¿Judíos clásicos?
¿Qué iba a ser? ¿El desnudo o la palabra? ¿Dios como belleza o Dios como escritura? ¿Una divinidad invisible o la contemplación de un cuerpo perfecto? Por lo que respecta a Matthew Arnold, los helenos y los hebreos eran como el agua y el aceite.1 Los dos eran «augustos» y, cada uno a su manera, «admirables», pero no se mezclaban. Los griegos perseguían la autorrealización; los judíos pugnaban por la autoconquista. «Sé obediente», era la máxima suprema del judaísmo; «sé fiel a tu naturaleza», era lo que le importaba al griego. Pero la pretensión de neutralidad de Arnold no era convincente. ¿Quién querría vivir esperando la próxima descarga de fuego y azufre cuando uno se podía dedicar a la búsqueda del placer y de la luz?
Edúcate en la tradición clásica y creerás que Europa comienza con la derrota de los invasores persas contada por Heródoto. Edúcate como judío y una parte de ti querrá que ganen los persas. Al fin y al cabo, habían sido los restauradores de Jerusalén; Ester había llegado a ser su reina; ¿cómo podían ser malos? El malvado, Amán, que quería quitar de en medio a los judíos, seguramente era un monstruo estrambótico que recibió su merecido de manos del rey de los persas. Por otro lado, según 1 Macabeos, el rey Antíoco IV Epífanes, de la dinastía griega de los seléucidas —que arrojaba a los niños que estaban circuncidados desde lo alto de las murallas de Jerusalén, junto con sus madres—, era aparentemente igual que su cultura. El enemigo era el helenismo, en igual medida que aquel monarca enloquecido. Macabeos es incluso más sensacionalista al enumerar las atrocidades de los griegos. Los que respetaban clandestinamente el sabbat eran quemados vivos en las cavernas en las que se ocultaban. El historiador judío Flavio Josefo hace hincapié en su sadismo dando detalles todavía más horripilantes. Los que persistían en la observancia de los mandamientos, dice, «eran azotados con varas y sus cuerpos descuartizados y crucificados cuando todavía estaban vivos y respiraban».2
Lo que odiaban los griegos (según esta tesis) era la obstinación de los judíos por su diferencia, marcada por el corte realizado en su miembro viril, el descanso que hacían durante la semana, las restricciones que imponían a su dieta, la unicidad que atribuían a su divinidad sin rostro, eternamente enojada, y su exasperante negativa a ser como todo el mundo. La filosofía griega daba por supuesta la existencia de verdades universales susceptibles de ser descubiertas; la sabiduría judía parecía que era el tesoro particular de una cultura cerrada a cal y canto. Los templos griegos, construidos según los principios de la armonía cósmica, estaban diseñados para atraer a la gente; el Templo de Jerusalén estaba cerrado a los «extranjeros». La escultura y los monumentos griegos se suponía que sobrevivirían a los estados que los erigían. La Torá se suponía que sobreviviría a la arquitectura. Para los griegos, era en el culto a la naturaleza, especialmente la naturaleza salvaje, donde cabía encontrar el éxtasis. Para los judíos, los bosques sagrados eran lugares donde uno se perdía en medio de la abominación pagana. Lo que estaba en el fondo de los cultos dionisíacos era la enajenación extática de los sentidos. En la tradición judaica, era al beber mucho cuando sucedían cosas malas: Noé se embriaga y se queda dormido en su tienda, donde su hijo Cam lo ve desnudo; los israelitas desobedientes danzan enloquecidamente en torno al becerro de oro. Embriagarse en medio de la vegetación era lo peor de todo, así que cuando Antíoco obligaba a los judíos a rendir culto a Baco con procesiones «coronados de hiedra», como dice el autor de 2 Macabeos, significaba que el culto griego a la naturaleza salvaje desplazaba a la obligación que tenían los israelitas de dominarla.
Un judío helenístico, por tanto, constituía un oxímoron. Excepto que no lo era; al menos no para innumerables judíos, desde Cirenaica, en Libia, hasta la gran metrópolis de Alejandría, Judea, Galilea y más allá incluso, hasta las islas del Mediterráneo oriental. Durante los doscientos años aproximadamente transcurridos entre las conquistas de Alejandro Magno en el siglo IV a. e. c. y la dominación romana, la idea de que la cultura griega y la judaica eran excluyentes habría parecido chocante, cuando no disparatada. Para todo aquel montón de gente, el helenismo y el judaísmo no eran ni mucho menos incompatibles. Su manera de vivir ejemplificaba de hecho todo lo contrario, convergencia no forzada y coexistencia espontánea (si no apacible). Antes del descubrimiento de los Manuscritos del Mar Muerto en 1947 y del amuleto de plata de Ketef Hinnom en 1979, el texto hebreo íntegro más antiguo que se conocía (hallado en 1898) procedía de la región helenizada de El Fayum, en el curso medio del Nilo, en la actualidad datado con toda seguridad a mediados del siglo II a. e. c. Se trata de unos Diez Mandamientos escritos en papiro (en un orden ligeramente distinto del que conocen hoy día judíos y cristianos), junto con la oración de afirmación diaria, el shemá. El Talmud da a entender que en otro tiempo era habitual leer el Decálogo antes de recitar el shemá, de modo que el papiro ha conservado milagrosamente la rutina diaria de un judío egipcio practicante que vivía en un mundo intensamente helenizado y que, a pesar de ello, mantenía sin dificultad los hábitos que definían su identidad religiosa.
En las ciudades de la región de El Fayum, vivir una vida bajo la ley grecoegipcia y la prescrita por la Torá (a menudo leída en su traducción al griego, los Setenta) no solía suponer problema alguno, ni para los Ioudaioí ni para sus vecinos gentiles. Se ha conservado un rico archivo de papiros procedente de Heracleópolis, al sur de El Cairo —donde, como en otros lugares, los judíos constituían un políteuma autónomo—, que revela que, si bien tenían derecho a usar la ley de la Torá en materia de matrimonios, divorcios y contratos de préstamos, solo lo hacían cuando era probable que les conviniera. Por lo general llevaban sus asuntos cotidianos según la ley grecorromana-egipcia de la zona. Según esa ley, las mujeres tenían derecho a poseer bienes y reclamar su dote en el momento de la disolución del matrimonio (como en Elefantina), y los prestamistas podían cobrar los elevados tipos de interés (de hasta el 20 por ciento) habituales en la zona del Nilo.
Pero cuando a los judíos egipcios les convenía invocar la ley de la Torá para reforzar su causa, lo hacían. Por ejemplo, Petón, hijo de un judío llamado Filóxenes, apeló al jefe de la policía local, Ctesias, contra lo que, según él, era un intento de extorsión por querer cobrarle dos veces la renta de unas tierras tomadas en arriendo a la corona. Cuando tuvo que defenderse ante las autoridades religiosas locales, supo exactamente qué pasaje de la Torá invocar contra la confiscación de ciertas propiedades (por ejemplo, que no lo despojaran de su túnica) como garantía colateral del pago.3
Estos eran judíos que hablaban el griego común (koiné) como lengua diaria y que se llamaban Demetrio, Arsínoe (como la esposa de Ptolomeo), Heráclides y Aristóbulo. Los Jacob se convirtieron en Jacubi y los Josué, en Jasón, y eran muchos los judíos que llevaban por nombre Apolonio. Algunos tenían nombres griegos que invocaban al único Dios Todopoderoso, como, por ejemplo, Doroteo. El rey de la dinastía de los asmoneos que gobernó el estado judío territorialmente más extenso que hubo nunca se llamaba Alejandro. Se vestían de un modo que no permitía distinguirlos del resto de los ciudadanos de los imperios griegos, y vivían en ciudades como Antioquía o Alejandría, donde (al menos en este segundo caso) se dice que constituían una tercera parte de la población.
Fue el mundo judeo-helenístico el que inventó la sinagoga, aunque esta se llamó casi siempre proseuché. Originalmente el término significaba «asamblea» o «congregación» (para la lectura de la Torá, no para la oración), pero acabó designando los propios edificios creados para satisfacer las necesidades de los judíos que vivían lejos de Jerusalén. Había proseuchaí en Cirenaica, en las ciudades egipcias de Crocodópolis, Esquedia y Alejandría, en Esparta, en Sardes —la gran ciudad comercial de Lidia— y en las islas de Chipre, Cos y Rodas. Una de las sinagogas más antiguas de Delos era tan parecida a una villa que durante mucho tiempo se supuso que era precisamente eso, y puede que en realidad fuera convertida en una casa de campo para uso privado.
Casi siempre eran construidas en el estilo que inmediatamente reconoceríamos como el de un templo griego clásico: pórticos con frontones, entablamentos, filas de columnatas y ricos pavimentos decorativos de mosaico. En algunos textos judíos, incluido el Talmud, a veces se las llama «basílicas», y en la fachada de algunas de ellas había inscripciones que proclamaban que estaban dedicadas al Theós Hypsistós, traducción literal del hebreo El Elyon, el Dios Altísimo.4 Tenían autoridades de la sinagoga (un archisynagogós), que se vestían con gran suntuosidad, sacristanes (el chazzan, que todavía no era un cantor), guardianes y, llegado el caso, sus propios agentes de seguridad, encargados de localizar a los que cometían infracciones. En Alejandría acogían y daban alojamiento a los judíos procedentes de otros lugares del mundo hebreo, ya muy disperso, y muchas proseuchaí gozaban del insólito y valiosísimo derecho de asilo. Algunas añadían una exedra como sala adicional de reunión. Todas necesitaban tener agua corriente para la purificación ritual, además de para la comodidad de los que se alojaban en ellas. Y, en vista de los cementerios judíos de Egipto, es probable que ayudaran en los entierros. En muchos de estos aspectos —con la excepción de que ninguna de ellas segregaba los sexos y de su arraigada afición a los pavimentos de mosaico—, la sinagoga original greco-judía puede reconocerse como el prototipo de la nuestra. (Un historiador deducía de una descripción de la Gran Sinagoga de Alejandría, que agrupaba a los miembros de la congregación por su oficio y su ocupación, que debía de ser más una plaza de mercado que un lugar de santidad, diferenciación que pone de manifiesto un ingenuo desconocimiento de la shul moderna.)
Aquella era una cultura en la que los judíos podían escribir poesía, filosofía o dramas, y de hecho crearon obras de ese estilo (como la Exagogé, la versión de la salida de Egipto escrita por «Ezequiel», que incluye un sueño en el que, sorprendentemente, el trono celestial de Dios queda vacante para que lo ocupe Moisés). Los judíos escribieron historia, por así decirlo, y los relatos de ficción que algunos especialistas llaman las primeras «novelas» griegas. Toda esta actividad literaria se llevaba a cabo sin perder la fidelidad a los ritos y las leyes distintivas que hacían judíos a sus autores; de hecho, esas formas griegas se convirtieron en el vehículo a través del cual expresaron su judaísmo. Los últimos libros que serían incluidos en el canon bíblico reflejan en parte ese carácter híbrido. El Eclesiastés es un «Libro Sapiencial» que debe mucho a la literatura proverbial perso-babilónica, pero a veces puede sonar casi como la obra de un filósofo epicúreo («No seas demasiado justo ni seas sabio en exceso; ¿por qué habrás de destruirte?»), lo mismo que los libros apócrifos, como el de la Sabiduría de Jesús, hijo de Sirac. Ambas obras tienen el tono de la literatura griega, aunque lo que enseñan es la trascendencia de las materias base del reino terrenal.
Toda esta cultura de fusión fue posible en el mundo egipcio-helénico de los ptolomeos y del imperio de los seléucidas en el nordeste de Siria, porque los monarcas de ambos reinos continuaron la política persa de tolerancia y subvención de las religiones locales. De hecho, las luchas intestinas entre los diádocos —los ptolomeos y los seléucidas que se disputaban la sucesión de Alejandro Magno— a menudo los llevaron a competir por la fidelidad de la población de Judea, estratégicamente situada entre sus respectivos reinos. Puede que Antíoco IV Epífanes cometiera todas las atrocidades reseñadas en los libros de los Macabeos y en Antigüedades de los judíos de Flavio Josefo, escrito dos siglos después, pero tanto él como el que fuera de los ptolomeos que ordenó que los judíos de Alejandría fueran pisoteados en el hipódromo por unos elefantes de guerra enfurecidos fueron la excepción, no la regla. No hubo nada en la conducta de Antíoco III, el primer seléucida que gobernó en Palestina, que indique intolerancia, y mucho menos persecución. E incluso Antíoco IV, derrotado y moribundo en no sé qué montes de Asia Menor, según dice el autor de 2 Macabeos, se arrepintió en el lecho de muerte y ordenó que su gobierno volviera a dispensar su protección al Templo de los judíos y a concederles una exención fiscal. El soberano griego aceptaría de nuevo la autonomía de las leyes y las tradiciones religiosas de los judíos, y su líder, el asmoneo Jonatán, en un gesto de sumisión formal implícita, recibiría la dignidad de sumo sacerdote de manos del soberano seléucida.
Aunque el mundo judío y el mundo clásico (tanto griego como romano) acabarían enzarzados en un conflicto sangriento y catastrófico, que culminó en la aniquilación de Jerusalén por los romanos, los judíos nunca dieron por sentado que ambas culturas fueran tan hostiles la una con la otra que el apocalipsis sería tan solo cuestión de tiempo. Lo cierto es que sucedió casi lo contrario. Prácticamente desde el comienzo de su experiencia de la hegemonía del mundo griego, los judíos quisieron creer que tenían muchas cosas en común. En la mente de muchos de sus escritores y filósofos, el judaísmo era la raíz antigua y el helenismo, el árbol nuevo. Zeus era solo una versión pagana de YHWH el Altísimo, y Moisés era el legislador moral del que habían surgido originalmente todas las reglamentaciones éticas. El judío Aristóbulo de Paneas, autor de mediados del siglo II a. e. c., pretendía que sus lectores creyeran que Platón había estudiado minuciosamente la Torá y que Pitágoras debía su teorema a la antigua ciencia judía. Dado este tronco común de saberes, debió de parecer fundamentalmente posible que los dos mundos se entendieran el uno al otro.
En gran medida, se trataba de una pasión unilateral. Antes de las conquistas de Alejandro, los griegos debieron de conocer a judíos que eran mercenarios igual que ellos en Elefantina, o que prestaban servicios como soldados para oficiales del reino de Judá en fortalezas costeras como Mazad Hashavyahu a finales del reinado de Josías, en el siglo VII a. e. c. Es una realidad —aunque para las sensibilidades modernas resulte sorprendente— que, para gran parte del mundo antiguo al oeste de Babilonia, los judíos debían de ser conocidos sobre todo como lanceros al servicio del mejor postor. Pero en la literatura antigua hay atisbos ocasionales de otro tipo de curiosidad de los primeros griegos por los judíos como descubridores y conservadores de la sabiduría oriental antigua. En el siglo XIX, el erudito Jacob Bernays —hijo de un destacado rabino de Hamburgo, famoso por su fervor, y tío de la esposa de Sigmund Freud, Martha— fue el primero en fijarse en que el mejor discípulo de Aristóteles y su sucesor al frente de la escuela peripatética, Teofrasto de Éreso, había expresado su fascinación por los judíos, a los que caracterizaba como un subgrupo de «sirios». En su libro Sobre la piedad, Teofrasto caracterizaba a los judíos como «filósofos de nacimiento» (frase que debió de hacer feliz a Jacob Bernays) que «hablan constantemente unos con otros sobre la divinidad, y que por la noche observan los astros, mirándolos e invocando a Dios en oración».5 Pese a que, dejándose llevar por su fantasía, Teofrasto llegaba a afirmar que los judíos realizaban sacrificios humanos, untando repetidamente de miel y vino el cuerpo de la víctima mientras iba asándose, los judíos no perdieron del todo su primitiva reputación de custodios de la cosmología y la adivinación antiguas. Esa fama hacía de ellos los guardianes de una sabiduría oriental esotérica (aunque algunos griegos insistían en suponer que eran originarios de la India). Sin embargo, la mayoría de los escritores judíos del mundo clásico presentaban su religión como un conjunto de ética, historia y profecía a un tiempo, y todo ello tenía que llamar la atención de los imperios paganos, si sabían lo que les convenía.
Con esta actitud ligeramente autocomplaciente, Josefo recoge la anécdota legendaria de Alejandro Magno, que en 332 a. e. c., el año de sus campañas en Palestina y Egipto, se sintió tan conmovido por la piadosa humildad de los sacerdotes y el pueblo de Jerusalén que proclamó la unicidad de Dios.6 Carecemos de cualquier prueba contundente que demuestre que aquel año en que llevó a cabo su prolongado asedio a Tiro, Alejandro no fue a Jerusalén, pero parece realmente harto improbable que lo hiciera. No obstante, la descripción de Josefo debe de basarse en alguna medida en una tradición narrativa ya bien arraigada, y, como suele suceder cuando se aparta de la verdad documentada, el relato es muy brillante y vivo.
Josefo describe a los judíos de Jerusalén, agradecidos y fieles hasta el final al decadente imperio persa, temblando ante lo que imaginan que va a ser una terrible represalia macedonia. Pero su sumo sacerdote Jadua recibe en sueños la visita de Dios, que le dice que «tenga confianza, adorne la ciudad con flores y abra sus puertas». El pueblo debía congregarse ante el conquistador griego vestido con ropajes blancos en señal de humildad, mientras que él y los sacerdotes del Templo debían vestirse suntuosamente, como correspondía a su rango sagrado; una combinación de pureza y majestuosidad. ¿Cómo podían los griegos no dejarse vencer cuando la procesión triunfal de Alejandro se detiene en «un lugar llamado Safá, que significa “observatorio”»? Así pues, es al divisar las torres y las murallas de Jerusalén y el Templo en lo alto de su colina cuando el general victorioso se encuentra a la multitud vestida de blanco, a la cabeza de la cual va el sumo sacerdote engalanado de «rojo y púrpura con su tiara rematada por una plancha de oro que llevaba escrito el tetragrámaton del nombre de Dios». Intercambio de saludos. Alejandro afirma de forma harto improbable que «adora» a aquel Dios, pues, como explica a su sorprendido asistente, también él había tenido un sueño en el que el sumo sacerdote, vestido exactamente de esa manera, concedía la bendición divina a su victoria sobre los persas. Alejandro entonces «estrecha la diestra del sacerdote» y hace un sacrificio a YHWH «siguiendo las instrucciones del sumo sacerdote». Al día siguiente le muestran el libro de Daniel (una pequeña trampa, pues en 332 a. e. c. todavía no había sido escrito), que profetiza su triunfo, y agradece la confianza concediéndoles, como harían todos los buenos gobernantes griegos, el uso de «las leyes de sus antepasados». Alejandro perdona el pago de tributos todos los años sabáticos y promete (pensando en lo buenos que eran los judíos como soldados) que los que se unan a su ejército vivirán sin que nadie los moleste a causa de sus tradiciones.7
Pero este halago a la superioridad de la sabiduría judía no es nada comparado con otra anécdota en la que un gobernante griego se convierte en un admirador tan ferviente del judaísmo que dispensa todo tipo de honores a sus guardianes. La Carta de Aristeas es un drama acerca de un libro (o, mejor dicho, acerca del Libro). Escrita en el siglo II a. e. c. pretende ser el relato, contado por el jefe de la guardia y alto consejero de Ptolomeo II Filadelfo, de cómo la Biblia hebrea fue traducida al griego en Alejandría. Josefo nos ofrece una versión abreviada de este mismo episodio en sus Antigüedades, pero el manuscrito original era lo suficientemente importante como para sobrevivir al menos en veinte copias hasta comienzos de la era cristiana, cuando esta traducción griega de la Biblia hebrea, los denominados Setenta, fue considerada, a todos los efectos, el texto definitivo de lo que pasó a llamarse «Antiguo Testamento».
