CAPÍTULO 10

LA PSICOLOGÍA DEL ARTE

VERIFICACIÓN DE LA FÓRMULA. PSICOLOGÍA DEL VERSO. LÍRICA Y ÉPICA. EL PROTAGONISTA Y EL DRAMATIS PERSONAE. EL DRAMA. LO CÓMICO Y LO TRÁGICO. EL TEATRO. LA PINTURA, EL DIBUJO, LA ESCULTURA, LA ARQUITECTURA.

Hemos establecido que la contradicción es el rasgo esencial de la forma y el material artístico. También hemos descubierto que la parte esencial de la respuesta estética es la manifestación de la contradicción afectiva que hemos designado mediante el término catarsis.

Sería muy importante mostrar cómo se alcanza la catarsis en las diferentes formas artísticas, cuáles son sus principales características y qué procesos auxiliares y mecanismos se encuentran implicados en ella. Una investigación de este tipo, sin embargo, nos llevaría fuera del ámbito de nuestro actual proyecto, puesto que sería preciso emprender una investigación exhaustiva sobre la función de la catarsis en cada forma artística. Nuestro principal objetivo es concentrar la atención en el núcleo de la respuesta estética, determinar su «peso» psicológico y utilizarlo como principio explicativo fundamental en nuestras investigaciones posteriores. Ahora debemos verificar si la fórmula que hemos descubierto es correcta y determinar su aplicabilidad general y su poder explicativo. Esta verificación, y las correcciones que sin duda se deberán realizar como consecuencia de su aplicación, tendrán que ser objeto de múltiples estudios individuales. Aquí nos limitaremos a realizar una revisión rápida a fin de determinar si nuestra fórmula resiste o no la verificación. Es evidente que deberemos abandonar toda idea de verificación sistemática y empírica de nuestra fórmula. Únicamente podemos inspeccionar fenómenos concretos al azar, tomando ejemplos típicos de todos los terrenos artísticos e intentando ver si nuestra fórmula es aplicable en ellos y en qué medida lo es. Empezaremos por la poesía.

Si tomamos los estudios existentes del verso, estudios realizados no por psicólogos sino por críticos de arte, como un hecho estético, percibiremos de inmediato la notable semejanza existente entre las conclusiones a que han llegado los psicólogos por un lado y los críticos de arte por otro. Las dos series de hechos —psíquicos y estéticos— revelan una sorprendente correspondencia que corrobora y confirma nuestra fórmula. Esta observación se aplica al concepto del ritmo en la poesía moderna. Hace ya mucho tiempo que hemos dejado atrás la ingenua interpretación del ritmo como metro o medida. Las investigaciones de Andrei Bely en Rusia y los estudios de Saran en el extranjero han demostrado que el ritmo es una estructura artística compleja que se corresponde con esa contradicción que nosotros conceptualizamos como núcleo de la respuesta artística. El sistema tónico ruso de versificación se basa en la secuencia regular de sílabas tónicas y átonas. Si definimos un tetrámetro yámbico [49] como un verso que consta de cuatro pies disilábicos, cada uno de ellos formado por una sílaba tónica seguida de una átona, resulta casi imposible componer un verso así; el tetrámetro debería consistir en cuatro palabras de dos sílabas (en ruso las palabras sólo tienen un acento). En la práctica habitual, sin embargo, se escriben versos en este metro. Estos versos contienen tres, cinco o seis palabras, esto es, más acentos o menos acentos de los que la teoría exige. De acuerdo con la teoría académica de la filología, toda discrepancia entre las exigencias del metro y el número real de acentos en un verso es compensada mediante la sustracción o la adición de acentos con el correspondiente ajuste en la articulación y pronunciación. En poesía, sin embargo, mantenemos el acento natural de las palabras, de modo que a menudo el verso se desvía del metro exigido. Según Bely, la suma de desviaciones con respecto al metro define el ritmo. Bely lo demuestra así: si el ritmo de un verso consistiera únicamente en mantener el compás correcto, entonces todos los versos escritos en un metro serían idénticos, y un compás tan regular no produciría ningún efecto emocional más allá de recordarnos un golpeteo o un tambor. Lo mismo pasa con la música, donde el ritmo no es el compás que se puede marcar con el pie, sino el modo de llenar los compases con notas desiguales e irregulares que producen la impresión de un movimiento complejo. Estas desviaciones observan ciertas regularidades, entran en ciertas combinaciones, forman cierto sistema; este sistema de irregularidades es lo que Bely toma como base de su concepto del ritmo.1 Sus estudios han demostrado ser correctos: lo demuestra el hecho de que hoy sea posible encontrar en cualquier libro de texto una diferenciación neta entre los conceptos de metro y ritmo. La necesidad de dicha diferenciación surge del hecho de que las palabras se resisten al metro que trata de ajustarlas dentro de un verso. «[…] Con la ayuda de las palabras», afirma Zhirmunskii, «es tan imposible crear una obra de arte totalmente regida por las normas de la composición musical sin distorsionar la naturaleza misma de las palabras, como crear un adorno del cuerpo humano y que siga manteniendo su propósito primario. En poesía no existe el ritmo puro, al igual que en la pintura no existe la simetría. El ritmo es la interacción de las propiedades naturales de los componentes del discurso con las reglas de la composición que no pueden aplicarse del todo a causa de la resistencia del material».2

Percibimos un número natural de acentos en las palabras y, al mismo tiempo, percibimos la norma hacia la que el verso tiende sin jamás alcanzarla. El conflicto entre métrica y palabras, la discrepancia, la discordia y la contradicción existentes entre ellas: eso es el ritmo. Como podemos ver, esta perspectiva coincide con los análisis que ya hemos realizado. Aquí comparecen las tres partes de la respuesta estética que hemos mencionado anteriormente: los dos afectos en conflicto y la catarsis que los completa en los tres elementos establecidos por la teoría de la métrica para el verso. Según Zhirmunskii, éstos son «1) las propiedades fonéticas naturales del material discursivo […]; 2) el metro, una ley ideal que rige la sucesión de sonidos fuertes y débiles en un verso; y 3) el ritmo, la sucesión real de sonidos fuertes y débiles resultante de la interacción entre las propiedades naturales del material discursivo empleado y las reglas métricas».3 Saran opina igual: «Una forma de verso es el resultado de una unificación íntima de, o un compromiso entre, dos elementos, la forma sonora característica del lenguaje hablado, y el metro orquestal […]. Así nace este combate, cuyos resultados son los diversos “estilos” de una misma forma de verso».4

Debemos demostrar ahora que los tres elementos poéticos del verso coinciden en su significado psicológico con los tres elementos de la acción estética. Para hacerlo, debemos establecer que los dos primeros elementos están en mutua contradicción y generan afectos de carácter opuesto; el tercer elemento, el ritmo, es la resolución catártica de los dos primeros. Esta concepción se ha visto respaldada por los estudios más recientes, que dejan atrás la anticuada doctrina de la armonía entre todos los elementos de una obra artística y le oponen el principio de lucha y antinomia de ciertos elementos. Si no estudiamos la forma estática y si rechazamos la burda analogía según la cual la forma contiene al contenido como el vaso al vino, entonces, según Tynianov, tendremos que adoptar un principio constructivo y considerar que la forma es dinámica. Tendremos que estudiar los factores que constituyen la obra artística no en su estructura estática sino en su flujo dinámico. Descubriremos entonces que «la unidad de la obra no es una entidad simétrica cerrada sino un todo dinámico que se despliega. No hay ningún signo estático de igualdad o multiplicación entre sus elementos, sino el omnipresente signo dinámico de correlación e integración».5 No todos los factores en una obra de arte son equivalentes. La forma es el resultado de la subordinación constructiva de ciertos factores con respecto a otros y no la fusión de todos ellos en uno solo. «Siempre percibimos la forma como flujo (es decir, cambio), como la correlación entre el factor subordinante, constructivo, y el subordinado. No hay ninguna necesidad de vincular una característica temporal a este despliegue. El flujo, la dinámica, puede tomarse per se, exteriormente al tiempo, y considerada como un puro movimiento. El arte es esta interacción, este combate. Sin esta subordinación, sin la deformación de factores por parte del factor que ejerce el papel constructivo, no puede haber arte.»6

