1

EL PRELUDIO ESPAÑOL

En la parte en que la segunda guerra mundial fue realmente una lucha a favor de la democracia y en contra del fascismo, no comenzó en 1939 en Polonia, sino en España tres años antes. Fue el momento en que dio inicio una guerra popular contra la rebelión del general nacionalista Franco. Él mismo aceptaba esto en 1941, cuando dijo a Hitler que en la segunda guerra mundial, «la primera batalla se ha ganado aquí, en España».1 Desde el bando opuesto, un voluntario antifascista estadounidense escribió: «para mí, la segunda guerra mundial comenzó el 18 de julio de 1936. Fue cuando se realizó el primer disparo en Madrid».2 No es el punto de partida convencionalmente aceptado tan sólo porque los Aliados aún no habían empuñado las armas. Por tanto, a los estadounidenses que regresaron de la guerra civil española se los tachó de «antifascistas prematuros» y se los llevó ante el predecesor del Comité de Actividades Antiamericanas de McCarthy.3 Su crimen: oponerse a un golpe de estado que, según el periódico nacionalista El Correo Español, «está obrando (...) para liberar a Europa de esa porquería de la democracia».4

Aunque Franco era más una figura militar que un líder fascista al estilo italiano o alemán, su vínculo con el fascismo y el nazismo fue visible desde el principio. Sin los aviones Junkers 52 de Hitler para transportar soldados desde Marruecos, la rebelión podría haberse desinflado.5 Mussolini tampoco tardó en proporcionar aviones, armas y barcos.6 Los nacionalistas* («nacionales») dependieron del Eje a lo largo de toda la contienda, recibiendo municiones complementadas por 16.000 militares alemanes y 80.000 italianos.

Si bien Franco declaró su movimiento «no exclusivamente fascista», admitía, no obstante, que el fascismo era parte de él y la «inspiración del nuevo Estado».7 Los «nacionales» se hacían eco del lema nazi («Ein Reich, Ein Staat, Ein Führer») sustituyéndolo por «una patria, un Estado, un caudillo».8 Así, se ha calificado la ideología franquista de «amalgama de fascismo, corporativismo y oscurantismo religioso».9

Además, los métodos de los «nacionales» prefiguraron las políticas asesinas del Eje en el mundo. Un falangista admitía: «la represión en zona nacional se llevaba a cabo a sangre fría, con una dirección y de manera metódica».10 En Málaga, una ciudad que se entregó sin resistencia, se fusiló a 4.000 personas en una semana.11

Tan extremado y violento fue este proceso que:

Incluso los italianos y alemanes criticaban una represión tan indiscriminada, calificándola de «cortedad de miras», y sugerían que los nacionales debían reclutar trabajadores para un partido fascista en lugar de masacrarlos (...) El declive del número de fusilamientos en zona nacional en 1937 se ha atribuido también a que simplemente no quedaba nadie relevante a quien matar.12

Cuando la lucha finalmente cesó el 1 de abril de 1939, 300.000 personas yacían muertas.13

Aunque España no se unió a la coalición del Eje y permaneció oficialmente neutral, tan sólo fue así porque el país estaba completamente exhausto y Hitler no estaba dispuesto a pagar el precio que Franco exigía por la alianza. Sin embargo, éste sí que envió la División Azul, de 47.000 efectivos, a combatir junto a la Wehrmacht en Rusia.14

La guerra civil española no se libró conforme al modelo estándar de ejército contra ejército, sino al de ejército contra revolución.15 Un anarquista que pasó 20 años en las cárceles de Franco describía cómo tuvo lugar la guerra popular en Barcelona, no sólo para derrotar a los «nacionales», sino también en oposición al gobierno republicano electo que Franco buscaba derrocar.