Los rabinos que crearon la Misná y el Talmud varios siglos después no encontraron motivo alguno para fijarse en la Carta de Aristeas. Los Setenta era una Biblia cristiana; la suya había sido devuelta al hebreo. La Carta de Aristeas, en la que los griegos y los judíos elogian a la vez la sabiduría de la Biblia, habría chocado con las pretensiones rabínicas de que la Torá era una posesión exclusivamente judía. Los especialistas modernos han pensado que la Carta, con su idilio de armonía intercultural, quizá estuviera motivada por la necesidad de defender el judaísmo de las calumnias egipcias que de vez en cuando ponían en verdadero peligro a la comunidad de Alejandría. Al implorar a los sacerdotes y escribas de Jerusalén que vayan a Alejandría a hacer la traducción, el rey da una nota de sensatez muy improbable: «Si alguna vez tu pueblo ha recibido daño debido a las pasiones de la muchedumbre, ya lo he resarcido». En su mayor parte la Carta está escrita como si la comprensión mutua y la comunión de intereses de griegos y judíos fueran lo más natural del mundo. Así pues, el promotor de toda la empresa, el bibliotecario real de Alejandría, Demetrio de Falero, le dice a Ptolomeo: «Me ha costado trabajo descubrir que el dios que les dio la ley es el mismo que mantiene tu reino … [Los judíos] adoran al mismo dios, el Señor y Creador del universo, aunque nosotros lo llamamos con nombres diferentes, como Zeus … Es el único por el cual todas las cosas están dotadas de vida». Aunque había algunos detalles que parecían situar a los judíos aparte —la mezuzá, el volumen en miniatura colocado en las jambas de las puertas y la filacteria o tefillin del brazo, que contienen la oración diaria en alabanza del único Dios y algunos pasajes de las leyes de la Torá (la primera mención que se hace de ambos objetos en las fuentes)—, eran simples recordatorios encargados de avisar a los devotos de YHWH de que nunca se olvidaran de la presencia de ese Dios ni de sus doctrinas.8
El verdadero Aristeas, por supuesto, no tuvo nada que ver con la carta de ficción, pero su autor judío supo astutamente cómo encarnar las voces de los cortesanos y los eruditos helenos para persuadir a los judíos alejandrinos de lengua griega de que existía efectivamente un encaje entre la Torá y la filosofía griega. Resultó muy conveniente que, durante más de un siglo después de las conquistas de Alejandro, los ptolomeos reinaran en Judea además de Egipto, de modo que resultaba perfectamente verosímil que el rey enviara una misión exploratoria a la ciudad de Jerusalén para convencer al sumo sacerdote de que fuera a Alejandría con su caterva de traductores en fila.
La familiaridad de los legados griegos con las maravillas de la Jerusalén judía empieza casi en cuanto llegan. Una vez efectuada la visita a las obras hidráulicas, Demetrio y Aristeas manifiestan su asombro ante las «maravillosas e indescriptibles cisternas subterráneas» que recogían la sangre de los sacrificios del Templo, pero que además almacenaban agua potable no contaminada para la población. ¡Cuánta historia clásica puede escribirse sobre las cañerías!
Es también probable que las vestimentas abigarradas impresionaran a los griegos. Eleazar, el sumo sacerdote, va engalanado tan majestuosamente como cualquier potentado; de su túnica cuelgan cascabeles de oro, que producen un delicado y peculiar tintineo cada vez que se mueve. El manto está salpicado de granadas (cuyas 613 semillas se decía que representaban los mandamientos de la Torá), y en su pectoral de oro lleva incrustado en piedras preciosas «el oráculo de Dios». Setecientos sacerdotes ejercen sus funciones en el Templo con la máxima gravedad, silencio y decoro. Menos mal, pues, que la mesa triangular ricamente decorada que Ptolomeo envía al Templo como incentivo es una obra maestra astutamente calculada de estilo híbrido greco-judío. Lleva representada una cenefa en forma de soga de una factura maravillosa, pero además incluye —¿qué otra cosa podía ser?— una greca —la esencia de Grecia trasladada a Jerusalén— con incrustaciones de rubíes, esmeraldas, ónice, cristal de roca y ámbar. Las patas están talladas en forma de lirios y acantos.
¿Cómo iban a declinar la invitación del rey? Eleazar y setenta y dos escribas, seis por cada una de las tribus de Israel, viajan a Alejandría y son colmados de cumplidos y regalos por el rey, que los recibe con la mayor reverencia y los aloja en unos elegantes aposentos en la isla de Faros, unida a la ciudad por una calzada. Antes de ponerse a trabajar en la traducción en sus frescos aposentos, son invitados a un banquete de una semana de duración que acaba convirtiéndose en un simposio a la griega, aunque con platos kosher. El rey plantea cortésmente una serie de preguntas acerca de cómo se puede reinar mejor, o más bien cómo se puede vivir mejor, que reciben unas respuestas decididamente judías:
REY: ¿Qué es lo mejor para vivir bien?
ELEAZAR: Conocer a Dios.
REY: ¿Cómo soportar con ecuanimidad las vicisitudes de la vida?
ELEAZAR (En sus palabras se oyen ecos del Eclesiastés y de Jesús, hijo de Sirac): Hazte claramente a la idea de que todos los hombres están destinados por Dios a compartir los mayores males y los mayores bienes.
REY: ¿Cómo estar libre de temor?
ELEAZAR: Cuando la mente es consciente de no haber obrado mal.
REY: ¿Cuál es la peor negligencia?
ELEAZAR: Que un hombre no se ocupe de sus hijos o que no dedique todos sus esfuerzos a educarlos.
Hay, además, suficientes cuestiones tomadas del repertorio habitual de consejos políticos (ya Aristóteles había sido maestro de Alejandro) como para que no nos quepa la menor duda de que el pseudo-Aristeas conocía al dedillo todos los tópicos de los estoicos y epicúreos griegos:
REY: ¿En qué consiste la esencia de la realeza?
ELEAZAR: En dominarse a sí mismo y no dejarse arrastrar por la riqueza o la fama en pos de deseos inmoderados.
REY: ¿Cuál es el bien más preciado de un gobernante?
ELEAZAR: Amar a sus súbditos.
Y juntos pasan al ámbito de la investigación psicológica platónica:
REY: ¿Cómo puede uno dormir sin que nada le perturbe?
ELEAZAR: Me has hecho una pregunta bien difícil, pues lo cierto es que mientras dormimos no podemos apreciar las cosas por nosotros mismos, sino que dominan nuestra mente ilusiones absurdas. En nuestra alma tenemos la impresión de que vemos realmente lo que nos imaginamos, pero nos equivocamos; como cuando creemos que de verdad estamos navegando o volando por el aire.
Eso es precisamente lo que los lectores alejandrinos del pseudo-Aristeas debían de querer encontrar: la seguridad de que los judíos no solo estaban a la misma altura que los griegos en el plano intelectual, sino que en el repositorio de su venerable sabiduría podían encontrar algo que enseñar a los gentiles. En el tono de la Carta de Aristeas resuena un poderoso eco de que los judíos helenizados de Egipto querían ir más allá de una reputación de vetusta devoción a un «Dios, el Altísimo», abstracto, y demostrar la racionalidad de la Biblia como literatura sapiencial. De ahí el afán por insistir en que incluso sus minucias más desconcertantes —las leyes relativas a la dieta, por ejemplo— no son solo tabúes arbitrarios, o formas vulgares de controlar una plaga relacionada con «ratones y comadrejas». Antes bien, al prohibir las aves rapaces y carroñeras, como águilas y milanos, seguían el rechazo natural en el hombre a comer animales que ya se han comido a otros animales. Era mucho más sano consumir aves «puras» que se alimentan de grano, como «palomas, tórtolas, perdices, ocas y … [según el Levítico] langostas y saltamontes».9 «Todas las normas acerca de lo que nos está permitido en el caso de estos animales y aves las estableció con objeto de darnos una lección moral.» Y continúa diciendo, de un modo un tanto desconcertante: «Las normas relativas a los animales de pezuña partida en dos mitades se incluyen para enseñarnos a discernir en lo tocante a nuestras propias acciones». Con ese mismo espíritu de afirmar la sabiduría ética natural de la Torá, Eleazar indica que, mientras que otras naciones eran capaces de deshonrar incluso a sus madres e hijas, esas prácticas tan horribles —al igual que la cópula homosexual— estaban prohibidas para los judíos.10 (Esto último probablemente no les sentara demasiado bien a los helenos.) Ese mismo deseo compulsivo de dar un sentido griego a la Biblia llevó a «Demetrio el Numerólogo», lo más parecido que hubo a un historiador judeo-alejandrino, a someter las fantásticas genealogías y cronologías de la Biblia a un análisis lógico. ¿Era creíble que Jacob empezara a los setenta y siete años a engendrar doce hijos en siete años? Según los cálculos de Demetrio, desde luego que sí.
La combinación de sabiduría ancestral y crítica racional obra su magia. La caravana de traductores, a la que Ptolomeo va a saludar todas las mañanas antes de que empiecen a trabajar, termina su tarea en setenta y dos días (seis veces el número de las tribus de Israel, y el mismo número que el de los traductores), y son honrados por el rey, que, arrodillándose siete veces ante el Libro, proclama que es impensable (y posiblemente ilegal) cambiar ni una sola palabra. Pero, además, en esas creaciones literarias concebidas de un modo tan arbitrario, los soberanos egipcios están plegándose constantemente a la rectitud moral, la sagacidad política y la autoridad erudita de esos judíos tan listos. Antes de Moisés, según el Génesis, José es elevado al poder más alto en el gobierno del faraón. De hecho, en una obra titulada Ioudaikon, su autor judío se deja llevar por el entusiasmo hasta el punto de atribuir a José todo el sistema egipcio de acequias y canales de riego, probablemente en respuesta a historias egipcias como la del sacerdote-gramático Manetón, que presentaban a los israelitas como pordioseros y leprosos.
En la historia de José y Asenet (a veces llamada «la primera novela griega», y desde luego se trata de un relato amoroso), el joven israelita en ascenso, toda una potencia en el país, va a casarse con Asenet, una joven de dieciocho años, hija del consejero del faraón, Putifar o Pentefres. Siempre cubierta por el velo y recluida, de todos es sabido que Asenet odia a los hombres, y no le hace ninguna gracia la idea de casarse hasta que, tras ver a hurtadillas al joven judío, tan bien plantado como sabio, cae rendida a sus pies en un rapto amoroso. En ese momento, como es natural, el judío se hace de rogar, exigiendo como contraprestación para casarse con ella su total conversión. Indecisa ante semejante dilema, Asenet recibe la oportuna ayuda de dos ángeles que aparecen justo a tiempo para frustrar la trama urdida por el hijo del faraón con objeto de raptarla, matar a su propio padre y adueñarse del trono. Una vez establecidas sus credenciales como maestros en la resolución de problemas, los ángeles alimentan literalmente a Asenet con la Biblia en forma de panal de miel, del que inesperadamente surge un enjambre de abejas. ¡Pero no queda ahí la cosa! Reaparecen los ángeles y transforman a las abejas en pequeñas cómplices sin aguijón de la felicidad nupcial de Asenet y en toda una epifanía religiosa. ¡Qué milagro! El faraón sale ileso del atentado gracias al joven judío y su grupo de ángeles, le entrega la esposa y derrama todas sus bendiciones sobre la feliz pareja de judíos. Mazel tov, ¡bebamos!
La luna de miel alejandrina entre el judaísmo y el helenismo no duraría mucho, pero durante dos siglos y medio fue un mundo tan vigoroso, dinámico y creativo como el de cualquiera de las culturas de la Diáspora que vendrían después. Llegó a cotas tan altas como José, pero menos ficticias. El hermano menor del filósofo Filón fue recaudador de los impuestos reales al servicio de los ptolomeos, y su sobrino, Julio Tiberio Alejandro, llegaría a ser gobernador romano de la ciudad en el siglo I e. c., aunque a decir verdad había apostatado. Otro personaje que anduvo por los márgenes de la comunidad judía, Dosíteo, hijo de Drímilo, alcanzó los puestos más altos de la corte, llegando a archivero real.
Bastante antes de estos famosos relatos de éxito, a mediados del siglo III a. e. c., había establecidas comunidades judías en Esquedia, al sudeste de Alejandría, río arriba en la antigua ciudad de Crocodópolis, en Heracleópolis, en los distritos de Cerceosiris, Hefestíade y Tricomia, y en Tebas y Leontópolis (donde el sacerdote Onías, huyendo de Jerusalén, fundó un templo rival como el que en otro tiempo hubiera en Elefantina, capaz de poner en entredicho la autoridad del de Jerusalén). A menudo, los judíos se establecían allí a donde sus especialidades los llevaban, y esas especialidades eran sobre todo el ejército y la burocracia: la caballería de Tebas (entre sus miembros había un personaje cuyo nombre no puede ser más apropiado, Sabateo, «Nacido el sábado», al que encontramos en un papiro de mediados del siglo II a. e. c.); la policía de aduanas de Esquedia, o la infantería de Leontópolis. Como era costumbre, se pagaban sus servicios con la concesión de tierras que los nuevos propietarios arrendaban luego a campesinos. Se decía que los distritos suburbanos de las inmediaciones de Crocodópolis estaban llenos de jardines florales y huertas en los que los judíos se paseaban con una peligrosa arrogancia mientras sus arrendatarios trabajaban afanosamente. Estos judíos tenían una posición lo suficientemente desahogada y eran lo bastante numerosos como para construir una sinagoga y dedicársela a Ptolomeo III.
Pero Crocodópolis no era Alejandría, que fue una de las grandes ciudades de la historia de los judíos; habitaban en ella casi doscientos mil judíos, el equivalente a una tercera parte de la población (si bien solo representaban el 4 por ciento de la totalidad de los egipcios).11 Aunque oficialmente no vivían recluidos, la mayoría de ellos se concentraban en barrios judíos bien delimitados al este de los muelles, especialmente en el distrito del Delta «en la ribera sin puerto», como diría el gramático Apión, enemigo declarado del judaísmo, pero no demasiado lejos del palacio real. Había sinagogas en todos los distritos, y se conservan inscripciones dedicatorias en honor de importantes patronos, empezando por los propios ptolomeos, que indican el tipo de vínculos con el poder local que mantendrían las comunidades judías a lo largo de toda la historia de la Diáspora.
Ninguna, sin embargo, como la Gran Sinagoga, legendaria incluso después de la aniquilación de la comunidad en el siglo II e. c., sobre todo entre los sabios del Talmud, como el rabino Judah ben Ilai, que insistía en que «el que no la haya visto no ha visto la gloria». Según su relato, hasta cierto punto fantástico, la sinagoga de Alejandría se jactaba de tener filas de columnas dobles y setenta sillas de oro (en honor de los Setenta) para cada uno de los ancianos de la sinagoga, tachonadas de perlas, amén de secciones de asientos para cada gremio y oficio de los judíos de la metrópolis: joyeros, tejedores, artesanos del cobre… La congregación y el edificio eran tan grandes que la salmodia del lector se perdía desde el bimah —la plataforma reservada para la lectura de la Torá—, de modo que el jazán tenía que ponerse en pie en el estrado y ondear una gran banderola de seda blanca para avisar a la congregación de que respondiera «amén» cuando concluía cada sección de la lectura.
Como en Elefantina, en los papiros que se han conservado tenemos vivamente atestiguada cierta sensación de lo que era la sociedad de los judíos, con un pie en su políteuma judío y el otro en el resto del mundo en general: en el archivo de Zenón, perteneciente a un funcionario de la recaudación de impuestos de los ptolomeos que viajó a Palestina a mediados del siglo III a. e. c., e incluso con más abundancia de detalles en los papiros de Heracleópolis, en la región de El Fayum. Un caso típico es el presentado al arconte o jefe de la comunidad local por un tal Doroteo, que alega que por su buen corazón (y en cumplimiento de un mandamiento de la Torá) había admitido en su casa a su cuñado enfermo, Seutes, y lo había cuidado «gastando gran parte de mis medios» durante su enfermedad. No solo eso, sino que Doroteo había ayudado a su sobrina, Filipa, a escapar de la cárcel de los deudores y se la había llevado a su casa para que se reuniera con su padre enfermo. ¿Un auténtico mensch? No, dice Doroteo, al fin y al cabo no había hecho más que lo que manda la Torá. A cambio, antes de que muriera su cuñado inválido, Filipa había sido adoptada formalmente como un miembro más de la familia de Doroteo. La muchacha había permanecido en la casa cuatro años. El idilio doméstico se había visto interrumpido por la repentina aparición de la madre de Filipa, Iona, que se había llevado a la joven de casa de su tía, privando así al citado benefactor de la valiosa ayuda de un miembro de su familia. Para apoyar su pretensión de que le fuera devuelta la chica, Doroteo insistía en que Filipa volviera en calidad de huérfana tutelada y bondadosa con su tutor, y no como criada ventajosa para su amo (el cielo la proteja). Doroteo invocaba ante el arconte su fiel observancia del precepto de Levítico 25, 35 («Y cuando tu hermano empobreciere y se acogiere a ti, tú lo ampararás; como forastero y extranjero vivirá contigo»), aunque la Torá no contiene ninguna disposición relativa a la devolución obligatoria de una sobrina. El arconte, quizá por tratarse de un caso clásico de convergencia entre los principios judíos y griegos de tutela, parece que se puso de parte de Doroteo.12
A medida que bajamos en la jerarquía social de los judíos, los testimonios conservados son más desiguales. Conocemos al mercader Ahibi solo por un rollo de papiro escrito a su socio, Jonatán, en el que se reseñan los cargamentos de cebada y trigo que le ha mandado por el río; a Tasa, hija de Ananías (ninguno de ellos lleva nombres helenizados), solo por el testimonio de su acusación contra un griego que la había violado, y a una pareja de prometidos de sendas comunidades de la Diáspora muy alejadas —«el joven de Temnos» (en la costa occidental de Anatolia) y «la doncella de Cos»—, por el contrato de matrimonio que los unía. El ambiente de la población y de sus habitantes tiene que reconstruirse a partir de los óstraka y fragmentos de cerámica, de las inscripciones de dedicación de las sinagogas y, sobre todo, de las inscripciones funerarias de las tumbas judías. Fue por entonces cuando las tumbas excavadas en la tierra pasaron de ser meras fosas a convertirse en cámaras con nichos destinados cada uno a una familia y en los que se enterraba a determinados individuos, con la cabeza apoyada sobre almohadones de piedra o de tierra. Hay inscripciones de ese tipo ya en el siglo III a. e. c., aunque las más elocuentes proceden de la Alejandría romana. Todas se dirigen al caminante que pasa ante las tumbas:
ARSÍNOE: Detente y llora por ella … pues su destino fue cruel y terrible. Me vi sin madre cuando no era más que una niña y cuando la flor de la juventud me predisponía a ser desposada. Mi padre dio su consentimiento y Febo y el Destino me condujeron al final de la vida cuando nació mi primer hijo.
