CAPÍTULO 8
LA ÚLTIMA PREGUNTA
Iba a escribir que todas tenemos una opinión sobre la maternidad, pero la verdad es que más bien tenemos preguntas, y no solo las que no somos madres: muchas de las que tienen hijos tampoco saben por qué decidieron tenerlos. Algunas ni siquiera están seguras de haberlo “decidido”: dicen que no es una decisión en el sentido tradicional sino una mezcla de decisión —que se toma en un contexto y unas circunstancias determinadas— y algo más, algo que no saben bien qué es.
Mis amigas de 40 dicen que ese furor conversacional se termina, que es algo de nuestra edad: que, después, la que tuvo tuvo y la que no tuvo no tuvo y ya no se discute más acerca del tema. Mi mamá y otras mujeres de la generación de ella, criadas en los sesenta, me dicen que en su época no se debatía nada de eso porque tener hijos era algo que se daba por sentado. Incluso las que no los tuvieron no recuerdan conversaciones al respecto ni un momento puntual en el que hayan decidido no ser madres. “No se dio”, dicen, pero con la convicción de que, si hubieran querido, de un modo o de otro, los habrían tenido.
Las millennials hablamos mucho sobre esto porque estamos llegando a la edad en que —según el mandato— las mujeres tienen hijos, pero también porque vivimos en una época con una relación muy peculiar con la maternidad. Por un lado está lo que dicen mi mamá y sus amigas: tener hijos ya no es una obviedad. Donde antes había una certeza de la que pocas mujeres se corrían hoy hay una pregunta, una pregunta insidiosa y difícil: tanto que algunas de mis amigas suelen decir (y para qué mentir, a mí también me pasa a veces) que les gustaría ahorrarse la decisión, quedar embarazadas por accidente o enterarse de que no pueden concebir y chau, que nuestros cuerpos tomen la decisión por nosotras: hasta eso —decimos, por supuesto, desde el privilegio de poder costear métodos anticonceptivos e incluso abortos clandestinos si hiciera falta— nos parece preferible a la angustia de tener que hacernos cargo de una elección tan crucial.
La sensación es que las exigencias sobre las madres son cada vez más altas: desde los medios, los libros “para mamis” y las redes sociales, las mujeres reciben infinitas directivas sobre lo que tienen que hacer y no hacer para ser buenas madres. Dar mamadera en lugar de teta, dejar que tu hijo o hija mire televisión un rato, permitir que coma papas fritas o hacerlo dormir en su propio cuarto —todas cosas relativamente comunes cuando yo era chica— son hoy pecados mortales. Las que no quieren o no pueden permitirse cumplir con todas estas reglas lo viven con culpa y vergüenza. Basta con entrar a un foro de crianza online para encontrarse con mujeres que no tienen otra opción que volver a trabajar después de los tres meses de licencia y están desesperadas porque, dada la información que tienen, un chico que toma mamadera no tiene otro destino que el de volverse un psicópata. Para colmo, esta especie de retorno a los años cincuenta no vino acompañado, al menos en la Argentina, de políticas estatales que les permitan ejercer este tipo de maternidad al común de las mujeres. Estamos, entonces, en una situación paradójica: la dedicación completa al bebé es una obligación moral sin ser un derecho universal.
Me pregunto, mientras pienso qué me va a tocar a mí, si estas dos corrientes que parecen contrapuestas no son en realidad dos caras de la misma moneda. ¿Hay alguna relación entre este revival de la maternidad full time —que estigmatiza a las mujeres que por gusto o condición de clase se dividen entre su rol de madres y de trabajadoras— y el hecho de que cada vez más mujeres tengamos permiso para pensar de forma concreta en la posibilidad de una vida sin hijos? ¿Hay algo que molesta socialmente de las mujeres sin hijos? ¿De las que tal vez sí quieren tener hijos, pero pretenden además seguir pensándose en otros roles, en otros lugares además de sus casas, sus cocinas y los cuartos de sus bebés? ¿De las que tienen la osadía, la codicia de desear algo que no sea darse completamente a otros? ¿Y también incluso, pienso recordando a las chicas de los foros de crianza, de la que quiere dedicarse a ser mamá y no trabajar pero no puede y, aun así, tuvo el atrevimiento de embarazarse? El modo en que el deseo de las mujeres —sea de maternar o de no hacerlo— se ve aplastado por la norma se me va apareciendo como una primera certeza.
