INTRODUCCIÓN

La imagen de la segunda guerra mundial: una paradoja

La segunda guerra mundial es única entre los demás conflictos del siglo XX. Otras guerras, como la primera guerra mundial, la guerra de Vietnam o la de Afganistán, comenzaron en medio de un amplio apoyo popular, azuzado por unos medios de comunicación sumisos, pero este apoyo se fue perdiendo en cuanto la mortal realidad y las auténticas motivaciones de los gobiernos se abrieron paso a través de la cortina de humo propagandística. La segunda guerra mundial escapa de este paradigma. Su reputación fue positiva de principio a fin, e incluso hoy en día permanece inmaculada.

Hubo una comprensible alegría, en los países bajo dominio del Eje, ante la derrota de Alemania, Italia y Japón. Pero los encuestadores de los Estados Unidos observaron que la popularidad de la guerra no hacía sino crecer conforme aumentaba el número de muertos. Mientras que el apoyo al presidente Roosevelt nunca bajó del 70 por ciento, el apoyo a iniciativas de paz descendía.1

Una situación similar se dio en Gran Bretaña, donde los voluntarios de «Mass Observation»* medían la opinión pública. De manera asidua registraban conversaciones y calibraban actitudes. Un comentario «típico» del periodo de la «guerra falsa» (cuando se habían declarado las hostilidades pero no se había llevado a cabo ninguna acción) era: «no comprendo por qué no hacemos nada... Por qué no atacamos Italia o comenzamos algo en Abisinia». Un observador anotó «la abrumadora aclamación con que se recibía cualquier noticia de una acción ofensiva».2 Hoy en día los imperialistas no se dedican a hacer caceroladas por las calles para financiar sus operaciones de bombardeo, pero en 1940 se estableció un «Fondo para Aviones de Caza» cuya «característica más llamativa era la manera en que todo el mundo se sumaba a la recogida de fondos...».3 Años de durísima lucha y enormes pérdidas de vidas no hicieron disminuir el entusiasmo. Las noticias de los desembarcos en Normandía del Día D, en 1944, provocaban una alegría general:

El niño exclamó, excitado: «¡Papá! ¡El segundo frente ha comenzado!». «Papá» se lanza escaleras arriba a la carrera, forcejea con el dial de la radio y pregunta: «¿Hemos invadido? Nada de bromas. ¿No estarás bromeando?». La familia se sienta para el desayuno pero están todos demasiado excitados para comer. Sentíamos la necesidad urgente de correr por todas partes, de llamar a las puertas de los vecinos para averiguar si la invasión había comenzado.4

Hasta el final de la guerra, los voluntarios de Mass Observation fueron incapaces de detectar cansancio o hastío.5

A miles de kilómetros de distancia, Dmitriy Loza, un oficial del Ejército Rojo, elogiaba la guerra contra el nazismo como una «guerra sagrada»:

[La guerra] llegó a nosotros en 1941, trayendo consigo sangre y lágrimas, campos de concentración, la destrucción de nuestras ciudades y aldeas y miles, decenas, cientos de miles de muertes... Si hubiera sido posible recoger todas las lágrimas (...) que fluyeron durante los cuatro años de la guerra y verterlas sobre Alemania, ese país habría quedado anegado bajo un profundo mar...6

Incluso a setenta años de distancia, la fascinación hacia la segunda guerra mundial permanece. Como Loza predijo, «diez, incluso cien generaciones de verdaderos patriotas no olvidarán nunca esta guerra».7 Ningún otro acontecimiento militar ha generado tantas obras de historia, ficción o teatro. Casi la mitad de todas las películas bélicas tratan acerca de la segunda guerra mundial. Los porcentajes de la primera guerra mundial, Vietnam y Corea son, respectivamente, del 12 por ciento, el 2 por ciento y el 2 por ciento. Las demás guerras (desde la Antigua Roma hasta la ciencia ficción) se llevan el tercio restante.8

La popularidad de la segunda guerra mundial es sorprendente, teniendo en cuenta su enorme capacidad destructiva. A la hora de comparar cifras de víctimas deberíamos tener en cuenta la advertencia de este comentarista japonés: «no deberíamos convertir las muertes en cifras. Cada uno de ellos era un individuo. Tenían nombres, caras... Puede que mi hermano sea sólo una fracción entre muchos millones, pero para mí era el único Hermano Mayor del mundo. Para mi madre era el único Hijo Mayor. Compilad a los muertos uno por uno».9