RAQUELIS: Llora por Raquelis, casta amiga de todos. Tenía unos treinta años. Pero no llores en vano por mí.
Derrama una lágrima por la hermosa HORNA. Estamos aquí los tres, mi marido, mi hija Irene y yo.
Se trata del estilo funerario clásico, y cuando las tumbas están decoradas, llevan esculpidos motivos arquitectónicos —especialmente columnas— que no pueden distinguirse de los de sus vecinos griegos. No hay ni rastro de inscripciones en hebreo o de las citas de la Biblia que luego serían reglamentarias en los cementerios judíos. Así pues, incluso en la muerte, no da demasiado la impresión de que los Ioudaioí vivieran en el destierro. Su contacto con Jerusalén y con Judea era constante; las normas que hacían de ellos judíos eran clarísimas, pero no estaban reñidas con su residencia en el Egipto helenístico. Sin embargo, no eran tan ingenuos como para llegar a imaginarse que eran amados incondicionalmente por las culturas hostiles en medio de las cuales vivían. Si hubieran conocido la historia del sacerdote y gramático Manetón, del siglo III a. e. c., habrían sabido que eran relacionados no solo con los leprosos que eran expulsados de los poblados, sino también con los faraones extranjeros hicsos, que se hicieron famosos por su explotación inclemente de la población nativa egipcia. Siempre cabía la posibilidad de que, a pesar de la vida tranquila y bien aposentada que llevaban, lo peor acechara a la vuelta de la esquina, como les había sucedido a los judíos de Elefantina con anterioridad.
He aquí lo que sabemos del cuento aleccionador sobre lo cerca que estuvieron de morir bajo las pezuñas de los elefantes de guerra. Narrado en el llamado «Tercer Libro de los Macabeos» —demasiado apócrifo para ser incluido entre los Apócrifos bíblicos (aunque está en los Pseudoepígrafos, todavía menos canónicos)—, el episodio era lo suficientemente conocido entre los judíos de Egipto como para convertirse en el fundamento de una festividad alejandrina local de liberación, organizada exactamente de la misma forma que la de Purim, la fiesta que conmemora cómo se frustró la trama urdida para matar a la población judía de Persia, y la fiesta de la Hanuká, que celebra la liberación de la tiranía de los seléucidas. Afín a esas historias paralelas contemporáneas, el relato egipcio habla de un loco que odiaba a los judíos, de una amenaza de matanza en masa y de la oportuna intervención de los ángeles de un modo más fantástico que en Susa o en Jerusalén.
3 Macabeos y Josefo discrepan en varios puntos, como por ejemplo qué Ptolomeo exactamente se vio implicado en el episodio, por lo tanto, cuándo tuvo lugar, pero el historiador Joseph Modrzejewski ha aportado argumentos convincentes en favor de una datación temprana en tiempos de Ptolomeo IV Filópator, en el siglo III a. e. c. Tras una campaña y un breve período de victorias contra los seléucidas en Palestina, el rey presume de profanar la santidad del Templo efectuando su entrada triunfal en él por la fuerza. La consecuencia, por supuesto, es que cuando se encuentra en el mismo umbral del santuario queda paralizado y es incapaz de mover un solo miembro. Consumido de odio contra los judíos que lo han humillado, una vez de vuelta en Egipto Ptolomeo ordena el confinamiento de todos los judíos de Alejandría en el hipódromo. Una vez allí (en una siniestra y sorprendente anticipación de lo que les ocurriría a los judíos de París en el Velódromo de Invierno en 1942), quedan expuestos a un calor horroroso y son obligados a realizar un trabajo brutal durante cuarenta días.
Pero eso no basta para calmar la sed de venganza del monarca, de modo que, instigado por un furioso perseguidor de los judíos (cuyo nombre, Armón, resulta sospechosamente afín al del malvado de la historia de Purim, Amán), ordena que hagan enfurecer con incienso y un licor fortísimo a quinientos elefantes de guerra y que los lancen contra los judíos cautivos. Hay un pequeño interludio cómico. El rey se confunde y se olvida del plan, para acordarse de él al día siguiente. ¡Adelante con la matanza! ¡Que reúnan a los gigantescos paquidermos! La muchedumbre se precipita al hipódromo para ver aquel espectáculo tan divertido. Barritando estrepitosamente, fuera de sí debido al potente licor ingerido y aturdidos por el humo, los animales recorren las calles en estampida, seguidos por la soldadesca embravecida. En el último minuto (como es su costumbre), aparecen dos ángeles, agitan las alas un poquito y ¡sorpresa! Los elefantes dan media vuelta, hacen desaparecer rápidamente la sonrisa de los rostros de los soldados y de la plebe, y todos mueren aplastados bajo las patas de las bestias en medio de la confusión. Impresionado, el cruel monarca se arrepiente y devuelve a los judíos su vida normal.
Se trata de un final de fábula, pero el autor de 3 Macabeos sabía que su relato era un aviso aleccionador. Por plácidamente asentados que estuvieran, siempre podía llegar un momento en que la brisa llevara de nuevo el bramido distante de unas bestias enormes enfurecidas y, con él, desapareciera la tranquilidad de sus vidas. Al fin y al cabo, eso era lo que había sucedido en Jerusalén.
Llegando a la ciudad desde el oeste, Jerusalén habría podido percibirse por el olfato antes que por la vista; una cortina de humo flotaba sobre los tejados y las murallas, cargada con el aroma de la carne quemada. En el altar del Templo había que atizar el fuego constantemente, tanto de día como de noche; tal era la demanda de sacrificios de animales ofrecidos a YHWH todas las mañanas y todas las tardes, como exigía la Torá.13 Esa quema constante se llamaba tamid, que en hebreo significa «incesante», pero había también una palabra griega que designaba esa cremación ritual de animales enteros, y esa palabra era «holocausto». Es otro aspecto que ambas sociedades tenían en común. Entre todas las culturas, desde Egipto hasta Mesopotamia y Persia, solo los griegos y los judíos hacían sacrificios consistentes en quemar animales enteros. Miles de cabras, ovejas, vacas y bueyes eran conducidos a la ciudad desde los pastos y las granjas de las colinas circundantes. Solo para la luna nueva, Números 28, 11-15 exigía el sacrificio ceremonial en el Templo de dos becerros de la vacada, un carnero, siete corderos y un cabrito (así como una ofrenda de flor de harina, aceite y vino). No todos los sacrificios ofrecidos en el Templo eran «víctimas quemadas» por completo (olim); algunos eran «matanzas» (korban), en las que la carne era dividida en porciones para ser consumida, mientras que la grasa fundida y la sangre recogida eran separadas como la parte dedicada al Altísimo y quemada en vasijas consagradas a ello. Pero hacia comienzos del siglo II a. e. c., el holocausto o quema completa del animal era la ofrenda predominante. Mientras ejecutaban su labor, los levitas cantaban salmos, pero parece que todavía no había oraciones.
El ritual del tamid era muy elaborado y minucioso. A primera vista, el derramamiento de tanta sangre de animales parece estar en flagrante desacuerdo con la estricta prohibición de comerla, pero los dos tipos de prácticas tenían mucho que ver. El sacrificio de animales era tan habitual debido a la repugnancia de comer carne sanguinolenta.14 Es posible, como sugiere David Biale, que la combinación de sacrificio animal sanguinolento y de dieta sin sangre tuviera por objeto establecer una contracultura frente a los hábitos dietéticos más ricos en sangre de los pueblos circundantes. La Biblia insiste en que la sangre de un animal es su nefesh, su esencia vital, término a veces traducido por «alma». Así que no nos imaginemos un patio del Templo saturado de restos de sangre. Después de ser matado el animal, casi siempre por un sacerdote, la sangre era penosamente recogida en un barreño. La que no se necesitaba para la ofrenda era arrojada a un canal, dejando limpia la zona de sacrificios. Entonces el animal era desollado y la carne, arrojada al fuego, donde permanecía hasta que se consumía por completo, quedando solo los huesos y a veces la barba de la cabra si tenía. Las pieles, consideradas valiosísimas, normalmente iban a parar a manos del sumo sacerdote, que podía regalárselas a otros sacerdotes; pero esos pellejos podían llegar a desencadenar muchas discusiones.
Durante las fiestas de peregrinación, el ritmo de los sacrificios aumentaba, y con ellos el volumen de espectadores y participantes que atestaban la ciudad de Jerusalén con motivo de las solemnidades y festejos. Físicamente, parece que la Jerusalén griega de alrededor de 200 a. e. c. creció bastante deprisa en número de pobladores, ya que no en dimensiones físicas. La cifra que da Hecateo de Abdera, 120.000 habitantes, es totalmente fantástica, pero la población puede que ascendiera a varias decenas de millares, y las dimensiones de la ciudad habían aumentado hasta alrededor de ocho kilómetros cuadrados. Desde luego, el incremento de la demanda de alimentos había supuesto la prosperidad de las zonas rurales circundantes, que tardaron varias generaciones en recuperarse de la destrucción de los babilonios. La ondulada comarca de la Sefela, al sudoeste, con su abundante pluviosidad en invierno y en primavera, volvía a producir trigo, mientras que las laderas de las colinas, más secas, estaban salpicadas de olivares, viñas y pastos. Para dar de comer a las multitudes de peregrinos que acudían a la ciudad, a las granjas de Judea que vendían sus productos en puestos improvisados cerca de las murallas se sumaban comerciantes llegados de muy lejos: tirios que vendían pescado, mercaderes de las ciudades costeras de Ascalón, Ptolemaida y Gaza que vendían cerámica del Egeo, cada vez más demandada, y hombres del norte que vendían vidrio fenicio.
Aunque ya había sinagogas en la ciudad y sus alrededores, centros de hospitalidad y lugares de lectura y oración a un tiempo, Jerusalén era en último término el Templo, con su incesante cinta transportadora de matanza sacralizada de animales, el calendario de peregrinaciones y días santos de expiación, la pausa del sábado (toda una innovación en el mundo antiguo) y las lecturas habituales de la Torá que Esdras había inaugurado dos siglos y medio antes. Sin reyes, pero con la riqueza de los fantasmas literarios de David, el supuesto autor de los Salmos, y de Salomón, el que había escrito el sensual Cantar de los Cantares y las «Sabidurías» apócrifas, el carisma de la autoridad se concentraba en la imponente figura del sumo sacerdote, en torno al cual giraban el ritmo y el significado social de la ciudad.
Con la dinastía real fracturada, era muy importante —en cualquier caso lo sería durante un poco más de tiempo— que el sumo sacerdote fuera un descendiente directo de Sadoc, que había estado al lado de David y había coronado a Salomón. Y era importante también que el propio Sadoc descendiera del primogénito de Aarón, Eleazar; de ahí que los sumos sacerdotes lleven tan a menudo este nombre. De hecho, era posible incluso prolongar su linaje hasta Leví, el hijo de Jacob y Lía. Por eso la aparición pública del sumo sacerdote en el Templo y sus raras entradas en el sanctasanctórum, al que solo él tenía acceso, estaban cargadas de majestuosidad y simbolismo. (La manifestación del sumo sacerdote vestido maravillosamente es lo más que se acercan los judíos a la aparición de la exaltación divina en forma humana.)
Y sin embargo, aunque se ha conservado una genealogía de la sucesión —con la recurrencia de los nombres Simón y Onías—, casi nada se sabe de los distintos sumos sacerdotes en concreto, ni siquiera los detalles de sus obligaciones y ceremonias fuera de las prescripciones bíblicas (y de estas tampoco se sabe mucho). El epítome de la tradición rabínica sigue siendo la nebulosa figura conocida como «Simón/Simeón el Justo», aunque, como es habitual, no hay acuerdo en torno a ella salvo en situar su sacerdocio en el siglo III a. e. c. y en que ejemplifica la unión de piedad personal, justicia judaica y autoridad ceremonial. (Razonablemente, por ejemplo, no hay artículo ninguno sobre él en la Encyclopaedia of Early Judaism, obra por lo demás exhaustiva.)
Sí que sabemos, no obstante, que el sumo sacerdote no estaba solo en grandeza, riqueza y poder. Se encontraba en el centro de una minoría dinástica y de una aristocracia sacerdotal, acompañado de grandes familias en sentido lato, grandes fincas, empleados y adeptos. Josefo menciona también una gerousía, un consejo de ancianos de Jerusalén, semejante al que existía en Alejandría y que tal vez negociara con sus superiores griegos cuestiones de importancia trascendental e ineludibles como los impuestos y la concesión de subsidios para el mantenimiento del Templo (otra herencia del período persa). En conjunto, esta élite de Jerusalén-Judea, de carácter cada vez más administrativo y mundano, aparte de espiritual, constituía una minoría dirigente responsable de mantener la cultura social distintiva en la que fue transformándose rápidamente el judaísmo.
En medio de semejantes conjeturas resalta, entre todos los testimonios, un hecho sorprendente (al menos según Josefo), que dice mucho de la realidad pragmática de la aristocracia del Templo. Más o menos a finales del siglo III a. e. c. el sumo sacerdote Onías, el último del linaje de los sadocitas o saduceos e hijo de Simón el Justo (y, según Josefo, muy amigo de poner la mano cuando de dinero se trataba), casó a su hija con un hombre codicioso y agresivo procedente de Transjordania llamado Tobías. Este Tobías se convirtió en el padrino de un poderoso clan, al cual dedica muchas páginas Josefo, y sus dramáticas vicisitudes probablemente habrían sido condenadas a ser consideradas otra fábula histórica más de no haber aparecido en el archivo de Zenón unas cartas de un tal «Tubías», comandante de una fortaleza en la parte este del Jordán. Las cartas iban dirigidas al tesoro de los ptolomeos, y evidentemente proceden de un hombre acaudalado relacionado con la recaudación de impuestos, sin duda idéntico al destacado adalid, además de buen partido, del que habla Josefo. Amonita por su origen, y por lo tanto no perteneciente al ethnos judaico, la riqueza y el poder habían vuelto a Tobías lo «bastante» judío para casarse con una joven del más rancio abolengo de la aristocracia sacerdotal. El modo en que había amasado su fortuna había consistido en transformar la función militar en recaudación de impuestos en nombre del gobierno de los ptolomeos, cada vez más necesitados de fondos para financiar las interminables guerras que sostenían contra los seléucidas. Tobías adelantaba dinero al ministro de finanzas Apolonio y lo recuperaba —incrementado con cuantiosas primas— cobrándoselo a la población del país. En otras palabras, era el tipo de personaje perfectamente conocido que siempre medra en las épocas de guerras constantes: una mezcla de señor de la guerra local, magnate sin escrúpulos y contratista del gobierno, lo bastante rico y lo bastante judío para suponer un partido apetecible para la hija del sumo sacerdote.
Josefo ensalza a Tobías y a su hijo, José, que, como suelen hacer las segundas generaciones, pule las facetas más toscas de la fortuna paterna y acaba convirtiéndose en el personaje indispensable encargado de negociar los acuerdos arbitrarios entre los ptolomeos y los seléucidas. Pero fue el nieto de Tobías, Hircano, el que convirtiendo lo que las cartas de Zenón dejan meridianamente claro que era al principio una fortaleza local en un opulento palacio de piedra caliza al este del Jordán, legó el testimonio arquitectónico más espectacular de cómo debía de ser la vida de aquel clan helenizado a comienzos del siglo II a. e. c.
Qasr el-abd (o Iraq al-Amir, como se denomina en la actualidad), situada en el fértil valle del Jordán, es uno de los vestigios más seductores que pueda haber del mundo helenístico. Vemos hermosas columnas en la fachada de sus dos plantas; otra columnata en el interior de su espacioso patio, y leones y panteras montan guardia en la fachada de piedra caliza. Uno de los escultores dejó que su imaginación creadora aprovechara al máximo sus conocimientos de zoología para poner un león provisto de abundante melena amamantando a toda una camada de cachorros en el tejado del palacio. Originalmente, la mansión estaba rodeada de un lago ornamental en el que se habría reflejado su elegante silueta. Pero ese lago, así como la plataforma sobre la que se levantaba el palacio, conservaban en su elegancia las líneas de la que había sido su función original como bastión del hombre fuerte. Con toda probabilidad era también el centro administrativo de un microestado «tobíada», con todos sus complementos de escribas, empleados y recaudadores de impuestos. Cuando el sumo sacerdote Jasón (que había destituido a su hermano, Onías III, a quien correspondía el título, ofreciendo al nuevo soberano de la dinastía seléucida, Antíoco III, el tesoro y el tributo necesarios para llevar a cabo una nueva campaña contra los ptolomeos) fue sustituido por un adulador todavía más servil, Menelao, a donde huyó Jasón fue al palacio de Hircano en Amonítide. Allí permaneció afilándose los dientes y aguardando la hora propicia, antes de movilizar un ejército particular que, llegado el momento, marchara sobre Jerusalén.
Puede ser perfectamente que el grandioso palacio de Hircano, apartado como estaba de la capital de Judea, no represente más que las pretensiones dinásticas y el poder despiadado de los tobíadas, aunque como centro de poder rival de Jerusalén desempeñó un papel destacado en el estallido de la gran convulsión que estaba a punto de tener lugar en Judea. Como mínimo nos habla de una cultura en la que la identidad judía (pues es indudable que los tobíadas se identificaban con ella) y la observancia de la Torá coexistían con la cultura griega y el gusto por esta, sin que ni una ni otra se excluyeran. Análogamente, los asmoneos que recrearían el primer estado judío que hubo desde la conquista de los babilonios, y que a todos los estudiantes de cualquier escuela hebrea se les hace creer que eran la antítesis de los griegos, resulta que fueron sus imitadores.
