A diferencia de Francia, Gran Bretaña nunca fue invadida por los nazis. Por tanto, no se desarrolló ningún movimiento radical de resistencia independiente de un gobierno en el exilio. Los amagos de tensión se suavizaron. Así, en vísperas de la guerra, cuando el laborista Arthur Greenwood se levantó para denunciar al archi-apaciguador primer ministro tory Neville Chamberlain, parlamentarios conservadores disidentes gritaron «¡habla por Inglaterra!», mientras que los parlamentarios laboristas gritaban «¡habla por los trabajadores!».1 En 1940 ambos se combinaron para respaldar una coalición con Churchill como nuevo Primer Ministro. Éste afirmó: «ésta no es una guerra de cabecillas o de príncipes, de dinastías o de ambiciones nacionales; es una guerra de pueblos y de causas»,2 y desde las filas laboristas el antiguo líder sindical Bevin prometió que «el laborismo británico no lucharía en una guerra imperialista».3 La armonía nacional fue también el tema de Britain Under Fire («Gran Bretaña atacada»), un recuerdo fotográfico del Blitz.* Estaba encabezado por una foto con el siguiente pie: «Sus Majestades frente al palacio de Buckingham (...) sujetos a idénticos problemas y contratiempos».4
Esta enternecedora imagen pareció verse confirmada cuando Sus Majestades visitaron las ruinas de Southampton. Los periodistas informaron: «[una] excitada multitud llenaba las calles invernales y que se hacían eco, una y otra vez, de salvas de alegría y repetidos gritos de “Dios salve al Rey”».5 Sin embargo, los infatigables voluntarios de Mass Observation de Southampton, que miraban más allá del discurso inflado de los medios para calibrar la actitud del pueblo, consideraban más típico este comentario: «si nos dieran nuevos muebles, buena comida y no hicieran mucho ruido estaríamos agradecidos de verdad».6
La naturaleza de la guerra moderna implicaba que incluso sin ocupación, el pueblo británico experimentaba la disyuntiva entre el imperialismo y sus propias necesidades de una manera no muy diferente a los franceses. En palabras de un escritor: «el Frente no es un lejano campo de batalla [sino] parte de nuestra vida cotidiana; sus refugios subterráneos y sus puestos de primeros auxilios están en cada calle; sus trincheras y campamentos ocupan partes enteras de los parques de cada ciudad y de los campos de cada aldea (...)».7
En Londres el Blitz amenazó con disipar el espejismo de la unidad. Un diplomático de alto rango señalaba en privado que en círculos gubernamentales: «todo el mundo está preocupado por el sentimiento popular en el East End,* donde hay mucho resentimiento. Se dice que incluso abuchearon al Rey y la Reina el otro día, cuando visitaban las zonas destruidas». Por tanto, se sintió enormemente aliviado cuando la Luftwaffe bombardeó también el mucho más acomodado West End:** «si los alemanes hubieran tenido el sentido común de no bombardear más al oeste del Puente de Londres habría habido una revolución en este país. Pero han bombardeado Bond Street y Park Lane, y han equilibrado la balanza».8
Hacer creíble el mito de que todo el mundo, «sin importar riquezas ni privilegios, estaba unido en esto»,9 exigía cultivar la amnesia. Al convertirse en Primer Ministro, Winston Churchill advirtió a sus colegas: «si causamos una pelea entre el pasado y el presente, habremos perdido el futuro».10 Tenía razones para ser cauto. Había seleccionado un gabinete que incluía a famosos apaciguadores, como Chamberlain y Halifax, mientras que 21 de los 36 puestos ministeriales habían ido a parar a personas que habían servido a las órdenes del anterior primer ministro.
Churchill también guardaba esqueletos en el armario. Tras visitar a Mussolini en 1927 escribió que «no pude evitar sentirme seducido, como tanta otra gente, por su comportamiento amable y sin afectación y por su aplomo, calma y distanciamiento». Dijo al inventor del fascismo que «[s]i yo fuera italiano, estoy seguro de que habría estado incondicionalmente con usted de principio a fin en su triunfante lucha contra (...) el leninismo».11 Nueve años después, durante la agresión italiana contra Abisinia, Churchill se opuso a las sanciones contra Italia y describió el pacto Hoare-Laval (un intento de apaciguar a los fascistas entregándoles gran parte del país) como «un acuerdo astuto y de gran alcance en el futuro (...)».12 Nada de lo que hizo Mussolini pudo disuadir a Churchill de su admiración. Pese a los amargos combates en África que culminaron en la batalla de El-Alamein, cuando el Duce cayó en 1943, el primer ministro británico juró que «incluso cuando la cuestión de la guerra se convirtió en realidad, los Aliados habrían dado la bienvenida a Mussolini».13 Evidentemente, la acción decidida contra el fascismo no era su motivación principal durante la segunda guerra mundial.