Este razonamiento es el que hace que los estudiosos modernos no acepten la doctrina tradicional de la relación entre el ritmo y el significado de un verso. Dichos estudiosos muestran que la estructura de un verso no se basa en la correspondencia entre ritmo y significado, ni en la pauta uniforme de todos sus factores; todo lo contrario. Meiman distinguió dos tendencias opuestas en la declamación de versos, una centrada en el compás y otra en el fraseo. Supuso, sin embargo, que las dos tendencias son características de diferentes individuos cuando, en realidad, son parte del verso mismo, un verso que simultáneamente contiene dos tendencias opuestas. «El verso se revela como un sistema de interacciones complejas, una lucha más que una cooperación entre factores. Se hace evidente que el específico plus de poesía hay que encontrarlo en esta interacción, cuya base es el papel constructivo del ritmo y su función deformante con respecto a los demás factores […]. De este modo, el enfoque acústico del verso revela la paradoja de una obra poética aparentemente equilibrada y uniforme.»7 Partiendo de esta contradicción y de la lucha de factores, los investigadores han podido demostrar cómo el significado de un verso o de una palabra cambia, cómo la evolución del tema, la selección de una imagen, etc., cambian bajo el efecto del ritmo como factor constructivo de un poema. Lo mismo se verifica en el caso del significado. Parafraseando a Goethe, Tynianov concluye que «las grandes impresiones dependen misteriosamente de diversas formas poéticas. Resultaría tentador trasponer el contenido de varias elegías romanas al tono y metro del Don Juan de Byron».8 Unos cuantos ejemplos pueden demostrar que la construcción significativa de un verso incluye necesariamente una contradicción íntima en un caso en el que esperaríamos armonía. Uno de los críticos de Lermontov escribe sobre su extraordinario poema «Yo, la Madre de Dios», «Estos versos recargados carecen de simplicidad y sinceridad, las dos principales características de la plegaria. Al rezar por una mujer joven e inocente, no es pertinente mencionar la vejez o la muerte. Obsérvese: “La cálida patrona de un mundo frío […]”. ¡Qué antítesis tan fría!». Desde luego, cuesta no percibir la contradicción interna en el significado de los elementos que constituyen el poema. Yevlakhov dice: «Lermontov no sólo descubre una nueva especie en el reino animal (además de la liebre con cuernos de Anacreonte) en su descripción de una “leona de rizada melena coronando su testa”, sino que en su poema «Al ondear el amarillo trigal», modifica la naturaleza para adaptarla a sus necesidades. Gleb Uspenskii observa que “a beneficio de este caso especial, el clima y los sentimientos se confunden, y todo está elegido con tanta arbitrariedad que uno no puede sino dudar de la sinceridad del poeta”. […] Esta observación es muy correcta en esencia, aunque no excesivamente inteligente en su conclusión».9

Toda la poesía de Pushkin implica dos sentimientos contradictorios. Tomemos el poema «Vago por calles bulliciosas» como ejemplo. Tradicionalmente se entiende que representa a un poeta perseguido por la noción de la muerte: su preocupación le sume en la tristeza, pero se hace a la idea de inevitabilidad de la muerte y termina ensalzando la juventud y la vida. Con una interpretación así, el último verso del poema contrasta con la obra en su conjunto. Podemos demostrar fácilmente que esta interpretación tradicional es totalmente errónea. Si el poeta quisiera mostrar cómo el entorno le induce pensamientos de muerte, habría elegido un entorno más apropiado. Nos habría llevado a los espacios predilectos de los poetas sentimentales: un cementerio, un hospital, los moribundos o, quizá, al suicidio. Pero Pushkin eligió un ambiente que crea una contradicción en cada verso. Al poeta lo asedia la idea de la muerte en calles bulliciosas, iglesias abarrotadas, plazas llenas de gente, lugares en los que la muerte está definitivamente fuera de lugar. Un roble solitario, soberano de los bosques; una criatura recién nacida, estas imágenes conjuran nuevamente la idea de la muerte, y la contradicción se hace abrumadora. Vemos, pues, que el poema está construido sobre la yuxtaposición de dos extremos [50], vida y muerte. Esta contradicción aparece en cada uno de los versos, ya que invade el poema entero. En el quinto verso, por ejemplo, el poeta reconoce que la muerte llega cada día, pero que no es realmente la muerte, es el aniversario de la muerte, esto es, el rastro de la muerte en la vida. No debe sorprendernos que el poema se cierre afirmando que incluso el cadáver insensible quiere descansar cerca de su tierra natal. El último y catastrófico verso no se contrapone al resto del poema sino que presenta una catarsis de las dos ideas opuestas al encajarlas en una forma nueva: la vida juvenil conjuraba por doquier la imagen de la muerte; y ahora esa vida juega en el umbral de la muerte.

Pushkin suele echar mano de estas tensas contradicciones. Sus «Noches egipcias», su «Banquete durante la peste» y otros poemas se basan en similares contradicciones llevadas al extremo. La poesía lírica de Pushkin sigue siempre la ley del dualismo. Sus palabras son simples en su significado, pero su verso convierte el significado en emoción lírica. Un esquema similar se da en su épica. Los ejemplos más impactantes son sus Relatos de Belkin. Durante mucho tiempo estos cuentos se han considerado obras más bien insignificantes e idílicas, hasta que los críticos descubrieron dos niveles en conflicto, una realidad trágica oculta bajo una superficie suave y feliz, de manera que de repente los Relatos de Belkin se tornaron dramáticos, cargados de poderosos e intensos efectos. El efecto artístico de las historias se basa en la contradicción entre el núcleo y la superficie de la historia. «El curso superficial de los acontecimientos», dice Uzin, «lleva imperceptiblemente al lector hacia una solución pacífica y tranquila de los problemas, e incluso los más importantes parecen resolverse del modo más simple. Pero la narración en sí contiene elementos contradictorios. Cuando examinamos de cerca la compleja ornamentación de los Relatos de Belkin, encontramos que las resoluciones finales no son las únicas posibles».10 «La propia vida y su significado oculto se funden aquí en una unidad, hasta el punto de que no es posible distinguirlas. Los hechos comunes se muestran trágicos porque con ellos sentimos la acción de ocultas fuerzas subterráneas. El secreto designio de Belkin, tan celosamente escondido en la introducción de su anónimo biógrafo, nos muestra que tras la superficie apacible y plácida se ocultan posibilidades fatídicas […]. Dejad que todo termine con un final feliz: es el consuelo de Mitrofan, porque pensar en cualquier otra solución nos llenaría de terror.»11

El mérito de esta crítica está en que logra mostrar de forma convincente que las historias de Pushkin contienen un significado oculto, que los versos que parecen llevarnos a la felicidad también pueden conducirnos a la desgracia; consigue mostrar que la interacción de estas dos direcciones en un solo verso representa el verdadero fenómeno que estamos buscando en la experiencia estética de la catarsis. «Estos dos elementos se unen en cualquiera de las historias de Belkin con un arte extraordinario e inimitable. El menor incremento de uno a expensas del otro llevaría a una completa destrucción de estas obras maravillosas. La introducción crea el equilibrio entre los elementos.»12

La misma regla se puede aplicar a la estructura de las obras épicas más complejas. Pensemos en Eugenio Oneguin. Esta obra suele interpretarse como el retrato de un joven de la década de 1820 y de una idealizada muchacha rusa. Se entiende que los protagonistas son entidades estáticas y totalmente cerradas que no cambian en el curso de la narración.