La cultura helenística y la judía coincidían de muchas maneras sutiles, sí, pero inequívocamente materiales, sobre todo en el aspecto de las ciudades y de las viviendas existentes en ellas. Las excavaciones llevadas a cabo recientemente en Jerusalén y en sus alrededores han sacado a la luz casas y villas de unas dimensiones y un esplendor sorprendentes, en las que había amplias habitaciones decoradas con pinturas al fresco. Junto al cáliz se enredan las uvas, se extienden los lirios y se apiñan las granadas. En medio de los escombros y las ruinas, se han encontrado piezas de cerámica de color rojo sangre fabricadas en la ciudad griega de Megara, profusamente decoradas con flores y ornamentos; también han aparecido tinajas y ánforas rodias bastante altas, y estilizadas vasijas de vidrio nacarado de origen fenicio. En Jerusalén y sus alrededores, se utilizó por primera vez la piedra caliza local, de color amarillento, para fabricar vasijas para beber, entre otras razones porque se consideraba que la piedra era inaccesible a la impureza ritual (a diferencia de la cerámica). Asimismo floreció una alfarería local que desarrolló delicadas formas decorativas, siendo la más común la representación de flores dibujadas a pulso sobre platos y cuencos poco profundos. Al ser mayores las habitaciones, también aumentó el tamaño de las lámparas y los candelabros, provistos de más y más velas sobre superficies en forma de disco o de platito de color rojo.
Este fue el primer capítulo de la larga historia del comercio judío. En todo el litoral mediterráneo, la nueva demanda de productos originarios del Egeo incrementó la actividad de los centros portuarios de antiguas ciudades como Gaza, Dor y Ascalón, y dio lugar a la creación de una nueva gran ciudad portuaria en la costa de Galilea, Ptolemaida (más tarde Acco o Acre). Más al interior, en el cruce de caminos entre la llanura de Esdrelón (el valle de Jezreel) y la Baja Galilea, junto al emplazamiento en lo alto de una colina de una antigua ciudad-fortaleza cananea, Beit She’an (Betsán) se convirtió en la polis griega de Escitópolis, cuyo nombre derivaba de los mercenarios escitas provenientes de la región situada entre los mares Negro y el Caspio, que se asentaron en ella, lejos de Persia. En muchos de estos centros urbanos había casas de ladrillo levantadas sobre cimientos de piedra, a veces decoradas con molduras de yeso, y avenidas porticadas en las que se encontraban las tres instituciones que definían la vida civil griega: el gimnasio, la escuela primaria y secundaria denominada efebeo, y el teatro.
Estos lugares seguían estando en la periferia de la vida judía, y parece muy poco probable que emigraran a ellos los judíos, al menos en cantidad significativa, aunque Séforis, cerca de Nazaret (destinada a convertirse en el gran centro urbano de cultura mixta de la Baja Galilea), tuvo desde el principio población judía y griega. Cada vez en mayor medida, los judíos prácticamente helenizados, de lengua griega, del corazón de Judea sintieron la atracción magnética de semejantes lugares. Para muchos, la prueba más dura de su coqueteo cultural con el helenismo debía de tener lugar a la puerta del gimnasio, pues en él los ejercicios físicos se realizaban con el cuerpo desnudo, y el pene circuncidado provocaba las risas y las burlas de los griegos, cuyo orgullo por el prepucio largo y en punta puede apreciarse en innumerables vasijas y ánforas. Especialmente desconcertante y ridícula era la idea de que los judíos se cortaran deliberadamente el prepucio para privarse del placer sexual. El geógrafo Estrabón creía incluso que los judíos practicaban la extirpación del clítoris por un motivo igualmente aberrante. Y la apasionada defensa que hace Filón de esta práctica, asegurando que es esencial para el ejercicio de una vida moral (por no hablar de cuestiones de higiene), no haría más que confirmar el desconcierto y el desprecio del mundo pagano por aquella autonegación de los judíos. Por lo que a ellos se refería, hacer ostentación del propio prepucio, elegantemente alargado, era tan habitual entre la flor y nata de los atletas griegos que algunos adoptaron la costumbre de utilizar la cinodesme o «correa de perro», una fina tira de cuero que rodeaba la espalda, se pasaba por debajo del escroto y se ataba formando una elegante lazadita justo en dicha parte.
Los judíos que consideraban más importante la aceptación como ciudadano de pleno derecho dentro de la polis que la Alianza, conscientes de que para licenciarse en la academia del efebeo era necesario realizar ejercicios gimnásticos al desnudo, tenían a su alcance la reconstrucción parcial del prepucio llamada «epispasmo». Como parece que en la Antigüedad la circuncisión no comportaba la extirpación completa de todo el prepucio, el vestigio restante podía ir siendo estirado por tracción, y la piel era suavizada mediante el uso de miel o una loción a base de tapsia machacada, tratamiento utilizado habitualmente también por los gentiles que se sentían insatisfechos con la longitud de su prepucio y se veían expuestos a la exhibición involuntaria del glande, con el consiguiente estallido de risas y comentarios bochornosos en el gimnasio.15 Cuando, como era inevitable que sucediera, los que se habían sometido al epispasmo sufrían remordimientos, los rabinos (que se tomaban todo aquello muy en serio, pues tenía que ver con la Alianza) discutían si para volver al judaísmo era imprescindible la práctica de una recircuncisión completa o si era una intervención demasiado peligrosa. Pero desde entonces hasta hoy día, junto con la reiterada insistencia del Talmud en que el prepucio es intrínsecamente repugnante, la obligatoriedad de la ceremonia de la brit milá ordenada por la Misná ha supuesto la extirpación total e irreversible del prepucio. No se debe hacer nada a medias.16
Aun así, hubo un sumo sacerdote que propuso fundar un gimnasio en Jerusalén, haciendo que los jóvenes judíos (según la escandalizada formulación de 2 Macabeos) «se educaran bajo el pétaso [se pusieran el sombrero griego]» (con la importancia que el sombrero tiene para los judíos), y no tuvo inconveniente en enviar una delegación de judíos helenizados a los juegos quinquenales de Tiro. Ese sumo sacerdote audazmente renegado fue el usurpador Jasón, que en 172 a. e. c. había desplazado a su hermano, Onías III, a quien realmente correspondía el cargo, valiéndose del soborno. El gimnasio no era más que una parte del proyecto más amplio que emprendió Jasón de transformar Jerusalén en una polis griega. Una vez que sus habitantes pasaran por el efebeo que estaba previsto crear, estarían en condiciones de ser ciudadanos, y la ciudad pasaría a llamarse en adelante «Jerusalén de Antioquía». La casi apostasía de un sumo sacerdote equivalía al repudio del acto fundacional de la singularidad israelita: la alianza forjada por Abraham y YHWH, dramáticamente renovada cuando Séfora, entusiasmada, arrojó el prepucio ensangrentado de su hijo a los pies de su esposo, Moisés, exclamando: «Ahora eres para mí esposo de sangre». El nuevo monarca de la dinastía seléucida, dice Josefo, quería que los judíos fueran como todos los demás, pero ese deseo lo tuvo en primer lugar el propio sumo sacerdote de los judíos, Jasón.
La importancia de esta innovación resulta especialmente chocante porque hasta ese momento los seléucidas no habían dado más muestras que los ptolomeos de pretender que la helenización por la fuerza se convirtiera en una cuestión de política. Cuando la caballería de Antíoco III (singular por la armadura de pies a cabeza que llevaban no solo los soldados, sino también sus monturas) aplastó al ejército de los ptolomeos capitaneado por Escopas en la batalla de Panio, a los pies del monte Hermón, en 200 a. e. c., una de las primeras acciones llevadas a cabo por el rey vencedor fue la publicación de varios edictos prometiendo mostrarse, si cabe, un protector todavía más solícito de «las leyes y las prácticas ancestrales» de los judíos, impidiendo la entrada de extranjeros en el recinto del Templo y la importación a Jerusalén de carnes y animales prohibidos, entre ellos (quizá innecesariamente) leopardos y liebres. Los sacrificios del templo debían continuar, había que reparar los daños provocados por la guerra, y los sacerdotes quedarían exentos del pago de impuestos a perpetuidad, y el resto de los jerosolimitanos por tres años.
Los decretos de Antíoco III eran todo lo que habría podido desear la vieja minoría dirigente del Templo de Jerusalén, en consonancia con los tres siglos de relaciones entre los judíos y sus señores imperiales, pero no sobrevivieron a las campañas o la vida del monarca. Tentado de ir más allá de sus posibilidades, Antíoco intentó rápidamente aprovechar su ventaja trasladando la guerra al propio Egipto, y fue derrotado por el creciente poderío de los romanos en la batalla de Magnesia. Constituyó un hito determinante. Los romanos exigieron una indemnización enorme y se llevaron al joven príncipe Antíoco (el futuro Antíoco IV) como rehén a Roma, donde (según Polibio) se ganó una precoz reputación de excéntrica brutalidad. Pero la presión sobre el erario militar que sufrían los seléucidas era tal que quizá lamentaran la generosa y desprendida magnanimidad de las promesas hechas por Antíoco III a Jerusalén.
Con su sucesor, Seleuco IV, la escasez de fondos se volvió tan acuciante que el rey no pudo ya permitirse el lujo de no echar mano al oro y la plata que todos decían que tenía el Templo. Puede que el saqueo perpetrado por el ministro de economía Heliodoro tuviera lugar o puede que no, pero se convirtió en un nuevo relato de milagros cuando el presunto asaltante fue detenido en el acto por los angélicos salvadores —cómo no— que con tanta rapidez entraron en el mundo de la literatura fantástica judeo-helénica.
Fue esta situación fiscal y militar concreta, enteramente pragmática, de miniimperio inseguro, y no desde luego un choque de culturas religiosas previsto de antemano, lo que desencadenó los acontecimientos que desembocaron en la gran rebelión de los asmoneos. Ciertamente, se convirtió en una guerra de resistencia de los judíos para evitar su aniquilación cultural e incluso étnica, y los libros de los Macabeos, empeñados en pintar a los asmoneos como los guardianes de la Torá, la presentan de esa forma.
La verdad es más sórdidamente compleja y, por lo tanto, más creíble desde el punto de vista histórico. Intuyendo lo que pretendían los gobiernos de los seléucidas, varias facciones rivales de la élite del Templo lucharon por granjearse pecuniariamente el favor oficial en sus guerras por la obtención del cargo de sumo sacerdote. Los dos aspirantes al puesto tras la subida al trono de Antíoco IV Epífanes —Jasón y su rival en el pago de sobornos, Menelao— tenían tendencias helenizadoras, y cada uno intentó derrotar al otro ofreciendo alicientes monetarios a los seléucidas. Tres años después de ser nombrado sumo sacerdote, Jasón acabó perdiendo. Como su sucesor, Menelao, había asesinado a Onías (el primitivo sumo sacerdote y hermano de Jasón), Jasón no tardó en cruzar el Jordán y refugiarse en el palacio-fortaleza de Hircano.
Ligeramente trastornado al verse a sí mismo convertido en el sumo sacerdote que había acabado (literalmente) con todos los sumos sacerdotes, Menelao autorizó la creación de la akrá o ciudadela, que acogería en su interior tropas extranjeras y que acabaría convirtiendo Jerusalén en una ciudad ocupada (pese a que supuestamente era una polis libre). La construcción de la ciudadela requirió la demolición de una franja importante de terrenos de una ciudad cada vez más superpoblada.17 Y en Jerusalén la política de demoliciones ha sido siempre causa segura de disturbios. La entrada en acción de los equipos de derribo desencadenó violentos tumultos. De modo que la guerra entre judíos y griegos no empezó con la sublevación de los macabeos en Modín, sino como una insurrección urbana contra la ciudadela (aunque de hombres armados solo con palos, cuchillos y piedras) y contra el hermano de Menelao, el sumo sacerdote en funciones Lisímaco. Según 1 Macabeos, la muchedumbre arrojó también cenizas contra sus enemigos. Aun suponiendo que el «polvo» o la «ceniza» dieran en el blanco, no es muy probable que causaran excesivo daño a los opresores, pero el sentido del gesto era simbólico; los restos de los sacrificios recaían en quienes los habían realizado ilícitamente.
Al margen de cómo se enterara de la sublevación, Jasón, refugiado en el palacio madriguera de Hircano, al otro lado del Jordán, se dio cuenta de que se trataba de una oportunidad política valiosísima. Ahora podía presentarse como el defensor de las tradiciones judías. Creyéndose su propia propaganda y suscitando vítores inmerecidos por su supuesta rectitud, Jasón pasó revista a los lanceros.
La ocasión escogida vino dictada por la noticia de la muerte de Antíoco IV. En efecto, el seléucida había ido como de costumbre al sur en busca de pelea con sus rivales, los ptolomeos, y había sido derrotado por los romanos, pero había sobrevivido; de hecho, llegó a firmar algún tipo de pacto con los vencedores.18 Mientras tanto, Jasón pensó que había llegado su momento. Al frente del pequeño ejército que había reclutado con la ayuda de Hircano, cruzó el Jordán, atacó Jerusalén y mató no solo a los soldados y mercenarios extranjeros que defendían la ciudad para Antíoco, sino también a miles de judíos que decidió que habían sido cómplices de los griegos.
Pero lo cierto era que Antíoco IV estaba vivo. Liberado del apuro en el que se había visto en Egipto en virtud del tratado firmado con los romanos, regresó furioso por el golpe de estado perpetrado por Jasón. Derrotado en un escenario militar, no estaba dispuesto a ver humillado el poderío de los seléucidas en otro. Así pues, el rey se convirtió en un monstruo, y los chistes que decían que no era epiphanés («manifestación de Dios»), como aparecía representado en las monedas, sino epimanés («loco furioso»), se hicieron de repente realidad. La suya, además, fue una locura con método, o al menos con un precedente. Jasón —y la entusiasta recepción que le habían dispensado muchos en Jerusalén— había situado a Judea fuera de los límites de toda consideración civilizada y la había vuelto susceptible de ser tratada como «cautiva por la espada», no sujeta ya a los pactos firmados por Antíoco III, sino que la había dejado en manos del poder absoluto de su conquistador, para que tratara a sus habitantes, sus lugares sagrados, sus costumbres y sus bienes como él quisiera.
Y lo que quiso fue algo terrible: una matanza que duró tres días y, según los libros de los Macabeos, acabó con las vidas de cuarenta mil personas, incluidos mujeres y niños; otros tantos fueron reducidos a la esclavitud y llevados cautivos para su venta en los mercados de esclavos de Fenicia por una cantidad de dinero que permitiría aliviar los problemas de tesorería de los seléucidas. El autor de 1 Macabeos añade con una siniestra indiscreción poética que «las doncellas y los jóvenes perdieron su vigor, y palideció la belleza de las mujeres».19
Después vendría la aniquilación cultural, famosa por los libros de los Macabeos: la prohibición de todos los rituales que hacían judíos a los habitantes de Judea (la lectura de la Torá, la circuncisión, la purificación ritual y la observancia del sabbat). En vez de abstenerse de comer carne de cerdo, los judíos fueron obligados a hacerlo. Arrebatando al Templo todos sus vasos y enseres rituales —el altar de oro, la mesa de la proposición y sus ofrendas de hogazas de pan y de harina, el candelabro de las luces (la menorá), con su profundo significado de difusión de la luz, y la cortina o velo que definía al sanctasanctórum—, Antíoco no solo impedía que se realizaran sacrificios de cualquier tipo y que se hicieran ofrendas de cereales y pan, sino también la propia existencia del Templo como foco que definía al judaísmo. Lo que los reemplazó —las esculturas, el sacrificio paródico de cerdos en un nuevo altar, los cultos dionisíacos, las prostitutas, las procesiones con coronas de hiedra en honor de Baco— no eran más que elementos secundarios de aquel acto de erradicación total. Al igual que sucedería cuando los ejércitos romanos pusieran fin de una vez por todas a la insurrección judía, el Templo había dejado a todos los efectos de existir. Cuando las tropas de Apolonio, el general que Antíoco envió al frente de una ulterior expedición de represalia, recorrieron las calles de Jerusalén, matando a todos los que se encontraban en pleno sabbat, se puso de manifiesto que en adelante los judíos serían los prisioneros indefensos de un estado de terror.
En su fortaleza palaciega, Hircano se dio por enterado de lo que había. Decidido a no esperar a que llegara su hora, el último representante de los tobíadas se arrojó sobre su propia espada, bajo la atenta mirada de sus panteras de piedra. Privado de refugio, Jasón —quien, a juicio del autor de 2 Macabeos, había iniciado toda esta cadena de desastres— se convirtió en un fugitivo sin hogar «huyendo de ciudad en ciudad, de todos perseguido, detestado como renegado de su ley, execrado como verdugo»; se dirigió primero a Egipto y luego al país de los lacedemonios, donde murió, como se merecía, exiliado en tierra extraña (griega, como no podía ser de otro modo). «Y el que a tantos había dejado sin sepultura, murió sin ser por nadie llorado, y privado de sepultura, más aún del sepulcro familiar.»20
Cuando todo lo demás ya se había consumido en el curso de la aniquilación babilónica, una sola llama perpetuada del fuego sacrificial del Templo fue llevada al destierro por los sacerdotes. Esa llama fue conservada en secreto en un pozo seco, pero cuando su guardián, Nehemías, fue a buscarla para devolverla a Jerusalén, se encontró con el pozo lleno de un «agua espesa» y el fuego apagado. Al llegar el momento de quemar las ofrendas, Nehemías les dijo a los sacerdotes, desconcertados, que rociaran con esa agua la leña. Aturdidos, los sacerdotes hicieron lo que les habían mandado. En ese mismo instante salió el sol, y un rayo celestial transformó el agua espesa en un combustible que prendió solo. El fuego sagrado de los antepasados fue así restablecido.21
O eso es lo que el autor del Segundo Libro de los Macabeos, convertida su imaginación literaria en una llama contagiosa, quiere que crean sus lectores judíos. Aunque son radicalmente distintos, 1 Macabeos y 2 Macabeos constituyen en conjunto la epopeya de la libertad de los judíos, y a su manera son en todo momento tan asombrosos, fantásticos y apasionantes como el relato fundacional del éxodo mosaico.22 El milagro de la lámpara del Templo poco antes vuelto a consagrar, que arde durante ocho días con una exigua cantidad de aceite que apenas habría bastado para uno, no está entre los portentos reseñados por ninguno de los dos libros. Esta leyenda, que cualquier judío moderno sabe que es el significado fundamental de la Hanuká, es una invención puramente rabínica, añadida por lo menos tres siglos después. Pero la Macabíada, tanto en una como en otra versión —y especialmente en el segundo libro—, está llena de portentos y de historia; es una mezcla de crónica factual y de invención fabulosa, exactamente del sabor griego que se supone que los macabeos repudiaban.
