El freno puesto a Churchill fue grave; y en ciertos aspectos, dado su temperamento veleidoso, con fuertes oscilaciones depresivas así como una energía desbordante, la sorpresa es que se recuperó muy bien de ello. Pero no hay que minimizar la caída. «¡Estoy acabado! —dijo a lord Riddell, el propietario del News of the World, al que un sorprendente número de políticos elegía como confidente—. Acabado respecto a todo lo que me importa: la guerra, la derrota de los alemanes».1 Y Clementine Churchill, reflexionando muchos años más tarde (con Martin Gilbert) sobre la pesadilla inmediata de su caída, dijo tan solo: «Creí que [él] moriría de pena».2
Por muchas noches sombrías que pasara cuando estaba solo, su conducta pública no era la de un animal herido que quiere arrastrarse hasta los arbustos para esconderse. Más bien tenía ganas de aferrarse a todas las actividades públicas que aún se hallaban a su disposición. Un poco como su padre, quien tras su dimisión el 22 de diciembre de 1886 permaneció en las habitaciones del Tesoro escribiendo cartas durante toda la Navidad, también Churchill continuó durante cinco o seis días, tras el anuncio del nuevo Gobierno, dirigiendo su correspondencia desde el Almirantazgo. No fue hasta el glorioso 1 de junio de 1915 cuando empezó a escribir desde lo que él consideraba la remota e insatisfactoria ubicación de la Oficina del Ducado de Lancaster, en el acceso norte al puente de Waterloo. Como solía ser habitual, casi su primera comunicación desde allí fue un memorándum de cuatro mil palabras a sus colegas sobre la situación estratégica general en los escenarios occidental y oriental. Y otro de los que envió ese día fue para Jellicoe, que había escrito una dura pero correcta carta de respeto y amistad contenida, no exactamente lamentando la partida de Churchill pero sí diciendo cuánto había hecho para la Marina.
Sin embargo, el gran acontecimiento de aquella semana fue su visita sabatina a Dundee, donde pronunció, ante una numerosa audiencia en el Caird Hall, un discurso breve (media hora) pero enérgico a sus electores. Era la primera vez que los visitaba desde que había empezado la guerra, y tardó mucho tiempo en volver a verlos. Pero el discurso fue un gran éxito, interrumpido por frecuentes estallidos de fuertes vítores, y pareció sellar satisfactoriamente su flanco del distrito electoral. La mitad del discurso lo dedicó a justificar su política naval, una cuarta parte (cosa sorprendente) a rechazar el servicio militar obligatorio en Francia (para tareas menos peligrosas en Gran Bretaña, dio a entender, podría ser aceptable), y una cuarta parte a exigir en forma de perorata un Gobierno que lanzara llamadas decisivas a la acción y un pueblo que respondiera a esas llamadas. Hubo anticipos de 1940. Concluyó, no sin grandilocuencia pero sin despertar grandes sentimientos en el público:
Vuelvan a su tarea. Miren hacia adelante, no miren hacia atrás. Reúnan de nuevo en el corazón y el espíritu todas las energías de su ser, únanse de nuevo para un esfuerzo supremo. Los tiempos son difíciles, la necesidad es horrible, la agonía de Europa es infinita, pero el poder de Gran Bretaña lanzado unido al conflicto será irresistible. Somos la gran reserva de la causa aliada, y la gran reserva ahora debe marchar hacia adelante como un solo hombre.3
Una razón por la que los Churchill tardaron en abandonar el Almirantazgo fue que no tenían dónde vivir en Londres. El ministro del Foreign Office aún era su inquilino en Eccleston Square y no tenía la intención de dejárselo disponible de inmediato. Arthur Balfour, el nuevo Primer Lord, no daba muestras de impaciencia por instalarse en la Casa del Almirantazgo—como soltero que tenía su propia casa en Carlton Gardens habría sido codicioso hacerlo—, y lo que hacía más urgente su partida era el deseo de Clementine de escapar de un ambiente que se le había hecho odioso. Aceptaron unas semanas de hospitalidad en Arlington Street por parte de Ivor Guest, que acababa de