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Es interesante, como señala la escritora chilena Lina Meruane en su ensayo Contra los hijos, que Virginia Woolf no haya incluido a los hijos entre los mandatos femeninos listados en su discurso “Profesiones para mujeres”. El “deber ser materno” queda afuera de la lista de obligaciones domésticas que, Woolf le explica a un auditorio de mujeres jóvenes, conspirarán contra su desarrollo profesional. ¿Por qué? “Quizás teme poner a las jóvenes mujeres-profesionales sobre aviso de la oposición social a la madre-trabajadora, quizás teme hacerlas dudar de sus impulsos laboriosos, de sus ambiciones”, (1) conjetura Meruane. Hay algo de todo esto, pero tengo otra intuición: el mandato de la maternidad es en principio diferente de los demás mandatos relacionados con una buena ama de casa. Limpiar, barrer y planchar son tareas que más o menos cualquiera puede reconocer como rutinarias, aburridas e intrascendentes; de hecho, desde tiempos inmemoriales, las mujeres privilegiadas las delegan en mujeres más pobres y eso no las hace, a los ojos del patriarcado, “menos mujeres”. Las que no tienen servicio doméstico igual agradecen invenciones como el lavarropas o el microondas. Se sobreentiende que nadie “ama” fregar manchas de aceite o descongelar patas de pollo, que no son tareas que tengan valor por sí mismas y que, cuanto menos tiempo pase una en ellas, mejor (es en parte por eso que son labores femeninas que ni siquiera se reconocen como verdaderos trabajos: porque nadie más querría hacerlos pero alguien tiene que hacerlos, dado que son tan tediosos como imprescindibles).
No sucede lo mismo con la maternidad. Feministas de todas las corrientes han hablado del mandato de la procreación, pero incluso las que, como Simone de Beauvoir o Shulamith Firestone, reivindicaron su decisión personal de no tener hijos dejaron espacio teórico para pensar que otras mujeres podían, en efecto, querer tenerlos. Encerar pisos no es el deseo profundo de nadie, pero maternar sí puede serlo para muchas personas. Esta es, creo, una de las dificultades filosóficas más grandes para pensar la maternidad: el hecho de que en una misma palabra, en una misma idea, puedan coexistir dos formas de la vivencia casi contrapuestas como lo son el mandato y el deseo.
Adrienne Rich fue la primera que puso en palabras claras este problema: “Trato de distinguir”, escribe en Nacemos de mujer. La maternidad como experiencia e institución, “entre dos sentidos de la maternidad, uno impuesto sobre el otro: la relación potencial de cualquier mujer con sus poderes reproductivos y con los hijos; y la institución, que tiene como objetivo asegurarse que ese potencial —y todas las mujeres— se mantengan bajo control masculino”. (2) Rich tiene la esperanza de poder separar con claridad estos dos polos. Sabe que para hacerlo necesita reconocer todo el peso que la maternidad como institución tuvo y tiene en la vida de las mujeres.
Históricamente, ser madre fue más una fatalidad del destino que una elección. No solo por razones biológicas (a veces nos olvidamos que la píldora, el primer método anticonceptivo confiable cuyo uso podían controlar las mujeres sin colaboración de los varones, tiene menos de cien años) sino también sociales. Nuestras abuelas no tuvieron píldoras, pero muchas abortaron: lo hicieron en la clandestinidad y poniéndose en peligro. Muchas veces lo hicieron acompañadas de otras mujeres; otras lo hicieron solas. Algunos hombres las acompañaron, seguramente, pero en los relatos que tengo de mujeres mayores eso no pasaba casi nunca: “Los maridos sabían, no eran tontos”, contó en una conferencia a la que fui una mujer de más de 80 años, “pero hacían como que no. No les parecía ni bien ni mal. Les parecía que era asunto nuestro”. El punto es que, todavía hoy, la posibilidad de elegir si ser o no madre no está al alcance de muchas mujeres, y menos lo estuvo en el pasado. Y esto por no hablar del hecho de que muchas mujeres que dan a luz contra su voluntad fueron penetradas también contra su voluntad. “Si la violación ha sido terrorismo”, escribe Rich, “la maternidad ha sido trabajo forzado. Pero no tiene por qué serlo”, (3) agrega. En esta aclaración se juega todo: ¿puede la maternidad ser distinta de lo que nos han enseñado que era? ¿Puede no ser esclavizante, alienante y despotenciante para las mujeres? ¿Qué hace falta para que no lo sea?