Los dos libros fueron escritos a finales del siglo II a. e. c. como historias propagandísticas en beneficio del reino judaico de los asmoneos, establecido cuarenta años antes en medio de los restos desperdigados del poderío de los seléucidas. El relato épico del patriarca Matatías (significativamente de estirpe sacerdotal) y de sus cinco hijos, que encabezaron la sublevación contra la persecución de Antíoco, tenía por objeto legitimar las pretensiones de la dinastía de los asmoneos (ni sadocita ni davídica) como reyes y sumos sacerdotes a un tiempo, una sorprendente novedad sin precedentes. Dice mucho ya el hecho de que ninguno de los dos libros manifieste el menor interés por la violación de una separación de funciones establecida ya en tiempos de Moisés y Aarón. Y los «asideos» —nombre traducido a veces en hebreo, bastante erróneamente, como «hasidim», o «piadosos»— fueron algunos de los aliados más combativos de la rebelión de los asmoneos, aunque no existe el menor indicio de que se consideraran a sí mismos una vanguardia más pura que nadie de la ortodoxia de la Torá, y mucho menos los padres fundadores de los fariseos. En su afán por rechazar las acusaciones de usurpadores de la dignidad sacerdotal (la plebe de Jerusalén arrojó limones contra un representante de los asmoneos, el rey Alejandro Janneo, cuando quiso presidir la celebración de la fiesta de los Tabernáculos en el Templo), los asmoneos necesitaban presentarse como autores de milagros de índole divina, militares y religiosos a un tiempo, como los guardianes designados del judaísmo de la Torá frente a las contaminaciones helenísticas, aunque la historia real fuera mucho más ambigua. También por primera vez, el poder judío pretendió corregir los mandamientos de la Torá siempre que dejaban a su facción en desventaja. Cuando la población indefensa de una aldea de Judea fue pasada a cuchillo durante el sabbat, Judas Macabeo, el Martillo, decidió que, si era necesario, podrían combatir —y de hecho lo harían— el día de descanso, decisión que se vio corroborada por el cambio de rumbo experimentado por los acontecimientos. Todo parece indicar que, del mismo modo que los emperadores ególatras del mundo pagano, los asmoneos llegaron a creerse su propia pretensión de ser reyes designados por la gracia de Dios. La fiesta oficial que inventaron —la Hanuká— los consagraba como purificadores y nuevos consagradores del Templo.
A los asmoneos se les subió a la cabeza su éxito inesperado —aunque no constante— frente a los ejércitos mucho más numerosos de los griegos, y, explotando una alianza táctica con los romanos y las continuas disputas entre los seléucidas rivales, descubrieron enseguida una seguridad en su fuerza que volvió al estado judío más ambicioso desde el punto de vista territorial y más agresivo en su faceta proselitista que cualquiera de los anteriores reinos israelitas que pretendían restablecer. Saliendo de su territorio inicial en las montañas de Judea, donde había dado comienzo la revuelta, sus ejércitos —en los que había nutridos destacamentos de mercenarios extranjeros— invadieron Samaria y llegaron a Galilea, a la ciudad costera de Ptolemaida y hasta las laderas del monte Hermón, en la meseta que ahora se llama del Golán, e incluso hasta el sudoeste de Siria; por otra parte, al otro lado del Jordán, llegaron hasta las montañas de Moab y los valles de los amonitas, y por el sur hasta el desierto del Néguev, tomando antiguas ciudades portuarias como Jope, Gaza y Ascalón, que en otro tiempo habían sido filisteas y fenicias. A medida que conquistaban convertían, a veces por la fuerza, a la población, en un proceso físicamente menos doloroso de lo que a veces se imagina, pues, en cualquier caso, algunas de las gentes vencidas practicaban ya la circuncisión.23
Este miniimperio, triunfante con la Torá, era literalmente de nuevo cuño. Juan Hircano fue el primer soberano judío que acuñó moneda, si bien sus prutot tenían poco valor y un tamaño diminuto. Aunque una de las caras llevaba a menudo la imagen del cuerno de la abundancia (de origen clásico) y granadas (de origen judío), la otra incluía una orgullosa inscripción en el alfabeto protohebraico que ya había sido mayoritariamente abandonado en favor de las letras de forma cuadrada asirio-arameas en las que se escribe el hebreo incluso hoy día. En vez de usar el nombre griego del rey que todos conocemos, Hircano, la inscripción lo llama «Yochanan Cohen Gadol, Rosh Hever Hayehudim», «Jonatán, sumo sacerdote y presidente del consejo de los judíos».
Del mismo modo, 1 Macabeos, escrito originalmente en hebreo, pero conocido únicamente en su versión griega, se presenta como la epopeya fundacional del reino judaico renacido, y por su estilo narrativo está próximo a los libros históricos de la Biblia hebrea canónica. En 2 Macabeos, por su parte, la extravagancia mítica y la invención poética son más abundantes, todo lo cual nos indica que fue escrito en el Egipto helenizado, donde había mucha demanda de ese tipo de elaboración literaria greco-judaica, como el relato de José y Asenat. Su autor se caracteriza también por presentarse con orgullo como la voz de un escritor-historiador que ha abreviado una obra anterior en cinco volúmenes de un tal Jasón de Cirene.
2 Macabeos comienza con una carta (a todas luces adoptando la voz de un jerosolimitano) a los judíos de Egipto, que incluye el relato de la conservación milagrosa del fuego de los sacrificios, de lo que se deduce que, pase lo que pase con las potencias mundanas, la chispa del judaísmo puede ser trasladada de un sitio a otro. Consciente, como el autor del «Papiro de la Pascua» dirigido a los judíos de Elefantina tres siglos antes, de que los judíos egipcios debían ponerse bajo la autoridad de Jerusalén por medio de la observancia del calendario ritual, tiene buen cuidado de especificar la fecha —el 25 del mes de casleu (kislev), día de la nueva consagración del Templo— en que deberá celebrarse la nueva festividad oficial de la liberación de los asmoneos, la Hanuká. De hecho, los autores de los libros de los Macabeos, como si hubieran recibido instrucciones a tal efecto de los nuevos reyes-sacerdotes asmoneos, manifiestan su deseo de que la Hanuká sea observada no solo durante los mismos ocho días de la fiesta de los Tabernáculos, citada explícitamente como modelo de gozo, sino con el mismo carácter de santidad que las tres fiestas de peregrinación de Pascua, Pentecostés (Shavuot o fiesta de las Primicias) y Tabernáculos. Al margen de que fuera o no así, la doctrina rabínica rechazaría todo esto del mismo modo que dejaría los libros de los Macabeos fuera del canon bíblico. Es casi como si los rabinos hubieran decidido, en retrospectiva, que había algo sospechosamente mundano en la invención de los asmoneos. A pesar de los esfuerzos de los autores de los dos libros de los Macabeos por presentarnos la liberación como el equivalente —y la vindicación— del éxodo fundacional, la analogía nunca llegó a cuajar.
Pero independientemente de quién fuera el autor de 2 Macabeos (y de cuánto se ciñera o no la obra a la de «Jasón de Cirene»), sabía desde luego muy bien cómo escribir una epopeya en el estilo clásico, poshomérico, un cuento lleno de portentos, maldiciones e improbabilidades maravillosas del mismo tipo que los que atraían a los lectores helenizados cultos; un estilo griego desplegado contra el triunfalismo griego. En 1 Macabeos Antíoco Epífanes, escarmentado y enloquecido, muere en Asia Menor «de gran tristeza … en tierra extraña», lamentando la persecución que tantos disgustos le ha acarreado con los judíos. En 2 Macabeos, en cambio, sus últimos días se nos describen muy gráficamente, y el monarca muere en medio de los espasmos hediondos e incesantes de la diarrea con la que Dios lo ha castigado. «Y al que poco antes parecía coger el cielo con sus manos, nadie ahora lo quería llevar, por la intolerable fetidez.»24 En su repugnante agonía, el rey atormentado por los dolores llega a querer convertirse al judaísmo y a afirmar que recorrería toda la tierra habitada para pregonar la Torá.
Del mismo modo, aunque los dos libros narran un martirologio de los judíos que rechazan las leyes de Antíoco, el grandilocuente autor de 2 Macabeos ofrece un drama al estilo griego de una crueldad mucho más refinada y una tragedia familiar. Al anciano escriba Eleazar, a sus noventa años, «hombre de venerable presencia», abriéndole la boca querían forzarle a comer carne de cerdo, pero él, «prefiriendo una muerte gloriosa a una afrentosa vida, iba de su propia voluntad al suplicio». Algunos colaboracionistas, apiadándose de él, le proponen que coja sin que nadie lo vea comida kosher y se la coma como si fuera cerdo, pero Eleazar responde que es «indigno de su ancianidad simular». La madre de siete hijos ve cómo preparan sartenes y calderos donde van a cocer a sus hijos. Al primero en hablar le cortan la lengua y luego, tras amputarle las manos y los pies, lo fríen en una sartén, a la vista de sus hermanos, que deciden permanecer fieles a su religión. Uno tras otro, los muchachos son sometidos a muertes espantosas —arrancarles el cuero cabelludo no es la peor—, pero todos se mantienen firmes. Frustrado, el malvado Antíoco perdona la vida al séptimo y pide a la madre afligida que convenza a ese único superviviente de que acepte su voluntad y repudie el judaísmo, por lo cual sería colmado de riquezas y recibiría el favor real. Pero, naturalmente, la madre le dice: «Hijo, ten compasión de mí, que por nueve meses te llevé en mi seno, que por tres años te amamanté y te alimenté hasta ahora … muéstrate digno de tus hermanos y recibe la muerte, para que en el día de la misericordia me seas devuelto con ellos». El muchacho responde que desafiará las órdenes del rey y obedecerá «los mandamientos de la ley dada a nuestros padres por Moisés». Irritado, Antíoco ordena que el trato dispensado al joven sea peor incluso que el recibido por sus hermanos, aunque, dado el exhaustivo repertorio de torturas y mutilaciones anteriores, cuesta trabajo imaginar cuál habría podido ser.
Como la legitimidad de los asmoneos va asociada al heroísmo dinástico, el núcleo de los dos libros lo conforman una serie de sagas familiares. La austeridad del escenario provinciano en el que comienza la insurrección es la antítesis tosca y rústica de las refinadas maneras helenísticas. El padre, Matatías, en su ciudad de Modín, tiene su propia forma de reaccionar ante un judío que se muestra dispuesto a efectuar un rito sacrificial al estilo del decreto de Antíoco IV, y esa forma consiste en degollar al individuo con su espada. A modo de precedente, 1 Macabeos invoca a «Fineas» (Fines) o Pinehas, que, en el libro de los Números, alancea con un pincho de asar a un israelita y a una mujer madianita que están copulando dentro de la tienda sagrada de los israelitas. Ese, da a entender el texto, es el precio que debe pagar la promiscuidad pagana, una unión antinatural en contraposición con la unión ortodoxa del clan familiar judío.25
«¡Todo el que sienta celo por la ley y sostenga la alianza, sígame!», exclama Matatías llevándose a sus cinco hijos a lo más recóndito de las montañas, desde donde libran una guerra de guerrillas contra sus enemigos. Familias enteras, incluidos mujeres y niños, rebaños y manadas, huyendo de las ciudades y aldeas corrompidas, llegan al campamento de los asmoneos y desde esa ciudadela natural libre lanzan una guerra purificadora, derribando los altares paganos. «Recorrieron Matatías y sus amigos las ciudades destruyendo altares, y obligando a circuncidar a cuantos niños encontraban incircuncisos en los confines de Israel [es decir, la costa, la única zona con tradiciones filisteo-fenicias donde algo semejante habría sido posible].» Así pues, en la campaña de purificación carnal emprendida por los macabeos se toma al pie de la letra la referencia al restablecimiento de la alianza de sangre original de Abraham y Moisés.
Antes de morir, Matatías reúne a sus hijos y pronuncia un discurso que asocia su propia paternidad con los patriarcas y profetas judíos, desde Abraham hasta Daniel, confiriendo especial autoridad como capitán a Judas Macabeo y a su segundogénito, Sim[e]ón, «hombre de consejo», que a su vez será «vuestro padre». Es con ese mismo espíritu de benevolencia patriarcal con el que Judas, al nombrar «jefes del pueblo», hace volver a sus casas a los que ya estaban comprometidos con la vida familiar. «A los que edificaban casas, a los que habían tomado mujer, a los que habían plantado una viña y a los tímidos.»26 Su familia realiza sacrificios para que pueda fundarse un estado explícitamente judío, basado en la observancia de la Torá. Uno tras otro, los hermanos caen intentando llevar a cabo esa misión. Judas vence a toda la sucesión de grandes ejércitos y de generales arrogantes que son enviados contra él. A uno de los más implacables, Nicanor, manda cortarle la cabeza y el brazo que había extendido hacia Judas y exhibirlos como trofeos. La fama de Judas es tal, se afirma en 1 Macabeos, que «en todas las naciones se contaban sus batallas». En realidad, entre 164 y 160 a. e. c. Judas y sus tropas sufrieron varios reveses y derrotas. En 1 Macabeos se cuenta que murió en el curso de una emboscada tendida a traición, aunque previamente Roma y Esparta ya habían reconocido como aliado a su estado liberado.
El hermano de Judas, Eleazar, fallece cuando el elefante de guerra cuyo vientre estaba alanceando le cae encima. Su hermano Jonatán es el purificador espiritual, sustituto como sumo sacerdote del último de la estirpe sadocita, Álcimo, quien, después de ser aclamado prematuramente como restaurador de la observancia de la Torá, pone de manifiesto que no es más que otro helenizador que solo persigue su propio beneficio. Pero el sacerdocio de Jonatán es sancionado no por una asamblea de judíos, sino por el pretendiente al trono de los seléucidas al que ha decidido apoyar a cambio de que respete el statu quo existente antes de Antíoco IV. El resultado es que él también cae víctima de las maquinaciones de las facciones griegas.
Al final, el que queda es el segundo hermano, Simón/Simeón. Dado que el autor de 1 Macabeos escribe durante el reinado del hijo de Simón, Juan Hircano, y posiblemente de su nieto, Alejandro Janneo, no es de extrañar que el pasaje más florido del libro sea la visión de un idilio simónida-judío. Los otros hermanos, especialmente Judas, habían invocado a los antiguos patriarcas y a los padres de la nación, desde Moisés hasta David. Simón se convierte en heredero de esos antepasados como sacerdote, príncipe, juez y general. Es él quien finalmente logra purificar de tropas extranjeras la Akrá, la ciudadela de Jerusalén, poniendo fin a su ocupación y convirtiendo el sometimiento al que se hallaba sujeto el estado judío en un verdadero reino independiente. Ese momento (que tuvo lugar en el año 142 a. e. c.) constituye el clímax jubiloso de la epopeya, celebrado con «cánticos de acción de gracias, palmas y acompañamiento de cítaras, címbalos y arpas, con himnos y cánticos, porque había sido aplastado un gran enemigo de Israel».
Una edad de oro de paz y prosperidad comienza con el reinado de Simón. Se pone fin a las guerras de los judíos contra los griegos (de hecho, de los judíos contra los judíos). Las ciudades helenizadas, como Escitópolis, que se habían abstenido de dar cobijo a soldados enemigos, son perdonadas (Escitópolis cambia su nombre por el de Betsán) y se convierten en hogar tanto de judíos como de griegos. Las fronteras del estado se amplían. En Jope se construye un nuevo gran puerto; el comercio se abre a «las islas del mar». Romanos y espartanos quedan impresionados, pero no tanto como el autor de 1 Macabeos, que describe un escenario de armonía multigeneracional y de cuasidespotismo benévolo. A los últimos libros del canon bíblico y algunos Apócrifos se los consideraba escritos por Salomón, y en 1 Macabeos Simón es presentado como su reencarnación, presidiendo un paraíso judaico en la Tierra:
Cultivaban en paz la tierra, y la tierra daba sus cosechas, y los árboles del campo sus frutos. Los ancianos se sentaban en las plazas, todos hablaban de las prosperidades de la tierra, y los jóvenes vestían como traje de honor el traje de guerra. Abasteció las ciudades y las puso en estado de defensa. Llegó la fama de su nombre hasta los extremos confines de la Tierra. Hizo reinar la paz en toda la Tierra, y gozó Israel de gran bienestar. Cada uno se sentaba bajo su parra y su higuera, y nada había que les causara temor. Despareció de la Tierra el que les hacía la guerra, y en sus días fueron vencidos reyes. Dio seguridad a los humildes de su pueblo, tuvo celo por la ley, y desterró a todos los impíos y malvados. Restauró la gloria del santuario, y aumentó los vasos sagrados.27
Simón y su linaje se declaran entronizados en un reino perpetuo, aunque la salvedad que se añade —«hasta que viniese un profeta», en alusión a un Mesías o a su emisario— es sumamente significativa (y vuelve a aparecer en los manuscritos de Qumrán, escritos más o menos por esa misma época). Sin embargo, incluso este basileús judío, el monarca divino, no es invulnerable a la traición. Del mismo modo que los asmoneos empiezan a vivir y a reinar como potentados helenísticos locales, también mueren como ellos. Enredado en las disputas familiares que acabarán llevando a su dinastía a una guerra civil fratricida (la leyenda de la banda de hermanos buenos degenera en los complots de los hermanos malos), Simón es asesinado por su propio yerno cuando está comiendo y bebiendo en un banquete celebrado en su honor, como los que eran tan habituales en la Antigüedad pagana. Pero, como hiciera su padre, Matatías, antes que él, Simón ya ha mandado llamar a sus hijos, en particular a los dos mayores, para entregarles la sucesión sacerdotal y real; como él ya está viejo, les dice, «tomad mi puesto y el de mi hermano, y salid a luchar por nuestra nación, y que la ayuda del cielo sea con vosotros».28
Tras su asesinato, el cuerpo de Simón, como el de Matatías y los de sus hermanos, Judas y Jonatán, «fue sepultado en el sepulcro de sus padres». Ese sepulcro de los asmoneos ya no es una modesta tumba familiar en su ciudad natal de Modín, si es que alguna vez lo fue. Por primera vez, 1 Macabeos nos ofrece una descripción detallada de un edificio lujoso y profusamente decorado que no es el Templo. Simón ha encargado la construcción de una estructura monumental pomposa, exactamente igual de grandiosa que las obras helenísticas a las que los asmoneos se oponían de manera notoria (y poco convincente). Consta de siete elevadas torres, una para su padre, otra para su madre y cinco para sus hermanos y para él, todas rematadas por una pirámide. La fachada en forma de pórtico con columnas era de piedra blanca y pulida, y entre las columnas había relieves representando armaduras en honor de los guerreros macabeos e imágenes de barcos. Esta construcción no podía diferenciarse del tipo de edificio que a los monarcas clásicos les gustaba construirse, y su modelo más evidente es una de las maravillas del mundo antiguo, el mausoleo de Halicarnaso, del siglo IV a. e. c., en Rodas, donde ya había una colonia judía significativa.29
Nada de esto parece muy judío; no concuerda con el desdén por las pretensiones de pompa pétrea, comparada con el carácter imperecedero de la palabra. Pero lo que pretendía el mausoleo de los asmoneos era impresionar a los extranjeros con el mensaje de que los judíos habían llegado al mundo helenístico como actores importantes y poderosos. 1 Macabeos nos cuenta que el edificio de siete torres fue erigido en un lugar lo suficientemente alto como para que pudiera ser visto y admirado por los viajeros que llegaban a la costa por mar.