Los derechos de las naciones pequeñas tampoco eran un factor. Hablaremos de su desprecio hacia el nacionalismo indio más tarde, pero también lo que dijo acerca de la petición de independencia de Irlanda en 1921 es revelador: «Qué perspectiva tan estúpida y horrible se despliega ante nuestros ojos. Qué crimen cometeríamos si, en nombre de un breve intervalo de descanso de preocupaciones y luchas, nos condenásemos a nosotros mismos y a nuestros hijos, después, a tales infortunios. Estaríamos desgajando el Imperio británico».14 Por tanto, Eire «debe ser cercada sin fisuras por cordones de fuertes y alambre de espino; hay que poner en marcha una investigación sistemática y preguntar individuo por individuo».15
Y sin embargo Churchill estaba fuertemente en contra de apaciguar a Hitler y su «reinado de terrorismo y campos de concentración».16 Su oposición hacia el Führer era inamovible, pero sólo porque Alemania amenazaba el poder de Gran Bretaña.17 Los discursos de Churchill durante la guerra son famosos, con razón, aunque las frases más conocidas se suelen sacar de contexto y muchas oraciones clave se citan de manera incompleta. He aquí algunos ejemplos:
No tengo nada que ofrecer excepto sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas (...) porque sin victoria no hay supervivencia. Que quede claro: no habrá supervivencia para el Imperio británico, no habrá supervivencia para todo lo que el Imperio británico ha defendido (...).18
La Batalla de Inglaterra* está a punto de comenzar. De esta batalla depende la supervivencia de la civilización cristiana. De ella depende nuestro propio modo de vida británico y la larga continuidad de nuestras instituciones y nuestro Imperio.19
Asumamos, por tanto, nuestro deber, y comportémonos de tal modo que, si la Commonwealth y el Imperio británico duran mil años, los hombres puedan decir: «ésa fue su mejor hora».20
Churchill no fue tan abiertamente franco como Amery, quien declaró, una vez la Batalla de Inglaterra, a la defensiva, se había ganado, que «ahora viene la batalla por el Imperio».21 Sin embargo, insistió: «Tenemos intención de conservar lo nuestro. No me he convertido en el primer ministro del Rey para contemplar la liquidación del Imperio británico».22
El carácter imperialista de la guerra del gobierno británico no era tan sólo una cuestión de predilección personal, sino que venía estructurado por una grandiosa estrategia en el pasado y en el presente. Durante siglos, las colonias de ultramar habían requerido una poderosa Royal Navy** y, por tanto, el presupuesto militar estaba proporcionado de acuerdo a ello.23 En el segundo lugar de la lista venía la RAF,*** mientras que el Ejército, elemento clave en cualquier guerra en el continente europeo contra Alemania, quedaba en un modesto tercer lugar. Así, en el decenio 1923-1933 la flota absorbió un 58 por ciento del gasto militar, con un 33 por ciento para la fuerza aérea y sólo un 8 por ciento para el ejército.24 Cuando comenzó la segunda guerra mundial, sólo 107.000 de los 387.000 soldados británicos estaban estacionados en Gran Bretaña.25 De modo que la Fuerza Expedicionaria enviada al continente europeo no podía proporcionar sino un apoyo auxiliar para soportar la guerra falsa junto a los franceses. Cuando esta Sitzkrieg**** acabó, en 1940, tuvo que huir apresuradamente desde las playas de Dunquerque.
Tras esto, no quedaban muchas más alternativas que desgastar la maquinaria de guerra alemana desde la distancia. Un historiador sugiere que era fundamental «evitar todo riesgo de confrontación con el ejército alemán en cualquier lugar».26 Las escaramuzas con la Wehrmacht eran, por tanto, accidentales más que buscadas. Un ejemplo es Noruega, que Gran Bretaña había intentado ocupar antes de que llegaran los nazis, pero que halló, al llegar, que ya había sido tomada. Las operaciones terrestres principales para Londres quedaban lejos de Europa, en el desierto de Libia, defendiendo la ruta a la India de los italianos. Y tan sólo cuando éstos pidieron las divisiones Panzer de Rommel se dieron allí combates con los alemanes.