Se esperaba el golpe de estado de los generales desde hacía meses. Todo el mundo sabía que querían derrocar a sus jefes de la República y establecer su propia dictadura, inspirada en la línea de las potencias fascistas. «El Gobierno no puede salir de ésta», había dicho todo el mundo. «Ahora tendrá que armar al pueblo.» En lugar de eso, el gobierno del Frente Popular pidió al ejército que permaneciera leal. Cuando finalmente se rebeló, devolvimos el golpe. ¡Barcelona fue nuestra en veinticuatro horas!16

Se trataba, por tanto, de una guerra popular que combinaba la resistencia contra Franco en el frente y la guerra de clases tras las líneas. Las columnas de milicianos marchaban a combatir contra el ejército rebelde, pero se enfrentaban a sus jefes cuando regresaban. En Barcelona, el 80 por ciento de las empresas se colectivizaron17 bajo un decreto que rezaba: «la victoria del pueblo significará la derrota del capitalismo».18 En diciembre de 1936 George Orwell experimentó los resultados:

La clase trabajadora tenía el poder (...) Todas las tiendas y cafeterías mostraban un cartel que indicaba que habían sido colectivizadas; se había colectivizado incluso a los limpiabotas, y se había pintado sus cajas de rojo y negro. Camareros y dependientes te miraban a la cara y te trataban como a un igual. Las formas serviles y ceremoniosas de hablar desaparecieron temporalmente... Las propinas se prohibieron por ley (...).19

Un aspecto de la guerra civil fue la transformación del papel de la mujer, una de las cuales señalaba: «las mujeres ya no eran objetos, eran seres humanos, personas al mismo nivel que los hombres (...) Éste fue uno de los avances más notables de la época (...)».20

El conflicto que comenzó en 1936 ya era, en cierto sentido, una guerra mundial. Puesto que, junto a la clase trabajadora española que combatía a Franco, Hitler y Mussolini, estaban las Brigadas Internacionales, que contaban un total de 32.000 personas de 53 países diferentes.21 El mayor contingente de voluntarios procedía de la vecina Francia, pero importantes cantidades de exiliados antifascistas de Italia y Alemania estaban enrolados en ellas. Se formaron en respuesta a una llamada de la Internacional Comunista.22 Las simpatías por la causa española inspiraron a liberales, socialistas y demócratas, aunque un 85 por ciento de brigadistas eran miembros del Partido.23 En Gran Bretaña, por ejemplo, el Partido Laborista ofreció «todo el apoyo posible (...) para defender la libertad y la democracia en España»,24 mientras que las encuestas revelaban una opinión favorable al Frente Popular republicano en proporción de 8 a 1 con respecto a Franco.25

Aun así, los futuros Aliados de la segunda guerra mundial no necesitaban esta guerra popular antifascista. En lugar de alinearse con el gobierno elegido democráticamente, franceses e ingleses promovieron un Comité de No Intervención. Oficialmente respaldado por todos los países de Europa,26 debía impedir el envío de armas y combatientes a ambos bandos de la contienda española. Neville Chamberlain aseguró que «no tenemos ningún deseo ni intención de interferir en los asuntos internos de ninguna otra nación».27 En realidad, la presunta neutralidad favorecía a Franco, pues la República había perdido sus principales arsenales a manos de los rebeldes y ahora se veía incapacitada para comprar armas en el mercado internacional, pese a ser el gobierno legítimo.

Aún más: cuando Italia y Alemania violaron flagrantemente las reglas, no se hizo nada para detenerlas, puesto que incluso antes de 1936 el establishment británico había resuelto que en España «se están minando las bases de la civilización [porque] está comenzando la revolución (...)».28 Francia había elegido a su propio gobierno del Frente Popular en 1936 con Blum, quien originalmente quería ayudar a la República Española.

Sin embargo, no sólo temía provocar a las fuerzas derechistas de su propia casa,29 sino que necesitaba a Gran Bretaña como aliada ante Hitler. Advertido de un «fuerte sentimiento a favor de los rebeldes en el gabinete británico», fue Blum quien dio inicio al proceso de no intervención.30

