Los cuarenta y seis meses de la coalición de Lloyd George en tiempos de paz fueron uno de los períodos menos loables de la carrera de Churchill. No fueron los más infelices. Tenía un cargo y poder, a los que siempre dio mucho valor, 1915-1917, 1922-1924 y los «años de desierto» en la década de los treinta le resultaron mucho más frustrantes a nivel personal. Sin embargo, 1919 y 1920 se sumaron al menos a su colección sin paralelo de logros e interés. No fue el único en este período que no estuvo en su mejor momento. Aunque la coalición tuvo algunos éxitos, sobre todo quizá el Tratado Irlandés de 1921, pocos, y sin duda no su primer ministro, salieron de ese Gobierno con mejor reputación. Había en ello algo de emanación nociva, de modo que quien pasaba mucho tiempo en aquella atmósfera salía un poco contaminado.
Churchill en modo alguno fue el más salpicado de barro del equipo algo variopinto que se agrupaba con variada y en conjunto decadente lealtad en torno al primer ministro. Durante los dos primeros años, Bonar Law, el líder de las tres cuartas partes de la mayoría de la coalición, fue quien llevó el peso de los asuntos políticos en Inglaterra. Aunque Lloyd George estuvo ausente durante muchos meses con motivo de la Conferencia de Paz de París que condujo al Tratado de Versalles, fue Law quien se ocupó. Él fue Marta, y Lloyd George, María. Su historial era una mezcla de protestantismo del Ulster y contabilidad de Glasgow. No tenía mala fama, pero tampoco era estimulante. Su vida, en particular tras la temprana muerte de su esposa en 1909, estuvo marcada por la falta de alegría. Casi sus únicas distracciones eran jugar al ajedrez, comer pudín de arroz y fumar puros. Era un polemista devastador «suponiendo—en palabras de Maynard Keynes—que las piezas visibles en el tablero constituyeran la premisa completa del argumento». Su honradez algo ceñuda estaba sin embargo templada por una admiración por el éxito acompañada de una tendencia instintiva a desviarse cuando declinaba. Esto, ayudado por una enfermedad fortuita en la primavera de 1921, facilitó su retirada del Gobierno. En otoño de 1922 se había recuperado lo suficiente como para efectuar una aportación clave a dar el coup de grâce a Lloyd George y luego presidir brevemente el primer Gobierno conservador independiente en diecisiete años. Churchill y Law tenían tan poca relación natural el uno con el otro como cualesquiera otras figuras políticas de la primera mitad del siglo XX.
En 1921, el cauto, rígido y decente Austen Chamberlain sustituyó a Law como líder conservador. Pronto estuvo más deslumbrado por la magia de Lloyd George de lo que lo había estado Law. Pero tuvo menos éxito que su predecesor al tratar con el propio Lloyd George o con el Partido Conservador en nombre del primero. La relación de Lloyd George con Law, al menos a partir de 1916, no había sido diferente de la que había mantenido con su sufrida esposa, Margaret. Ambos disfrutaron de ciertas prerrogativas porque él estaba acostumbrado a ellos y eran apoyos necesarios, pero ello no implicó un acercamiento de igual a igual o a una relación imbuida de interés o excitación. Sin embargo, con Austen Chamberlain, pese a la incondicional lealtad de éste, Lloyd George se encontraba menos a gusto y menos protegido. Como consecuencia de ello, octubre de 1922 los vio caer a los dos, Lloyd George desde una gran altura y Chamberlain al convertirse en el único líder conservador cuyo mandato empezara y terminara en el siglo XX que nunca llegó al número 10 de Downing Street. Una vez más, sin embargo, salvo por cierta tendencia a gustar de la compañía de los que eran menos respetables que él (lo que compartía con Churchill), Chamberlain no podía ser descrito como una persona de mala fama.
¿De dónde derivó, pues, aparte del propio primer ministro, en parte innovador radical y líder de fortaleza en tiempos de guerra, pero también medio manipulador político de habilidad sin igual, la atmósfera de mala fama o lo que más recientemente se llamaría «sordidez»? Difícilmente de Balfour, ministro del Foreign Office hasta octubre de 1919, o de Curzon, su sucesor durante los restantes tres años de Gobierno. Balfour podía ser fríamente despiadado, y poseía una capacidad sin rival para alejarse delicadamente de cualquier escenario de vileza. Pero eso no lo hacía ni remotamente sórdido ni corrupto. Tampoco era Curzon, aunque a veces podía ser ridículo y era un hombre menos distinguido que Balfour. Tenía propensión a casarse con ricas esposas norteamericanas y a utilizar sus fortunas para ceder a su pasión por adquirir y construir casas de campo. Tras la muerte de una esposa, esto condujo a discusiones con sus parientes norteamericanos y sus propias hijas. Pero si esto era sordidez, no tenía nada que ver con el interés público (salvo cuando ello salvaba las casas), y era a una escala tan grande que quedaba fuera de los sueños de incluso los más avaros de los modernos pecadores políticos. Lord Birkenhead, en que se convirtió F. E. Smith al ser nombrado Lord Chancellor en 1919, no puede ser exculpado tan fácilmente; de mala fama, en cualquier caso. Con todas sus grandes dotes de ingenio, y a veces de sabiduría, siempre daba la impresión de navegar cerca de varios vientos, y a la larga se vio obligado a dejar el cargo por última vez (en 1928) debido a su total incapacidad para vivir con su salario de ministro y los consiguientes intentos de ganar dinero de formas consideradas inadecuadas para un ministro de la Corona.
Quedaba el ministro de Hacienda, sir Robert Horne, que llegó al Tesoro después de que Austen Chamberlain sucediera a Law como líder conservador. Horne, como el propio Bonar Law, era hijo de pastor protestante, pero rechazó de forma mucho más amplia que el no creyente Law los valores del presbiterianismo escocés. Era un soltero de club nocturno; posteriormente en su vida, su única dirección registrada fue el número 69 de Arlington House, en Piccadilly, un bloque de pisos de los años veinte construido en la sede de la antigua casa de Salisbury, donde fue vecino de Beaverbrook. Baldwin lo describió de forma memorable como «esa cosa rara, un canalla escocés». Esto podía deberse a unos leves celos comerciales (no podían ser celos políticos por parte del maestro de la política de entreguerras por un ministro a corto plazo que no ostentó ningún cargo después de los cincuenta y un años) porque Horne fue presidente del Great Western Railway, un puesto de alto prestigio regional que el padre de Baldwin había ostentado, y que, si bien era apropiado para un maestro fundidor de Worcestershire, lo era menos para el parlamentario por Glasgow, Hillhead. Horne nunca fue gravemente escandaloso, pero tampoco podía decirse que le sobrara respetabilidad —como, por ejemplo, a Edward Grey, Edward Halifax, Stafford Cripps o Peter Carrington—para echar sobre el Gobierno en conjunto.
También estaba la variada colección de hombres de negocios que pasaron por el Gabinete dejando un rastro poco más persistente en el rostro de la política que el que deja una nevada en abril. Estos hombres de negocios fueron una extraña adicción de Lloyd George, cuyo historial era el de un protestante radical. Actualmente cuesta ver cuál fue la contribución especial de los hermanos Geddes (Eric y Auckland) que les dio derecho a dos puestos en el Gabinete del total de veintiuno—mucho mayor de lo que Churchill había defendido— que en el curso de 1919 sustituyó al Gabinete de Guerra. Y una figura aún más oscura fue lord Inverforth, un comerciante y naviero de Glasgow que desapareció de la escena al cabo de dos años. El cuarto miembro de este grupo era Hamar Greenwood, un canadiense que fue Secretario Jefe para Irlanda en 1920. Greenwood proporcionó un «gobierno firme» para Irlanda menos elegantemente de lo que había hecho Balfour en 1887-1892.
Éste fue el Gobierno en el que Churchill desempeñó sus funciones entre los cuarenta y cuatro y cuarenta y ocho años. Aunque el reloj marcaba el tiempo para él, como para todo el mundo, seguía siendo notablemente joven para ser un ministro de tan larga experiencia en un cargo senior. Es difícil decir si encontró o no alentador este ambiente. Empezó bien porque pronto modificó un plan de desmovilización poco realista y potencialmente incendiario. Había sido elaborado en 1917, bajo lord Derby y sin mucha aportación política y creado para la rápida liberación (casi exclusivamente) de los que eran industrialmente más necesarios en el país. Como los que entraban en esta categoría a menudo eran los que, por la misma razón, habían sido los últimos en ser reclutados, esto provocó una gran sensación de injusticia, con señales de inquietud como un pequeño motín británico en Calais y una fea manifestación de soldados en el corazón del Londres oficial.
