Febrero de 1977
Frank sabía que a quienes eludían la llamada a filas se les consideraba egoístas, cobardes, carentes de patriotismo. Quizás fuera todas esas cosas, pero quizás se resistía a ser reclutado debido a todas las muertes crueles y sin sentido. Cientos de miles de vietnamitas, camboyanos, laosianos; decenas de miles de norteamericanos. Y no se avistaba un final para una guerra en la que Estados Unidos se había involucrado basándose en una gran mentira: el incidente del golfo de Tonkín.
En la notificación ponía que debía acudir al centro de reclutamiento; en el periódico clandestino del SDS[4] se detallaban formas de eludir la llamada a filas. Un paciente del hospital de veteranos le había dado una tarjeta que contenía un número de teléfono: el del Tren de la Paz.
Se preguntaba constantemente si habría obrado bien. ¿Era un cobarde? ¿Había fallado a su país? ¿Tendría que haberse presentado a filas, como tantos otros? No le daba miedo luchar ni servir en el ejército. No, lo que le daba miedo era formar parte de una maquinaria bélica que no debería estar allí, sembrando la destrucción entre la inocente población civil por una causa que estaba perdida desde hacía mucho. Su solicitud de exención por objeción de conciencia había sido denegada; había alegado que padecía asma, pero se había determinado que no era una causa justificada.
Le daban ganas de darse cabezazos contra la pared por haber dejado aparcados los estudios por falta de dinero. Él mismo se había buscado aquel desastre.
El día de su último encuentro con Ida, sabía que estaba despidiéndose de ella para siempre. Y era obvio que ella también lo intuía. Para bien o para mal, había tenido que tomar una decisión, pero ambas opciones conllevaban el final de su relación. A partir de ahí, debía encontrar la forma de volver a encauzar su vida ateniéndose a la decisión tomada.
Vivir en Canadá fue un exilio extraño. Y también fue el inicio de su nuevo camino, eso sin duda. Se convirtió en Frank White y le mandó un mensaje a su madre a través de un sistema clandestino de correo ideado por una organización de resistencia al reclutamiento formada por expatriados; era preferible ser cauto, ya que ella podría estar bajo vigilancia. Se quedó a vivir en Vancouver y encontró trabajo en un hospital, uno humilde que sustentaba su vocación de curar al prójimo. Cursó los estudios de Medicina, se licenció con matrícula de honor y compró un viejo y destartalado microbús blanco y naranja de la marca Volkswagen. Se sentía tentado a contactar con Ida, la echaba de menos con toda su alma, pero se contuvo haciendo acopio de fuerza de voluntad. Ella merecía tener la libertad de construir una vida sin él; merecía dejar atrás lo que habían compartido y no volver a pensar en ello, vivir sin lamentaciones.
No tenía más opción que pasar página desde un punto de vista emocional y esperaba que ella hubiera hecho lo mismo. Con el paso del tiempo salió con compañeras del hospital, y también con algunas compañeras de la facultad de Medicina. Hubo varias que le dijeron que estaban enamorándose. Una en concreto, una residente de pediatría de mirada cálida, le propuso que se fueran a vivir juntos a Nelson; según le dijo, la tierra era barata y se había formado una comunidad creciente de expatriados que vivían en una especie de comunas y trabajaban en granjas. Ella argumentó que era una zona rural en la que había escasez de médicos, que allí podrían construir una vida juntos. Era una gran mujer y se sintió tentado a aceptar, pero se dio cuenta de que no la amaba. Quizás estuviera destinado a pasar el resto de la vida buscando la clase de amor que había compartido con Ida.