En 1941, tras la invasión de Rusia por Hitler y la entrada de los EE.UU. en la guerra, se presentó una nueva oportunidad más ventajosa para enfrentarse a Alemania. Con 240 divisiones nazis combatiendo en el Este (en comparación con las sólo 50 que guardaban el Oeste) Stalin suplicaba que se enviaran soldados a través del Canal [de la Mancha] para abrir un segundo frente. Cuando Gran Bretaña se anduvo con rodeos, alguien la acusó de estar «contenta de luchar hasta la última gota de sangre rusa». La petulante, pero técnicamente precisa respuesta de Churchill fue que los rusos «no tienen, en verdad, ningún derecho a hacernos reproches. Ellos se buscaron su destino cuando, por el pacto con Ribbentrop, dejaron a Hitler suelto sobre Polonia y provocaron la guerra...».27
Además, acusó a los rusos de seguir «líneas de despiadado interés propio, a despecho de los derechos de los pequeños Estados por los que Gran Bretaña y Francia estaban luchando además de por sí mismas (...)».28 Esto era curioso viniendo de gobierno que había pospuesto el segundo frente basándose en que las tropas británicas estaban «diseminadas a lo ancho de una distancia de unas 6.300 millas, desde Gibraltar a Calcuta»,29 y que:
Tenemos que mantener nuestros ejércitos en Oriente Medio y trazar una línea del Mar Caspio al desierto occidental. (...) Se necesitarán grandes esfuerzos para mantener la fuerza existente en casa mientras se suministran reclutas a Oriente Medio, India y a las demás guarniciones en el extranjero, por ejemplo, Islandia, Gibraltar, Malta, Adén, Singapur, Hong Kong (...).30
Churchill no convenció a nadie cuando intentó hacer pasar la Operación Antorcha, el desembarco en el norte francés de África, como «un cumplimiento completo de nuestras obligaciones como aliados hacia Rusia».31
La gran estrategia de Gran Bretaña ostentaba un rasgo típico de la guerra imperialista: el desprecio por la vida humana, y especialmente por los civiles. Implicaba el «bombardeo por zonas», es decir, el uso de la RAF para destruir ciudades alemanas en lugar de apuntar hacia objetivos militares específicos. Esta táctica ya la predijo en 1932 el entonces primer ministro Baldwin. Declaró lacónicamente que, dado que «el bombardero siempre consigue llegar», «la única defensa es la ofensiva, lo que significa que uno ha de matar más mujeres y niños, y más rápidamente que el enemigo, si quiere salvarse. Sólo menciono esto (...) para que la gente se dé cuenta de qué es lo que le espera cuando llegue la próxima guerra».32
Pese a las dudas iniciales, Churchill recurrió a este método en 1940 porque «no tenemos ningún ejército continental capaz de derrotar al poder alemán, [pero] hay algo que le hará retroceder y lo derrotará, y es un ataque absolutamente devastador, de exterminio, mediante bombarderos muy pesados».33 El Mando de Bombarderos tradujo esto a la práctica: «los objetivos son las zonas edificadas, y no, por ejemplo, los muelles o fábricas de aviones (...) Esto ha de quedar muy claro (...)».34 Tres cuartas partes de las bombas cayeron sobre objetivos civiles;35 la intención definitiva era dejar a 25 millones de personas sin hogar, matar a 900.000 y herir a un millón más.36
Se ha alegado, a modo de defensa, que factores de tipo práctico hacían inevitable el bombardeo por zonas. Las defensas antiaéreas alemanas hacían demasiado costosos los ataques a instalaciones militares a plena luz del día, pero los ataques nocturnos no podían golpear objetivos militares específicos. Las grandes ciudades eran, por tanto, un objetivo más realista.37 Sin embargo, las capacidades técnicas de los militares británicos habían sido moldeadas por el Imperio y eran inseparables de éste.
Incluso si se pudiera aducir que el bombardeo por zonas era la única táctica viable, este argumento perdió toda credibilidad tras los desembarcos en Normandía en verano de 1944. Y sin embargo, siguieron sin pausa bajo el mando de Arthur «Bombardero» Harris, del Mando de Bombarderos. Se jactaba de que sus chicos habían «destruido, virtualmente, 45 de las 60 ciudades alemanas más importantes. Pese a los desembarcos de distracción hasta ahora hemos conseguido mantener e incluso superar nuestra media de dos ciudades y media arrasadas al mes...».38 El 13 de febrero de 1945 bombarderos británicos y estadounidenses generaron una tormenta de fuego que destruyó el centro cultural de Dresde, el Altstadt, así como 19 hospitales, 39 escuelas y áreas residenciales. Instalaciones militares y de transportes clave quedaron intactas. Murieron entre 35.000 y 70.000 personas, de las que sólo 100 eran soldados.39
La campaña de bombardeo sólo cesó cuando Churchill se dio cuenta de que no quedaría nada que saquear tras la victoria:40 «... obtendremos el control de una tierra completamente arruinada. No seremos capaces, por ejemplo, de obtener material de construcción para nuestras propias necesidades porque habrá que hacer una reserva temporal para los propios alemanes».41 De manera tardía comenzó a defender «una concentración más precisa sobre objetivos militares, como petróleo y comunicaciones, inmediatamente tras la línea de batalla, en lugar de meros actos de terror y destrucción sin sentido, por muy impresionantes que sean».42
¿Podría al menos aducirse que todo este sufrimiento aceleró el fin del nazismo? Se aseguraba que el bombardeo por zonas hundiría la moral y ralentizaría la producción de armamento.