Churchill pronto vio que el plan era insostenible y al cabo de diez días de tomar posesión del cargo había ideado otro, basado en la duración del servicio, la edad y el número de veces que un hombre había sido herido. Esto resolvió el asunto de modo más o menos aceptable. Sobre esta base pudo, en el plazo de muy pocos meses, llevar a cabo una precipitada reducción del Ejército de más de tres millones a uno temporalmente de novecientos mil, antes de disminuir hasta los trescientos setenta mil de los tiempos de paz. Una vez que el objetivo de ahorrar dinero hubo recibido la máxima prioridad del Gabinete, Churchill fue en esta dirección con entusiasmo, como durante toda su carrera hizo con casi todos los objetivos ministeriales. Dio con la feliz solución de dejar que la mayoría de los soldados se marcharan pagando a los que se quedaran el doble de lo que habían recibido antes.
Churchill tenía responsabilidad ministerial sobre las fuerzas aéreas así como del Ejército. Había sido un entusiasta del poder aéreo durante casi una década, creía con firmeza (pese a su propia función doble) que debería ser desarrollado como un servicio independiente y se llevaba bien con el general (que pronto sería mariscal del Aire) Hugh Trenchard, el auténtico creador profesional de la RAF. Políticamente, sus actuaciones tuvieron menos éxito. Hizo venir al general Seely, miembro del Parlamento, para ser subsecretario parlamentario, responder por el Ministerio del Aire en los Comunes y para ser el único político a tiempo completo en el Ministerio del Aire. Seely era un amigo íntimo, así como soldado valiente. Algunas de las mejores cartas de Churchill durante sus períodos de calma y su período como ministro de Armamento le habían sido escritas a él a Francia. Pero Seely también había sido ministro (de Guerra) cinco años antes, hasta que Asquith lo echó por incompetencia en la forma de llevar el problema en el Curragh.
Esta elevación previa nunca es la mejor preparación para una posición subordinada, por muy grande que sea el grado de lealtad personal. Además, aunque Seely era bueno como amigo y como soldado, no era bueno como ministro. Pronto estuvo insatisfecho y efectuó quejas un poco contradictorias sobre Churchill: por una parte, intentaba dirigir el Ministerio del Aire como una rama del Ministerio de Guerra, y, por otra, dejaba a Seely demasiado solo, pasando solo una hora más o menos a la semana en el despacho del ministro en el Ministerio del Aire. En noviembre de 1919, Seely dimitió efectuando una declaración en la Cámara de los Comunes en este sentido, lo que afligió a Churchill. Fue sustituido por el marqués de Londonderry, una figura menos atractiva que Seely, aunque era, junto con Marlborough y Westminster, uno de los compinches de Churchill de más elevado título. Para Londonderry empezó una conexión con las fuerzas aéreas que siguió hasta que a principios de los años treinta se ganó algunas burlas (en cualquier caso en círculos de la izquierda) al afirmar que solo con dificultad había impedido la ilegalización de los bombardeos aéreos en la Conferencia de Desarmamento (1931-1933) debido a la gran necesidad de ellos «en las fronteras del Imperio».
Por pocas horas que dedicara Churchill al Ministerio del Aire, dedicó un buen número intentando sacarse de nuevo la licencia de piloto. Ésta había sido una ambición suya cuando era Primer Lord del Almirantazgo antes de la guerra, hasta que después de varios incidentes horripilantes Clementine le había rogado que desistiera. Sin duda la seguridad de los aviones había mejorado un poco desde entonces, pero no hasta el punto de que fueran a prueba de Churchill. En junio de 1919 (cuando no estaba a los mandos) experimentó un aterrizaje forzoso en el campo de aviación de Buc, cerca de París. No se dejó intimidar y apenas un mes más tarde se dirigió al aeródromo de Croydon desde el Ministerio de Guerra para realizar una práctica de vuelo de una hora a media tarde. No duró tanto. Cuando estaba a unos vacilantes noventa pies, algún fallo mecánico, quizá ayudado por un fallo humano, puso el aeroplano precipitadamente de nuevo en tierra, sufriendo considerables daños y causando magulladuras y arañazos en la cara a Churchill y heridas un poco peores a su instructor. Churchill había creído que estaba a punto de morir, pero pudo recuperarse e irse a presidir una cena de la Cámara de los Comunes para el general Pershing, el comandante norteamericano en Francia.
Puede que Churchill no tuviera naturaleza de piloto, pero siguió siendo absurdamente temerario. La mayoría habrían abandonado tras su accidentado aterrizaje de un mes antes. Pocos habrían querido seguir tras este segundo incidente. No obstante, se precisó mucha persuasión para que abandonara su deseo de tener licencia, aunque al final, y para alivio general, cedió a las presiones.
El tema dominante mientras Churchill fue ministro de Guerra no fue, sin embargo, su hábil aunque precipitada forma de planificar la desmovilización, su fomento de la naciente RAF o sus aventuras personales, sino su abnegado intento de estrangular casi al nacer el régimen bolchevique en Rusia. En esta empresa sin éxito no mostró comprensión del cansancio de la guerra que sentía Gran Bretaña. Su vibrante energía pocas veces le hacía estar cansado, y casi nunca de la guerra. Esto lo separaba del sentimiento no solo del pueblo británico sino del primer ministro vencedor de la guerra. Lloyd George sabía que no había ánimos para una cruzada antibolchevique. Tampoco era de sorprender en la pesadilla inmediata de una guerra que había matado a setecientos cincuenta mil efectivos británicos (y aún más de rusos, alemanes y franceses) y que estaba siendo seguida de cerca por una virulenta epidemia de gripe que era casi igualmente devastadora. Pero estos factores no le importaban a Churchill. Él contemplaba el régimen de Lenin como un desastre para Rusia y una amenaza para el mundo. Empleaba el lenguaje más extravagante para referirse a él. En The Aftermath, el último volumen de The World Crisis, publicado tras diez años de tener la oportunidad de calmarse, habló de «no una Rusia solo herida, sino una Rusia envenenada, una Rusia infectada, una Rusia apestada, una Rusia de hordas armadas que golpeaba no solo con la bayoneta y con el cañón, sino acompañada y precedida por enjambres de sabandijas que llevaban el tifus que mataba a los hombres y doctrinas políticas que destruían la salud e incluso el alma de las naciones».1
También sobrevaloró en gran medida la facilidad con que Occidente podía derrocar al régimen «apestado». En el primer capítulo de The Aftermath postulaba una reunión imaginaria (planeada, por alguna razón u otra, en la isla de Wight o Jersey y que tenía lugar antes de las negociaciones de paz de París) entre Woodrow Wilson, Clemenceau y Lloyd George en la que tomaban todas las decisiones correctas. La mayor parte de estas decisiones eran sensatas y habrían conducido a un mundo mucho mejor después de 1918. Pero cuando llegaban a Rusia decidían enviar a buscar al mariscal Foch y preguntarle cómo podían liberar aquel país de los bolcheviques y proporcionarle alguna forma de democracia constitucional. Churchill dejó constancia de la respuesta de Foch:
No existe gran dificultad y no hay necesidad de luchar mucho. Unos centenares de miles de tropas norteamericanas que anhelan participar en los acontecimientos, junto con unidades de voluntarios de los Ejércitos británico [...] y francés, pueden obtener fácilmente el control de Moscú con los modernos ferrocarriles; y de todos modos ya tenemos tres partes de Rusia. Si desea usted que su autoridad abarque el antiguo Imperio Ruso [...] solo tiene que darme la orden. ¡Qué tarea tan fácil será para mí y Haig y Pershing en comparación con la de restaurar la batalla del 21 de marzo [1918] o romper la línea de Hindenburg!2
Esto recordaba horriblemente las ilusiones de Churchill respecto a los Dardanelos, la fe en que la voluntad y el optimismo eran más importantes que el disponer de recursos adecuados para la tarea en cuestión. La idea de que tres cuartas partes de los enormes territorios rusos se hallaban bajo control efectivo de los Aliados o de los contrarrevolucionarios era un producto que la imaginación de Churchill le hizo poner en boca de Foch. Había unos treinta mil efectivos Aliados, casi la mitad de ellos británicos, bajo el mando del general Ironside en los puertos árticos de Archangel y Murmansk. Había otros treinta mil bajo el mando del general ruso blanco Denikin en el sur, y las más formidables quizá eran las tropas del Gobierno Provisional siberiano, bajo el mando del también almirante blanco Kolchak, con su cuartel general en Omsk. Tenían una especie de control sobre el ferrocarril transiberiano, pero las fuerzas de que disponía el almirante eran un poco heterogéneas. Había algunos franceses, algunos norteamericanos y algunos japoneses, así como dos batallones británicos, que de una manera u otra habían llegado allí desde Hong Kong (cosa aún más extraña, uno de ellos estaba bajo el mando del coronel John Ward, un parlamentario laborista por Stoke-on-Trent). Sin embargo, los principales recursos militares de Kolchak eran setenta mil soldados checos que iban vagamente de camino a casa, a Praga, desde Vladivostok. No era, al menos en retrospectiva, una formación formidable con la que vencer al Ejército revolucionario de Leon Trotsky, en particular dado que este último operaba en las líneas interiores de comunicación contra una oposición diseminada. Pero Churchill decidió poner su fe y una parte considerable de su reputación en apoyo de estos elementos dispares. No les hizo ningún bien a ninguno, y acabó en una completa retirada y derrota. El resultado fue una derrota bastante tranquila, de la que él escapó sin que se produjera un desastre, pero su reputación en modo alguno mejoró. Para muchos, reforzó la opinión creada por lo de Amberes y los Dardanelos de que era un aventurero militar impetuoso. También tuvo algunas consecuencias importantes para su orientación política.
