Almohadas y sábanas
No podía volver a subirme al autobús y recorrer la ciudad para saborear sopas en tiempos de pandemia. Tampoco podía volver al trabajo, ni hablar. Penstemon le había dicho a Jackie que ella también oía a Flora, así que, cuando le conté a Jackie lo que había sucedido, contrató a una estudiante universitaria que seguía las clases desde casa y dividió mis horas entre el resto del personal, sin hacer un solo comentario. Era una malabarista compasiva. Así que yo estaba de baja. Había dos maneras de manejar mis nervios: quedarme en la cama para siempre. O no. A mi cuerpo le encanta la inercia. A mi cerebro le encanta el olvido. Así que realmente no había otra opción. Tenía una voz interior que me regañaba e intentaba decirme que, después de haber estado encerrada y aislada en mi vida, estaba muy mal confinarme voluntariamente con un montón de sábanas y almohadas. ¡Pero era un nido seguro de abrazos enredados! Me envolvía y desenvolvía. Ahuecaba y aplastaba la ropa de cama. Y, después, me desplomaba. Incluso Pollux me dio un poco de espacio después de que le dijera que necesitaba luchar contra mis demonios. ¿Qué hombre en su sano juicio se va a interponer entre una mujer y sus demonios?
O quizá no eran demonios. Quizá solo era alguien que me enseñaba quién soy.
El verdadero nombre de Budgie era Benedict Godfrey. El suyo era un nombre elegante, adecuado para un aristócrata británico, un nombre que merecía un sir o un lord delante. Se hacía llamar por sus iniciales, BG, y con el tiempo BG se convirtió en Budgie. Incluso si hubiera vestido chaqueta y frac en lugar de sus habituales y holgadas camisetas negras de grupos de heavy metal, BG habría sido una persona insípida, insignificante, como he dicho, con la piel picada y una sonrisa burlona sin labios. Tenía cicatrices de tantas palizas recibidas con frecuencia y mal genio. Lo único positivo que escuché de su boca, de algún lugar de las profundidades de satisfacción en su nada, fue un prolongado «síííí». Budgie llevaba camisas de manga larga debajo de sus camisetas, ya sea para disimular marcas y moretones o porque siempre tenía frío. Tenía un culo tan descarnado y unas caderas tan desvencijadas que sus vaqueros se arrugaban hacia adentro en todos los lugares equivocados. Un verano, algunos de nosotros nos fuimos a acampar junto a un lago envenenado por algún tipo de alga comecerebros. Encendimos una hoguera para drogarnos, y me puse a mirar al cielo desde mi silla de camping. Entonces sucedió. Un conmovedor punteo adornó una canción de escandalosa ternura. No tenía letra porque recurrir a las palabras le habría restado significado. Era el sonido de las estrellas. Se supone que solo los lobos son capaces de escuchar las estrellas. Para entonces, yo no sabía si me había convertido en un lobo o si estaba violando alguna regla sagrada. Comencé a temblar en moléculas de aire oscuro, pero no tenía miedo. Estaba cabalgando en telarañas y rayos de luna. Me sentía infinitamente aliviada. Me elevé en un remolino un millón de kilómetros hacia arriba y un millón de kilómetros hacia abajo, y luego la música se detuvo, una lata tintineó y escuché al guitarrista: síííííí.
Odié a Benedict Godfrey por cortarme el rollo. Pero fue por amor por lo que lo arrojé al camión frigorífico y así me traicionó. Ahora me daba cuenta de que ambos habíamos sido engañados. Porque Danae y Mara habían tratado el cuerpo de él como una caja postal. Supongo que la pregunta es: ¿cuánto debemos a los muertos? Supuse que esa pregunta forma parte de mis demonios.
Pero había mentido acerca de lo que estaba haciendo. No podía luchar. Había perdido la voluntad de pelear. Había decidido convertirme en una babosa.