Pero la producción alemana en realidad subió bajo la lluvia de bombas: de un índice de 100 en enero de 1942 a 153 en julio de 1943 y a 332 en julio de 1944.43 Lejos de quebrarse la moral, la población alemana se endurecía. El ministro de Armamento de Hitler escribía que «la pérdida estimada de un 9 por ciento de nuestra capacidad de producción se ha visto ampliamente subsanada por un aumento en el esfuerzo».44 Max Hastings llega a la conclusión de que «la principal tarea y el principal logro del Mando de Bombarderos había sido impresionar al pueblo británico y sus aliados, más que dañar al enemigo».45
Cuando la derrota alemana llegó, se debió sobre todo al Ejército Rojo, que libró las batallas más importantes en Stalingrado y Kursk (1942-1943). Las muertes militares soviéticas llegaron a 13,6 de 20 millones de combatientes, una proporción de bajas del 68 por ciento. La fuerza militar británica era de 4,7 millones y sus fuerzas sufrieron 271.000 bajas (una proporción del 6 por ciento).46 El rechazo a abrir un segundo frente hasta que Rusia comenzó a ganar en el suyo (y a marchar hacia Europa occidental), así como la deliberada masacre de civiles con mínimas consecuencias militares constituyen la escalofriante prueba del tipo de guerra que libraba Churchill. A su gobierno lo impulsaba, por encima de todo, la necesidad de impresionar a amigos y enemigos con el estatus de gran potencia de Gran Bretaña.
Los motivos de la mayor parte del pueblo británico no eran los mismos que los de su gobierno. Una amplia variedad de escritores expresaron la noción de que «el mundo se enfrenta a un choque de dos ideales irreconciliables: el humanismo y el antihumanismo».47 La guerra tenía que ver con «aceptar un modo de vida determinado por el amor más que por el poder».48 Los voluntarios de Mass Observation hallaron al pueblo en gran parte libre de la jerga patriotera de la primera guerra mundial: «no existe la efusiva dinámica “patriótica” de aniquilar; ni el satisfecho chorreo del primitivo, del violento disfrazado, el anti-huno* o el “destruid a esos cerdos”».49 Esto no debería interpretarse como un frío distanciamiento, más bien al contrario. En 1938, el 75 por ciento de los encuestados, ante preguntas acerca de política exterior, se mostraba perplejo o no era capaz de realizar ningún comentario. En 1944, el 85 por ciento tenía opiniones definidas y «una mayoría abrumadora se mostraba a favor de una cooperación internacional (...)».50
La gente corriente recordaba que durante el decenio de 1930 la política de apaciguamiento caminaba de la mano de ataques hacia los niveles de vida en política interior. Por ello, cuando el apaciguamiento quedó desacreditado, la gente quería enfrentarse a los «pequeños Hitlers de casa» que habían llevado a cabo un blitzkrieg contra la clase trabajadora.51 Un estudio de Mass Observation en Glasgow, en 1941, informaba:
Los trabajadores no creen que a los empresarios les importen un pimiento los hombres, ni nada excepto salvar su pellejo produciendo, por fin, los barcos, metales, las entregas de cargamentos; y (...) un sorprendente número de trabajadores no cree siquiera que a los empresarios les preocupe salvar el pellejo, porque «se encontrarían igual de felices bajo Hitler»: aquí la propaganda izquierdista ciertamente ha surtido efecto igualando al empresario con amigo del fascismo.52
Con la experiencia de la guerra de 1914-1918, muchos temían lo que la segunda guerra mundial podía traer. Ritzkrieg,** un libro satírico de 1940, advertía de que si el establishment volvía a salirse con la suya, «la Guerra del Pueblo se habrá convertido en la Guerra de los Mejores del Pueblo, y la paz que le seguirá (...) en un regreso a la Vieja Inglaterra* y al régimen aristocrático, sin alterar una tilde ni una coma».53 Mass Observation fue testigo de que no era que los «trabajadores estén en contra de la guerra o a favor de la paz. La quieren tanto como cualquiera... [pero] también tienen su guerra propia (...)».54 Y ahí estaba el quid de la cuestión. La mayoría no luchaba para defender a la Gran Bretaña de los años treinta ni a la del imperio colonial. En 1944 un voluntario de Mass Observer señaló: «[l]as cosas que la gente quiere que se arreglen en primer lugar son aquellas que se hicieron mal la última vez (...) la más importante entre ellas es la certeza de un empleo y después la certeza de una casa decente en la que vivir».55
De modo que, en lugar de centrarse en los bombardeos por zonas y el Imperio, la gente común se centraba en una lucha por la justicia y por la decencia. Es notable que los habitantes de las ciudades más castigadas por el Blitz fueran los menos favorables a emprender represalias. En Londres, donde 1,4 millones de personas (una de cada seis) se había quedado sin hogar, sólo una minoría quería devolver ojo por ojo.56 Los comentarios individuales registrados por voluntarios de Mass Observation muestran la manera en que las opiniones de la gente corriente chocaban con el enfoque del gobierno:
OBJETIVOS DE PAZ: una Liga de Naciones armada que preceda al socialismo.
