5

Nada genera más temor que la incertidumbre, esa oscura inmensidad que lo envuelve todo, esa amenaza infinita del caos, la derrota de la ilusión, una cabeza cortada, una penumbra sorda, muda y ciega, una incógnita perpetua. La conmoción entre los asistentes al banquete en el palacio meshíca es absoluta y aterradora. Nadie esperaba la elección de Tlacaélel, ni las reformas ni mucho menos la ruptura entre Tenochtítlan y Teshcuco.

En cuanto se retira el príncipe Nezahualcóyotl del palacio de Tenochtítlan, Cuicani —hija del sacerdote Azayoltzin— se levanta de su lugar, camina discretamente hacia Motecuzoma Ilhuicamina, el hermano gemelo de Tlacaélel, y le dice algo al oído sin que nadie se percate. Ilhuicamina sigue a Cuicani con la mirada hasta la salida. Se encuentra muy confundido. No sabe qué hacer ante la sensualidad de aquella joven que muy pronto será su esposa. Una mujer que conoce desde la infancia, pero con quien jamás ha tenido una amistad siquiera, no por culpa de ella, sino por la timidez de él. Para su sorpresa, ella lo acaba de invitar a su alcoba. Ilhuicamina mira a su hermano Tlacaélel, con la esperanza de que él también voltee a verlo, pero está demasiado ocupado hablando con Izcóatl y los otros miembros de Consejo. Ilhuicamina se pone de pie y camina lentamente a la salida. Los nervios lo doblegan. Siente que todos lo observaban. Se detiene. Recuerda las instrucciones de Tlacaélel días antes de que fueran a pedir a Cuicani como su esposa: no debe hablar con ella hasta después de la boda. La joven se quedará esperándolo toda la noche.

Ilhuicamina permanece en el palacio, escuchando en silencio la discusión entre ministros, consejeros y el tlatoani, quien ha perdido su autoridad de un día para otro. Aunque los ministros estén de su lado, son funcionarios encargados de tareas específicas, como las obras públicas, el comercio, la pesca, la fabricación de acalis y armamento, recaudación de tributo y el ejército, por lo tanto, sus opiniones no tienen peso. En cambio, los seis consejeros son, a partir de esta noche, los dueños de la ciudad isla. La única manera en la que Izcóatl podría recuperar algo de autoridad sería teniendo a cuatro de ellos de su lado, lo cual le daría mayoría de votos. Para su mala fortuna Azayoltzin, Tochtzin, Tlalitecutli y Tlacaélel están en su contra. Sólo Yohualatónac y Cuauhtlishtli lo apoyan.

—Fui un imbécil —dice Izcóatl con la mirada extraviada—. ¿Cómo no me di cuenta? Tú lo planeaste todo, perverso traidor. —Dirige los ojos a su sobrino Tlacaélel.

—Tío, creo que usted está confundiendo las cosas —responde con humildad el nuevo sacerdote.

—¡Tú mataste a Chimalpopoca y a su hijo Teuctlehuac!42 —acusa con rabia a su sobrino.

—Pero ¿qué cosas está diciendo, mi señor? —pregunta Azayoltzin con indignación.

—¿Lo acusa el que fue sentenciado a muerte por Chimalpopoca? —interviene en defensa de Tlacaélel el teopishqui Tlalitecutli—. Si la memoria no me falla, usted y el tlatoani Chimalpopoca tuvieron muchas diferencias…

