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San Francisco, 2017

 

 

 

Encontrar el punto justo de azúcar y de sal era la clave para conseguir una salsa barbacoa perfecta. Sí, tratándose de la salsa en cuestión, huelga decir que cada uno tenía su propia opinión sobre la combinación de acidez, especias, fruta y condimentos —ese indescriptible sabor único conocido como umami— que conseguía que cada bocado fuera tan sabroso, pero Margot Salton tenía muy claro que la base de todo era el azúcar y la sal; de hecho, incluso había elegido el nombre de su producto estrella en su honor: sugar+salt[1].

Aquella salsa era su superpoder, su secreto, su especialidad. Tiempo atrás, cuando no tenía nada —pues carecía de hogar y de formación académica, y ni siquiera tenía una familia ni cómo ganarse la vida—, había creado la poderosa alquimia de sabores que hacía que hombres hechos y derechos gimieran de placer, que mujeres cautas olvidaran la dieta y que escépticos gourmets pidieran más de rodillas.

Había recorrido un largo camino desde sus humildes inicios en Texas, cuando elaboraba los tarros de salsa en casa. Un experto en diseño de marcas había creado la etiqueta y el envoltorio, con lo que su producto tenía ahora un aspecto distintivo y de calidad. En esa ocasión puso especial esmero en asegurarse de que los packs de muestras de regalo estuvieran perfectos, porque todo dependía de la reunión a la que iba a asistir. Tenía muy claro que la mejor tarjeta de presentación del mundo era una muestra del producto.

Había llegado el gran día, el día en que sus esperanzas estaban puestas en el objetivo final: abrir su propio restaurante.

El local se llamaría Salt, una palabra tan limpia y sencilla como la sustancia en sí. Ella era vivamente consciente del elevado porcentaje de restaurantes nuevos que no tardaban en irse a pique, así que se había preparado a conciencia y había procurado no cometer ningún error de principiante. Había buscado trabajos esporádicos aquí y allá, había tomado clases en la universidad pública, había hecho prácticas y trabajado de auxiliar, y había participado en pop-ups y en competiciones para darse a conocer. Había aprendido cómo funcionaba aquel negocio desde el fondo de la cocina hasta la entrada de la casa.

No iba a ser fácil. Según el dicho, «El que algo quiere, algo le cuesta», pero cabía preguntarse por qué tenía que ser así. ¿Por qué no podía haber algo que mereciera la pena y que fuera fácil de conseguir?

Jamás en su vida había trabajado tan duro, y jamás había disfrutado tanto haciéndolo. Aquella carga de trabajo aparentemente interminable no le abrumaba; al fin y al cabo, se había valido por sí misma toda su vida adulta. A veces había logrado salir adelante a base de pura fuerza de voluntad, estaba decidida a ganarse su sitio en la vida mediante sus propios actos. Y ahora, después de pasar años planificando, conceptualizando, haciendo cuentas y debatiéndose entre la euforia y el terror, estaba lista.

Mientras se ponía la ropa sobria a la par que informal recomendada para ocasiones de esta índole —pantalones sastre negros, blusa blanca de seda y chaqueta ceñida—, la asaltaron de repente los nervios, aunque no era la primera vez que presentaba su proyecto ante posibles inversores.

Su idea ya había sido rechazada por varias fuentes de financiación privadas: que si la comida merecía cinco estrellas, pero el concepto era endeble; que si el concepto era sólido, pero el menú no les convencía; que si el plan de negocios no cubría todos los aspectos pertinentes; que si la carne estaba demasiado salada, que si estaba sosa; o que si en California no necesitaban tostadas al estilo de Texas.

Cada rechazo había cimentado más aún su determinación. Quién sabe, puede que ese fuera el beneficio oculto de haber sobrevivido al calvario de Texas: si podía afrontar algo así, podía con lo que fuera.

No obstante, debía acudir a la reunión de ese día con la convicción de que las cosas serían distintas en esa ocasión.

Los sofisticados zapatos que llevaba puestos —un épico hallazgo en una tienda de segunda mano— eran incomodísimos, pero le habían aconsejado que mostrara una imagen de pulcra profesionalidad para inspirar confianza en los inversores. Nada de alardes, sobria a la par que informal; proyecta la imagen, sigue las reglas.

Retrocedió un poco para verse bien en el espejo. Pliegues afilados como cuchillas en los pantalones, su rubio cabello acicalado en una peluquería que había podido permitirse a duras penas.

—¿Qué te parece, Kevin?

Su precioso gato atigrado bostezó y empezó a lamerse una pata.

—Sí, ya lo sé, me siento como una impostora. Joder, ¡si eso es lo que soy!

Se había cambiado el nombre en cuanto se había mudado a San Francisco. La nueva identidad se amoldaba tan bien a ella que a veces conseguía olvidar por completo a Margie Salinas, como si esa persona fuera una vieja compañera del cole que se había mudado a otro sitio al terminar un curso.

En otras ocasiones, sin embargo, cuando despertaba desorientada y llena de pánico, acosada por pesadillas, la muchacha que había sido en otra época regresaba para atormentarla. Volvía a estar en la piel de Margie, sintiéndose atada de pies y manos en el interior de una cápsula, luchando por hallar la forma de salir. Había leído en un libro que el pasado jamás quedaba atrás del todo, que, de hecho, en realidad ni siquiera era algo pasado. Y ella podía dar fe de que así era, incluso después de diez años. A pesar de todo el tiempo que había transcurrido, el dolor llegaba y le impregnaba los poros y jamás podría desprenderse de él. Todavía batallaba con la tristeza que envolvía esos momentos puntuales en los que recordaba aquella otra vida.

Había veces en que lo único que podía hacer era intentar no darle vueltas a lo que había dejado atrás… ni al porqué, pero, aun así, seguía pensando en ello. A pesar de tener la certeza de que era la mejor decisión que podría haber tomado bajo tan horribles circunstancias, seguía dudando de sí misma.

Casi siempre superaba esos momentos a base de fuerza de voluntad y seguía adelante con su vida sin mostrarle a ninguno de los integrantes de su nuevo mundo lo que había en su pasado. Desde el punto de vista del dolor emocional, su partida había sido tan intensa como el trauma que la había precedido, aunque de forma distinta. Una parte de su ser anhelaba mantenerse cerca de lo único que la anclaba a este mundo; pero no, marcharse había sido la única opción viable, dadas las circunstancias y teniendo en cuenta también el tamaño y el alcance de sus metas personales.