RECONSTRUCCIÓN NACIONAL: a todo hombre que haya sido un trabajador se le debería pagar lo suficiente para vivir cómodamente el resto de su vida.
EL FIN DE LA GUERRA: los financieros (...) hacen que haya guerra, y cuando hayan ganado tanto dinero como quieran, la guerra se acabará.57
El Partido Laborista intentó hacer de puente sobre el cada vez más amplio abismo que se abría entre la guerra imperial y la guerra popular, como muestra esta (más bien confusa) contribución de Bevin: «La experiencia de Inglaterra en cuanto a proporcionar libertad es probablemente la mayor. Hemos construido un gran imperio a lo largo de los últimos trescientos o cuatrocientos años (...)».58 Por carentes de sentido que sean, afirmaciones como ésta ilustran que había una conciencia de las dos guerras.
La posición del comunismo británico era incluso más complicada. Al inicio de la guerra Harry Pollitt era su líder y un partidario entusiasta de la guerra popular:
Sea cual sea el motivo de los actuales dirigentes de Gran Bretaña o Francia (...) [p]ara quedarse al margen de este conflicto, contribuir tan sólo con frases revolucionarias mientras la bestia fascista arrasa y pisotea Europa sería una traición hacia todo aquello que nuestros predecesores lucharon por conseguir a lo largo de muchos años de lucha contra el capitalismo.59
Dado que esto contradecía el pacto Hitler-Stalin, Pollitt fue sustituido. El manifiesto de octubre de 1939 del PC pedía «un movimiento unido del pueblo para exigir el inmediato fin de la guerra (...) para derrocar al gobierno de Chamberlain, para forzar nuevas elecciones y preparar el establecimiento de un nuevo gobierno que declare la paz de inmediato.60
En junio de 1941 la línea de Moscú cambió nuevamente y el Partido dio marcha atrás y volvió a apoyar la lucha antifascista, pero tras borrar todas las referencias a la «lucha contra el capitalismo». Pollitt volvió a clamar por la unidad con «todos quienes busquen la derrota de Hitler. La nuestra no es una lucha contra el gobierno de Churchill... ahora es una guerra del pueblo».61 Su definición no encaja con la empleada en este libro, pero estos cambios de interpretación en el PC muestran cuán difícil era reconciliar la guerra imperialista y la guerra popular.
También los jefes estaban divididos. Esto surgió en un debate acerca de Comités de Producción Conjunta, entes fundados para impulsar la colaboración entre trabajadores y empresarios. El director de la Federación de Empresarios de Ingeniería insistía en que él no iba a tomar parte «en la entrega de la producción de la fábrica y los problemas concernientes a la producción a delegados sindicales o a nadie más».62 Otro director ejecutivo se posicionó en el lado opuesto: «si la industria no planifica la revolución, habrá una revolución. (...) Y sólo podemos evitarla anticipándonos a ella, satisfaciendo las necesidades del pueblo y de los tiempos, realizando los grandes cambios que se nos va a obligar a hacer, en todo caso, si no los hacemos nosotros».63
Por parte de los trabajadores, el Comité de Distrito de Manchester del Sindicato Unido de Ingeniería (AEU) advirtió, con perspicacia, que:
Trabajamos bajo un sistema capitalista, mucho más organizado para la explotación, incluso, que en tiempos de paz. Toda ventaja que los empresarios puedan procurar de la colaboración y relajación [de la vigilancia sindical] será, y está siendo, adquirida de manera despiadada, por toda la industria. (...) Para los trabajadores se trata realmente de una guerra en dos frentes, o, si se prefiere, en el frente y en la retaguardia.