La espectacularidad monumental había llegado a Judea. Evidentemente, ese era el sentido de las tumbas excavadas en la roca que datan de esta misma época, entre finales del siglo II y el siglo I a. e. c., y que todavía se conservan en el valle del Cedrón, a las afueras de Jerusalén. En vez de las cámaras subterráneas o las cuevas antiguas con receptáculos comunes, la llamada «tumba de Absalón» y la «tumba de Zacarías», así como la de Jasón y el magnífico sepulcro de la familia Bnei Hazir, con su pórtico de dos columnas, tienen expresamente por objeto asomarse al mundo, causar una impresión inequívoca tanto a los judíos como a los gentiles. Y su mensaje es el de la elegancia clásica: las familias pertenecientes a la aristocracia sacerdotal (como sin duda eran todas estas) no tienen por qué avergonzarse de sus tumbas de capiteles y columnas dóricas, escaleras interiores (como la «tumba de Absalón»), frisos con inscripciones y, a veces, el aire vagamente orientalizante del remate cónico o piramidal de la cubierta. Igualmente innovadores, como ha señalado la arqueóloga Rachel Hachlili, son los kokhim —nichos individuales para miembros de un mismo clan— y la provisión de ossilegia en forma de cofres de piedra para la inhumación secundaria de los huesos al año de haberse hecho el entierro original. En el siglo I a. e. c. esos ossilegia se convertirían en objetos de extraordinaria belleza, casi mundana; fabricados en piedra caliza, en la que se talla una rica decoración floral y vegetal (especialmente a base de complicadas rosetas). En un ejemplo particularmente excepcional, se hizo que el ossilegium pareciera una casa helenística, con su frontón, su pórtico y sus ventanas en forma de arco (huecas); el último grito en elegante alojamiento urbano para difuntos. ¿No resulta muy elocuente que por esta época se empiece a utilizar la palabra nefesh «alma» o «esencia espiritual inmaterial» para designar las estructuras totalmente materiales construidas junto a las tumbas?
Y lo que vale para estos grandes personajes de tiempos de los asmoneos en la Jerusalén reconstruida que vio sus dimensiones cuadruplicadas, vale también para los miembros de la dinastía reinante. Los macabeos habían encabezado la revolución contra la aniquilación cultural y física ordenada por el enloquecido Antíoco IV, pero no tardaron más de una generación en pasar de rebeldes a actores con un papel destacado en el mundo de los seléucidas. Aunque se hicieron célebres por imponer la conversión forzosa, por destruir ídolos y derribar altares paganos (así como el templo de los samaritanos en el monte Guerizim), su guerra nunca había tenido por objetivo atacar el helenismo en general, porque no tenían motivos para creer que fuera fundamentalmente incompatible con el judaísmo. La Alejandría judía, sede de la pujanza cultural judía, parecía justamente la demostración de todo lo contrario. Como símbolo de esa compatibilidad, Alejandro Janneo puso en las prutot acuñadas por él su nombre judaico, Yohanatan en hebreo arcaico, y su nombre moderno en griego. Podía seguir siendo fiel al segundo mandamiento no esculpiendo su rostro en las monedas, pero eso no significaba que rechazara por completo las imágenes. Si algo se puede decir de los asmoneos es justamente lo contrario, y la elección de sus imágenes resulta reveladora por su carácter híbrido. Una de las caras de una pequeña pruta llevaba la imagen clásica, dos cornucopias enguirnaldadas (en consonancia con la propaganda de prosperidad típica de los asmoneos) en medio de las cuales iba una granada, símbolo más auténticamente judaico y relacionado con el Templo. La otra cara de la moneda de Alejandro Janneo llevaba la imagen de una estrella de ocho puntas (interpretada a veces como una rueda de ocho radios), correspondiente a un prototipo macedonio. Pero la estrella aludía también a la profecía de Balaam sobre Moab recogida en Números 24, 17, «Álzase de Jacob una estrella» que, como el puño guarnecido de malla de Alejandro, «quebrantará las dos sienes» de Moab, Edom y otras naciones vecinas.
La fiesta de la Hanuká, instituida oficialmente por los asmoneos, duraba, como la de los Tabernáculos, ocho días, y era también el período de ocho días correspondiente a las fiestas paganas del solsticio de invierno que conmemoraban el regreso de la luz, alegremente celebradas en Grecia y Roma. Se añadieron al calendario otros días triunfales al estilo griego, como el día de Nicanor, que conmemoraba la derrota de este general.
El gusto por la grandiosidad clásica, torpemente yuxtapuesto al núcleo más austero del judaísmo, se relaciona a veces con la supuesta adulteración del judaísmo llevada a cabo por Herodes el Grande. ¿Qué otra cosa cabría esperar, añade esta tesis, de un idumeo converso, hijo de Antípatro, soldado aventurero procedente de Edom, el país del sur? Pero Herodes no hizo más que engrandecer el judeo-clasicismo iniciado por los asmoneos. Su enemigo, el que había querido aniquilarlos, había sido el lunático Antíoco IV, no los griegos. ¿Qué podía tener de malo emular la elegancia de su estilo? Mucho antes que Herodes, Juan Hircano se había construido un suntuoso palacio en Jericó, con piscinas y un pabellón de recreo rodeado de columnas. En el emplazamiento de la Akrá —y por lo tanto no lejos del presunto emplazamiento del palacio de David—, los asmoneos erigieron su propia residencia fortificada, en consonancia con sus pretensiones regias de sacerdotes, generales y «etnarcas» —todo en uno—, que era como se titulaban.
En su mente, pues, y en la de los que escribieron sus historias, no había contradicción alguna entre invocar siempre que fuera posible las monarquías judaicas originales que afirmaban reencarnar, y servir al mismo tiempo como aliados fieles de los últimos seléucidas. Más de una vez, los asmoneos demostraron que estaban dispuestos a renunciar a la autonomía siempre tenuemente definida de su estado judío a cambio de su propia supervivencia. El largo y duro asedio de Jerusalén por Antíoco VII entre 134 y 132 a. e. c., que casi logró obligar a la ciudad a ponerse de rodillas, no fue levantado hasta que Juan Hircano accedió a convertir su reino en un estado tributario, como había ocurrido en tiempos del benévolo Antíoco III. Fue solo el regalo que regularmente solían hacer los griegos —la muerte repentina de su rey en campaña— lo que permitió a la dinastía judía recuperar, de momento, una apariencia de independencia.
E incluso eso se debió a la inminente llegada del poder de Roma. Ya desde que Judas Macabeo envió a Eupólemo a Roma en la primera de las tres embajadas de finales del siglo II a. e. c., los asmoneos se figuraron que eran socios iguales (aunque quizá un poco secundarios) en los tratados de alianza que firmaron. Esos tratados, según nos cuentan 1 Macabeos y Josefo, fueron grabados en tablas de bronce para ser expuestos públicamente en Jerusalén. Por un momento, los asmoneos quizá no se engañaran del todo con tanta prepotencia afectada, pues la marcha de las campañas expansionistas de Hircano y de Alejandro Janneo acaso consiguiera que el casi reino judío pareciera que era la potencia dominante en una región fundamental desde el punto de vista estratégico situada entre Egipto y Asia Menor.
Aun así, conseguir el respeto de las potencias gentiles significaba, irremediablemente, perder el de los sacerdotes que consideraban que ellos, y no los dinastas armados, eran los verdaderos guardianes del judaísmo. La sorprendente usurpación del sacerdocio, como la consideraron muchos, volvió a abrir la herida de las viejas disputas y envidias entre sacerdotes y príncipes. Esa disputa —suscitada originalmente más de quinientos años antes por los autores de los libros de los Reyes, los Jueces y las Crónicas en sus historias de Saúl, David, Salomón y sus descendientes— versaba sobre si el poder político favorecía la piedad o la perjudicaba. Por supuesto, es un debate que todavía, al cabo de dos milenios, no ha desaparecido precisamente de la vida judía. Entonces, como ahora, todo giraba en torno al choque entre la política y la Torá. El judaísmo necesitaba al estado para que lo protegiera, pero la religión israelita se basaba en una liberación de la monarquía egipcia y se había establecido sin ella en la Tierra Prometida. Aparte de las otras pretensiones que a los asmoneos les gustaba creer que habían heredado de la estirpe de David, estaba este dilema perpetuo.
Fuera de su corte, los que se consideraban a sí mismos guardianes del Templo y de la Torá estaban divididos en este punto trascendental (al igual que siguen estándolo hoy día). La casta aristocrático-gubernamental que, según Josefo, era llamada «de los saduceos» estaba formada esencialmente por hombres de estado, a los que no les molestaba en absoluto la concentración de poder sacerdotal y militar asumida por los asmoneos, y presumiblemente estaban muy contentos con la imposición del judaísmo a punta de lanza (y del cuchillo de la circuncisión) a los pueblos vecinos, como los itureos y los idumeos. Sus adversarios, los fariseos, por su parte, habían llegado a la convicción de que, cuanto más fuerte fuera el poder de los asmoneos, más probable era que violara la pureza de la ley judía, y de que, en último término, el único monarca de Israel era la Torá. El verdadero significado de la palabra aramea de la que tomaron su nombre ha sido muy discutido, y unos dicen que es «clarificación» y otros afirman que es «separación», pero, para sus numerosos seguidores, una cosa implicaba la otra.
De ahí el gradual pero inequívoco distanciamiento de la dinastía reinante de los guardianes de la santidad, como se consideraban a sí mismos. 1 Macabeos y Josefo cuentan la apasionante historia de Hircano, originalmente «discípulo» de los fariseos y dotado, según creía, de poderes proféticos, hasta el punto de permitirse el lujo de pedirles en el transcurso de un banquete que, cuando pensaran que se apartaba de la estrecha senda de la rectitud, tuvieran la osadía suficiente para corregirlo. A todos los dictadores les gusta echarse flores pensando que pueden encajar los golpes de los piadosos, hasta que descubren que no les gustan las censuras. Un fariseo septuagenario, Eleazar, fue lo bastante ingenuo como para tomarse la invitación al pie de la letra y decirle a Hircano que debía dejar a un lado su papel sacerdotal y contentarse con el poder profano. Cuando Hircano insistió en que le explicara el motivo, Eleazar respondió que ello se debía a que su madre (la segunda esposa de Simón) había sido una esclava en tiempos de la persecución de Antíoco IV. No era más que un eufemismo para decir que había sido violada, lo que ponía en duda la legitimidad del propio Hircano. Enfurecido, este preguntó entonces a los fariseos qué castigo debía infligirse por un discurso de tal temeridad, y, para su mortificación, estos sugirieron que unos cuantos azotes bastarían.
Las acusaciones de ilegitimidad fueron repetidas contra su hijo, Alejandro Janneo, que además fue objeto de una vejatoria lluvia de etrogim —las cidras o limones no comestibles, de forma oblonga y corteza nudosa, que llevaban los judíos durante la fiesta de los Tabernáculos (además del lulav, la rama de palmera doblada, y las hojas de mirto y de sauce). La lluvia de cítricos se desencadenó como consecuencia de la indiferencia altiva de Alejandro ante el procedimiento establecido para la ejecución de las libaciones con agua mientras estaba oficiando como sumo sacerdote durante la fiesta de los Tabernáculos, pues la vertió sobre sus pies en vez de hacerlo sobre el altar. Por cómico que pueda resultar el incidente, dejó muy claro a los indignados fariseos que la pose de los asmoneos como guardianes de la Torá no era más que eso, pose. Al fin y al cabo, ¿qué diferencia había entre los que se coronaban a sí mismos como reyes-sacerdotes y los escandalosos ultrahelenizadores a los que habían destituido en tiempos de Judas? Su indignación resultó funesta, pues desencadenó una sangrienta guerra civil judía que duró seis años (no siempre debidamente registrada en las historias populares de tiempos de los macabeos), en la que miles de judíos desafectos se unieron al ejército del seléucida Demetrio Eucario (hasta muy poco antes enemigo suyo), con la esperanza de derrocar a los perversos asmoneos. Cincuenta mil personas perdieron la vida en aquel sangriento conflicto, que culminó con la derrota de Janneo por Demetrio y sus aliados judíos. Con todo, el trono y el estado se salvaron por la habitual necesidad repentina del monarca griego de replegarse hacia el norte y el este, lo cual permitió a Janneo regresar a Judea y tomar unas represalias terribles con los que se habían mostrado desleales. Su venganza culminó con la crucifixión en masa de ochocientos judíos, considerados los más culpables, en presencia del rey-sacerdote mientras celebraba un banquete «con sus concubinas», y, estando todavía vivos, mandó degollar delante de ellos a sus esposas e hijos.
La brutalidad de la represión de Janneo permitió ganar algún tiempo a los asmoneos, pero la herida que se había abierto entre la dinastía y los fariseos no se cerraría nunca. En un momento determinado después de la muerte de Juan Hircano en 104 a. e. c., la presunción de que pudiera existir cualquier identificación entre el judaísmo y los asmoneos empezó a desvanecerse, y con su hijo, Alejandro Janneo, se esfumó por completo y para siempre. En el fondo de aquella división radicaba la profunda cuestión que el judaísmo se ha planteado siempre y que sigue planteándose hoy día: ¿cuál es la relación correcta que debe existir entre poder y piedad?; ¿es una dosis moderada de fuerza por parte del estado la condición para llevar una buena vida de judíos, o es más probable que solo sirva para corromperla y destruirla? Los reinos de David y de Salomón cuentan con el beneficio de la duda de que tal vez consiguieran solventar el problema debido solo al silencio documental casi absoluto que los rodea. De la abundancia de sellos e improntas glípticas con la palabra lmlk en ánforas y tinajas podemos deducir la existencia de una burocracia real, pero tenemos una idea muy vaga de cuán abrasivo debió de llegar a ser el roce entre política y sacerdocio, excepto en los casos en que la Biblia escenifica episodios de confrontación. Naturalmente, esos episodios —David enfrentado a sus pecados personales y a su excesivo poder guerrero, o Salomón acompañado de su esposa egipcia y de sus incontables otras mujeres— aparecen en la Biblia con suficiente frecuencia como para que nos dé la sensación de que santidad y mundanidad (elementos ambos necesarios para que sobreviviera algo parecido a una especie de estado judío, y no digamos para que prosperara) estuvieron en constante fricción. El hecho de que profetas como Jeremías caracterizaran la derrota del reino e incluso la destrucción del Templo —en definitiva, la aniquilación babilónica— como sucesos perfectamente en consonancia con los planes de Dios, no facilitaría ni mucho menos la reconciliación entre fuerza y fe.
La mayor parte de la Biblia, generación tras generación, fue escrita cuando los puntos débiles del poder del estado resultaron más patentes. El libro en forma de rollo o volumen portátil se convirtió en el contrapeso de la espada. Una vez que ocurrió eso, la idea de que la vida judía eran las palabras judías, y de que esas palabras podrían soportar, y de hecho soportarían, las vicisitudes del poder, la pérdida de la tierra y la opresión del pueblo, cuajó y entró en la historia. Como otras religiones monoteístas del libro unieron palabra y espada en vez de separarlas, resultaría que precisamente este rasgo respondía a una visión exclusivamente judía.
En su momento, cuando las civilizaciones de Oriente y Occidente eran gobernadas por un principio tan de Perogrullo como que, sin una fuerza imperial, el reino de lo sagrado carece de importancia, esta inversión judaica de los conceptos supuso un reordenamiento radical de las prioridades de la vida humana. Cuando fue reafirmada con insistencia y con una claridad sobrenatural por un predicador de Nazaret, por lo demás casi desconocido, la doctrina del poder de los que no tienen poder empezó a ganarse el respeto de millones de personas. No podría ser más significativo el hecho de que el creador más eficaz del universo cristiano, Pablo, empezara siendo un instrumento entusiasta del estado —ejecutor, recaudador de impuestos, burócrata— y luego se retractara al caer de lo alto del caballo de su autoridad fulminado por un rayo de humillante iluminación, cegado por la luz y abatido por la verdad evangélica. Sin embargo, una vez que el diminuto cristianismo se volvió imperial, el dilema planteado primeramente por los estados bíblicos —y luego de manera más funesta y dramática por los asmoneos— afectó a la nueva iglesia. ¿Podía algún imperio ser santo, y menos todavía el Imperio romano?
Los fariseos fueron importantes no solo porque afirmaron que su apoyo a la Torá era más puro e intransigente que el del gobierno de los asmoneos y su casta de sacerdotes áulicos, los saduceos. En unas circunstancias en que el estado judío era inestable, la fuente de legitimidad y el estímulo hacia el respeto de la ley tenían que proceder de otra parte. Ni siquiera únicamente la Torá escrita podía hacer frente a las vicisitudes de la vida cotidiana que pudieran plantear un estado y una sociedad precarios, de modo que los fariseos iniciaron el proceso de adición ajustada, aportando una «ley oral» concebida no solo como una extensión de la escrita, sino también como una conexión orgánica, vital, entre lo que prescriben los mandamientos y el desafío de la vida cotidiana. Sorprendentemente, insistirían en que sus propias interpretaciones eruditas tuvieran una autoridad comparable a la de la ley revelada en la Biblia. Se implantó así un sistema que era a la vez abierto y cerrado, y que hacía de los dictámenes de la Ley Oral objeto de discusiones interminables, milenarias. Pero de ese acto trascendental de autoautorización surgirían los comienzos de la Misná (doscientos años después) y, en último término, la autoridad de todo el Talmud.
También de forma negativa, las condiciones insuperables de solo ser un estado —o, mejor dicho, un estado en guerra permanente— favorecieron el énfasis de los fariseos en la existencia de un reino de ayuda mutua más allá de las instituciones del poder. Los que sufrían más dolorosamente las consecuencias de unos impuestos durísimos, del reclutamiento forzoso y del contacto habitual con la brutalidad de la soldadesca (junto con sus acompañantes ineludibles, la destrucción de los campos, el hambre y las epidemias) se sintieron atraídos naturalmente por las críticas que afirmaban que, por más que Dios ordenara los sufrimientos, estos se veían agravados por hombres altivos y presuntuosos. El hecho de que las altas esferas del Templo estuvieran en manos de los saduceos, próximos a la casta dirigente, de que esta se hubiera convertido en un ámbito de exhibición personal de los asmoneos, no hacía más que añadir leña al fuego popular y nuevos partidarios a la desafección de los fariseos.
Todo ello fue el preludio de uno de los episodios más asombrosos de la historia de los judíos (aunque no es uno que dé mucho juego en las lecciones conmemoradas por la Hanuká y la Tisha b’Ab, que, según se dice, es el día en que los babilonios y los romanos destruyeron el Templo): el repudio de los reyes-sacerdotes asmoneos en nombre de la moralidad judaica. Como pareció que, tras conquistar Damasco (y empezar a trasladar sus tropas a Judea), el general romano Pompeyo era imparable, fueron a visitarlo tres delegaciones judías con la intención de persuadirle de que apoyara su causa. Dos fueron enviadas por cada uno de los hermanos, Hircano II y Aristóbulo, que se disputaban la sucesión al trono de los asmoneos. Pero la tercera, que, según Josefo, afirmaba representar la verdadera voz de los judíos, dijo que «la nación estaba en contra de los dos, pues no quería reyes; su tradición, decían, les imponía que obedecieran a los sacerdotes del Dios al que veneraban».30 Los asmoneos, que descendían de sacerdotes, querían obligarlos a cambiar de gobierno «para reducirlos a la esclavitud». Así pues, pidieron a Roma que acabara con las pretensiones de quienes querían ser sacerdotes y reyes a la vez y restableciera la antigua separación entre los ámbitos de lo mundano y de lo sagrado. Por lo que a los fariseos concernía, no tenía ninguna importancia a cuál de los dos rivales se concediera el poder mundano, a Hircano II, que junto con su brazo ejecutor, el idumeo Antípatro, había llamado a los romanos, o a su hermano Aristóbulo. Que quien quisiera ese poder o pudiera hacerse con él, lo tuviera. El verdadero poder estaba en otro sitio.