Su espíritu de lucha se negaba a dejarse achantar. Se había recompuesto y había cambiado de nombre, de casa, de terapeuta, de amigos. Tan solo se había quedado con su gato. Había alcanzado tal grado de maestría en aikido que podía defenderse de cualquier oponente… menos de los fantasmas, claro. Aunque el pasado la seguía con sigilo y se colaba en su mente sin que pudiera impedírselo, por regla general era capaz de centrarse en forjar un nuevo comienzo.

Parecía haber pasado una eternidad desde los tiempos en que había tenido la audacia de soñar con abrir un restaurante especializado en platos a la brasa en la ciudad más cara de Estados Unidos. Había sido un acto de fe ciega y había hallado en su interior la motivación y el empuje necesarios para crear el futuro que quería lograr. Sin embargo, a pesar de todo, sentía el aguijón del fracaso. ¿Qué le hacía pensar que la reunión de ese día sería distinta a las demás?

Mierda. ¡Seguir las normas solo había servido para llevarla al fracaso!

Siguiendo un impulso, sacudió los pies para quitarse los elegantes zapatos, y el súbito movimiento hizo que Kevin huyera sobresaltado. Se desprendió entonces de los pantalones y la chaqueta, y procedió a ponerse una ropa con la que sí que se sentía cómoda: una minifalda vaquera, una camiseta con el logo de sugar+salt y sus botas vaqueras preferidas. Las piernas al descubierto, para disfrutar de aquel soleado día de verano que ni la niebla podía conquistar.

Entonces llamó a Candy —Candelario Elizondo, su experto asador—, y le dijo que había un cambio de planes.

—Iremos con la camioneta —afirmó.

—¿Vas a llevar el food truck al distrito financiero? Te pondrán una multa.

—No lo harán si no vendemos la comida, vamos a regalarla.

Él soltó un súbito comentario en español que Margot no alcanzó a entender antes de añadir:

—Estás chalada.

—¡Nos vemos en una hora! —se limitó a contestar, consciente de que él no le fallaría.

Le había conocido un día en que había ido a vender sus salsas al mercado al aire libre de Fort Mason. Candy era un experto asador con mucha experiencia, un hombre afable que había sido dueño de un próspero rancho en México y había decidido mudarse al norte para empezar de cero después de perderlo todo en una crisis financiera. Juntos ahumaban y cocinaban las carnes a la perfección, empleando para ello un ahumador con troncos enteros de maderas irresistiblemente aromáticas: manzano, nogal, mezquite, roble y cedro. Juntos también, habían lanzado un servicio de catering y habían alquilado un food truck, y sus creaciones habían atraído con rapidez a un nutrido grupo de devotos seguidores; de hecho, incluso se había publicado un reportaje sobre ambos en el Examiner. Ella había participado en pop-ups y en competiciones para dar a conocer su propuesta culinaria, y el día en que se quedó sin existencias y empezó a aceptar encargos decidió que por fin había llegado el momento de dar el siguiente paso en sus planes.

Había trabajado sin descanso en una propuesta que incluía la ubicación, la mercadotecnia, la estrategia de servicio y el concepto, tomando como modelo a los mejores de la industria. Ambientación del local, precios de venta al público, flujo de caja, estrategia publicitaria… Había estudiado a conciencia hasta el último detalle y estaba muy segura de sí misma; se sentía preparada.

Candy había aparcado el food truck en una zona de estacionamiento de una hora, justo delante del complejo de oficinas de media altura. Llevaba puesta la ropa de trabajo y, al igual que ella, se había puesto la gorra y el delantal con el logo de la empresa. Sus musculosos antebrazos, curtidos por las horas de trabajo manejando las brasas, se flexionaron mientras abría la ventanilla y el toldo.

—¿Estás segura de querer hacerlo así?

—Sí. Deséame suerte —asintió ella.

Al llegar al edificio, un sobrio cartel indicador la condujo a las oficinas del Privé Group, una empresa de inversión especializada en el sector de la restauración que, con más de cien restaurantes en su haber, sumaba un éxito tras otro a la hora de lanzar nuevos proyectos. Los propietarios eran Marc y Simone Beyle, una pareja francesa que vivía en una casa de Sausalito con vistas a la bahía. Tenían una reputación que intimidaba y un paladar exigente, pero ella había logrado que accedieran a oír su propuesta.

Una recepcionista enfundada en el tipo de vestimenta que ella había descartado esa mañana la condujo a una gélida sala de juntas dotada de sillas ergonómicas y de una mesa con el tablero de cristal, y Margot sintió que media docena de miradas se centraban en ella al entrar. El aire acondicionado hizo que se le erizara la piel de las piernas, pero era demasiado tarde para arrepentirse de haber optado por ir vestida así.

Fue depositando sobre la mesa los packs de muestras de regalo de sus salsas junto con las carpetas que contenían su historia personal —la parte que estaba dispuesta a revelar—, su declaración de objetivos, el plan financiero y la propuesta que había diseñado.

—Gracias por acceder a atenderme —les dijo.

—Estamos deseando escuchar su propuesta —contestó Marc, con un ligero y sofisticado acento francés.

Simone, por su parte, tenía unas facciones severas y rígidas, pero en sus ojos había un brillo de interés.

—Pregúntenme lo que quieran, soy un libro abierto —afirmó Margot—. Y después me gustaría poder…

—¿Quiénes son sus referentes culinarios? —preguntó Simone.

No se había preparado para aquella pregunta en particular; por suerte, tenía la respuesta en la punta de la lengua.

—Mi madre, Darla Sal… Salton.

Había estado a punto de decir «Salinas», pero se corrigió en el último momento. Años después de cambiárselo, el apellido la perseguía como una mancha que no se quitaba con nada. Era el apellido de su madre. Procedía de una antigua región de España donde la gente tenía un aspecto más céltico que español.

—Trabajaba en una cocina comercial y se dedicó al sector del catering en Texas. Sus salsas y sus sándwiches eran famosos, y yo pasé horas viéndola trabajar en mi niñez —explicó, sin mencionar que eso se debía a que su madre no tenía dinero para pagar una niñera—. Después aprendí a cocinar con brasas con el mejor maestro asador de la zona de Hill Country, el señor Cubby Watson. Tras la muerte de mi madre, tanto él como su esposa, Queen, fueron como unos padres para mí —relató, y se detuvo a tomar aliento. Prosiguió a toda prisa, antes de que pudieran preguntarle por qué se había marchado de Texas—. Aquí, en San Francisco, mi referente culinario es mi propio socio: el señor Candelario Elizondo; de hecho, está abajo…

La interrumpieron con más preguntas: por qué había elegido San Francisco, si su plan financiero no resultaba quizá un poco dudoso, cómo había seleccionado ese tipo de servicio al cliente, qué estrategia de ventas proponía…

Le bastaba con ver la cara que estaban poniendo algunos de aquellos inversores para saber lo que estaban pensando: creían que su propuesta estaba destinada al fracaso. Mierda, su escepticismo era palpable. Sintió que se le caía el alma a los pies, la cosa no iba nada bien.