Basta, sin embargo, echar un vistazo a la obra para comprobar que Pushkin trata a sus protagonistas de forma dinámica y que el principio constructivo de su narración en verso radica en el desarrollo de los personajes a medida que avanza la historia. Dice Tynianov: «Hace muy poco que hemos dejado atrás es clase de crítica en la que discutíamos y condenábamos a los protagonistas de una novela como si fueran seres humanos […]. Toda esa crítica se basaba en la presunción de un protagonista estático […]. La unidad estática del protagonista (como cualquier unidad estática en una obra literaria) es muy inestable; depende totalmente del principio de construcción utilizado, puede oscilar en el transcurso de una obra literaria según lo requiera la dinámica de cada caso concreto. Basta con decir que existe un signo de unidad, una categoría que justifica los casos más evidentes de su vulneración y nos obliga a contemplarlos como equivalentes de unidad. Pero esta unidad no puede ser la unidad estática ingenuamente conceptualizada del protagonista; en lugar de la ley de unidad estática, debemos considerar el símbolo de la integración dinámica, de la compleción. No hay ningún protagonista estático; los protagonistas sólo pueden ser dinámicos. Y el nombre del protagonista ya es de por sí lo bastante simbólico como para impedir que nos quedemos observándolo a cada giro de la narración».13 No hay mejor prueba de esta afirmación que el Eugenio Oneguin de Pushkin. En esta narración en verso, el nombre de Oneguin funciona únicamente como símbolo de un protagonista; sería igual de sencillo mostrar que los seres representados son dinámicos y cambian siguiendo la estructura de la obra. Los críticos siempre han partido de un supuesto erróneo: que el protagonista de esta obra es estático. Para ratificar su visión, han enumerado los rasgos de carácter de Oneguin, tomados de su modelo en la vida real. «El objeto de un estudio artístico debe ser el elemento específico que distingue al arte de los restantes campos de empeño intelectual y de los métodos de emplear esos campos como materiales o instrumentos. Una obra de arte es una compleja interacción de factores múltiples; por consiguiente, el objeto del estudio deberá consistir en determinar el carácter específico de dicha interacción.»14 Lo que aquí se está diciendo claramente es que el material del estudio en arte debe ser inmotivado, esto es, algo que pertenezca exclusivamente al dominio del arte. Examinemos ahora Eugenio Oneguin.

Todas las características convencionales atribuidas a Oneguin y Tatiana salen de la primera parte del relato. La dinámica del desarrollo y evolución de estos personajes quedan obviados, al igual que las tremendas contradicciones en las que incurren los dos protagonistas al término de la obra. De ahí toda una serie de malentendidos e ideas falsas. Empecemos por el personaje de Oneguin: resulta fácil demostrar que Pushkin introduce al principio ciertos elementos estáticos convencionales con el único objetivo de crear contradicciones en el desenlace de la narración. Nos habla de un amor desmedido, incontenible y desesperado de Oneguin así como de su trágico final. El autor debiera haber elegido, pues, a unos protagonistas prestos a desempeñar un rol amoroso. Pero en cambio, vemos ya de buen principio que Pushkin acentúa aquellos rasgos del carácter de Oneguin que lo hacen imposible para protagonizar una historia de amor trágico. En el primer capítulo, donde el poeta describe con todo lujo de detalle lo bien que conocía Oneguin la ciencia de la dulce pasión (estrofas X, XI y XII), éste se nos presenta como una persona que ha dilapidado sus sentimientos con gente mundana. Desde las primeras estrofas, el lector tiene claro que a Oneguin le puede pasar de todo excepto morir por un amor no correspondido. No en vano este primer capítulo contiene una lírica digresión sobre la belleza de las piernas femeninas, digresión que insinúa la extraordinaria fuerza del amor frustrado, e inmediatamente introduce otro nivel opuesto, que contrasta con la anterior exposición del carácter de Oneguin. A continuación, sin embargo, el poeta nos dice que Oneguin es incapaz de amar (estrofas XXXVII, XLII y XLIII):

No: se enfriaron muy temprano

los sentimientos en su alma;

el ajetreo del gran mundo

ya lo tenía fastidiado;

mujeres bellas ya dejaron

de ocupar sus pensamientos [...]*

Cuando no nos cabe la menor duda de que Oneguin no va a protagonizar ningún romance trágico, la narración de repente da un inesperado giro. Tras la declaración de amor de Tatiana, comprobamos que el corazón de Oneguin se ha endurecido tanto que cualquier relación con ella es impensable. Sin embargo, la otra línea del desarrollo se mantiene idéntica. Cuando se entera de que su amigo Lensky está enamorado, Oneguin le dice: «Si fuera yo un poeta, elegiría a la mayor [a Tatiana]». Finalmente, la verdadera imagen de la catástrofe surgirá del contraste entre Oneguin y Tatiana. El poeta describe el amor de Tatiana como un amor imaginario; en todo momento recalca que la chica no ama a Oneguin sino a un héroe romántico que ella misma ha inventado.

«Tomó muy pronto la afición / por las románticas novelas»: partiendo de esta afirmación Pushkin desarrolla el carácter imaginario y soñador de su amor. En la historia de Pushkin, Tatiana no ama a Oneguin, o, para ser exactos, sí que ama, pero no a Oneguin. El poema nos cuenta que a la joven le llegan rumores de una posible boda con Oneguin:

Acariciaba en sus adentros

un pensamiento entrañable.

Llegó el tiempo: ella amaba.

Así revive al sol de mayo

simiente arrojada en tierra.

Ha tiempo que su fantasía,

por la añoranza fecundada,

ansiaba el fruto prohibido,

ha tiempo que ella tenía

el corazón atormentado

por un deseo inefable

Su alma esperaba… a alguien.

No fue inútil su espera...

«¡Es él!», se dijo a sí misma.

Es evidente que Oneguin es ese «alguien» por el que suspira Tatiana. En adelante, el amor de ella evolucionará a lo largo de una línea imaginaria (estrofa X). Se ve a sí misma como a una Clarisa, Julia o Delfina, y

recita el texto de una carta

a un ficticio personaje,

haciendo suyas, suspirando,

ajenas penas y alegrías.

Su célebre carta se escribe primero en su pensamiento y, luego, sobre el papel. Como veremos, posee de forma inequívoca todos los rasgos de una carta ficticia. Cabe destacar que ya en la estrofa XV Pushkin pone su novela en un curso aparentemente falso cuando se lamenta por Tatiana, quien ha puesto su destino en manos de un dandy superficial, cuando en realidad es Oneguin quien muere de amor. Antes de su encuentro con Tatiana, Pushkin nos recuerda que

Dejó de enamorarse, hastiado

de bellas damas del gran mundo.

