que a ella. A esto se refiere Eva Illouz cuando dice que en el siglo XXI —y muy especialmente a partir de los inicios de las citas online— el proceso de selección sexoafectivo se intelectualiza: frente a un perfil (con fotos que no suelen ser demasiado hot y más bien parecen de CV) que no interactúa conmigo ni con mis hormonas, lo que tengo que tomar es una decisión fría basada en datos duros y cálculos de utilidad: si me gusta su camisa, si me parece bien la frase que eligió en su perfil, si sus abdominales están lo suficientemente marcados; en el boliche, en cambio, o en cualquier situación “material”, era muy frecuente (todavía, por suerte, sucede cada tanto) que una se cogiera a alguien porque sí. No estoy hablando de situaciones coercitivas; ni siquiera de situaciones en las que no hay deseo. Hablo, quizás, incluso del deseo más genuino: de cogerte a un tipo que no te parece hermoso ni genial y que no se corresponde en lo más mínimo con lo que intelectualmente pensás que te atrae en un hombre solo porque “pintó”, porque el cuerpo y el momento lo pedían, porque parecía una buena idea. Para bien o para mal (y no estoy haciendo juicios de valor), Tinder es lo contrario a eso: una podría empezar a megustear perfiles de forma azarosa y aun así el proceso no tendría nada que ver con ese azar descontrolado del deseo que no se piensa. En Tinder el proceso no puede ser físico porque no hay cuerpos ahí; por eso no puede ser otra cosa que intelectual, aunque solamente haya fotos. Las fotos son eso. Internet está llena de fotos, pero no está llena de cuerpos. Las fotos no son cuerpos. Por eso suelo pensar que Tinder es un mercado, pero jamás un mercado “de carne”. Ojalá hubiera algo más de carne involucrada.

Así como Eva Illouz relaciona el amor contemporáneo con el consumo, en Los trabajos del amor, Moira Weigel lo vincula con el trabajo: también esa metáfora se vuelve gráfica en las aplicaciones de citas y en el levante en la época de las redes sociales. Para Weigel (que, aunque en su libro no lo explicite, reconoció en entrevistas la filiación de sus ideas con el feminismo marxista), (9) el amor siempre ha sido parte de las tareas femeninas, como plantea Silvia Federici, (10) solo que fue tomando formas diferentes, tal como ha ocurrido con el trabajo productivo. Cada vez más, una cita se parece a una entrevista de trabajo; leer un perfil de Tinder se parece a examinar una remera, pero también a buscar “al mejor candidato para el puesto”. Ya no se trata tanto de la “química” (no puede haberla con una foto), sino de llenar ciertos requisitos.

Me reconozco en esta caracterización de encontrar-con-quien-coger-y-lograr-que-suceda como un trabajo. En el año 2013, antes de que Tinder llegara a la Argentina, yo me había inventado mi propio Tinder: una vez por semana me sentaba en Facebook y buscaba chicos que me parecieran lindos y más o menos copados entre los amigos de mis amigos, y les mandaba solicitudes de amistad. Al menos uno de cada dos me terminaba saludando y, de esos, dos de cada tres me terminaban invitando a salir. Le expliqué mi método a cada chica que se quejaba de la escasez de citas. Todas se asombraban de mi sistematicidad, mitad fascinadas y mitad asqueadas. Yo no había leído el libro de Weigel (que todavía no había sido escrito), pero ya contestaba: “Es como un trabajo”. Agregar suficientes chicos, ir poniéndoles me gusta, comentarles algo cada tanto, monitorearlos para no olvidarme de prestarles algo de atención pero sin que pareciera un interés excesivo. Sería más fácil saludar al que a una le gusta y listo, sin tanto teatro; pero eso es lo más irónico: esa necesidad, de la que habla Emily Witt, de que todo parezca una hermosa casualidad sin esfuerzo ni deseo ni voluntad: a veces lo más trabajoso de estos trabajos femeninos del amor es evitar por todos los medios que se note que estás trabajando.