ser nombrado lord Wimborne. (En vista de la conocida antipatía que Clementine sentía por Guest, debió de ser para ella una elección terrible.) Entonces, a finales de junio, decidieron compartir la cavernosa pero espaciosa casa del número 41 de Cromwell Road, frente al Museo de Historia Natural, donde su cuñada lady Gwendeline (o Goonie) Churchill había sido instalada con sus dos hijos por su esposo Jack antes de partir, como oficial del Estado Mayor, hacia los Dardanelos. La situación de la casa, actualmente espantosa por el tráfico de la principal salida occidental del centro de Londres, se hallaba en un territorio marginalmente elegante, pero la casa en sí, si bien era más grande, poseía aún menos encanto que Eccleston Square. Ambas familias, que se llevaban muy bien—y siguieron haciéndolo—, se sentían atraídas por el ahorro que suponía el hecho de compartir. A Churchill, sin embargo, no parece que le gustara mucho la vida en este vivero conjunto. Como dijo a su hermano en una carta del 2 de octubre, pasaba la mayor parte de sus noches en Londres en la casa de su madre, en el número 72 de Brook Street, Mayfair.
Algo que aumentó levemente los problemas de Winston Churchill fue la reducción de su salario ministerial a dos mil libras como consecuencia de su traslado al ducado. (Sin embargo, al cabo de unos meses se apoderó del Gobierno un espíritu de equidad en tiempos de guerra y se unificaron los salarios de todo el Gabinete, que ascendieron a 4.057 libras para todos, tal vez el equivalente de 150.000 libras de la actualidad. Tras la guerra volvieron a la pauta anterior, de modo que Stanley Baldwin, cuando aceptó el puesto de número dos en el Gobierno Nacional de 1931, aunque era el líder del mayor partido solo ganaba dos mil libras como Lord Presidente del Consejo —en oposición a las cinco mil de casi todos los demás ministros—, en una época en que su riqueza procedente del hierro y del acero estaba gravemente mermada.) El dinero era un problema del que Churchill siempre creía estar por encima, y el cambio no impidió que aquel verano alquilara una casita en el campo. Se trataba de Hoe Farm, cerca de Godalming, en Surrey, y la había alquilado antes de su fracaso. Era una casa solariega menor de estilo Tudor y no una granja, situada en un valle apartado de aquella zona rural llena de recovecos pero ya semiurbanizada. «Vivimos con mucha sencillez [aquí]—escribió a su hermano el 19 de junio—, pero con todas las cosas esenciales de la vida bien entendida & bien abastecidos: baño caliente, champán frío, guisantes de temporada & brandy añejo».4
Hoe Farm tenía un gran jardín que fue escenario de uno de los hitos de la vida de Churchill. Un fin de semana de junio, mientras aún estaba desorientado por la súbita pérdida de un alto cargo ejecutivo—«como una bestia marina pescada de las profundidades o un buceador sacado de pronto del agua» fue su propia descripción—,5 tropezó con la hermosa Goonie, que pintaba acuarelas. Ella lo convenció de que cogiera un pincel y lo intentara. Él se sintió cautivado, aunque el arte pictórico hasta entonces no había desempeñado ningún papel en su vida. (Según Clementine, hasta ese momento nunca había estado en una galería de arte. [Mary Soames, Winston Churchill: His Life as a Painter.]) La pálida delicadeza de las acuarelas no era para él. Pronto pasó al óleo, más duro. Hazel Lavery, pintora y esposa del retratista, fue de visita y le enseñó a utilizar la trementina y a escapar de la inhibición y ser audaz aplicando la pintura en buenos colores atrevidos. Esto aumentó su placer en gran medida y convirtió la pintura en una ocupación absorbente hasta casi el final de los cincuenta años de vida que le quedaban. Alcanzó una considerable habilidad y, como observó perceptivamente Violet Bonham Carter durante muchos años, era la única ocupación a la que se entregaba en absoluto silencio. De forma más inmediata, este nuevo pasatiempo lo tranquilizó y le ayudó a aceptar sus escasas perspectivas políticas.