Su especialidad médica parecía estar predestinada. Necesitaba creer en la redención, así que su carrera profesional iba a ser una penitencia de por vida para pagar por la decisión que había tomado. Dedicaría su vida a servir a los veteranos, a aquellas personas que habían sido destrozadas por la guerra en la que él se había negado a participar. En Canadá no faltaban los heridos y aprendió mucho de aquellos hombres y aquellas mujeres que habían quedado fracturados por el dolor, tanto físico como mental. Tenía la firme convicción de que ninguno de ellos era un caso perdido; aun así, ninguno de ellos llegaría a recuperarse jamás por completo ni retomaría la vida que llevaba antes de la guerra.
Estaba con Albert Baynes, uno de esos pacientes, cuando llegó la noticia de que el presidente Carter había concedido la amnistía. El señor Baynes era un soldado cuya unidad realizaba operaciones de mantenimiento de la paz y apoyo en Vietnam, y había quedado atrapado en el fuego cruzado de una batalla que se había librado durante el nuevo año lunar en una población llamada Hue. Le habían quedado secuelas a largo plazo por las heridas de metralla.
En ese momento, mientras permanecían atentos a la borrosa televisión del pabellón del hospital, el señor Baynes comentó:
—Eso quiere decir que los muchachos pueden volver si quieren.
—Jamás pensé que llegaría este día —murmuró él.
Sintió como si su cuerpo entero reviviera de golpe al oír la noticia, «¡una amnistía!».
En un primer momento, no tenía claro lo que iba a hacer al respecto; al fin y al cabo, se había labrado una vida allí, tenía un trabajo gratificante que le mantenía ocupado. Pero en el fondo quería regresar a Estados Unidos. Y el corazón no le impulsaba a volver a Maine, sino a la zona de la bahía, ya que había sido allí donde había comenzado la vida para él.
De modo que metió sus pertenencias en el microbús y puso rumbo a San Francisco. Nada más llegar, circuló por las calles de la ciudad, recorriendo los lugares de sus recuerdos: el puerto deportivo donde Ida y él salían a navegar y donde habían hecho el amor en la cabina de un barco; el campus donde se habían manifestado; los lugares de los conciertos; la calle donde estaba el comedor social donde habían colaborado como voluntarios…
El mundo había cambiado tanto que apenas lo reconocía. La Misión Evangélica de Perdita Street había cerrado. El edificio albergaba ahora una panadería llamada Sugar que tenía un restaurante mexicano al lado. En la tienda de máquinas de escribir del otro lado de la calle había un letrero anunciando libros de coleccionista e incunables. No le sonaba ni una sola de las caras que veía por la calle.
En cuanto cumplió todos los requisitos para poder ejercer su profesión en el país, se incorporó al centro médico de veteranos situado en Clement Street. Era consciente de que lo que estaba haciendo era arriesgado, pero no era nada comparado con las personas que habían servido en el ejército.
Mientras iniciaba aquel nuevo capítulo de su vida, anhelaba saber lo que había sido de Ida. Habían pasado años y ambos habían tomado rumbos distintos, pero pensaba en ella a diario. Una pequeña parte de su corazón, una parte rebelde y poco disciplinada, todavía seguía albergando esperanza.
No sabía si sería buena idea entrometerse en el mundo que ella había creado para sí misma. ¿Qué clase de mundo sería? Puede que ella no lo considerara una intromisión, quién sabe. ¿Y si su rostro se iluminaba con aquella radiante sonrisa suya y le recibía con los brazos abiertos?
El domingo por la mañana se montó en su microbús y se dirigió a la iglesia de la que era feligresa. Recordaba aún las miradas severas que le había lanzado el padre de Ida y la incómoda sensación de ser un forastero. Aparcó al otro lado de la calle, bajó la ventanilla y esperó a que terminara el servicio religioso de media mañana. La música que emergía del edificio evocó recuerdos de la jubilosa congregación, de aquellos momentos en que la sensación de estar fuera de lugar quedó olvidada ante el exultante regocijo de los cantos y las alabanzas al Señor.
Se preguntaba a menudo qué habría pasado si su número no hubiera salido en el sorteo. Puede que la familia de Ida hubiera terminado por aceptarlo, quizás se habrían dado cuenta de que era un hombre que amaba a su hija y que lo único que quería era hacerla feliz.