Los EE.UU. podrían haber vendido armas a la República, dado que su Ley de Neutralidad no se aplicaba a guerras civiles. Sin embargo, Washington declaró que «por supuesto, nos abstendremos escrupulosamente de cualquier tipo de interferencia en la lamentable situación española».31 Roosevelt describió los acontecimientos en España como «un contagio [y] cuando una epidemia de enfermedad física comienza a extenderse, la comunidad aplica unánime una cuarentena (...)».32 Algunas fuentes aseguran que lamentaba una política que favorecía a Franco33 y que preparó un plan luego abortado para enviar suministros militares encubiertos.34 Es posible. Pero en la práctica se hizo todo lo posible para desalentar el apoyo a la República. Por vez primera en la historia americana, se impusieron restricciones al viaje, y se estampaba la frase «No válido para el viaje a España» en los pasaportes estadounidenses.35 Mientras el gobierno de los EE.UU. obstruía toda ayuda a la República, sus grandes empresas ayudaban a Franco con 3 millones de toneladas de combustible y miles de camiones fundamentales para su maquinaria bélica.36

La guerra civil española ofreció pistas de la actitud que adoptaría Rusia en el futuro hacia la guerra popular. Los brigadistas internacionales comunistas se ofrecieron voluntarios por su compromiso hacia el internacionalismo socialista, pero lo que motivaba a Stalin eran las necesidades del capitalismo estatal ruso. Esperaba domar las ambiciones de Hitler a través de una alianza con Gran Bretaña y Francia, que amenazaba con una guerra en dos frentes. Una victoria republicana española que trajera consigo la «muerte del capitalismo» alienaría a estas potencias occidentales; una victoria de Franco con apoyo nazi resultaría igualmente lesiva. Hugh Thomas concluye: «con una precaución digna de un cangrejo, por tanto, Stalin parece haber llegado a una conclusión, y sólo una conclusión, con respecto a España: no permitiría que la República perdiera, incluso si no la ayudaba a ganar».37

Además de México, la URSS fue el único otro apoyo militar de cierta entidad para la República, y para equiparar los suministros fascistas a los «nacionales», Stalin debería haber proporcionado seis veces más hombres y tres veces más tanques38 de los que envió.39 Incluso así, cualquier tipo de apoyo era maná caído del cielo, de modo que la influencia de Rusia creció hasta el punto de poder maquinar la caída del atribulado líder republicano, Largo Caballero, y su sustitución por el más pro-ruso Juan Negrín. La idea rusa era una democracia (del tipo parlamentario, aceptable para Gran Bretaña y Francia) pero se oponía a la revolución que inspiraba la lucha generalizada contra Franco.

En este choque entre las necesidades de política exterior de Stalin y la revolución popular se vería la interacción entre guerra imperialista y guerra popular. Herbert Matthews, reportero del New York Times, tenía sin duda justificación cuando negaba que los comunistas «eran meros robots obedeciendo órdenes (excepto por los escasos líderes rusos implicados). Aún sostengo que luchaban contra el fascismo y, en aquella época, por la democracia que conocemos».40 Sin embargo, su lealtad hacia el que consideraban el único Estado socialista del mundo los atrapaba en una posición contradictoria: seguir el estalinismo y ensalzar la democracia capitalista convencional, y sin embargo luchar y morir por una guerra popular que iba tanto más allá de ella. Esta posición la resumía brillantemente un brigadista comunista escocés:

En aquella época yo veneraba, literalmente, la Unión Soviética. Y cuando finalmente tenías un rifle del que te podías fiar para matar fascistas, en lugar de matarte a ti mismo, con una hoz y un martillo grabados en él, sentías un auténtico escalofrío de orgullo. Allí estaba la gran República de los Trabajadores ayudando al pueblo español en su lucha por conservar la democracia en su propio territorio. Porque, por favor, tengan esto en cuenta: la lucha en España no era una lucha por establecer el comunismo.41

Había un aspecto técnico, militar, en la interacción de las dos guerras en la lucha republicana. Preston asegura que «tras las tempranas derrotas de las entusiastas y heroicas, pero desorganizadas y sin instrucción, milicias obreras, muchos republicanos moderados, socialistas, comunistas e incluso algunos anarquistas abogaron por la creación de estructuras militares convencionales».42

Sin embargo, el asunto clave era político. ¿Debía la guerra llevarse de manera que no alienara a las potencias occidentales (que simpatizaban con Franco) o derrocar el podrido sistema que había causado tantos Francos a lo largo de los años? Estas dos concepciones llegaron a las manos en Barcelona durante mayo de 1937. Los comunistas, aliados con los socialistas y los burgueses republicanos, reprimieron a la CNT anarquista y al POUM (un movimiento más o menos ligado al trotskismo). Cientos murieron, el NKVD (la policía secreta rusa) persiguió a los supervivientes y las esperanzas revolucionarias de los primeros días de la guerra civil fueron aplastadas.

