Jerome estaba a punto de dar por completada la mañana de trabajo. La última tarea pendiente era llevar una bandeja con varias docenas de pastas variadas a la librería situada al otro lado de la calle. Era una entrega diaria para Natalie, la propietaria, que las servía en la cafetería que había montado en la librería.
Golpeteó la puerta y ella salió a abrir.
—¡Hola, genio del azúcar! —le saludó. Ya tenía el vientre bastante prominente por el embarazo, así que tuvo que retroceder un poco para dejarle pasar—. ¿Qué delicias nos traes esta mañana?
—Lo mejor de lo mejor. Magdalenas, lacitos de hojaldre, cuernitos de mantequilla, cruasanes y galletas bañadas en dos chocolates.
—¡Genial! —Natalie tomó un lacito de chocolate que aún no había terminado de enfriarse y cerró los ojos por un instante al probarlo—. Me gusta esto de tener que comer por dos.
—Encantado de ayudar.
Ella dirigió la mirada hacia la ventana y comentó:
—El nuevo restaurante que tenéis al lado se llama Salt.
—Sí, la gran inauguración será en breve.
—Ya lo sé. La barra del bar es toda una antigüedad. Peach se encargó del trabajo de restauración. Y también la instaló. Me comentó que ha quedado de maravilla.
—¿Os gusta la comida en plan barbacoa?
—Estoy embarazada de ocho meses, me gusta todo. Y Peach es del sur. De modo que sí, le encanta. ¿Has conocido ya a la dueña?
—Eh… coincidí con ella, se llama Margot Salton.
—¿Y qué tal?
—Me hizo esto —repuso indicando el cristal roto de las gafas.
—Vaya. Espero que fuera un accidente.
—Sí, más o menos.
Le contó lo que había pasado en el callejón de servicio. Todavía le costaba creer que una mujer le hubiera derribado.
—Bueno, piensa en positivo, así tendréis una anécdota que contar sobre vuestro primer encuentro.
—No es una demasiado buena —comentó él con ironía.
—Depende de cómo termine la cosa —arguyó ella indicando con un amplio y teatral gesto una mesa sobre la que estaban expuestas las últimas novedades en literatura de ficción—. Venga, cuenta. Es joven, vieja, soltera, casada…
—Joven, soltera.
Sexy.
—¡Uy! A lo mejor hacéis buena pareja.
—Déjalo ya, eres igualita a mi madre.
Tanto Ida B. como sus propios amigos querían que encontrara pareja; de hecho, él mismo compartía ese deseo, pero lo que la gente solía olvidar era que encontrar a alguien era lo fácil. Mantener a alguien a tu lado, amarlo, confiar en esa persona… ahí estaba la dificultad.
—Todos queremos que seas feliz, Sugar.
—Estoy en ello —repuso, y notó un dolorcillo entre los omóplatos. La fatiga empezaba a hacerse sentir después de la noche de trabajo—. Nos vemos, ¡cuídate!
Al llegar a casa se dio una ducha y durmió unas horas. Después regresó a la panadería y tuvo una reunión de planificación; entonces revisó el inventario, se encargó de las nóminas y lidió con el papeleo. Se dio cuenta de que estaba atento por si veía a Margot Salton, pero ella no hizo acto de presencia.
A última hora de la tarde, una vez dio por terminada la jornada de trabajo, se dirigió al puerto deportivo. Había quedado allí con su madre para salir a navegar; era una actividad que ella había disfrutado desde muy joven. Según comentaba la propia Ida B. alguna que otra vez, en aquellos tiempos era inusual que una joven negra tuviera ese pasatiempo, pero era una de sus pasiones y se le daba bien. Él había heredado ese talento para la navegación y albergaba la esperanza de que sus hijos se aficionaran también a ese deporte.
Tan solo había niebla en la zona de siempre, la conocida como The Slot. Estaban los dos solos, como tantas otras veces a lo largo de su niñez. No podía quejarse de cómo le habían tratado sus padres, pero, volviendo la vista atrás, se daba cuenta de que había existido una lacerante tensión subyacente en ese matrimonio. No discutían casi nunca, pero el divorcio no había sorprendido a nadie.
«Me encanta tenerte para mí sola, mi niño», solía decir su madre, con una sonrisa llena de afecto que siempre le golpeaba como un rayo de sol. No era de extrañar que terminara por aficionarse a las actividades que ella realizaba: navegar y cocinar.
Había disfrutado de un montón de privilegios desde pequeño, y esperaba haber sabido valorarlo en su justa medida. Sus padres habían trabajado duro, habían comprado una casa preciosa y el cole del barrio era bueno… y lo de «bueno» quería decir que casi todo el alumnado era blanco, por supuesto. Le habían dicho en más de una ocasión que tenía suerte de poder ir a aquel cole, ¿acaso les decían eso a los niños blancos? No, claro que no. Él tenía más que claro por qué le hacían ese tipo de comentarios.
También tenía muy claro por qué esperaban que fuera el jugador estrella del equipo de baloncesto y el corredor más veloz del de fútbol. Y sí, sabía perfectamente bien por qué la gente se había sorprendido cuando, decidido a demostrar de lo que era capaz, había hecho las pruebas de admisión del equipo interescolar de vela. Para cuando llegó a su segunda temporada, estaba causando estupor al ganar trofeos en el deporte más blanco del mundo.