—Por regla general, pedimos que se organice una pequeña degustación para mostrarnos la propuesta —comentó uno de los miembros de la junta.

—Sí, soy consciente de ello —afirmó. Había intentado alquilar algún espacio para eventos, pero no había encontrado nada que se ajustara a su bolsillo—. Miren, con todo respeto, ya sé que esto es poco convencional, pero cocinar se me da mejor que hablar. Si algo se puede cultivar, yo puedo asarlo a la barbacoa, se lo juro. Tengo la camioneta abajo, ¿les importaría bajar a echar un vistazo?

—¿Ha traído su food truck?

Las inmaculadas cejas de Simone se enarcaron en un gesto de sorpresa.

—Pues sí.

Se produjo una agónica pausa. Los Beyle intercambiaron una mirada; Margot contuvo el aliento. Y entonces las sillas se apartaron de la mesa y todo el mundo se dirigió hacia la puerta. El trayecto hasta el aparcamiento se le hizo eterno, pero, una vez salieron a la calle, Margot vio que sus esperanzas se habían cumplido: alrededor de la camioneta había un montón de gente disfrutando de aquella degustación gratuita. Devoraban sus creaciones a la barbacoa como si hubieran estado muriéndose de hambre en una isla desierta; de hecho, había incluso un agente de policía que, en vez de ponerle una multa a la camioneta, como cabría esperar, estaba comiendo a dos carrillos un sándwich de cerdo mechado con un aderezo al que ella había bautizado como «vinagreta de gallo».

Le lanzó a Candy una mirada elocuente antes de ocupar su sitio en la ventanilla y, en un abrir y cerrar de ojos, se sintió como pez en el agua. Ahora sí que estaba en su propia salsa, haciendo lo que se le daba bien: crear una experiencia deliciosa que la gente quería repetir una y otra vez. A la mierda con la sala de juntas y la pretenciosa degustación privada. Fue pasando platos rebosantes de especialidades de la casa, como su meloso pecho de ternera envuelto en la acaramelada capa ahumada en el fuego; las salchichas que había creado en colaboración con un rancho sostenible situado cerca de Point Reyes; y unas costillas increíblemente tiernas bañadas en sus salsas caseras. Estaban expuestos sus mejores platos: ese pan de maíz tan esponjoso como un pudin elaborado a partir de la colección privada de recetas de su madre, las alubias con verduritas, la ensalada de jícama a la pimienta…

—Está todo muy bueno —afirmó Simone.

—Es lo mejor que tengo —contestó ella.

—Bueno, señorita Salton —dijo Marc—, ¿dónde le gustaría abrir su restaurante?

 

 

—Hola, debes de ser Margot —la saludó la agente inmobiliaria ofreciéndole la mano—. Yolanda Silva, me alegra muchísimo conocerte por fin en persona.

—Lo mismo digo —contestó Margot estrechándole la mano con firmeza.

«Aquí estoy», pensó para sus adentros. «Esto está pasando, ¡no es un sueño!»

—Tómate algo de beber, tengo que ir un momento a mi despacho para recoger unas cosas antes de ir a ver los locales.

Yolanda tenía un aspecto tan pulcro y organizado como su lugar de trabajo. Llevaba una lustrosa manicura y gafas de diseño.

—Gracias.

Margot abrió la puerta acristalada de la nevera, sacó una botella de Topo Chico y se sentó en el elegante vestíbulo. Tomó un sorbito del burbujeante y frío refresco con nerviosismo. Era difícil de creer, pero, gracias al Privé Group, ahora tenía un equipo, uno de ensueño. La habían puesto en contacto con un grupo administrativo que iba a ayudarla paso a paso en la creación del restaurante, desde el concepto y el diseño hasta la gran inauguración y las etapas posteriores. Después de presentarse de forma tan poco ortodoxa y de algunas tensas y complejas reuniones más, tenía un inversor, un objetivo, un plan. Un futuro.

Todos los contratos se habían firmado, el equipo se había formado y se habían programado los plazos. El único ingrediente que le había faltado en aquel momento había sido tener a alguien con quien poder celebrarlo. De niña, cuando sacaba muy buena nota en el cole, volvía corriendo a casa solo por ver la cara que ponía su madre, esa expresión radiante llena de amor y de orgullo; ahora, de adulta, tenía que conformarse con servirse una copa de vino y brindar con el gato.

Era más que deprimente el hecho de no tener a nadie con quien chocar los cinco, nadie que la abrazara y le dijera lo orgulloso que se sentía de ella. Todavía podía oír el tono de voz de su madre con exactitud, incluso después de tanto tiempo. A veces, daba la impresión de que esos recuerdos eran lo único que la mantenía cuerda… el hecho de haber sido muy importante para alguien en un momento dado de su vida. La habían valorado, había sido amada.

Ahora era una mujer adulta, así que tendría que arreglárselas sin un hombro en el que apoyarse, sin oír palabras de aliento. Aun así, en momentos como ese, sería agradable tener a alguien.

Mientras yacía despierta de noche, a solas con sus pensamientos, todavía le costaba creer que hubiera podido llegar tan lejos. La senda que tenía tras de sí estaba plagada de adversidades, tragedia y lamentaciones, y a menudo le parecía imposible ser merecedora de aquel nuevo comienzo. Intentaba tomar conciencia de su propia valía, sentirla de verdad. La autoayuda y las charlas motivadoras consigo misma solían funcionar, al menos un poco, pero había veces en que el esfuerzo terminaba por construir un muro de soledad que la rodeaba por entero. Sí, era una persona con valía. Si bien ¿hasta qué punto importaba eso si no tenía a nadie con quien compartir los buenos y los malos momentos?

Dudas aparte, el trabajo de verdad estaba a punto de comenzar. No bastaba con tener talento, aunque la buena mano que tenía para la cocina y las salsas era algo indiscutible. Y tampoco bastaba con tener motivación y ganas. Tenía que estar dispuesta a manejar el oficio, la profesión, el negocio y la locura, por muy difícil que fuera. Y eso conllevaba noches sin dormir, jornadas de trabajo interminables, nada de tiempo libre, dolores de cabeza, el estudio minucioso de cada aspecto del negocio y tener las agallas suficientes para seguir adelante a pesar de los fracasos y los contratiempos.

—¿Nos vamos? —preguntó Yolanda en ese momento, al salir de su despacho con una carpeta y una cartera.

