30 de mayo
Estaba preocupada por Insatisfacción, es decir, por Roland. Hacía mucho tiempo que no pedía ningún libro. Sabía que vivía por la zona sur de Mineápolis, donde le había entregado libros a Flora. Jackie estaba en la librería atendiendo los encargos. Encontré el número de Roland en una lista de pedidos y lo llamé. Respondió al segundo tono.
—¿Quién es?
—Tookie. La chica de la librería.
—Ah, Sopa de Letras.
—Eso es. ¿Cómo está?
—¿Usted qué cree?
Percibí una enorme tristeza en su voz.
—Tengo hijos de su misma edad, de la edad de ese pobre George. No dejo de soñar con él. Ya no soy el mismo, chica de la librería.
Todo lo que tenía pensado decirle se me atragantó. Roland soltó una risotada áspera y llena de rabia.
—Pero no quiere escuchar esto, ¿verdad? ¿Para qué me ha llamado?
—Pensé que a lo mejor no le quedaba nada que leer.
Se rio de nuevo, pero esta vez con alivio.
—Y acertó —respondió.
—¿Dónde vive?
—¿Por qué?
—Entrega a domicilio.
—¿Qué tiene?
—Confíe en mí.
—La confianza no es lo mío. Pero está bien.
Vivía bastante cerca de Moon Palace, una de las librerías por las que me había estado preocupando, aunque todavía seguía en pie, precariamente intacta, en medio de la destrucción. Me sorprendió y le pregunté por qué no compraba en Moon Palace.
—Lo hago. Me gusta diversificar.
No dije nada. Pero era un hombre mayor y tal vez vivía de una pensión. Me conmovió que empleara el poco dinero que debía de tener en la compra de libros. Pero entonces recordé su matrícula vanidosa de «lobo de la ley» y que era fiscal. Todavía forrado. Daba igual. De hecho, era un cliente en apuros. Yo lo rescataría con unos libros.
Llené un par de cajas y conduje por Franklin Avenue hasta Pow Wow Grounds, que se había convertido en uno de los puntos de encuentro de los nativos. El edificio es de color dorado brillante con una franja celeste y ventanas de marco rojo. Es un edificio alegre, orgulloso y acogedor que contiene una galería de arte indígena y una asociación vecinal, así como una cafetería que en varias ocasiones vende chile, tacos de pan frito, pizza de pan frito, sopa de arroz salvaje y diferentes tipos de tartas. Aparqué delante de un mural. En la pieza central había una mujer indígena con la huella de una mano roja en la boca: esa imagen trata sobre el silencio y la violencia contra nosotras, las ikwewag. Pero después brota de sus trenzas un chorro mágico de agua que alimenta a los animales, los bailarines, los habitantes de la ciudad, el cielo nocturno y las fases de la luna.
El aparcamiento estaba atestado de coches. Allí trabajaba un campeón de lectura, artista y filósofo llamado Al. Aparqué, cogí la caja de libros y me disponía a dejar también un bote de precioso gel hidroalcohólico para manos cuando un hombre intimidante, sólido como una roca, asiático, que llevaba un arma bien asegurada, llegó con litros y litros de desinfectante. Depositó las botellas de gel como si fueran una ofrenda sagrada y se marchó. Me tomé mi tiempo para organizar los libros en el mostrador interior, al lado de la Little Free Library. Al pasó junto a mí y me dijo que cuando esto terminara teníamos que hablar de Alain Badiou.
—Claro —le dije—, cuando lo haya leído.
Saludó con la mano y se metió detrás del mostrador. La gente iba y venía. La galería se estaba llenando de pilas y pilas de agua embotellada, comida, pañales y extintores de incendios. Pollux se encontraba en el aparcamiento, hablando con sus compañeros. Salí y vi que tenía en marcha su olla de cocción lenta Crockpot gigante sobre una mesa de banquete desplegable. Cabían un par de asados. Me di cuenta de que había conseguido carne de bisonte de un tipo de Sisseton. Sentí una punzada de anhelo. Me costó marcharme. Salí a la calle y me subí al coche. Entonces, bajé la ventanilla para que me llegara el olor a la rica salsa en el aire seco. Pollux me vio. Al verlo caminar hacia mí, con las manos alertas en el cinturón, como un pistolero, mi punzada de anhelo se transformó en dolor físico. Siempre me ha gustado ver a Pollux a lo lejos. Tiene un caminar resuelto, como si estuviera listo para pelear. Sé que no lo está, que no lo haría, pero el modo de andar de un viejo boxeador entrenado para ser ligero de pies es algo hermoso, aunque tenga unos cuantos kilos de más. No pude evitarlo. Su forma de andar me hizo bajar del coche.
