La capacidad de Churchill para poner en práctica su política de gran Marina, que constituyó el factor más importante de su identidad política, dependió básicamente de sus relaciones con sus principales colegas del Gabinete. ¿Cómo se desarrollaron éstas durante este período? Los dos ministros más importantes después del primer ministro fueron Lloyd George y Edward Grey. Esto se debió en parte a la fuerza de sus personalidades, muy opuestas. Ninguno de ellos era un hombre corriente, y la dimisión de cualquiera de ellos habría desestabilizado gravemente al Gobierno. Las únicas ocasiones posteriores en que los dos cargos se han encontrado en manos igualmente equilibradas pero opuestas fue en el Gobierno de Baldwin de 1924-1929 con el propio Churchill en el Tesoro y Austen Chamberlain en el Foreign Office; y (más claramente) en esa parte del Gobierno de Attlee (1947-1950) en que los dos puestos fueron ocupados por Stafford Cripps y Ernest Bevin.
Hasta el verano de 1911 Churchill había estado mucho más próximo a Lloyd George que a Grey. Eran aliados radicales y sus temperamentos extravagantes y veleidosos encajaban mejor. A partir de entonces, la nueva proximidad de Churchill con Grey desvió el equilibrio de Lloyd George. Churchill llegó a considerar a Grey un compañero natural en el Gabinete: apoyó el compromiso no explícito de Grey con Francia, y Grey apoyó las demandas de Churchill de presupuestos navales aún más elevados. Y ambos estaban impacientes, Grey con un poco de cautela y Churchill con menos inhibición, por cimentar la confluencia de intereses con calor personal. Pero no fue una profunda amistad basada en la afinidad natural. Eran colegas y aliados circunstanciales. Al dejar los Gobiernos de Asquith, Churchill en 1915 y Grey en 1916, ninguno de los dos felizmente, apenas volvieron a verse en los restantes diecisiete años de vida de Grey.
Con Lloyd George, los anteriores cambios de interés se invirtieron. Un Primer Lord del Almirantazgo que gasta sin reserva es un adversario natural para un ministro de Hacienda. Además, Lloyd George creía que Churchill había perdido interés en los temas que los habían unido y que se había obsesionado con la Marina. Se dice que se burlaba de él por haberse convertido en una «criatura acuática». «Cree que todos vivimos en el mar, y dedica todos sus pensamientos a la vida del mar, los peces y otras criaturas acuáticas. Olvida que la mayoría vivimos en tierra».1 No obstante, la afinidad natural entre Lloyd George y Churchill siguió siendo un poderoso factor que compensó esta situación. Y en 1912-1913 esto se vio reforzado por un contratiempo político predominante durante un tiempo. Se trató del escándalo Marconi, que estuvo a punto de destruir la carrera de Lloyd George. Implicó también a otro ministro (Rufus Isaacs), así como a un ex ministro (el Master of Elibank), y arrastró a Churchill, sin la más remota justificación, a su nociva influencia.
Como director general de Correos, Herbert Samuel cerró en marzo de 1912 un acuerdo con la Marconi Company para crear estaciones de telegrafía sin hilos en todo el Imperio. La alegación de que era incorrecto surgió porque el director general de la Marconi Company era Geoffrey Isaacs, hermano de Rufus Isaacs, el fiscal del Tribunal Supremo. Esto estuvo acompañado de rumores según los cuales tres ministros habían tenido un gran éxito financiero especulando con acciones de la Marconi. Samuel era totalmente inocente. Jamás había tocado ninguna de estas acciones, y la principal razón de intentar involucrarlo eran las sugerencias antisemitas que se cernían en torno al tema. Juntar a un Samuel y dos Isaacs en una madeja de transacciones que rozaban el mundo de las altas finanzas resultó irresistiblemente atractivo para Hilaire Belloc, G. K. Chesterton y su hermano Cecil. Hicieron escaramuzas en torno al caso, además de ser, al menos en los dos primeros casos, los mejores rimadores del período, y estaban obsesionados con lo que ellos veían como conspiraciones de los judíos de todo el mundo.
Rufus Isaacs era el principal comprador y pasó importantes paquetes de acciones al Master of Elibank (Liberal Chief Whip en la época de la transacción) y a Lloyd George. (El Master había dimitido del Gobierno en agosto de 1912, cuando le fue otorgado el título de lord Murray de Elibank. Poco después partió en una larga visita al incierto destino de Bogotá, y no estuvo disponible para el Comité de Investigación que se ocupó del asunto. Esto hizo que la frase «se ha ido a Bogotá» se convirtiera en una frase burlona antiliberal.) Elibank había especulado en parte por sí mismo y en parte con fondos políticos del Partido Liberal, lo que posteriormente, como es natural, añadió leña al fuego. Pero, con mucho, el mayor objetivo fue Lloyd George, el ministro de Hacienda, que era el flagelo de las clases adineradas y símbolo de la pureza celta no conformista que iba contra la autoindulgente codicia de la plutocracia metropolitana. Era un ave muy suculenta para ser cazada, comparable a echar una red en torno a Gladstone, Baldwin o Bripps, y muchos tories babearon ante la idea de la comida que les esperaba. En realidad, ninguno de los ministros había comerciado con las acciones de la British Marconi Company, que era la única beneficiaria del contrato. Pero habían especulado con los de su prima norteamericana. Aunque los accionistas de la empresa norteamericana no recibieron beneficios de la empresa británica, sus acciones tendieron a subir o bajar, por simpatía aunque de modo irracional, con las de la compañía británica. Al final ninguno de los ministros, y ni siquiera con fondos del Partido Liberal, ganó dinero con una serie de complicadas transacciones. Pero la intención había sido asegurar unas ganancias especulativas de acciones volátiles, que llamaban la atención, aunque la ejecución había sido incompetente.