Era una mujer de mirada aguda y aspecto elegante que trabajaba con clientes del Privé Group. Su cometido era ayudar a encontrar el local adecuado para abrir los nuevos restaurantes. En ese caso, le había asegurado a Margot que encontraría un lugar que atraería a una buena cantidad de clientes, tanto vecinos de la zona como turistas, con lo que el negocio tendría la posibilidad de funcionar bien durante todo el año y a largo plazo.

Anya Pavlova, la gerente general de Margot, se sumó también al recorrido por los locales. Había manejado algunos de los mejores restaurantes de la zona de la bahía y le encantaba el concepto que Margot tenía en mente para Salt: un comedor moderno y elegante que lo diferenciara de otros locales especializados en platos a la brasa. Querían crear un lugar donde se sirviera una comida espectacular, el tipo de comida que hace que la gente esté dispuesta a hacer cola durante horas para poder probarla, tal y como había pasado con el food truck. Solo que en el nuevo establecimiento no habría esperas, porque una aplicación se encargaría de manejar el flujo de clientes del comedor con precisión milimétrica.

—Basándome en vuestros parámetros, encontré estas opciones realmente fantásticas —dijo Yolanda, antes de entregarles los respectivos folletos informativos de cada local.

Ellas ya les habían echado un vistazo por Internet y habían imaginado el restaurante en cada una de aquellas ubicaciones. En el caso de Margot, era la primera vez en toda su vida que iba a ver una propiedad que podría interesarle; para ella, su casa era el primer lugar seguro que encontraba donde poder vivir tranquila con Kevin. En ese momento estaban en el distrito Marina, en un apartamento de alquiler situado encima de un garaje.

Fueron descartando posibles opciones y al final se centraron en tres de los locales. Uno de ellos, el de la zona de Fisherman’s Wharf, quedaba cerca del mercado al aire libre de Fort Mason y la cocina había sido remodelada recientemente. El comedor estaba rodeado de ventanas y las amplias vistas enmarcaban un icónico panorama de todos los elementos de San Francisco que tanto atraían a los turistas. Tenía una terraza flotante donde, sentados bajo la caricia de la brisa en mesas dispuestas al amparo de unas sombrillas, los comensales podrían ver pasar los barcos y oír a los leones marinos. Margot podía imaginar aquel lugar vibrante de vida, lleno de gente pasándolo bien.

—Buena parte de la clientela estaría formada por turistas —comentó Anya.

—Eso no tiene nada de malo —afirmó Margot—, aunque me gustaría atraer también a gente de la zona y clientes habituales.

El siguiente local estaba muy bien situado: se encontraba en el barrio de Nob Hill, en una calle donde era muy probable que un restaurante espectacular de comida a la brasa tuviera una gran acogida. Había tiendas que invitaban a pasear y salir de compras, y la bulliciosa zona de los teatros quedaba cerca. Lo malo era que tenía una fachada de aspecto gris y apagado, y que el interior no tenía ningún encanto.

—Podría servirnos —le aseguró Anya—. He visto al equipo de interiores obrar milagros con los sitios más feúchos que puedas imaginar.

La cocina estaba en buenas condiciones y el callejón de servicio era lo bastante grande como para que entraran sin problemas las entregas procedentes de la parrilla de Candy, que estaba situada en una zona industrial.

La tercera opción era un local ubicado en un edificio de estilo clásico situado en Perdita Street, una calle del casco antiguo. Situada en el corazón de uno de los barrios más bulliciosos y concurridos, era una zona de bulevares con desgastados adoquines y arboladas aceras. Algunos de los edificios databan de principios del siglo XX, incluso había unos cuantos que habían sobrevivido al terremoto y posterior incendio de 1906.

Aquel barrio tan animado y lleno de vida atraía tanto a los turistas como a la gente de la zona, y los sábados se celebraba un mercado al aire libre. Había un bar, el Mehndiva, donde podías pedir un vaso de kombucha y bebértelo tranquilamente mientras te hacían un tatuaje temporal de henna. En el mismo barrio se encontraba una vinoteca donde podías degustar vinos Rossi de Sonoma, una original boutique en cuyo escaparate había ropa a juego para perro y dueño, y una acogedora librería ubicada en el edificio más antiguo de la zona.

Justo enfrente de dicha librería, en un edificio de mediana altura, un popular restaurante mexicano había cerrado sus puertas tras la jubilación de los propietarios, y el local estaba disponible. Ahora estaba frío y húmedo por el tiempo que llevaba vacío, pero tenía una buena estructura y a Margot no le costó imaginar el ambiente cómodo y cálido que siempre había visualizado.

Lo único que no terminaba de convencerla era que el lugar compartía la cocina con la panadería de al lado.

—Es un arreglo inusual, pero la cocina es enorme y se compartió durante años con un restaurante —dijo Yolanda—. La panadería es toda una institución en la zona, comenzó siendo un centro comunitario en los años sesenta.

Aunque bastante anticuada, la cocina estaba impecablemente limpia, y resulta que allí les aguardaba una sorpresa. Una puerta donde ponía Panadería se abrió y dio paso a una señora de color que llevaba unas gafas de montura gruesa y el cabello recogido en un moño de trencitas, y que sostenía una bandeja de pastas y una jarra de limonada.

—Soy Ida —se presentó, antes de dejar la bandeja sobre un impoluto mostrador de acero inoxidable.

—Usted es la propietaria de la panadería, ¿verdad? Es un placer conocerla —la saludó Margot.

—Antes de nada, tutéame, por favor. Y solo soy la propietaria de nombre, ahora estoy jubilada. Bueno, en teoría. El que maneja las cosas es mi hijo, Jerome, pero todavía conservo una participación en el negocio. Hoy he venido porque quería saber con quién podríamos terminar compartiendo este espacio.

Margot procedió a presentarse, y la mujer retrocedió un poco para verla bien y tomarle la medida.

—Pero mírate, si no abultas nada. ¡Y qué joven eres!

—Sí, pero llevo mucho tiempo trabajando en esto —afirmó Margot—. Empecé preparando sándwiches con mi madre para un food truck.

—Siendo así, has sabido abrirte camino en este negocio.

—Sí. Mi madre y yo nos las arreglábamos solas y ella era mi mejor amiga —explicó. De hecho, su madre había sido su mundo entero—. Sus sándwiches eran una delicia. Queso crema con pimiento, pastel de carne ahumado, ensalada de huevo, rosbif y salsa remoulade, bollos de mantequilla y miel, pollo frito… La gente estaba loca por sus platos.

Darla jamás había ganado mucho dinero, pero no había sido porque su comida no fuera buena, pues lo era, y mucho, sin embargo no tenía cabeza para los negocios.

—Bueno, aquí tenéis esto que he traído —dijo Ida señalando la bandeja—. Llenad un poco el estómago, después os enseño el lugar.