—¿Qué estáis haciendo?
Hablé con voz neutra, para darle pie a responder.
—Voy a hacer otro turno con la patrulla esta noche.
—Ni de coña. —Me atraganté del susto—. Te llevaste la puta escopeta allí. Podrían matarte. Tienes a un bebé y a tu hija en casa. Por no hablar de mí. Y tus pulmones están fastidiados. ¿Qué pasa si te contagias?
—¿A quién llamas pulmones fastidiados? Todo es al aire libre. Llevaré mascarilla. Y no te preocupes: acabo de regalar esa escopeta. Además, mantendré la distancia de seguridad.
—Desde luego que vas a mantener la distancia de seguridad. —Estaba cabreada conmigo misma por haber bajado la guardia—. Y yo también la voy a mantener.
Sin más palabras me subí al coche, con la intención de marcharme. Pero, como tenía el coche aparcado, no me quedó más remedio que dar marcha atrás con la ayuda de Pollux. Distó mucho de ser la salida teatral que esperaba y Pollux fue consciente de ello. Él intentó mantener el gesto serio mientras me hacía señas de un lado a otro. Por un momento pensé si no estaría él maniobrando para que yo me encajonara más, pero al fin logré salir. Para cuando conseguí marcharme, estaba más disgustada por él que por mí.
—¡Ten cuidado! —le grité.
Ya se alejaba. Olvidé preguntarle por la otra pistola.
«Elige tus propias batallas, Tookie», me aconsejé.
Y seguí conduciendo.
El camino que tomé bordeaba la parte que peor estaba de lo quemado. Aquí y allá atravesaba una bruma rencorosa. La casa de Roland Waring era un bungaló de estuco color crema rodeado por una cerca de eslabones de cadena que habían vuelto opaca por medio de tiras de plástico verde entretejidas en el metal. Tenía su propia Little Free Library, una pequeña caseta en lo alto de un robusto poste, caseta con puertas acristaladas, azul, pintada con círculos de nubes, y repleta de libros. Lo llamé por teléfono desde la acera y Roland salió. Se movía más despacio y estaba más delgado e incluso se le veía frágil. Se apoyaba en un bastón. Nunca lo había visto así. Un peludo perro marrón y blanco caminaba delante de Roland mientras bajaba los escalones, agarrándose a la barandilla. El perro era como su asistente personal. Levanté el pestillo de la cancela y llevé la caja de libros hasta los escalones. Roland se agachó y sacó algunos títulos, asintió y volvió a dejarlos. El perro me estudió con la mirada y se colocó delante de Roland, como para protegerlo. Cuando Roland sacó el talonario del bolsillo de su camisa, le dije que no me debía nada. Nos peleamos: él agitaba un cheque ante mí, y yo me negaba a dar un paso adelante para aceptarlo. Al final, le dije que Jackie insistía en no cobrarle. Tiene mucho respeto por las recomendaciones de Jackie. Guardó el cheque y el talonario en su bolsillo. Estaba a punto de despedirme cuando me preguntó:
—¿Cómo está usted?
Me llevó un momento. Nunca se había dirigido a mí como a una persona a la que quisiera conocer.
—Estoy muy nerviosa —respondí—. ¿Y usted?
—Todo el mundo me pregunta cómo estoy.
—Usted me lo ha preguntado primero.
—Estoy… —Abrió la mano y la agitó como si estuviera buscando palabras en el aire. Después, encontró su viejo yo—. ¿Qué es, una trabajadora social? No se preocupe. Mi hija vive más abajo, en esta misma calle.
