Febrero de 2020


—Tienes que ver esto —le dije a Jackie, levantando la bandeja compartimentada.

Rebusqué entre los papeles, pero «Predicción» había desaparecido. Le describí a Jackie lo que había visto, pero ella solo me dirigió una mirada preocupada.

No me dio ninguna pista de lo que debía hacer. Aquello me recordó lo que Pollux dijo una vez de los búhos. Cuando se te acerca un búho, cuando no lo estás buscando, pero vuela hacia ti o se posa en la valla de tu casa, supongamos, el búho te está diciendo que te prepares. ¿Que te prepares para qué? Ese tipo de advertencia puede volverte loca. Es imposible saber cómo evitar algo cuando no sabes de qué se trata. Empecé a sospechar que alguien de la librería me estaba gastando una broma, pero deseché la idea porque nadie vino a regodearse. Incluso pensé que quizá Louise, que siempre era proclive a los presentimientos antes de empezar una gira promocional, lo había escrito y luego lo había cogido. La llamé para preguntárselo.

—¿Escribiste un poema y lo dejaste en la caja?

—¿Por qué iba a hacer algo así?

—Yo qué sé. Encontré un poema que me generó mucha desazón. Y ha desaparecido.

—Desazón. Cuando me viene esa sensación, actualizo mi testamento —dijo Louise—. ¿Te dejo la librería?

—No.

Le pregunté a Louise cuándo se marchaba.

—El 1 de marzo. Sí, voy a actualizar mi testamento.

—Por el amor de Dios, Louise. Relájate. Estamos a 15 de febrero. ¿Qué puede pasar en un par de semanas? —dije.

—Mucho —respondió.

Antes de salir de gira, Louise leyó en la iglesia congregacional de Plymouth, de pie en el atril del púlpito que dominaba a los feligreses sentados uno al lado del otro en el espacio lleno de luz. Después de la lectura, abrazó a la gente, estrechó manos y dio más abrazos. Como siempre después de una lectura, parecía aturdida y nerviosa. Penstemon y yo vendíamos ejemplares en la mesa de libros. Jackie había cocinado un montón de galletas de avena con especias para que todo fuera más festivo. También había vino, queso, galletas de agua y toda la parafernalia, dispuestos en otra mesa. Las hijas de Louise estaban sentadas con ella. Intentaban evitar que la gente se acercara demasiado y se amontonara. Si nadie más estaba preocupado, ellas sí estaban intranquilas por los rumores sobre un nuevo virus. Después, hicieron que Louise se lavara las manos. Al salir de la iglesia, en pleno frío, me dirigió una mirada perpleja y preocupada.

—Adelante —le dije, mientras le entregaba una de las galletas de Jackie.

Sonrió a la galleta y le dio un mordisco.

Le pedí que me enviara un mensaje de texto desde cada sitio al que fuera.

El día del primer fallecimiento por coronavirus en los Estados Unidos, cogió un avión con una bolsa de plástico llena de toallitas con lejía que le había dado su hermana, una doctora de salud pública que trabajaba en el Servicio de Salud Indio de Mineápolis. Louise me envió un mensaje de texto desde Washington para decirme que la lectura en Politics and Prose21 estaba muy bien organizada, como siempre, y con un público inteligentísimo. «Hicieron un anuncio —escribió—. No tocar a la autora. Y botes de gel higienizante brotan como setas en los mostradores de los hoteles».

5 de marzo. San Antonio. «Once casos en un crucero. Dicen que el brote está controlado. La mitad de las personas de la conferencia se retiró. Cena de bufé en un patio al aire libre: LaFonda. Nunca había tomado comida mexicana tan rica, y con una compañía inmejorable. Pero tuve una sensación muy extraña cuando miré a mi alrededor en el patio con luz suave y la gente se reía mientras comían todos juntos. Todo parecía estar sucediendo en una fotografía antigua. Necesitamos gel hidroalcohólico en la librería. ¿Podéis encargaros Jackie y tú?».

8 de marzo. Dallas. «Cuando entré en el hotel, estaba vacío. El personal de recepción miraba hacia las puertas en estado catatónico. El camarero que había detrás de la barra y la camarera estaban viendo un partido de fútbol. Me traían comida que no había pedido sin parar porque yo era la única clienta. Otra multitud tremendamente inteligente. ¿Por qué hay una foto de un candado gigante en la pared de mi habitación?».

Me envió una foto del candado gigante. Le mandé un mensaje de texto: «Hotel vacío. ¿Deberíamos preocuparnos?».

«Lo estoy limpiando absolutamente todo», respondió.

9 de marzo. Houston. «Gente simpática en la lectura. Muy animada. Hombre en la cola para la firma con tos espantosa. En el ascensor del hotel, joven con barba mosca, funda para Colt 45 y una mujer con un vestido de fiesta rojo de diseñador en cada brazo. Yo quería entrar y conocer la historia de los dos. Pero las faldas eran enormes y quizá resultaba demasiado evidente».

11 de marzo. Lawrence, Kansas. «Ciudad famosa por las redadas de John Brown y el primer caso de gripe española de 1918 en suelo estadounidense».

Para los nativos, el lugar es conocido por la Universidad de las Naciones Indias Haskell. Una universidad indígena histórica. Comenzó como un internado del Gobierno. Cada miembro de una tribu tenía a alguien que había estudiado en Haskell o estudiaba allí ahora. Louise estaba emocionada por presentar su novela en Haskell. Era el punto culminante de la gira. Sus tías abuelas estudiaron en Haskell y les había ido bien en la vida. Su abuelo escapó del lugar cuando era niño. Consiguió regresar desde Kansas a las montañas de la Tortuga de Dakota del Norte, justo al sur de la frontera con Canadá. «Me pregunto cómo», escribió en un mensaje de texto. El libro con el que estaba de gira era sobre la historia de su abuelo, Patrick Gourneau.