Ese ocultamiento del esfuerzo que implica buscar sexo o amor no es solo para los demás: es también para una misma. Mi rutina de Facebook, expresada en cifras y probabilidades, me servía para neutralizar toda la exposición que implica el levante, que a veces se me volvía insoportable. El miedo al rechazo es tan grande que en Tinder y Happn directamente lo eliminaron y ya no te enterás si alguien manda tu perfil para el lado del “no me gusta”. La intelectualización de estos procesos —en general inconsciente: podemos pensar el levante como una experiencia de consumo o de trabajo, pero rara vez le ponemos ese nombre— nos protege de esa sensación de vulnerabilidad que produce exhibir y perseguir el propio deseo. Pero, como todo intento de protegerse de la condición precaria de la vida, es inútil. Nos sentimos contenidas por la interfaz limpia y prolija que nos oculta los deseos y los rechazos de los demás, pero al final la realidad siempre rompe la superficie tersa de la ilusión. El chico que dio like nunca contestó el mensaje, el que saludó desapareció cuando no accediste a ir de una a su casa o le propusiste mejor tomar un café, uno se enojó porque tardabas en contestarle los mensajes (¡porque te estabas haciendo la interesante!), otro te acusó de mentir en la foto de perfil al pispear un par más en Facebook y el quinto sencillamente no te gustó.

La aplicación y su sistema de matches o crushes o como llame cada una a las coincidencias te había prometido evitarte las tensiones, los rechazos, los malentendidos, pero no lo hizo y, encima, te quitó una posibilidad importante: quizás si pudieras mostrarles a los demás cómo te movés, cómo hablás, quién sos, qué se siente compartir tiempo con vos, tal vez si tuvieras esa oportunidad las cosas serían diferentes y ese chico que “pasó de vos” (porque en el fondo sabés que si vos le pusiste que sí y nunca te apareció la coincidencia es porque él no te eligió, aunque las apps hagan todo lo posible para que te olvides) te daría una chance. Pero las aplicaciones no te ofrecen esa posibilidad: ni siquiera te permiten encantarlo con tu conversación seductora, como pasaba en los chatrooms, o con tus grandes argumentos sobre el último lado B de Radiohead, como en los foros y los grupos de mails en los que estaba yo. Solo te queda meter panza para la foto, rezar para que tu edad sea lo suficientemente baja como para que alguien te hable y elegir una frase del tamaño de un tuit que nadie va a leer. En lugar de protegida, estas limitaciones te hacen sentir más desnuda.

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Además de las metáforas del consumo y el trabajo hay otra que no se me había ocurrido porque no forma parte de mis prácticas cotidianas, pero que es un hábito muy presente en la educación y la subjetividad de los varones de mi edad: las apps de levante también se parecen a un videojuego. Me crucé con esta comparación en Men, Masculinity and Contemporary Dating, un libro reciente del especialista en masculinidades Chris Haywood. Haywood realizó una serie de entrevistas en profundidad con quince chicos de entre 18 y 24 años para analizar sus prácticas y percepciones sobre Tinder, contrastarlas con la mejor bibliografía disponible sobre el tema y así elaborar algunas hipótesis acerca del modo en que los varones jóvenes están usando la aplicación. Max, de 19, lo planteó así: “Creo que muchas apps de juegos se ponen aburridas muy rápido también. Así que Tinder se actualiza constantemente, y tenés gente nueva ahí, caras nuevas. Entonces, se siente más como un juego para pasar el tiempo que otra cosa, creo. No espero sacar nada de ahí”. (11)

Reconocí en esa caracterización el uso del chico del subte y el de muchos de mis amigos. Lo que más me interesó de bucear en este libro fue notar que no solamente hay muchas maneras de usar estas apps, sino que estas maneras están generizadas. Como mujer que comenta sus experiencias en Tinder con otras mujeres, siempre había interpretado las prácticas de mis amigos varones en las apps de citas como extensiones de las nuestras. El ejemplo más claro es la costumbre de muchos varones de likear a casi todas las chicas que les aparecen, o al menos a muchas más chicas que a las que están dispuestos a invitar a salir. “¿Por qué likeó si después no me contesta?” es una pregunta repetida en el consultorio sentimental a la que yo solía responder con una intuición muy femenina: que los varones le ponían el sí a muchas opciones para aumentar sus chances de una coincidencia. En algunos casos, y en cierto sentido, eso es cierto, pero no cuenta toda la película: a veces le ponen a todas que sí porque sí, como cuando jugabas al Mortal Kombat en los fichines y tocabas todos los botones sin mirar. No es exagerado reconocer que para nosotras, bombardeadas por mensajes promonogamia, antisoltería y antisexo casual (muchas veces el combo aparece en uno solo, como en esas frases del estilo “¿quién va a comprar la vaca si la leche es gratis?”), Tinder se vuelve algo serio. Likear a un chico es algo que se piensa con cuidado. Como cuando comprás una heladera, una computadora o algo caro, hay que elegir bien porque también tiene otro costo: si likeás a un chico y después no estás dispuesta a salir con él es probable que te comas unos cuantos mensajes insistentes y agresivos. En cambio, para un varón, Tinder puede ser más como un videojuego, algo para mirar cuando está aburrido “sin sacar nada de ahí”.