En mi mente el polo maternidad-mandato (lo que Rich llama la institución) es mucho más concreto que el polo maternidad-deseo (lo que Rich llama la experiencia en cuanto posibilidad). En el judaísmo ortodoxo la idea de que a las niñas se las cría para ser madres es muy literal: no se trata solamente de jugar con muñecas y cochecitos, o recibir una cocinita de regalo. En rigor de verdad, no recuerdo que mis compañeras de primaria tuvieran cocinitas de juguete porque, en el Once, “jugar a cocinar” era ayudar a tu mamá en la cocina. Mi caso era un poco excepcional porque mi mamá era profesional y, como enviudó joven, tenía “solo” tres hijas, pero la mayoría de las chicas de mi barrio vivía en casas con, como mínimo, cinco o seis hermanos y se esperaba que todas las hijas mujeres contribuyeran en las tareas de la casa y en el cuidado de los más chiquitos. Dejar a una nena de 13 años al cuidado de sus hermanos menores les parecería una locura a mis amigas laicas, pero en el barrio era rutina. (4) Y no es así solo porque es necesario o para alivianar las cargas sobre la madre: es porque se considera que las chicas tienen que practicar desde temprano para cuando les toque ser madres, que no es algo que ocurre tan lejos de los 13: lo ideal es que se casen no bien terminan el secundario y que para los 22 ya vayan por el segundo o tercer hijo. En séptimo grado, en el colegio, teníamos una materia que se llamaba “Costumbres para la mujer” (Dinim labat, en hebreo) en el horario en que los varones aprendían a interpretar el Talmud. Nos enseñaban cosas como lavar la lechuga para que no tuviera bichos porque la idea era que, en un par de años, nosotras seríamos las encargadas de que nuestras familias comieran kosher.
La maternidad, entonces, se me apareció desde chica como el destino que les esperaba a mis amigas y del que yo tenía que escapar a toda costa. Si me preguntaban decía que me imaginaba teniendo hijos, pero “de más grande”. Fue hace poco que entendí hasta qué punto esta idea de maternidad-destino me había quedado grabada en el inconsciente. Supongo que por eso, ahora que ya llegué más o menos a la edad que en esa época llamaba “de más grande”, todavía se me aparece como una especie de esclavitud. La parte del deseo la entiendo en teoría, y me gustaría que me entusiasmara, pero si me sincero conmigo misma, todavía me resulta ajena.
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Hay una paradoja central en la dicotomía que propone Rich: vivimos rodeadas de mensajes sobre la maternidad, pero rara vez en relación con el deseo. La maternidad puede aparecer como el castigo por desear o el costo que la que quiso coger tiene que pagar; así apareció durante todo 2018, una y otra vez, en el discurso de muchos detractores de la legalización del aborto. Se habla también, desde el sentido común, de “realizarse como mujer”, de “madurar”; de hecho en muchas culturas la maternidad es el verdadero rito de pasaje a la adultez. En el judaísmo ortodoxo puedo afirmar que lo es, y no creo que por fuera de la comunidad estemos tan lejos, al menos en la Argentina y América Latina: por algo perdura el mito de que quien no quiere tener hijos tiene “complejo de Peter Pan” y desea ser eternamente niño o niña.
He oído también que “todas las mujeres quieren tener hijos” o “atravesar esa experiencia”: estas formas de hablar usan las mismas palabras que Adrienne Rich para el polo de la maternidad-experiencia, pero al revés. El deseo, en principio, es algo que es multiforme, que no va de suyo: no nacemos con él, no lo heredamos, no lo tenemos por el mero hecho de ser mujeres o biomujeres o lo que sea. Es en esencia disperso y diverso: no podemos querer todas lo mismo. Si no se hace lugar a esa multiplicidad, sin importar la palabra que usemos, no estamos hablando de deseo ni usando bien el concepto. Y, si decimos que las mujeres desean ser madres porque es su destino o porque es lo que deben hacer, entramos en el terreno de la contradicción: el deseo no tiene nada pero nada que ver con los deberes y las obligaciones.