Después de presentar la novela en el campus, en un gimnasio histórico cubierto con diseños art déco pintados a mano e inspirados en la cultura indígena, después de la oración del fuego, después de conocer a su nueva amiga, Carrie, la bibliotecaria, después de hablar con los inteligentes, divertidos, sagaces y guapos estudiantes y profesores, y con Raven Books, Louise comprobó su teléfono. Tenía mensajes de texto de sus hermanas y otro más de una de sus hijas que decía: «Por favor, vuelve a casa». Esas palabras, que nunca solía usar, la alarmaron e impulsaron a hacer la maleta esa misma noche. Al día siguiente, era obvio que la muerte flotaba en el aire.



14 de marzo


Pollux y yo revisamos los cajones desordenados del armario del cuarto de baño en busca de cualquier cosa que pudiera matar un virus. Encontramos media botella de agua oxigenada, que según Pollux solo eliminaba las bacterias. También había un cuarto de un bote de alcohol isopropílico y una botella llena del vodka favorito de Hetta.

—Creía que lo había dejado —dijo Pollux.

—Y lo dejé —afirmó Hetta, pasando por nuestra escena de búsqueda del tesoro en el cuarto baño—. Eso es de antes, de cuando me escondía aquí para emborracharme.

—¿Seguro que lo has dejado?

Hetta lo fulminó con la mirada. El delineador de ojos intensificó su resentimiento, por lo que también me alcanzó a mí. Pollux la miró con ojos paternales. Yo sabía que ninguno de los dos daría su brazo a torcer. Tenía que apaciguarlos.

—El vodka es estupendo para limpiar —observé.

—Es estupendo para muchas cosas —apostilló Hetta. Su voz sonaba melancólica.

—No matará un virus, pero es buenísimo para limpiar cristales —dijo Pollux—. Estoy orgulloso de ti, Hetta: dejaste de beber por Jarvis. Siempre serás su heroína.

—Sin embargo, ahora mismo necesito un trago —respondió Hetta—. Todo esto es una mierda. Estoy atrapada aquí con vosotros.

—¿Qué podría ser peor? —dijo Pollux—. Ostras. Quería decir «que podría ser peor». ¡Podría ser!

Hetta parecía alterada ante la perspectiva de tener que vivir con nosotros por un tiempo indeterminado. Yo también estaba conmocionada. Sin embargo, no había forma de tener a Jarvis cerca sin Hetta, así que me ofrecí a hacer galletas. Ni me miraron.

—Tal vez debiéramos sentarnos —sugirió Pollux, sentándose en el borde de la bañera.

—¿Y hablarlo? ¿En el cuarto de baño? No sé por qué —respondí—. Solo me ofrecí a hacer galletas. ¿Qué más hay que decir?

Hetta y yo no habíamos tenido una conversación normal desde hacía diez semanas. Con el niño actuando de parachoques, había sido fácil. Ella abrigaba a Jarvis y me lo entregaba. Yo me aferraba a él hasta que la reclamaba.

—No necesitamos galletas. Tenemos que hablar —zanjó Pollux.

—Necesitamos galletas —objetó Hetta.

Me miró de reojo. Así es, con triple de azúcar, asentí. Las dos miramos a Pollux, desafiantes.

—No os tengo miedo, señoritas —dijo Pollux—. Así que dejad de echarme mal de ojo.

Hetta y yo soltamos un gruñido a la vez y Pollux se rio de nosotras.



Pronto comenzaron a conocerse las historias terribles: de cómo te asfixias en cuanto el médico se da la vuelta, o te pones azul y te mueres en la silla mientras esperas a que llegue la ambulancia, cómo esto y lo otro, cómo los pulmones se convierten en cristal. Un día me desperté con dolor de garganta. «Ya está», pensé. Me quedé en la cama notando cada sensación.

—No te acerques —le ordené a Pollux.

Él daba vueltas por la habitación, recogiendo mis calcetines, que nunca conseguía quitarme y enrollar. Siempre me los quitaba de cualquier manera de los dedos de los pies.

—No toques mis calcetines —le dije—. Podrían tener el virus.

Pollux soltó los calcetines y me preguntó qué me pasaba.

—Me duele la garganta.

Pollux me dio un vaso de agua de su lado de la cama. Lo bebí y me sentí mejor.

—Supongo que estoy bien. Ha estado cerca.

—De cerca, nada —negó Pollux—. Tienes miedo, como todo el mundo. Primero nos dicen que no es nada, luego que es incomprensiblemente letal. Esto les pasa factura a los nervios de cualquiera.

—¿Qué hacemos?

—Lo contrario de lo que haga el Naranjita22 —respondió Pollux.

Habíamos decidido desde el principio no darle al presidente demasiado espacio en nuestras cabezas. Casi nunca nos referíamos a él. Pero hablando de tormentos. Él era un dolor de muelas.