Esta actitud “lúdica”, distinta de la actitud codificada como femenina en Tinder, no es tan inocente como parece. No es novedad, escribe Haywood, que los varones entiendan el levante a través del leitmotiv de la competencia; sin embargo, el hecho de que esa competencia se enmarque en una app móvil apunta a nociones de juego vinculadas al gaming, las consolas y los videos. Este formato particular de juego, dice Haywood, protege a los hombres de la sensación de vulnerabilidad. La aplicación les permite creer, en algún nivel, que nada de lo que pasa ahí cuenta en realidad y en la realidad, tampoco.

Un aspecto crucial de la masculinidad —sigue Haywood, citando el trabajo de la socióloga Janet Holland— es que se constituye a través del modo en que los varones ejercen poder sobre las mujeres y crean las condiciones para que las relaciones sucedan: se trata de una caracterización similar a la que hacía Illouz de la indiferencia masculina como forma de control. En relación con los encuentros sexuales, los varones se sienten vulnerables en muchos sentidos: en la presión de medirse con el ideal cultural de la masculinidad hegemónica (la fuerza, la potencia), en la posibilidad de abrirse a depender emocionalmente de otro y también porque el ideal de femineidad pasiva en que los han educado es reemplazado en el encuentro sexual por un cuerpo deseante real que amenaza su rol tradicional. Para lidiar con esta inseguridad, los hombres han adoptado históricamente estrategias diversas: la confirmación del grupo de pares (mandar una foto de la chica con la que acaba de estar al grupo de WhatsApp con la leyenda “miren lo que me estoy comiendo”), por ejemplo, o aplicar etiquetas negativas a las mujeres (el tipo que te invita a bailar y, cuando lo rechazás, te acusa de gorda, puta y fea). Para Haywood, el modo en que se usa Tinder se integra a estas estrategias masculinas tendientes a neutralizar esa vulnerabilidad que les resulta incompatible con el ejercicio de una masculinidad hegemónica: “La gamificación del levante se convierte en un medio para crear una distancia emocional en las relaciones. El resultado es que los varones jóvenes, a través de los tropos del consumo y la gamificación, refuerzan estructuras de cosificación y patriarcado”. (12)

Las metáforas del consumo, el trabajo y el videojuego apuntan a lo mismo: la deshumanización del otro. Para protegernos de la exposición a las angustias y ansiedades que nos produce mostrarnos como seres deseantes y vulnerables algunas nos imaginamos acumulando candidatos cual gerente de recursos humanos, otras comprando una heladera y otros juntando avatares; en todos los casos, ese miedo a la humanidad nos conduce a intentar olvidar la humanidad del otro, cosa que no es gratuita, sobre todo porque las apps de citas no operan en el vacío: se superponen a una dinámica de vínculos que tiene una historia (patriarcal, heteronormada, mononormada) y los usos que hacemos de ellas no pueden evitar estar permeados por esa historia. Mujeres y varones repetimos en Tinder, Happn, Bumble o la app que sea las formas en que nos han enseñado a relacionarnos. Y, quizás, la virtualidad nos dé menos oportunidades aún que la vida real para encuentros genuinos en los que podamos aprender a subvertir estas dinámicas.