En cualquier caso, las estadísticas son sorprendentes. La guerra de 1914-1918 causó hasta 21 millones de muertos.10 El saldo de veinte años de combates en Vietnam fue de 5 millones,11 mientras que la guerra liderada por EE.UU. en Irak ha costado 655.000 vidas en tres años.12 Aunque no existen cifras seguras para el periodo entre 1939 y 1945, una fuente sugiere unos 50 millones de muertos, de los que 28 millones eran civiles. Sólo las pérdidas sufridas por los chinos equivalen a las de Alemania, Gran Bretaña y Francia en la primera guerra mundial, sumadas.13

¿Cómo es que tal masacre no ha mellado la reputación de la segunda guerra mundial? La respuesta reside en la extendida y duradera creencia de que se trató de una «buena guerra» en que la rectitud triunfó sobre la injusticia; la democracia, sobre la dictadura; la tolerancia, sobre el racismo, y la libertad, sobre el fascismo. La historia oral de América de Terkel* capta este espíritu:

«No era como cualquier otra guerra», reflexionaba en voz alta un discjockey en la radio (...) Muchos de nosotros creíamos profundamente que no era «imperialista». Nuestro enemigo era evidentemente obsceno: el autor del Holocausto. Era una guerra que muchos que se habrían opuesto a «las otras guerras» apoyaban de manera entusiasta. Era una «guerra justa», si es que existe algo así.14

En el Frente Oriental, Loza lo corroboraba: «el pueblo levantó un muro contra los represores, agresores, ladrones, torturadores, saqueadores, contra la basura fascista, la hez de la humanidad. ¡Lanzó toda su antipatía contra la cara de este enemigo detestado y odiado!».15

De modo que un aspecto fundamental de la segunda guerra mundial fue que inspiró a millones y millones de personas a resistir contra el genocidio, la tiranía y la opresión fascista, y que en ningún momento se sintieron engañados en sus creencias. Esta absoluta repulsión por los métodos y objetivos de Hitler y sus colaboradores estaba plenamente justificada. La famosa película propagandística estadounidense de Frank Capra, Por qué luchamos (1943), explicaba que las potencias del Eje querían «conquistar el mundo».16 Esto era cierto, se tratara del Lebensraum para Alemania, un nuevo Imperio romano para Italia o la cínicamente bautizada Esfera de Coprosperidad de la Gran Asia Oriental de los japoneses.

Unos cuantos ejemplos demuestran qué habría supuesto para el mundo una victoria de las potencias del Eje. Los nazis empleaban el racismo como pegamento unificador para su movimiento, y el resultado fue que se rapaba a las mujeres judías que llegaban a Treblinka, para poder emplear su pelo en colchones, antes de asesinarlas en las cámaras de gas a un ritmo de entre 10.000 y 12.000 al día. Se intentaba que el tiempo transcurrido entre su llegada y su exterminio fuera de diez minutos.17 Sin embargo:

[D]ado que los niños pequeños aferrados a los pechos de sus madres eran una molestia durante el afeitado, se separaba a los bebés de sus madres en cuanto bajaban del tren. Llevaban a los niños a una enorme zanja; cuando habían juntado un número suficiente de ellos los mataban a tiros y los arrojaban al fuego... Si las madres conseguían mantener a sus hijos con ellas y esto interfería con el rasurado, un guardia alemán arrancaba al niño sujetándolo por las piernas y lo aplastaba contra una pared de las barracas hasta que no quedaba más que una masa sanguinolenta.18

Aunque el fascismo italiano era menos manifiestamente racista, la invasión de Abisinia entre 1935 y 1936 dio lugar al empleo de métodos aberrantes, incluido el gaseamiento. El hijo de Mussolini, un piloto, describía así esta conquista:

Un deporte magnífico... un grupo de jinetes me dio la impresión de una rosa al abrirse cuando las bombas cayeron entre ellos y los volaron en pedazos. Fue excepcionalmente divertido.19

El ataque japonés sobre China culminó con la famosa «violación de Nankín» de 1937. En un periodo de dos meses, el ejército violó brutalmente a como mínimo 22.000 mujeres (matando a la mayoría después) y asesinó a 200.000 hombres.20

Sin embargo, incluso si las fuerzas aliadas pusieron fin a estas atrocidades, existe un problema en contemplar la segunda guerra mundial inequívocamente como una «buena guerra». El Eje no poseía el monopolio sobre la barbarie, y el bombardeo de Hiroshima por los EE.UU. es sólo un ejemplo. Por otra parte, no es que quienes dirigieran los ejércitos aliados compartieran necesariamente los mismos objetivos que la gente común. Dejando de lado la retórica oficial, era absurdo creer que los gobiernos de Gran Bretaña, Francia, Rusia o los EE.UU. se opusieran a los principios de «conquista mundial».