La principal culpa de los ministros, sin embargo, no fue la codicia o la incompetencia, ni la elección de inversiones inadecuadas, sino la suppressio veri. Tras una serie de rumores durante el verano de 1912, en el mes de octubre la Cámara de los Comunes consideró la posibilidad de plantear una moción para crear un Comité de Investigación que se ocupara del asunto. Tanto Lloyd George como Isaacs intervinieron en el debate para negar categóricamente que hubieran tenido ningún interés, directo o indirecto, en la English Marconi Company. Lo que dijeron era formalmente correcto, pero omitieron informar a la Cámara de sus transacciones norteamericanas. Éstas no salieron a la luz hasta principios de 1913, cuando Isaacs y Samuel emprendieron con éxito una demanda por difamación (en los juzgados ingleses) contra el periódico parisiense Le Matin. Esta nueva revelación creó, cuanto menos, una impresión desfavorable que contrarrestó considerablemente el efecto del éxito de la demanda por difamación. El Comité de Investigación se prolongó hasta el verano, cuando su mayoría liberal al final presentó un informe exculpatorio que, ayudado por un generoso y potente discurso de Asquith, fue aceptado de mala gana por la Cámara, pero solo tras un duro debate y una división de las líneas del partido.
El papel de Churchill en el asunto fue al menos triple. En primer lugar, fue el quinto ministro contra el que se dirigieron los rumores sin fundamento. Como consecuencia de ello, fue llamado a comparecer ante el Comité de Investigación. Sus miembros probablemente lamentaron esta decisión. Churchill los denunció con firmeza:
¿He de entender que toda persona, ministro o miembro del Parlamento, cuyo nombre es mencionado por el actual rumor y propuesto por un testigo [el editor del Financial News] que dice que no lo cree, debe ser convocado ante ustedes para negar categóricamente acusaciones que, como he señalado, han sido muy ofensivas por el hecho de que el ministro en cuestión, según se sugiere, ha ocultado hasta este momento cuál era su postura? [...]. Me apena indeciblemente que un Comité de compañeros de la Cámara de los Comunes haya considerado correcto prestar su sanción a la formulación de esta pregunta. Dicho esto, procederé a responder a su pregunta. Nunca, en ningún momento, en ninguna circunstancia, directa o indirectamente, he efectuado ninguna inversión ni he tenido interés de ninguna clase—por vagamente que pueda ser descrito—en las acciones telegráficas de Marconi, ni en cualquier otra acción de esa clase, ni en éste ni en ningún otro país del mundo habitado.2
La segunda intervención de Churchill en el asunto iba a producir el inspirado golpe político de convencer a F. E. Smith de que compareciera por Samuel en la demanda por difamación contra el Matin, lo que a su vez condujo a que el sardónico y elocuente sir Edward Carson, líder de la intransigencia unionista en Irlanda y ex fiscal del Tribunal Supremo, compareciera por Isaacs. Esto no solo quitó parte de la carga política de un caso «político» (lo que a menudo es sensato hacer ante los jueces), sino que dejó medio coja la explotación conservadora del asunto. Aseguró a la Cámara de los Comunes el silencio de dos de los oradores tories más efectivos y avergonzó un poco a sus colegas del primer banco.
En tercer lugar, y más importante, Churchill dio muestras durante este período, tanto en privado como en público, de que seguía manteniendo una cálida amistad con Lloyd George. A finales de septiembre de 1912, justo antes del primer debate difícil en la Cámara de los Comunes, apareció en Criccieth a bordo del Enchantress y se llevó a Lloyd George con su esposa y su hija Megan a realizar un crucero por la costa oeste. En el mes de julio siguiente, tras el informe del Comité de Investigación y el vergonzoso debate en la Cámara de los Comunes, pronunció un apasionado discurso en defensa del ministro de Hacienda (y, de paso, de los otros implicados) en una cena del Club Liberal Nacional:
Pero cuando sabemos con certeza, con la madura conclusión incluso de sus más firmes oponentes, que no existe ninguna mancha en su integridad o en su carácter, ¿qué clase de canallas seríamos si permitiéramos que fueran pisoteados por una campaña de calumnias y difamación sin precedentes en los anales recientes? Y quienes creían que este suceso y el cruel sufrimiento que ha supuesto para ellos afectaría a su carrera útil en la vida pública y en el Partido Liberal poco conocían la constante, discriminante y audaz lealtad de la democracia para sus líderes. No contaron con el Club Liberal Nacional; no contaron con nuestro noble presidente [el marqués de Lincolnshire]; y no contaron con el primer ministro de este país. No contaron con la amplia aunque penetrante justicia que los grandes y este pueblo por encima de todos los demás imparten a los hombres que los han servido bien.3
Tras esta defensa general de sus colegas, que demostró que Churchill sabía actuar ante un público del Club Liberal Nacional como prácticamente nadie supo hacerlo hasta el gran discurso que pronunció en la misma sala del Club, siete años más tarde y tras la victoria de su padre en las elecciones parciales de Paisley, la amiga liberal más leal Violet Bonham Carter, pasó específicamente al principal objeto de su discurso: «El ministro de Hacienda es odiado más amargamente en ciertas clases poderosas—ciertos grupos confederados de opinión pública muy organizados—, es más amargamente odiado y más implacablemente perseguido incluso de lo que lo fue Mr. Gladstone en los grandes días de 1886».
Churchill redondeó el asunto con el más violento ataque a lord Robert Cecil, hermano de su amigo Hugh Cecil. Robert Cecil, posteriormente un pilar tan importante de la Liga de Naciones que legó su casa de Londres a Philip Noel-Baker, miembro laborista internacionalista del Parlamento, al parecer había dicho que tenía datos sustanciales pero indemostrables contra Lloyd George que no podían anotarse en el informe pero que comentaría en privado a cualquier parlamentario que se lo pidiera. «La declaración más vergonzosa jamás pronunciada por un miembro de un Comité de Investigación de la Cámara de los Comunes—tronó Churchill—. Y si algo pudiera hacerla más odiosa y despreciable es que haya sido expresada por alguien que ha estado apareciendo, fraudulentamente, como un hombre imparcial y de mentalidad justa y que ha prestado una falsa impresión de cultura caballeresca al trabajo sucio que se había propuesto realizar».4
Lloyd George en aquella época era muy vulnerable, pero no fue la retórica de Churchill lo que lo salvó. El factor crucial fue el firme apoyo del primer ministro. Asquith no aprobaba la conducta de los ministros corruptos, aunque existen pruebas de que tuvo conocimiento de las transacciones con las acciones norteamericanas en la época del debate de octubre (1912). Fue «lamentable» y «tan difícil de defender», le dijo al rey,5 y a Venetia Stanley le habló de «ciertas locuras q. Rufus Isaacs y Ll. George han cometido».6 No obstante, no lo consideró un asunto que mereciera una dimisión. Nunca había tenido simpatía por el hecho de ganar dinero, aunque le gustaba llevar un estilo de vida generoso y no podía evitar que su esposa gastara un dinero que no poseían. Su actitud quedó ilustrada por su precisión verbal durante una reunión de ministros en tiempos de guerra cuando se informó de que una firma comercial muy conocida había obtenido unos beneficios extraordinarios con algún acuerdo comercial. «Repugnante», dijo Asquith, después de que un colega más partidario del mercado libre defendiera el acuerdo diciendo que no era deshonroso, que así era como funcionaba el mercado. «No he dicho “deshonroso”—fue el comentario concluyente de Asquith—, he dicho repugnante».7 Y así descubrió las actividades de Marconi. Pero nunca fue severo con las fragilidades de los demás, y sin duda no deseaba debilitar a su Gobierno perdiendo a un ministro de Hacienda del instinto de Lloyd George.