En primer lugar, agrió sus relaciones con Lloyd George. El primer ministro no tenía la menor intención de liarse en una guerra civil rusa. Pero, quizá debido a su preocupación por la Conferencia de Paz, dio demasiada cuerda a Churchill y a los de su Gabinete en conjunto de derechas que se inclinaban por apoyar la línea de Churchill. Esto tuvo varias consecuencias importantes para el desarrollo de la postura y las perspectivas políticas de Churchill. Reforzó la desconfianza de Lloyd George hacia su criterio, que, batallando con su admiración por el atrevido vigor de Churchill y gustándole su compañía, siempre estaba presente. Le inquietaba alejar a Churchill del Ministerio de Guerra. Fue trasladado al Colonial Office a principios de 1912, sustituyendo a su antiguo adversario Milner. Esto no significaba una degradación, pues ambos puestos eran de igual categoría. Pero Lloyd George tampoco tenía la intención de ascender a Churchill, y cuando en marzo de ese mismo año Bonar Law se retiró debido a su mala salud y Austen Chamberlain fue ascendido a líder del Partido Conservador, dejando vacante el Tesoro, Churchill no consiguió el Ministerio de Hacienda. Esto contrarió sus esperanzas y expectativas. Su decepción y resentimiento fueron exacerbados por sir Robert Horne, que consiguió el puesto, pues era un político mucho menos experto y destacado que él; en realidad, fue uno de los ministros de Hacienda menos recordados del siglo pasado. Siguió un período en el que Churchill al menos estaba tan alejado del primer ministro como el primer ministro de él.
Sin embargo, su aventurismo ruso, aunque costó mucho dinero para los presupuestos de la época (setenta y tres millones de libras fue una de las cifras que se calcularon) y acabó en el fracaso de la contrarrevolución y la retirada del apoyo de las tropas británicas, le dio por primera vez en casi veinte años una parte del electorado situado a la derecha del Partido Conservador. Al igual que la retirada tras el fracaso, aunque decidida sin consultar con Churchill y contra sus deseos, de los Dardanelos, también su repentino descubrimiento de un asunto que atraía a los intransigentes presagió su sostenida campaña a principios de los años treinta contra los vacilantes movimientos de Baldwin, Samuel Hoare y Halifax (entonces llamado Irwin y el virrey que regresaba) hacia el autogobierno indio.
La aventura rusa también tuvo el efecto de cavar una zanja más profunda entre él y la opinión de los laboristas y los sindicatos que la que existía entre ellos y muchos conservadores, por no decir otros políticos liberales de la época. Por ejemplo, pasó mucho tiempo hasta que sus relaciones con Ernest Bevin, el líder sindicalista dominante de los años veinte y treinta y colega crucial de Churchill en la Segunda Guerra Mundial, se recuperara de la confrontación del Jolly George en mayo de 1920. Este barco de curioso nombre tenía que trasladar armas del muelle East India (en Londres) a Polonia para utilizarlas contra el Ejército Rojo. Churchill, al contrario que Lloyd George, estaba decidido a que el barco zarpara. Bevin estaba decidido a que no y estaba preparado para emplear el poder del recién fusionado Sindicato de Trabajadores Generales y del Transporte. Ganó Bevin.
Ya antes de que esto ocurriera Churchill había estado sometido a fuertes críticas por parte de los laboristas y, como era su costumbre, respondió de la misma forma. «El laborismo está incapacitado para las responsabilidades de Gobierno», dijo en enero de 1920,3 una apreciación que repetiría con frecuencia. Era muy diferente de la que Baldwin pronto iba a hacer sonar. Además, la política de confrontación de Churchill, derivada de su pasión por aplastar a los bolcheviques, ayudó a socavar su apoyo en la ciudad proletaria de Dundee, donde en 1918 había ganado con un amplio margen en una candidatura conjunta con un sindicalista y en 1922 iba a sufrir una aplastante derrota.
El efecto exacto de Dundee es difícil de medir, pero lo que está claro es que, durante los veinticinco meses que pasó en el Ministerio de Guerra, Churchill cruzó la línea que dividía a la política. En las elecciones de 1918 aún era, en espíritu y en forma, parte del centroizquierda. A principios de 1921, aunque transcurrirían casi otros cuatro años hasta que ingresó formalmente en el Partido Conservador, se hallaba en el lado derecho de la línea, donde iba a permanecer (aunque siempre en su forma idiosincrática) algunos dirían que durante las siguientes cuatro décadas, aunque yo diría que hasta finales de los años treinta, cuando empezó a trascender los partidos políticos.
Los veinte meses durante los que ejerció el cargo de Secretario Colonial fueron en cierto modo, pero no por completo, un período más feliz para él que los años que pasó en el Ministerio de Guerra. Estuvieron dominados por dos zonas del mundo que habían sido remotas en las responsabilidades del Colonial Office durante los dos años en que Churchill fue subsecretario, en 1905-1908. La primera era Oriente Próximo, que había pasado de forma efectiva de protectorado turco a británico, y la segunda era Irlanda, que estaba pasando de ser una parte integral del Reino Unido a un estatus de dominion disfrazado de Estado Irlandés Libre y, por tanto, antes del primer nombramiento de un secretario de los dominions separado en 1930, asunto que entraba en sus responsabilidades en el Colonial Office. Como hacia el final de este período la coalición avanzaba hacia su caída, las expresiones privadas de las opiniones de Churchill fueron cada vez más objetivas tanto sobre el historial de ésta como sobre la actuación individual del primer ministro. Pero, no obstante, creía que gracias a su propio historial la sesión parlamentaria de 1921-1922 fue la de más éxito de su carrera.
Mil novecientos veintiuno también estuvo marcado por la peor sucesión de muertes familiares. El 15 de abril, Bill Hozier, el hermano de treinta y tres años de Clementine, ex oficial de la Marina, se suicidó en la habitación de un hotel de París. El 29 de junio, lady Randolph Churchill, un mes después de tropezar cuando bajaba una escalera con tacones muy altos y tras sufrir la amputación de una pierna, falleció, con solo sesenta y siete años aun después de todas sus experiencias. A principios de agosto se produjo la muerte de Thomas Walden, que había empezado su servicio con lord Randolph y había sido el «hombre» de Churchill desde que se fue a Sudáfrica con él en 1899. Luego, el 23 de agosto, ocurrió el peor golpe de todos. Se trata de la muerte de la hija menor de los Churchill, Marigold, de menos de cuatro años, a causa de una enfermedad parecida a la difteria. Había enfermado diez días antes en la casa de la playa de Broadstairs, donde todos los niños se hallaban al cuidado de una ama de llaves y de niñeras. Clementine se encontraba en Eaton Hall, la mansión de Cheshire del duque de Westminster. Se apresuró a ir a Kent, pero su pena por la terrible muerte se vio agravada por los remordimientos por no haber estado allí en los primeros días de la enfermedad.