Tengamos en cuenta, por ejemplo, el destino de la Carta del Atlántico, saludada por The Times como la «Reunión de las Fuerzas del Bien en el mundo. Libertad y restauración para las naciones oprimidas».21 En agosto de 1941, el presidente estadounidense, Roosevelt, y el Primer Ministro británico, Winston Churchill, se comprometieron conjuntamente a respetar «el derecho de todos los pueblos a elegir la forma de gobierno bajo la que deseen vivir». Tampoco a Stalin le costó muchas dificultades declarar la «plena adhesión de la Unión Soviética a los principios de la Carta del Atlántico».22

Sin embargo, cuando Churchill presentó la Carta en la Cámara de los Comunes, subrayó que «no afectaba de ningún modo a las diversas declaraciones políticas que se han hecho [con respecto al] Imperio británico (...) Sólo se aplica a los Estados y naciones de Europa actualmente bajo el yugo nazi».23 Incluso esta restrictiva interpretación se ignoró en cuanto su aplicación se hizo posible. En octubre de 1944, los líderes británico y ruso se encontraron para tomar decisiones que el primero admitió «eran tan crudas, incluso crueles, [que] no podrían ser la base de ningún documento público (...)».24 La vanidad acabó por vencer a Churchill y publicó esta narración del «acuerdo de los porcentajes».

El momento era propicio para la negociación de modo que dije: «Vamos a resolver nuestros asuntos en los Balcanes. Sus ejércitos están en Rumania y en Bulgaria. Nosotros tenemos allí intereses, misiones y agentes. No vamos a pelearnos por detalles. En lo que respecta a Gran Bretaña y Rusia, ¿qué les parece que ustedes tengan una supremacía del 90 por ciento en Rumania, que nosotros tengamos la misma supremacía en Grecia y que vayamos a medias en Yugoslavia?». Mientras traducían esto escribí en una cuartilla:

Le pasé la cuartilla a Stalin, que ya había escuchado la traducción. Hubo una breve pausa. Entonces, con su lápiz azul, trazó en ellas un signo grande indicando su aprobación y nos la devolvió. Todo quedó resuelto en menos tiempo del que se tardó en formularlo (...) Al final dije: «¿No pensarán que resulta demasiado cínico si parece que hemos resuelto estas cuestiones, que afectan a millones de personas, con tanta ligereza? Quememos el papel». «No —dijo Stalin—, consérvelo usted.»25

Aunque no formaban parte de las conversaciones en Moscú, los EE.UU. fueron igual de cínicos en su enfoque de la paz. Como cierto líder político dijo: «Tal y como están yendo las cosas, la paz que haremos, la paz que parecemos estar haciendo, será una paz de petróleo, una paz de oro, una paz de embarques (...) sin propósito moral (...)».26 Es posible que sin propósito moral, pero Hull, secretario de Estado de Roosevelt, explicó que los EE.UU. liderarían «un nuevo sistema de relaciones internacionales (...) basado sobre todo en razones de puro interés nacional».27

Dos, no una

La argumentación de este libro es que el abismo entre la motivación de los gobiernos aliados y la de los que lucharon contra la barbarie, opresión y dictadura, era insalvable. Por tanto, los acontecimientos que sacudieron el mundo entre 1939 y 1945 no constituyeron un solo combate contra las potencias del Eje, sino que fueron dos guerras distintas.

Aunque poco convencional, esta premisa se basa en el dictado plenamente establecido de Clausewitz, según el cual «la guerra no es tan sólo un acto político; es también un instrumento político real, una continuación de la negociaciones políticas, una manera de llevar a cabo lo mismo por otros medios».28

Al ser «una política que libra batallas en lugar de escribir notas (...) ninguno de los principales planes que se requieren para una guerra puede llevarse a cabo sin un conocimiento de las relaciones políticas».29 En el caso de la segunda guerra mundial, las relaciones entre estados generaron la guerra entre el Eje y las potencias aliadas, pero las relaciones políticas entre los gobiernos y los pueblos produjeron otra guerra, librada por éstos para sus propios fines. Este fenómeno se hace más evidente en los movimientos de resistencia que operaron más allá del control de gobiernos formales.