Los dulces que les ofreció eran una delicia: una esponjosa tarta decorada con lustrosa fruta, unas galletas de melaza que a punto estuvieron de lograr que Margot se desmayara de placer al probarlas, brownies de chocolate y cuadraditos de limón pecaminosamente exquisitos.

Mientras Anya le preguntaba a Ida sobre el funcionamiento del negocio, Margot se planteó si las cosas habrían sido distintas si su madre se hubiera centrado en prosperar en vez de limitarse a ir tirando día a día. Su bocadillo de ternera con pepperoncini, cuyo ingrediente «secreto» eran unas crujientes patatas fritas a la barbacoa trituradas, había sido seleccionado como el mejor del año por la revista Texas Monthly, pero no lo había aprovechado para darse a conocer.

—Mi andadura comenzó aquí mismito, en esta cocina —comentó Ida, mientras les mostraba el lugar.

Las condujo entonces hasta la puerta del abandonado comedor, que estaba anticuado y bastante dejado. Murales con escenas del antiguo México cubrían las paredes.

—Espero volver a verte pronto, Margot —dijo con una cordial sonrisa, una vez dieron por terminado el recorrido.

Las tres se despidieron de ella y salieron al callejón de servicio. Los contenedores de basura estaban colocados en una pulcra fila y todos ellos estaban debidamente etiquetados para un correcto reciclaje. Había un viejo aro de baloncesto en una pared decorada con un mural bastante deteriorado que tenía pinta de datar de la época de la guerra de Vietnam.

—Bueno, es hora de decidir —afirmó Anya—. Hay que repasar los pros y los contras de cada local.

Margot intentó mantener una fría objetividad mientras sopesaba las opciones: la animada zona de Fisherman’s Wharf, la elegante sofisticación de Nob Hill o el casco antiguo y el peso histórico de Perdita Street.

—¿Qué opinas tú? —le preguntó a Anya.

—Bueno, compartir una cocina con esa panadería podría ser difícil. Está limpia y es espaciosa, pero el equipamiento está algo anticuado.

—Sí, eso es verdad, pero ten en cuenta que he estado trabajando en un food truck. Sé manejarme bien en espacios reducidos. Este lugar es acogedor. Destila una cálida sencillez aquí, en medio de una ciudad que a veces sigue intimidándome. Ida me cae bien, tiene pinta de ser una persona genial. Y ¿cómo has dicho que se llama la panadería?

—Sugar —contestó Anya entregándole una tarjeta del negocio.

Margot esbozó una sonrisa. Tuvo un súbito momento de claridad mental cristalina, uno tan poderoso que todas sus dudas se desvanecieron.

—¡Perfecto!

 

 

—Qué rápido ha ido todo —comentó Ida.

El contrato de alquiler estaba firmado, los planes aprobados y los permisos concedidos, de modo que la transformación estaba a punto de quedar completada.

—Vimos un montón de locales —dijo Margot—, pero la búsqueda terminó en cuanto encontré este. Siento que es el lugar perfecto para mí.

—Sí, a veces pasa eso. Sabes sin más que has encontrado lo que buscabas, así de fácil.

«Ojalá sea cierto y haya acertado», pensó Margot para sus adentros. Los últimos tres meses habían sido intensos, pero gratificantes. Un equipo profesional de diseño y desarrollo había convertido en realidad la imagen que tenía en mente. Ella misma había encontrado los candelabros de estilo victoriano, los había pintado con espray negro y los había colgado en el comedor, donde imperaba el color blanco. Los reservados situados a lo largo de las paredes aportaban pequeños toques de color, acentuados por el tono verde manzana de una servilleta colocada en el interior de una copa de tallo alto que relucía en medio del blanco ártico. La impresión general era la de un espacio limpio, pero que no resultaba aséptico ni intimidante. Todavía olía ligeramente a yeso y pintura, pero no tardaría en inundarse del ahumado y dulce aroma de la comida a la brasa.

La cocina y las zonas de preparación tenían equipamiento nuevo y se habían puesto al día; el personal había sido contratado y había recibido la formación necesaria; las herramientas tecnológicas estaban listas; se les había dado vueltas y más vueltas a los menús; se habían probado los platos y se había llevado a cabo una selección; para el hilo musical se habían elegido canciones tanto nuevas como antiguas que sonarían de fondo sin dificultar el flujo de las conversaciones; el personal de la barra estaría sirviendo en breve cócteles artesanales tales como el Baja Oklahoma y el Wild West martini. Había estado pendiente de todos y cada uno de los detalles que se le habían pasado por la cabeza, pero, al mismo tiempo, había sido plenamente consciente en todo momento de que podría surgir algún problema del lugar más insospechado. Así era el negocio de la restauración, esa era la realidad que no tenía más remedio que aceptar. Quién sabe, puede que ese fuera el motivo de que ese trabajo le resultara tan emocionante y estimulante.

En ese momento estaba sentada con Ida en la lustrosa barra del bar, todo un hallazgo que procedía de un hotel de 1908, y le ofreció el envase de comida para llevar que había traído consigo.

—Ten, te he traído unas muestras de la parrilla y el ahumador.

Además de pecho de ternera y salchichas a la brasa había incluido varios botes de salsa, y a Ida le llamó la atención el nombre que ponía en la etiqueta.

—Azúcar y sal —leyó, con una pequeña sonrisa—. Y ahora somos vecinas. Qué cosas tiene la vida, ¿verdad?

—Para mí fue como una señal del destino —admitió Margot—. Le puse ese nombre a la salsa cuando era pequeña.

—¿En serio? ¡Vaya! —dijo Ida con asombro, y se inclinó un poco hacia ella con sincero interés. Escuchaba con la cabeza ligeramente ladeada, parecía una persona que se sentía a gusto consigo misma—. ¿Tu madre te enseñó la receta?

A Margot le resultaba fácil hablar con ella y eso era de lo más inusual, ya que no solía sentirse a gusto ni relajada con la gente.

—Me dejaba experimentar en la cocina comercial. Cuando llegó el momento de valerme por mí misma, empecé a preparar salsa en pequeñas cantidades para un restaurante de carnes a la brasa donde trabajé años atrás. Cubby Watson’s Barbacue, así se llamaba. Lo regentaban Cubby y su mujer, Queen. En la zona de Hill Country de Texas, la barbacoa es poco menos que una religión, y a los Watson siempre les venía bien tener algo de ayuda en la cocina. Comencé lavando platos y preparando ingredientes para las especialidades de la casa y, al ver que yo iba muy en serio, Cubby me enseñó todos los menesteres del oficio, desde atender las brasas hasta servir bebidas en la barra… aunque yo todavía era muy joven para esa tarea en aquel entonces. En fin, la cuestión es que era muy buen maestro.