Así que salvó al hombre que, tres años y medio más tarde, iba a provocar el fin no deseado de su prolongado desempeño del cargo de primer ministro y a sustituirlo en el puesto. (Evoca un poco, aunque con muchas variaciones de carácter y circunstancias, el recuerdo de Edward Heath de que consideró echar de su Gobierno a Margaret Thatcher cuando en 1971 ella tuvo una gran impopularidad como «Mrs. Thatcher, milk-snatcher».) No cabe duda del valor de la protección que Asquith proporcionó a Lloyd George. Lo hizo con firmeza y autoridad. Pero lo hizo sin calor. Su tono fue muy bien captado por un comentario posterior al asunto Marconi registrado por Masterman, cuando ambos estaban sentados en el banco de los ministros escuchando una intervención de Lloyd George. «Creo que las alas del ídolo están un poco astilladas», dijo el primer ministro. «Un poco astilladas», repitió encogiéndose de hombros, en un gesto característico por su parte.8
Churchill, por el contrario, realizó su menos crucial acto de apoyo con calor. No fue necesario el lado céltico de la naturaleza caleidoscópica de Lloyd George para apreciarlo, pero probablemente hizo que lo apreciara más, y con ello siguió siendo un factor crucial en su relación durante las tensiones producidas en el invierno de 1913-1914, cuando los presupuestos de Churchill superaron los cincuenta millones de libras, y durante los días de finales de julio y principios de agosto del año anterior, cuando empezaron a estar en bandos diferentes respecto a si Gran Bretaña debería o no entrar en la guerra.
Respecto al efecto de su relación sobre el hecho de que Churchill consiguiera que se aprobaran sus presupuestos navales sin tener que dimitir a principios de 1914, cabe mencionar un interesante intercambio de notas de mesa del Gabinete (siempre fue una firme costumbre entre Churchill y Lloyd George) que se produjo el 1 de julio de ese año. Lloyd George escribió: «Phillip Snowden, en su carta semanal de hoy [presumiblemente un artículo publicado], dice que, de haber habido cualquier otro ministro de Hacienda, su proyecto de ley Naval habría sido recortado en millones». Churchill respondió: «¡También habría habido otro Primer Lord del Almirantazgo! Y quién sabe, si hubieran existido estas diferencias, si no hubiera habido otro Gobierno, lo que no significa necesariamente presupuestos inferiores».9
Mantener una relación amistosa con el ministro de Hacienda (o, para expresarlo en términos más brutales de Realpolitik, ser un colega al que el ministro de Hacienda no desea perder del Gobierno) es un importante capital para un ministro que gasta mucho. Pero más importante aún fue la relación de Churchill con Asquith. No se permitió que acontecimientos posteriores oscurecieran el hecho de que Asquith era un primer ministro poderoso en 1914. Había sido «jefe» durante seis años, había dirigido el Gobierno durante grandes tormentas con logros considerables y, en repetidas ocasiones, se había mostrado como un árbitro con recursos en las disputas del Gabinete. Esto lo hizo sobre todo no mediante una manipulación nimia sino con el calmado ejercicio de una autoridad natural. Se vio que tenía conocimiento y juicio, percepción y tolerancia, cualidades nunca despreciables. Esta autoridad fue reconocida como tal por los dos subordinados suyos que estaban a punto de alcanzar una fama mayor que la suya, Lloyd George y Churchill, así como por los otros ministros. Y si bien había un equilibrio de poder, temporalmente se había inclinado en favor de Asquith y apartado de Lloyd George por el asunto Marconi. Es un error creer que, cuando una persona, años más tarde, se hace más famosa que el hombre del que antes era subordinado, esto siempre debe haber sido aparente en su relación.