Tampoco tiene nada que ver con una racionalidad instrumental y práctica: no se desea porque sea “conveniente” o lógico. Es más fácil pensarlo, quizás, con el deseo sexual. Nos parecería extraño, por ejemplo, que, si le comentamos a una amiga que nos queremos coger a un tipo, nos pregunte “¿para qué?”. Y porque sí, porque tengo ganas, qué sé yo. Y, sin embargo, esas razones no se aceptan con tanta facilidad ni para no ser madre ni para serlo en circunstancias que el patriarcado juzga inadecuadas.
Esa es la otra cara de la moneda: muchas personas que teóricamente están en contra de la legalización del aborto han obligado a sus hijas o a sus mujeres a abortar contra su voluntad. Muchas que también están en contra del aborto se preguntan, al ver a una mujer humilde embarazada por la calle, “¿por qué esas negras tienen tantos hijos?”. Y aunque el estigma está desapareciendo, las mujeres que crían hijos sin un hombre al lado —por propia voluntad o porque así se dio— encuentran miradas de desconfianza o de desprecio por parte de los mismos que no dudarían en afirmar que “todas las mujeres quieren ser madres”. Esto es mucho más que simple hipocresía: es una matriz de pensamiento para la cual la maternidad no tiene que ver con ese fuego irracional, caprichoso y físico que es el deseo de la experiencia, ese calor que nos pasa en el contacto con el mundo. Para este modo de ver las cosas, la maternidad se vincula con ciertas reglas y condiciones: hay circunstancias en las que es “deseable” o incluso obligatoria y otras en las que es criticada, despreciada e incluso prohibida. Lo dijo clarísimo Adrienne Rich: para el paradigma de la maternidad como institución, lo más importante es mantener la reproducción bajo control.
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Emilia adoptó dos hermanitos hace ya muchos años (hoy ambos son adolescentes). Eran chicos, pero no bebés. Adoptar es un proceso largo, pero Emilia dice que no tanto: “Ponele que son tres o cuatro años”, me dice, “si te ponés a buscar, pasa un año, no pasa nada, vas al tratamiento de fertilidad, estás un año o año y medio con eso (puede ser más) y quedás embarazada el tiempo termina siendo el mismo”. “Esto, obviamente, si te anotás para recibir nenes de dos, tres, cuatro, cinco, seis… Cuanto más grandes más fácil, y también es más fácil si te anotás para recibir varios, como hice yo. Yo puse que aceptaba hasta tres”, me explica. “El problema es que la gente quiere un bebé, y casi no hay bebés en el sistema… Entonces ahí sí se te hace imposible o muy muy difícil.” Emilia, en particular, no tuvo problema con eso. Ella quería una familia: los bebés le daban más o menos igual, pero sabe que ese no es el caso de todas. “Hay gente que tiene mucho la fantasía del bebé recién nacido, blanco y puro, que viene envuelto en una mantita y no, de eso no hay”, bromea con una sonrisa. “Los chicos vienen más grandes, de situaciones muy complejas, en general de haberla pasado muy mal aunque todavía no lo puedan contar. Hay que estar preparado para recibir eso y para vivir con eso…, incluso con la culpa que te da no haber estado ahí, aunque sea irracional”, agrega un poco más seria.
En teoría casi nadie está en contra de la adopción pero en los últimos años, aunque ciertos discursos sobre la maternidad se multiplicaron, siento que el de la adopción quedó invisibilizado, especialmente en nuestro país. A diferencia de lo que sucede en el exterior, donde los famosos adoptan nenes y nenas de todo el mundo con cierta frecuencia, en la Argentina, entre los famosos locales que no tuvieron hijos en el contexto de una pareja heterosexual (Marley, Luciana Salazar y Juana Repetto son los primeros que se me vienen a la mente), ninguno de ellos eligió adoptar. No se trata de juzgar las elecciones personales de nadie, sino de notar qué clase de hijos son los que se vuelven celebrities en las redes sociales, qué historias se amplifican y cuáles parecen no existir. Esa fantasía de la que hablaba Emilia, la del bebé recién nacido que parece de publicidad de pañales, no salió de un repollo: es un imaginario alentado por un sistema simbólico para el que hay maternidades que son mejores que otras.