Afuera, en el gélido aire de finales de invierno, todo era normal, aunque la normalidad hacía que comenzara a parecerme que me había vuelto estúpida, como si hubiera bajado la guardia. La gente estaba haciendo acopio de todo, algo que era de esperar, así que salí a comprar cosas para hacer acopio yo también. Saqué doscientos dólares de mis ahorros y me sentía forrada. Fui a Target. En contra del protocolo médico, me puse una endeble mascarilla azul de la caja de herramientas de Pollux. Por supuesto, no quedaba ni uno de los productos que los demás estaban acaparando. Lejía, alubias. Por alguna razón, nadie hacía acopio de tacos crujientes, así que compré cinco cajas. Tenía muchas dudas acerca de las formas en que el virus podría entrar en el cuerpo. Si las macro- o microgotas permanecían en el aire o caían directamente al suelo sucio de una gran superficie. Leí que un médico aseguraba que un solo virus podía matarte. Lo que tocabas podía ser letal. Así que deambulé entre el vibrante desbarajuste procurando no tocar nada ajeno a mi propósito y, por supuesto, no tocarme la cara. Sopesé si se podía hacer una mascarilla con una hoja de repollo. Por alguna razón, nadie estaba haciendo acopio de repollos. Había diez piezas en la sección de frutas y verduras, a precio de ganga. Compré seis. Me acerqué al pasillo de mascotas y recordé por qué nunca había tenido perro para consolarme. ¡Hay que ver todo lo que necesitan! Compré la última caja de pañuelos de papel y un par de zapatillas deportivas negras muy baratas. De vuelta en la sección de conservas, alguien había repuesto existencias de ternera estofada y solo quedaba una lata de SpaghettiOs. Alargué una mano hacia los SpaghettiOs. Otra mano se deslizó debajo de la mía y me arrebató la lata. Era una mujer que llevaba un pañuelo de flores cubriéndole la boca. Sus ojos miraban con ansias a su alrededor. Continuó por el pasillo, arrojando a su carro cuantas latas podía alcanzar. Era una acaparadora de primera, pero yo no iba a picarme. Dejé que arrasara con todo el chocolate en la sección de dulces, pero no se llevó los chicles. Compré unos pocos. «Piensa en la fecha de caducidad, Tookie», me aconsejé a mí misma. Un tubo de masa de galletas congelada. Una caja de perritos calientes rebozados congelados. Cereales de trigo triturado de marca blanca. Era hora de salir. La tensión nerviosa, las estanterías arrasadas, un par de peleas que estallaban por unos tristes rollos de papel de cocina, un enjambre abalanzándose sobre un empleado cuando intentaba reponer papel higiénico y la locura en los ojos de la gente: era como el comienzo de cualquier espectáculo donde las calles se vacían y alguna entidad majestuosa y grotesca emerge de la niebla o el fuego.



—Mmm, alimentos ricos en fibra —dijo Pollux, examinando la bolsa de la compra.

Estábamos en el garaje y habíamos decidido dejar allí todo lo que no necesitáramos de inmediato hasta que el virus de la superficie quedara eliminado.

—¿Había pañales ecológicos? —preguntó Hetta a Pollux para no preguntarme a mí.

—No —mentí, molesta por no haberme acordado de los pañales. ¿Y ecológicos? Pensaba que solo había comida ecológica. ¿Qué clase de abuelastra era?

—Voy a salir otra vez —dije mientras daba media vuelta y salía por la puerta.

Así emprendí una amplia búsqueda de pañales ecológicos, que encontré en el extrarradio de Maple Grove. Saqué más dinero y llené uno de esos enormes carros de la compra rojos con la talla actual de Jarvis y la siguiente. Daba la impresión de que el virus terminaría en un mes aproximadamente, pero de todos modos los iba a necesitar a largo plazo. Podríamos guardarlos en el garaje también. Hetta se sentiría reconfortada y así podríamos volver a ser amigas.



El fantasma de medianoche de Hetta


Cuando pensaba en lo débil, descuidada, borracha y egoísta que había sido, lo alejada de su verdadero yo que había estado, la puerta de Hetta se cerraba de golpe. Era como una pesada puerta de garaje. De hecho, era la pesada puerta de garaje que deseaba no haber abierto nunca, pero que se había abierto. Una y otra vez, Hetta veía cómo esa puerta se levantaba, con solo pulsar un botón, a cámara lenta, inexorablemente, elevándose sobre las cámaras, las sillas baratas y la mesa de póquer del cutre decorado del Oeste con la endeble puerta batiente y el vaso esmerilado de saloon y la cama. Una cama de burdel de latón anclada al suelo con bloques de cemento. Rodeada de cortinas de terciopelo rojo. Iba a ser la última escena que filmarían. Ya habían grabado la escena de la felación en el autobús. Se suponía que volvían de la sucia costa este, pero estaban en un aparcamiento con chicos de la calle contratados para sacudir el autobús. Después, había rodado la secuencia en pleno desierto, donde ella domaba y seducía a un mustang salvaje que era en realidad un espantoso caballo embalsamado, y ahora tocaría la del vaquero en la cama del burdel. Ella acabaría con un látigo de caballo y vestida solo con zahones de ante, que ni siquiera eran de piel auténtica, sino de vinilo. Hetta bebió seis de las minibotellas de vodka que guardaba en el bolso y empleó el látigo con tal fuerza liberadora que todo se tornó demasiado real. El vaquero con cara de bebé intentó escapar, pero ella lo persiguió y se volvió completamente loca y fuera de sí.

Ahora tenía que cerrar la puerta de un portazo cada hora de cada día. Ella se hallaba en otro lugar, pero estaba aquí. Aquello mataría a Pollux. Lo mataría. Ella no lo podría soportar si su padre se enterase.