Sin pensar. Sin movimientos extraños. Sin hablar, ni una palabra. Hacía un viaje épico a la cocina dos veces al día. Me traía de vuelta una bandeja con lo que fuera. Ni siquiera podía, ni siquiera era capaz de sostener a Jarvis. Así de mal estaba. Hasta que un día Hetta tomó cartas en el asunto.
—Levántate —me ordenó—. Sé lo que pasó. Me lo contó papá. ¿Crees que eres la única que tiene que lidiar con fantasmas y otras mierdas?
—No —balbuceé desde mi nido—. Todo el mundo tiene un fantasma del que quieren hablarme. Pero el mío intentó meterse dentro de mí.
—Yo, yo y yo. Siempre se trata de ti, joder.
Ni siquiera iba a dignarme a contestar a eso. Me di la vuelta, me hice un ovillo y cerré los ojos. Hetta se acercó a la cama y me sacudió el hombro. La aparté. Lo hice suavemente, pero me aseguré de que ella supiera que no iba a moverme. Entonces, hizo una maniobra artera, algo retorcido, que sabía que yo no soportaba. Se arrodilló junto a la cama y se puso a llorar. Después de haber sucumbido a las lágrimas en ese puente, me había vuelto vulnerable. Sentí que bullía por dentro como una olla a presión.
Al cabo de un buen rato, en el que no dejó de gimotear y yo comprendí que no estaba fingiendo, me volví hacia ella y le di unas palmaditas en el hombro. Le pregunté qué pasaba. Los sollozos remitieron. Tragó saliva, resopló, soltó un graznido desesperado y rompió de nuevo a llorar. Seguí dándole palmaditas en el hombro. Al fin me dijo con un hilo de voz:
—Tookie, ya no sé qué es real.
—Vaaaleee… —comencé, antes de callarme. Lo intenté de nuevo—. Explícate.
—Laurent estuvo aquí. Empezó a soltarme, no sé, ese horrible disparate.
—¿Sobre qué?
—Una enfermedad hereditaria, algo que se transmite en su familia, algo que dice que yo debería saber.
Me incorporé como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—¿Algo que podría afectar a Jarvis?
—¡Sí!
Se puso a sollozar otra vez. Le rogué que se tranquilizara para poder averiguar qué estaba pasando. Me levanté de las sábanas y en mi estado de marea vi destellos y luces, porque estaba acostumbrada a la posición horizontal. Lo intenté de nuevo y logré arrastrarme y sentarme a su lado, con el pelo alborotado y mis holgados, rotos y baratos pantalones cargo de Target. Me presentaba para el servicio.
—Está bien. Más despacio. Volvamos sobre esto, con más palabras. Uuuuhhh, respira, despacio, muy bien.
—Dijo que es un rugarú. Que le viene de familia. Que incluso es de lo que trata ese libro que te dio, sus memorias o lo que sea.
—¿El que está escrito en una lengua muerta?
—La lengua de «sus antepasados». Ha soñado en esa lengua toda su vida. Después, durante aproximadamente un año, cada cierto tiempo, cuando despertaba de esos sueños, escribía algunas frases en esa lengua, y esa escritura. Dice que ese libro que te dio le fue dictado por una parte de sí mismo que canalizó su historia familiar.
Cogí la mano de Hetta y la estreché.
—No te preocupes. Estoy bastante segura de que Laurent se engaña a sí mismo, aunque…
—¿Qué?
Acababa de recordar cómo su gesto había cambiado ligeramente la última vez que había hablado en serio con él. Luego, cómo, en el Lyle’s, había intentado empujar Empire of Wild como si fuera la Santa Biblia. Ese libro incluía un rugarú repugnantemente atractivo. ¿Había algo de cierto en todo ello?
—Vamos a invitarle y que nos lea el libro. Descubriremos de qué está hablando.