Imposible negar aquella aseveración. Catorce años atrás, en medio de la guerra contra Teshcuco, Huitzilíhuitl —segundo tlatoani de Meshíco Tenochtitlan— había muerto por una herida recibida en combate. Tezozómoc nombró a su nieto Chimalpopoca, de apenas catorce años de edad, como su sucesor, y a su tío Izcóatl, quien era treinta años mayor que él, como su mentor. En realidad, la función de Izcóatl fue de tlatoani interino, ya que Chimalpopoca aún no estaba preparado para gobernar, mucho menos en medio del conflicto bélico. Dos años más tarde, terminada la guerra, Tezozómoc fue reconocido y jurado como in cemanáhuac huei chichimecatecutli. Su primera acción fue mudar el imperio a Azcapotzalco y dejar a Chimalpopoca como gobernante de Teshcuco y a Izcóatl a cargo de Tenochtítlan, pero bajo las órdenes de su sobrino. Hasta entonces Chimalpopoca no se había enfrentado al difícil ejercicio de gobernar. Poner orden en una ciudad recién invadida no era tarea sencilla, mucho menos siendo un piltontli de apenas dieciséis años. Se le hizo fácil reunir a los pobladores y agradecerles su confianza. La respuesta fue burlas e insultos. Los chichimecas tenían razones de sobra para detestar al impuesto tlatoani tenoshca, pues un guerrero meshíca había asesinado a su líder Ishtlilshóchitl, padre de Nezahualcóyotl, quien para esos momentos ya estaba prófugo. Aquella humillación pública despertó en Chimalpopoca un resentimiento que yacía oculto en lo más profundo de su ser. Toda su infancia y adolescencia había sido víctima de las burlas de sus hermanos mayores.43 Sin embargo, él no lo asimilaba de esa manera; su hermano Tlacaélel tenía la habilidad de pisotearlo e inmediatamente levantarlo del suelo y asegurarle que lo quería más que a nadie y que todo lo hacía por su bien, por ayudarlo, para hacerlo más fuerte. El arte del engaño consiste en hacer que la víctima se sienta feliz con la mentira. Chimalpopoca creía ser dichoso, pero en el fondo había sido un niño muy triste. Siempre vigilado, siempre minimizado, siempre limitado. Entonces el recién impuesto tecutli de Teshcuco desquitó su ojeriza con la persona que menos debía: su tío, quien, con la única convicción de proteger a la isla, todos los días cuestionaba sus decisiones de gobierno y le daba más consejos que nadie. Pero Chimalpopoca lo malinterpretó. Si Izcóatl lo contradecía o se negaba a obedecer, lo hacía con el único objetivo de poner orden en la isla y mantener la unidad de los meshítin. Por otro lado, la inexperiencia, temores y celos hicieron que Chimalpopoca se comparara con su tío, aun sabiendo que no podía ser como él. Para demostrar su autoridad, le exigió a su tío que, a partir de ese momento, le solicitara permiso para todo lo que hiciera en el tecúyotl de la isla. Izcóatl aceptó sin mostrar enfado. De alguna manera, comprendía que su sobrino estaba en proceso de aprendizaje y que, por ello, afectaría a más de uno, incluyéndose a sí mismo. Por aquellos días, Chimalpopoca se había enamorado de su prima, la joven Matlalatzin, hija de Tlacateotzin, tecutli de Tlatelolco y nieto de Tezozómoc. Como tlatoani, era menester que se casara lo antes posible, así que Izcóatl lo acompañó a pedir a la joven para esposa. Tlacateotzin e Izcóatl habían sido compañeros de batalla en la guerra contra Teshcuco, por lo que la entrega de la joven fue uno acuerdo lleno de júbilo. Días más tarde, se llevó a cabo la boda en la isla que compartían Tlatelolco y Tenochtítlan. Como era de esperarse, asistió la téucyotl tepaneca, ya que Chimalpopoca era nieto de Tezozómoc y Matlalatzin, su bisnieta. La única persona a la que no invitaron fue a Mashtla. Para sorpresa de todos, el tecutli de Coyohuácan se apareció en la boda, acompañado del enano Tlatólton, su espía más eficaz y sus tecihuapipiltin, «concubinas». Izcóatl los vigiló de lejos durante toda la celebración. Entre los asistentes que se acercaron a platicar con Mashtla se encontraba Tlacaélel. Debido a la distancia y las múltiples conversaciones que plagaban el lugar, Izcóatl no alcanzó a escuchar aquel diálogo. «Mi señor, es muy agradable tenerlo en nuestra ciudad», lo saludó Tlacaélel con mucho respeto. «Había escuchado rumores de que no le había llegado la invitación». «No eran rumores. Tu hermano no me invitó», respondió el tecutli de Coyohuácan. «Le ruego disculpe la indisciplina de Chimalpopoca», dijo el joven Tlacaélel. «Es muy inmaduro y no comprende