La tesis de dos guerras distintas difiere de otras interpretaciones de la segunda guerra mundial. Las versiones oficiales de los Aliados sugerían que ellos y sus poblaciones eran uno. Por ejemplo, cuando el Primer Ministro (PM) británico dio la bienvenida a Rusia al bando aliado, insistió en que todos sus anteriores desencuentros estaban ya olvidados:

El régimen nazi es indistinguible de las peores características del comunismo, [pero] el pasado, con sus crímenes, locuras y tragedias, desaparece (...) No tenemos sino un solo objetivo, un propósito único e irrenunciable. Estamos decididos a destruir a Hitler y todo vestigio del régimen nazi (...) Ésta no es una guerra de clases, sino una guerra en que el Imperio británico al completo, junto con la Commonwealth, se encuentra envuelto sin distinción, de raza, credo o partidismo. [Es] la causa de los hombres libres y de los pueblos libres de todos los rincones del mundo.30

Pese a las tales diferencias ideológicas, Stalin estaba de acuerdo en que el único objetivo era «la destrucción del régimen de Hitler»31 y no mostró resentimiento ante el insulto del PM. Ambos hombres eran tenaces en su oposición a la coalición del Eje, no porque amenazara a los «hombres libres y los pueblos libres de todos los rincones del mundo», sino porque Alemania y sus socios amenazaban el control aliado de todos los rincones del mundo.

Una interpretación diametralmente opuesta de la segunda guerra mundial la ve como una guerra imperialista al 100 por ciento. Trotski fue un oponente encarnizado y duradero del fascismo y comprendía «el legítimo odio de los trabajadores» hacia él: «mediante sus victorias y barbaries, Hitler provoca de manera natural el acerado odio de los trabajadores del mundo entero». Sin embargo, negaba que los Aliados lucharan para eliminar el fascismo. Luchaban para continuar con su propia dominación. Por tanto,

[L]a victoria de los imperialistas de Gran Bretaña y Francia no sería menos terrible para el destino final de la humanidad que la de Hitler y Mussolini (...) La tarea que la Historia nos impone no es apoyar a una parte del sistema imperialista contra la otra, sino acabar con el sistema como un todo.32

La oposición de Trotski a la segunda guerra mundial no se basaba en convicciones pacifistas. Apoyaba las «guerras progresistas, justas (...) que sirven a la liberación de las clases o naciones oprimidas y por lo tanto impulsan la cultura humana».33 Más aún, no rechazaba la democracia: «los bolcheviques también defendemos la democracia, pero no el tipo de democracia gobernada por sesenta reyes no coronados». De modo que Trotski aseguraba que, como guerra imperialista que era, había que oponerse a la segunda guerra mundial, pero además había que sustituirla por una guerra antifascista popular: «primero limpiemos nuestra democracia de magnates capitalistas, después defendámosla hasta la última gota de nuestra sangre».34 A Trotski lo asesinó un agente de Stalin en 1940, de modo que no vivió para comprobar que los dos procesos de que hablaba discurrían en paralelo en lugar de hacerlo separados en el tiempo.

Howard Zinn y Henri Michel adoptan una tercera vía que reconoce la presencia simultánea de elementos antifascistas e imperialistas en la segunda guerra mundial. Zinn los divide en factores a largo plazo y factores a corto plazo.

Podemos debatir hasta el fin de los tiempos acerca de si había alguna alternativa a corto plazo, si se podría haber resistido al fascismo sin una guerra con 50 millones de muertos. Pero el efecto a largo plazo de la segunda guerra mundial en el pensamiento mundial fue profundo y pernicioso. Hizo que la guerra, tan desprestigiada tras la masacre sin sentido de la primera guerra mundial, fuera nuevamente algo noble. Permitió a los líderes políticos, sin importar a qué miserable aventura nos guiaran, sin importar qué desastre provocaran a otros pueblos (2 millones de muertos en Corea, al menos otro tanto en el sudeste asiático, cientos de miles en Irak), invocar la segunda guerra mundial como modelo.35

La Guerre de l’ombre; La Résistance en Europe, de Michel, es una obra de enorme influencia que también reconoce las complejidades de la segunda guerra mundial, pero que aun así subraya su unidad fundamental: «durante la segunda guerra mundial se libraron dos tipos de combates. El primero abarcaba los enormes ejércitos regulares de ambos bandos, enfrentados (...) El segundo tipo de combate se libró en la oscuridad de lo subterráneo (...) En el bando aliado, estas dos partes de un todo eran tan diferentes como el día y la noche».36

Ninguna de estas explicaciones resuelve de manera satisfactoria el contradictorio carácter de este fenómeno.37 El todo (se trate de unidad patriótica, puro imperialismo, una combinación de factores a corto y largo plazo o la guerra oficial y la guerra subterránea) se rompe en pedazos cuando se estudia cada caso en detalle.

Más que una unidad contra el Eje, lo que había era una inestable mezcla de corrientes que, bajo ciertas circunstancias, podían coagular en elementos separados y mutuamente excluyentes. Gabinetes y campesinos, cuarteles y barracas, consejos de administración y trabajadores: cada uno libraba una guerra diferente: una, imperialista; la otra, popular.