Puede que esa posibilidad todavía siguiera existiendo.
Puso la radio, David Bowie estaba cantando Golden Years. Al cabo de un rato, las puertas de la iglesia se abrieron y los feligreses fueron emergiendo como hojas arrastradas por las aguas de un río. Los hombres estaban enfundados en prístinas camisas blancas, las mujeres iban ataviadas con coloridos vestidos y sombreros adornados con cintas, y había niños correteando por todas partes.
Y entonces la vio, la reconoció de inmediato: esos andares briosos, el inconfundible contorno de su barbilla… Llevaba puesto un vestido azul marino combinado con un sombrero con cintas y, a pesar de la distancia, era obvio que estaba sonriendo.
El corazón le dio un brinco en el pecho, empezaron a sudarle las palmas de las manos. No sabía qué hacer, ¿se acercaba a ella? ¡Ni siquiera había pensado en lo que iba a decirle!
Ida bajó los escalones de la iglesia, se giró ligeramente y extendió el brazo.
Un niño, enfundado en un pulcro traje azul marino y blanco de estilo marinero, bajó la escalera dando saltitos y tomó su enguantada mano. Al cabo de un momento, un hombre se unió a ellos y tomó la otra mano del pequeño. La familia creaba una dulce estampa mientras se alejaba caminando, con el niño columpiándose entre los dos adultos.
Frank sintió como si acabaran de propinarle un fulminante golpe en el pecho, tardó unos segundos en recobrar el aliento.
Pues claro, pensó para sí. Pues claro que estaba casada y con un hijo. ¿Por qué habría de mantener su vida en suspenso por él, por un futuro que podría no llegar jamás? Él mismo, creyendo que jamás regresaría, la había instado a pasar página. Nadie sabía si la guerra terminaría por fin ni si los hombres que habían huido serían bien recibidos de nuevo en el país; en aquel entonces, nadie imaginaba siquiera que aquel sorteo de reclutamiento sería el último antes de que la guerra llegara a su tumultuoso final.
En aquella última y dolorosa conversación, él le había pedido que siguiera adelante con su vida y eso era lo que Ida había hecho. Quizás se había olvidado por completo de él o le tenía guardado en un rincón de la memoria como una reliquia del pasado.
Ya no eran los de antes. Ella era esposa y madre; él, por su parte, era médico y seguía debatiéndose consigo mismo constantemente por las decisiones tomadas. ¿Hice lo correcto? ¿Soy un cobarde? ¿Es esto una penitencia?
En ese momento, con una nostálgica canción de Elton John sonando en la radio, supo que debía buscar otro camino.
Puso el vehículo en marcha. Tal era su afán por huir del atormentador pasado, que pisó el acelerador y salió pitando de allí, con las ruedas chirriando sobre el asfalto justo delante de la iglesia. Vio por el retrovisor que Ida se detenía de golpe y, con el niño apretado de forma protectora contra su costado, lanzaba una mirada asesina hacia el microbús.
Frank atendía a diario a los hombres y mujeres que habían servido a su país. El hecho de ayudarlos, de llegar a poder curarlos en ocasiones, le daba momentos de redención. Compró una vieja y destartalada casa de estilo tradicional situada en una zona conocida como el Richmond y la restauró. Intentaba no pensar en Ida, pero le perseguían los recuerdos. Una tarde de primavera en que salió a navegar se puso a pensar en la vida que podrían haber compartido y le embargó una profunda nostalgia. Ajustó las velas y se relajó, acunado por el suave oleaje y la cálida temperatura, y realizó los ejercicios básicos que les recomendaba a sus pacientes.
Se visualizó a sí mismo dejando atrás el pasado, liberándose de esa atadura como una nube que es arrastrada por una ráfaga de viento. Déjalo atrás y respira. No era una fórmula mágica, pero aliviaba su corazón tras muchas repeticiones.