Como analiza la filósofa Kate Manne en Down Girl: The Logic of Misogyny, (13) a lo largo de la historia a las mujeres se nos ha enseñado a tratar por default a los varones con deferencia, amabilidad e incluso afecto. Cuando, en relación con el consentimiento, decimos que no es no, no nos referimos solo a que los varones acepten una respuesta negativa: tenemos que hablar también de la necesidad de que las mujeres sientan que hay un espacio para esa respuesta negativa, que tienen derecho a decir que no sin miedo a las consecuencias. El periodista Dave Schilling investigó para la revista masculina MEL Magazine la diferencia entre los motivos por los que las mujeres y los varones ghostean; a partir de algunas encuestas y entrevistas, descubrió que la mayoría de las mujeres heterosexuales lo hacen no porque no tomen en cuenta los sentimientos de la otra persona, sino porque temen lo que el varón puede hacer ante una negativa clara y sincera. (14) La tecnología nos ofrece una oportunidad de evitar ese momento que podría terminar en insultos, insistencias o violencia. En el camino, sin embargo, este atajo nos precariza (y en muchos casos ni siquiera nos ahorra nada). Nos invita a tomar como algo dado que decir que no es una situación problemática, para temer. Ghostear es aceptar que nuestros “sí” y nuestros “no” no tienen derecho a ser dichos: deben ser susurrados, contrabandeados. Es aceptar que tenemos que pedir disculpas por nuestro deseo, por querer coger y por no querer hacerlo. Es aceptar que no se puede hablar desembozadamente de sexo, que la conversación sobre el deseo en la heterosexualidad tiene que ser siempre oscura, confusa y pacata.

Los varones, en cambio —como estudiaron Illouz y Haywood—, son socializados en la creencia de que el desapego afectivo y la indiferencia hacia los sentimientos de las mujeres les otorgan un poder, los mantiene en control de la relación. En las entrevistas que hace Haywood, los chicos con los que habla no parecen siquiera considerar los sentimientos de las chicas con las que hacen match en Tinder. Por ejemplo, trollearlas (hacerles chistes escatológicos sin siquiera saludar) les parece no solo divertido sino más o menos inofensivo.

Otra práctica común entre varones jóvenes analizada por Haywood es el uso grupal de Tinder. “Durante las entrevistas” —escribe— “se volvió evidente que una de las maneras de usar Tinder era a modo de actividad compartida entre grupos de amigos”: la movilidad del smartphone, la posibilidad de observar a alguien que no sabe que está siendo observada y el hecho de que la imagen se pueda capturar y compartir con amigos hace posible que una app de citas se use no solamente para conocer chicas, sino también como un mecanismo homosocial entre varones. La homosocialidad, que no es más que la interacción entre miembros del mismo género, no es por definición patriarcal ni negativa: puede constituir un espacio de apoyo, afecto, intimidad y solidaridad. Pero en un grupo de varones que discuten fotos de chicas comentando lo gordas que están o lo regaladas que parecen puede haber no solo afecto y camaradería, sino también una humillación y la creación de un hábito. Y, a pesar de que las chicas no se enteren (algunas veces sí se enteran, si la foto se comparte en redes y se viraliza en Internet), esa práctica tiene un efecto en la subjetividad de los varones que participan en ella: “Aunque esto no necesariamente conduce a prácticas misóginas y cosificantes”, analiza Haywood, “esta práctica crea un sentido de no empatía que les facilita a los hombres tratar y usar a las mujeres como objetos”. (15)

Creo que esta explicación captura con precisión la relación entre la tecnología y los modos afectivos que esa tecnología propicia. Tinder no tiene la culpa de que a muchos varones les cueste ver a las mujeres como personas; de hecho hasta es posible hacer un uso respetuoso de una app de citas. Pero estas herramientas generan formas de interacción que pueden implicar nuevas maneras de precarizar a los demás en virtud de una característica particular que tienen: la expulsión de los cuerpos de las interacciones afectivas. En En defensa de la conversación, Sherry Turkle plantea que la interacción cara a cara es insustituible en cuanto educación para la empatía: no hay ninguna cantidad de mensajes de texto que pueda reemplazar lo que aprendemos a sentir del cuerpo del otro en una conversación frente a frente, cuerpo a cuerpo. Sus argumentos se basan en la psicología empírica, pero me recuerdan mucho la ética del filósofo Emmanuel Levinas, quien entre sus conceptos clave toma el rostro como modo en que el otro se me presenta. El rostro, en Levinas, es una categoría metafísica y ética: apunta a la desnudez del otro, a su vulnerabilidad y a mi responsabilidad frente a ella. El rostro se resiste a cualquier descripción: no se refiere a la cara como en general la entendemos, como un conjunto de rasgos o una sumatoria de cosas que se pueden describir. De hecho, para Levinas, considerar los rasgos concretos de una persona implica referirse a ella como un objeto: “La mejor manera de encontrar a otro”, escribe en Ética e infinito, “es no darse cuenta ni del color de sus ojos”. (16)