Pero seamos sinceras: las feministas nunca esperamos gran cosa de las celebrities ni de las religiones. No nos debería llamar la atención que el énfasis en la biología y en una idea normativa y excluyente de “lo natural” venga de ahí. Sí podemos sorprendernos, en cambio, cuando esos conceptos aparecen entretejidos con el feminismo. La filósofa e historiadora francesa Elisabeth Badinter llama la atención sobre esto que en su libro La mujer y la madre, (5) de 2010, denomina el nuevo naturalismo. El concepto refiere a un conjunto de tendencias que en los últimos años devinieron mandatos y que apuntan a reconectar a la mujer con la naturaleza animal de la que desde hace varias décadas se viene separando: evitar a toda costa la cesárea, amamantar a libre demanda, practicar el colecho (dormir en la misma cama con el bebé o el niño pequeño) por varios años, lo que se conoce como crianza con apego (un sistema con varios principios, entre los cuales el “contacto materno el mayor tiempo posible” es uno de los centrales), volver a los pañales de tela, no comprar papillas ni alimentos prefabricados para bebés y cocinarles todo en casa. Y hay más.
Para ser un poco más justa de lo que a veces puede serlo Badinter, me interesa dejar en claro que, si son elecciones personales, no me parecen problemáticas y, más aún, que tener las condiciones para poder elegir libremente hacer todas estas cosas es un derecho. Creo que los Estados deben generar políticas públicas que les permitan a las personas (no solo a las mujeres sino a todos y todas los y las que maternan) decidir con libertad de qué modo desean criar a sus hijos. También considero que muchas de estas ideas tienen buenos argumentos detrás, e incluso surgen de buenas causas: la militancia por el parto vaginal se vincula no solo con evidenciar el negocio que la medicina prepaga puede hacer con cesáreas innecesarias sino también, para quienes la militan, con las experiencias de violencia obstétrica que muchas mujeres han experimentado en un momento tan sensible y vulnerable como es el del parto, situaciones que hasta hace muy poco estaban totalmente invisibilizadas. Pero me parece que hay una gran diferencia entre empoderar a una mujer para que pueda preguntarle a la o el obstetra si la cesárea es necesaria y por qué, y hacerla sentir —como le pasó a una amiga mía después del lavado de cerebro colectivo al que la sometieron durante el embarazo— que, como no pudo tener un parto vaginal, su vínculo con su hija quedaría incompleto para siempre, o que, si no amamanta —porque le duele, o no puede porque tiene que trabajar, o no le sale leche, o no le gusta, o quiere hacerlo pero no a libre demanda y por dos años, las circunstancias son infinitas—, condena a su bebé a una alimentación de décima categoría que perturbará para siempre sus capacidades afectivas e intelectuales. Una cosa es que dar la teta a libre demanda sea un derecho que política y económicamente se les debe garantizar a todas las que lo deseen y otra muy distinta es convertirlo en una obligación moral. Deberíamos sospechar, además, de cualquier obligación moral que implique, primero, que una mujer se quede sola en su casa todo el día y, segundo, que haga que las responsabilidades del cuidado recaigan casi exclusivamente sobre ella (la mamadera, señala Badinter, puede darla el padre o cualquier compañero o compañera de crianza; la teta, no).
Lo que más me interesó del texto de Badinter es que, desde su perspectiva, este es un discurso que más que convencer a las mujeres está disuadiendo a muchas de ellas de incursionar en la maternidad. Desde un lugar muy diferente, Badinter llega a la paradoja de Rich: el modo en el que institucionalmente se ensalza la maternidad no contribuye al deseo y al goce de esa experiencia, sino más bien a lo contrario: a la alienación, pero también a la renuncia de muchas que dudamos. Y uso la primera persona del plural porque fue ahí donde me sentí identificada.