No es que Churchill optara por no participar en la política. Al contrario, estaba ansioso por agarrarse a la más mínima influencia que pudiera ejercer desde su modesto cargo, que apenas le daba trabajo. Lo único que le redimía era el hecho de formar parte del Consejo de la Guerra, ahora llamado Comité de los Dardanelos, cuyo número de miembros al principio era de solo nueve, aunque con bastante rapidez llegó a trece o catorce. Seguía sin haber notas del Gabinete, pero el coronel Hankey ya las estaba guardando meticulosamente para el cuerpo de subordinados. Éstas muestran que en las reuniones de junio Churchill intervino solo con menor frecuencia que Kitchener, significativamente más que Balfour (su sucesor en el Almirantazgo) y mucho más que el primer ministro o cualesquiera de los otros seis miembros, entre los cuales solo Curzon, en el cargo de sinecura más importante de Lord del Sello Real, figura en el marcador.
A mediados de junio, Churchill escribió a Edwin Montagu como secretario financiero del Tesoro para pedirle un cuartel general de batalla avanzado cerca de Whitehall en el que instalarse, un secretario particular (había conservado a Edward Marsh) y un taquígrafo y un mensajero, porque «la Oficina del Ducado de Lancaster es, como usted sabe, muy inadecuada» para su «duro» trabajo en el Gabinete y en el Consejo de la Guerra.6 «Duro» puede que fuera una exageración, pero la petición era modesta y obtuvo una pequeña suite en el número 19 de Abingdon Street, frente a la Cámara de los Lores. Procediendo de un hombre que había estado utilizando tan recientemente la Sala de Juntas del Almirantazgo, la magnífica residencia contigua y la cubierta del Enchantress, era una triste petición.
En julio consideró que tenía que partir en una misión de tres semanas para discutir con el general Hamilton y el almirante De Robeck, los mandos locales en el teatro de los Dardanelos, en el lugar de la acción y a fin de informar al Gabinete. Incluso cabía la posibilidad de ampliar la visita a Bulgaria y Rumania, dos países que Churchill llevaba tiempo pensando que tenía la misión especial de hacerlos participar en la guerra en el bando aliado. No está claro quién tuvo la idea, probablemente el propio Churchill, pero fue calurosamente apoyada, quizá por diversos motivos, por Asquith, Balfour, Kitchener y Edward Grey. Churchill estaba entusiasmado con la idea, aunque de un modo curiosamente apocalíptico, dada su indiferencia normal al peligro personal. El 18 de julio escribió a Asquith: «Por supuesto, tendré cuidado de no correr riesgos innecesarios; pero no me será posible apreciar la situación sin llegar a la península de Gallípoli y, por lo tanto, ponerme al alcance del fuego. Si me ocurriera alguna desgracia, considero que mi esposa debería recibir la pensión prescrita para la viuda de un general; & confío en que usted se ocupe de ello».7 El día anterior había escrito una carta aún más sombría a Clementine, que le debía ser entregada solo si él moría. Los dos primeros párrafos se referían al dinero y, por lo tanto, eran bastante aburridos. El tercer párrafo era en cierto modo una actuación, sin duda una dramatización, pero no obstante proporcionaba una visión sumamente cargada de cómo se veía él a sí mismo y su matrimonio, todo ello escrito en una prosa resonante:
Quiero que cojas todos mis papeles, en especial los q. se refieren a mi administración del Almirantazgo. Te he nombrado mi única albacea literaria [...]. No hay prisa, pero algún día puede q. quiera que se conozca la verdad. Randolph recogerá la antorcha. No llores demasiado por mí. Soy un espíritu que confía en sus derechos. La muerte solo es un incidente, & no el más importante q. nos sucede en este estado del ser. En conjunto, en especial desde que te conocí, querida, he sido feliz, & me has enseñado lo noble que puede ser el corazón de una mujer. Si existe otro lugar te esperaré. Entretanto, mira hacia adelante, siéntete libre, disfruta de la vida, cuida a los niños, recuérdame. Que Dios te bendiga.