—Por lo que dices, fue un buen lugar donde empezar.

—Sí, a mí me encantaba, disfrutaba incluso con las tareas duras. Cubby es uno de los mejores maestros asadores del mundo, prepara un pecho de ternera tan tierno que parece que lo haya cocinado con mantequilla. Iba gente que había viajado un montón de kilómetros para probar las salchichas caseras de Queen, sus sándwiches veganos de portobello con cremosa remoulade, su tarta al estilo de Texas…

—Qué maravilla. Ya veo en qué te has inspirado al crear tu menú.

Ida no tuvo tiempo de añadir nada más, porque el teléfono del despacho de la panadería empezó a sonar y fue a contestar.

Margot no solía ser tan habladora, pero tenía la sensación de haber encontrado una amiga; a decir verdad, Ida le recordaba a Queen Watson en algunos aspectos. Tenía dieciséis años cuando se había presentado en la cocina del restaurante que los Watson regentaban en Banner Creek, Texas, en busca de trabajo, el que fuese.

Su historia estaba teñida de incertidumbre y desesperación, pero había mantenido la frente en alto y les había mirado a los ojos, primero a Cubby, un hombre reservado de semblante amable, con unas manos llenas de destreza que siempre estaban ajetreadas y unos brazos musculosos capaces de manejar los grandes trozos de carne en la parrilla exterior; y después a Queen, quien la había mirado con semblante impasible de arriba abajo, desde su rubia cabeza hasta sus delgaduchas piernas, antes de comentar que se la veía demasiado joven como para tener que valerse por sí misma.

Margot —Margie, en aquel entonces— no sabía cuáles eran las normas en lo referente a los menores de edad, lo único que sabía en aquel momento era lo mucho que echaba de menos a su madre. Siempre, incluso en las épocas en las que la salud de esta pasaba por un bache, las dos habían sido grandes amigas y habían llevado una vida sencilla, sin nada fuera de lo común… hasta que apareció Del.

Del. Delmar Gantry. Margie tenía trece años cuando le habían dicho que ahora eran una familia, lo que la había desconcertado. «Entonces, ¿qué éramos antes?», le había preguntado a su mamá, quien se había echado a reír. Margie jamás había llegado a entender el chiste. Del tenía mucha labia, estaba desempleado y tenía pinta de estrella de cine. Mamá y él parecían una rutilante pareja de Hollywood. Le recordaban a esas parejas que había visto en la revista People, esas que parecían glamurosas aunque solo estuvieran comprando un café o viendo un partido de los Lakers.

Solo que, a diferencia de esas parejas, mamá y Del siempre estaban sin blanca. Y entonces, un día, mientras mamá estaba enseñándole a conducir, detuvo el coche a un lado de la carretera y dijo que le dolía la cabeza. Se desmayó, no despertaba. Para cuando llegó la policía, ya se había ido. Una embolia. Siempre había sido bastante enfermiza, pero el médico del hospital dijo que había sido algo totalmente impredecible sin ningún factor desencadenante y que no se habría podido evitar.

Tanto Margie como Del habían quedado tan destruidos por el impactante golpe y por el dolor que habían quedado a la deriva. Eran como pedazos de un barco que se había hecho añicos, unos pedazos que habían ido alejándose el uno del otro mientras vagaban sin rumbo, sin un anclaje. Mamá había sido el pegamento que mantenía unida a la familia; en cuanto ella no estuvo, el vínculo desapareció también.

Y entonces, un día, se dio cuenta de que Del la miraba de forma rara.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó él.

—Dieciséis —respondió ella; ¿cómo era posible que no lo supiera?

De noche oyó sus pasos acercándose por el pasillo hasta detenerse al otro lado de la puerta de su dormitorio. Contuvo el aliento durante un largo momento, sin exhalar aire ni una sola vez. No lo hizo hasta que, gracias a Dios, los pasos se alejaron y se hizo el silencio de nuevo.

Las miradas que Del le lanzaba siguieron repitiéndose. A veces, cuando había tomado varias cervezas, volvían a oírse sus pasos por el pasillo y rascaba la puerta con suavidad. La apremiante sensación que tenía alojada en la boca del estómago le advertía que se largara de allí, y le hizo caso: se subió al coche de su madre y se marchó. Llevó consigo una maleta que contenía varias mudas de ropa, algunos enseres de cocina y el único objeto de valor que había dejado su madre: una gruesa carpeta manchada de salpicaduras de comida que estaba llena a reventar de sus recetas, escritas a mano y acompañadas de anotaciones.

—Mi mamá falleció —le había explicado a Queen, manteniendo la mirada gacha—. Y Del, su novio, no es un buen tipo.

Ni Cubby ni Queen le hicieron demasiadas preguntas después de eso, lo que fue un gran alivio para ella. No quería hablar de Del.

Ahora sentía una profunda gratitud hacia los Watson. No sabía si alguna vez podría llegar a agradecerles todo lo que habían hecho por ella. Cuando descubrieron que vivía en su coche, la habían alojado en un apartamento situado sobre un garaje cercano al ahumador del restaurante, que quedaba a las afueras del pueblo.

En cuestión de un par de años, había demostrado su destreza y su buen hacer en todos los aspectos del negocio y era una alumna deseosa de aprender el arte de la barbacoa. Cubby bromeaba diciendo que era el hijo que jamás había tenido; de hecho, Queen y él no tenían descendencia y no cabe duda de que habían sorprendido a más de uno cuando habían empezado a llevarla a misa cada domingo. Siendo como era una chica blanca de cabello rubio, jamás había pisado una casa de culto de la comunidad negra, pero Queen era una devota feligresa y Cubby un diácono, y la congregación de la Iglesia de la Esperanza la había recibido con los brazos abiertos. Jamás se había sentido tan arropada y bienvenida en ninguna otra parte.

Gracias a su sueldo, a las propinas y a lo que ganaba produciendo pequeñas cantidades de salsa, había logrado ahorrar lo suficiente para alquilar una casita amueblada situada junto al río, y se instaló allí junto con el gato al que había rescatado de una caja con gatitos que alguien había abandonado en el aparcamiento de un supermercado. Y allí había llevado una vida tranquila y feliz, hasta la noche en que todo se había hecho añicos.

Ida regresó del despacho y depositó el envase de comida para llevar en un recipiente térmico.

—Huele de maravilla, me lo llevaré a casa para la cena.

—A ver si te gusta, ya me darás tu opinión.

—Por ahora, lo que opino es que tú y yo vamos a llevarnos muy bien —dijo Ida, y sonrió de oreja a oreja al ver la cara que ponía Margot—. ¡No te preocupes! Estoy jubilada, ¡te lo aseguro! No voy a meter las narices en tu negocio. ¿Has conocido ya a Jerome?