Para Badinter, la idea de que la maternidad debe ser “al 100%” o no ser conspira contra la maternidad, pero es además una idea mucho más sostenida por mujeres que no tuvieron hijos que por las que sí los tuvieron: las que atravesaron la experiencia, dice, saben que en el fondo es imposible ser madre al 100% y que te vas a equivocar, vas a sufrir, vas a sucumbir a la tentación de prenderles la tele para que te dejen en paz o de darles un pancho una noche que estás muerta de sueño. Muchas de las que no lo somos (en el alegato de Lina Meruane, con el que también me sentí muy identificada, me pareció que había mucho de esto), en cambio, tendemos a pensar que si no estamos dispuestas a entregarle toda nuestra vida al bebé —a perder en el camino nuestra profesión, nuestra sexualidad, nuestra vida social y nuestra vida pública en general—, entonces, ni deberíamos hacerlo.
Frente al arquetipo de la madre perfecta que cocina todas las noches y pasa cada segundo que tiene libre con su hijo, Badinter rescata la tradición de la maternidad francesa, para ella el secreto de que Francia sostenga la tasa de natalidad más alta de Europa —incluso frente a otros que tienen licencias por maternidad más largas, como los países escandinavos—: el arquetipo de la madre mediocre. En la tradición francesa, cuenta Badinter, ser madre es una más entre las cosas que hacen las mujeres: la mujer francesa debe seguir sosteniendo su vida sexual y su vida social. No se vuelven madres y nada más una vez que tienen a sus primeros hijos: nadie espera eso y, de hecho, está mal visto que lo hagan.
Es imposible saber a ciencia cierta hasta qué punto esto es representativo de las madres francesas, aunque Badinter cita varios datos interesantes (la preferencia de las madres francesas por seguir trabajando luego de ser madres, por ejemplo, y varios relatos históricos sobre cómo las francesas dejaban a sus hijos al cuidado de otras mujeres prácticamente no bien nacían y sin remordimientos ya hace varios siglos); tampoco vale la pena idealizar un sistema de valores que, por lo que parece, reemplaza las necesidades del bebé por las necesidades sexuales del marido —al que, entiende la cultura francesa, no hay que desatender por culpa del neonato—, sin tener en cuenta las de la madre, y que históricamente se basó en el trabajo cuasi esclavo de nodrizas y niñeras. Así y todo, para reconectar con esto que Rich llama la experiencia de la maternidad, me parece interesante, y hasta tranquilizadora, esta celebración de la mediocridad. No tengo que pensar que si no estoy dispuesta a ser una madre perfecta la maternidad no es para mí: puedo ser una madre mediocre. De todos modos, como también muestra Badinter, el nuevo naturalismo tampoco te garantiza tener “hijos perfectos”: aunque la lactancia tiene muchas ventajas relativas, sus beneficios (y las desventajas de la leche de fórmula) han sido exagerados en los medios —y a través de organizaciones de la sociedad civil vinculadas al cristianismo neoconservador— (6) y se han sostenido bondades que en rigor no están probadas por la ciencia. Lo mismo sucede, dice la antropóloga Claudia Fonseca tomando El mito de los tres primeros años (7) de John T. Bruer, con la idea de que los primeros tres años de vida de una persona determinan completamente su desarrollo intelectual e —incluso— sus chances de éxito en la vida: puede haber algunas correlaciones muy débiles y aún poco investigadas, pero lo científicamente comprobado es mucho menos que lo que los medios y distintos manuales de crianza difundieron en los últimos años.
Fonseca, que trabaja en Brasil, hace mucho más énfasis que Badinter —que escribe para las mujeres de clase media europeas— sobre el componente clasista de este tipo de tendencias. El mito de los tres años que Bruer desarma en su libro se utilizó en Brasil primero por una buena causa: para justificar programas dirigidos a la primera infancia enfocados en poblaciones vulnerables. Para agosto de 2018, sin embargo, cuando Fonseca vino a la Argentina invitada por la Universidad Nacional de San Martín —y el nombre de Bolsonaro aún no nos sonaba demasiado a los no brasileños— estas teorías ya estaban apareciendo en los medios con otro cariz. Los niños y las niñas que, por haber nacido en la pobreza, no habían sido suficientemente estimulados en los primeros años de vida no tenían ningún tipo de futuro: sus cerebros, sostenían diversos columnistas, no les permitirían convertirse en otra cosa que en delincuentes o ser una carga para el Estado. Y, por supuesto, la culpa era de sus madres por haberlos tenido sin pensar, por consumir sustancias ilegales y por tener vidas desordenadas impropias de una madre.