Si busco en mi memoria, no recuerdo el color de los ojos de casi nadie a quien haya deseado con todo el cuerpo. Lo que me viene a la cabeza cuando pienso en esos encuentros son sensaciones, no información. Recuerdo los detalles de un chico al que estuve mirando ayer en Instagram a quien es muy probable que jamás vea en vivo y en directo. Me pasa lo mismo con otras experiencias intransferiblemente humanas y corporales, como mis profesores preferidos de la secundaria y la universidad: recuerdo la dulzura con la que explicaban, la sensación de estar bien parada en el presente, de necesitar absorber todo lo que estaba pasando ahí. También me acuerdo mucho de lo que aprendí, pero esos aprendizajes son inseparables de esa experiencia. Cuando explico esos conceptos en un curso o los uso en algún texto siempre me viene al cuerpo la primera sensación que tuve al entenderlos, la sonrisa atenta de la o el docente, el encuentro de nuestras miradas mientras yo aprendía.

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Mucha gente que conozco se niega a usar apps de citas. Piensan que son frías, cosificantes, aburridas, que le quitan “la gracia” al asunto, que deserotizan, que no sirven. Casi nadie, sin embargo, se excusa en la canchereada de decir “no la necesito”. “Cuando les preguntás a las personas por qué están solteras”, me preguntó Rappaport, “¿qué suelen contestarte?”. Los dos respondimos al unísono: “Es difícil conocer gente”. Es, por lejos, lo que más repiten mis amigas, aunque no debería ser tan raro, si se tienen en cuenta las transformaciones demográficas, sociales y políticas de las últimas décadas.

En el libro Modern Romance, el actor Aziz Ansari (17) y el antropólogo Eric Klinenberg deciden empezar su investigación sobre el romance del siglo XXI preguntando en un geriátrico de Nueva York cómo los adultos mayores que lo habitaban habían conocido a sus maridos y esposas. Las respuestas los sorprendieron: en una de las ciudades más globales del mundo, casi todos se habían casado con personas que vivían a distancias caminables de sus casas. Muchos, incluso, con vecinos del mismo edificio o la misma cuadra. Luego de contrastar las estadísticas, confirmaron que no se trataba de una casualidad. También se habían casado a edades mucho más tempranas de las que hoy se estilan (en promedio, al menos diez años antes, a los veintipocos en lugar de a los treinta y pocos) y, cuando les preguntaban por qué se habían casado con sus respectivos cónyuges, rara vez contestaban con la épica con la que los amigos de Ansari hablaban de sus matrimonios. No decían “es perfecta para mí, amo todo lo que ama y ama todo lo que amo” sino “era un buen hombre”, “su familia me gustaba”, “era trabajador y agradable”, “era muy hacendosa y a mí madre le caía bien”. Una mujer, incluso, dijo que, aunque se entendía muy bien con su marido, eran muy diferentes y a veces se preguntaba cómo habría sido su vida si se hubiera casado con alguien que compartiera sus intereses. (18)