la importancia de tenerlo de invitado en un evento tan significativo». Mashtla se mantuvo en silencio por un instante. Pocas veces había conversado con Tlacaélel. «No es justo que Chimalpopoca tenga más privilegios que usted», continuó Tlacaélel, fingiendo admiración hacia Mashtla. «Estoy seguro de que usted será un gran gobernante después de que Tezozómoc muera». Entonces, Mashtla se sintió a gusto con la conversación. Lo embrutecían los elogios. «Cuando sea in cemanáhuac huei chichimecatecutli te nombraré tlatoani de Tenochtítlan», prometió Mashtla. «No, mi señor. No aspiro a eso», respondió con humildad. «Lo único que quiero es servir al impero tepaneca». De lejos, Izcóatl seguía vigilándolos. Por aquella época, la confianza en su sobrino Tlacaélel era muy sólida. Su preocupación se enfocaba en Mashtla. Temía que estuviera tramando algo. Y no se equivocaba: Mashtla y Tlatólton planeaban matar a Chimalpopoca. Sus motivos eran bien conocidos por todos: Tezozómoc prefería a Chimalpopoca y era muy probable que lo nombrara heredero del imperio tras su muerte. Luego de que Tlacaélel se alejara, Izcóatl se acercó a ellos y les advirtió que había escuchado su conversación —lo cual era mentira—, y amenazó a Mashtla: «Yo no soy como mi hermano Huitzilíhuitl. Yo sí te mataría si fuera necesario». Mashtla se burló: «Adelante. Hazlo de una vez. Atrévete». «Lárgate», le exigió Izcóatl. Mashtla lo retó a que lo sacara. «Si te saco, será muerto», le respondió Izcóatl. Mashtla se burló, pero se retiró. Inmediatamente, Izcóatl ordenó a los capitanes del ejército que resguardaran la ciudad, pues temía que Mashtla fuera a hacer algo en contra de Chimalpopoca. Con lo que no contaba Izcóatl, era que Mashtla tenía otro plan. El fin de asistir a la boda era que sus concubinas conocieran a la joven esposa de Chimalpopoca y se presentaran ante ella de la manera más amigable. La segunda parte del plan la orquestarían veintenas más adelante. Esa tarde, todo fue dicha y placer. Esa noche, los recién casados entraron a la alcoba donde debían permanecer en oración por cuatro días, pero eso no ocurrió: Chimalpopoca y Matlalatzin rompieron el reglamento y se entregaron a la pasión… y las noches y veintenas siguientes… sin descanso… Pero el gobierno debía continuar. Izcóatl trabajaba todos los días ininterrumpidamente, mientras que Chimalpopoca se aparecía de vez en cuando en el palacio de Tenochtítlan sólo para exigir cuentas. También aprovechaba para cancelar proyectos sin siquiera estudiarlos. En una ocasión, Izcóatl sugirió la construcción de una calzada de Tlacopan a Tenochtítlan. «¿De qué hablas?», preguntó Chimalpopoca con duda. En realidad, no le había puesto atención. «Hablo de construir un camino fijo sobre el lago», explicó Izcóatl. «¿Un puente colgante?», preguntó Chimalpopoca. «No. Un camino con cimientos hasta el fondo del lago», explicó Izcóatl. Chimalpopoca lo ignoró, pues lo consideró una idea tonta. Los ministros y consejeros de Teshcuco ya le habían llenado la cabeza de basura. Le decían que Izcóatl se quería apropiar de Tenochtítlan y que muy pronto lo iba a desconocer como meshícatl tecutli. Le recomendaron que lo destituyera. «Pero mi abuelo dice que…», intentó justificarse, porque en el fondo sabía que lo necesitaba. Los ministros le recordaron que Tezozómoc ya estaba muy viejo y que moriría en cualquier momento. «Si Izcóatl sigue al frente de Tenochtítlan, cuando su abuelo muera, su tío se autoproclamará tlatoani», le advirtieron. Como resultado, un día Chimalpopoca le dijo a Izcóatl que sentía que no lo respetaba. El tlatoani interino le explicó que no era así. Entonces, Chimalpopoca lo destituyó. Izcóatl trató de convencerlo, no por ambición, sino porque sabía que su sobrino no sería capaz de gobernar solo. El meshícatl tecutli no estaba dispuesto a escucharlo a él ni a nadie. Tenía días con la cabeza hecha una hoguera. Siete días atrás, en ausencia de Chimalpopoca, llegaron las concubinas de Mashtla para invitar a Matlalatzin al palacio de Coyohuácan, una práctica común entre las mujeres de la nobleza. Cuando el tlatoani regresó al palacio de Teshcuco, les preguntó a los sirvientes dónde estaba su esposa y ellos le respondieron que había ido a Coyohuácan, mas no le informaron que las concubinas de Mashtla fueron a verla y que habían insistido en que fuera con ellas a aquella ciudad del sur. Esa tarde, Chimalpopoca conoció el infierno de los