Tampoco el final del año fue muy estimulante. Churchill fue a Cannes con Lloyd George (cosa sorprendente, en vista de la frialdad tras el nombramiento de Horne) el 26 de diciembre. (Con una compulsión familiar para algunos autores, Churchill hizo leer al primer ministro dos capítulos manuscritos de The World Crisis en el tren.) Al día siguiente, el hogar, al cuidado de Clementine en la nueva casa de Sussex Square, empezó a ser golpeado por una segunda epidemia de gripe. Primero se infectaron dos doncellas y luego Randolph y Diana. Además, una prima de Clementine que había llegado para ayudar con los niños enfermó de neumonía. La casa entera se convirtió en un hospital de campaña, por fortuna con un número adecuado de enfermeras contratadas temporalmente. Tan cerca de la mortal epidemia de gripe de 1919 y tan poco después de la muerte de Marigold, es sorprendente que no se desencadenara un pánico mayor de lo que es evidente en la correspondencia en ambas direcciones con el sur de Francia. Sin embargo, todos se recuperaron bastante pronto, aunque Clementine pronto se sumó a las filas de inválidos al serle ordenado que guardara cama debido a un agotamiento nervioso. Se hallaba al principio de su quinto y último embarazo, quizá una reacción obvia de sustitución, que terminó con el nacimiento de Mary (posteriormente lady Soames) en septiembre de 1922, el último, el mejor equilibrado y el más longevo de los hijos de Churchill.
Churchill regresó del sur de Francia el 7 de enero, tras doce días y con veinte mil palabras de The World Crisis escritas allí. Un par de semanas más tarde, Clementine, necesitada de una urgente recuperación tanto física como psicológica, lo sustituyó en Cannes. La acompañó Venetia Montagu, la antigua corresponsal de Asquith, y se quedó allí cuatro o cinco semanas. Los Churchill, para ser una pareja felizmente casada, pasaban mucho tiempo separados, aunque en todo caso menos de lo que los Gladstone, otro ejemplo destacado de un primer ministro felizmente casado, habían hecho dos tercios de siglo antes. Quizá cierto grado de separación ayuda en lugar de perjudicar al éxito. En cualquier caso, si ambas partes tienen facilidad de palabra y son cultas, como en el caso de los Gladstone y los Churchill, los períodos de separación y la consiguiente correspondencia constituyen una gran ayuda para el biógrafo.
El otro pensamiento que suscita esta pauta de vida es el extraordinario atractivo que la antigua Riviera francesa ejercía en la clase gobernante de Gran Bretaña durante los años veinte y, en menor medida, también en los años treinta. Incluso figuras insulares por naturaleza como Bonar Law iban allí con frecuencia, mientras que quienes se consideraban más cosmopolitas, Churchill, Lloyd George, F. E. Smith, Beaverbrook, se apiñaban en los grandes hoteles de Montecarlo, Niza y Cannes. Y todo se hacía en los tres meses de invierno, durante los cuales, pese a haber una gran cantidad de pruebas en contra, los aficionados británicos insistieron en creer que la Costa Azul gozaba de un clima peculiarmente benigno. En parte se debía a que en aquella época resultaba difícil llegar a los centros de turismo invernal más soleados y cálidos desde el norte de África hasta las Indias Occidentales. Esto ocurría unos años antes de que en Suave es la noche Scott Fitzgerald hiciera que Dick Diver actuara como punta de lanza de la opinión revolucionaria de que el sur de Francia podía ser mejor como lugar de veraneo que como lugar para pasar las vacaciones en invierno. Este apego a la Riviera fue, sin embargo, muy bueno para las Grands Express Européennes. Fue la edad de oro del Golden Arrow y un período de cielo azul para el Train Bleu. Y ayudó a que los políticos de los años veinte fueran un poco menos insulares que sir Edward Grey, que consiguió ser ministro del Foreign Office durante casi nueve años en tiempos de paz sin cruzar el Canal. Aun así, cuando los británicos se apeaban con parsimonia de los wagons-lits en Cannes o Niza se dedicaban a llevar una vida muy anglocéntrica. Los políticos, si eran lo bastante importantes, podían ver a Clemenceau, Poincaré, Briand o Herriot cuando iban camino de París, pero cuando se empapaban de «grandes vasos del [bastante] cálido sur» lo hacían sobre todo en centros turísticos británicos. Clementine Churchill participaba con éxito en muchos torneos de tenis de la Riviera, pero sus compañeras y víctimas de juego eran en su mayoría súbditas del rey Jorge V y no ciudadanas de la Tercera República Francesa.
¿En qué medida la fruta prohibida de los casinos (ilegales en Gran Bretaña durante muchas décadas futuras e incluso en Francia permitidos solo en una docena más o menos de ciudades turísticas) formaba parte de los atractivos de la Riviera para los visitantes? Incluso Clementine, en particular cuando Churchill no estaba allí, cedía a una ocasional apuesta suave cuando Venetia Montagu apostaba un poco más fuerte. Churchill disfrutaba con las apuestas serias, aunque menos con las pérdidas que solían acarrear. Y, por esta razón, Clementine se inclinaba más por entrar en los casinos en su ausencia. No es que se avergonzara de sus modestas indulgencias, sino que no deseaba estimular la tendencia que tenía él hacia otras más serias. Una razón por la que ella albergaba fuertes reservas hacia F. E. Smith (aunque le gustaba mucho su esposa) era que su ejemplo machista animaba a Churchill a apostar fuerte. No era necesario el aparato de croupiers y mesas con tapete verde para que esto ocurriera: había sido una característica de la vida en los Húsares de Oxfordshire en los campamentos de verano anteriores a 1914 en Blenheim Park. (Margaret Smith [lady Birkenhead], muy al final de su larga vida, contó a Mary Soames que una razón por la que su esposo había sido perjudicial para Churchill en este aspecto era que, mientras que él [Smith] podía resarcirse de las pérdidas con unos días de apariciones en el juzgado muy bien pagadas, Churchill no tenía recursos similares. Si se refería a los años anteriores a 1914, cuando Churchill era un joven ministro y no escribía libros ni se dedicaba al periodismo, estaba en lo cierto. Pero en los años veinte Churchill había desarrollado sus dotes literarias hasta el punto de que le resultaban al menos tan remunerativas como habían sido los poderes de la abogacía de Smith.)