Conocer gente es difícil por varias razones. Muchas y muchos de nosotros permanecemos solteros hasta varios años después de terminar el secundario e incluso —quienes tuvimos la suerte de ir— la universidad. No tenemos lazos comunitarios con la gente del barrio (si no, no necesitaríamos Happn para hablarles); participamos mucho menos de instituciones religiosas o mutuales de descendientes de italianos, españoles, armenios o irlandeses de lo que lo hicieron nuestros padres y abuelos (mi mamá y mi papá, por ejemplo, se conocieron en el templo). Vivimos, también, en sociedades muy estratificadas en términos de clase social y segmento sociocultural, de modo que, aunque no nos casemos con la gente de nuestro barrio, las opciones para explorar se nos acaban rápido: los chicos que me levanté en bares y boliches o que conocí en comunidades de Internet a veces pertenecían a clases sociales un poco diferentes a la mía, pero los amigos de amigos con los que en general terminé formando parejas estables parecen cortados con la misma tijera. Todos ellos se conocen entre sí o podrían conocerse: fueron a instituciones educativas similares, trabajan en espacios parecidos y tienen al menos diez contactos en común en Facebook. Mis amigas ya no me piden que les presente chicos: conocen a todos mis amigos, los han visto cien veces y se han chapado a los que les gustaban. Quizás, si estuviéramos en 1950, se habrían conformado con ellos. Pero como encima ahora todos y todas queremos flashear y morir de amor, necesitamos muchas más opciones para probar y comparar. Las apps de citas vienen a ocupar ese rol que tenían (y todavía tienen, aunque cada vez menos) (19) los bares y los boliches: proveernos un “nuevo set” de gente para buscar a nuestra media naranja, ya sea para toda la vida o para esta noche.

Es imposible saber si las aplicaciones de levante tal como las conocemos hoy llegaron para quedarse, pero conocer gente por Internet, de la forma que sea, casi seguro que sí. No quiero que parezca que estoy en contra, porque no lo estoy; creo que no tiene sentido estar a favor o en contra de esto. Es como estar a favor de la lluvia o en contra de la tristeza: son cosas que existen y la pregunta es cómo vamos a transitarlas en términos personales y colectivos.

Considero que pueden salir algunas cosas interesantes de estos experimentos a cielo abierto que estamos protagonizando. La cuestión de la diversidad, por ejemplo, me parece un punto prometedor. A medida que avanzó la Modernidad el mercado del deseo fue ampliándose cada vez más para incluir a más personas y fue generando sus propias pautas que, en muchos casos, se superponen con criterios de clase o étnicos pero no se agotan en ellos: la belleza, por ejemplo, es un criterio autónomo para elegir pareja sexual (alguien puede elegir un compañero o compañera sexual por su apariencia sin preocuparse demasiado por su posición económica). Las aplicaciones de citas se integran a este proceso de forma clara: varios de los chicos entrevistados por Haywood hablan, en relación con Tinder, de lo que llaman las chicas random que conocen ahí (muchos de mis amigos y amigas usan la misma palabra, así, en inglés, en el sentido de “cualquiera” y, a veces, con un matiz despectivo). Las chicas o los chicos random son personas que están fuera de tus círculos sociales y que es improbable que te cruces en Facebook o en Instagram. En general refiere a personas que no comparten tus códigos y que no pertenecen a tu misma clase social, o a tu grupo étnico, o tu campo cultural. Esta especie de distancia, en las entrevistas de Haywood, parece dar una mayor impunidad para dañar pero también una especie de tranquilidad a la hora de la cita: la sensación de que lo que pase en ese vínculo no va a saberse en tu grupo te quita un peso de encima. Más allá de esta ventaja, creo que los encuentros con gente random podrían ser positivos no porque contribuyan a acrecentar nuestras opciones sino porque son una oportunidad para generar vínculos con personas diversas que de otro manera no conoceríamos, y eso podría implicar entrar en contacto con otras realidades y mejorar nuestras capacidades empáticas. Muchas de estas aplicaciones toman datos de tus redes sociales y sus algoritmos van rankeando tu atractivo para intentar mostrarle tu perfil a gente “igual de atractiva” que vos (lo ideal, para estas aplicaciones, es que todos logremos muchas citas); es probable que de ese modo reproduzcan privilegios, desigualdades y burbujas pero, aun así, casi todas las personas que las usan se encuentran alguna vez con gente que está fuera de sus circuitos y ámbitos de pertenencia. En esos pequeños azares de Internet podría suceder algo tan valioso como lo que me pasaba cuando era chica y —desde Barrio Norte— me hacía amiga de un hijo de trabajadores del conurbano profundo porque coincidíamos en un foro sobre animé.