Jarvis metió baza desde la planta baja con un sonoro gemido. Hetta bajó las escaleras rápidamente. Seguí sentada en el borde de la cama. De pronto, sin pensármelo dos veces, me levanté, me dirigí a la cómoda y saqué mis vaqueros negros favoritos. Lo siguiente que noté fue que los llevaba puestos, así como una camiseta negra de manga larga también. Bajé las escaleras, abandonando mi estado de aislamiento, de vuelta a fuera cual fuera la partida que el mundo estuviera jugando conmigo, con nosotros.
La historia del rugarú
Organizamos la sesión de lectura en el jardín, al aire libre. Pollux, Hetta, el niño en el regazo de Hetta y yo, y Laurent frente a nosotros. Con una expresión seria que ponía los pelos de punta, lo extrajo —el Empire of Wild— de una cartera de cuero tostado. Se llevó el ejemplar al corazón durante un instante.
—Por fin —dijo—, un libro que da voz a los míos…
—Sí, la autora es métis —interrumpí—, como tú.
—Puede que sea de los nuestros por otros aspectos también. —Su voz era suave como el ante tostado—. Aunque no me atrevería a decirlo.
Dejó el volumen y sacó el suyo con cuidado de la bolsa blanda. Abrió el libro y alisó la página con un dedo. Se lamió los labios y contempló las páginas como si el texto se estuviera moviendo.
—¿Por qué no pasas de leerlo? —Tenía que acabar con esto—. ¿Por qué no nos cuentas con tus propias palabras eso de la herencia tuya?
Laurent dejó el libro y dijo que, en ese caso, prepararía la escena. ¿Nos gustaría conocer la historia de los métis?
—No —respondí.
Pero ya había comenzado. Su voz era cálida y decidida. Era difícil no sentirse segura, pero mis sentimientos habían cambiado tan bruscamente que intenté sobreponerme.
—A lo largo de generaciones…
Le di la vuelta a mi mano. Aceleró el tono.
—Nos abrimos camino a lo largo de los ríos, vendiendo pieles, emborrachándonos y casándonos con bonitas mujeres indias, hasta que llegamos a Manitoba. Una vez que nos adentramos en las llanuras, amigos —sus ojos brillaron—, ¡éramos otra generación! Cambiamos nuestras canoas de corteza por caballos y alcanzamos a los bisontes. Cuando estos comenzaron a escasear y se redujeron en su mayor parte a huesos que ensuciaban las praderas, nos dedicamos a la agricultura, tomamos las parcelas asignadas por el Gobierno o compramos tierras donde pudimos. Porque nos adaptamos. Ese es nuestro don. Además, somos un pueblo extremadamente religioso, al que le encantan las fiestas salvajes. Bailamos, tocamos el violín, rezamos a los santos y a la Virgen María, creemos en el diablo, en Dios y en el rugarú.
Levanté la mano.
—Vamos a pasar directamente al tema de la familia. ¿Cuándo empezó?
—Con mi tatarabuelo Gregoire —respondió Laurent—. Fue engendrado por un hombre con un elegante traje negro que acudió a una boda. En los viejos tiempos, la celebración de las bodas podía durar hasta una semana. Cada noche, el hombre aparecía en la puerta con su violín. ¡Y sabía tocar! También bailaba. Los hombres métis eran conocidos por sus patadas altas. Este hombre podía elevarse en el aire y golpear el techo con la suela de su bota. Y tenía un encanto irresistible. Encandiló a todas las mujeres y habló con voz seductora a las abuelas, que casi se murieron de risa. Jugó a las tabas con los niños, bebió y fanfarroneó con todos los hombres. Y, por supuesto, se unió a los violinistas, tocó canciones salvajes que cautivaron sus emociones, los hicieron llorar, gritar de alegría y bailar escandalosas jigas.
No pude evitarlo. Que Dios me ayude. Escuchaba ávidamente a Laurent. Y a mi lado, Hetta. Podía sentir su tensa concentración sin aliento.