Pues bien, hasta ahí es hasta donde llegó la historia, a un enconado enfrentamiento entre la dinastía de los asmoneos, que afirmaba ser la verdadera encarnación del estado judío que había fundado, y los que decían que se había convertido en un obstáculo para su supervivencia. Sin embargo, cuando hacia mediados del siglo I a. e. c.,Hircano —junto con su brazo ejecutor, Antípatro— llevó a las tropas romanas hasta las propias puertas de Jerusalén, ¿hizo que su pretensión de ser el rey de los judíos se convirtiera en un absurdo sin sentido? ¿La loba romana iba primero a amamantarte y luego a devorarte? Irónicamente, cuando pasó lo peor y lo que había sido un estado judío se volvió tributario de Roma, el aura de portadores de la llama de la libertad que rodeaba a los asmoneos, impotentes y decaídos, de hecho se intensificó. Para Herodes y sus sucesores, la negativa de los fantasmas de los asmoneos a desvanecerse por completo, su leyenda sostenida por el relato de la Hanuká, constituirían un motivo de irritación. La forma que tuvo Herodes de enfrentarse a ellos fue, cuando menos, versátil: se casó con una mujer de la familia, apoyó las pretensiones de otro y los asesinó a todos.
Nada de esto preocupaba particularmente a los fariseos, como tampoco les inquietaba la sustitución de la soberanía por el estatus inferior de estado tributario de Roma. A su modo de ver, el fin de la independencia era la condición previa para la verdadera restauración judía, o al menos una nueva separación de los reinos de lo sagrado y lo profano. La única fuente de la que disponemos para saber lo sucedido es Flavio Josefo, nacido José bar Matatías, que se encontraba en una situación realmente única para entender las dos caras del problema, pues por línea paterna procedía de una familia sacerdotal y por línea materna pertenecía a la estirpe de los asmoneos. Pero Josefo escribía para un público romano después de la destrucción del Templo en 70 e. c., episodio al que asistió no como un mero testigo neutral, sino como un colaborador activo y guía del ejército exterminador de Vespasiano y Tito. De modo que su relato de cómo Pompeyo quedó maravillado al ver el Templo, después de haberlo conquistado, se corresponde con su convencimiento de que no había nada en el poder de Roma que intrínsecamente debiera hacer de él el destructor del judaísmo.
Tenemos a Pompeyo, a las puertas del Templo, tras un asedio enojosamente prolongado que había supuesto la construcción de colosales terraplenes para salvar el barranco del monte y el empleo de balistas y arietes. Doce mil hombres perecerían en el interior del recinto y sus alrededores, pero, según puede apreciar el general romano, incluso en medio de esa carnicería infernal los sacerdotes del Templo continúan con sus ceremonias. Pisoteando todos los tabúes en torno a la presencia de extranjeros en el Templo, el general penetra en él, arranca el velo y entra en el sanctasanctórum, al cual solo tenía acceso el sumo sacerdote. Pero entonces Pompeyo queda tan reverencialmente impresionado por el altar de oro, la mesa de la proposición y el candelabro sagrado (según cuenta cierta tradición, llegó a postrarse ante ellos) que, algo insólito en semejantes casos, se abstiene de tolerar el saqueo. Al día siguiente, Pompeyo ordena purificar los patios del Templo y que se reanuden los sacrificios.
En una repetición del episodio de Alejandro Magno —el conquistador abrumado por el espectáculo de la santidad—, Josefo armonizó (al menos en su imaginación) el judaísmo de su familia sacerdotal y el romanismo de su condición de ciudadano romano. Y en cierto modo tenía razón. Aunque los romanos se revelarían más intervencionistas que los seléucidas o los ptolomeos y más implacables a la hora de exigir tributos, y aunque sustituyeron el estado independiente por un reino títere, los primeros setenta años aproximadamente de su dominación no fueron una época en la que diera la sensación de que el desastre simplemente había sido aplazado.
No se debió, sin embargo, a ningún encaje benévolo entre las dos culturas. Buena parte del crédito debe atribuirse a la brutal astucia de la dinastía de Antípatro, el brazo ejecutor de Hircano II, que comprendió la esencia del trato anticipado ya por Pompeyo. «Demuéstranos que puedes conquistar Siria y Palestina y mantenerlas en orden para nosotros —decía la parte romana del contrato—, y no nos entrometeremos en esas cosas raras que hacéis.» Todo eso del cerdo y del prepucio; el engorro de tener que dejar de trabajar el último día de la semana; el despilfarro de quemar enteras las reses sacrificadas; los problemas que vosotros mismos provocáis al tener que controlar a la multitud durante las fiestas de peregrinación. Todo eso es cosa vuestra. Encargaos simplemente de que no se os vaya de las manos. Adelante; convertíos en un pequeño estado poderoso; lo llamaremos «reino» si os conviene; mantened la paz, atizad fuerte al menor indicio de rebelión; haced tratos con los bandidos y mandadnos el dinero a tiempo. No deis a nuestros procuradores motivos de disgusto y podremos entendernos. ¿Por qué no?
Antípatro y sus hijos, en especial Herodes, aceptaron el trato. Paradójicamente, consiguieron que el acuerdo cuajara (de momento) no porque Roma fuera muy fuerte, sino porque, justo en aquellos momentos, estaba violentamente dividida. Pompeyo muere; César es asesinado; sus asesinos son derrotados; Marco Antonio fallece; Augusto finalmente triunfa. En cada fase, en los momentos de crisis, un partido u otro (incluso Casio, que realiza una visita a Judea) necesita la ayuda que Herodes en particular puede proporcionarle. Oriente Próximo —desde Egipto hasta la violenta frontera de los partos— fue tan importante como la propia Roma a la hora de decidir quién ganaría. Y todos conocían a Herodes. Él mismo tuvo que refugiarse en Roma tras el revés sufrido por el ejército de Hircano II; sus hijos se educaron en la ciudad; su clan llegó a mantener estrechos lazos con algunas de las familias más poderosas. Herodes se convirtió en el judío que a ellos les gustaba, es decir, un judío que no era de Judea, un idumeo procedente del territorio situado al sudoeste del mar Muerto que había sido conquistado y convertido a la fuerza por Juan Hircano. Aunque Herodes se mostrara casi siempre muy puntilloso en la observancia del judaísmo que había adoptado, los romanos pensaron con toda seguridad que sus orígenes étnicos distintos hacían que fuera menos probable que se dejara dominar por la superstitio que tantos problemas podía desencadenar. Herodes era el tipo de judío del que pensaban que se podían fiar. Su capacidad para actuar con brutalidad homicida (aplicada a su propia familia si era necesario, algo por otra parte de lo más habitual en Roma) era otro indicio de su fiabilidad. Tampoco tenía nada de malo que Herodes poseyera una especie de carisma salvaje; la sonrisa del depredador. Cuando apareció ante Octaviano, que poco después sería llamado Augusto, como aliado del derrotado Marco Antonio y tuvo el descaro de decirle al vencedor (que, según era sabido de todos, tenía poco de sentimental): «Júzgame por mi lealtad, no por la persona a la que he sido leal», Augusto quedó en cierto modo desarmado.
Así pues, los conquistadores respetaron su parte del trato. Herodes fue proclamado oficialmente rey de los judíos, y el César amplió generosamente sus territorios. El sacerdocio quedó separado del trono, y dejó de ser una prerrogativa dinástica para convertirse en un nombramiento asignado por el rey. Se pagaban tributos a Roma y, a cambio, se recibían y se hacían sacrificios en el Templo en nombre del Senatus Populusque Romanus.
El pragmatismo del acomodo mutuo y la relativa paz que llevó consigo (bajo el reinado del carismático sociópata) permitieron un florecimiento extraordinario de la cultura judía. Su magnitud y su dinamismo se miden muy a menudo en términos arquitectónicos, con la creación de ciudades espectaculares como Cesarea y la asombrosa ampliación del Templo. Pero no deberíamos olvidar que el período herodiano fue también una época de intensa creatividad religiosa dentro de la comunidad farisaica en la que (según las posteriores tradiciones talmúdicas) surgirían las escuelas rivales de los sabios Hilel y Samay. Sus disputas en torno a la interpretación más rígida o más laxa de los preceptos sociales de la Torá, y las famosas reducciones epigramáticas de los mandamientos que hizo Hilel, fueron una especie de plantilla sobre la que se forjarían finalmente los constantes debates de la Misná y luego el voluminoso Talmud. Nadie, sin embargo, podría competir nunca con la elegancia moral de la famosa respuesta de Hilel a un discípulo que le pidió que expresara la esencia de la Torá estando de pie a la pata coja. «No hagas a los demás lo que te resulta odioso. El resto no es más que comentario. Y ahora vete a estudiar.»31
La idea de que todo esto sucedió durante el reinado de un judío no originario de Judea, perteneciente a una dinastía de conversos —por no mencionar que era un rey con una vena de psicópata—, no encaja muy bien en el relato de la historia de los judíos. Se opta por que la reforma y el resurgimiento de la religión parezcan una reacción al gobierno de Herodes, no unos desarrollos protegidos por él, y a Herodes se le suele presentar como un pseudojudío. Se ha pensado que las alusiones que aparecen en los Salmos de Salomón, contemporáneos suyos, a «un hombre extraño a nuestra raza», que ocupa ilícitamente el poder, se refieren al linaje de Herodes, pero podría ser más bien que tuvieran que ver con el propio Pompeyo.
El caso es que Herodes no era, en realidad, un pseudojudío ni, como a veces se le presenta incorrectamente, un «judío a medias» (algunas historias ortodoxas lo tachan incluso de árabe); era plena e indiscutiblemente un judío cuya familia conversa procedía, mira por dónde, de Idumea. La respuesta de los sacerdotes y los rabinos, de los saduceos y los fariseos, a esta rápida expansión cosmopolita del territorio controlado por los judíos, iniciada con los asmoneos, no consistió en hacer distinciones más tajantes y netas entre judíos y no judíos, sino exactamente en lo contrario: en establecer procedimientos de conversión que los integraran plenamente en la comunidad. Herodes era perfectamente representativo de esta ampliación de la identidad judía, y una de las claves de su éxito fue que su reino representaba la integración de las comunidades —itureos, idumeos y otros— que se habían convertido, conforme a unas normas religiosas totalmente aceptables, en una república en sentido lato de judíos.32 El hecho de que ese estado fuera étnica y territorialmente menos estricto que los que lo habían precedido, no lo hacía en realidad menos judío. Más bien al contrario. Era judío de la misma manera en que muchas comunidades de la Diáspora ya eran judías (y lo habían sido durante siglos): viviendo en localidades y calles al lado de gentes no judías, habitando en ciudades que tenían un diseño clásico y se enorgullecían de sus teatros, sus costosos mercados, foros y ágoras o incluso sus gimnasios, así como de sus proseuchaí o sinagogas. De hecho, fue justamente en esos ambientes urbanos más heterogéneos y más abiertos, y precisamente por esta misma época, donde y cuando empezaron a surgir las primeras sinagogas… como lugares en los que se residía, se leía la Torá y se llevaba a cabo la purificación ritual, o como centros de peregrinación. Las sinagogas no debieron sus orígenes a ningún tipo de rígida separación, sino más bien a todo lo contrario, a un nuevo concepto de movilidad, a una repentina oleada de éxodos y reasentamientos judíos, a la capacidad de los judíos de trasladarse a sitios distintos y seguir siendo judíos. Aparecen así en Jericó, en el camino que conduce al mar Muerto, muy animado como vía marítima comercial, como sabemos por las anclas de esta época descubiertas en su lecho salino. Podían encontrarse sinagogas también en ciudades mixtas desde el punto de vista étnico como Escitópolis (Betsán), en los confines del hinterland de Samaria, o en la elegante nueva ciudad galilea de Séforis, al sudeste de Tiberíades.
Análogamente, lugares que habían estado esencialmente vedados a los judíos, como Ptolemaida, en la costa de Galilea, Ascalón o Gaza, contaban en aquellos momentos con colonias cada vez más numerosas de emigrantes judíos, que se establecían en esas sociedades dedicadas al comercio y la navegación, asomadas al Mediterráneo, hacia Rodas y Chipre, hacia las islas del Egeo y hacia el sudoeste, hacia Alejandría y Cirenaica. Y fue debido a ese tirón gravitatorio social y económico por lo que Herodes decidió construir en el centro geográfico de su reino una espectacular ciudad portuaria y bautizarla con el nombre de su último protector, [César] Augusto, Cesarea Marítima. Provista de un anfiteatro enorme, de un puerto construido sobre unos muros de cimentación de piedra emplazados a veinte brazas de profundidad y de un espectacular palacio con piscinas, torres y esculturas colosales, con vistas al mar, Cesarea hizo que la Palestina litoral se convirtiera casi de la noche a la mañana en la nueva Fenicia. Los judíos fueron a instalarse en masa en sus elegantes barrios, mientras que otros prefirieron hacerlo en Jope, al sur, o en Ptolemaida, al norte. La expansión fue tan rápida y tuvo una trascendencia tal que al final se vería abocada a desencadenar disturbios interétnicos entre las poblaciones judías y no judías, como ocurrió también en Roma y en Alejandría. Pero mientras gobernó Herodes, esos disturbios estuvieron controlados, y las exigencias de los procuradores romanos se mantuvieron dentro de unos límites, de modo que no produjeron ningún distanciamiento peligroso.
En el polo opuesto de la vida judía estaba Jerusalén. Y del mismo modo que el concepto de un mundo judío extendido más allá de Judea hacia la costa, por el sur hacia el desierto y por el norte hacia Galilea y el Golán, fue esencialmente un éxito herodiano, también la transformación física del Templo fue un logro del rey y gran constructor judeo-idumeo. Hasta que Herodes se puso manos a la obra, y a pesar de su lujosa ornamentación, las dimensiones del Templo siguieron limitadas a la modesta escala del diseño de Zorobabel y de los que regresaron del cautiverio de Babilonia, cuatro siglos antes. En tiempos de los asmoneos, la población de Jerusalén había aumentado y la multitud de gente que acudía a los distritos del Templo durante las fiestas y peregrinaciones había creado un cuello de botella de devoción absolutamente insalvable (con los consiguientes escándalos, que nada tenían de religioso). Herodes amplió significativamente el área del recinto, tallando y transportando hasta el monte grandes sillares de piedra caliza pulida con el fin de levantar el gran muro exterior del perímetro del recinto. Algunos túneles abiertos recientemente en el subsuelo de la Jerusalén moderna han puesto de manifiesto las dimensiones colosales de muchos de esos sillares, sobre todo de los que están inmediatamente encima del nivel de los cimientos, y la enorme cantidad de mano de obra que debió de ser preciso movilizar para ponerlos en su sitio, sin la ayuda de mortero ni cemento. Incluso según los estándares romanos, las murallas de ladrillo eran tan imponentes que en Roma llegaron a levantar sospechas de que los judíos estaban construyendo un edificio que, so capa de religiosidad, tenía en realidad un carácter estratégico, constituyendo una línea defensiva capaz de desafiar a cualquier ejército sitiador en el futuro. Hoy día parece harto improbable que muchos de los que van a orar en lo que queda del Muro de las Lamentaciones, o que extrapolan a partir de él las dimensiones del Templo que anhelarían ver reconstruido, piensen ni mucho ni poco en el sociópata judío originario de Idumea que lo levantó.
Durante siglos Jerusalén había sido el Templo; un centro de cultos y sacrificios que tenía una profunda importancia devocional para los judíos. Sin poner en peligro esa posición, Herodes quiso convertirla en una ciudad capaz de rivalizar con otras grandes creaciones del mundo antiguo, Atenas, Alejandría y Roma. El monarca idumeo tenía grandes ideas, y sus obras fueron todavía más grandes. La inmensidad del Templo, situado en lo alto de su monte urbano, visible a muchos kilómetros de distancia, proclamaba ante los viajeros las dimensiones imperiales de semejante visión. Aparte del Templo, además, el modesto palacio residencia que los asmoneos se habían levantado fue convertido en un edificio mucho más grandioso, a la vez fortaleza amurallada y residencia de descanso. Ahora había en la ciudad jardines, piscinas, calles elegantemente pavimentadas, mercados y puentes con arcos que unían el monte del Templo y el monte Sión. Los acueductos y cisternas de Ezequías fueron remozados y ampliados, y se construyó otro gran acueducto completamente nuevo para subvenir a las necesidades de Cesarea. Esta ciudad y Jerusalén se convirtieron en los polos magnéticos de la vida judía de la época romana; dos formas completamente distintas de vivirla (más o menos del mismo modo que Tel Aviv y Jerusalén encarnan hoy día esa diferencia), pero ambas con la impronta de una misma cultura distintiva. De repente, los judíos eran vistos como una fuerza con la que había que contar en el mundo del Mediterráneo oriental.
Sus aristócratas, laicos o clérigos, se recreaban en aquel nuevo esplendor. Que los saduceos no veían la menor contradicción entre su vocación y la elegancia del diseño ornamental lo sabemos por el osario, descubierto recientemente, de José, hijo de Caifás, el sacerdote (y sin duda alguna saduceo) que, a petición de Pilato, presidió el tribunal que juzgó a Jesús de Nazaret. Si los seguidores de Jesús quisieran dramatizar la diferencia entre su paladín mesiánico de los pobres y la vanidad de los sacerdotes judíos, de nada habrían podido sacar mejor partido que de la urna funeraria de Caifás, con sus rosetas exquisitamente esculpidas y entrelazadas. Con tal de que la decoración no violara la prohibición del Segundo Mandamiento de las «imágenes talladas» (generalmente interpretadas como la representación de figuras humanas), en realidad no había nada en la ornamentación que estuviera en manifiesta contradicción con la Torá. El hiddur mitzvá —la «glorificación» o «exaltación» de los mandamientos, parafraseando la expresión usada en Éxodo 15, 2— pasó a interpretarse como un hermoseamiento material. No hay quien pueda leer los libros centrales del Pentateuco sin percatarse del placer con el que sus autores describen con minucioso detalle la ornamentación del Tabernáculo, que era a la vez rudimentario en su sencillez portátil —lo cual permitía tenerlo dispuesto para emprender cualquier viaje— y lujoso en su decoración. Bezalel, el maestro artesano, responsable del diseño de todo, desde los palos de la tienda hasta el atuendo sacerdotal, se convirtió en el héroe legendario de la artesanía judía, casi tan importante por su legado para el judaísmo como Aarón. Casi con toda seguridad, la multitud de artesanos —orfebres, joyeros, tejedores, batidores de metales, albañiles, etc.—que transformaron Jerusalén, y que tanto contribuyeron a su prosperidad en tiempos de los macabeos y en la época de Herodes, pensarían que eran los descendientes de Bezalel. Y fue el patrocinio de la corte de Herodes y de los oligarcas sacerdotales y laicos —con su gusto por la ostentación pública y las casas suntuosas— el que cambió la reputación de la ciudad en el mundo clásico.