Estos términos se emplean para cubrir muchas situaciones diferentes, de modo que requieren una definición y un contexto histórico. El imperialismo abarcaba tanto la política estatal de dominación exterior como las estructuras internas económicas y políticas que soportaban y generaban esta política exterior. Teniendo esto en cuenta, una característica notable de los preliminares de la segunda guerra mundial era el grado en que Aliados y Eje compartían motivaciones imperialistas. Esto no quiere decir que fueran simétricos. Un jugador de ajedrez se ve envuelto en el mismo juego que su contrincante, incluso cuando, tras unos cuantos movimientos, sus piezas están dispuestas de manera completamente diferente.

Reflexionemos en primer lugar sobre los Aliados. En 1939 Gran Bretaña poseía la mayor aglomeración de personas y tierras de la historia, un imperio en el que «el sol nunca se pone, pero la sangre nunca se seca».38 Francia poseía el segundo imperio de ultramar más extenso, con un 10 por ciento de la superficie del mundo. La URSS cubría una sexta parte del planeta, con una mayoría de su población no rusa. Bajo Stalin, como en los tiempos del Zar, era nuevamente una «prisión de los pueblos», y posteriormente añadiría la mayor parte de la Europa oriental. El momento álgido del imperialismo de los Estados Unidos quedaba aún relegado al futuro, pero en 1939 estaban todavía ocupados estableciendo la preeminencia económica con la que dominar el mundo y fundar una maquinaria militar que hoy en día posee 737 bases de ultramar y más de 2,5 millones de personas en todo el mundo.

Comparadas con Gran Bretaña, Francia y Rusia, las potencias del Eje eran unas recién llegadas al juego imperialista. Japón emergió de un aislamiento autoimpuesto en 1867; Italia tan sólo se unificó en 1870, y Alemania, un año después. El mundo ya estaba repartido, y tan sólo podían afirmar su estatus internacional desalojando de manera agresiva a sus competidores ya establecidos. Alemania intentó hacerlo en la guerra de 1914 a 1918 y fracasó, y el Tratado de paz de Versalles la castigó posteriormente. Italia y Japón habían apoyado a la Entente durante la primera guerra mundial con la esperanza de obtener las migajas de la mesa de los vencedores, pero se llevaron una amarga decepción. La segunda guerra mundial representaría un segundo esfuerzo por parte de las tres para obtener poder imperialista.

En el plano nacional, la cara del imperialismo era menos despiadada en el bando aliado que en el Eje. Gran Bretaña y Francia jugaban con los instintos democráticos de sus ciudadanos porque protegían los frutos de agresiones anteriores, y podían, por tanto, adoptar una postura defensiva. Los gobiernos de Estados Unidos y Rusia justificaron también en la agresión externa su implicación.

Ése no era el caso del Eje. Las clases dirigentes de Alemania, Italia y Japón sabían que una nueva apuesta por el poder mundial requería una ideología más extremadamente ultraderechista y autoritaria que antes para movilizar a sus poblaciones. La falta de un imperio, que dejaba a los gobiernos del Eje sin capacidad para desplazar a los pueblos colonizados el peso de la crisis de entreguerras, tan sólo intensificaba esta necesidad. Por lo tanto se enfrentaban a tremendas tensiones y graves luchas de clases exacerbadas por el movimiento internacional comunista que siguió a la Revolución rusa de 1917. En consecuencia, todas las potencias del Eje adoptaron algún tipo de régimen fascista o militarista. En Alemania e Italia, el establishment tuvo que aceptar compartir el poder con foráneos populistas como Hitler y Mussolini. En Japón el poder emanó de dentro del estamento militar. Los tres gobiernos del Eje sabían que arrebatar y consolidar tierras frente a las potencias imperialistas reconocidas no dejaba lugar para fachadas humanitarias, ya fuese en el propio país o fuera. El dominio del Eje sería brutal. Gran Bretaña, Francia y Rusia habían construido sus imperios a un ritmo mucho más pausado y podían, por lo tanto, emplear ideologías más sofisticadas, ya fuesen religiosas, raciales o políticas, para disimular sus acciones.