—Aquí es donde aparece mi tataratatarabuela. Era la mujer más dulce, amable, mansa y querida de todas. Berenice era conocida por su suave e indulgente mirada de paloma. Cada noche ese desconocido acudía a la boda. A medianoche, dejaba su violín y siempre sacaba a Berenice a bailar. A medida que avanzaba la semana y bailaban todas las noches, las ancianas notaron que un poco de cabello le había brotado alrededor del cuello. Una pelusa adornaba sus botas. Parecía, tal vez, como si su frente fuera más baja y su nariz más ancha. Sus dientes lucían un poco más blancos y afilados. Uno pensaría que habría un revuelo, que lo echarían o capturarían, pero era tan agradable que nadie quería ofenderlo. No fue hasta la última noche de la celebración, justo a las doce en punto de la noche, cuando lo supieron con certeza.
—¿Que supieron con certeza qué?
Eché una mirada furtiva. Aunque Hetta estaba meciendo a Jarvis, tenía los labios ligeramente abiertos y los ojos clavados en Laurent, embelesada por el relato. Laurent se inclinó hacia delante y movió las manos como un cuentacuentos.
—Cuando la celebración de la boda llegó a su fin con el maniaco llanto de los violines y el baile febril de toda la comitiva nupcial, el apuesto forastero guardó su violín en un estuche con correas. Se colgó el estuche al cuello, levantó la cabeza y comenzó a aullar. Entonces vieron lo largos y afilados que eran sus dientes; se trataba de verdaderos colmillos. Justo delante de los ojos de los bailarines, su cabello se convirtió en una pelleja blanca. Su espalda partió la chaqueta del traje. Había lanzado un hechizo tan profundo que ni siquiera cuando sacó a Berenice por la puerta los detuvo nadie. Cuentan que ella se agarró tan contenta al rugarú sin parar de reír, insistiendo en que todos debían dejarlos pasar.
—No puedo creerme que esos cazadores de bisontes no fueran tras ellos —observó Pollux. Él, al menos, no estaba impresionado.
—Sí, por supuesto. Algunos miembros de la familia intentaron seguirles la pista. Pero no había ni rastro de ninguno de los dos; habían desaparecido en el monte. Permanecieron alejados todo un verano. Su familia lloró a Berenice y la dio por muerta. Luego, arremetió contra el rugarú e insistió en que seguía viva.
»Al fin, un día, al alba muy temprano, el rugarú depositó a Berenice en la puerta de la casa de sus padres. Berenice lloró y se lamentó durante semanas, insistió en que el rugarú no le había causado el menor daño, y finalmente se dio cuenta de que estaba embarazada.
Laurent se calló y nos miró, con los ojos muy abiertos.
Hetta le devolvió la mirada con una sonrisa alelada y bobalicona, y pensé: «Ay, no».
Pollux todavía intentaba soportar aquello, tenía el gesto tranquilo, pero sus grandes pies, en zapatillas deportivas grises, no paraban quietos. Se tiraba del pelo. Le cogí la mano antes de que se acabara arrancando la coleta.
—¿Qué pasó después? —preguntó con voz ahogada.
—Se le buscó a Berenice un marido intrépido. Cuando el niño nació, recibió la bendición del sacerdote, que no sabía nada. Cuando se bautizó al niño, el agua chisporroteó en su frente. Pero la bondad purificante de Berenice y la piedad del cura expurgaron la tacha, y Gregoire, el niño, creció y se convirtió en una buena persona, trabajadora, fiel y piadosa. Parecía como si el poder del alma bondadosa de Berenice hubiera borrado cualquier ademán de rugarú. Gregoire bailaba, pero nunca tocó el violín, se casó con una mujer tranquila y se quedó en casa con ella por el resto de su vida.