A Clementine le preocupaba más la mala influencia de Smith en el juego que en la bebida. Éste era un criterio sensato, aunque Birkenhead (como había sido desde 1919) en el último año de su vida ayudaría a encaminar a su hijo Randolph (del que era padrino) por un rumbo excesivamente alcohólico. Sin embargo, Winston Churchill hizo del alcohol su siervo mucho más de lo que Birkenhead (o Randolph) eran capaces de hacer. En primer lugar, no bebía tanto como comúnmente se creía, aunque esto no es incompatible con ser un gran bebedor. Pero bebía a sorbos, no engullía. En segundo lugar, si bien no necesariamente tenía mejor cabeza que Birkenhead, quien podía pronunciar discursos notablemente lúcidos mientras se hallaba en un fuerte estado de embriaguez, Churchill tenía un metabolismo que le permitió sobrevivir muchos años a una forma de beber que acabó con Birkenhead a la edad de cincuenta y ocho años. En tercer lugar, Churchill no tenía necesidad de los ocasionales períodos de abstinencia con los que Birkenhead intentaba templar sus excesos y los despreciaba un poco. «F. E. ha andado con cautela durante un año—escribió a Clementine el 9 de febrero de 1921—. Bebe sidra & refrescos de jengibre & parece diez años más joven. No te burles de esto, ya que es muy sensible al respecto. Parece triste. No es para Pig».4 (Cat y Pig eran los apelativos cariñosos que se daban los Churchill.) Y el 27 de febrero añadió: «Anoche cenó F. E. ¡Solo sidra! Se está volviendo m. feroz & calmado, una figura formidable, bastante malhumorado, m. ambicioso. Resultados terribles de un autocontrol desmedido».5
Por bueno que fuera a la hora de asimilar el alcohol, Churchill llevaba una vida sorprendentemente de café, incluso disipada, para ser un ministro, en particular durante los inviernos de 1921 y 1922 y el verano del último año, cuando Clementine estuvo mucho tiempo fuera. En gran parte giraba en torno al futuro rey Eduardo VIII o P. de W., como Churchill se refería a él con mayor frecuencia. (Esto recuerda la broma bastante buena de un catedrático que envió invitaciones al beau monde de Oxford para un almuerzo y dijo que iba a asistir «el P. of W.» [«P. de G.»], consiguió una asistencia casi unánime y entonces explicó que se refería, por supuesto, al «Provost of Worcester College» [‘el rector del Worcester College’].) El 9 de febrero de 1921 escribió: «[Los Lavery] ofrecieron una fiesta m. divertida el martes al P. de W. Bailamos en el estudio & hubo espectáculo. Anoche Philip [Sassoon] renovó la fiesta, la reforzó con Ll. G. Lamentablemente, al bailar pisé al P. de W. & le hice lanzar un alarido. Pero se lo tomó m. bien & no hubo malicia. La damita [Freda Dudley Ward] destacó mucho. Estoy comprometido casi cada noche para una de estas fiestecitas».6 Y de nuevo el 15 de julio de 1922: «He tenido una semana m. cansada con sesiones a última hora en los Comunes, & baile por la noche en casa de Philip [de nuevo Sassoon], en la que me quedé hasta las 2. Todos mis compañeros estaban allí & bailé 8 veces [...]. Mi cena con el príncipe se está ampliando & creo que seremos 16 o incluso 18. No te alarmes. Lo organizaré todo con tu excelente personal».7
Estos últimos años de la coalición también estuvieron marcados por dos sucesos en el aspecto del alojamiento de Churchill; el primero arrojó una larga sombra sobre futuros acontecimientos y el segundo condujo a un cambio mucho más rápido en las circunstancias familiares. El 6 de febrero de 1921, Churchill escribió desde Chequers, la casa de campo de Chilterns que lord Lee of Farenham había ofrecido «como lugar de recreo» para primeros ministros y que había sido ocupada por Lloyd George solo un mes antes. «Aquí estoy—escribió a Clementine—. Te gustaría ver este lugar. ¡Quizá algún día lo veas! Es el tipo de casa que admiras, un museo panelado lleno de historia, lleno de tesoros, pero insuficientemente calentado. De todos modos, es una posesión maravillosa».8
La segunda casa, que apareció por primera vez en el horizonte en el verano de 1922, fue Chartwell, una casa solariega de forma y proporciones inusitadas que se convirtió en la base de una gran parte de la vida de Churchill durante las siguientes cuatro décadas. Solo se hallaba a treinta y ocho kilómetros de Westminster, en Kent. A pesar de esta ubicación semisuburbana, dominaba un valle aislado con una de las mejores vistas del sureste de Inglaterra. Era una casa victorianizada de origen isabelino en un estado algo desvencijado. Churchill le echó el ojo a principios de julio de 1922. Clementine fue a verla a finales de ese mes, cuando se encontraba cerca. Su primera reacción fue favorable: «No puedo pensar en nada más que en esa colina celestialmente coronada de árboles. Es como ver una vista desde un avión. Espero que la compremos. Si lo hacemos, creo que viviremos allí mucho tiempo & seremos muy felices».9 Sin embargo, más adelante se mostró reticente, incluso hostil, por el coste de la restauración, la ampliación y el train de maison general que (sin equivocarse) creía probable que implicara. En realidad, muy posteriormente dijo a su hija Mary, que entró en la familia Churchill casi al mismo tiempo que Chartwell Manor (septiembre de 1922), que creía, en relación a su compra, que era la única ocasión en cincuenta y siete años de matrimonio en que la franqueza de Churchill con ella había sido deficiente.10
Churchill compró la casa por cinco mil libras (digamos el equivalente de ciento veinte mil en dinero actual), menos de lo que había pagado por Lullenden, pero había una gran cantidad de trabajo que hacer. El hecho de que pudiera contemplar esto racionalmente (incluso habida cuenta su habitual opinión de que siempre había que aumentar los ingresos para hacer frente a los gastos en lugar de reducir los gastos según las exigencias de los ingresos) se debía a que hacía poco tiempo que había heredado la finca Garron Towers, en el condado de Antrim. Esto se lo dejó su abuela Frances, duquesa de Marlborough, una hija de Londonderry. Sin embargo, para que la promesa se hiciera realidad tenían que morir lord Henry Vane-Tempest, solo quince años mayor que Churchill, y un beneficiario intermedio. Este lord Henry falleció, ayudado por un accidente de ferrocarril en Gales, en enero de 1921. Se creía que la finca valía, en los años veinte, la cuantiosa suma de cuatro mil libras al año, aunque hubo posteriores dudas sobre si el legado en conjunto estuvo a la altura de las expectativas. La restauración de Chartwell se llevó buena parte.
Churchill contrató a Philip Tilden, un joven arquitecto del período, de moda aunque un poco diletante, que ya había restaurado Port Lympne de Philip Sassoon y pronto lo haría con Bron-y-de, en Churt, de Lloyd George. Los planes de Tilden hicieron que Chartwell costara al menos veinte mil libras, una inversión total de casi medio millón actual, y las obras duraron dieciocho meses, así que fue en abril de 1924 cuando Churchill pasó su primera noche allí.
Tilden, como cabría esperar de su trabajo en Port Lympne, que aún es una obra semimodernista de un millonario que merece la pena visitar, dio al Chartwell reconstruido y ampliado una sensación de luz y aire que contrastaba con sus orígenes Tudor. En realidad, el comedor, que sobresalía sobre el valle (aunque esto se añadió un poco más tarde), recuerda los Verandah Grills del antiguo Queens de la Cunard. Tilden, más el diseñador que le sucedió, más décadas de ocupación por parte de Churchill, más olas de obras de albañilería en los terrenos, han tenido el efecto acumulativo de convertir Chartwell en uno de los dos santuarios políticos más evocadores del mundo occidental. Su único rival es Hyde Park, la casa familiar en el valle del Hudson de Franklin Roosevelt. En ambas es fácil imaginar, casi sentir, la presencia física de los autores de su fama. Sin embargo, Clementine tenía razón al temer que era un puente demasiado lejano. Chartwell era una continua tensión en sus recursos y requirió dos inyecciones de apoyo financiero amistoso, uno en 1938-1939 y otro en 1946, para que continuara la ocupación por los Churchill.
Los aspectos de Oriente Próximo del secretariado colonial de Churchill dominaron sus primeros meses, al igual que, de un modo que se solapaba un poco, el problema irlandés lo hizo en el período siguiente. Lloyd George le dijo que iba a ir al Colonial Office el 1 de enero de 1921, pero transcurrieron otros dos meses hasta que se hizo cargo de los sellos de esa oficina y entregó los del Ministerio de Guerra, conservando, sin embargo, los del Ministerio del Aire durante otros dos meses hasta que, de un modo un poco incestuoso, pasaron a su ubicuo primo, Freddie Guest. Durante su visita a Lloyd George a Chequers el 9 de febrero, ya citada, decidieron conjuntamente convocar la Conferencia de El Cairo del 12-22 de marzo (1921). La conferencia no solo se refería a Egipto, que seguía siendo un asunto del Foreign Office, sino también a las tierras de más allá del Canal de Suez, entre el Mediterráneo y el golfo Pérsico, y en particular a Irak (que entonces se llamaba Mesopotamia). El Times creía que el plan nació del deseo de Churchill de conservar un durbar, y Curzon, que durante su virreinado indio de veinte años antes había sido príncipe de semejantes espectáculos, expresó la misma opinión de un modo un poco diferente, sugiriendo que Churchill tendría «la irresistible tentación de proclamarse rey de Babilonia».
No lo hizo, pero no obstante disfrutó enormemente en un papel vicerregio informal. Se llevó a Clementine al sur de Francia, efectuaron una lujosa travesía de Marsella a Alejandría, fue apedreado ineficazmente al llegar a El Cairo por nacionalistas egipcios, pero presidió con éxito la conferencia en el Hotel Semiramis estrechamente protegido, aunque escapó de la visita (y de ser fotografiado) con un grupo muy vulnerable de caballeros (y unas cuantas damas) ingleses incómodamente sentados en camellos ante la Esfinge y las pirámides. En esencia, lo que consiguió fue que el emir Faisal fuera rey y protegido en Irak y que esa zona famosa históricamente de alrededor y entre los ríos Tigris y Éufrates estuviera en realidad dirigida por británicos en plan barato. La RAF iba a proporcionar la única guarnición. Las unidades del ejército que se encontraban allí (que por alguna extraña razón estaban bajo el mando del general Aylmer Haldane, el antiguo compañero de armas y en el campo de prisioneros de Churchill, pero al que en esta etapa le atribuía en privado una «malicia difamatoria») iban a retirarse durante el año siguiente. Churchill fue aconsejado en esa época y en este escenario por T. E. Lawrence, alias Aircraftman Shaw, por el que había desarrollado una admiración apenas inferior a la que en ocasiones había sentido por el almirante lord Fisher.