Otro punto que me interesa es uno que Haywood analiza en relación con las masculinidades: en estas aplicaciones donde todos y todas tenemos que exhibir nuestros cuerpos por igual, los varones tienen que acostumbrarse a estar en una vidriera. Las mujeres sabemos hace mucho tiempo qué se siente ser validada y comparada en virtud de tu belleza física, pero para los hombres es algo novedoso. Esta observación se condice con la emergencia —también en las últimas décadas— de un mercado de productos de belleza y fitness para varones y con el refuerzo del valor de la belleza (con sus propios parámetros, pero belleza al final) para los varones en general. En principio no parece haber nada positivo en que ellos también tengan que lidiar con las desigualdades que genera el privilegio de la belleza, pero me intriga el futuro. Primero, porque implica una desviación respecto de las masculinidades tradicionales, en las cuales la belleza se identificaba con lo femenino; segundo, porque —y aquí también pueden reírse de mi optimismo, pero lo digo en serio— me pregunto si los varones, al saber qué se siente la división entre lindos y feos, no se darán cuenta del horror de este sistema de privilegios y se sumarán a las huestes de las que lo cuestionamos o, al menos, si no les será más fácil empatizar con nosotras, con lo que se siente que tu cuerpo sea analizado, observado y criticado todo el tiempo.

Vuelvo siempre a esto, a la empatía, que no tiene sinónimos ni reemplazos. Nos vamos a vincular en Internet cada vez más seguido, y de formas que hoy ni siquiera imaginamos, pero necesitamos pensar cómo hacerlo sin precarizarnos mutuamente, ni nuestros vínculos, y sin que el hecho de que el otro no esté presente implique olvidarnos de que existe de verdad, que siente y que sufre. Esto no es tan sencillo y creo que la respuesta sigue estando, al menos para mí, en los cuerpos.

No soy nostálgica: tiendo a estar a favor de todo lo nuevo, pero vale la pena tomar distancia del optimismo ciego y pensar críticamente para qué nos sirve y con qué tenemos que tener cuidado. En 2018 entrevisté a Thomas Friedman, un triple premio Pulitzer que fue cronista de guerra y ahora se dedica a pensar nuestra era de aceleración tecnológica. De esa conversación me quedaron grabadas una frase y una pequeña anécdota que está en uno de sus libros. “A medida que todo se vuelve más rápido”, me dijo, “importa más todo lo que es viejo y lento”: la amistad, el amor, ser un buen maestro, un buen padre para tus hijos, un buen miembro de tu comunidad. Para ilustrarla me contó la historia de una conversación que tuvo con Wael Ghonim, más conocido como the Google Guy, uno de los personajes clave de la revolución egipcia de 2011 contra Hosni Mubarak. “No podríamos haber lanzado la revolución sin Facebook”, le dijo Ghonim, “pero no pudimos tener éxito con Facebook”. El mismo medio que les permitió a tantas personas que estaban lejos encontrarse favoreció que luego se pelearan y se disgregaran. No es fácil crear comunidad en la red, cosa que a veces olvidamos. Las mismas tecnologías que nos comunican nos alienan si perdemos de vista que, para tener vínculos reales (amorosos, amistosos, comunitarios o políticos), necesitamos volver al mundo de los átomos.

Pienso también en el furor de Rappi y Glovo, aplicaciones que explotan mano de obra barata y desesperada aprovechándose de que los millennials no queremos ni salir ni verle la cara al kiosquero. Necesitamos rebelarnos contra eso que llamamos comodidad y es en realidad miedo a la interacción humana, tanto en términos individuales como colectivos; la única escuela para hablar con chicas es hablar con chicas, la única escuela para hablar por teléfono es hablar por teléfono, la única escuela para coger es coger. Le di cien vueltas a la idea de generar otras formas de empatía pero, por ahora, me parece más lógico buscar las claves en las formas viejas y ver cómo esa educación sentimental y sexual, ese aprendizaje del cuerpo y el rostro y la cercanía, contagia nuestras prácticas cibernéticas. Quizás si uno se mira en suficientes pares de ojos cuesta menos recordar que los de la chica o el chico del perfil, aunque se vean planos en la foto, también lloran y se irritan, y que sus pupilas se dilatan cuando hay poca luz.