celos. Imaginó todas las estupideces posibles. Esa noche le reclamó a Matlalatzin por haber ido a Coyohuácan. Insinuó que lo había estado engañando. Entonces, estalló en llanto y a gritos le contó que las concubinas de Mashtla habían ido por ella a Teshcuco, la llevaron a Coyohuácan con mentiras y que, al llegar a la sala principal, la dejaron sola con Mashtla, quien minutos más tarde la violó. El tlatoani no supo cómo responder. No se atrevió a llorar, mucho menos a consolar a su mujer. Salió del palacio y permaneció en soledad por el resto de la noche. Tenía ganas de matar a Mashtla, pero también sabía que no sería fácil. Le quedaba claro que su abuelo no lo sancionaría, como no lo había hecho cuando asesinó a su hermano recién nacido. Por mucho que padre e hijo se detestaran, Tezozómoc jamás se había atrevido a castigar a Mashtla por sus delitos. Aun así, el meshícatl tecutli hizo el intento y acudió al palacio de Azcapotzalco para hablar con su abuelo. Para su mala fortuna, Mashtla se encontraba ahí. No fue necesario cruzar palabras. El tecutli de Coyohuácan le sonrió con cinismo. Chimalpopoca lo miró con rabia y se regresó a Teshcuco, donde se encontró con Matlalatzin: «¿Qué te dijo Tezozómoc?», preguntó la joven esposa. Chimalpopoca le respondió que no hubo oportunidad de hablar de lo que Mashtla le había hecho a ella ya que su abuelo tenía asuntos de gobierno más importantes que atender. «¡Más importantes!», le gritó Matlalatzin enfurecida: «¡Eres un cobarde mediocre!». El tlatoani meshíca buscó el consejo de su tío Tayatzin, sin contarle lo que Mashtla le hizo a su esposa. Si bien Tayatzin era extremadamente pasivo, también era muy inteligente y cauteloso. Inmediatamente se dio cuenta de que algo muy malo había hecho su hermano. Su primera reacción fue aconsejarle a su sobrino que no hiciera nada de lo que pudiera arrepentirse. Chimalpopoca no atendió su consejo. Se emborrachó, fue a Tenochtítlan y ordenó que reunieran a los mejores soldados porque iban a matar a Mashtla. Los consejeros fueron en busca del destituido tlatoani interino para que calmara a su sobrino, quien no estaba dispuesto a entrar en razón. Izcóatl llegó justo antes de que Chimalpopoca saliera rumbo a Coyohuácan. «Tú no eres nadie para decirme lo que puedo o no puedo hacer. Yo soy el meshícatl tecutli». Izcóatl optó por no entrar en una discusión sin fondo y le dio un duro golpe en la quijada. Chimalpopoca cayó inconsciente al piso y despertó a la mañana siguiente con un severo moretón y un fuerte dolor en la mandíbula. Izcóatl se encontraba sentado junto a él. Chimalpopoca recordó inmediatamente lo ocurrido la tarde anterior y, en un berrinche beligerante, mandó llamar a los soldados para que arrestaran a su tío, a quien esa misma tarde sentenció a muerte por haber golpeado al tlatoani. Sin duda un delito que las leyes tenían contemplado y condenado. Los tecpantlacátin, «ministros», y nenonotzaleque, «consejeros», se apresuraron a enviar una embajada a Azcapotzalco para que Tezozómoc detuviera a su nieto. Mientras llegaba el auxilio de Azcapotzalco, los miembros de Consejo intentaron convencer a Chimalpopoca de que no sentenciara a muerte a su tío. «Todo demuestra que no lo hizo para dañarlo, mi señor —dijo el anciano Totepehua—, sino para salvarle la vida, pues en las condiciones en las que se encontraba no lograría su objetivo, por el contrario, Mashtla lo habría matado». También intervinieron Tlacaélel e Ilhuicamina. Finalmente, Chimalpopoca aceptó, pero dejó preso a su tío. Más tarde llegó un embajador de Azcapotzalco con un mensaje de Tezozómoc, quien ordenaba que su nieto se presentara ante él antes de que oscureciera. Chimalpopoca sabía los motivos y obedeció. Entonces vivió por primera vez un regaño de su abuelo, quien lo había consentido toda la vida. Por si fuera poco, al regresar a Teshcuco, Matlalatzin también lo regañó: «Eres un idiota por haber intentado matar a tu tío, quien lo único que ha hecho es cuidarte». Chimalpopoca le respondió que los ministros de Teshcuco le informaron que él planeaba usurpar el tecúyotl de Tenochtítlan. Matlalatzin le dijo, aún más enojada, que era más imbécil por no darse cuenta de que los ministros de Teshcuco querían que él se preocupara por Tenochtítlan y los dejara gobernar a sus anchas o, mejor todavía, que se largara. Izcóatl fue liberado y volvió a ser tlatoani interino de Tenochtítlan por órdenes de Tezozómoc.