Después de El Cairo, Churchill fue a Jerusalén, donde Herbert Samuel ya era el Alto Comisario Británico encargado de poner en práctica el mandato de la Sociedad de Naciones sobre Palestina que había sido entregado a Gran Bretaña bajo los tratados de paz. Churchill reafirmó allí su sionismo moderado comprometiendo al Gobierno británico a crear una especie de hogar nacional judío en Palestina, lo que simbolizó plantando un árbol en el monte Scopus, al lado de la nueva Universidad Hebrea. Asimismo, entonces y posteriormente pronunció un gran número de aforismos bien expresados y en parte contradictorios. «El Gobierno británico es el mayor Estado musulmán del mundo—dijo entonces—y está bien dispuesto hacia los árabes y aprecia su amistad».11 Tres meses más tarde, dijo a un público formado por gente de la industria del algodón de Manchester: «En África, la población es dócil y el campo fructífero; en Mesopotamia y Oriente Próximo el campo es árido y la población, feroz». Sin embargo, logró establecer una dinastía real árabe en Transjordania que duró considerablemente más que la de Faisal en Bagdad. Sheik Abdullah, padre del rey Hussein, tras un acuerdo negociado por Churchill se instaló en Amán con soberanía limitada vis à vis con los británicos pero sin subordinación al Alto Comisario de Jerusalén. Churchill y Clementine efectuaron entonces un viaje de vacaciones a casa tomándose más de dos semanas para ir vía Alejandría, Sicilia y Nápoles, y llegaron a Londres el 12 de abril, tras seis semanas de ausencia.
Churchill entonces dejó sus responsabilidades del Ministerio del Aire, que de forma incongruente se había llevado al Colonial Office. Esto no significó que tuviera mucho tiempo para las áreas más tradicionales del Colonial Office—África y las Indias Occidentales—porque casi de inmediato se enredó profundamente con la cuestión irlandesa. Las áreas externas quedaron en su mayor parte en manos de los funcionarios permanentes ayudados por el subsecretario parlamentario, a la sazón un parlamentario por Yorkshire de treinta y nueve años llamado Edward Wood. Más adelante Wood fue nombrado lord Irwin (cuando fue a la India como virrey cinco años más tarde) y luego, cuando el vizconde Halifax era ministro del Foreign Office de Chamberlain, el hombre que fácil y desastrosamente podría haber frustrado el que Churchill fuera primer ministro en mayo de 1940. Wood se quejaba de que veía poco a Churchill cuando era su subsecretario, aunque admitía que, en las pocas ocasiones en que lo hacía, era tratado con cortesía. Fue enviado allí para realizar un estudio detallado de los problemas de las Antillas inglesas entre noviembre de 1921 y febrero de 1922.
En mayo de 1920, Churchill, en el Ministerio de Guerra, había tenido una gran responsabilidad en el alistamiento y despliegue en Irlanda de los Black and Tans y su complemento de ex oficiales, los Auxis. Eran una especie de Freikorps de aquellos para los que la guerra no había proporcionado suficiente violencia o la paz suficientes oportunidades de empleo. Se les encargó la tarea de intentar utilizar la fuerza para suprimir el terrorismo o, como sucedió cada vez más, afrontar el terror con terror. Durante 1920, la autoridad del Gobierno británico en Irlanda se desintegró rápidamente. El secretario jefe, Hamar Greenwood, cantaba una canción de persistente optimismo. La derrota de las fuerzas de desorden estaba a la vuelta de la esquina. Su consejo llevó a Lloyd George, en el banquete del alcalde celebrado aquel noviembre (1920), a efectuar el singularmente lamentable alarde de que «tenemos el asesinato cogido por la garganta». En realidad, la autoridad de Dublin Castle estaba cada vez más limitada a los tres o cuatro condados de alrededor de Dublín y se hallaba lejos de estar asegurada incluso allí. En octubre, el alcalde de Cork, no un concejal al estilo Tammany sino un sensible poeta intelectual, murió en una cárcel de Londres tras una huelga de hambre de setenta y cuatro días. Esto hizo que se redoblara la violencia, en particular en el sudoeste, con la proclamación de la ley marcial en los condados de Tipperary, Cork, Kerry y Limerik como contramedida, uno de cuyos primeros frutos fue el incendio (por parte de las fuerzas británicas) de una parte considerable de la ciudad de Cork el 11 de diciembre.
Éste y otros incidentes condujeron a una prensa internacional muy desfavorable para el Gobierno británico, así como a una gran cantidad de críticas en Inglaterra. Churchill, como habría cabido esperar, al principio era muy favorable a establecer una superioridad militar sobre el Sinn Fein (‘nosotros solos’), que había relegado al olvido al moderado antiguo Partido Nacionalista Irlandés en las elecciones de 1918 y a su rama militar, el Ejército Republicano Irlandés, antes de negociar con ellos. «En la derrota (o contra la rebelión), desafío, en la victoria, magnanimidad» era una de las máximas que sostuvo con más fuerza durante toda su vida. Y a finales de 1920 no había victoria británica a la vista, salvo en la mirada siempre optimista de Greenwood. La agresividad instintiva de Churchill contra el reto quedó socavada, sin embargo, por la indisciplina inherente de una población profundamente desafecta y por alguna crítica mordaz procedente de muy cerca de casa (aunque temporalmente se encontrara a casi mil kilómetros de distancia). El 18 de febrero de 1921, Clementine escribió desde Beaulieu-sur-Mer una de sus cartas más francas:
Utiliza, querido, la influencia que ahora tienes para alguna clase de moderación o, en cualquier caso, de justicia en Irlanda. Ponte en el lugar de los irlandeses; si tú fueras su líder, ¿no estarías intimidado por la severidad & sin duda no por las represalias que caen como la lluvia del cielo sobre los justos & sobre los injustos? Dices (en una carta reciente) que las firmes declaraciones de Hamar [Greenwood] no parecen estar confirmadas por los sucesos. Me sonroja pensar que hombres de tu calibre & del calibre del primer ministro hayan escuchado a un hombre de la calaña de Hamar, que no es más que un colonial blasfemo, campechano, vulgar, batallador y bullicioso. Creo que ha cumplido con su parte ejecutiva valiente y batallador (aunque considerando que ha tenido todos los recursos de Scotland Yard para su protección no veo por qué está tan alarmado) [...]. Siempre me hace infeliz & me decepciona verte inclinado a dar por supuesto que prevalecerá el sistema del tosco «huno» de puños de hierro.12
Es difícil calcular cuánto influyó en Churchill esta enérgica y persuasiva carta. En el Gabinete siguió apoyando una línea dura hasta al menos dos o quizá tres meses después de recibirla. Pero en su mente empezó a crearse un creciente conflicto. En The Aftermath expone las emociones contrarias que luchan dentro de él. Por supuesto, había estado bastante a favor del Home Rule antes de la guerra, aunque, quizá en parte por motivos filiales, era más sensible al problema del Ulster que algunos de sus colegas. Pero el problema del Ulster ahora no existía. Se había creado su propio Parlamento separado (Stormont) con la ley de 1920. Churchill estaba dispuesto a conceder a los irlandeses «todo aquello que Gladstone se había esforzado por conseguir», sin darse cuenta al parecer de que era treinta años tarde para una solución de «unión de corazones» dentro de una forma de gobierno imperial. Pero cualquier ruptura del vínculo de Irlanda con la Corona, que provocaría la amenaza de una «república revolucionaria», le repugnaba profundamente. Asimismo, tenía muy claro que el terrorismo debía ser vencido antes incluso de que sus demandas legítimas pudieran ser satisfechas. Sin embargo, semejante victoria estaba resultando exasperantemente esquiva. Este estado de ánimo quedó bien plasmado en retrospectiva en la prosa de Churchill del capítulo pertinente de The Aftermath. Las frases eran ricamente evocadoras, como siempre, pero sonaban de forma atonal en direcciones diferentes. Escribió como una mosca enérgica pero frustrada que se estrella primero contra un cristal y después contra otro.