Iba a ser difícil para la República triunfar, teniendo en cuenta su continuo aislamiento, las maquinaciones de Rusia, la perversa indiferencia de los Aliados occidentales y la ayuda del Eje al enemigo. Pero aplastar la revolución apagó el entusiasmo popular por la lucha, y ya no fueron eficaces en el combate contra los «nacionales».

Éstos ganaron en 1939.

Aunque Gran Bretaña y Francia estaban oficialmente en guerra contra el fascismo desde ese mismo año, no cambiaron de actitud hacia el gobierno español respaldado por el fascismo. Como Glyn Stone escribe, «[Los gobiernos Aliados] habían comenzado la guerra en septiembre de 1939, retando las intenciones de la Alemania nazi de dominar el continente europeo, más que con la intención de crear un nuevo orden democrático en Europa, y por ello, en tanto la España de Franco mantuviera su neutralidad, su régimen no tenía nada que temer (...)».43

En 1940. Churchill aún hablaba bien de los «nacionales»: «como en los días de la guerra peninsular, los intereses y la política de Gran Bretaña se basan en la independencia y la unidad de España, y esperamos ansiosos verla ocupar su lugar correspondiente tanto como una gran potencia mediterránea como un miembro famoso y destacado de la familia europea y del mundo cristiano».44 Franco agradeció estas insinuaciones con su apoyo entusiasta a Hitler y a su guerra «contra el comunismo ruso, esa terrible pesadilla de nuestra generación»,45 enviando a la División Azul como ayuda. Advirtió a los EE.UU. de que la entrada en la guerra constituiría una «locura criminal» y afirmaba que los Aliados «han perdido».46

Los gobiernos británico y francés ni se inmutaron. Concluyeron tratados comerciales y continuaron apoyando al más débil de los regímenes fascistas porque, en palabras del embajador británico, cualquier cambio «sólo llevaría a más confusión y peligros».47 La guerra civil había dejado al país con una enorme dependencia con respecto a la importación de alimentos, y mientras la India moría de hambre, los Aliados corrieron a socorrer las escaseces españolas con cientos de miles de toneladas de trigo,48 y a enviar grandes cantidades de bienes industriales y petróleo. Un comentarista estadounidense llegó a la conclusión de que los españoles disfrutaban del mayor nivel de consumo de petróleo de Europa.49

Es concebible que la política aliada se justificara en términos estrictamente estratégicos. La neutralidad oficial de España dejaba Gibraltar en manos británicas, protegiendo la entrada al Mediterráneo. Sin embargo este razonamiento dejó de ser válido tras 1945, cuando, como el embajador británico comentaba, «con la eliminación de otros gobiernos totalitarios de Europa, la anomalía española era cada vez más llamativa».50 Cuando Rusia pidió la eliminación de Franco,51 y los expertos británicos y estadounidenses hablaban de emplear su dependencia del petróleo para moderar su tiranía, Churchill sopesó el asunto con esta diatriba: «lo que están ustedes proponiendo es poco menos que atizar una revolución en España. Se comienza por el petróleo y rápidamente se acaba con sangre (...) Si ponemos las manos sobre España (...) los comunistas se convertirán en dueños de España [y] debemos saber que la infección se extenderá rápidamente por Italia y Francia».52

Dejar a Franco incólume permitió que el cruel asesinato judicial de republicanos continuara sin trabas. En 1945 se dictaban 60 sentencias de muerte por semana, y en un solo día en Madrid se ejecutaron 23.53

Una posible objeción a la idea de una segunda guerra mundial en la que se da una guerra popular podría ser que, en términos de propaganda, todas las modernas guerras imperialistas se presentan como «progresistas» y «democráticas». La experiencia española demuestra que las guerras populares que se manifestaron durante la segunda guerra mundial tenían orígenes independientes, y que, en efecto, se desarrollaron pese a la antipatía de los gobiernos Aliados hacia ellas.