Despojada de retórica, desde este ángulo la segunda guerra mundial no fue una lucha contra la dominación del mundo. Fue una disputa entre los gobiernos Aliados y los del Eje por quién dominaría. De esta manera, la creencia de la gente común de que el tema era el enfrentamiento entre fascismo y antifascismo, era en gran parte irrelevante para los mandatarios de ambos lados del enfrentamiento entre Aliados y Eje. Los acontecimientos antes, durante y después de la guerra corroboran esto. Las intenciones y métodos del Eje eran obvias, pero sus oponentes no formaron una orden de caballeros dedicada a rescatar al mundo de las fauces del dragón del fascismo. Eran una combinación accidental, y, en efecto, bastante improbable, que tan sólo se alió unos dos años después de que la guerra hubiera comenzado. El mismo concepto de que los Aliados fueran aliados era una quimera.

Antes de la segunda guerra mundial, los Estados Unidos eran diplomáticamente aislacionistas y seguían el lema de Coolidge de que «los asuntos de América son sus negocios».39* El presidente Roosevelt era «indiferente al resto del mundo»40 hasta que fue obvio qué significaría una victoria del Eje. El dominio nazi sobre Europa no se vería confinado a ese continente.

Es más: Gran Bretaña, que casi cae en bancarrota a causa de la primera guerra mundial, dependía ahora de la ayuda estadounidense para sobrevivir a la Segunda, con lo que se la pudo obligar a ceder su estatus de potencia mundial a América. En Asia, Japón estaba en competencia directa con los Estados Unidos en cuanto a influencia. Zinn cita un memorando del Departamento de Estado que advertía de que la expansión japonesa implicaba que «nuestra posición diplomática y estratégica, en general, quedaría considerablemente debilitada», llevando a «insoportables restricciones en cuanto a nuestro acceso al caucho, estaño, yuta y otras materias primas vitales de las regiones de Asia y Oceanía».41 En consecuencia, Roosevelt interpuso un embargo de petróleo a Japón, forzándole a elegir entre sus ambiciones imperiales o represalias. Japón escogió este segundo camino en Pearl Harbor, en diciembre de 1941.

Hasta 1939, Gran Bretaña percibió el comunismo como una amenaza más importante a su poder que el nazismo. De modo que rechazó las súplicas de Stalin para formar una alianza anti nazi, y de manera continuada apaciguó a Alemania. Miró para otro lado mientras Hitler desafiaba todas las convenciones del Tratado de Versalles a partir de 1935. Primero Gran Bretaña firmó un acuerdo que aprobaba una ampliación de la marina alemana; luego accedió cuando, desobedeciendo las restricciones, el tamaño de la Wehrmacht se quintuplicó y se fundó la fuerza aérea prohibida, la Luftwaffe; y apenas gruñó cuando Alemania se anexionó Austria. En 1939, el Primer Ministro británico, Neville Chamberlain, exigió simultáneamente a Checoslovaquia que cediera territorio a Alemania y declaró la «paz para nuestra época»* con el Führer. Gran Bretaña se vio obligada a actuar, pese a sus renuencias, cuando la invasión de Polonia demostró que el apetito nazi por la expansión era insaciable. La pragmática amistad con Rusia sólo comenzó cuando Hitler invadió la URSS y proporcionó a ambos países un enemigo común.

Por su parte, hacia 1939 Stalin había decidido que Gran Bretaña y Francia estaban demasiado predispuestas al apaciguamiento como para ayudarle a oponerse al Lebensraum* nazi (un imperio alemán ocupando suelo ruso). De modo que ese mismo año firmó un notable tratado de paz con Hitler que, según expresó en el 18.º Congreso del Partido Comunista, en un conflicto futuro «permitiría a las partes beligerantes hundirse profundamente en el lodazal de la guerra (...) permitiendo que se agotaran y debilitaran mutuamente; y entonces, cuando fueran suficientemente débiles, aparecer en escena con fuerzas renovadas...».42

Los sufrimientos compartidos por los Aliados en la segunda guerra mundial no consiguieron superar las tensiones entre ellos a largo plazo. Esta banda de hermanos mal avenidos sólo duró mientras la batalla rugía.** Tras 1945, incapaz de mantener sus posesiones lejanas, Gran Bretaña aceptó a regañadientes su papel como socio imperialista menor de los EE.UU. Ese país, con sus bombas atómicas, establecía su estatus como superpotencia porque, en palabras de Truman, sucesor de Roosevelt, los EE.UU. estaban «en posición de dictar nuestros propios términos al acabar la guerra».43

Su antiguo amigo ruso era ahora apodado «el imperio del mal», y una generación entera vivió sujeta a los temores de un holocausto nuclear y a los rigores de la Guerra Fría. Esto colocó a Moscú en una carrera por desarrollar su propio arsenal nuclear tanto para disuadir como para amenazar a sus antiguos aliados.