Cogió un ejemplar de La cartuja de Parma, lo sostuvo en la mano como si lo estuviera pesando y finalmente dijo que nunca lo había leído. Le señalé la traducción de Richard Howard. Había tirado la casa por la ventana y había metido en la caja todo lo que pensé que pudiera gustarle. Había roto la regla de Roland Waring sobre la no ficción y había incluido White Rage30, que el hombre trató con delicadeza.
—Coja una silla de jardín y siéntese —dijo—. Me rociaré los guantes con alcohol y le serviré un vaso de té helado.
—Eso estaría muy bien —acepté.
—Mira, Gary —le dijo al perro—, esta señora de los libros es buena gente. Estate tranquilo. Quédate aquí y familiarízate con ella mientras voy a por un poco de té.
El perro era de tamaño mediano, el tipo de perro pastor que había visto con las ovejas en las películas. Era diferente de otros perros con los que me había topado. No me mordió y ni siquiera parecía odiarme. Gary me observó con un interés neutral. Decidí hablarle con el mismo tono con el que le había hablado Roland.
—Gary, voy a subir al porche —le dije.
Bajé del porche un par de sillas de jardín plegables y las coloqué en el césped. El perro se puso de pie, sin moverse de sitio. Cuando Roland apareció con el té, le cogí un vaso y nos sentamos.
—Bueno, ¿qué tal marcha la librería? —preguntó.
No solo nunca se había dirigido a mí, salvo cuando buscaba un libro, sino que nunca habíamos mantenido una conversación fuera de la librería o que no fuera sobre libros.
—La librería está embrujada —respondí.
Unos petardos y cohetes estallaban unas pocas calles más allá. De vez en cuando, un helicóptero rasgaba el aire. La verdad es que no había dormido. Me escocían los ojos y tenía la mente abotargada; estaba hecha una pena, pero también lo estaba Roland. Los efectos del ibuprofeno habían pasado y una banda de dolor comenzó a presionarme de nuevo la cabeza.
—¿Embrujada? —dijo—. Toda la maldita ciudad está embrujada.
—Quiero decir literalmente. Hay un fantasma en la librería.
—Yo tampoco estoy hablando en sentido figurado. Cuando miro la ciudad, veo líneas, líneas y más líneas. Líneas rojas. Líneas azules. Líneas verdes. Rojas por la forma en que han mantenido los barrios blancos para los blancos. Azules por…
—Lo sé. Estoy casada con un expolicía.
—Eso debe de ser complicado en este momento.
—No es fácil.
—Menudo infierno.
Asentimos y miramos en nuestros vasos de té helado con el ceño fruncido. Agitamos los cubitos de hielo.
—¿Y qué va a pasar? —pregunté.
—Déjeme consultar mi bola de cristal. —Roland levantó una esfera mágica imaginaria y miró dentro de sus profundidades—. Dice que habrá más de esto, en todas partes y durante mucho tiempo. Dice que este es un nuevo comienzo. He visto muchos de ellos.
—Me lo creo.
Esperé a que continuara, pero tan solo añadió:
—En tiempos como estos, la gente se vuelve más humana, de todos modos. En general, es algo bueno.
Le pregunté cuánto tiempo llevaba con Gary.
—Seis años. Iba y venía por toda la manzana, una perra callejera a la que los vecinos daban de comer. Al final, me eligió a mí. Lo curioso, sin embargo, es que se parece al perro que mi familia tenía cuando yo era niño. Por eso la llamo Gary. Incluso le falta un trozo de oreja, mire. —Roland me enseñó la mella con cuidado—. Igualito que mi viejo Gary.
Gary entornó los ojos y gimió de placer mientras Roland le rascaba detrás de las orejas. Parecía sonreírme como si me conociera.
—¿Sabe una cosa? —dijo Roland—. En realidad, yo no era fiscal. Solo lo dije para meterme con usted.
—¿Se está metiendo conmigo otra vez?
Se echó a reír. Miré a Gary.
—Eres el primer perro que me sonríe —le dije.
Alargué la mano, pero la retiré. Me habían engañado demasiadas veces con sonrisas falsas y dientes afilados.