Durante esos años ministeriales anteriores a la guerra, Churchill trató a Asquith con espontáneo respeto. Solo hay un párrafo gravemente crítico sobre él en toda la gran efusión de notas, cartas, memorándums y otros escritos de Churchill. Se refería al alcohol, tema sobre el que Churchill, por inclinación y por temor a arrojar piedras sobre su propio tejado, en general era tolerante. Mientras estaba en el Ministerio de Interior, escribió a su esposa, el 22 de abril de 1911:
El jueves por la noche, el p. m. estuvo m. mal & y me sentí violento. Apenas podía hablar, y mucha gente reparó en su estado. Sigue siendo de lo más amistoso & benévolo, & confía en mí [en la Cámara] después de cenar. Hasta ese momento está en su apogeo, ¡pero después! Es una terrible lástima & y solo la persistente camaradería de la Cámara de los Comunes impide un escándalo. Me gusta ese viejo muchacho y admiro su intelecto & su carácter. Pero qué riesgos corre [...]. Al día siguiente estaba sereno, eficiente, tranquilo.10
¿Cuál era la actitud de Asquith hacia Churchill? ¿Hasta qué punto apreciaba el tener en sus manos a un hombre que poseía el potencial de ser la figura política más grande del siglo? Él creía que semejante florecimiento era posible, pero estaba lejos de ser seguro, quizá ni siquiera era probable; ésta debería ser probablemente la respuesta. Su admiración, real aunque parcial, estaba templada por la diversión que le producían las extravagancias de Churchill, y su aprecio, que era considerable, por estallidos de exasperación. A pesar de estos estallidos y la persistente leve queja de que Churchill hablaba demasiado, sin duda en el Gabinete y a menudo también en las situaciones sociales, Asquith prefería pasar más tiempo en su compañía que en la de cualquier otro miembro de su Gobierno. Aparte de tres cruceros en el Enchantress (dos por el Mediterráneo y uno por aguas británicas), hubo innumerables cenas en el número 10 de Downing Street o en la Casa del Almirantazgo y frecuentes domingos en el campo. Esto, a pesar de que existía una diferencia de edad de veinte años o quizá debido a ello, era mucho más de lo que veía a sus antiguos amigos Haldane y Grey. El único rival de Churchill a la hora de proporcionar diversiones al primer ministro y participar en ellas en petit comité era McKenna, y en el caso de McKenna, aunque Asquith lo puso en tercer lugar en su orden de mérito del Gabinete,11 justo por encima de Churchill y Lloyd George, pareja a la que otorgó un empate en el cuarto lugar, su esposa suponía al menos la mitad de la atracción. No era así en el caso de Churchill, pues a Clementine, como he observado anteriormente, aunque siempre era una compañía totalmente aceptable y fríamente decorativa, nunca se la consideró nada más que eso en el panteón de Asquith. El centro de atención siempre era su esposo, incluso cuando, como el 5 de febrero de 1914: «Anoche cené en casa de los Churchill. Winston dormía plácidamente en su sofá mientras yo jugaba al bridge con Clemmie, Goonie [lady Gwendeline Churchill] y el Lord Chief of Justice [Rufus Isaacs, que había sido ascendido de fiscal del Tribunal Supremo a pesar de sus pecadillos]».12
Los siguientes comentarios ilustran las leves burlas que hacía Asquith de Churchill:
Mayo de 1913 [durante un crucero en el Enchantress por el Adriático]. No hay esperanzas para Winston [en los estudios clásicos]: su comentario más sobresaliente mientras paseábamos por el Palacio de Diocleciano en Spoleto fue: «Me gustaría bombardear a ese canalla».
9 de enero 1914. [Churchill] ha estado cazando jabalíes en Las Landas y ha regresado con sus propios colmillos bien afilados y todas sus púas en buen estado.
7 de octubre 1914. La boca se le hace agua al ver y pensar en los nuevos ejércitos de K.[itchener]. «¿Hay que confiar en que esos relucientes mandos excaven basura producida con las tácticas obsoletas de hace veinticinco años?», «mediocridades, que han llevado una vida protegida adaptada a la rutina militar», etc., etc. Durante casi 1/4 de hora vertió una incesante catarata de invectivas y llamamientos, y por mucho que lo lamenté no había ningún taquígrafo que lo oyera, pues algunas de sus frases no premeditadas no tenían precio. Sin embargo, hablaba en serio en sus tres cuartas partes, y declaró que una carrera política no era nada para él en comparación con la gloria militar [...]. Es una criatura maravillosa, con un curioso toque de sencillez de escolar (a diferencia de Edward Grey) y lo que alguien dijo que era propio de los genios: «un rayo en zigzag en el cerebro».13
Este último comentario, desde luego, estaba en la línea fronteriza entre la diversión y la profunda admiración de las cualidades idiosincrásicas de Churchill. Otro comentario nos acerca más a la admiración. «No puedo evitar que me guste—escribió el primer ministro el 27 de octubre, aún en el primer otoño de la guerra—, tiene tantos recursos y no cede al desaliento: dos de las cualidades que más me gustan».14 Sin embargo, para contrarrestar esto, estaba la locuacidad implacable y centrada en sí mismo de Churchill. Así, el 8 de diciembre de 1913: «Tuvimos un Gabinete que duró casi tres horas, dos cuartas partes de las cuales fueron ocupadas por Winston». Y el 1 de agosto de 1914, que fue un Gabinete celebrado en sábado que duró dos horas y media, muy tenso, con una serie de dimisiones en el aire a medida que Gran Bretaña se dirigía hacia la guerra: «No es ninguna exageración decir que Winston ha ocupado al menos la mitad del tiempo».15 Y como comentario más general sobre sus costumbres conversacionales en oposición a las del Gabinete: «Nunca sigue demasiado a la persona con la que está hablando porque siempre está mucho más interesado en sí mismo y en sus propias preocupaciones y en sus propios temas».16
Respecto al futuro de Churchill, Asquith fue menos que presciente. Sin embargo, en vista de lo que le ocurrió a la carrera de Churchill en el cuarto de siglo que va de 1915 a 1949, el escepticismo de Asquith casi resultó acertado, y lo habría sido del todo si a la primera guerra con Alemania no le hubiera seguido una segunda. Los dos párrafos más pertinentes en las cartas de Asquith son de principios de 1915: «No es fácil ver cuál será la carrera de W. aquí —escribió el 9 de febrero—. Hasta cierto punto está envuelto por E. Grey y Ll. George y no tiene seguimiento personal: siempre está suspirando por coaliciones y extraños reagrupamientos, ideados principalmente (como uno cree) para traer a F. E. Smith & quizá el duque de Marlborough. Creo que su futuro es uno de los enigmas más desconcertantes de la política».17 Y, de nuevo, el 25 de marzo, cuando le habían dicho a Asquith que Churchill estaba intrigando para apartar a Grey del Foreign Office y poner a Arthur Balfour en su lugar:
Lo tiene [a Balfour] en el Almirantazgo noche y día, y tengo miedo de que le diga muchas cosas que debería guardarse para sí o, en cualquier caso, para sus colegas [...]. Es una lástima [...] que Winston no tenga un mejor sentido de la proporción y mayor instinto de lealtad [...]. Realmente me cae bien, pero contemplo su futuro con muchos recelos [...]. Nunca llegará a la cima de la política inglesa, con todas sus maravillosas dotes; hablar con la lengua de los hombres & de los ángeles, y pasar laboriosos días y noches en la Administración, no sirve de nada si un hombre no inspira confianza.18