Los arquetipos que santifican a las madres perfectas están lejos de ser inofensivos porque, al tiempo que legitiman ciertas maternidades, deslegitiman otras: las no biológicas, las de las mujeres que quieren o necesitan trabajar, las de las lesbianas, las de las que quieren seguir saliendo a bailar, cogiendo o militando (véase, por ejemplo el estereotipo de la mamá luchona que circula en las redes sociales). (8) Por otro lado —y esto lo resalta Badinter—, en un mundo capitalista, una mujer que no genera su propio sustento no es exactamente una afortunada; es, en los hechos, una mujer que, si se tiene que separar de su pareja, está en una situación muy complicada, por no decir directamente atrapada. Es dudoso que ser mujer y no trabajar —dando por hecho que una no tenga una herencia o una renta o algún tipo de ingreso que se lo permita, cosa con la que poquísimas mujeres cuentan— sea en sí un privilegio: de hecho, son las mujeres de los sectores medios y altos las que pueden optar por salir a trabajar y dejar a sus hijos al cuidado de otra mujer más pobre porque esa ecuación les cierra. Las más pobres, en cambio, no cuentan con esa opción: los trabajos a los que tienen acceso están tan mal pagos que no les resulta “negocio” dejar a sus chicos con otra persona (el acceso a guarderías y jardines maternales en nuestro país deja muchísimo que desear e incluso, si fuera mejor, rara vez cubriría una jornada laboral completa). Esta realidad se hizo evidente en la Argentina —si no lo era ya— en marzo de 2017, cuando un estudio del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (CIPPEC) titulado Jóvenes que cuidan: impactos en su inclusión social (9) puso en cuestión la categoría de los “ni-ni”: los jóvenes que ni estudian ni trabajan (que habían sido profundamente estigmatizados en la publicación de estadísticas como “vagos”, “drogadictos”, “planeros”). La investigación demuestra que, de los 1.080.682 catalogados en las estadísticas oficiales como ni-ni, el 70% eran personas que realizaban tareas de cuidado de niños, ancianos o personas con capacidades diferentes. Para sorpresa de nadie, de ese 70%, el 95% son mujeres jóvenes que cuidan a sus hijos a tiempo completo.
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En relación con el rol del Estado, el libro de Badinter deja una enseñanza fundamental: para acomodar deseos diversos, lo que se necesita es un Estado presente que ofrezca una variedad muy amplia de políticas públicas. Licencias largas, por supuesto, pero no solo eso: licencias de paternidad —con incentivos adecuados para que los varones también elijan tomárselas—, horarios flexibles para que las madres puedan seguir maternando mientras trabajan, guarderías y jardines públicos con buenas coberturas horarias y geográficas, idealmente en los lugares de trabajo y estudio que las mujeres frecuentan. El Estado no puede decirte que la única alternativa para cuidar a tus hijos es quedarte en casa y, si lo único que ofrece es una licencia, dice Badinter, en algún sentido es ese el mensaje que te está enviando. ¿Cambiaría todo con estas reformas? ¿La crianza y las tareas de cuidado se repartirían más equitativamente entre varones y mujeres? Suponemos que sí, pero no sabemos en qué medida. Hasta qué punto las reglamentaciones del Estado pueden modificar patrones de conducta culturales que en general se dirimen en privado sigue siendo una pregunta abierta pero lo que es seguro es que ninguna ley puede obligar a nadie a cambiar un pañal. No obstante, que el Estado se juegue por la independencia femenina les da a las mujeres otras herramientas para discutir la división de tareas dentro de sus casas, modifica el sistema de incentivos y cambia las conversaciones.
Son también imprescindibles los lazos solidarios que podamos tender entre mujeres: en un sistema político y económico precario al que le exigimos de todo sabiendo que, en el mejor de los casos, nos entregará una licencia por paternidad de quince días en vez de la actual de dos, o sea, un parche, nosotras también tenemos que organizarnos para que el cuidado no sea, además de una tarea cada vez más exigente, también cada vez más solitaria.
