Existe una versión oficial de la segunda guerra mundial que es relativamente fácil de desenterrar. Junto a los registros escritos, el establishment aliado proclama felizmente su triunfo en monumentos públicos como el Cenotafio de Londres. Desfiles públicos, películas, libros y series de TV como Hermanos de sangre* dan también fe de la victoria aliada. Otros son más callados. Westerplatte, a las afueras de Gdansk, Polonia, donde comenzó la segunda guerra mundial, tiene una atmósfera sombría, como la de la Iglesia Memorial Káiser Wilhelm, en ruinas, que aún hoy en día rememora el poder de los bombardeos aéreos sobre el centro de Berlín.
Por el contrario, la otra guerra, la guerra del pueblo, ha quedado en gran parte escondida. De modo que desenterrarla ha sido un desafío tanto en tiempo como en espacio. Escribir este libro ha llevado tanto tiempo como la segunda guerra mundial, y ha implicado viajar a los países enumerados en el índice, así como a otros excluidos por limitaciones de espacio. A veces la ocultación es deliberada, como en el caso del radiotransmisor de la resistencia escondido en el tejado de un almacén en Bergen, Noruega. A veces los motivos son más perniciosos. En el Museo Militar de Atenas no se hace ni una sola referencia al movimiento de resistencia que liberó al país, porque su política era demasiado radical.
Cuando a la narrativa oficial le conviene, hay museos de la resistencia, que van desde el espectacular Museo del Alzamiento de Varsovia al futurista Museo del Alzamiento Nacional Eslovaco en Banská Bystrica, pasando por el Museo de la Resistencia Danesa de Copenhague o el diorama del Museo Vredeburg de Yogyakarta, en Indonesia. Sin embargo, la mayoría de museos de la resistencia son pequeños, habitualmente una o dos habitaciones en pueblos y aldeas perdidos. Más a menudo son sencillas placas que cuentan la historia: desde la dedicada al Ejército Nacional Indio en un silencioso parque en Singapur a la bulliciosa plaza central de Bolonia. Otras pruebas van desde los cementerios a los recuerdos directos de participantes, o incluso los talleres para los descendientes de las personas lesionadas genéticamente por el Agente Naranja durante la larga guerra de Vietnam. Allá donde se luchó (y eso es casi en todas partes) hay algo que se puede hallar si se busca.
La diferencia entre las dos guerras (la guerra imperialista y la guerra popular) queda bien simbolizada en mi ciudad natal, Edimburgo. Elevándose por encima de las calles en Castle Rock se encuentra el Monumento Nacional Conmemorativo de la Guerra. Cientos de metros más abajo, bajando una escalera mal iluminada, en una esquina, bajo un árbol, cerca de las vías del tren, hay una placa de metal, apenas más grande que este libro. Está dedicada a quienes murieron luchando contra el fascismo en la guerra civil española. Espero que esta obra ponga ambos aspectos bajo una perspectiva más equilibrada.