Pese a estos dardos de crítica, Churchill gozó de una posición fuerte con el primer ministro hasta el estallido de la guerra y durante la misma. Asquith poseía la sensatez y la generosidad de estar orgulloso de tener a Lloyd George y a Churchill en su Gobierno y estaba decidido, subordinado a la preservación de su propia autoridad, a no perder a ninguno de ellos. Incluso cuando las cartas se habían barajado tanto que Churchill al principio había estado profundamente desilusionado por Asquith, en 1915-1916, luego había suplicado el puesto bajo Lloyd George, había entrado a formar parte de un Gobierno cuyo «cupón» de endoso (en la terminología de la época) había echado a Asquith del Parlamento en 1918 y había efectuado una transición como de cangrejo al Partido Conservador que sin duda no suscitó el apoyo o la admiración de Asquith, el antiguo primer ministro aún quedaba deslumbrado con la compañía y la conversación de Churchill. «El fastidio de las largas esperas—escribió tras la boda de lady Elizabeth Bowes-Lyon y el duque de York (el futuro rey Jorge VI) en 1923—se me aliviaba al estar junto a Winston, que se hallaba en su mejor forma y era realmente divertido. Entre dos fugas (o como se llamen) al órgano, me expuso su política de la vivienda: “Construya la casa en torno a la esposa y la madre: deje que ella siempre tenga agua hirviendo, haga que ella sea el factor central, la condición dominante de la situación”, etc., etc., en su vena más retórica».19 Y dos años más tarde, en 1925, Asquith escribió de nuevo benignamente: «A la hora del almuerzo tuvimos entre otros a Winston Churchill, que estaba en su mejor forma: es un Chimborazo o Everest entre las dunas del Gabinete de Baldwin».20
En 1913-1914, Churchill poseía, pues, las considerables ventajas de una entente de afinidad y, hasta cierto punto, de interés con Lloyd George, así como una provisión segura de afecto y medio respeto en la mente de Asquith. Necesitaba ambas cosas, pues estaba lejos de ser popular en la cola del Gabinete. Su principal enemigo era sir John Simon, un brillante y analítico abogado cuyo aspecto mojigato y actitud repelían constantemente la amistad, y que en octubre de 1913 había entrado en el Gabinete como fiscal del Tribunal Supremo. Su posición inferior en la mesa del Gabinete (en verdad era inusual que el fiscal se encontrara allí) no le impedía ofrecer consejos a Asquith prescindiendo de Churchill. «La pérdida de W. C., aunque lamentable—escribió en enero de 1914—, no supone en modo alguno una escisión del partido; en realidad, grandes presupuestos del Almirantazgo pueden llevarse a la práctica solo porque W. C. se ha ido. El partido se sentiría reforzado en su elemento radical y entre los economistas».21
Asquith no se inclinó por seguir este complaciente y estrecho consejo. Aunque acababa de ascender a Simon, e iba a hacerlo de nuevo en mayo de 1915, cuando lo nombró ministro de Interior, tenía su propia opinión de él, en modo alguno completamente favorable. Los apodos que empleaba en su correspondencia particular eran El Impecable y Sir Sympne, ninguno de los cuales era favorable. Y El Impecable era peor porque al primer ministro le gustaba embellecerlo con algún pequeño juego de palabras. «El Impecable, que [...] casi podría ser descrito como el Inevitable»,22 escribió después de uno o dos encuentros sociales dudosamente agradables. En la discusión de los presupuestos navales, su comentario sobre Simon fue que «el Impecable es el auténtico & único Irreconciliable».23 Sin embargo, había unos cuantos que estaban preparados para subirse al alto caballo moral de Simon durante al menos un breve trayecto. El 29 de enero de 1914 redactó una carta contra los presupuestos navales dirigida a Asquith que firmaron también otros cuatro miembros del Gabinete. Otros dos estaban ampliamente de acuerdo con la línea, pero no querían ser vistos demasiado próximos a Simon.
La carta consiguió socavar su propio llamamiento a la unidad y, al mismo tiempo, demostrar un astuto conocimiento del modo en que el viento empezaba a soplar. Argumentaba no solo contra las cifras del Primer Lord, sino contra «el plan que ahora sugiere, tentativamente, el ministro de Hacienda para hacerles frente». Este plan significaba dejar que Churchill obtuviera la mayor parte de lo que quería para 1914-1915 a cambio de la promesa y la perspectiva de alguna reducción en años posteriores. Ésta era la única base en la que se podía resolver la crisis sin dimisiones, pues no cabe duda de que durante sus vacaciones de Navidad y Año Nuevo de 1913-1914, en Italia y Francia, Churchill había aceptado plenamente que habría podido dimitir poco después de su regreso. (Es curioso que, aunque las dimisiones en gran parte están provocadas por la irritación que producen los colegas, es más fácil decidirse cuando se está fuera, más o menos solo, que cuando se está metido en discusiones diarias por un poco más o un poco menos.) Churchill estaba decidido a aferrarse a su petición central mínima de que se proyectaran cuatro nuevos acorazados en 1914-1915, y esto fue lo que el plan de Lloyd George básicamente le permitió. En muchos aspectos fue curiosamente similar al famoso «compromiso» de 1909, cuando la discusión entre cuatro o seis acorazados condujo al resultado de ocho.
El ahorro prometido para 1915-1916 por supuesto jamás se realizó, pues entonces era un mundo diferente. Pero entretanto se había producido un desconcertante y no del todo loable chassé-croisé por diferentes miembros de la lista de reparto. Solo Asquith, coherentemente a favor de una Marina fuerte, ya fuera bajo McKenna o bajo Churchill, pero sin creer que podía obligar con demasiada fuerza a sus colegas y seguidores a tragársela, permaneció ecuánime. Tenía un compromiso de veinticinco años con el imperialismo liberal. Grey (con Haldane, que estaba en el mismo lado) era su más viejo amigo en la política, y Churchill era el miembro joven de su Gabinete en cuya compañía disfrutaba más. No era probable que actuara contra estos afectos.
No se llegó a un acuerdo sin una buena cantidad de política de cuerda floja y mal genio entre Churchill y Lloyd George e incluso entre Churchill y Asquith. Fue Asquith quien, contando con la buena voluntad latente de Lloyd George, salvó en esta ocasión a Churchill. Esto fue reconocido generosamente por Churchill en The World Crisis, donde habló de la «infatigable paciencia del primer ministro y [...] su sólido y callado apoyo».24 La paciencia del primer ministro estaba reforzada por una excepcional percepción de cuándo las fuerzas opuestas se habían agotado a sí mismas y estarían dispuestas a aceptar, incluso con un poco de buena voluntad, el acuerdo que Asquith había querido desde el principio pero contra el cual algunos de ellos habían estado discutiendo tan agotadoramente. Esto se logró en el Gabinete del 11 de febrero.