Por mi parte, luego de pasar varios meses leyendo discusiones entre madres en Internet, leyendo libros sobre el tema como una especie de infiltrada y conversando con todas las mujeres con y sin hijos que conozco sobre esto, me quedo con algo nuevo, algo inconcluso: si nos cuesta hablar tanto de maternidad como de sexo, no es solo por los tabúes y los preconceptos; si ambos tienen una relación intrincada con el lenguaje es porque tanto la maternidad como el sexo se vinculan en lo más profundo con el deseo (o la falta de él), como bien sabe toda la historia de la filosofía, por no hablar del querido Derrida. El lenguaje tiene vocación universalista: pide que usemos la palabra “maternidad” para hablar de tu maternidad y de la mía, aunque sean dos cosas completamente diferentes; pide reglas y generalidades cuando no hay nada menos general y menos reglado que nuestras formas del desear. Pensar el deseo, en cambio, exige todo lo contrario: una moral de mínima y no de máxima, de particulares y no de universales. Es un desafío auténticamente filosófico desprenderse del hambre de universalidad y acercarse a la experiencia del otro o de la otra sin querer identificarla con la propia. En esa dificultad se fundan a veces los intentos fallidos pero bien intencionados de muchas mujeres de entender a otras: las madres mediocres y las naturalistas, las que tienen hijos y las que no los tienen, todas tratamos a veces de comprender a las demás con nuestras propias categorías. Y eso, que se puede hacer en el terreno de lo intelectual, cuando se mezcla con la corporalidad, provoca otras cosas. En ese aprender a mirar y amar la diversidad sin reducirla a la mismidad que nunca termina está la clave de todo.
1. Meruane, Lina (2018): Contra los hijos, Buenos Aires, Random House, p. 54.
2. Rich, Adrienne (1986): Of Woman Born. Motherhood as Experience and Institution, Nueva York, Norton and Company, p. 13; las itálicas son del original.
3. Ibíd., p. 14; las itálicas son del original.
4. Hay algo paradójicamente interesante en esta distribución: la crianza, en el mundo de la ortodoxia, es una tarea femenina, pero se reparte entre varias personas en lugar de recaer en una sola como pasa en la mayoría de las familias laicas que conozco hoy. Tampoco vi jamás a una mujer ortodoxa sostener que la mamadera era el enemigo o sentirse culpable por tener que dejar a su bebé con otra persona: tienen tantos hijos que atender a la vez que ni se les ocurriría comprometerse con esa idea de “vivir para el bebé”.
5. Badinter, Elisabeth (2011): La mujer y la madre, Madrid, La Esfera de los Libros.
6. La Liga de la Leche (una organización internacional sin fines de lucro que promueve la lactancia materna en todo el mundo), explica Badinter, estuvo vinculada desde sus inicios a movimientos cristianos que abogaban por el retorno de las mujeres a los hogares.
7. En El mito de los tres primeros años. Una nueva visión del desarrollo inicial del cerebro y del aprendizaje (Buenos Aires, Planeta, 2001), John Bruer analiza la evidencia disponible a favor de la hipótesis de que los primeros tres años de un niño son decisivos para su desarrollo cerebral y, en líneas generales, concluye que no hay información suficiente para afirmar que esto sea así.
8. Este estereotipo circula en redes de toda América Latina. Inicialmente, la frase fue utilizada por madres jóvenes, muchas veces jefas de hogar, que reivindicaban sus ganas de ser mamás y además de divertirse; luego la frase “se dio vuelta” y empezó a ser usada por quienes criticaban a estas mujeres con insultos racistas, clasistas y machistas. Lo explica muy bien la nota de Paz Frontera, Agustina (2018): “Mamás luchonas”, Latfem, 14 de noviembre; disponible en: <latfem.org/mamas-luchonas>.
9. El informe está disponible en: <www.cippec.org/textual/el-67-de-los-jovenes-adolescentes-catalogados-como-ni-ni-son-madres-adolescentes-que-cuidan-de-sus-hijos-hermanos-o-adultos-mayores>.