La burbuja de Tookie


Jackie había llegado temprano y ya estaba en el trabajo cuando me presenté allí. Me sentía aliviada, porque me parecía que, después de que Flora hubiera vuelto del crematorio, un leve olor a chamuscado emanaba de su rincón favorito. No solo eso, sino que Flora abandonaba ese lugar más a menudo. Se movía, susurrante, por zonas de la librería que antes denostaba. Y ahora parecía enfadada. ¿Quién no lo estaría? Enviada a la hoguera, aplastada, hecha añicos y vertida en una caja. Una vez, dio una patada a una pila de libros con tanta fuerza que se deslizaron por toda la librería. En otra ocasión, dio varios pisotones en el suelo con tanto ahínco que un expositor de pendientes pintados a mano empezó a temblar. Yo sentía su rabia como un sistema de baja presión que drenaba la bondad del aire. Por eso me alegré cuando Jackie trajo a Droogie, que era vieja y muy dormilona. Cuando no dormía, se quedaba a mi lado, sin reclamar atención, ya que sabía que yo no era muy dada a acariciar perros, aunque me protegía desinteresadamente de todas formas. Flora nunca se acercaba.

Todavía no habíamos decidido si íbamos a mantener abierta la librería, de hecho, y el negocio, por supuesto, flojeaba. La gente necesitaba pañales y whisky, no libros.

Nos hicimos mascarillas improvisadas y respirábamos superficialmente cuando estábamos cerca unos de otros. Penstemon había trabajado una vez en una destilería artesanal mezclando cócteles caseros y consiguió una jarra de alcohol. Incluso encontró un pulverizador. En lo que llevábamos de día, habían entrado cinco clientes. No llevaban mascarillas ni nada, pero todos se habían desinfectado las manos, nerviosos. Todavía no se sabía: ¿se contagiaba al manipular el correo, hojear libros, tocar superficies, sentarse en la taza del váter, abrir o cerrar un grifo, y respirar? Tal vez al estornudar o toser. ¿Qué era? ¿Dónde estaba? Cualquier cosa y todo podía matarte. Era espectral, misterioso. Mortal, pero no. Era aterrador. No era nada.

En torno a la hora en que Flora solía hacer sus rondas habituales, Droogie se ponía a gruñir y se levantaba. Se acercaba a la sección de Ficción y se sentaba, alzando el hocico hacia el techo con mirada expectante. Enseguida me di cuenta de que Flora debía de haberse hecho con alguna chuche para perros. No me preguntéis cómo funciona eso cuando se es un fantasma, pero Droogie solo se sentaba así cuando alguien le ponía delante una galletita de hígado.

—Oye, Droogie —la llamé—. ¡Ven aquí!

Teníamos un cuenco de chuches para los perros que acompañaban a los clientes. Ella lo sabía, pero me ignoró. Seguía mirando al aire fijamente.

—Mira a Droogie —le dije a Jackie.

—Es vieja. Está chocheando un poco. A veces se queda mirando el vacío.

No quería discutir, pero sabía que no era eso. Flora estaba intentando ganarse a Droogie. Me eché un poco de gel hidroalcohólico en las manos y envolví otro libro.



Para nuestra sorpresa, se presentaron unas cuantas personas, y los pedidos siguieron llegando a cuentagotas. Gruen se fabricó una mascarilla con una camiseta. Asema llegó con una copa de sujetador violeta cubriéndole la nariz y la boca. Por lo que fuera, le quedaba genial. Jackie se subió una braga de cuello. Pollux se puso un pañuelo rojo al mejor estilo de forajido. Yo llevaba una funda de almohada rota.

Las nuevas reglas para mantenerse con vida cambiaban constantemente. Pollux y yo dábamos largos paseos frenéticos para aliviar nuestra ansiedad. Al menos podía tranquilizarme cogiendo en brazos a un ciudadano chiquitín. Para Jarvis, me ponía una mascarilla de papel azul, un endeble albornoz de flores amarillas y verdes atado en la espalda, y guantes de nitrilo violetas de una caja que Hetta había conseguido en Walgreens. Jarvis comenzaba a dedicarme su pequeña sonrisa desdentada. Y gorgoritos, también, largas y sagradas vocales. Su consonante favorita era una nnnnnnn prolongada. Dijo mucho «om», lo que me transportaba a un plano superior. Había mejorado su mirada intrépida y disfrutaba observando mi rostro con gesto crítico. Sus ojos recorrían mis rasgos antes de iluminarse como si encontrara algo en mi cara extremadamente agradable. A veces, Hetta me daba un biberón, con su propia leche; era una madre así de buena. Y yo se lo daba. Ponía los ojos en blanco cuando la leche le llegaba a su pequeño estómago y, a veces…, se quedaba dormido. Cuando un bebé se queda dormido en tus brazos, te sientes absuelta. La criaturita viva más pura te ha elegido. No existe nada más.



Las noticias seguían informando de que los fallecidos tenían patologías previas. Probablemente se pensaba que eso iba a tranquilizar a ciertas personas: a los supersanos, a los muy animados y a los jóvenes. Se supone que una pandemia no hace distingos y afecta a todos por igual. Esta hizo lo contrario. Algunos de nosotros nos volvimos más mortales al instante. Empezamos a hacer listas mentales. Una mañana, comenzamos a calcular las probabilidades.

—Tienes un punto automático por ser mujer —dijo Pollux—, además de ser diez años más joven. Son dos puntos.

—Creo que ambos nos llevamos un punto por tener el grupo sanguíneo O. He oído que el grupo A es más vulnerable.

—¿En serio? No estoy seguro. Yo lo pondría en duda.

—Debemos restar esos puntos de todas formas, al tener ambos algo de sobrepeso.

—Está bien, anulemos esos dos factores.

—¿Asma?

—Pierdo un punto por tener asma —dijo Pollux—. Tú te llevas uno por no tenerlo.

—Aunque ahora dicen que puede que eso dé igual. Pero te daré el punto.

—Gracias. ¿Capacidad pulmonar? ¿Eso es un factor de riesgo?

—Parece que sí. ¿Cómo se mide?

—Espera aquí. Tengo ese chisme que me dieron cuando tuve un ataque.