Se las buscaba a la ventura;

si le engañaban, en seguida

se consolaba; los fracasos

no le apenaban.

Su amor, nos dice Pushkin, es como la rutina de un huésped indiferente invitado a jugar al whist:

[…] en despertando

al otro día, aún no sabe

a dónde irá a hacer su juego.

Cuando Oneguin se encuentra con Tatiana, le habla inmediatamente de matrimonio y le describe una vida familiar destrozada e infeliz. Cuesta imaginar imágenes más fastidiosas y complejas que éstas, que se oponen diametralmente al tema de su charla. El carácter del amor de Tatiana se pone de manifiesto cuando ella visita la casa de Oneguin, mira sus libros y empieza a entender que en realidad él es un farsante. Su mente y sus sentimientos encuentran ahora una solución al enigma que la obsesionaba. El carácter inesperadamente patético del último amor de Oneguin se torna particularmente obvio si comparamos la carta de Oneguin con la de Tatiana. En esta última, Pushkin pone el énfasis en los elementos del roman francés de la que procede. Al escribir la carta, el autor apela al cantor de la melancolía y los festines, pues sólo él puede cantar su mágica melodía. Pushkin dice que su versión de la carta es una traducción incompleta e infiel. Es interesante observar que la carta de Oneguin viene precedida de la observación: «Aquí tenéis su texto fiel». En la carta de Tatiana, en cambio, todo queda románticamente indefinido, nebuloso y vago; en la de Oneguin todo es claro y preciso: palabra por palabra. Observemos que Tatiana, como por accidente, revela en su carta el verdadero propósito de la narración cuando escribe: «Me haría una buena esposa / una madre ejemplar». Comparado con esas palabras pasionales y a la vez negligentes, con ese inocente absurdo (por citar a Pushkin), la brutal sinceridad de la carta de Oneguin resulta abrumadora.

Mis días ya están contados,

y para prolongarlos, debo

estar seguro, al despertarme

de que aquel día podré verla […].

En toda la parte final de la narración, hasta la última estrofa, una y otra vez se nos insinúa que la vida de Oneguin se acaba, que está agonizando, que ya no puede respirar. Aunque Pushkin parece hablar medio en broma medio en serio, la verdad irrumpe con fuerza demoledora en la famosa escena del reencuentro, interrumpido por el súbito e inesperado restallido de las espuelas:

[…] Lector, dejemos

al héroe nuestro en el momento

infortunado de su vida.

¿Por mucho tiempo? Para siempre...

Pushkin cierra el relato en un punto aparentemente arbitrario, pero esta operación extraña y del todo inesperada subraya la perfección artística de la obra. Cuando en la estrofa catastrófica Pushkin nos habla de la felicidad de quienes han abandonado la fiesta de la vida a edad temprana sin apurar la copa llena, el lector se pregunta si el poeta le está hablando del protagonista o de sí mismo.

El romance paralelo de Lensky con Olga contrasta de forma directa con el amor trágico de Oneguin y Tatiana. Pushkin dice que en cualquier novela o roman se puede encontrar un fiel retrato de Olga. Si la eligió fue porque está predestinada por naturaleza a ser la protagonista de una historia de amor. También Lensky nos es presentado como alguien nacido para el amor; sin embargo, muere en un duelo. Aquí el lector se enfrenta con una paradoja: espera que el verdadero drama amoroso tenga lugar entre la mujer predestinada a ser la gran heroína de la narración y el hombre predestinado a desempeñar el rol de Romeo; espera que el tiro que destruya su amor sea dramático y crucial, pero sus expectativas quedan bruscamente rotas. Pushkin despliega la historia a contrapelo del material de origen, convirtiendo en cliché el amor de Olga y Lensky (el destino de Lensky, nos cuenta, es «vivir en el campo, siempre / con una bata guateada / cornudo y feliz») y haciendo que el verdadero drama estalle allí donde menos lo esperamos. De hecho, toda la obra se construye sobre una imposibilidad. Lo demuestra claramente la analogía entre la primera parte y la segunda (aunque sus significados sean opuestos): carta de Tatiana / carta de Oneguin; encuentro de Oneguin y Tatiana en el jardín campestre / conversación en casa de Tatiana, en Petersburgo. El lector, engañado por el paralelismo, no se da cuenta de hasta qué punto han cambiado el héroe y la heroína; no se da cuenta de que el Oneguin del desenlace no sólo es distinto al Oneguin del principio, sino que es todo lo contrario de aquél, y que la acción que cierra la obra es la opuesta a la inicial.

El carácter del protagonista ha cambiado de forma dinámica, la narración ha tomado un rumbo inesperado y, lo más importante, el cambio en el carácter del protagonista es esencial para el desarrollo de la acción. Pushkin hace creer al lector que Oneguin no puede protagonizar una historia de amor trágico, para al final hacer de él una víctima trágica del amor. Dijo un crítico en cierta ocasión —y no le faltaba razón— que hay dos clases de obras de arte, igual que hay dos clases de máquinas voladoras: unas más ligeras que el aire y otras más pesadas que éste. Un globo se eleva porque es más ligero que el aire. Esto no supone en realidad un triunfo sobre la naturaleza, porque el globo flota en el aire no por sus propios medios, sino porque es empujado hacia arriba. A la inversa, un aeroplano (una máquina voladora más pesada que el aire) combate la resistencia del aire, la vence, se impulsa hacia arriba y se eleva pese a su tendencia a caer. Una verdadera obra de arte nos recuerda a una máquina más pesada que el aire. Siempre está hecha de un material mucho más pesado que el aire y ya desde el principio parece oponerse a todos los esfuerzos para hacerla remontar. El peso del material contrarresta su elevación y arrastra la estructura hacia el suelo. Sólo es posible volar si se vence esta tendencia a caer.

Así ocurre con Eugenio Oneguin. Qué simple (y trivial) sería la historia si supiéramos ya de buen principio que Oneguin iba a vivir un amor infeliz. En el mejor de los casos, este argumento podría desarrollarse en forma de mediocre novela sentimental. Pero cuando al fin cae víctima del amor trágico a pesar de sus propios esfuerzos, entonces somos testigos del triunfo del artista sobre «un material más pesado que el aire» y experimentamos la auténtica alegría del vuelo, la elevación que confiere la catarsis del arte.

Los protagonistas de un drama, como los de un poema épico, son dinámicos. La sustancia del drama es la lucha, pero la lucha contenida en el material principal de un drama eclipsa el conflicto entre elementos artísticos derivado de los conflictos dramáticos convencionales. Es fácil entender esta idea si consideramos un drama no como una obra de arte terminada sino como el material de base para una representación teatral. Un examen más atento del problema del contenido y la forma, sin embargo, nos permitirá diferenciar estos dos elementos dramáticos.