Adiós.
W.8
A continuación llegó la desilusión, pues jamás se fue. El lunes 19 de julio, Churchill llegó a Londres procedente de Hoe Farm con la intención de partir hacia el Mediterráneo oriental el martes. Hankey, por deseo de Kitchener, aprobado por Asquith, tenía que acompañarlo. Esto puede que no coincidiera con los deseos espontáneos de Churchill, pues hasta cierto punto era ponerle un perro guardián, pero era un acto irritante menor que estaba dispuesto a aceptar de buen grado. Se encontraba en Downing Street despidiéndose de Asquith, Kitchener y Grey cuando llegó Curzon y manifestó su sorpresa al oír la noticia de la misión de Churchill, pero le deseó buena suerte. Sin embargo, con la tendencia a la lengua viperina que estropeaba las grandes dotes y aún mayores ambiciones de Curzon, y que sin duda constituiría un factor para no ser primer ministro en 1923, se apresuró a informar a sus colegas del Gabinete conservador, lo cual provocó que impusieran lo que en realidad era un veto a que Churchill fuera como emisario del Gabinete. En cuanto se enteró de esto, Churchill se retiró. No se iría si no se lo pedía un Gabinete incondicional al cien por cien. Su retirada fue un alivio para Asquith, quien no quería discutir sobre el tema. Fue una humillación más para Churchill.
Tras este revés, iba a permanecer en el Gobierno durante otras dieciséis semanas. En cierto modo fueron parte de un largo camino colina abajo hacia la dimisión, aunque tenía diferentes pendientes y suficientes recovecos y curvas como para que el destino con frecuencia quedara fuera de la vista. Tendía a discutir consigo mismo si estaba justificado el que permaneciera en Londres si llevaba un estilo de vida civil. Así, el 20 de septiembre escribió al coronel Jack Seely, el valiente boy scout de mediana edad que como ministro para la Guerra había tenido una actuación tan desastrosa durante el «motín» de Curragh en la primavera de 1914 pero que en aquellos momentos mandaba con éxito la Brigada de Caballería Canadiense: «Me resulta odioso permanecer aquí viendo la indolencia & la insensatez con pleno conocimiento & sin tener ocupación»,9 y en octubre a su hermano: «Aquí con pleno conocimiento [una frase recurrente] & ahora mucho tiempo en mis manos es detestable. Pero de momento éste es mi puesto».10
Él se veía, natural y razonablemente ya que inició esa responsabilidad, como el miembro del Gabinete para la estrategia de los Dardanelos y para aquellos, desde el general Ian Hamilton hacia abajo, que se entregaron peligrosamente a esa empresa que finalmente resultó inútil, perdiendo en algunos casos su reputación y en demasiados otros la vida. Esto le proporcionó la posibilidad de realizar un papel útil hasta bien entrado el mes de agosto. El 25 de abril, Hamilton había efectuado sus primeros desembarcos en Gallípoli con la 29ª División y el cuerpo del Ejército australiano y neozelandés. Habían sufrido muchas bajas, pero habían logrado mantener pie firme hasta el 6 de agosto, cuando tuvieron lugar los desembarcos de refuerzo del XI Cuerpo en Svula. Una vez más las bajas fueron muy numerosas. Al cabo de cuatro o cinco días era evidente que, en palabras de Jack Churchill, que se encontraba allí, «la posibilidad de un auténtico golpe ha desaparecido, me temo». Quizá por una falta de iniciativa casi criminal por parte de los generales subordinados de Hamilton, el ataque quedó atascado. Lo único que se había conseguido era otro precario punto donde poner el pie. La ironía suprema fue que esta gran estrategia de flancos, que había dominado atrevidamente la mente de Churchill, entrenada en la caballería, durante los anteriores ocho meses, hubiera desembocado en un punto muerto que, aunque menor, provocaba tantos muertos como el del frente occidental, al que se suponía era la alternativa imaginativa, fluida y de pocas víctimas.