Pese a estas dudas, la conclusión extraída fue que deberían apoyarse los Comités de Producción Conjunta para aumentar la producción y evitar una victoria nazi.64 La paradoja se explica, tal vez, por esta opinión recogida por un voluntario de Mass Observation en 1944: «Nada de egoísmo. En las fábricas de Gran Bretaña hombres y mujeres trabajaban muchas horas, no por un jefe, ni por la ventaja personal de nadie, sino por todo el mundo (...)».65
La sólida creencia de que la voluntad popular quedaría impresa en la segunda guerra mundial no dependía tan sólo de las ideas. Con un 30 por ciento de la fuerza laboral masculina llamada a filas,66 y una insaciable demanda de producción industrial, la gente corriente tenía una nueva influencia económica y confianza. Los signos de esto eran visibles en todas partes. Cuando londinenses sin techo invadieron las estaciones del metro para emplearlas como refugios, el gobierno se mostró en contra, pero finalmente cedió.67 Calder señala cómo:
El Padre John Groser, una de las figuras históricas del Blitz, se tomó la justicia por su mano. Abrió por la fuerza un almacén local. Encendió una hoguera frente a su iglesia y alimentó a los hambrientos. No había ministro del gabinete ni funcionario que se atreviera a entrometerse en su guerra o a denunciar sus acciones «ilícitas». De igual manera, en otro barrio de Londres un funcionario local del Ministerio de Alimentos halló un grupo de personas sin techo de las que nadie se cuidaba. Abrió por la fuerza una isla de casas. Los alojó en ella. Se hizo con muebles «por las buenas o por las malas», les consiguió suministro de electricidad, gas y agua y les compró comida.68
Fue en la industria donde se expresó con más fuerza el choque entre ambas guerras. La orden del PC de obtener la máxima producción lo llevó a esforzarse «a más no poder para evitar escaseces»69 y los líderes industriales lo elogiaron con recomendaciones positivas.70 Hubo un análisis alternativo. En una reunión de delegados sindicales, un orador hizo referencia al apaciguamiento de Hitler en Múnich en 1938: «había muniqueses* aún en el Gobierno y aún había muniqueses al mando de empresas (...)».71 Esta desconfianza era evidentemente una opinión generalizada, y la opinión pública a menudo se posicionaba con los trabajadores durante las disputas industriales.72
Mientras que las relaciones del PC con Rusia le dieron un cada vez mayor prestigio, que compensó las pérdidas sostenidas por oponerse a las huelgas, su posicionamiento abrió las puertas a otras fuerzas políticas para canalizar el descontento de los trabajadores. El movimiento trotskista era minúsculo, pero su posición en la guerra le permitió liderar una serie de huelgas muy superiores a sus efectivos.73 Según los historiadores del movimiento, los trotskistas británicos «diferenciaban entre el defensismo* de los capitalistas y el de los trabajadores, que “emana en gran parte de motivos completamente progresistas de conservar sus propias organizaciones de clase y derechos democráticos de la destrucción a manos del fascismo”».74
Hubo 900 huelgas en los primeros meses de la guerra. Hacia 1944 la cifra había ascendido a 2.000, con 3,7 millones de días de producción perdidos. Esto, pese a los esfuerzos conjuntos del Partido Laborista, el PC y la Regulación 1AA, la cual, al ilegalizar las paradas, ha sido descrita como «el arma anti-huelga más poderosa poseída por ningún gobierno desde las Combination Acts de 1799».75 Un historiador asegura que «el ritmo de la actividad y los debates se incrementó drásticamente, dando a veces un apoyo a agitadores políticos de extrema izquierda [aunque] en aquel momento era demasiado pronto para hablar, como hacían estos agitadores, de un “segundo frente en casa”».76
El radicalismo nunca llegó a igualar el vivido durante la primera guerra mundial debido a la «contradictoria dualidad» de la segunda guerra mundial.77 Sin embargo, la propia idea de «un segundo frente en casa» habla por sí sola.
El ejército británico de Oriente Medio también experimentó la guerra paralela. Su misión era proteger Egipto y la ruta hacia la India, la «Joya de la Corona» del Imperio. Se ha descrito a sus comandantes en estos términos:
Casi todos los oficiales eran ingleses altos, de las clases superiores, que acudían a una cena formal vistiendo los mismos pantalones de montar ajustados y de color carmesí que se habían llevado en Crimea. Casi todos habían estudiado en las mismas seis escuelas privadas de élite. (...) Los Rangers de Sherwood, con base en Nottingham, bajo el mando del Conde de Yardborough, habían incluso intentado llevar con ellos a Palestina un grupo de perros de caza pertenecientes al Brocklesby Hunt.78**
Los campos de juego de Eton* demostraron ser una mala preparación para la guerra total. La caída de Tobruk fue, tras la de Singapur, la rendición británica más numerosa de la segunda guerra mundial,79 y los panzers alemanes llegaron a acercarse a 10 km de El Cairo. La moral de las «ratas del desierto» británicas debía recomponerse rápidamente, de modo que el mariscal de campo Montgomery motivó a sus tropas dándoles una razón para arriesgar sus vidas.
La recién fundada Army Bureau of Current Affaires («Oficina militar para asuntos de actualidad», ABCA), un ente gobernado por profesores radicales, empeñados en hacer de la segunda guerra mundial una guerra popular,80 les explicó esta razón.
Las Ordenanzas Reales prohibían la actividad política entre los soldados, pero en la cargadísima atmósfera de la época, la línea divisoria entre asuntos de actualidad y política solía diluirse con facilidad.