1. Grindr, por ejemplo, una de las apps más populares entre varones gay, funciona de manera diferente: cualquiera puede hablarle a cualquiera y mandarle fotos, cosa que en Tinder y en Happn no está permitida (probablemente para evitar que las chicas se vayan de la app luego de recibir toneladas de fotos de pitos).

2. Cada app usa su propio término para el “me gusta”. Uso “likear” como genérico para todas porque así veo que se utiliza en conversaciones informales, al menos en la Argentina.

3. Witt, Emily, ob. cit., p. 22.

4. Se trata de dos servicios de chats muy populares de los tempranos 2000. No eran chatrooms como Terra, por ejemplo, donde te cruzabas con gente desconocida, sino más parecidos a servicios de mensajería como el Messenger de Facebook; para agregar un nuevo contacto tenías que intercambiar un dato (mail, en el caso de MSN, o un número larguísimo que era para nosotros una especie de segundo DNI en el caso de ICQ).

5. Esos grupos eran una especie de cruza entre foro y lista de mails donde las personas podían compartir información y debatir sobre cosas que les gustaran.

6. Turkle, Sherry (2015): Reclaiming Conversation. The Power of Talk in a Digital Age, Nueva York, Penguin Press, p. 13.

7. Con “antigüedad de Internet” me refiero aproximadamente a la primera década del tercer milenio. En 2007 Facebook y Twitter se volvieron globales y se lanzó el primer modelo de iPhone. El periodista Thomas Friedman escribe en Gracias por llegar tarde. Cómo la tecnología, la globalización y el cambio climático van a transformar el mundo los próximos años (Buenos Aires, Paidós, 2018) que 2007 fue el año bisagra de la era de la información. En la Argentina, no obstante, la masificación de las redes y de los smartphones fue algo más lenta (el diario La Nación, por ejemplo, abrió su cuenta de Twitter en 2009), y por eso prefiero hablar de modo más vago de las diferencias entre la primera y la segunda década de 2000 antes que elegir un año específico.

8. La fuente del dato sobre celulares es la consultora Deloitte; la comparación con la cantidad de cuentas bancarias surge de un estudio de la empresa Sos Móvil corroborado con datos del Banco Mundial, difundidos por el CEO Raúl Zarif en Sticco, Daniel (2017): “En la Argentina hay más de tres usuarios de celulares por cada uno con cuenta bancaria”, Infobae, 13 de marzo; disponible en: <www.infobae.com/economia/2017/03/13/en-la-argentina-hay-mas-de-3-usuarios-de-celulares-por-cada-uno-con-cuenta-bancaria>.

9. Lo conversa explícitamente, por ejemplo, en Penny, Laurie y Weigel, Moira (2016): “Is Love Necessary? Laurie Penny in Conversation with Moira Weigel”, New Statesman, 31 de mayo; disponible en: <www.newstatesman.com/politics/feminism/2016/05/love-necessary-laurie-penny-conversation-moira-weigel>.

10. La autora desarrolla este punto en Federici, Silvia (2013): Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas, Madrid, Traficantes de Sueños.

11. Haywood, Chris (2018): Men, Masculinity and Contemporary Dating, Basingstoke, Palgrave Macmillan, p. 147.

12. Ibíd., p. 149; las itálicas son del original.

13. Manne, Kate (2017), ob. cit.

14. Schilling, Dave (2018): “Why Do We Think Only Men Ghost”, MEL Magazine; disponible en: <melmagazine.com/en-us/story/why-do-we-think-only-men-ghost>.

15. Haywood, Chris, ob. cit., p. 141.

16. Levinas, Emmanuel (2000): Ética e infinito, Madrid, Machado Libros, p. 71.

17. Sé que para muchas Aziz Ansari está cancelado —es decir, ha sido declarado persona no grata por machista—, pero sobre la gente cancelada trata el penúltimo capítulo, así que nos ocuparemos de esto más adelante.

18. Ansari, Aziz y Klinenberg, Eric (2015): Modern Romance: An Investigation, Nueva York, Penguin, pp. 21-26.

19. De acuerdo con un estudio del MIT Technology Review publicado en octubre de 2017 (www.technologyreview.com/s/609091/first-evidence-that-online-dating-is-changing-the-nature-of-society), las citas online ya son el segundo entre los modos más usuales de conocerse para las parejas heterosexuales y el primero para las homosexuales.