En primer lugar, debemos aplicar el concepto de protagonista dinámico al drama. La falsa noción de que el objetivo del drama es representar personajes se podría haber abandonado hace ya tiempo, si los estudiosos hubieran tratado los dramas de Shakespeare con la debida objetividad. Para Yevlakhov, la idea de la extraordinaria capacidad shakesperiana para representar personajes es «un cuento de viejas comadres». Volkelt dice que «en muchos casos Shakespeare fue mucho más allá de lo que la psicología en rigor admitiría». Nadie, sin embargo, ha entendido mejor este hecho que Tolstói (como ya hemos señalado al hablar de Hamlet). Su opinión, dice, se opone radicalmente a la opinión entonces extendida en Europa; señala, con acierto, que el rey Lear habla un lenguaje pomposo y sin ningún carácter, como hacen todos los reyes de Shakespeare. A continuación, demuestra que los acontecimientos de la tragedia son increíbles, paradójicos y forzados. «Quizá esta tragedia resulte absurda tal y como yo la cuento […] pero en su versión original todavía lo es más.»15 Como principal prueba de que no hay personajes reales en las obras de Shakespeare, Tolstói aduce que «ninguno de sus personajes habla nunca su propio lenguaje, sino que siempre hablan el mismo lenguaje shakespeariano rebuscado y artificial que no sólo no encaja con sus papeles sino que no podría hablarlo ninguna persona viva».16 Tolstói considera el lenguaje como la principal herramienta para representar a un personaje; para Volkenshteyn, la visión de Tolstói es «[…] la crítica de un realista belletrista».17

Pero Volkenshteyn ratifica la opinión de Tolstói cuando demuestra que una tragedia no puede tener un lenguaje característico y que «el lenguaje de un personaje trágico es pomposo y resonante, fruto de la imaginación del autor; en la tragedia no hay espacio para una caracterización minuciosa del habla».18 Con esta idea, demuestra que la tragedia no tiene carácter porque representa al hombre en sus extremos, mientras que un personaje está hecho de proporciones, de correlaciones y de compromisos entre rasgos y actitudes. Tolstói tiene razón cuando dice que «los protagonistas de Shakespeare no sólo están metidos en situaciones trágicas imposibles que no siguen el flujo de los acontecimientos ni resultan pertinentes en términos de tiempo y lugar, sino que actúan de un modo completamente arbitrario, en desacuerdo con sus propios caracteres establecidos».19 Tolstói hace aquí todo un descubrimiento, al apuntar hacia el dominio de lo inmotivado, rasgo distintivo específico del arte. Tolstói pone el dedo en la llaga de los estudios shakesperianos al decir que «los personajes de Shakespeare hacen y dicen constantemente cosas que no sólo van en contra de sus propias naturalezas, sino que no sirven a propósito alguno».20

Tomemos Otelo como ejemplo para demostrar la validez de este análisis y para mostrar que es posible utilizarlo no sólo para subrayar los defectos de Shakespeare sino también sus méritos. Dice Tolstói que Shakespeare, quien tomó los argumentos de sus obras de antiguas obras teatrales o narraciones, no sólo distorsionó sino que debilitó y con frecuencia destruyó el carácter de sus protagonistas. «Así, los personajes de Shakespeare en Otelo (Otelo, Yago, Casio o Emilia) son mucho menos genuinos y vívidos que en la novella original italiana […]. Las razones de los celos de Otelo son mucho más naturales en el original italiano que en la tragedia de Shakespeare […]. El Yago de Shakespeare es un villano, un tramposo, un ladrón, un impostor […]. Los motivos de su maldad, según Shakespeare, son múltiples y difusos. En la novella, sin embargo, sólo hay un motivo, uno simple y claro: el amor apasionado de Yago por Desdémona se ha convertido en odio hacia ella y Otelo después de que ella prefiriera al moro y no a él».21

Tolstói observa que Shakespeare suprimió, modificó o destruyó deliberadamente los caracteres de la historia italiana. El carácter del propio Otelo es sólo un punto de encuentro para los dos afectos contrarios. Examinemos al protagonista. Si lo que Shakespeare quería era describir la tragedia de los celos, debería haber elegido a un hombre celoso, juntarlo a una mujer que le diera motivos para estarlo para, finalmente, establecer entre ellos una relación donde los celos pudieran convertirse en compañeros inevitables e inseparables del amor. Pero en cambio, el autor elige unos personajes y un material que le dificultan enormemente la tarea. «Otelo no es celoso por naturaleza; al revés, es confiado», observó Pushkin.22 Y, ciertamente, la confianza de Otelo es uno de los principales motivos de la tragedia. Todo ocurre porque Otelo es confiado y porque en su naturaleza no hay ni asomo de celos. De hecho, su carácter es justo lo contrario al de una persona celosa. De manera parecida, Desdémona no es la clase de mujer que provocaría celos furiosos en un hombre. Para muchos críticos es incluso demasiado idealizada y pura. Y por último, el punto clave: el amor de Otelo y Desdémona se presenta como algo tan platónico que uno podría pensar que nunca llegaron a consumar realmente su matrimonio. La tragedia alcanza su clímax: el confiado Otelo, ahora violentamente celoso, mata a la inocente Desdémona. Si Shakespeare hubiera seguido la primera «prescripción», habría logrado el mismo efecto banal que Artsybashev en su obra Celos, en la que un marido suspicaz está celoso de una esposa dispuesta a entregarse al primero que pasa y en la que la relación marital se muestra únicamente bajo el prisma de sus problemas. Ese «vuelo de una máquina más pesada que el aire» que hemos equiparado con la obra artística, se alcanza triunfalmente en Otelo, donde la tragedia evoluciona en dos direcciones opuestas y genera emociones contrapuestas en nosotros. Cada paso, cada acción, nos arrastra más abajo, hacia la traición más abyecta, al tiempo que nos eleva a las alturas de un carácter ideal, con lo cual la colisión y la purificación catártica de los dos afectos opuestos creados se convierte en el fundamento de la tragedia. Tolstói concede a Shakespeare un dominio sin igual en una técnica concreta: «Su habilidad para escribir escenas que expresan el movimiento de los sentimientos. Por muy antinaturales que puedan ser las situaciones en las que pone a sus personajes, por inadecuado que pueda ser el lenguaje que hablan, por impersonales que sean, el movimiento de sus sentimientos, la combinación de emociones contradictorias se expresa con potencia y precisión en la mayoría de las escenas shakesperianas».23

La capacidad de representar cambios en los sentimientos es la base para comprender al protagonista dinámico. Goethe observa que en un momento dado Lady Macbeth dice haber amamantado a sus hijos con su propio pecho, pero en otra parte descubrimos que no tiene hijos. Para Goethe, se trata de una convención artística, porque a Shakespeare «le importa el poder y el efecto de cada discurso individual […]. El poeta hace que sus personajes digan exactamente lo que la situación exige y lo que produce el mejor efecto, sin preocuparse demasiado por si contradice algo que se ha dicho en otra parte».24 Si tenemos presente la contradicción lógica de palabras, podemos estar de acuerdo con Goethe. Existen innumerables ejemplos en las obras shakesperianas que demuestran que los personajes siempre evolucionan de forma dinámica, en función de la estructura de la obra, y que siguen siempre el dictum aristotélico «[…] el argumento es la base, el alma, de la tragedia, y los personajes la siguen».25 Müller señala que las comedias de Shakespeare difieren de las viejas comedias romanas (con sus inevitables estereotipos del parásito, del guerrero bravucón, del proxeneta, entre otros), pero no entiende que el objetivo de la libre representación de los caracteres, que tanto admiró Pushkin en Shakespeare, no aspire a asemejarlos a personas reales o a asimilar sus situaciones a la vida real, sino a hacer la trama más densa y a enriquecer el escenario trágico. En última instancia, un personaje es estático, y cuando Pushkin dice que «el hipócrita de Molière persigue hipócritamente a la esposa de su benefactor, acepta hipócritamente la custodia de las propiedades y pide hipócritamente un vaso de agua», está definiendo la verdadera esencia de una tragedia de personaje. Así pues, cuando Müller trata de determinar la interrelación entre personajes y argumento en el drama inglés, no le queda otro remedio que admitir que el argumento es decisivo, mientras que los personajes son «de importancia secundaria en el proceso creativo. En el caso de Shakespeare esto puede parecer absurdo… Sin embargo, resultaría sumamente interesante mostrar con ayuda de ejemplos que incluso él subordina ocasionalmente sus personajes al argumento».26 Cuando trata de justificar la negativa de Cordelia a verbalizar su amor por su padre aduciendo que se trata de una exigencia técnica, incurre en la misma contradicción que nosotros cuando intentamos explicar, desde una perspectiva técnica, un fenómeno inmotivado en arte que, además de ser una triste necesidad exigida por la técnica, es también un feliz privilegio concedido por la forma. Que los lunáticos de Shakespeare hablen en prosa, que las cartas se escriban en prosa, que Lady Macbeth delire en prosa, nos hace entender que la conexión entre el lenguaje y el carácter de los personajes puede ser puramente fortuita.