—He estado muy ocupada, no hemos coincidido aún.

—Bueno, terminaréis por hacerlo tarde o temprano. ¿Te molestaría que compartiera esto con él y sus muchachos?

—No, claro que no. Y hay mucha más comida en el almacén —le ofreció Margot.

—Jerome es padre soltero. No lo tiene fácil, pero es un buen padre.

—Espero conocerle pronto.

—Me gusta que vengan a casa, me hacen mucha compañía.

—¿Estás casada?

—Lo estaba. Nos divorciamos hace mucho tiempo, después de que Jerome terminara la secundaria. Lo único que Douglas me dejó fue su apellido. Volvió a casarse y falleció hace cinco años.

—¿No volviste a casarte?

—No —contestó, e hizo una pausa, como si estuviera a punto de ofrecer una explicación más extensa, pero al final se limitó a encogerse de hombros—. Me acostumbré a estar sola, disfruto de mi propia compañía… demasiado, según mi hijo. Jerome se preocupa por mí.

—Espera un momento. Él está soltero, y ¿resulta que le preocupa que tú también lo estés?

Ida soltó una carcajada.

—Sí, podría decirse que proyecta sobre mí su propia situación. Sabe que a veces me siento sola y sí, supongo que tiene razón en eso, pero… —Su mirada se perdió en el vacío—. En fin, supongo que mi corazón aún está anclado en el pasado —concluyó. Antes de que Margot pudiera preguntarle al respecto, añadió—: ¿Y tú qué? ¿Estás soltera? ¿Sales con alguien?

—Sí, estoy soltera. Y no, no estoy saliendo con nadie en este momento.

Ni en ese momento ni en muchos otros, la verdad. Había aceptado alguna que otra invitación a salir, había tenido unas cuantas primeras citas que no habían cuajado. Quería encontrar a alguien, de verdad que sí. Quería experimentar eso que se siente al dejar entrar a alguien en tu corazón, pero abrirlo resultaba ser más difícil que inaugurar un restaurante. Siempre había una pequeña parte de su ser que se oponía con firmeza a ser vulnerable, una parte que no podía superar el pasado que la atormentaba a diario. Centrarse en otras cosas era una forma de evitar la cuestión; a decir verdad, resultaba más fácil concentrarse en reunirse con el grupo de inversión, planear una estrategia o trabajar con el personal recién contratado.

—Últimamente, mi vida entera se ha centrado en poner en marcha este lugar.

—Yo era joven como tú cuando abrí la panadería —comentó Ida—. Era mi único propósito en la vida. El barrio era muy distinto en los setenta, este espacio era un comedor comunitario dirigido por una iglesia. Compramos el edificio a muy buen precio, nos salió casi regalado. Coloqué un parque para mi pequeño Jerome ahí mismo, justo al lado de mi mesa —relató indicando el despacho con un ademán de la mano—. Los dos solemos decir que somos uña y carne desde entonces. Sus hijos tienen ocho y diez años y son lo más bonito que hay en este mundo.

—Se nota que eres toda una abuela orgullosa de sus nietos.

Margot solo tenía recuerdos vagos y lejanos de sus propios abuelos. Había contactado con ellos tras la muerte de su madre y habían mandado una tarjeta expresando sus condolencias, pero no habían hecho acto de presencia en el triste y apresurado funeral para despedirse de su hija.

Al pensar en los padres de su madre, lo único que le venía a la mente era un extenso vacío. Se los imaginaba como un par de desconocidos sonrientes y genéricos, como sacados de un anuncio de hipotecas.

—Espero llegar a conocer a tus nietos algún día —le dijo a Ida.

—Seguro que los conocerás tarde o temprano, pero ándate con cuidado, ¡ese par come como una plaga de langostas!

—Genial, ¡esa es la clase de gente que más me gusta!

Margot tenía un buen presentimiento sobre Ida y también sobre aquel lugar. Aparte de lo de Miles, era lo más duro y lo mejor que había hecho en toda su vida.

 

 

Faltaba una semana para el día de la inauguración. La fecha se atisbaba en el horizonte y se esperaba con tanta ilusión como la mañana de Navidad y con tanto temor como el día del juicio final. Bien entrada la noche, Margot introdujo el código de seguridad de la puerta trasera del restaurante, la que daba al callejón de servicio, y entró en la cocina. Estaba demasiado nerviosa como para conciliar el sueño, así que había decidido aprovechar la quietud de la noche para trabajar un poco.

Menos mal que le encantaba su oficio, porque la lista de cosas por hacer no acababa nunca.

La cocina estaba lista, el personal preparado y el menú decidido y listo para empezar. Por fin. Al día siguiente iba a realizarse un primer servicio de cenas, un ensayo para comprobar cómo funcionaba todo. Se trataba de una cena de cortesía para los miembros de su equipo y sus respectivos invitados, para que pudieran degustar la comida y brindar por el nuevo negocio. La recorría una oleada tras otra de nerviosismo ante la mera idea de abrir las puertas.

Sin embargo, había algo que no terminaba de convencerla en el flujo de trabajo de la cocina. Sabía que, por muy deliciosos que estuvieran los platos, tener que aguantar una larga espera podía echar a perder una comida.

Simuló una y otra vez una comanda imaginaria, cronometrando cada parte de la secuencia. Apenas se daba cuenta del paso del tiempo cuando estaba trabajando en la cocina, era algo que le sucedía a menudo: cuando estaba inmersa en una tarea, era como si el tiempo se detuviera y la esperara.

Localizó un posible foco de atascos al fondo de la cocina, en una pequeña zona con una mesa que se había convertido en el lugar donde se dejaban objetos de lo más variopinto: cartas, utensilios, herramientas, todo lo habido y por haber. Aún no había terminado de organizar aquel espacio, tan solo había logrado instalar allí un tablero de corcho por encima de la mesa. Colgó una foto de Kevin durmiendo a cuerpo de rey en la ventana de su apartamento. Y después colgó otra, una de las pocas que tenía junto a su madre; de hecho, era una tira de fotomatón que se habían sacado la única vez que habían ido a la playa de Corpus Christi. Todavía recordaba aquel día. Habían paseado en bici a lo largo del rompeolas y habían jugado con las olas, habían comprado conos de cremoso helado y habían gastado unas monedas de veinticinco en una vieja máquina de pachinko. Se habían apretujado en el asiento del fotomatón, poniendo caras raras entre risas. «Éramos igualitas», pensó. «Parecíamos hermanas.»

Su madre había escrito un mensaje en el dorso de la tira de fotos: Eres mi felicidad.