La reacción leal de Churchill fue instar al Comité de los Dardanelos a enviar más refuerzos a Hamilton. Su interés por los Dardanelos se había vuelto tan obsesivo que pasó por alto el precepto militar, normalmente sensato, de no agravar un fracaso. Sin embargo, leyendo las notas de esas reuniones llenas de divagaciones y de desaliento del Comité, es difícil no sentir simpatía por los desolados y mordaces comentarios de Bonar Law, que había asumido el papel del mayor escéptico. El 19 de agosto dijo que «[sir Ian Hamilton] siempre estaba casi ganando».11 El 27 de agosto preguntó si «Hamilton se suponía que actuaba a la defensiva o si iba a seguir sacrificando a hombres [las bajas ya eran aproximadamente cuarenta mil] sin una posibilidad de éxito».12 Churchill debió de percatarse de esto, pero estaba atado de pies y manos. Volvió a echar la culpa a la escasa capacidad de tomar decisiones del Comité de los Dardanelos y aún más al Gabinete. Aunque soy muy asquithiano y escéptico en cuanto a la medida en que la dirección de la guerra mejoró bajo Lloyd George, no obstante me asombro al leer las notas del Comité de los Dardanelos. Éste, más de lo que su nombre indica, era el cuerpo directivo estratégico central de la época. No había otro. Sin embargo, era un foro para el fluido intercambio de opiniones y no para tomar ninguna decisión importante. El tono era de buen humor cuando, excepcionalmente, había noticias favorables, y más a menudo de mal humor cuando no era así.
El Comité decidió hacer volver a Hamilton a mediados de octubre. Una parte considerable de este asunto la desempeñó Keith Murdoch, a la sazón un joven corresponsal del Sydney Sun, que llegó a ser propietario de un importante periódico australiano y padre de un magnate de la prensa más internacional que fue su hijo Rupert, nacido en 1931, mucho después de que Keith Murdoch hubiera regresado de los peligros de los Dardanelos. La importancia de Keith Murdoch en las circunstancias derivan de la fuerte presencia australiana (y las bajas) en Gallípoli. Robert Donald, el editor del Daily Chronicle (liberal), escribió a Churchill sobre él en unos términos interesantes pero reservados:
Mr. Murdoch no finge poseer ningún conocimiento militar. Cuando lo interrogué sobre los detalles de su informe me dio respuestas bastante evasivas. Es bastante evidente que no ha visto las cosas que describió ni posee ningún conocimiento personal de los hombres a los que ha condenado. Su información era en gran medida de segunda mano. No digo que gran parte de ello no sea correcto o que algunas de sus críticas no estén justificadas, pero mi sensación personal sobre él es que sus declaraciones deben ser aceptadas con cautela.13
Tendencioso o no, el informe de Murdoch, que envió a Asquith, Lloyd George y el primer ministro de Australia (Andrew Fisher), empeoró las cosas para Ian Hamilton. En la reunión del Comité de los Dardanelos del 14 de octubre que tomó la decisión de hacerlo volver (y Hamilton nunca más recibiría un mando de general), Churchill se vio sin otro recurso que decir que sus dificultades habían sido «espantosas» y que confiaba en que no habría ninguna «mancha» asociada a su vuelta.