El único tema que, desde el otoño de 1911 hasta agosto de 1914, incluso empezó a competir con la Marina por recibir la atención de Churchill fue el de la autonomía irlandesa. Fue el tema político nacional dominante del período, al menos desde el momento en que el proyecto de ley del Home Rule, liberado de la certeza de inutilidad pero condenado a lo que demostró ser la casi igual frustración de una carrera de tres vueltas por el decreto del Parlamento, empezó su primera ronda de avance en la Cámara de los Comunes con su introducción el 11 de abril de 1912. El tema irlandés siguió dominando de forma tan agotadora hasta finales de julio de 1914 que a los ministros (y otros políticos) les costó mucho, hasta un mes después del asesinato de Sarajevo y solo una semana más o menos antes de la lucha, volver su atención de lo que Churchill describió como «los lodosos caminos apartados de Fermanagh y Tyrone» a la tiranía de los planes de movilización que alentaron primero a Austria contra Serbia, luego a Rusia contra Austria, después a Alemania contra Rusia, luego a Francia contra Alemania y, finalmente, a Gran Bretaña debido a la invasión de Bélgica y por miedo a un aplastamiento alemán de Francia para avanzar como zombis hacia la guerra que destruyó la preeminencia mundial de Europa y provocó la muerte de nueve millones de sus ciudadanos.
Churchill efectuó tres intervenciones notables en la controversia irlandesa. La primera fue su visita a Belfast en febrero de 1912. Se había comprometido a hablar en el Ulster Hall de esa ciudad, la ciudadela del protestantismo de Irlanda del Norte, y que además había sido el punto de reunión, veintiséis años antes, de la intransigente declaración de apoyo a la resistencia del Ulster que realizó su padre. El plan original, para empeorar las cosas, era que Winston Churchill compartiera allí la tribuna con John Redmon, líder del Partido Nacionalista Irlandés (y también con Joseph Devlin). Como el objeto de su visita era hacer más aceptable en el Norte el proyecto de ley del Home Rule, esto no parecía sensato. En realidad, la impresión es que Churchill se había precipitado al aceptar este compromiso, probablemente persuadido por el Chief Whip (el Master of Elibank no se había marchado a Bogotá), sin pensar mucho en las consecuencias. Su colega del Gabinete, Augustine Birrell, que como secretario de Irlanda era responsable del orden en toda Irlanda y tenía que proporcionar una amplia cobertura de seguridad durante la visita, no fue consultado de antemano sobre los planos. Birrell escribió (el 28 de enero) una carta de queja bastante horrorizada, cuyo punto conciliatorio esencial fue: «Lo que creo es que si celebran un mitin a mediodía en una tienda, no se derramará sangre. Pero la moraleja es (para consumo del Master): en el futuro, dejen a Irlanda en paz».25
Para entonces, el Consejo Unionista del Ulster se había reunido y había transmitido una resolución observando «con asombro el deliberado reto planteado por la intención de celebrar un mitin del Home Rule en el centro de la ciudad leal de Belfast» y expresando su «resolución de emprender medidas para impedir que se celebre».26 Esta resolución se supuso que se trataba de una invitación deliberada a que se produjeran disturbios importantes, y en realidad hubo unos inquietantes informes de la policía respecto a que se habían «sacado de los astilleros grandes cantidades de tornillos y remaches». Esto condujo a una correspondencia muy fría entre Churchill y su primo segundo, el quinto marqués de Londonderry, cuya última aparición en la saga de Churchill había sido tratar de echarlo del Carlton Club en 1904. El plan unionista de Belfast era sin embargo un poco más sutil que provocar unos disturbios para reventar el mitin. El Ulster Hall había sido reservado por los liberales locales (de los que no había muchos) para el 8 de febrero. Los unionistas se desquitaron reservándolo para el 7 de febrero y planeando una sentada que requeriría una gran fuerza para sacarlos de allí durante las siguientes veinticuatro horas.
Incluso Churchill reconoció que era necesaria cierta medida de retirada táctica. El 13 de enero había escrito una larga y cuidadosa carta a Redmond en la que explicaba que, si bien le satisfaría hablar con él en una ciudad inglesa como Manchester, no creía que fuera sensato hacerlo en Belfast. Pero diez días después, aún decía a Clementine que «coûte que coûte a las ocho en punto el 8 de febrero empezaré a hablar sobre el Home Rule en Belfast».27 Dos días después comenzó a apartarse de esa rigidez y acabó, gracias a Birrell, a las dos de la tarde, un sábado por la tarde, en un gran entoldado erigido en los terrenos del Celtic Football Club, al final de Falls Road, en otras palabras, no en el centro de la ciudad sino en medio de la zona católica de clase trabajadora. Por fortuna, fue una tarde lluviosa en Belfast y el entoldado no era completamente impermeable. Sin embargo, lo escuchó durante más de una hora un público de cinco mil personas, que incluía al quizá un poco penitente Master of Elibank, el primo de Churchill Freddie Guest, que insistió en llevar un revólver en el bolsillo, y, cosa un poco sorprendente, Clementine Churchill.