—Usted tenía más razones que Tlacaélel para matar a su sobrino —acusa el sacerdote Tlalitecutli en medio de la sala principal del palacio de Tenochtítlan.

—Totepehua me lo advirtió —continúa el tlatoani Izcóatl mirando a Tlacaélel—. Me dijo que me cuidara de ti.

—Las decisiones que tomamos hoy en el Consejo fueron por el bien de la ciudad isla —interrumpe Tlacaélel.

—Ahora lo entiendo todo. —Izcóatl camina hacia su sobrino—. Esos seis yaoquizque a los que acusó la bruja Tliyamanitzin de haber asesinado a Oquitzin estaban a cargo de Moshotzin, quien era uno de tus hombres más leales. Tú ordenaste que mataran a Oquitzin.

—No sé de qué hablas —se defiende Tlacaélel con indiferencia—. Creo que has bebido demasiado.

—Oquitzin estaba investigando la muerte de Matlalatzin. Y tú lo mandaste asesinar para que no me informara lo que ya había descubierto. ¿Y qué otra cosa pudo haber descubierto si no que tú mandaste matar a la esposa de Chimalpopoca?

—Estás enojado —insiste Tlacaélel con tranquilidad—. Lo mejor será que vayas a descansar. Mañana tenemos mucho trabajo que hacer.

—Tú no me vas a decir lo que tengo que hacer. —Izcóatl mira con furia a su sobrino. Luego, se dirige a los miembros del Consejo—. ¿No se dan cuenta de lo que acaban de hacer? ¿Eligieron al peor de los candidatos para el Consejo? ¡Este hombre es un hipócrita! ¡Un manipulador! ¡Los engañó a todos!

—Mi señor. —El Tláloc tlamacazqui Azayoltzin se acerca pacíficamente al tlatoani—. Creo que lo mejor será que suspendamos esta reunión por hoy, y mañana, con más calma, retomemos nuestras labores.

—Yo opino lo mismo. —El teopishqui Tochtzin da unos pasos al frente—. Hoy tuvimos demasiados asuntos importantes y tenemos que analizarlos.

—Ustedes son un par de traidores —les responde Izcóatl al mismo tiempo que los señala con el dedo índice.

—Mi señor, le ruego que cuide sus palabras. —El sacerdote Tlalitecutli alza la cabeza con arrogancia—. Nosotros sólo estamos para servirle. Por lo tanto, merecemos respeto.

—Hipócritas… —Baja la cabeza a manera de lamento.

—Vámonos. —El sacerdote Yohualatónac toma del brazo al tlatoani.

—Mi señor, no diga nada de lo que se pueda arrepentir mañana. —El teopishqui Cuauhtlishtli se acerca al tlatoani y lo toma del otro brazo.

Los tres salen de la sala. De pronto, el tlatoani los detiene:

—¿Y yo por qué me tengo que salir? —Se da media vuelta y regresa a la sala principal del palacio—. ¡Yo soy el tlatoani! ¡Largo! ¡Todos! ¡Fuera!

Los ministros y consejeros salen muy enfadados de la sala, excepto Yohualatónac y Cuauhtlishtli, quienes permanecen para acompañar al tlatoani, el cual se sienta en el tlatocaicpali44 y dirige la mirada al piso con tristeza. Sus ojos enrojecen. Aprieta los labios y deja escapar una lágrima.

—Tlacaélel mató a Chimalpopoca y a su noconeuh, «hijo», Teuctléhuac

—¿Está seguro de lo que dice, mi señor? —pregunta confundido Yohualatónac.

—¿Recuerdan qué ocurrió la noche en que secuestraron a Chimalpopoca y a su hijo Teuctléhuac?

Los dos consejeros se muestran dudosos. Aquella noche, mientras el tlatoani Chimalpopoca y su hijo Teuctléhuac eran secuestrados, ellos se hallaban dormidos. Se enteraron hasta la madrugada.