Es importante aclarar la diferencia sustancial existente entre la novela y la tragedia. En la novela los caracteres de los protagonistas también son a menudo dinámicos y están llenos de contradicciones. Evolucionan como un factor constructivo capaz de cambiar los acontecimientos o, a la inversa, de ser transformados por otros factores más fuertes o superiores. Encontramos esta contradicción interna en las novelas de Dostoievski, que evolucionan simultáneamente en dos niveles (el más abyecto y el más sublime), en las que los asesinos filosofan, los santos venden sus cuerpos por las calles, los parricidas salvan a la humanidad, y así sucesivamente. En la tragedia, en cambio, el carácter tiene un significado completamente distinto. Para entender la peculiaridad de la estructura de un héroe trágico, debemos tener presente que el drama se basa en la lucha y que, se trate de una tragedia o una farsa, su estructura formal es idéntica. Mientras que un protagonista siempre lucha contra objetos, leyes o fuerzas, los diversos tipos de drama se distinguen por aquello a lo que realmente se enfrenta. En la tragedia lucha contra leyes inflexibles y absolutas; en la comedia suele luchar contra leyes sociales; y en la farsa lucha contra leyes fisiológicas. «El protagonista de una comedia viola normas sociopsicológicas, costumbres y hábitos. El protagonista de una farsa […] viola normas sociofísicas de la vida social.»27 Por eso la farsa, como en la Lisístrata de Aristófanes, trata a menudo del erotismo y de la digestión. La farsa juega sin cesar con la animalidad del hombre mientras que su naturaleza formal se mantiene puramente dramática. Por consiguiente, en todo drama percibimos al mismo tiempo una norma y su infracción; en este sentido, la estructura de un drama se parece a la de un verso, donde también tenemos una norma (metro) y un sistema de desviaciones con respecto a ésta. El protagonista de un drama es, por lo tanto, un personaje que combina dos afectos en conflicto, el de la norma y el de su infracción; por eso lo percibimos de forma dinámica, no como un objeto sino como un proceso. Esto resulta particularmente obvio cuando examinamos los distintos tipos de drama. Volkenshteyn considera como rasgo distintivo de la tragedia el que su protagonista esté dotado de una gran fuerza; nos recuerda que los antiguos definieron al héroe trágico como un máximo espiritual. De ahí que la característica principal de la tragedia sea el maximalismo, o la violación de la ley absoluta por la fuerza absoluta de la lucha heroica. Tan pronto como la tragedia desciende de este elevado nivel de conflicto, se vuelve drama. Hebbel se equivoca cuando explica el efecto positivo de la catástrofe trágica diciendo que «cuando un hombre está cubierto de heridas, matarlo es curarlo». Esta afirmación significaría que cuando un poeta trágico lleva a su protagonista a su destrucción, nos proporciona una satisfacción similar a la que experimentamos cuando se le da muerte a un animal sufriente herido de muerte. Pero esta visión es errónea. No sentimos que la muerte libere al héroe; en el momento de la catástrofe no le vemos cubierto de heridas. La tragedia lleva a cabo una catarsis extraordinaria y asombrosa, cuyo efecto es diametralmente opuesto a su contenido.

En la tragedia, el momento sublime del espectador coincide con el momento sublime de la muerte o destrucción del protagonista. El espectador no sólo percibe lo que el protagonista es o representa sino algo más; de ahí que Hebbel diga que la catarsis en la tragedia sólo es necesaria para el espectador y «no es en absoluto necesaria […] para que el protagonista alcance la paz interior». Una notable ilustración de esta idea la ofrecen los desenlaces de todas las tragedias shakesperianas, que en la mayoría de casos terminan de forma idéntica. Tras consumarse la catástrofe, el protagonista muere sin haber encontrado la paz y uno de los personajes supervivientes rememora para el espectador los hechos de la tragedia y, por así decir, recoge las cenizas de la tragedia consumida en la catarsis. Cuando el espectador escucha a Horacio resumir los terribles sucesos que acaban de desarrollarse ante sus ojos, es como si viera la tragedia por segunda vez, esta vez sin veneno ni desazón. Esta revisión narrada le da tiempo de asumir su propia catarsis, de comparar la relación que ha establecido con la tragedia, tal y como el desenlace se la ofrece, con la impresión experimentada acto seguido de la tragedia en su conjunto. «Una tragedia es una explosión de fuerza humana suprema; se da, por lo tanto, en clave mayor. Al asistir a una lucha titánica, el sentimiento de horror del espectador queda sustituido por un sentimiento de alegría que roza el entusiasmo. La tragedia apela y despierta a las fuerzas originales subconscientes y misteriosas que se ocultan en nuestras almas. El dramaturgo parece estarnos diciendo que somos tímidos, indecisos, serviles para con la sociedad y el estado. Nos pide entonces que contemplemos cómo actúan los fuertes: mira lo que sucederá si te rindes a tus ambiciones, a tu voluptuosidad, a tu orgullo. ¡Trata de seguir con tu imaginación a mi héroe y descubre lo tentador que resulta entregarse a la pasión!»28 Aunque esta formulación sea un tanto simplista, contiene cierta dosis de verdad, porque la tragedia despierta nuestras pasiones más ocultas, las obliga a fluir entre riberas de granito, hechas de sentimientos absolutamente opuestos, y pone fin a esa lucha con una catarsis resolutiva.

La comedia presenta una estructura similar, con una catarsis que se resuelve en la carcajada del espectador dirigida al protagonista. La distinción entre espectador y protagonista en una comedia es obvia: el protagonista llora, el espectador ríe. Se crea un dualismo obvio. El héroe está triste y el espectador ríe, o viceversa, un héroe positivo puede encontrarse con un final triste; el espectador, sin embargo, sigue siendo feliz. No entraremos ahora en los rasgos específicos que distinguen lo trágico de lo cómico, o el drama de la comedia. Numerosos autores (entre ellos Croce y Haman) sostienen que en esencia estas categorías no son estéticas, puesto que lo cómico y lo trágico también existen fuera de las artes. Y no les falta razón. Para nosotros, lo importante a estas alturas es demostrar que siempre que el arte recurre a los modos trágico, cómico o dramático, obedece invariablemente a las leyes de la catarsis. Según Bergson, el objeto de la comedia es mostrar «la desviación de los personajes con respecto a las normas convencionales de la vida social». En su opinión, «sólo el hombre puede ser ridículo. Cuando nos reímos de un objeto o de un animal, es que los estamos tomando por seres humanos y los humanizamos». La risa exige un entorno social. La comedia es imposible fuera de la sociedad y, por consiguiente, se manifiesta de nuevo como un dualismo entre ciertas normas sociales y las desviaciones con respecto a ellas. Volkenshteyn percibe este dualismo en el héroe cómico y dice: «Una réplica aguda y divertida lanzada por un personaje cómico obtiene un efecto particularmente intenso. La representación shakesperiana de Falstaff no sólo funciona porque él sea un cobarde, un glotón, un mujeriego, etcétera, sino porque es un bromista maravilloso».29 Por esta razón la broma destruye los aspectos triviales y comunes de su naturaleza en una catarsis de risas. Según Bergson, el origen de la diversión reside en el automatismo; esto es, cuando algo vivo se desvía de ciertas normas, se comporta como si fuera mecánico, y esto genera risas.