La casa
Roland vivía cerca de la casa en la que residíamos mi madre y yo cuando íbamos y veníamos como una pelota de pimpón entre la reserva y la ciudad. La casa seguía allí. Y allí sigue. Es una edificación gris de tablillas con seis pequeños apartamentos tallados en el interior. Alquiler barato, habitable. Había una manta clavada sobre una ventana, un cartón donde se había roto un cristal en el ático y un par de aires acondicionados que sobresalían de un par de ventanas en el piso superior. Aparqué en el callejón para ver qué le pasaba a mi antigua ventana. Mi habitación, en la segunda planta, era un armario. Pero tenía un cuadrado de cristal con parteluces de rombos en el panel superior. Incluso podía abrirse. Por la noche oía respirar a la ciudad a mi alrededor, inhalando y exhalando como si viviéramos dentro de un animal gigante. En aquella habitación yo había viajado. Había hecho los deberes. Había desarrollado mi burbujita distintiva. Cuando quería alejarme de mi madre y sus amigos, podía entrar y cerrar la puerta. En la habitación había una bombilla que pendía de un cable, como en el confesionario. Tenía dos estantes, una mesa pequeñísima con un taburete y un palé en el suelo. Había una almohada y una colcha. Tenía todo lo que necesitaba.
Cogía el autobús escolar al final de la manzana. Cuando me devolvían los deberes y los exámenes, se los llevaba a mi madre. Los colocaba sobre la mesa. Si suspendía o sacaba sobresaliente, ella nunca se daba cuenta. Rara vez hablaba. La observaba el día que cobraba su pensión por discapacidad. Me escabullía con su dinero en efectivo o rebuscaba entre sus drogas. Ella entraba y salía. A veces parecía como si se pasara meses sin pronunciar una sola palabra. La ventana estaba exactamente igual. Cuando mis sentimientos me sobrepasaban, solía envolverme en mantas y me tumbaba en el armario esperando a que esos sentimientos pasaran. En un momento dado, decidí convertirme en una persona que no sintiera tanto. Esa decisión sigue en pie, aunque no funciona.
En el camino de vuelta, me crucé con mareas de gente con pancartas, paquetes y botellas de agua. Me crucé con coches patrulla y escuadrones. Pasé por delante de tiendas calcinadas con paredes que parecían dientes rotos. La librería Uncle Hugo había sucumbido. Estaba ardiendo. Se me cayó el alma a los pies y me empezaron a picar los ojos. Me crucé con una mujer con un carrito de supermercado lleno de niños. En otra calle, avanzaba un gigantesco todoterreno blindado y armado. Giré por otra calle para apartarme de su camino. Unos remansos de paz y luego soldados con equipos de combate trabajando a destajo. Me invadió una sensación gélida y nauseabunda. Mineápolis había sido pillada por sorpresa, pero ahora la respuesta se había endurecido. Pasé por delante de una iglesia con gente arremolinada en los escalones. En la parte trasera del templo, se extendía una zona donde se amontonaban bolsas llenas de alimentos para repartir. Vi a dos adolescentes sentados en el bordillo, fumando, con sus pancartas tiradas por el suelo. Me crucé con gente pintando imágenes con colores vibrantes en los tableros de madera que tapiaban los escaparates de los pequeños comercios. Pasé por delante de tiendas de campaña, botellas de alcohol tiradas en la cuneta y pequeños altares. Había mensajes para otras personas pegados en los árboles. Flores colgando de las vallas. Tuve que dar un bandazo para evitar un coche aparcado en medio de la calle con una bandera confederada clavada en el parachoques. En general, me crucé con gente que seguía con sus quehaceres cotidianos, trabajando en el jardín, en los macizos de flores o regando el césped. Pasé por delante de una tienda de palomitas de maíz que estaba abierta y me detuve para comprar. El olor a palomitas modificó el olor a gas lacrimógeno consumido: a tiza agria y almizcle. Una nube me detuvo cuando ya estaba cerca de casa. Era una nube de emoción. Paré el coche e intenté respirar a través de la niebla. La despejó el sonoro timbre del toque de queda de mi teléfono. Estaba cansada y profundamente triste. Si al menos lloviera…
31 de mayo
Pero no llovió. Por la noche. Periodistas disparados con pistolas táser, arrestados, gaseados con gases lacrimógenos y golpeados. Un reportero que perdió un ojo de un disparo.