Sabía dónde estaba: el espirómetro.

Ambos soplamos y llevamos el marcador a la zona amarilla, así que quedamos en tablas.

A pesar del asma, él terminó sumando algunos puntos más que yo, así que calculamos las probabilidades al estimar cuánto tiempo duraría la enfermedad. Con ingreso hospitalario, sin él; con oxígeno, sin él. Pero, cuando llegamos al ventilador, nos vinimos abajo. Nos abrazamos y nos aferramos con fuerza.

—No —grité—, de eso nada, cielo. ¡No te me pongas enfermo!

—Tú tampoco te me pongas enferma. Y, si me contagio, deja que me vaya.

—¿Cómo quieres que haga eso? ¡Dios mío, joder!

Pollux se aferró a mí y nos abrazamos fuerte, balanceándonos de un lado a otro.

Una vez superado nuestro mutuo ataque de pánico, permanecimos tendidos en la cama, purificados e inmóviles. Me quedé mirando fijamente una pequeña grieta del techo. Pollux se estaba vistiendo y dijo que me prepararía un perrito caliente con chili para desayunar. La grieta del techo vaciló. Se hizo más marcada, más oscura y más alargada. Lo único que sabía era que, si algo le sucedía a Pollux, yo también me moriría. Estaría feliz de morir. Me aseguraría de hacerlo.



Entrega del águila


Mientras analizábamos nuestras vulnerabilidades, sonó el timbre. Estábamos demasiado inmersos en la agonía como para responder. Pero Hetta fue a abrir. La oí desde la cocina.

—Un paquete de U. S. Fish and Wildlife —gritó.

Me levanté de un salto. Era el águila que Pollux había encargado. Llevó el paquete afuera y desenvolvió el pájaro congelado; lo levantó del lecho de hielo seco. Hetta envolvió a Jarvis en dos mantas y también salió. Pollux dispuso hojas de cedro afuera, en la mesa de pícnic, y depositó el águila encima. Quemó salvia y hierba del bisonte, y puso tabaco en su corazón. Era un águila inmadura con plumas moteadas.

Hetta meció a su hijo. Me metí las manos en las mangas y temblé de frío. El águila miró fijamente a su muerte con ojos cegados. Pollux se puso a cantar y contemplamos su frustrada magnificencia.



Nuestro último cliente


Nos preparamos para cerrar la librería por lo que pensábamos que podrían llegar a ser hasta dos meses. Estaba revisando los informes del día cuando Insatisfacción entró en el local. Sus dedos recorrieron los lomos de los libros, a veces localizando uno y sacándolo para leer la primera línea. Desde que había leído La flor azul de Penelope Fitzgerald, él y yo habíamos elaborado una lista de novelas cortas perfectas.


NOVELAS CORTAS PERFECTAS

Una soledad demasiado ruidosa de Bohumil Hrabal

Sueños de trenes de Denis Johnson

Sula de Toni Morrison

La línea de sombra de Joseph Conrad

The All of It de Jeannette Haien

Winter in the Blood de James Welch

El nadador en el mar secreto de William Kotzwinkle

La flor azul de Penelope Fitzgerald

Primer amor de Iván Turguénev

Ancho mar de los Sargazos de Jean Rhys

La señora Dalloway de Virginia Woolf

Esperando a los bárbaros de J. M. Coetzee

Fuego en la montaña de Anita Desai


Son libros que te dejan boquiabierto en menos de doscientas páginas. Entre sus tapas se extiende un mundo completo. La historia está habitada por personajes inolvidables, y nada resulta superfluo. La lectura de una de esas obras tan solo lleva una o dos horas, pero deja huella de por vida. Aun así, para Insatisfacción, no son más que exquisitos aperitivos. Ahora necesita un plato fuerte. Yo sabía que había leído las novelas napolitanas de Elena Ferrante y no le habían entusiasmado. Los llamaba libros culebrón, y me pareció que eso era justo lo que pretendía la autora. Le gustaba Los días del abandono, que quizá era una novela corta y perfecta.

—Caminó por el filo con esa obra —dijo.

Le gustaba Knausgård (no era una novela corta perfecta). Consideró que su escritura era mejor que la novocaína. Mi lucha le había anestesiado la mente, pero de vez en cuando, me dijo, había sentido el dolor desnudo del taladro. Desesperada, puse en sus manos El mundo conocido. Me lo devolvió, indignado, su voz sibilante.

—¿Me toma el pelo? Me lo he leído seis veces. A ver, ¿qué es lo que tiene?

Al final, conseguí aplacar su furia con Tigre blanco de Aravind Adiga; el último libro de Amitav Ghosh; NW London de Zadie Smith, y la serie de Old Filth de Jane Gardam en un robusto estuche de Europa Editions, que agarró con avidez. Había atrapado a su presa y ahora se iba a dar un buen festín. Al observarlo de cerca después de que pagara los libros y se llevara el paquete en las manos, vi que se le dilataban las pupilas, como a los comensales cuando se sirve la comida en la mesa.



Parecía lo correcto y apropiado que Insatisfacción fuera nuestro último cliente. Cuando se despidió, me aferré al sonido de su voz. No lo conocía, o tal vez lo conocía mejor que nadie. Supongo que estaba desolada. Decidí que era mi cliente favorito y me precipité hasta la puerta para decírselo, aunque se hubiera mofado. Su coche ya se alejaba. Grité: «Es usted mi cliente favorito» mientras doblaba la esquina. Era el 24 de marzo. Apagué todas las luces salvo la lamparita azul del confesionario, conecté la alarma, salí por la puerta y me volví a cerrarla con llave. Intenté no sentir demasiado pesar en ese momento. Aun así, cuando la cerradura hizo clic y la alarma se quedó en silencio, no me pareció que le daba la espalda a un montón de papel inerte, sino a una asamblea de seres vivos.