—No hubo ningún ruido extraño. Nadie vio nada. Nos dimos cuenta porque Matlalatzin nos mandó llamar, pues Chimalpopoca nunca llegó a dormir y eso la alertó a ella. Supimos que mi sobrino estaba preso en Azcapotzalco por nuestros informantes, pero nadie en la ciudad vio cuándo se lo llevaron. Los soldados de Mashtla no podían entrar a la isla porque teníamos a nuestros regimientos vigilando toda la ciudad. La única forma en que podían secuestrar al tlatoani, sin que nadie se diera cuenta, era que lo sacaran los mismos soldados de Tenochtítlan. Esos traidores entregaron a Chimalpopoca y a su hijo Teuctléhuac con Mashtla. Días después, su esposa comenzó a hacer demasiadas preguntas a los yaoquizque que habían hecho guardia esa noche. Entonces Matlalatzin amaneció muerta a la orilla del lago, con una flecha en la garganta. Concluidas las celebraciones de mi nombramiento como meshícatl tecutli, nombré a Oquitzin como nuevo tlacochcálcatl y le ordené que investigara la muerte de Matlalatzin. Algo descubrió Oquitzin, pues los mismos soldados que secuestraron a Chimalpopoca y a su hijo Teuctléhuac lo atacaron de noche, pero no se percataron de que la bruja Tliyamanitzin lo había visto todo y que ella misma trataría de salvarle la vida a Oquitzin, a quien habían dejado desangrándose en la calle. Luego, Tliyamanitzin nos trajo el cadáver de Oquitzin y culpó de su muerte a los seis soldados que hicieron guardia la noche en que Chimalpopoca y su hijo Teuctléhuac fueron secuestrados y que estaban parados justo ahí. —Izcóatl señaló la entrada de la sala—. Ustedes vieron cuando esos seis yaoquizque sacaron sus macuahuitles y nos atacaron. Cuatro de ellos murieron en combate y a los otros dos los encarcelamos, pero alguien los asesinó días después dentro de las cárceles.

—¿Tiene pruebas? —pregunta Cuauhtlishtli, aún de pie, como si estuviera haciendo guardia.

—¿Piensas que estoy mintiendo? —Izcóatl lo mira con desconfianza al mismo tiempo que se quita el copili, un tocado cónico con apariencia de mitra, con un disco dorado en la parte delantera, mitad azul y mitad amarillo, adornado con oro en la frente y plumas de quetzal ceñidas en la base.

—No. —Alza las cejas con algo de temor—. Sólo que lo que nos acaba de contar es… —Se queda pensativo.

—Muy extraño —agrega Yohualatónac en tono sereno.

—Lo sé. Es difícil de creer. Más aun tratándose de Tlacaélel, que siempre ha sido muy cauteloso con lo que dice y hace. Siempre tan callado, discreto, obediente y respetuoso. Es difícil imaginar la maldad en alguien así. Desde que era niño se ganó la fama de buena persona. Me atrevería a decir que de ingenuo. Nadie desconfiaba de él. Y tampoco esperaban nada de él. Tal vez ése haya sido su plan desde entonces: lograr que nadie esperara nada de él, para no levantar sospechas. Nadie le teme a los imbéciles. Y Tlacaélel logró pasar como un idiota toda su vida. Sabe manipular a las personas.

—¿Y por qué querría matar a Chimalpopoca y a su hijo Teuctlehuac? —pregunta Yohualatónac intrigado.

—Porque Chimalpopoca era nieto y Matlalatzin era bisnieta de Tezozómoc, y su hijo Teuctlehuac habría extendido el linaje tepaneca en Tenochtítlan y, con ello, se habría extinguido la téucyotl meshíca.

42 De acuerdo con Alvarado Tezozómoc, el hijo de Chimalpopoca se llamaba Teuctlehuac, sin embargo, otras fuentes secundarias lo llaman Xilhuitlémoc.

43 Además de Chimalpopoca, Tlacaélel y Motecuzoma Ilhuicamina, el tlatoani Huitzilíhuitl tuvo seis hijos más con otras concubinas, llamados Huehuezácan, Citlalcóatl, Aztecóatl, Axicyotzin, Cuauhtzitzimitzin y Xicónoc, quienes, según Alvarado Tezozómoc, también participaron en la guerra contra Azcapotzalco.

44 Generalmente, escrito tlatocaicpalli, «asiento real o trono», aunque en algunas fuentes también puede leerse tlatocatzatzazicpalli y tepotzoicpalli. El tlatocaicpali era un asiento hecho de mimbre, en forma de L, es decir, asiento y respaldo, pero sin patas o bases que lo mantuvieran elevado del piso.