El concepto de imperialismo se aplica a algo más que a los protagonistas principales. Hay que incluir en él a muchos Estados sin imperios porque actuaron como satélites de las grandes potencias. En efecto, varios gobiernos en el exilio operaban desde Londres o El Cairo. Además, el imperialismo era un sistema social en el que el capitalismo estaba fuertemente entretejido con la política de Estado. La Francia ocupada proporciona un ejemplo de las maneras en que las políticas nacionales e internacionales podían interactuar durante la segunda guerra mundial. Desde su exilio en Londres, De Gaulle abogaba por la restauración de la grandeur imperial de su país mediante la expulsión de los nazis, mientras que el régimen de Vichy prefería la colaboración con el imperialismo germano a fin de suprimir a su clase trabajadora. Cada uno representaba un aspecto diferente del imperialismo. La guerra imperialista tenía también sus propios métodos característicos: el empleo de métodos de combate tradicionales o convencionales (a menudo del tipo más bárbaro). Eran muy diferentes de los métodos empleados por los movimientos de resistencia.

La «guerra popular» es más problemática como idea y puede parecer poco rigurosa. Sólo es necesario recordar cómo Stalin llamaba a los estados de Europa oriental que controló a partir de 1945 «democracias populares» para darse cuenta de hasta qué punto puede emplearse incorrectamente la palabra «popular».* Por lo tanto, para afinar bien la definición de la «guerra popular», es necesario primero responder a una serie de preguntas.

La primera es ¿quién era exactamente «el pueblo»? Ese tipo de guerra no conllevó un activismo generalizado. Bajo la ocupación, la difícil tarea de contactar con un movimiento necesariamente secreto, así como el riesgo de ser arrestado por la Gestapo o su equivalente, hacían que sólo una minoría estuviera directamente implicada. Sin embargo, los resistentes organizados gozaban de las simpatías de amplias capas de la población por su heroísmo y sacrificio personal. En los países aliados no ocupados, amplios grupos de personas luchaban entusiastas por la libertad y por una sociedad mejor, incluso si seguían las órdenes de autoridades que pensaban de manera bastante diferente. En Asia las poblaciones luchaban contra el colonialismo (tanto contra sus amos europeos como contra sus amos japoneses). El aspecto clave es que la guerra, la librara en mayor o menor medida el pueblo, se libró para el pueblo.

Una segunda cuestión es: ¿qué distingue la guerra popular de la guerra de clases o la guerra nacional? La definición marxista de clase (un grupo social que comparte una relación común con respecto a los medios de producción) no era aplicable a la guerra popular, ni siquiera allá donde la acción obrera era destacable, como por ejemplo Italia. Los resistentes procedían de todo el espectro social. Sin embargo, y de la misma manera, una guerra popular no era una guerra nacional. No se limitaba a un objetivo de independencia, sino que siempre intentaba ir más allá de la mera preservación o resurrección de los antiguos Estado y sociedad.

De modo que ni guerra de clases, ni guerra nacional: la guerra popular era una amalgama. Como fenómeno de clase, su ideología era un rechazo radical al sistema de preguerra y a favor de las clases más bajas (sin importar los orígenes sociales de los individuos). Como fenómeno nacional, los guerreros populares insistían en que las masas, más que las viejas y desacreditadas élites, representaban la nación. El fracaso de las autoridades aliadas a la hora de oponerse a los opresores extranjeros, y su prontitud para colaborar con el Eje (mediante el apaciguamiento, antes de la guerra, o tras la ocupación) reforzaban esta convicción.

Por supuesto sería conveniente separar limpiamente la guerra de clase de la guerra nacional, pero esto no era posible por las razones arriba mencionadas. De igual manera sería útil poder separar limpiamente las luchas de liberación de las influencias imperialistas, pero a menudo ambos aspectos estaban tan enredados como para tener que descartarlo.

Aunque en un buen número de excelentes estudios nacionales, como The People’s War, de Angus Calder, sobre Gran Bretaña, se apunta la idea de guerras paralelas, el análisis no se ha aplicado nunca a la segunda guerra mundial en toda su extensión porque en los campos de batalla convencionales quienes daban las órdenes y quienes las obedecían actuaban en concierto, sin importar cuán diferentes fueran sus ideas. Así, ambas guerras eran indistinguibles incluso para quienes estaban implicados en ellas. Había, sin embargo, circunstancias especiales que iluminaban esta separación como si lo hiciera un relámpago. En los países dominados por el Eje, los movimientos de resistencia de masas surgieron de forma independiente, para desesperación de los imperialistas Aliados; en el Asia colonial la autoridad quedó socavada por la guerra en Europa o por la invasión japonesa. Otro momento revelador llegó en 1945. Los gobiernos Aliados querían una reconstrucción basada en su victoria en la guerra imperialista, lo que significaba reinstaurar el statu quo de preguerra, pero las poblaciones locales querían un mundo de posguerra basado en sus éxitos en la guerra popular.