A principios del verano de 1921 era evidente que Gran Bretaña se hallaba en la encrucijada. Habría sido muy fácil [algo un tanto exagerado] sofocar la odiosa y vergonzosa forma de guerra con que éramos atacados y a la que estábamos siendo arrastrados empleando la crueldad que los comunistas rusos adoptaron hacia sus compatriotas. El arresto de grandes cantidades de personas que la policía creía simpatizaban con los rebeldes y la ejecución sumaria de cuatro o cinco de estos rehenes (muchos de los cuales sin duda debían de ser inocentes) por cualquier vida de un servidor del Gobierno tomada habría podido ser un remedio a la vez sombrío y eficaz. Era un rumbo del que el pueblo británico, en la hora de su liberación [de la Primera Guerra Mundial], fue completamente incapaz. La opinión pública retrocedió con ira e irritación incluso ante las medidas parciales a las que nuestros agentes se habían visto gradualmente arrastrados. Las opciones eran entonces claras: «Aplastarlos a sangre y fuego o intentar darles lo que querían». Éstas eran las únicas alternativas, y aunque cada una tenía ardientes defensores, la mayor parte de la gente no estaba preparada para ninguna de las dos.
Aquí en verdad se hallaba el Espectro Irlandés, horrible e imposible de exorcizar.13
Entonces ocurrió lo que Churchill describió como la más «completa y repentina [...] inversión de la política» en la historia moderna del Gobierno británico. «En mayo, todo el poder del Estado y toda la influencia de la Coalición se emplearon para “cazar a la banda asesina”: en junio, la meta era una reconciliación duradera con el pueblo irlandés». Churchill no desempeñó un papel importante en este cambio histórico de la opinión del Gabinete. Básicamente fue Lloyd George quien se movió. Hasta entonces, el primer ministro había creído que podía confiar por completo en los conservadores con los que había llenado su Gabinete para sostener una política de línea dura de la supremacía imperial en Irlanda. Después de todo, aún se les llamaba «unionistas» con tanta frecuencia como se les llamaba «conservadores». De pronto, descubrió que se estaban volviendo pusilánimes, o, dicho de un modo más atractivo, que tenían al menos una conciencia liberal tan sensible como él mismo. Churchill escribió con un poco de cinismo sobre este cambio sumamente político por parte de Lloyd George. No es que lo fomentara, pero (en contra de su agresividad natural) tampoco se resistió a él, quizá aceptándolo con cierto alivio, lo cual muy bien podía deberse un poco al efecto de acción retardada de la démarche de Clementine en febrero.
Ayudado por un discurso conciliador, escrito por Edward Grigg para los ministros pero pronunciado por el rey Jorge V en la inauguración del Parlamento de Irlanda del Norte el 22 de junio y socavado por informes desalentadores por parte del general Macready, que encontraba el mando irlandés más espinoso que su puesto anterior como comisario de la Policía Metropolitana (de Londres), el Gobierno británico se dirigió hacia una tregua con Irlanda. Fue un clásico ejemplo de la niebla de la guerra que conduce beneficiosamente a la paz. Ninguno de los dos bandos se percataba de que el otro estaba al menos tan cansado como el propio. La tregua entró en vigor a partir del 11 de julio de 1921.
Eamon de Valera, el líder del Sinn Fein, que entonces contaba con treinta y ocho años, el hombre más astuto y con el que, en muchos sentidos, más complicado resultaba negociar de los que jamás entraron en la complicada telaraña de las negociaciones anglo-irlandesas, visitó por primera vez Downing Street el 14 de julio. Abrió un camino en aquella famosa y a la sazón menos fortificada calle que desde entonces ha sido seguido por aguerridos terroristas casi tan conocidos como él. Esa entrevista entre Lloyd George y De Valera no hizo avanzar mucho las cosas. Lloyd George se permitió mostrar que él tenía mayor dominio de una rama de la lengua celta que De Valera de su prima irlandesa. Sin embargo, se puso en marcha un proceso de negociación casi irreversible pero también tortuoso. Éste transcurrió con tantos sobresaltos y excursiones como unas vacaciones especiales del Gabinete el 7 de septiembre en la ciudad de Inverness14 (convenientes para el primer ministro y consideradas así para otros, pues ésta era entonces la propensión de los ministros británicos) y la despedida del retiro de Lloyd George en Gariloch de dos enviados irlandeses que habían ido con exigencias republicanas excesivas de De Valera, hasta una seria y larga conferencia de delegaciones irlandesa y británica que se reunieron en Londres el 11 de octubre.
La delegación de Dublín estaba formada por Arthur Griffith, un intelectual europeo que también era un político íntegro pero de escasa influencia; Michael Collins, el inspirado funcionario que a la edad de treinta años se había convertido en una especie de Bonaparte limitado solo por la relativa impotencia de Irlanda en relación con Francia, un general revolucionario que poseía un talento inusual para combinar la guerra de guerrillas con un sentido instintivo sobre cuándo luchar y cuándo calmarse; y otros tres de mucha menos importancia, Barton, Duffy y Duggan. El gran ausente era De Valera. Con gran habilidad para la política decidió quedarse atrás, dejó que sus lugartenientes llevaran el peso y se reservó el derecho de repudiar lo que habían hecho.
La delegación británica tenía un miembro más, pero, como el resultado no iba a ser decidido en una votación por mayoría, el propósito de todo ello no está claro. Estaba formada por el primer ministro, Austen Chamberlain, como líder de los (hasta entonces) unionistas, Birkenhead como ministro de Hacienda, sir Laming Worthington-Evans, el sucesor de Churchill como ministro de Guerra y que demostraba que la longitud del apellido no es garantía de una fama duradera, Hamar Greenwood como secretario jefe para Irlanda y el propio Churchill como secretario de las Colonias. Era un fuerte comité del Gabinete, que comprendía a dos de los unionistas que más se opusieron al Home Rule antes de 1914 (Chamberlain y Birkenhead) y tres liberales de la coalición (Lloyd George, Churchill y Greenwood). Esta conferencia interpretó un majestuoso minueto hasta principios de diciembre; los delegados irlandeses daban la curiosa impresión de que estaban tan aislados de Dublín como Tamino y Papageno en La flauta mágica tras su viaje a Egipto, a la corte de la reina de la Noche, este último papel adecuado para Lloyd George. Sin embargo, el resultado fue que en el largo proceso empezaron a formarse relaciones más estrechas con los ingleses que tenían enfrente que con el ausente De Valera.
Esto fue así en particular con Collins y Churchill. El propio Churchill no reclamaba haber desempeñado un gran papel en estas negociaciones, solo «de segunda categoría», decía, de forma poco característica, refiriéndose a su papel, y dio el espaldarazo a Birkenhead, el edecán de Carson de 1912-1914. Birkenhead resultó de gran importancia para llegar a un acuerdo en las negociaciones, y en los posteriores debates presentó uno de los más famosos rechazos de la antigua alianza de la primera mitad del siglo XX. En el debate de la Cámara de los Lores del 14 de diciembre (1921) dijo: «En cuanto al discurso de lord Carson, como esfuerzo constructivo en el arte de gobernar habría sido inmaduro en labios de una colegiala histérica».15 El amigo más íntimo de Churchill, que en los días anteriores a su ennoblecimiento como Birkenhead había recibido el apodo de Chuck it Smith, según la inolvidable balada de Chesterton, jamás podría ser acusado de andarse con miramientos. Pero el valor de la relación de Churchill con Collins, el centro de gravedad de la delegación irlandesa, no debe ser subestimado. Lo llevó a Sussex Square. Le mostró el bando que anunciaba una recompensa de veintinco libras por su cabeza, promulgado en Pretoria en 1899, y aduladoramente la comparó con las cinco mil libras que había valido la de Collins veinte años atrás. Pero no era solo una cuestión de adulación. Churchill siempre se llevaba bien con los adversarios antiguos. Botha y Smuts fueron los ejemplos más claros. Collins entraba en su categoría. De haber vivido, Churchill muy bien habría podido quererlo en el Other Club. Y Collins habría podido muy bien aceptar ser miembro y viajar a Londres, quizá dos o tres veces al año (el club se reunía unas ocho veces), para cenar con una selección churchilliana (y hasta 1930 birkenheadiana) de políticos, mandos militares y otros funcionarios públicos británicos.