Por supuesto, como suele pasarme a menudo, me dejé algo olvidado dentro de la librería. Sin pensarlo dos veces, entré de nuevo y crucé el local a oscuras. No me quedaba más remedio que pasar entre las pilas de libros hasta llegar a los interruptores del despacho.

A medio camino, me di cuenta de que había cometido un error. Ella emitió un leve frufrú justo detrás de mí. Corrí hacia las luces, introduje la mano en la oficina oscura en busca del interruptor.

Ya había una mano en el interruptor.

De alguna manera, cualquier día, siempre supe que tarde o temprano, mi mano encontraría otra mano en un interruptor en la oscuridad. Mi cerebro se quedó petrificado. Mi primera reacción ante el miedo es atacar. Aparté la mano y pulsé el interruptor. Se encendió la luz. Nada. Nadie. Ni un sonido. Pero el roce persistía como una mordedura paralizante. Me retorcí la mano, agarré el bolso y dejé todas las luces encendidas mientras volvía a salir y cerraba la puerta. A mitad de camino a casa, me flaquearon las piernas y me senté en la acera. El roce había sido real, y no precisamente suave. Ella estaba empezando a manifestarse. Algo en el aire malsano, algo en el dramatismo de la conversación más extensa, algo en el dolor ante lo desconocido, algo en el cierre o la prueba de fuego para ella le estaba dando más poder.



Al día siguiente de cerrar la librería, todo cerró. Esa noche, Pollux y yo fuimos en coche a Eat Street para recoger comida china en Rainbow, un local al que llevábamos años acudiendo. Eran solo las seis de la tarde, pero parecían las tres de la mañana. Los escaparates eran manchas difusas y vacías. El aparcamiento estaba despejado del todo, salvo por un siniestro Humvee al ralentí. Me bajé del coche para recoger la comida. Me entraron ganas de caminar de puntillas o de escabullirme. Había dos jóvenes sentados en la entrada del Rainbow hablando por teléfono sobre una fiesta. Uno de ellos dijo: «No, soy joven». Tammy, la dueña, me entregó el pedido y me dio las gracias en un tono que nunca había oído. Lo llevé al coche y dejé la bolsa en la alfombrilla de goma junto a mis pies. El complejo olor de la comida china se destiló como una droga. Miré hacia abajo, a la bolsa de papel grapada en el suelo. El papel marrón se había manchado con suaves círculos de grasa de los recipientes para llevar. Me parecieron hermosos. Camarones con miel y nueces, ternera glaseada crujiente, judías verdes al ajillo. Alargué el brazo y le cogí la ancha mano a Pollux mientras avanzábamos lentamente. Caía sirimiri en las calles vacías y en silencio.

—¿Por qué no puede ser siempre así? —le pregunté a Pollux.

Me dirigió una mirada extraña. Volví la cabeza hacia un lado. La calle desierta se estremecía bajo los neumáticos. Quizá debería haberme avergonzado. ¿Por qué sentía que este era el mundo que siempre había anhelado?



Louise era todo lo contrario: estaba tan abatida después de que cerráramos la librería que seguía enviando largos y confusos correos electrónicos, supuestamente para animarnos, pero que conseguían el efecto contrario. La librería tenía casi veinte años. Eso es un buen retazo de vida. Jackie, más que cualquiera de los demás, había pasado por momentos de vacas flacas con ella y sabía que Louise estaría buscando una solución de manera desesperada. Pero ¿cómo encontrar una solución cuando aún no sabíamos en concreto en qué consistía el problema? Yo también sabía que en esos tiempos Louise confiaba en otra cosa. Tenía un extraño sentido acerca del destino de la librería. Era más que un lugar; era un nexo, una misión, una obra de arte, una vocación, una locura sagrada, una porción de excentricidad, una colección de buenas personas que se iban sustituyendo y se reorganizaban, pero a las que les importaba muchísimo lo mismo: los libros.

Una mañana Louise llamó, exultante.

—Nos han concedido la consideración de actividad de servicio esencial, Tookie.

—¿Ah, sí?

—Eso significa que somos esenciales.

—Vale.

—Significa que podemos seguir trabajando. No abrir las puertas de la librería, pero sí seguir vendiendo. Significa que nuestro estado considera que los libros son esenciales en estos tiempos. Me sorprende que nos respondan tan pronto. Ha sido prácticamente un día después de solicitarlo.

Me quedé callada.

—Esencial —se regodeó.

—Pues, sí, atendemos pedidos escolares.

—Lo sé, pero no lo mencionamos. Lo solicitamos como librería. Significa que los libros son esenciales, Tookie.

—Supongo que sí.

Me colgó. Sé que eso significaba muchísimo para ella, pero para mí solo significaba más incertidumbre y tener que hacer encaje de bolillos. Quería quedarme en la serenidad enclaustrada que Pollux y yo habíamos experimentado de camino al Rainbow. Ir a trabajar implicaba volver a un lugar donde una mano espectral podría llegar al interruptor de la luz antes que yo. O alguien podría matarme con solo tocarme o soplarme. O, peor aún, yo podría tocar, gritar, hablar y matar a otra persona. No, no quería adaptarme en absoluto, a menos que eso supusiera quedarme en la cama. Si la vida tenía que seguir adelante, quería la vida que había antes del fantasma, antes del interruptor de la luz, antes del virus, antes de enterrar el libro asesino que infestaba mis sueños.