Los resultados de las investigaciones de Freud sobre el chiste, el humor y lo cómico son bastante más interesantes. Su interpretación de estas tres formas de experiencia como puramente energéticas puede parecernos arbitraria, pero si dejamos de lado esta idea no podemos sino estar de acuerdo con la extrema precisión del análisis freudiano. Es interesante que coincida tan plenamente con nuestra fórmula de la catarsis como fundamento de la reacción estética. El ingenio es para él un Jano que puede desarrollar un pensamiento simultáneamente en dos direcciones opuestas. En el caso del humor, existe una discrepancia en nuestros sentimientos y percepciones, y la risa resultante de dicha discrepancia es la mejor prueba del efecto relajante del chiste.30 Haman opina igual: «El chiste requiere ante todo novedad y originalidad. Un chiste difícilmente puede ser apreciado dos veces y en la mayoría de casos las personas creativas también son chistosas, ya que el salto de la tensión a la descarga puede ser bastante inesperado e impredecible. La brevedad es el alma del chiste; su esencia reside en la súbita transición de la tensión a la descarga».31

Esto también es aplicable a un campo introducido en la estética científica por Rosenkranz, autor de la Estética de lo feo. Fiel seguidor de Hegel, reduce el papel de la fealdad al contraste (antítesis), cuyo propósito es resaltar el elemento positivo (tesis). Pero esta visión es básicamente errónea porque, como señalara Lalo, lo feo puede convertirse en elemento artístico por las mismas razones que lo bello. Un objeto descrito y reproducido en una obra de arte puede en sí mismo (esto es, fuera de la obra de arte) ser feo e indiferente; en ciertos casos debe ser en realidad feo o indiferente. Ejemplos característicos serían los retratos y las obras realistas de arte. El hecho es bien conocido y la idea dista de ser nueva. «No hay serpiente [Lalo se refiere aquí a Boileau] ni monstruo que no puedan ser atractivos en una obra de arte.»32 Vernon Lee también piensa que a menudo no se puede introducir directamente en el arte la belleza de los objetos. «El arte más sublime», dice, «por ejemplo, el arte de Miguel Ángel, nos ofrece con frecuencia cuerpos cuya belleza estructural está distorsionada por defectos patentes […]. En cambio, cualquier exposición artística y hasta la colección más banal de arte nos podrá suministrar docenas de ejemplos de lo contrario; esto es, nos ofrecerá la posibilidad de reconocer de modo fácil y convincente la belleza de un modelo original que, sin embargo, puede haber inspirado cuadros o estatuas mediocres o malos». Para Vernon Lee, esta relación entre arte y fealdad se debe a que el arte verdadero procesa la impresión sensorial original que en él se ha introducido [51]. Cuesta encontrar una aplicación más apropiada para nuestra fórmula que la estética de la fealdad, puesto que dicha estética trata de la catarsis, sin la cual el goce del arte sería imposible. Resulta mucho más difícil encajar en esta fórmula el drama medio. Pero también aquí demostraremos, con ayuda de las obras de Chejov, que la regla se cumple.

Tomemos Las tres hermanas y El jardín de los cerezos. Sobre la primera suele decirse (y de forma bastante equivocada) que representa los melancólicos anhelos de tres bellezas de provincias por la glamurosa vida de Moscú.33 La verdad, sin embargo, es que Chejov elimina todo lo que podría haber motivado el deseo de las tres hermanas de ir a Moscú [52] y dado que Moscú para ellas no es más que un artístico castillo en el aire y no un objeto de deseo real, la obra no produce en el espectador un efecto cómico sino uno profundamente dramático. Después de su estreno, los críticos escribieron que la obra era un tanto ridícula porque durante cuatro actos enteros las hermanas no hacían otra cosa que quejarse, «A Moscú, a Moscú, a Moscú», por más que cualquiera de ellas pudiera, en cualquier momento, limitarse a comprar un billete de tren para viajar a ese Moscú que, aparentemente, ninguna de ellas necesita. Uno de los críticos dijo que la obra era el drama de un billete de tren; y en cierto modo dio más en el clavo que críticos como Izmailov. Ciertamente, un escritor que convierte a Moscú en centro de atracción para las hermanas también debería motivar de un modo u otro su impulso de ir hasta allí. Es verdad que pasaron allí su infancia, nos dice; pero ninguna de ellas recuerda el sitio. La idea de que quizá algo les impide ir a Moscú también resulta errónea. No podemos encontrar ninguna razón lógica por la cual las hermanas no puedan ir hasta allí. Hay críticos que piensan que las hermanas quieren ir a Moscú porque para ellas la ciudad es el centro simbólico de la vida culta y civilizada. Nuevo error: nadie pronuncia una sola sílaba o palabra al respecto. Por el contrario, el deseo de su hermano de ir a Moscú contrasta con el suyo: para él Moscú no es un sueño sino una realidad. Él recuerda la universidad, quiere sentarse en el restaurante de Testov y su Moscú, real y realista, se contrapone deliberadamente al Moscú de sus tres hermanas. El de ellas se muestra difuso e inmotivado, ya que no hay ninguna razón por la que no puedan ir; y esa falta de motivación, por supuesto, es la base del efecto dramático de la obra.

Algo parecido ocurre en El jardín de los cerezos. Cuesta entender por qué la venta del cerezal le parece a Ranevskaia tan terrible desgracia. Puede que ella viva allí, pensamos. Pronto descubrimos, sin embargo, que se pasa todo el tiempo viajando por el extranjero y que, aun pretendiéndolo, nunca podría vivir en su propiedad. Quizá la venta pueda significar la ruina o la bancarrota para ella, pero este motivo también se desmorona, porque no es la necesidad de dinero lo que la lleva a esta dramática tesitura. Para Ranevskaia, como para el espectador, el jardín de los cerezos es un elemento inmotivado del drama, como Moscú para las tres hermanas. El rasgo distintivo de estas obras es ese motivo irreal —que aceptamos como una realidad psicológica— que se pinta en el lienzo de la cotidiana vida real. La lucha entre los dos motivos irreconciliables (el «real» y el inmotivado) engendra la contradicción que necesariamente debe resolverse en catarsis y sin la cual no habría arte.