Se había desarrollado un movimiento entre los soldados rasos y había hallado su voz en la profusión de panfletos y carteles informativos.** Estaban a favor de una guerra popular, en oposición a una guerra imperialista. Por ejemplo, la declaración fundacional del Movimiento Antifascista de los Soldados rezaba:
Haremos campaña a favor del máximo esfuerzo bélico, expondremos la negligencia y la influencia reaccionaria en los cuerpos de combate. Nuestras noticias acerca de la actualidad internacional serán desde el punto de vista antifascista... Haremos todo lo posible por acelerar la victoria frente al fascismo, victoria que ha de ir seguida de una Paz Popular.81
La propia idea de soldados debatiendo abiertamente criterios militares era insubordinación, como lo era también la constante demanda de abrir un segundo frente en oposición a la lentitud de Churchill.82
Sin embargo, no se detuvo allí. La retórica aliada aseguraba que se trataba de una lucha por la democracia. Si era así, pensaron algunos soldados, la democracia podía y debía practicarse por parte de quienes combatían. A finales de 1943 se fundó en El Cairo un falso Parlamento de los Soldados. Aunque aparecieron otros por todas partes, lo que hizo del egipcio un experimento único fue la carencia de influencia de los oficiales. Se trataba de un «Parlamento de la Tropa, en la tradición de la Revolución inglesa».83
El tipo de trabajos realizados se puede calibrar a partir de las proposiciones de ley que «aprobó». El primero pedía la propiedad pública de las empresas. El 1 de diciembre se nacionalizó el comercio de distribución. Siguió una Propuesta de Ley de Restricción de la Herencia.84 Había también planes para otorgar la independencia a la India, abolir las escuelas privadas y nacionalizar el carbón, el acero, el transporte y los bancos.85 Se celebraron «elecciones» asamblearias. La candidatura conjunta Laborista/PC obtuvo 119 escaños; Commonwealth (un nuevo partido que se oponía a la coalición de Churchill desde la izquierda) obtuvo 55; los liberales, 38 y los conservadores sólo 17.86 Simultáneamente, en el Parlamento «real», en Westminster, ni más ni menos que un diputado tory presentó una proposición para permitir a los soldados que no estuvieran en activo poder tomar parte en la vida política. Aseguraba que «no puede causar ningún mal y puede hacer mucho bien, y debería ser así por derecho propio, es decir, si realmente estamos luchando por la democracia».87
No es sorprendente que se votara en contra de esta «auténtica» proposición. Una guerra imperial requiere un ejército sumiso que siga las órdenes de la clase dominante sin cuestionarlas. Había que silenciar a los partidarios de la guerra popular. En febrero de 1944 el comandante en jefe de las fuerzas de Oriente Medio ordenó «que no debe usarse el nombre de Parlamento; que no ha de haber publicidad de ningún tipo, excluyéndose incluso a los corresponsales de guerra, y que un oficial de educación del Ejército ha de supervisar y dirigir las sesiones».88
Cuando se leyó esto en el Parlamento de El Cairo los soldados votaron una protesta por 600 votos contra 1. El voto discordante era el del brigadier que había presentado la orden. Se transfirió de inmediato a los miembros del comité organizador, uno de ellos el «Primer Ministro». El hombre que propuso la nacionalización de la banca, Leo Abse,* fue trasladado de inmediato bajo «arresto abierto» y deportado de regreso a Gran Bretaña.89
El Parlamento de la Tropa fue disuelto y se restauró el antiguo orden. Sin embargo el descontento volvió a burbujear. Cuando la noticia de la victoria laborista en Gran Bretaña llegó a Egipto en 1945 los soldados dejaron de saludar a los oficiales durante diez días.90 La verdadera ira explotó tras el Día de la Victoria sobre Japón, en agosto de 1945, cuando los soldados se dieron cuenta de que con la victoria sobre el Eje no había acabado la guerra. Si el gobierno hubiera considerado la segunda guerra mundial una guerra antifascista, la desmovilización hubiera comenzado al día siguiente de la capitulación del enemigo. Sin embargo, los laboristas se negaron a llevar a sus cansados soldados de regreso a casa. Bevin aseguró en la Cámara de los Comunes,* en noviembre de 1945, que «la intención del gobierno de Su Majestad es salvaguardar los intereses británicos en cualquier parte del mundo en que se encuentren».91 Las tropas británicas debían seguir luchando por el Imperio británico y por los imperios de aquellos aún incapaces de luchar por sí mismos: Francia y Holanda. Sus colonias vietnamitas e indonesias debían ser violentamente restauradas a manos de sus «legítimos» dueños.92
Algunos soldados tenían otras ideas. Prefirieron hacer huelga antes que transportar tropas holandesas a Indonesia.93 En Jodhpur, la India, 700 miembros de la RAF se amotinaron brevemente.94 Hacia finales de 1945 había habido protestas en Malta,95 seguidas por las de Ceilán, Egipto y nuevamente la India,96 donde se había reconstituido un nuevo Parlamento de Tropas.97 En marzo de 1946 se sentenció a diez años a un operador de radar en conexión con huelgas en la RAF en Singapur, y en mayo hubo un motín a gran escala en Malasia, que acabó en una serie de consejos de guerra.98
Las huelgas industriales y los motines militares de Gran Bretaña, aunque revelan la existencia de guerras paralelas, fueron incidentes limitados. Más a menudo el conflicto entre quienes daban órdenes y quienes las llevaban a cabo estaba enmascarado, existiendo como ideas divergentes en la cabeza de la gente.