Sacó la vieja cajonera de madera que había debajo de la mesa, la reemplazó por unas cajas apilables y despejó la superficie de la mesa.

Lo único que había en el cajón superior de la cajonera era polvo y pelusas. El inferior estaba atascado y tironeó de él para intentar abrirlo hasta que lo logró finalmente con un último tirón, uno tan fuerte que cayó de espaldas al suelo y el contenido del cajón quedó esparcido por todas partes: hojas de papel amarillentas y cartas antiquísimas, cajitas de cerillas y de clips… objetos de todo tipo que habían ido acumulándose allí durante años. Puede que algunos de ellos hubieran pertenecido al señor Garza, el anterior propietario del restaurante.

Encontró alguna que otra herramienta, como un molde acanalado para tartas y un molinillo para nuez moscada, y también varias libretitas con un montón de cifras escritas a mano y una cantidad ingente de bolígrafos y lápices.

Lamentablemente, algo se había roto en el fondo del cajón: un portarretratos de un tamaño considerable. Echó los trozos de cristal a la basura y vio que lo que estaba enmarcado era un descolorido certificado del Departamento de Salud que databa de 1975.

El frágil marco de madera se desmontó y una pequeña revista doblada cayó al suelo. Resultó ser un suplemento dominical del Examiner. Había estado preservado en la oscuridad, metido entre la parte posterior del portarretratos y el certificado, y estaba en perfectas condiciones.

Se acercó al cubo de basura para reciclaje de papel situado en la pared del fondo, junto a un horno de pan de varios niveles, y se disponía a tirar la revista cuando vio algo que le llamó la atención. El titular de la portada decía lo siguiente: Grupo local de derechos civiles colabora con activistas antibélicos. Se había publicado en 1972, en la época de la guerra de Vietnam.

Bajo el titular aparecía una foto de un grupo de manifestantes bloqueando la calle. A pesar de haber ocurrido décadas atrás, era una escena extrañamente reminiscente de los tiempos actuales: personas con carteles escritos a mano que llevaban puestas camisetas y gorras con eslóganes estampados, alzando los puños mientras gritaban o cantaban o entonaban proclamas.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que la foto estaba tomada en Perdita Street. Sí, la zona parecía un poco más tosca que en la actualidad, pero no había duda de que era aquella calle. El estudio de tatuajes era una ferretería en aquel entonces, la librería Lost and Found era una tienda de máquinas de escribir llamada The Apothecary Typewriter. Y, a juzgar por la imagen, el local donde ella se encontraba en ese momento albergaba en aquel entonces la Misión Evangélica de Perdita Street.

Le picó la curiosidad, así que depositó el suplemento dominical sobre uno de los mostradores de acero inoxidable para echar un vistazo. Había un artículo detallado sobre dos grupos, uno de derechos civiles y otro antibélico organizado por estudiantes de Berkeley, que habían aunado sus fuerzas. En una de las páginas interiores le llamó la atención otra foto, tipo carnet, de una joven negra que llevaba unas gafas de montura gruesa, acompañada por el siguiente pie de foto:

 

La señorita Ida Miller, sobrina del sargento Eugene Miller, es una de las organizadoras clave de la acción conjunta para defender los derechos civiles y planificar iniciativas antibélicas.

 

En la página siguiente aparecía una foto a color de un concierto al aire libre. Unos bailaban, otros comían, otros estaban sentados en mantas a lo largo y ancho de una amplia extensión de terreno en una colina que tenía como distante telón de fondo el campanario del campus de Berkeley. Según ponía allí, la actuación musical estaba a cargo de los Jefferson Airplane y el evento era una «celebración reivindicativa».

Había otra foto de Ida donde salía acompañada de un chico blanco bastante alto, de pelo largo y con gafas a lo John Lennon. Estaban abrazados y se les veía tan absortos el uno en el otro que parecían ajenos al gentío que les rodeaba. Los sentimientos de ambos eran poco menos que tangibles, parecían estar tocando el cielo con las manos.

Se le escapó un suspiro mientras contemplaba aquella vieja foto. Que alguien la mirara así, aunque solo fuera por un momento, parecía un sueño imposible. No, no lo parecía, lo era. Las relaciones sentimentales de ese tipo nunca funcionaban a largo plazo.

Se recordó a sí misma que tenía una vida plena y estimulante. Tenía a su adorado gato y el dojo de aikido, amigos y gente con la que iba a trabajar en aquella increíble andadura nueva que estaba tomando forma por fin. Debía bastarle con eso, debía dejar de pedir la luna cuando tenía en sus manos todas las estrellas del cielo.

Guardó el suplemento dominical para poder mostrárselo a Ida y, como todavía estaba llena de energía por culpa de los nervios, se puso a ordenar una de las mesas de trabajo. Había una caja de vasos nuevos que aún estaban por colocar, así que los sacó y los lavó antes de proceder a ponerlos en su sitio. Después desmontó la caja de cartón y la llevó al correspondiente cubo de basura, pero estaba tan lleno que abrió la puerta trasera y lo sacó para vaciarlo en los contenedores que había en el callejón. La luz de seguridad se encendió, pero parpadeó varias veces y terminó por apagarse. Estaba tan oscuro que apenas veía por dónde iba mientras recorría el callejón en busca de los contenedores.

La niebla de San Francisco tenía algo que añadía una especie de denso frío al aire, algo que hacía que la oscuridad pareciera más impenetrable. A tientas, como buenamente pudo, logró abrir el contenedor con la llave, y entonces abrió la tapa y metió el cartón. Volvió a cerrar con llave, dio media vuelta… y estuvo a punto de chocar con su peor pesadilla: un hombre corpulento y amenazador.

Estaba iluminado apenas por la tenue luz que salía por la ventana de la cocina, su silueta se recortaba contra una espiral de niebla.

La reacción de Margot fue instantánea, perfeccionada por los años de entrenamiento: un lanzamiento en cuatro direcciones. Había practicado el shihōnage cientos de veces y, tal y como había sucedido en esos cientos de veces, el asaltante fue lanzado hacia atrás y se estrelló contra el pavimento. Unas gafas salieron despedidas por el suelo y el tipo soltó el aire de los pulmones de golpe, como un globo desinflándose.

Ella aprovechó aquellos valiosos segundos para regresar corriendo al edificio. Introdujo, frenética, el código de seguridad de la puerta, entró atropelladamente, cerró de golpe tras de sí e introdujo el código para bloquear la puerta de nuevo. Tenía el pulso desbocado y respiraba jadeante por el pánico. Dios, Dios, Dios, el móvil, ¿dónde cojones estaba su móvil?

 

 


[1] N. de la T.: azúcar+sal.