Sin embargo, Collins no vivió. Tampoco lo hizo Griffith. Cuando al fin firmaron el Tratado de Irlanda en diciembre de 1921, ambos eran conscientes de que podían estar firmando sus sentencias de muerte, lo cual era cierto en el sentido de que, tras conseguir el tratado a través del Dáil (pero contra la dura oposición de De Valera y solo por sesenta y cuatro votos contra cincuenta y siete) y crear un Gobierno provisional del Estado Irlandés Libre, ambos ya estaban muertos, Griffith a la edad de cincuenta años y Collins a los treinta y uno, al cabo de nueve meses de la firma del tratado. Griffith murió de un ataque al corazón y Collins, que había sobrevivido a tantos peligros de los Black and Tans, en una emboscada asesina montada por sus adversarios en la guerra civil irlandesa. Churchill, aunque no era crucial para la firma del tratado, como ministro a cargo de las relaciones con un nuevo dominion poseía la mayor responsabilidad británica de su puesta en práctica, y mantuvo estrechas relaciones con Collins. Es indudable que se creó entre ellos un vínculo de respeto e incluso de amistad. Poco antes de su muerte, Collins envió un mensaje oral a través de un intermediario: «Dile a Winston que nunca habríamos podido hacer nada sin él».16 Esto agradó a Churchill lo suficiente como para dejar constancia de ello en The Aftermath y complementarlo con un tributo realista y nada sentimental a Collins: «Sucesor de una siniestra herencia, alzándose entre condiciones violentas y moviéndose en tiempos feroces, proporcionó las cualidades de acción y personalidad sin las cuales no se habría restablecido la base de la nacionalidad irlandesa».17
Las acciones de Churchill relacionadas con Irlanda en 1922 no siempre fueron sensatas. Cuando en abril los rebeldes capturaron la simbólica majestad de los Cuatro Juzgados en Dublín, amenazando al mismo tiempo la autoridad del Gobierno provisional en su corazón legal e implicando el sagrado recuerdo de la ocupación de la Oficina General de Correos durante la Rebelión de Pascua solo seis años antes, Churchill quiso que el general Macready los bombardeara con obuses situados en Phoenix Park. Macready era más sensato. Dijo que no tenía suficiente munición y, prudentemente, lo dejó en manos de las fuerzas de Collins, a las que prestó las armas, para que más tarde las utilizaran.
Sin embargo, en general, Churchill comprendía que no había marcha atrás y hacía todo lo posible para que el acuerdo funcionara. Se mostró firme con el asesinato por parte del IRA, en junio, de sir Henry Wilson, en uniforme de mariscal de campo y en la escalinata de su casa de Eaton Square. Fue imparcial al tratar con los incidentes en la frontera con el Ulster. Y llevó el asunto irlandés en la Cámara de los Comunes con autoridad y aplomo. Esto fue esencialmente lo que le llevó a felicitarse por su actuación en la sesión de 1921-1922.
También fue la última sesión del Gobierno de coalición y de Lloyd George como primer ministro. Churchill se tomó los síntomas de desintegración con cierta ecuanimidad. El viaje que realizaron juntos a Cannes por Navidad no había restablecido su admiración por Lloyd George como compañero de mayor categoría en una asociación constructiva. «El p. m. es singularmente dócil», escribió a Clementine desde Cannes el 4 de enero (1922). «Nunca le he visto así [...]. Me parece que tiene mucha menos vitalidad que antes».18 Y tres semanas más tarde: «No siento la menor confianza en la opinión de L. G. ni me interesa nuestra posición naval racional. Cualquier cosa que sirva al estado de ánimo del momento & el estruendo de los ignorantes & los periódicos flexibles es suficientemente bueno para él».19 Al mismo tiempo, vivían estrechamente en compañía el uno del otro, casi de forma poco saludable. Una semana después escribía a Clementine, que a su vez se hallaba en el sur de Francia: «Cené con Jack & Goonie [su hermano y cuñada] anteanoche, pero generalmente (3 de las últimas 4 noches) cenamos juntos el p. m., F. E. [Birkenhead], Max [Beaverbrook] & yo».20 (Per contra, durante los dos años y medio en que fui principal ayudante de Harold Wilson, y posible sustituto, en 1967-1970, nunca cené ni almorcé con él, salvo en algún banquete oficial. Probablemente, el punto medio sería lo óptimo.)
Sin embargo, Churchill retuvo por completo su licencia de ofrecer al primer ministro consejos francos y a menudo sensatos. En una etapa durante las negociaciones irlandesas, Lloyd George, oprimido por la oposición tory y las intrigas irlandesas, estuvo en parte tentado de arrojar la toalla y dimitir, sin duda movido en parte por la reacción infantil del «lamentarán cuando me haya muerto (o marchado)». Churchill le dijo con firmeza: «La mayoría de los hombres se hunden en la insignificancia cuando dejan el cargo. Los hombres muy insignificantes adquieren peso cuando lo obtienen [...]. La ilusión de que no puede formarse un gobierno alternativo es perenne».21
En abril, la Conferencia de Génova, celebrada para llegar a un acuerdo con Rusia y permitir la rehabilitación económica de Alemania, fue tan mal que los alemanes y los rusos hicieron una excursión de un día a Rapallo, a treinta kilómetros por la costa, y concertaron un acuerdo comercial por separado que despertó grandes temores en Occidente. Churchill recordó a Lloyd George el consejo que le había dado dos años antes: «Desde el armisticio, mi política habría sido: “¡Paz con el pueblo alemán, guerra a la tiranía bolchevique!”. De buena gana o de forma inevitable, ha seguido usted algo m. próximo a lo contrario».22
En el siguiente y último contratiempo del Gobierno de coalición, sin embargo, Churchill estuvo muy al lado de Lloyd George, sobre todo debido a su belicosidad natural en una crisis, aunque no demostró ser un auxiliar con tacto. Se trataba de la confrontación de Chanak de septiembre de 1922. El Tratado de Sèvres con los turcos (uno de los tratados subsidiarios del de Versalles) había entregado grandes partes de Asia Menor a los griegos. Lloyd George siempre fue excesivamente favorable a los griegos, pues creía que prácticamente eran una raza guerrera celta de las montañas. Sin embargo, sus cualidades guerreras no eran suficientes para este papel y, en el verano de 1922, Mustafá Kemal, el fundador de la moderna Turquía, empujó a la mayoría de los griegos al Egeo y amenazó a la pequeña guarnición británica de Chanak en los Dardanelos, cosa que implicaba que los estrechos del Mar de Mármara y después Constantinopla y el Mar Negro se cerrarían. No había una combinación de tierra y agua tan nítida y traumáticamente grabada en la mente de Churchill. Los litorales estaban cubiertos con los huesos de los que habían caído en 1915, y también con los esqueletos de su temprana y considerable reputación. Pero estaba dispuesto a apoyar al primer ministro, si era necesario, en caso que se produjera otro conflicto allí. Una vez más, como en Rusia, sobreestimó en gran medida el deseo del pueblo británico, y aún más de los dominions británicos, de participar en otra guerra (aunque fuera pequeña) menos de cuatro años después del armisticio. La tarea particular de Churchill consistía en reunir el apoyo de los dominions, y no lo hizo bien. Su única excusa era que los primeros ministros, desde Wellington hasta Ottawa, eran bastante lentos con sus máquinas descifradoras. Como consecuencia de ello, un comunicado de compromiso, emitido por Lloyd George pero redactado por Churchill, fue publicado antes de que ellos hubieran recibido sus telegramas. No quedaron satisfechos. Por fortuna, los turcos accedieron a no atacar la zona británica de Chanak sin, en una vieja frase churchilliana, «poner a prueba estos graves asuntos».
Fue la última demostración del aventurismo de Lloyd George. Cinco semanas más tarde la coalición había muerto, asesinada por una «revuelta de campesinos» conservadora contra el primer ministro que hacía malabarismos sobre la base de su mayoría. Churchill pudo intervenir poco en este drama final. Fue un asunto del Partido Conservador, y él, al menos nominalmente, aún era liberal. Y, además, quedó excluido por el hecho de que había sufrido una aguda apendicitis y le tuvieron que extirpar el apéndice (lo que no era una operación insignificante en aquella época) el día antes de que Lloyd George fuera despojado de su cargo de primer ministro. Lloyd George nunca volvió a ocupar un cargo. El destino de Churchill fue mucho menos radical, pero jamás volvió a hacerlo como liberal.