Fue prácticamente el final (temporal) para Churchill, al igual que lo era (permanente) para Hamilton. Churchill aún escribió memorándum del Gabinete y cartas de gran impacto a Asquith a principios de octubre. El día 4 propuso que Kitchener, que había sido un fracaso en el Ministerio de Guerra, sustituyera a sir John French en el mando en Francia (donde Churchill creía que debía intentarse lo mínimo posible). French debería mandar «los Ejércitos británicos contra los turcos». Lloyd George debería sustituir a Kitchener en el Ministerio de Guerra, «con el mejor & más fuerte Estado Mayor que pueda formarse. Sir Douglas Haig, a pesar de su escasa facilidad de palabra, es sin duda alguna el soldado más culto e intelectualmente dotado que poseemos».14
El problema era que, por mucho que Churchill compensara la falta de valor de Asquith, él mismo, aunque normalmente era un león, sufría un poco de la misma enfermedad. Quizá había algún temible virus rondando por Whitehall en el otoño de 1915. Los últimos cuatro párrafos, y los más efectivos, fueron recortados antes de enviar la carta. La misma vacilación se produjo cuando escribió sus dos cartas de dimisión a Asquith, las del 22 y del 29 de octubre. La primera era una simple amenaza de irse si Kitchener no era retirado del Ministerio de Guerra y sustituido por «un ministro de Guerra civil y competente, responsable en un sentido real ante el Parlamento & apoyado por el Estado Mayor más fuerte que pueda formarse».15 Kitchener no fue privado del título de ministro de Guerra, pero fue enviado a realizar una visita de un mes a los Dardanelos y otros lugares cercanos, lo cual permitió a Asquith entrometerse en el Ministerio de Guerra, como había hecho anteriormente entre el problema de Curragh y el estallido de la guerra en 1914, y efectuar una notable exhibición tardía de sus capacidades administrativas, lo que no encaja con la opinión de que para entonces se había vuelto desesperadamente letárgico y lento a la hora de tomar decisiones. Clavó la lanceta en una serie de úlceras que durante mucho tiempo habían estado supurando bajo Kitchener, incluido el importante asunto de hacer volver a French de la Fuerza Expedicionaria en Francia y sustituirlo como comandante en jefe por Haig.
Antes de que Kitchener partiera hacia el Mediterráneo oriental, Asquith también respondió a una amplia petición del Gabinete a favor de un Consejo de la Guerra mucho más pequeño. El primer ministro transmitió esta intención a sus colegas en una nota del 28 de octubre, y esto fue lo que provocó la segunda carta de dimisión que Churchill no envió. Se hallaba en una posición incómoda similar a la del mes de mayo anterior. Entonces había estado en principio a favor de una coalición, pero no si ello implicaba su propia exclusión, o en cualquier caso una exclusión parcial, de los puestos de poder. Ahora era un gran crítico de la indecisión del demasiado numeroso Comité de los Dardanelos, pero comprendía que un organismo pequeño no lo incluiría a él y que lo dejarían en su sinecura con poco más que sus nombramientos magistrales para estar ocupado. La carta que redactó mostraba algunas señales de mal genio:
Las opiniones que he expresado sobre la política de guerra constan en acta, y he visto con profundo pesar el curso que se ha seguido. No podría aceptar conscientemente la responsabilidad sin el poder. Los largos retrasos en llegar a una decisión no han sido la única causa de nuestras desgracias. La ejecución torpe & letárgica y la falta de plan y combinación de todos los asuntos militares, & de cualquier concierto efectivo con nuestros Aliados son males q. no se curarán simplemente con los cambios indicados en su memorándum, por buenos que éstos sean en sí mismos [...]. Sin embargo, hay un punto en el que quizá sería conveniente que tuviéramos una charla. Ahora es necesario que se haga pública la verdad sobre el inicio de la expedición de los Dardanelos.16
No importa que no enviara esta carta, curiosamente redactada en papel de carta del Hotel Claridge, pues escribió otra mucho más tensa (y definitiva) dos semanas después. Evitaba el tono de malhumorada queja que caracterizaba al borrador descartado, y también reivindicaba su política en el Almirantazgo de un modo más positivo y seguro de sí mismo, evitando la ligera insinuación de chantaje que había en la última frase del borrador. En su condición de semidesempleado en que se encontraba en verano, Churchill se había obsesionado con su historial en tiempos de guerra como Primer Lord y constantemente pedía que se publicaran las notas, telegramas y otros documentos relativos no solo a la responsabilidad compartida (con Asquith, Kitchener y, en realidad, todo el Consejo de la Guerra) en la decisión, en invierno, de emprender la estrategia de los Dardanelos, sino también al asunto de Amberes, el hundimiento de los tres Cressys y la batalla perdida del almirante Cradock en el Pacífico Sur.