Laurent se dirigió a Pollux con un respetuoso asentimiento cuando dijo esto. Luego hizo una pausa elocuente, como si quisiera decir: «Tu afán protector para con Hetta es noble y lo comparto. No soy como el primer rugarú. ¡Soy como Gregoire!». Después, prosiguió:
—Gregoire olvidó algunos conocimientos medicinales que el rugarú le había enseñado a su madre durante el verano de su secuestro. Solo cuando murió Gregoire, al caerse de un caballo veloz a la edad de cincuenta y seis años, comenzó a manifestarse el problema.
»Como solía hacerse en aquellos tiempos, un carpintero construyó el ataúd. La gente trajo comida para el velatorio, y su familia y amigos velaron su cuerpo en la casa. La primera noche, alrededor de la medianoche, sus ojos se abrieron y exhaló un fuerte gruñido. Aquello emocionó a su esposa, que lo agarró del brazo e intentó incorporarlo, pero él no estaba vivo y era evidente que su cuerpo estaba siendo poseído por la fuerza.
»Una anciana michif cogió una sartén de hierro fundido y golpeó la cabeza del cadáver. Luego vertió en su corazón el frasco de agua bendita que siempre llevaba encima. El cuerpo suspiró, cerró los ojos y volvió a estar muerto. Sin embargo, durante las primeras horas de la mañana, el cuerpo desapareció por completo. Y el problema familiar quedó así al descubierto. A partir de entonces, siguió sucediendo. Esta negativa a permanecer muerto se ha ido transmitiendo. Había ocho hijos. Esta tendencia se manifestó en varios de ellos. Un tío salió de su tumba y se escapó. Nunca llegó a salir del cementerio, pero aun así…
—Eso parece horrible —gritó Hetta, sobrecogida.
—Después de muchas generaciones, aquí es donde entro yo —continuó Laurent—. Nací en un ataúd.
Ahora yo sí que estaba alterada. El hechizo se había roto. ¿Nacer en un maldito ataúd? Pero Hetta miraba a Laurent con desaforada intriga. Aquello no la espantaba lo más mínimo. Sus ojos centelleaban. Era como si hubiera tenido una revelación.
—¿Y luego qué pasó? —suspiró.
—Mi madre era un poco actriz y representó un papel de la mujer de un vampiro en una producción de teatro comunitario. Estaba en el escenario, a punto de levantarse del ataúd, cuando se puso de parto. Sucedió tan rápido que no hubo tiempo de moverla. Alguien cerró el telón, pero el nacimiento causó sensación. Cambiaron el título de la obra por Nacimiento de un vampiro. Mis padres y yo, como el bebé vampiro, actuamos en ella por un tiempo y luego pasamos a protagonizar otras aventuras. Siempre les ha encantado la hostelería, y su bar deportivo es muy popular.
Laurent hizo una pausa para comprobar si seguíamos el relato con atención. Hetta casi se desmaya de la alegría.
—Esto es tan profundamente gótico —dijo—. ¿Eres peligroso con luna llena?
—Me dan antojos —respondió Laurent.
Hetta pareció sonrojarse.
Laurent continuó explicándole a Hetta que este gen rugarú llegó aquí desde el Viejo Mundo y se introdujo en la cultura métis o michif a través del hombre lobo francés, el loup-garou. Dijo que los pueblos tribales que se mezclaron con los franceses se encargaron no solo de mejorar el aspecto de los viajeros, sino también de indigenizar sus críptidos e híbridos.
—Así que el rugarú se convirtió en alguien como yo —dijo Laurent—. Soy leal; por lo general, soy valiente; soy honesto, y, por lo general, amable. Nunca he tenido impulsos violentos, pero tengo sed de justicia. Soy fogoso y tengo una tonelada de resistencia física. Además de trabajar en la Wells Fargo, estudio plantas medicinales. Toco el violín y también defiendo a nuestros parientes, los lobos. Lo único en lo que soy diferente, en realidad, es en que he decidido que mi verdadera vocación es escribir en esta antigua lengua y en que no sé si me quedaré muerto cuando me muera.