—¿A qué coño le tenéis tanto miedo? —gritaba Hetta a la policía.
Hablamos de la Guardia Nacional.
—Aunque no todos son malos —observó Hetta, para mi sorpresa—. Asema me contó que, en la protesta del capitolio, un comandante, o lo que fuera, de la Guardia Nacional se arrodilló ante todos. Dijo que estaba allí para proteger nuestro derecho a reunirnos y luego se apartó, se alejó, y aquello estuvo muy bien.
Pollux regresó de su turno de patrulla. Me aseguré de que escondiera el arma.
—Esto no me gusta —le dije.
—A mí tampoco. Hay demasiadas armas ahí fuera. Voy a dejar la mía y a preparar pan frito. Esa es mi verdadera vocación.
—Y mi verdadera vocación es comer pan frito —le respondí.
Pero ya había cerrado la puerta del cuarto de baño y se estaba dando una ducha larga como las de Hetta. Bajó con ropa limpia y una mascarilla. Llegados a este punto, todos procurábamos evitar los gérmenes los unos de los otros. Pollux nos contó que un par de noches atrás, la patrulla del AIM había sorprendido a unos chicos muy rubios de Wisconsin tratando de robar una tienda de bebidas alcohólicas.
—Fueron muy duros con esos chicos —le dijo a Hetta—. Se podría decir que fue algo cruel y nada habitual.
—¿Papá? ¿Qué hicieron?
—Les hicimos llamar a sus madres.
—O sea, ¿en plan: «Hola, mamá, ven a buscarme, que me han pillado saqueando una tienda»?
Pollux entornó los ojos con la mirada perdida. Estaba tendido en el suelo y ahora se tapaba la cabeza con cuidado con la camiseta azul de la patrulla del AIM. Pasamos otra noche más despiertos, tratando de descifrar la avalancha de tuits. La gente estaba alarmada por la Guardia Nacional, que les pedía que no se alarmaran por los helicópteros Black Hawk UH-60 que andaban por todas partes. Eran las tres de la madrugada y estábamos tumbados en el suelo, utilizando todos los cojines del sofá y con las luces encendidas.
—Escuchad esto —dijo Hetta—. Es una enumeración de puntos del Departamento de Policía de Mineápolis. ¿Se supone que debemos tener un plan de huida? Ay, Dios mío. ¡Las antenas de telefonía móvil podrían cortarse! Saca la manguera del jardín. ¡Cuidado con las botellas de agua llenas de gasolina! ¡Habría que regar el tejado! ¡Las vallas! ¿Vaciar los libros de las bibliotecas Little Free Library?
Para entonces estábamos frenéticos. Cada vez que se nos agotaba la risa, Hetta decía: «¿Hola, mamá?» o «Vaciar los libros» y soltábamos un gemido que se convertía en una nueva carcajada. ¿Cómo llegamos a nuestras preciadas casetas de libros desde el horror de un asesinato policial a plena luz del día? Comenté que parecía que, alrededor del núcleo central de cualquier tragedia, se arremolinaban unos pecios de elementos insignificantes, como el billete de veinte dólares, que provocó la llamada a la policía en Cup Foods; la luz trasera rota, lo que llevó a la policía a detener a Philando Castile; el hambre y el deseo de comerse unos huevos y el furor con el que un granjero defendió esos huevos, incidente este que dio inicio a la guerra de Dakota; la frase «que coman hierba»31, que se ha quedado grabada en la memoria colectiva desde entonces; el repentino cambio de ruta de un conductor, que propició el asesinato de un archiduque que trataba de ocultarse; un acto de desafío que evitó una guerra nuclear durante la crisis de los misiles de Cuba. Y tantos otros pequeños incidentes.
—Por ejemplo —dijo Hetta—, el vaso de zarzaparrilla que derivó en Jarvis.
—No sigas —le cortó Pollux.
—O nuestro caso —dije—. ¿Por qué estabas en el aparcamiento de Midwest Mountaineering ese día?