Conoció a Donna en una clase de meditación trascendental. Descubrieron que a los dos les costaba concentrarse y no tardaron en encontrar otros puntos en común: les encantaba tanto leer novelas históricas como la música de Led Zeppelin, montar en bicicleta y colaborar en proyectos de voluntariado. Era una mujer preciosa y buena que le confesó su amor antes de que a él se le pasara la idea por la mente.
Aun así, cuando le dijo a su vez que la amaba también, lo dijo de corazón, sabiendo que aquel amor era real y sincero y parecía lo bastante fuerte como para perdurar. Era una emoción distinta al amor desbocado e insaciable que había sentido con Ida, ese amor tumultuoso e intenso que le había consumido como un fuego ardiente. Lo que encontró junto a Donna fue una emoción serena y constante que estaba convencido de que sería duradera.
Ella le ayudó a remodelar la casa y entró a trabajar como profesora de inglés en un instituto cercano. Llevaban una vida tranquila y cómoda basada en la estabilidad, una vida previsible: dos hijos, un niño y una niña; una sucesión de mascotas adoradas y mimadas y cuya pérdida lloraban cuando les llegaba la hora; tres semanas de cada verano pasadas en Maine con la madre y la hermana de Frank. Grady se hizo profesor y Jenna trabajaba en una asociación benéfica.
Pasaron por todos los momentos que conforman una vida bien vivida en familia: hubo vacaciones y celebraciones, pérdidas y alegrías, triunfos y frustraciones. Vivieron también la embriagadora dicha que dan los nietos.
Él se guardaba para sí un pequeño secretillo: jamás se perdía el número dominical de Small Change, un periódico gratuito de información local con mucha solera, ya que todas las semanas incluía una columna escrita por Ida B. Sugar; no estaba seguro de si se trataba de un pseudónimo o de su apellido de casada. Dichas columnas consistían en comentarios y observaciones llenos de ingenio y perspicacia sobre el mundo, y al final siempre había una receta —todas ellas tenían pinta de estar deliciosas— acompañada de trucos y consejos. Cada vez que leía algo escrito por ella le parecía oír su voz, su risa, ese irrefrenable espíritu suyo… pero solo por un momento. Su propia familia y su trabajo lo mantenían felizmente ocupado y satisfecho.
Donna le dejó demasiado pronto, se la arrebató uno de los enemigos a los que un médico no siempre puede derrotar: el cáncer. Sufrió profundamente, pero sus hijos le ayudaron a ir levantando cabeza. Los tres se apoyaron y se dieron consuelo durante la oscura y abrumadora tristeza de la pérdida. Gracias a sus nietos redescubrió la alegría, las risas, la dicha de vivir. Les enseñó a navegar, tal y como había hecho con los niños de la misión tantos años atrás.
No podía lamentar la vida que había tenido. No, no podía lamentarla ni por un solo segundo.
A ojos de sus amigos, era un viudo joven y vigoroso que debería conocer a alguien, como si ese elusivo «alguien» pudiera llenar de nuevo su vida y hacerle sentir pleno. Lo que sus bienintencionados amigos y la metomentodo de su hija ignoraban era que hacía mucho que él había descartado esa posibilidad; de hecho, ni siquiera sabía si dicha posibilidad había llegado a existir jamás. Puede que esos sentimientos que todavía seguía recordando, los sentimientos que le habían consumido por completo cuando era un joven locamente enamorado de Ida, no hubieran sido más que una ilusión, como las distorsionadas visiones que había tenido la primera y única vez que había probado el LSD.
Sin embargo, en el preciso momento en que se dio cuenta de que podría volver a ver a Ida y se imaginó tomando su mano en la suya, su mundo entero se iluminó.
[4] N. de la T.: Students for a Democratic Society, Estudiantes por una Sociedad Democrática.