—Oh, Laurent —exclamó Hetta, conmovida de felicidad. Felicidad de verdad, me parece a mí—. ¡Ojalá me hubieras contado todo esto desde el principio!
—Pensé que me rechazarías —se disculpó Laurent.
—De ninguna manera —negó Hetta—. Esto es lo más genial que he oído jamás. Nuestro hijo es…
—Un salvaje inmortal. Así nos llamaban antiguamente.
Laurent inclinó la cabeza.
—No sé si de verdad eres o no un padrazo —dijo Pollux.
—Es posible que te equivoques. —Laurent levantó la vista y le sostuvo largamente la mirada a Pollux—. Estoy enamoradísimo de Hetta, pero ella está enamoradísima de otra persona. Así que mi papel en este momento es apoyarlos y mantener a mi hijo.
Me di golpecitos en la cabeza.
—¿Estoy soñando?
—Es muy maduro —dijo Hetta, con una sonrisa embelesada—. Papá y mamá saben lo que yo sentía por Asema. No pasa nada. Eso se acabó. Ella nunca sucumbió a mis encantos.
—Es increíble que no lo hiciera —murmuró Laurent.
—Tal vez deba quedarme con el padre de mi hijo, al menos por ahora —dijo Hetta.
—Al menos por ahora —balbuceé, y agarré a Pollux por la camisa.
Salimos de escena. Lo que sucedió a continuación no era asunto nuestro.
Hetta y Laurent pasaron un par de horas fuera. Yo me quedé de niñera. Jarvis había descubierto mi cara. Estudiaba cada uno de mis rasgos. Cuando la suma obtuvo su satisfacción, sus ojos destellaron, esbozó una amplia sonrisa, agitó los brazos y dio pataditas con sus piececillos regordetes como manzanas. Me desconcertó ser una fuente de alegría humana. Me costaba soportarlo cuando aterrizó en mis brazos y agarró mi dedo con su puño feroz. Lo abracé.
—¿Qué eres? —pregunté.
No quiso responder.
—¿Eres acaso un pequeño bebé rugarú?
Parpadeó hacia mí con un ojo, escrutándome, mientras cerraba el otro, por lo que parecía que intentaba guiñarme un ojo.
—¿Qué pasa aquí?
Era Pollux, que estaba mordiendo una manzana que había condimentado con un poco de pimienta. Así se comía él las manzanas. Sujetaba el bote de pimienta en una mano para que cada bocado pudiera recibir una pequeña dosis.
—Me pregunto si Laurent habrá legado sus resbaladizas formas de zorro astuto a su hijo.
—Es un bebé. Es puro. ¡No lo metas en esto!
—¿Sabes algo de rugarús?
—Sí. De mi abuela. Aunque le daba más miedo el wiindigoo.
—¿Así que de verdad existen personas que se niegan a quedarse muertas?
—Supongo, y reanimadores.
—¿Eso existe?
—Es más común de lo que te imaginas, aunque es menos común ahora, con la ciencia médica.
—¿Alguna vez tuviste alguna experiencia con un reanimador?
Lo pregunté con cautela, procurando no insinuar que había en ello algo más que ciencia ordinaria. Pollux condimentó un enorme bocado de manzana. Jarvis estornudó. Lancé una mirada de reproche a Pollux y apartó del niño su mano con la pimienta.
—No fue una experiencia personal. La reanimación más aterradora de la que he oído hablar fue la de una preciosidad de niña.
Objeté que no quería oírlo.
—Primero salió de la coleta de la tierra37.
—Pollux, te lo advierto.
—Es solo ciencia.
Se encogió de hombros.
37 En la cultura métis y otras culturas de nativos americanos, el cabello largo es un símbolo de unión con la madre tierra. (N. de la E.)