El discurso no fue deliberadamente provocativo, aunque sí sumamente valiente, tanto por el hecho en sí de ser pronunciado como por tomar de frente la comparación con el discurso que pronunció su padre en 1886:
Adopto y repito en un sentido diferente las palabras de lord Randolph: «El Ulster peleará y el Ulster tendrá razón». Dejemos que el Ulster pelee por la dignidad y el honor de Irlanda, dejemos que pelee por la reconciliación de las razas y por el perdón de antiguos errores, dejemos que pelee por la unidad y la consolidación del Imperio británico, dejemos que pelee por la difusión de la caridad, la tolerancia y la ilustración entre ellos. Entonces en verdad el Ulster peleará y el Ulster tendrá razón.28
Fue un intento espléndido de cuadrar un círculo y mérito completo de Churchill. La cuestión que queda es por qué Clementine se encontraba allí. Había estado fuera a principios de invierno, aún semiconvaleciente del nacimiento de Randolph, pronto iba a abortar y Churchill había recibido la súplica, apasionada y racional, por parte del «Master» de que ella no acudiera. «El enemigo dirá que todos intentábamos reducir nuestras dificultades con su presencia. Su gran valor y espíritu naturalmente la impulsan a acompañarlo, pero le aseguro que es un error».29 Pero ella fue, y todos pasaron unos momentos horribles. Cruzaron desde Stranraer en un barco nocturno, viaje espantoso por las sufragistas que daban vueltas por el barco pisando fuerte y gritando «el voto para las mujeres» pasando por delante de su camarote. Entraron en Belfast en tren, procedentes de Larne, con policías cada pocos metros en toda la vía, y se quedaron cuatro o cinco horas en el antiguo Great Central Hotel. Cuando cruzaron el vestíbulo hubo gente que agitó el puño y una hostil multitud de diez mil personas se pasó la mañana gritando en la calle bajo sus ventanas (aún no había empezado a llover). Su trayecto hasta el mitin fue acompañado por más veneno aún hasta que cruzaron la línea religiosa y las amenazas se convirtieron en oleadas amistosas. El Ulster ha sido durante mucho tiempo muy sectario, pero era curioso aunque admirable que el hijo de lord Randolph y la nieta de una condesa presbiteriana escocesa se hubieran metido tanto en «el lado equivocado de la vía». Después del mitin, fueron trasladados por una ruta inesperada de nuevo a Larne, y con ello a la seguridad de Escocia. Solo pudo ser que Clementine Churchill hubiera insistido en ir, y que Winston Churchill no hubiera deseado contrariarla. Habría sido totalmente impropio del carácter del intrépido héroe de Swat, Omdurman y el tren acorazado sudafricano haberla llevado como protección.
Quizá lamentablemente, no fue a Londres desde Stranraer sino que se dirigió al norte, a Glasgow, y allí pronunció un discurso notablemente mal calculado para empujar a los alemanes hacia las «vacaciones navales» que pretendía estar buscando. Lo hizo de un modo bastante sutil, pero al mismo tiempo presentó un argumento terriblemente blando.
La Marina británica es para nosotros una necesidad y [...] la Marina alemana es para ellos algo más en la naturaleza de un lujo. Nuestro poder naval implica la existencia británica. Para nosotros es existencia; para ellos es expansión. No podemos amenazar la paz de una sola aldehuela continental, por grande y suprema que pueda llegar a ser nuestra Marina. Pero, por otro lado, las fortunas enteras de nuestra raza e Imperio, todo el tesoro acumulado durante tantos siglos de sacrificio y logros, perecerían y serían barridos por completo si nuestra supremacía naval resultara perjudicada. La Marina británica convierte a Gran Bretaña en una gran potencia. Pero Alemania era una gran potencia, respetada y honrada en todo el mundo, antes de poseer un solo barco.30
La frase Luxus Flotte, que puede o no ser una traducción exacta, fue tratada en Alemania como una provocación hecha como de pasada, y el propio Churchill, cuando regresó a Londres, detectó una clara frialdad entre sus colegas del Gabinete. Todo el asunto céltico había sido una empresa muy típica de Churchill: en Belfast, un intrépido radical provocando a los protestantes del Ulster, y en Glasgow un superpatriota provocando a los alemanes y al ala pacífica del Partido Liberal; y también fue típico que la concentración de estos dos importantes y dispares discursos en treinta horas dejaran poca pausa para reflexionar.
La segunda intervención irlandesa de Churchill fue en septiembre de 1913, cuando se alojaba en Balmoral como ministro de servicio y coincidió con Bonar Law, a la sazón en su segundo año como líder conservador. (Los monarcas en aquellos días estaban sujetos a mayor contacto social con los políticos.) En general, Churchill, al igual que Asquith, tenía una opinión pobre de Law. Un abstemio cuya comida favorita era el pudín de arroz no era probable que despertara su entusiasmo. Sin embargo, en su visita, una combinación del aire del Highland y la hospitalidad real los condujo a una charla constructiva. Ambos, en sus diferentes estilos, estaban más impacientes por llegar a un acuerdo en el asunto irlandés de lo que se habría podido adivinar por sus declaraciones públicas. Churchill informó a Asquith, y esto condujo a tres reuniones semisecretas entre el primer ministro y Bonar Law. Estas reuniones se dedicaron a explorar la posibilidad de alguna forma de tratamiento especial para el Ulster, o al menos para la parte de la provincia que tenía una clara mayoría protestante. Churchill afirmaba que ésta era la solución que desde hacía tiempo había defendido. En The World Crisis, por ejemplo, escribiría: «Desde las primeras discusiones sobre el proyecto de ley del Home Rule en 1909, el ministro de Hacienda y yo siempre habíamos defendido la exclusión del Ulster sobre la base de la opción de condados o algún proceso similar».31
En una anotación que hizo Austen Chamberlain de una larga conversación sobre Irlanda cuando Churchill se lo llevó a realizar un breve crucero en el Enchantress, en noviembre de 1913, se dice lo mismo, con la información adicional de que en un comité del Gabinete, Loreburn, ministro de Hacienda hasta 1912, lo había rechazado. La explicación no tiene mucho sentido, pues es difícil creer que Lloyd George y Churchill, dos de los miembros más poderosos y sin duda más elocuentes del Gobierno, y al tratar de un tema que no era asunto estricto de su ministerio, no hubieran superado a un austero abogado escocés que era más una reliquia del liderazgo de CambellBannerman que un miembro esencial de la Administración Asquith. Lo que sin embargo es indiscutible es que, en otoño de 1913 como muy tarde, Churchill, a pesar de su tendencia endémica a saltar a la truculencia pública, buscaba activamente un acuerdo en el asunto del Ulster. Aparte de sus conversaciones con Bonar Law y Chamberlain, estaba, huelga decirlo, en estrecho contacto con F. E. Smith, que en muchos aspectos era su reflejo sobre el tema, actuando como «galopador» de Carson en el Ulster pero, no obstante, temía las consecuencias si no se llegaba a un acuerdo.