La monarquía herodiana se guardó mucho de traspasar la línea divisoria de la provocación idólatra, pero el atractivo de la autoglorificación romana era muy tentador. En un determinado momento, Herodes mandó colocar su emblema —un águila de oro— sobre la puerta principal del Templo. No era algo tan malo como poner un retrato suyo, y tampoco estaba dentro del recinto, pero bastó para que una pandilla de jóvenes sophistaí —«sofistas», cumplidores escrupulosos de la ley, seguidores de Judas de Séforis, la nueva ciudad de Galilea— treparan hasta lo alto valiéndose de unas sogas descolgadas desde el tejado y derribaran el águila a golpes de hacha. Por muy escrupulosos que fueran, no se habrían atrevido a hacerlo de no ser por que se creyeron a pies juntillas el rumor que circulaba de que Herodes era no ya parcialmente, sino enteramente pasto de los gusanos. Por desgracia para los demoledores del águila, no era así. Llevados ante el rey indignado, y preguntados por qué parecían contentos de morir por el delito cometido, los sofistas respondieron que «abandonarían con gusto la existencia para obtener una gloria sempiterna».33 Parece que Herodes recobró por última vez los ánimos e hizo realidad sus deseos.
El hiddur mitzvá o cualquier exceso que se cometiera en su nombre ofendía también a las otras dos sectas religiosas reseñadas por Josefo. Los fariseos —probablemente los más numerosos, aunque no hubiera nadie que se ocupara de contarlos— hacían gran ostentación de sencillez puritana, en consonancia con su autoproclamada condición de guardianes (e intérpretes) de la Palabra. Aunque el canon de la Biblia no estaba formalmente cerrado (no se produciría ningún pregón grandilocuente en ese sentido), todo el mundo estaba de acuerdo en que los tiempos de las profecías habían terminado. En aquellos momentos era, pues, posible empezar los primeros ejercicios de midrás, término que tiene el mismo sentido que el griego historía, «investigación» o «examen inquisitivo». Se pensaba en particular que en la época en que hicieron sus manifestaciones, los profetas, de Isaías en adelante, no podían ser lo bastante proféticos como para prever hasta qué punto el cambio de las circunstancias iba a suponer la reivindicación de sus palabras, de modo que lo que se pusieron a hacer los fariseos afectaba de hecho a las profecías. Y de esa labor de investigación se derivaría una novedad aún más radical: la autoatribución de una autoridad para realizar la interpretación de la Torá contemporánea de su texto. Todavía nadie había empezado a acuñar el concepto de «ley oral», pero la creencia de que, en último término, era ella la que gobernaría la forma en que la Torá determinaba la vida cotidiana, estaba presente ya en la doctrina farisaica. Estaba ya lo bastante viva y era ya lo bastante seria como para provocar la reacción contraria de los samaritanos, que insistían en la autoridad exclusiva de la ley escrita.
Los fariseos se presentaban como doctores y guías no corrompidos por la grandeza usurpada del poder institucional de los saduceos. Pero para otros resultaba imposible conseguir un estado de observancia pura —y mucho menos una investigación intensa y minuciosa de los significados— si se estaba atrapado en el animado mundo de la populosa Jerusalén, de su vanagloria y su muchedumbre. La ribera noroccidental del mar Muerto se hallaba solo a unos cincuenta kilómetros de Jerusalén, pero en cualquier caso estaba lo bastante apartada como para ofrecer a la comunidad de ascetas que se estableció en Qumrán cuando menos la ilusión de la purificación del desierto. Durante mucho tiempo se la ha identificado con la secta de los esenios reseñada por Josefo, y la descripción que una generación antes hiciera Plinio el Viejo de la topografía de su asentamiento coincide exactamente con el paisaje desértico-marino de Qumrán. En los últimos tiempos han surgido suficientes dudas acerca de esta identificación como para debilitar semejante convicción, pero la palabra que a veces utilizaban para designar su «comunidad» —yachad, «juntos»— es lo bastante apropiada poéticamente para ser usada sin que preocupe demasiado el grado exacto de su esenismo. La primera generación, al mando de un «Maestro de Justicia», tal vez llegara a Qumrán durante la época de los macabeos o incluso antes (los más antiguos de los 850 manuscritos descubiertos en las once cuevas son del siglo IV a. e. c.). Pero su motivación —la evasión de la mundanidad urbana y de los adornos externos del poder y la política de la monarquía judía— habría sido la misma. Su importancia radica en que personificaban otro modelo de devoción judía que todavía sigue vivo: autónoma, recelosa de los extraños, obsesionada con la pureza. (Algunos pasajes de la Serekh hayachad —la «Regla de la Comunidad», presente en Qumrán en quince ejemplares— analizan en detalle qué tipo exactamente de manchas en la piel descalifican a un hombre para pertenecer a la comunidad, y advierten de que un individuo que no haya sido admitido todavía plenamente en la alianza no debe moler olivas maduras ni higos en la época de la cosecha, so pena de mancillar el zumo resultante con la imperfección de su contacto y contaminar por ende las provisiones de la comunidad.) La Regla está compulsivamente obsesionada con las abluciones (antes y después de las comidas habituales), y es implacable con el castigo de los reincidentes.34 ¡Ay de quien se duerma durante las reuniones del consejo! (¿Pero cómo podía alguien no dormirse?, cabría preguntarse.) En cuanto al sabbat, no solo no debe haber ni soñación de trabajo, sino que nadie «hablará de ningún asunto relacionado con el trabajo o la riqueza» (lo que, por lo pronto, habría impedido a mi padre y a mis tíos pertenecer a la secta, aunque los habría confortado el hecho de que otro tema muy querido para ellos —la comida y la bebida— fuera considerado permisible).35
Nos fiamos de esta división tripartita de las sectas que hace Josefo (como nos fiamos de cualquier otra cosa que date de esta época), pero, además, no hay motivos para suponer que sea ficticia. No cabe duda de que luego exageraría —en su opúsculo Contra Apión, escrito para corregir las falsas ilusiones de los gentiles— cuando insistiera en la unidad de la cultura y la práctica de los judíos (tesis no muy habitual), aunque tenía razón al sugerir que, dejando a un lado la política tóxica de los sacerdotes, la división de las sectas no habría tenido por qué desgarrar a la comunidad judía de no haber habido una cuarta tendencia, surgida en el seno de los fariseos, pero implacablemente hostil al gobierno herodiano y a sus protectores y partidarios, los romanos. Ese fue el inicio de los zelotes, que provocarían en último término la guerra de destrucción en Palestina. Sin duda algunos líderes zelotes (a los que, por ejemplo a Juan de Giscala, por desgracia solo conocemos por las descripciones de Josefo, caracterizadas por su profunda antipatía y sus rasgos caricaturescos) se consideraban a sí mismos guiados a la vez por su fervor religioso y por una especie de furia tribal judía. Otro de esos líderes era un misterioso «profeta» egipcio, lo bastante carismático como para conducir a un séquito de treinta mil personas hasta el monte Sión antes de desaparecer. Pero la existencia de los zelotes y su sensibilidad cada vez más enconada, su convicción (compartida por la yachad de Qumrán) de que estaba a punto de producirse una especie de ajuste de cuentas entre las fuerzas de la luz y las fuerzas de la oscuridad, significaban que bajo la superficie aparentemente inquebrantable de la Pax Herodiana acechaban toda clase de problemas.
Algunos de esos problemas eran étnicos. Sencillamente porque el hecho de que tirios (oriundos de la ciudad fenicia de Tiro), griegos, sirios, judíos y unos cuantos egipcios y romanos compartieran el espacio vital de las nuevas ciudades no significaba que se cayeran bien o que hubieran olvidado sus diferencias, especialmente por debajo del nivel de las élites habitualmente helenizadas. Con mucha frecuencia en Ptolemaida, Escitópolis, Cesarea y Jope, resentimientos sin mayor trascendencia, se desbordaban a veces hasta convertirse en estallidos de violencia vecinal, en los que cada bando acababa apelando a las autoridades gubernamentales. Un episodio particularmente desagradable de violencia entre vecinos y la percepción de parcialidad de los romanos contra los judíos desencadenarían la revuelta generalizada.
La división social haría también que la Pax Herodiana resultara más difícil de mantener. Como suele ocurrir con esos fenómenos, la aceleración de una economía comercial y de mercado a lo largo de la costa, en concomitancia con la afluencia de población a las zonas rurales y a las nuevas y hermosas ciudades de la Baja Galilea, había creado una clase humilde muy numerosa. Es de suponer que muchos de sus integrantes eran pastores nómadas originarios de territorios baldíos, semidesérticos, alejados de las explotaciones agrícolas de Galilea y Esdrelón, que prosperaron por ser las encargadas de suministrar grano, aceite y vino a los incipientes mercados urbanos. Esas gentes constituyeron la fuente de mano de obra para los grandes proyectos de construcción de Herodes, y sufrieron las consecuencias de la finalización de las obras. Solo cuando concluyó la edificación del Templo, se quedaron sin trabajo dieciocho mil de esos obreros. Cuando los que predicaban la doctrina de Jesús les dijeron que ellos, y no los ricos, serían los que entrarían en el reino de los cielos, debieron de escuchar muy atentamente sus palabras. Son también muchas las probabilidades de que constituyeran la reserva de la que fueran reclutados hombres más violentos que vieran la posibilidad de sacar provecho caldeando los ánimos contra los griegos o los samaritanos o, si eran lo bastante audaces, incluso contra los romanos. Barrabás y Jesús de Nazaret fueron realmente las caras opuestas de una misma moneda.
Cualquiera podía ser una presa fácil. Hay algo en la descripción que hace Josefo de los sicarios (llamados así por la sica, el puñal curvado que ocultaban bajo la ropa y que clavaban en el vientre de sus víctimas en medio de la multitud que se agolpaba en las calles de Jerusalén durante los días de fiesta, robándoles la bolsa y confundiéndose luego con la muchedumbre en medio del griterío y el clamor de la gente) que suena terriblemente sincero. Eso no significa que los pobres o los empobrecidos estuvieran divididos en dos grupos, uno de mendigos y otro de atracadores. Con los aires arrogantes que lo caracterizan, Josefo tiende a clasificar a todos los disidentes o rebeldes como «bandidos», pero puede que tampoco se equivocara por completo al hacerlo. Los caminos, los montes y los muelles de Jope, Ptolemaida y Cesarea se volvían cada vez más peligrosos. Con progresiva frecuencia, el gobierno de Herodes tendría que recurrir a los soldados romanos para llevar a cabo operaciones de control y pacificación. Previsiblemente, tales campañas eran instrumentos contundentes que aterrorizaban tanto a inocentes como a culpables y que, poco a poco, harían que los romanos parecieran más enemigos que protectores.
No es de extrañar, pues, que la situación se aguantara solo mientras Herodes estuvo vivo, y ello a pesar de la sangrienta política palaciega que lo llevó a quitar de en medio, entre otros, a su propia mujer y a sus hijos. Por supuesto, semejante manera de proceder era el pan nuestro de cada día en el mundo romano, y lo cierto es que los últimos asmoneos tampoco habían sido una familia modelo. Como es bien sabido, tras asesinar a todos los miembros de su familia que pudieran suponer una amenaza para él, Herodes contrajo una impresionante variedad de infecciones de vientre, desde una ulceración de los intestinos y un «dolor insoportable en el colon» hasta una desagradable supuración de los genitales que provocaba la acumulación de gusanos en lugares sorprendentes incluso para sus médicos, comprensiblemente cada vez más intranquilos. Cuando por fin murió en 4 e. c., en medio de una agonía que causó gran regocijo a los que sospechaban que quizá fueran los próximos en su lista de víctimas, y fue enterrado, según sus instrucciones, en la tumba especialmente preparada al efecto en el Herodión —el complejo palacial que había mandado construir en la zona este de Jerusalén—, en el cortejo fúnebre, de varios kilómetros de longitud, figuraron contingentes de tropas de todas las naciones que había logrado atraer hacia el águila dorada: griegos, sirios, gálatas y —lo más curioso de todo— germanos.
Veinte años después, el edificio aparentemente grandioso que había levantado el «rey de los Judíos» se vino abajo debido a la tensión. Las turbulentas incertidumbres de la sucesión en Roma se tradujeron en el nombramiento de procuradores ambiciosos y agresivamente egoístas. Al notar que la autoridad romana se debilitaba o se volvía cada vez más parcial, las poblaciones de las nuevas ciudades que hasta entonces habían coexistido sin más que las habituales sospechas y prejuicios mutuos, empezaron a intercambiarse insultos y a buscar excusas para molestarse e incluso atacarse unas a otras. En Cesarea, los griegos y la creciente población judía que habían compartido la ciudad se disputaban ahora a quién pertenecía esta. Griegos y sirios insistían en que, como Cesarea tenía magníficos templos dedicados a los dioses, un teatro y un gimnasio, no podía decirse que fuera una ciudad judía. Los judíos respondían (y el argumento no puede ser más elocuente) que como la había construido un judío, Herodes, era justamente todo lo contrario. Periódicamente aquella discusión baladí se enconaba y se convertía en una polémica violenta.
Poco a poco, trozo a trozo, la Pax Herodiana se vino abajo. Los dos pilares que la sostenían —el compromiso romano de proteger las leyes y tradiciones judías, y la seguridad de que la dinastía de Herodes estaba lo bastante cerca del poder imperial como para prevenir cualquier amenaza a la integridad del judaísmo— cayeron durante el breve pero increíblemente funesto reinado de Gayo Calígula. Naturalmente, todo el mundo tenía sus ideas acerca del singular Calígula, aunque nadie previera la verdadera locura, casi operística, de sus múltiples delirios; no desde luego los hijos y los nietos de Herodes, que habían pasado su juventud en su compañía y en la de Druso, el hijo de Tiberio, o en la de Claudio, el príncipe cojo que reinaría cuando quitaran de en medio a su lunático sobrino. El filósofo judeo-alejandrino Filón, perteneciente a la aristocracia sacerdotal, consideró desde luego útil presentarse en persona ante el emperador para defender a sus correligionarios de los insultos y los ataques físicos que recibían.36
Asimismo, la insistencia de Calígula en colocar efigies suyas en todos los templos del imperio tampoco iba dirigida especialmente contra los judíos. Nadie habría tenido que tomárselo como algo personal, así que ¿por qué tanta susceptibilidad? Algunos de sus mejores amigos, etc. Uno de sus mejores amigos, de hecho, era Agripa, el nieto de Herodes, a quien, junto con el procurador Petronio, habían encasquetado la ingrata tarea de ejecutar el proyecto de instalar la estatua del emperador en Jerusalén. A la pregunta «¿Por qué vais a luchar contra el César?», los ancianos de Jerusalén respondieron que, aunque ofrecían sacrificios por el César y por el pueblo romano dos veces al día, «si él quería erigir allí sus estatuas, antes tenía que sacrificar a todo el pueblo judío, pues ellos estaban dispuestos a ser inmolados junto con sus hijos y sus mujeres». Ante los informes que aludían a este tipo de cosas, y en respuesta a las peticiones personales de Agripa, Calígula se ablandó aunque no acostumbraba a hacerlo, no obstante lo cual probablemente fuera su asesinato en 41 e. c. lo que hizo que al final no se modificara la decisión imperial. Con todo, la confianza en la promesa que había hecho Roma de mantener la inviolabilidad del Templo había quedado irremediablemente maltrecha. Por primera vez, el símbolo externo del acuerdo alcanzado por César y Augusto, la ejecución de sacrificios por ellos y por Roma en el Templo, empezó a ser puesto en entredicho, fue interrumpido y al final —en un gesto deliberadamente incendiario— suspendido.
Claudio, un hombre astuto y no precisamente cruel, se apartó de su camino habitual y volvió a la tradición augústea, publicando edictos que renovaban y reiteraban esas promesas al tiempo que intentaban restablecer la paz entre las comunidades egipcia y griega de Alejandría, en ese momento enfrentadas. Pero luego llegó Nerón. El nuevo emperador no rechazó las promesas hechas por Claudio, y tampoco se mostró particularmente hostil a los judíos ni dentro de Roma ni fuera de ella. Se dice que su segunda esposa, Popea, era «temerosa de Dios», y era una de las muchas personalidades que seguían con entusiasmo el judaísmo sin consumar una conversión formal (dado su famoso apetito sexual, menos mal que no lo hizo). De hecho, el actor favorito de Nerón (cuestión muy importante para el emperador) era el judío Alítiro, que era objeto de los típicos chistes en torno a la circuncisión cada vez que salía a escena con poca ropa.37 El principal quebranto que causó Nerón fue nombrar procuradores de Palestina a hombres que vieron en el cargo una oportunidad para el saqueo (o al menos no impidió que lo ocuparan personajes de esa calaña). El peor de todos fue, según Josefo, Gesio Floro, que no solo corroboró oficialmente los delitos de extorsión cometidos por los naturales del país, sino que además actuó a modo de capo de una banda mafiosa, dispensando su protección solo a quien pagara por ella. Las quejas de los judíos chocaron cada vez más a menudo con la indiferencia o el desprecio de las autoridades, y aunque es evidente que, en Cesarea, judíos y gentiles fueron culpables de constantes insurrecciones y algaradas, la ferocidad del castigo recayó sobre todo en los primeros. La nación que en tiempos de Augusto se había mostrado dispuesta a vivir como judíos leales en un estado súbdito del Imperio romano, empezaba a ver cada vez más a los romanos como los descendientes de Antíoco IV.
Antes incluso del reinado de Nerón, hubo indicios de que los soldados romanos —a veces espoleados por sus propios oficiales y gobernadores, que desde luego no hicieron nada por disuadirlos— planearon actos de provocación que acabarían sin duda en algaradas y que proporcionarían el pretexto para llevar a cabo campañas de saqueos y matanzas. Durante la Pascua, cuando la muchedumbre acudía a los recintos del Templo, uno de los guardias apostados para evitar disturbios decidió causar uno. «Entonces uno de los soldados se levantó la túnica, se agachó indecentemente y se volvió para enseñar su trasero a los judíos y producir un ruido acorde con su postura.»38 El pueblo se sintió indignado y empezaron a llover las piedras. El procurador Cumano envió más tropas, que entraron en los «pórticos» del Templo y empezaron a golpear con tal violencia a los judíos que todos salieron huyendo presa del pánico. Pero las puertas eran demasiado estrechas y la multitud, innumerable. Treinta mil personas, dice Josefo, murieron aplastadas o pisoteadas. En vez de disfrutar de la Pascua, «la fiesta fue motivo de duelo para todo el pueblo».