No es posible escribir una historia estándar y completa dentro de los límites de esta obra. A diferencia de libros que se centran en las batallas, tecnologías, generales y ejércitos de la segunda guerra mundial, o de aquellos que tratan de sus grandes líderes (Hitler, Stalin, Roosevelt o Churchill) y naciones, en foco, aquí, recae en los momentos en que ambos conflictos pueden discernirse con más facilidad. Es inevitable que muchos países se hayan omitido.44

La omisión más significativa es Rusia. Jugó un papel decisivo en la derrota de Hitler, pero no experimentó guerras paralelas por dos razones. En primer lugar, las políticas asesinas de los invasores nazis llevaron a la población al régimen estalinista en su frenética lucha por la supervivencia. A diferencia de los demás movimientos de resistencia en otros lugares, los cientos de miles de partisanos soviéticos que libraron bravas batallas tras las líneas alemanas nunca supusieron una alternativa a Moscú. En segundo lugar, el Estado ruso era intensamente represivo. Por ejemplo, grupos étnicos enteros que se consideraban una amenaza fueron deportados hacia el este en condiciones infrahumanas. Esto no dejó espacio para una expresión independiente de la guerra popular. Las únicas fuerzas considerables que se opusieron a Moscú, como los soldados renegados que se unieron al uniforme del general Vlásov,* no fueron sino instrumentos pasivos del imperialismo nazi. Esta falta de una guerra popular tendría lamentables consecuencias para quienes cayeron bajo el yugo del Ejército Rojo una vez éste barrió a los alemanes de Europa oriental.

Por tanto, aunque este libro no ofrece un análisis en profundidad de la propia Rusia, este país tuvo una enorme influencia en las guerras paralelas. Los partidos comunistas eran preeminentes en casi todos los movimientos de resistencia, y guiaron, inspiraron y murieron por la guerra popular. Sin embargo, la lealtad a la Rusia de Stalin significó que sus objetivos imperialistas en cuanto al exterior les influyeran fuertemente. Esto les llevó a aceptar dramáticos giros de política. Hasta mediados de la década de 1930, la URSS abogó por una «línea del Tercer Periodo»: la guerra abierta de clases era el único asunto en aquel momento; todos los demás partidos, desde los fascistas hasta los reformistas de extrema izquierda, eran instrumentos del capitalismo a los que oponerse por igual. Cuando este desastroso análisis contribuyó al ascenso al poder de Hitler, se impuso la adopción de una política de Frente Popular. La clase era ahora completamente irrelevante y todo aquel que no fuera un fascista declarado (incluyendo imperialistas conservadores de Gran Bretaña, Francia o cualquier otro lugar) debía unirse por el interés nacional y defender también a la Unión Soviética.

Con una breve interrupción ocasionada por el pacto entre Hitler y Stalin de 1939,** la política de Frente Popular continuó a lo largo de toda la segunda guerra mundial. Produjo situaciones extraordinarias. Más que ningún otro grupo, los comunistas organizaron y dirigieron la resistencia popular contra el fascismo, y animaron las esperanzas de trabajadores y campesinos de un mundo mejor tras la guerra. Pero al mismo tiempo refrenaron algunas luchas con tal de no alarmar a los Estados imperialistas de los que Rusia era aliada. Crearon y a la vez castraron los movimientos de masas, ayudando a la derrota del fascismo pero permitiendo conservar el poder a élites desacreditadas, a expensas del pueblo llano.

El que los comunistas representaran una intersección entre la guerra popular y las potencias imperialistas demuestra que los partidarios del imperialismo no se alinearon uniformemente en un bando, y los de la guerra popular, en el otro. Ambos se mezclaron y coexistieron dentro de movimientos, organizaciones e individuos. De modo que la cuestión de guerras paralelas no se puede trazar de manera simplista.

Otro gran país que no se trata en este libro es China. Su lucha a tres bandas entre los japoneses, los chinos nacionalistas y los ejércitos del Partido Comunista presentan características comunes a muchas de las tratadas en este libro. Sin embargo, los acontecimientos clave, que culminaron en la victoria del Ejército Popular de Liberación de Mao en 1948, quedan fuera de nuestro marco temporal.

Con un poco de suerte, y pese a estas omisiones, los ejemplos aquí descritos, tomados de una variedad de contextos, serán suficientes para justificar la visión de las guerras paralelas como una descripción general válida de la segunda guerra mundial.