En su tercera intervención importante sobre el tema de Irlanda, Churchill pasó a la truculencia pública. Esto ocurrió en marzo de 1914. Las conversaciones con Asquith y Bonar Law, como tantos intentos por encontrar soluciones al Ulster, habían tropezado con la arena y la atención se había pasado a los asuntos militares. ¿Estaban los Voluntarios del Ulster (una organización paramilitar protestante contraria al Home Rule) a punto de intentar dar algún golpe contra los depósitos de armas (oficiales) de la provincia? Y el 20 de marzo empezó el llamado Motín del Curragh (el principal depósito militar de Irlanda, cerca de Dublín), que fue sin embargo un asunto mucho más de generales chapuceros que de seria insurrección militar contra posibles órdenes de reforzar el Home Rule en el Ulster. A este ambiente incendiario arrojó Churchill la antorcha encendida de su discurso de Bradford el 14 de marzo. Se había comprometido a hablar allí hacía algún tiempo y no se había podido prever lo inoportuna (o inapropiada) que iba a ser la fecha. Lo abordó con todo el respeto que normalmente aplicaba a un discurso importante. Hay una descripción inolvidable de su llegada a la estación de Bradford a última hora de la tarde, acompañado de dos bombonas de oxígeno, así como sin duda por un séquito adecuado, uno de cuyos miembros tenía la tarea de bombearle el oxígeno antes del mitin para asegurarle un nivel apropiado de locuacidad.
A pesar de este estímulo, la mayor parte de lo que dijo fue responsable. Su propósito central era advertir a quienes podían estar buscando desafiar las decisiones parlamentarias por la fuerza. Si había que hacerlo, concluyó, «avancemos y pongamos a prueba estos graves asuntos». Al igual que muchas de las fases más famosas, contenía un considerable elemento de imprecisión. ¿A quién se refería al hablar en plural, hacia dónde había que avanzar y cuáles eran exactamente esos asuntos, graves o no, que había que poner a prueba? Pero parecía adecuadamente amenazador en la parte del constitucionalismo, y estaba respaldado por el hecho de que ordenara que «la próxima práctica» del 3er. Escuadrón de Batalla tuviera lugar en la isla de Arrán, en otras palabras, a una hora más o menos en barco de la costa de Irlanda del Norte.
El discurso y el despliegue naval fueron considerados sumamente provocadores por parte de los unionistas. Éstos formaron la base de un ataque muy virulento a Churchill por parte de Edward Carson en la Cámara de los Comunes cinco días más tarde, que fue el preludio de la partida bien calculada y dramática de Carson para coger el tren correo de Belfast, dejando dudas deliberadas en cuanto a si había ido a proclamar un Gobierno provisional insurgente. (No era así, pues el dominio del gesto de Carson era, por fortuna, siempre mayor que su frío valor.) Añadieron unos centímetros a la estalagmita de desagrado conservador y desconfianza de Churchill, que ya era de una longitud formidable. Sin embargo, el discurso también reforzó fuertemente su posición con los militantes liberales dentro y fuera de la Cámara de los Comunes. Demostró que no era solo un ministro de elevados presupuestos navales. El discurso también le favoreció ante el jefe del Gobierno. Se incrustó en la memoria de Asquith lo suficiente como para que incluyera un largo extracto de él en su Fifty Years of Parliament (1926), reconocidamente una recopilación hecha con tijeras y pegamento, «como prueba de que el siglo XX puede mantenerse firme en una competición de oratoria».32 El contraste entre la búsqueda del acuerdo en privado y el blandir la espada en público de que hacía gala Churchill era muy característico de su estilo. Siempre creía en la magnanimidad desde una posición de fuerza.
El problema de Irlanda tocó fondo en una conferencia en Buckingham Palace el 21-24 de julio, que demostró ser tan inútil como las conversaciones de Asquith y Law ocho meses antes. Pero la creciente crisis europea distraía cada vez más la atención de ello y por fin lo superó por completo. Entre la tormenta que se avecinaba, Churchill era una fuerza consistente a favor de la intervención y, a la larga, de la guerra. En Gabinetes sucesivos—aún más tensos—apoyó decididamente a Grey discutiendo a favor de la intervención si la neutralidad de Bélgica quedara comprometida y la seguridad de Francia estuviera en peligro. El 28 de julio ordenó a la Flota que permaneciera junta al finalizar las maniobras, y en los días siguientes tomó una serie de decisiones sobre movilización que quedaban al borde de su autoridad. «Winston está muy belicoso y exige la movilización inmediata», informó Asquith a Venetia Stanley después del Gabinete el 1 de agosto.33
Churchill también lanzó un sostenido bombardeo amistoso a Lloyd George, para conservar a su antiguo aliado radical en el Gobierno e impedir una división grave del Gabinete. Las dimisiones antiguerra de Burns y Morley fueron de importancia relativamente menor. La partida de Lloyd George, por el contrario, habría sido potencialmente catastrófica. «Recuerdo su papel en Agadir. Le imploro que venga y traiga su poderosa ayuda para cumplir con nuestro deber», urgió Churchill a Lloyd George en una nota pasada por encima de la mesa del Gabinete el 1 de agosto. Añadió otro argumento: «Después, participando en la paz podemos regular el acuerdo e impedir la renovación de las condiciones de 1870»34, lo que no sería una de sus predicciones más felices. Al día siguiente, en el Gabinete, Churchill le pasó otra nota por encima de la mesa: «Juntos podemos llevar una amplia política social [...] que usted me enseñó. La guerra naval será barata: no costará más de veinticinco millones al año».35 Estas últimas predicciones no fueron mejores que las primeras, pero por entonces Lloyd George se estaba moviendo detrás de Asquith y Grey hacia una declaración de guerra en caso de que Alemania invadiera Bélgica.
Dos días más tarde, tropas alemanas cruzaron las fronteras belgas y pusieron en marcha una conflagración europea sin paralelo en la historia moderna. Churchill no tenía una sensación de mal presentimiento, y mucho menos de pesimismo. Asquith escribió en privado, después de la reunión del Gabinete del 4 de agosto que decidió enviar el ultimátum de medianoche a Berlín: «Winston, que se ha puesto toda su pintura de guerra, anhela una lucha en el mar a primera hora de mañana, con el resultado del hundimiento del Goeben. Todo el asunto me llena de tristeza».36 (El Goeben era un crucero de batalla alemán que había estado bombardeando las defensas francesas en la costa de Argelia.) Para Churchill era un momento de júbilo, la suprema contingencia para la que se había estado preparando conscientemente desde sus días de adolescente como alférez y su posterior dedicación al periodismo de guerra desde todos los lugares coloniales donde hubiera problemas a los que pudiera ir. Sin embargo, ni siquiera en sus sueños habría podido concebir el papel, bueno y malo, que dos guerras desempeñarían en el resto de su vida política.