Para concluir, debemos demostrar muy brevemente, con ayuda de algunos ejemplos arbitrarios, que es posible aplicar la fórmula a todas las demás formas de arte además de la poesía. Nuestras tesis y argumentaciones se basan en ejemplos concretos de la literatura, pero nuestras conclusiones son aplicables a otros ámbitos artísticos. El más cercano es el teatro, una de cuyas mitades pertenece a la literatura. Es posible demostrar, sin embargo, que la otra mitad, entendida en su sentido estricto como la interpretación de los actores y la escenificación del espectáculo, también se rige por nuestra norma estética. Fue Diderot quien sentó las bases de esta tesis en su célebre Paradoja del actor, en la cual analiza la interpretación de un actor. Diderot demuestra con claridad que un actor no se limita a experimentar y expresar los sentimientos del personaje que representa, sino que los desarrolla en forma artística. «Pero cómo», le replicarán, «esos acentos tan quejumbrosos, tan doloridos, que esa madre exhala del fondo de sus entrañas, y que tan violentamente conmueven las mías, ¿no es el sentir del momento actual el que los produce, la desesperación la que los inspira? En modo alguno; y la prueba es que están medidos, que forman parte de un sistema de declamación, que, una vigésima de cuarto de tono más bajos o más agudos, ya son falsos; que están sometidos a una ley de unidad; que, como en la armonía, están preparados y resueltos; que sólo mediante un largo estudio llegan a satisfacer a todas las condiciones requeridas; que concurren a la solución de un problema formulado […]. El actor sabe el momento preciso en que sacará el pañuelo y dejará correr sus lágrimas; esperadlas en esta palabra, en esta sílaba, ni más temprano ni más tarde».34*Diderot describe la creatividad del actor como una mueca patética, un magnífico dolor. La frase sólo es paradójica en parte; sería cierta si dijéramos que sobre el escenario el lamento de desesperación de la madre también incluye, por supuesto, algo de desesperación genuina. La habilidad y el triunfo del actor dependen de la mesura que aplique a esta desesperación. Como escribió un sardónico Tolstói, la tarea de la estética consiste en «describir la pena de muerte como si fuera dulce como la miel». La pena de muerte es la pena de muerte incluso sobre un escenario, y nunca es dulce como la miel. La desesperación sigue siendo desesperación, pero es liberada por la acción de la forma artística y, por lo tanto, el actor puede no experimentar plenamente en sus propias carnes los sentimientos atribuidos al personaje que representa. Diderot nos cuenta una maravillosa historia: «Me entran ganas de esbozaros una escena entre un cómico y su mujer, que se detestaban; escena de amantes tiernos y apasionados, representada públicamente en un escenario, tal como voy a contárosla, y quizás algo mejor; escena en que dos actores parecieron, más que nunca, totalmente abstraídos en sus papeles; escena en que levantaron el aplauso continuo del patio de butacas y los palcos; escena que nuestro batir de palmas y nuestros gritos de admiración interrumpieron diez veces». Cita entonces Diderot un largo diálogo en el que los actores declaman en voz alta su ardiente amor, para acto seguido insultarse en voz baja. Como dice el proverbio italiano: Se non è vero, è ben trovato.

Para la psicología del arte esto reviste una gran importancia, pues pone de manifiesto la dualidad de una emoción experimentada y representada por un actor. Diderot afirma que una vez un actor ha terminado de interpretar su papel, no guarda para sí ninguno de los sentimientos que ha representado; éstos se traspasan al público. Por desgracia, hoy esta observación se considera una paradoja, y todavía no se ha llevado a cabo un estudio lo bastante exhaustivo de la psicología de la interpretación, aunque en este terreno la psicología del arte podría dar soluciones mucho mejores que en cualquier otra forma de arte. Hay buenas razones para creer que, con independencia de los resultados, un estudio de esta clase confirmaría el dualismo fundamental de la emoción del actor, el cual, nos parece, posibilita la aplicación de nuestra fórmula de la catarsis al teatro [53].

El mejor modo de mostrar los efectos de esta ley en la pintura sería estudiar la diferencia estilística entre el arte de la pintura (en el sentido literal del término) y el del dibujo. Los estudios de Klinger lo han demostrado. Creemos (como Christiansen) que esta diferencia se debe a las distintas interpretaciones del espacio en la pintura y el dibujo: la pintura acaba con la plana bidimensionalidad de la imagen dibujada y nos obliga a percibirlo todo de un modo nuevo, tridimensional. Un dibujo puede representar un espacio tridimensional, pero el carácter del dibujo continúa siendo bidimensional. Así, la impresión generada por un dibujo es siempre dualista: por un lado percibimos la imagen como tridimensional, pero también percibimos el juego de líneas en el plano bidimensional. Este dualismo sitúa al dibujo en una categoría especial dentro del arte. Klinger observa que, a diferencia de la pintura, el dibujo usa impresiones de discordia, terror, etc., con bastante frecuencia; todas ellas poseen un significado positivo. En la poesía, el drama y la música, nos dice, tales rasgos no sólo son permisibles, sino indispensables. Christiansen plantea que es posible producir tales impresiones porque el terror producido se resuelve en la catarsis de la forma: «Una disonancia tiene que ser dominada; debe haber resolución y apaciguamiento. Me habría gustado decir catarsis, pero el hermoso término aristotélico ha perdido su sentido por culpa de las muchas tentativas de interpretarlo. La sensación de terror o de miedo debe encontrar su resolución y purificación en un elemento de entusiasmo dionisíaco; el terror no se representa porque sí, sino como un impulso que debe ser dominado […]. Y este elemento distrayente debe significar simultáneamente la dominación y la catarsis».35

El potencial catártico de los valores formales se ilustra con Hombres combatiendo, de Pollaiolo, «donde el horror de la muerte se desvanece por completo ante el triunfo dionisíaco de las líneas rítmicas».36

Por último, un somero examen de la escultura y la arquitectura revela que también aquí el contraste entre el material y la forma constituye a menudo el punto de partida de la impresión artística. Para representar el cuerpo humano o animal, la escultura emplea casi exclusivamente el mármol o el metal, materiales que se cuentan entre los menos naturalmente aptos a este fin. Pero para el artista, lo refractario del material es el mayor desafío para la creación de una figura viva. El célebre grupo de Laoconte es la mejor ilustración del contraste entre forma y material que da origen a la escultura.

En la arquitectura gótica se pone de manifiesto idéntico contraste. Es extraordinario que el artista fuerce a la piedra a adoptar la forma de plantas, que logre hacerle brotar ramas, hojas, que florezca; es asombroso que en una catedral gótica, donde la experiencia de densidad material alcanza su cenit, el artista obtenga el efecto de una vertical triunfante que hace sentir al visitante que el edificio entero lucha por elevarse con fuerza incontenible. La ligereza y la transparencia que el arquitecto gótico consigue extraer de la piedra maciza e inerte es la mejor confirmación de esta idea.

Coincidimos con quien en cierta ocasión escribió en estos términos sobre la catedral de Colonia: «En su grácil y armoniosa distribución de arcos que se entrecruzan como en una filigrana, elevadas bóvedas, etcétera, vemos la misma osadía y coraje que admiramos en las proezas caballerescas. En sus contornos suaves y armoniosos encontramos el mismo sentimiento que emana de las canciones amorosas de la caballería». Cuando el artista extrae de la piedra fuerza y gracia delicada, está obedeciendo a la misma ley que le incita a propulsar hacia arriba la piedra que la gravedad arrastra hacia el suelo, y a crear en una catedral gótica el efecto de una flecha disparándose hacia el cielo.

El nombre de esta ley es catarsis. Fue esta ley, y no otra, la que obligó al maestro de Notre Dame en París a situar en la cúspide de la catedral unos monstruos deformes y horribles, las gárgolas, sin las cuales la catedral sería inimaginable.