No había entusiasmo por parte de Asquith, de Balfour (quien por supuesto había adquirido responsabilidades ministeriales) ni de ningún otro ministro. Era difícil esperar que, en medio de una guerra bastante desesperada, dieran la misma prioridad sobre la seguridad, la moral y, también, sin duda, por un gusto ministerial instintivo por el secreto, a la reivindicación de la reputación de Churchill que le daba éste. Como no podía garantizar una circulación más amplia, se dedicó a entregar, en particular a sus nuevos colegas conservadores (que, por supuesto, no habían tenido acceso a ellos en la época), copias de los documentos secretos pertinentes, como si fueran piezas de pornografía especialmente salaces, y esperando con impaciencia su reacción impresionada. No estaba en su mejor momento.
Sin embargo, en su auténtica carta de dimisión se libraba de esta constante autojustificación y adoptaba un tono de mayor confianza en sí mismo. Como consecuencia de esta declaración pública se pensó en general que había alcanzado un elevado tono y suscitó cartas de aprobación por parte de, entre otros, Violet Asquith (que incluso le escribió una copia del poema de Kipling «If», presumiblemente menos estereotipado entonces que en la actualidad), Edward Grey y el coronel del 4º regimiento de Húsares. Esta carta supone una ruptura suficientemente importante en su vida como para que merezca ser citada completa.
Oficina del Ducado de Lancaster
11 de noviembre, 1915
Distinguido Asquith:
Cuando hace cinco meses dejé el Almirantazgo, acepté a petición suya un cargo con pocas obligaciones para participar en la labor del Consejo de la Guerra y para ayudar a los nuevos ministros con el conocimiento de las operaciones actuales que entonces poseía en un grado especial. Los consejos que he ofrecido constan en las notas del Comité de Defensa Imperial [un término impreciso para lo que fue el Consejo de la Guerra y luego el Comité de los Dardanelos] y en los memorandos que he enviado al Gabinete; y ahora llamo su atención sobre éstos.
Estoy cordialmente de acuerdo con la decisión de formar un pequeño Consejo de la Guerra. Aprecio la intención que me manifestó hace seis semanas de incluirme entre sus miembros. Entonces preví las dificultades personales que tendría que afrontar usted en su composición y no me quejo en absoluto de que sus planes cambien. Pero con el cambio mi trabajo en el Gobierno llega a su fin de forma natural.
Sabiendo lo que sé respecto a la situación actual y el instrumento de poder ejecutivo [una frase oscura], no podría aceptar un puesto de responsabilidad general para la política de guerra sin una participación efectiva en su guía & control. Incluso cuando las decisiones de principio se toman correctamente, la rapidez y el método de su ejecución son factores que determinan el resultado. No me siento capaz en tiempos como éstos de permanecer en una situación de inactividad bien pagada. Por lo tanto, le pido que someta mi dimisión al rey. Soy un oficial y me pongo sin reservas a disposición de las autoridades militares, observando que mi regimiento está en Francia.
Tengo la conciencia clara, lo que me permite asumir con serenidad mi responsabilidad respecto a acontecimientos pasados.
El tiempo vindicará mi administración del Almirantazgo y me asignará la debida participación en la vasta serie de preparativos y operaciones que nos han asegurado el dominio completo de los mares.