En efecto, muchos ciudadanos comunes tan sólo querían salir del paso sin escoger entre ninguna de ambas guerras. Más que la política o la estrategia, se ha descrito frecuentemente lo que impulsaba a la «pobre maldita infantería» como una mezcla de «coacción, incentivos y narcosis».99 Y los sentimientos de esta mujer de Yorkshire fueron, sin duda, comunes entre los civiles:
Solía ver despegar a nuestros bombarderos, cientos de ellos a intervalos regulares. (...) Me decía, «han traspasado la frontera de Inglaterra y muchos jamás regresarán. Tan sólo salen hacia la muerte». Y cuando pensábamos en toda la pobre gente a la que íbamos a destruir. ¿Cuándo iba a acabar? Era todo tan desesperante... ¿y para qué? Sentías la inutilidad de todo y la tristeza por todas las vidas humanas implicadas en esta guerra infernal, y deseabas con todo tu corazón que se acabara.100
Sin embargo, había pruebas evidentes de que mucha gente, probablemente la mayoría, veían la guerra de manera muy diferente a como la veía el establishment. Un ejemplo fue la recepción que tuvo el Informe Beveridge, en 1942, que sentó las bases para el Estado del Bienestar de posguerra y para el National Health Service.* Calder tiene razón al asegurar que «el plan no era tan revolucionario como lo presentaban Beveridge y algunos de sus admiradores».101 Por ejemplo, las contribuciones al plan eran sobre una proporción fija, con lo que los pobres pagaban tanto como los ricos, y no proporcionaba más que una red de seguridad. Sin embargo, «tras el primer brillo de presentación, el gobierno hizo esfuerzos extraordinarios para suprimir toda publicidad oficial al informe».102 Un resumen escrito por Beveridge para la tropa se retiró dos días después de haberse enviado,103 basándose en que el Informe se había vuelto «controvertido y por tanto contrario a las Ordenanzas Reales»,104 mientras que Churchill opinaba que era una distracción con respecto al combate.
Lo fascinante es que, pese a todo esto, y como descubrió Mass Observation, la gente corriente lo tomó por «un símbolo de los objetivos de la guerra para Gran Bretaña».105 Ninguna otra publicación del gobierno ha vendido 635.000 copias ni ha tenido la aprobación del 90 por ciento de los encuestados.106 The Times señalaba que «el público rehúsa aceptar la falsa distinción entre estos objetivos y los objetivos de victoria».107
El objetivo último de la guerra (un mundo mejor, más igualitario, más justo, encarnado en el Estado del Bienestar, o un regreso a estructuras de preguerra) fue el tema central de las elecciones de 1945. Churchill esperaba, sencillamente, una «elección caqui» como la que había devuelto al primer ministro de la primera guerra mundial, Lloyd George. Churchill instaba al público a «votar nacional».
El ataque principal de su discurso inaugural se dirigía, en términos velados, contra el Estado del Bienestar: «Aquí, en la Vieja Inglaterra (...) en esta gloriosa isla, cuna y ciudadela de la democracia a escala mundial, no nos gusta que nos reglamenten, nos den órdenes y prescriban cada acción de nuestra vida». El Estado del Bienestar de los laboristas, predijo, «tendrá que apoyarse en algún tipo de Gestapo».108
Attlee,* en su respuesta, apeló al concepto de «la guerra del pueblo»:
Insisto en la cuestión fundamental sobre la que tenéis que decidir. ¿Ha de ser gobernado este país, en la paz como en la guerra, por el principio de que el bienestar común se antepone al interés privado? (...) ¿O ha de volver la nación a las condiciones de antes (...)? Os pido, electores de Gran Bretaña, a vosotros, los hombres y mujeres que han mostrado al mundo un ejemplo tan brillante, que ante el peligro de muerte os salvasteis, que otorguéis poder al laborismo para guiaros a un mundo pacífico y a un orden social justo.109
Pese a que el laborismo no cumplió muchas de sus promesas, lo realmente significativo es que reclamó el papel de la guerra popular. Y los resultados fueron elocuentes. Los conservadores de Churchill cayeron hasta los 213 diputados, mientras que el Partido Laborista triunfó con 393 diputados y formó su primera administración con mayoría. El gobierno de coalición (que incluía a los laboristas) había librado una guerra imperialista, pero en las mentes de millones de votantes el conflicto había sido bastante diferente.