Para evitar exponer a todo el personal al virus, decidimos que una sola persona asumiría todo el turno cada día. Una única persona, sola en la librería, sonaba agradable para la mayoría de nosotros. En general, éramos introvertidos. Pero sabía que en mi caso este supuesto aislamiento sería cualquier cosa menos apacible.



El fantasma de Tookie


En cuanto doblé una esquina y tuve a la vista el extremo pantanoso del lago, intenté concentrarme en los chirriantes solos de los mirlos machos, con sus charreteras parpadeando al desplegar las alas con esfuerzo. Mientras avanzaba por el camino del lago y me adentraba en el reino de cada pájaro, el aire resonaba. Pero la ciudad estaba tan silenciosa que todavía podía oír mis propios pasos. Pasados dos bancos conmemorativos del parque, dedicados a unos clientes fallecidos, el camino asfaltado se desviaba bruscamente a la izquierda. Seguí la senda hasta la pintoresca iglesia luterana, construida en suave piedra dorada de Kasota. El invierno anterior, había visto a un enorme búho real alzar el vuelo, iluminado con luz blanca desde abajo. Pensé mucho en el búho. Sé que no debería haberlo hecho, de acuerdo con las tradiciones de mi pueblo. Pero siempre me han atraído los búhos. El suelo se agrietaba de pronto bajo mis zapatillas esponjosas. Me enganché las gomas de mi polvorienta mascarilla en las orejas, miré la puerta acristalada de la pequeña biblioteca gratuita de las denominadas Little Free Library23 que hay al lado de la iglesia, torcida y abierta. Cerré la puerta de un empujón con el brazo. ¡Sin tocarla! «Despacio y con suavidad —me repetí—. Respira tranquila y relajada».

Siempre me detenía en el colegio que hay delante de la librería. Merodeaba junto a la puerta del comedor escolar, por donde solía salir el conserje a fumar un cigarrillo fuera de las dependencias del colegio. Cruzaba la calle y se apoyaba en la pared de nuestro edificio, con gesto anodino y taciturno. Miraba fijamente al colegio, del mismo modo que yo ahora miraba la librería que amaba. Con una mirada lúgubre. A sabiendas de que tenía que volver allí.

Era peor por la mañana, cuando ella había tenido el local a su entera disposición toda la noche. Giré la llave y abrí la puerta azul. El aire estaba cargado de resentimiento. Atravesé la sección de Juvenil hacia el pitido de la alarma activada. Sentirla a ella, en la tenue sombra del confesionario, volviéndose hacia mí con anhelo y desesperada rabia, me dejó sin aliento. Cuando llegué al despacho, pulsé los botones adecuados para apagar el sistema de alarma y di frenéticos manotazos en todos los interruptores de las luces de techo; mi corazón estaba a punto de estallar. Juro que, si ella hubiera asomado la cabeza a la vuelta de la esquina en ese momento y me hubiera dicho «bu», me habría caído redonda, muerta como ella.

Si yo muriera, cargaría con el peso de su fantasma además. Ella sería mi amiga etérea. Me reí, retrocedí hasta la librería vacía y grité:

—¡Vete a la mierda!

No es algo que deba decirse a un fantasma. Nunca hay que desafiarlos. Tienen dos reinos por donde caminar y te pueden sacar de quicio. Pero yo ya estaba muy desquiciada.



A las pocas horas de comenzar mi turno, vislumbré una sombra, una forma difusa, una silueta. Pensé que se había materializado, solo por ese instante. Más tarde, me pareció que se estaba escondiendo detrás de mí, asomándose por encima de mi hombro. ¡Qué lista era! Lo suficientemente ágil como para permanecer fuera de mi visión periférica. Se movía cuando yo me movía y se divertía cuando me daba la vuelta bruscamente. Una vez, la oí gritar. «¡Yupiii!». Giré la cabeza de un lado a otro, buscando con la mirada. «¡Yupiii!». Pensé que zanjaría el asunto si entraba en el cuarto de baño y miraba al espejo, para pillarla. Me detuve ante el espejo, pero bajé la vista al lavabo, con la barbilla paralizada hasta la punta de la clavícula. No podía levantar la cabeza. Sabía, sin lugar a dudas, que ella estaba allí. Sentí que me miraba desde el cristal.



La travesura de Flora


Las horas se arrastraban y los días huían unos detrás de otros. Las tardes se veían trastocadas por el constante zumbido de los teléfonos. Una mañana temprano, mientras trabajaba sola, recibí un encargo de uno de nuestros títulos más buscados, Una trenza de hierba sagrada de Robin Kimmerer. Nunca nos quedamos sin existencias. Pero el pedido llegó tarde y solo nos quedaban tres ejemplares. Busqué un volumen para envolverlo y guardé el albarán dentro de la cubierta. Dejé el libro en la pila de los «listos para enviar». Eso fue por la mañana. Alrededor de las cuatro de la tarde, recibí otro encargo por teléfono y fui a buscar un segundo ejemplar para una recogida a pie de tienda. No quedaba un solo volumen de Una trenza de hierba sagrada. Examiné minuciosamente el hueco de la estantería donde aquella misma mañana se encontraban los otros dos ejemplares. Intenté convencerme de que había sido yo la que había sacado los otros dos libros de allí. Yo fui la única que estuvo en la tienda en todo el día, así que tuve que ser yo. El tiempo se había replegado sobre sí mismo, la verdad, como sucede cuando trabajas a solas. Pero sabía que yo no había movido esos libros.

—¡Flora! —voceé por la tienda vacía—. No tiene gracia. Necesito ese libro.