Era muy propio de mí meter el dedo en la llaga. Me habría abofeteado a mí misma. Pollux intentó quitarle hierro al asunto.
—Fui a comprar calcetines —respondió Pollux—. Me gustan sus calcetines de lana.
En el amor, como en la muerte y el caos, las cosas pequeñas desencadenan una serie de acontecimientos fuera de control hasta que, tarde o temprano, se inmiscuye un detalle absurdo, el cual trae de vuelta el rastro de esos mismos acontecimientos para que reflexionemos. Pollux se sacudió la camiseta y se apoyó en un codo.
—Entonces, ¿lo que estás diciendo es que no estaríamos aquí, todos juntos, si no fuera por unos simples calcetines? ¡No, ni hablar, fue el destino! —objeté.
—¡Fueron mis pies! Y todo el resto de mí —protestó Pollux.
—Por favor, no sigáis —bostezó Hetta. Era un bostezo de mentira. Ella también quería escamotear los detalles.
Me levanté de un salto y corrí a la cocina con una idea imprecisa que me hizo buscar algo al fondo de la balda inferior del refrigerador. Mi mano agarró el tubo de masa de galletas con pepitas de chocolate que había comprado en Target. Todavía estaba buena. «A veces haces lo que hay que hacer, Tookie, bonita», me dije. Encendí el horno, corté la masa en rodajas y las coloqué en una bandeja para galletas. Luego las metí en el horno y volví a la sala de estar para esperar el temporizador. Sonó, despertándome, a los diez minutos.
—¿Qué es eso? —preguntó Hetta.
—Galletas.
Hetta se acercó a mí, tambaleante, y esta vez no hubo abrazo aéreo. Me estrechó entre sus brazos. Me olvidé de la distancia social. No sabía qué hacer. Esto era algo nuevo para mí. Mis brazos flotaron durante un instante de titubeo hasta que bajaron para abrazarla.
Finalmente nos quedamos dormidos al amanecer y nos despertamos a primera hora de una inocente tarde primaveral. Pollux dormía a mi lado. A pesar de todo, me alegré.
—¿Qué hora es? —preguntó Pollux.
—Las doce del mediodía en punto.
Permanecimos acostados, agotados tras varias noches de tensión y con la extrañeza de despertar a un día en toda regla.
Yo no tenía que trabajar, así que vagamos por la casa, entrando y saliendo, desorientados. Hetta se mantenía en contacto con Asema, que se había ido con Gruen a manifestarse por la carretera interestatal I-94 y luego por la I-35, que estaba cortada.
—Estoy viendo algunos artículos aterradores —dijo Hetta.
Después, se bajó del sofá de repente, gritando cosas incoherentes. Jarvis se escabulló, despavorido. Me precipité hacia ella. Me señaló la pantalla de su portátil, donde un semirremolque entraba a toda velocidad por el acceso a la I-35 Norte y embestía a una multitud de manifestantes que se estaba dispersando, desenfrenada. Aparté la vista, moví la cabeza de un lado a otro, como para negar lo que había visto. Salí corriendo afuera, bajé las escaleras, hundí la cabeza entre mis manos y cerré los ojos. Pollux se quedó con Hetta y Jarvis. Vieron cómo se resolvía la escena y, al cabo de un rato, me llamaron para que volviera. Milagrosamente, no había muerto nadie, ni siquiera nadie había resultado herido. Incluso el conductor, al que sacaron del camión a la fuerza, se encontraba bien. Recibió unos cuantos puñetazos, pero luego los manifestantes lo defendieron cuando resultó que hablaba muy poco inglés. Estaba conmocionado, pero, por lo demás, se encontraba bien. Las vallas se estaban levantando cuando tomó la rampa de acceso y se desorientó por completo.
Los pulgares de Hetta pulsaron febrilmente su teléfono.
—Están bien. Gruen estaba más cerca, pero lo esquivaron y el camión se detuvo. Van a seguir con la mani.