Con mucho respeto y una amistad personal inalterada, me despido de usted.
Muy sinceramente,
Winston S. Churchill.17
La exposición de su dimisión en la Cámara de los Comunes el lunes 15 de noviembre también fue bien, a diferencia de su siguiente intervención parlamentaria cuatro meses más tarde. Una vez más, Violet Asquith iba a ser generosa en sus alabanzas: «Su discurso me pareció intachable; pocas veces me he conmovido más. Fue un discurso bonito y generoso. Cuánto le agradezco lo que dijo sobre ese perverso viejo lunático».18 El «perverso viejo lunático» era, huelga decirlo, Fisher, no el padre de Violet, aunque Asquith pronto se convirtió en el blanco preferido de las críticas de Churchill. Desde un ángulo político diferente, Sunny Marlborough se mostró casi igualmente entusiasmado, aunque adoptó una opinión diferente del párrafo sobre el «viejo lunático». «Ha sido una excelente exposición de su caso y me alegro—escribió el duque—. Me habría gustado, sin embargo, que hubiera omitido la parte en que criticaba a Fisher».19 No es difícil adivinar cuál de estas dos cartas prefirió Churchill, pues es una regla casi absoluta el que, cuando una carta de alabanza general contiene una parte de crítica, es la crítica y no la alabanza lo que permanece en la mente de quien la recibe.
El discurso de Churchill, aparte de su crítica a Fisher, que aunque severa fue digna («No recibí del Primer Lord del Mar ni una orientación clara antes del suceso ni, después, el firme apoyo que tenía derecho a esperar»), no era vengativo y sí decidido con respecto al futuro. «No hay razón para desanimarse respecto al progreso de la guerra. Ahora estamos pasando unos malos momentos, y probablemente empeorarán antes de mejorar, pero mejorarán si resistimos y perseveramos, no me cabe ninguna duda».20 Pero en muchos sentidos lo más notable fueron los aspectos negativos y no los positivos. No se lanzó a vituperar a Asquith o a sus antiguos colegas. Como consecuencia de ello, se marchó, por mucha amargura que hubiera en su corazón y en el de Clementine, con superficial buena voluntad. No había insultado a los asquithianos ni, recientemente, a los conservadores. El propio Asquith, en el debate que siguió a la exposición de su dimisión, se mostró cortésmente amistoso, y Bonar Law lo fue un poco más: «Entré en el Gabinete, por decirlo con suavidad, sin ningún prejuicio en favor del honorable caballero [...], pero digo deliberadamente que, en mi opinión, en poder mental y fuerza vital es uno de los hombres más destacados de nuestro país».21 Y escribió a Asquith para sugerirle que Churchill podría ser enviado a África Oriental, presumiblemente como comandante en jefe y, por lo tanto, como teniente general.
El almuerzo de despedida en el número 41 de Cromwell Road al día siguiente, si bien contuvo elementos de un velatorio aún tuvo más los de un Fest Churchill-Asquith. Violet Asquith asistió, y también, lo que era aún más sorprendente, Margot Asquith. Evidentemente, Clementine estaba presente y también lo estuvieron su hermana Nellie Hozier, Goonie Churchill y Eddie Marsh. Como anotó Violet, la mayoría tenía «el corazón en un puño», pero «solo Winston estaba de lo más alegre y en su elemento, y él y Margot acapararon la atención de la mesa entre los dos».22 Es difícil pensar, en cualesquiera circunstancias, quién habría podido competir con ese dúo.
En la mañana del 18 de noviembre, Churchill cruzó el Canal para unirse a su regimiento de voluntarios de caballería anterior a 1914 de los Húsares de Oxfordshire. La rapidez con que pudo arreglar su incorporación y su traslado fue notable; fue su viejo toque de la Fuerza de Campo de Malakand o de Omdurman. Partió como comandante. Nadie sabía hasta dónde y con qué rapidez ascendería en cuanto llegara.