Me dio un vuelco el estómago. La música relajante que había puesto me causó de pronto pavor y me apresuré a darle al botón de expulsar. De camino, di una patada a dos libros que estaban tirados en el suelo. Los libros. Después, tropecé, o Flora me puso la zancadilla, y me caí al suelo. Estaba a cuatro patas, jadeando como un perro, mirando la trenza de hierba sagrada de la portada del volumen. Los libros seguían en el suelo ahí donde yo no los había puesto. Se hallaban a unos cuatro metros de la estantería y en perfecto estado. Recogí los ejemplares, dejé uno en la balda, empaqueté el otro y lo puse encima de la mesa de las recogidas a pie de tienda.

Empecé a repasar la escena mentalmente una y otra vez. Flora no solo había tirado los libros, sino que de verdad pudo ser que hasta físicamente me pusiera la zancadilla. Más tarde, aquella noche, llamé a Jackie. Cuando le conté lo que me había pasado en la librería, me dijo: «Inquietante suceso». No le había contado a nadie lo de cuando sentí una mano en el interruptor de la luz. Era demasiado espeluznante para confesárselo a nadie.

—Inquietante, desde luego —asentí—. ¿Qué debo hacer al respecto?

—Quemar hierba del bisonte.

—Eso era lo que más le gustaba a Flora. Le encantaba desparramarlo todo por ahí, como si lo hubiera inventado ella.

—¿Has leído el libro?

—Por supuesto que lo he leído.

—Se está volviendo muy osada. No me gusta un pelo.

—A mí tampoco.

Como Jackie no me daba ninguna solución, llamé a Asema.



Asema tenía mucho que decir. Declaró que era una vergüenza que Flora robara un manuscrito que habría contribuido al registro primario de la historia de los nativos. Hay poca documentación de aquella época en cuanto a testimonios de mujeres indígenas. Asema continuó explicando que Flora nunca iba a admitir que lo había robado ella. Nunca hablaría del manuscrito. Pero Asema sabía cómo había conseguido Flora robar los papeles.

—Vino a la librería. Había estado incordiando a quienquiera de nosotras que contestara al teléfono, o el correo electrónico, porque tenía algo para nosotras. Ya sabes, una de sus cosillas especiales.

Flora siempre nos traía pequeños regalos y premios hechos a mano. Cosas inservibles.

—¿Recuerdas sus sobrecitos de hierbas?

Sí, me acordaba.

—Quería vender sus infusiones. Siempre nos estaba dando algún tipo de té o una mezcla de popurrí, que supuestamente perfumaba el ambiente. En fin, se presentó en la librería. Yo había descubierto lo que resultó ser un manuscrito histórico y lo había llevado a la tienda para enseñárselo a Jackie. Yo lo estaba mirando en el despacho cuando salí a atender a un cliente. Flora se metió en el despacho y debió de ver el manuscrito en el mostrador. ¡Maldita sea, Tookie! Era un manuscrito único, históricamente revelador, el manuscrito que cualquier historiador se pasa la vida esperando encontrar. Yo podría haber escrito una tesis increíble a partir de dicho manuscrito, pero, por encima de todo, era una obra que podría haber puesto en tela de juicio todo lo que sabemos de la historia de ese espacio liminar entre las fronteras del tratado del río Rojo. Lo único que yo tenía era el cuaderno que utilicé para tomar notas. Cuando encaré a Flora y abordé el tema, ella no admitió nada. No se lo perdono. Nunca se lo perdonaré.

—Gracias por todo lo que me cuentas, Asema. Pero ¿por qué no me deja en paz y cómo puedo detenerla?

—Sinceramente, no tengo ni idea.

Colgué. Me impresionaron la audacia de Flora y el rencor implacable de Asema. Y, a decir verdad, esas mezclas de hierbas que Flora solía preparar estaban bastante bien. Si echaba de menos algo de Flora, eran los pétalos de rosa y las ramitas de canela.



No hay ninguna tumba


Las luces estaban encendidas, los ordenadores a punto para entrar en acción, el datáfono listo para aceptar los números que me dictaran al oído. Me preparé una lista de reproducción de gestión de fantasmas. Quería darle la vuelta a la tortilla con Flora y asustarla; la lista de reproducción incluía Who Is She de I Monster. You Can’t Kill Me I’m Alive de MLMA. Que Sera de Wax Tailor. I’d like to walk around in your mind de Vashti Bunyan, etcétera. Después de un par de días con esa música, me encontré mejor. En realidad, estaba asustada. Estaba sola con un espíritu activo en un espacio cerrado, todo el día, pero me sentía en calma y poderosa. Las cosas estaban tranquilas y creía que esta vez estaría protegida por la música.

Estaba preparando un pedido complicado que tenía pendiente de un último libro. Había llamado al cliente dos veces. Acababa de recibir el libro, lo estaba registrando en el sistema y disponiéndome a envolverlo, cuando comenzó a sonar una canción que sabía que no estaba en la lista de reproducción. Flora subió el volumen; era Johnny Cash cantando Ain’t No Grave.

«No hay ninguna tumba que pueda sujetar mi cuerpo…».

Si alguna vez habéis escuchado a Johnny cantar esta canción, ya os haréis cargo. Se me doblaron las piernas. Tuve que agarrarme al mostrador acristalado para mantener el equilibrio. Traté de controlar la respiración. Sentí cómo ella se arrastraba por el borde de la vitrina hasta hallarse de pie a mi lado. Suspiró. Un imperceptible murmullo me recorrió la nuca. Su voz era como el sigiloso chirrido de una puerta.

«Déjame pasar».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

21 Librería independiente de Washington.

22 Orangey: apodo con el que llaman a Donald Trump sus detractores.

23 Little Free Library: pequeñas bibliotecas gratuitas instaladas en espacios públicos para que cualquier persona pueda coger un libro, leerlo y luego devolverlo, o cambiarlo por otro.