Las espeluznantes pero milagrosas imágenes se reprodujeron en bucle desde diferentes ángulos, mientras los canales de noticias subían nuevos vídeos de los transeúntes. En un vídeo, un joven ágil, con camiseta dorada y mascarilla negra, saltaba sobre la cabina y se agarraba a los limpiaparabrisas, para intentar detener el camión. Era muy ligero y acrobático. Había aterrizado como un saltamontes.
—Mira —dijo Hetta—. Es Laurent. Estoy segura de que es él.
Reprodujimos el vídeo una y otra vez hasta que finalmente me pareció a mí también que el hombre que saltaba, un hombre de piernas largas como las de un insecto, no podía ser otro que Laurent.
—¿Qué le pasa a este tío?
Había quedado con Gruen y Asema —dijo Hetta, con la voz apagada por el agotamiento—. Él va a seguir luchando contra esto. Se pone así. Nunca se rendirá. Seguro que se ha pasado toda la noche ahí fuera.
32 de mayo
Las ciudades gemelas se habían convertido en una olla a presión. Pequeñas poblaciones, sedes de condados y otras ciudades de todo el mundo eran un hervidero de emociones. Todas las mañanas, Pollux salía con una escoba de conserje, un recogedor y un cubo para recoger cristales rotos. Parecía una penitencia. También parecía un gesto bondadoso. Después de limpiar, se iba a fumar su pipa en una ceremonia que, juraba él, cumplía todas las normas de seguridad sanitarias. Nos vimos desbordados en la librería. Todos los que no estaban en las calles querían leer sobre los motivos por los que los demás estaban en las calles. Llegaban sin cesar pedidos de libros sobre la policía, el racismo, la historia racial y el encarcelamiento. Penstemon flaqueaba. Los encargos se amontonaban en la mesa.
—¿Esto debe de ser algo bueno?
—¿Es algo bueno? Quiero decir, ¿estamos haciendo llegar información a la gente?
—Esa es nuestra misión —dijo Penstemon.
—Ay, Dios, voy a atender esta llamada de teléfono. Sigue empaquetando.
Todo el día los helicópteros de la policía, los servicios de evacuación médica, las cadenas de noticias y de seguridad privada estuvieron sobrevolando nuestras cabezas e interrumpiendo nuestros pensamientos. De vez en cuando, pasaba una camioneta y vislumbraba una bandera de Gadsden. Las avenidas de los alrededores de la librería seguían cerradas al tráfico para que la gente pudiera bordear los lagos a pie manteniendo una distancia segura, y las camionetas seguían perdiéndose en la maraña de calles, zumbando como avispones. Por toda la ciudad, en esos tableros que protegían las ventanas, iba cobrando vida cada vez más el arte, y ahora un grupo de artistas minoritarios planeaba almacenarlo todo junto. Hetta y Jarvis se habían unido a mí en el trabajo. Me alegraba de que la luz del día entrara por las ventanas. Me alegraba de no haberlas tapiado. De todos modos, ¿cómo íbamos a conseguir siquiera madera contrachapada en esta ciudad?
Mientras trabajaba, escuchaba a Jarvis y Hetta. Nunca había oído una risa tan musical, como campanas, aunque también podía sentir cómo mi corazón se agrietaba como un parabrisas en el momento en que una diminuta fisura empieza a resquebrajar lentamente el cristal. «Debería hacer algo. Debería repararlo», pensé. La grieta se iba haciendo cada vez más profunda. Todo parecía agrietarse: ventanas, parabrisas, corazones, pulmones, cráneos. Puede que seamos una ciudad de progresistas azules en un mar rojo, pero también somos una ciudad de barrios históricamente secuestrados y de viejos odios que nunca mueren o que dejan un poso invisible para los ricos y la gente bien, pero que resultan asfixiantes y presentes para los enfermos y explotados. Nada bueno saldría de ello, o eso creía.
30 White Rage: The unspoken truth of our racial divide de Carol M. Anderson.
31 Let them eat grass: frase supuestamente pronunciada por un representante del Gobierno cuando las hambrientas familias dakotas reclamaron al Gobierno los alimentos prometidos en los tratados. La respuesta «si tienen hambre, que coman hierba o su propio estiércol» provocó estallidos de violencia que desembocaron en una sangrienta guerra.