Esa tarde no había ninguna prisa, navegar era una afición que siempre disfrutaba con su madre. Rodearon la zona posterior de Angel Island, había viento suficiente para subir por el estrecho de Mapache. Enfundada en su chaqueta impermeable y su gorra de color violeta, con el rostro alzado hacia el cielo y su fuerte mano manejando con firme seguridad el timón, Ida B. parecía tan joven como cuando lo llevaba a navegar de niño. En el trayecto de vuelta navegaron a favor del viento y a toda velocidad, relajados y con hambre.
Pararon a comprar patatas fritas con pescado de camino a casa de Ida, cuya cocina contenía un sinfín de recuerdos para él. Había sido allí donde ella había demostrado ese talento innato y esa destreza que habían hecho que la panadería que había abierto a los veinte años fuera todo un éxito, allí había perfeccionado sus técnicas y recetas: el denso bizcocho al estilo Detroit, las pastas ligeras como el aire, ese pastel de champán que se había convertido en una de sus especialidades, los solicitadísimos kolaches… Todo ello se había creado allí, en aquella sencilla y anticuada cocina. Ella solía decir que las galletas eran la prueba más pura a la que podía enfrentarse un panadero para demostrar su destreza. Los ingredientes eran sencillos, la técnica lo era todo: usar harina de trigo de invierno, tamizar dos veces, enfriar en el congelador una porción de treinta gramos de mantequilla, pasarla por un rallador, mojarse las puntas de los dedos con suero de mantequilla y trabajar la masa como si fuera tan frágil como una pompa de jabón. Jerome había descubierto su vocación de mano de su madre.
Trabajar en la panadería era como navegar de través, el rumbo más rápido. Le gustaba todo lo relacionado con aquel trabajo: los olores, los sonidos, la camaradería con el personal, los proveedores y los clientes… No estaba fascinado únicamente por el arte de la panadería, sino por el negocio en sí. ¿Qué querían los clientes cada día? ¿Qué preferían para las ocasiones especiales? ¿Qué productos dejaban mejor margen de beneficios?
Para cuando completó sus estudios de secundaria, ya sabía cómo quería que fuera su futuro, así que estudió Hostelería y Turismo en la universidad. Se tomó un año para viajar, durante el cual probó todo tipo de comidas en Europa, África y Asia. Hizo un curso en Lenôtre, París, y fue a Berlín para aprender a preparar el bienenstich. Degustó las sabrosas tartas de crema de Macau, así como deliciosos dulces en Cape Town. Aprendió a elaborar mantequilla en la isla de Jersey y descubrió los maravillosos pastelitos de Nanaimo en la de Vancouver.
Habían sido estos últimos los causantes de su matrimonio. Estaba buscando algún hueco libre en la barra de una abarrotada cafetería de Victoria cuando se había fijado en la mujer que tenía al lado, que estaba saboreando un dulce relleno de crema de mantequilla y cubierto de chocolate. Estaba disfrutándolo poco a poco, a pequeños bocados, y había insistido en darle un trocito al enterarse de que él jamás había probado uno.
Se había enamorado de los pastelitos de Nanaimo al instante. Tardó un poco más en enamorarse de Florence, pero consideraban que esa había sido su primera cita.
Se casaron un año después y los niños llegaron al cabo de un tiempo. Sus padres le habían inculcado que debía labrarse un futuro, construir algo que valiera la pena en su comunidad, formar una familia y mantener a salvo a sus seres queridos. Podría decirse que había conseguido dos de tres.
Pasaron unos años más y Florence decidió dar por terminada la relación porque no era feliz, llevaba mucho tiempo sin serlo. En el fondo, él también había estado sintiéndose así, lo que resultó gratificante y deprimente en igual medida. Ambos habían estado tanteando el asunto con cautela a la espera de que el otro dijera algo primero. Florence y él se habían aferrado a su matrimonio hasta que la felicidad se había convertido en amargura; lo habían hecho por el bien de los niños y por el sueño que habían compartido en el pasado. De modo que, a pesar de ser su vocación, aquello para lo que estaba hecho, la panadería no le había conducido a su media naranja.
Su madre, que había sido su apoyo durante el lento y triste proceso de separación, le había dicho en una ocasión: «Si no encontráis la forma de que la relación funcione, puede que sea porque no estáis hechos el uno para el otro». Ella sabía de lo que hablaba, ya que lo había experimentado en carne propia.
En ese momento estaban sentados a la mesa de la cocina, cuyas paredes estaban empapeladas con un vistoso estampado de los años setenta, disfrutando de las patatas fritas y del fresquísimo pescado.
—Conocí a la vecina, Margot Salton.
Ida B. se limpió los labios con una servilleta y se limitó a contestar:
—Ajá.
—No es… lo que me esperaba.
—Ajá.
Ida B. podía imprimir infinidad de significados a aquella simple interjección.
—¿Qué? —preguntó Jerome masticando una porción de pescado frito.
—Es una preciosidad y está soltera.
—Uy, no, ¡ni se te ocurra! Es demasiado joven para mí.
—¿Cuántos años tiene?
—Ni idea, pero es demasiado joven. Si quieres buscarle pareja a alguien, empieza por ti.
Llevaba años intentando que su madre saliera y encontrara pareja, incluso había llegado a apuntarse a clases de baile de salón con ella con el mero propósito de animarla a socializar.
Ella frunció la nariz.
—No es lo mismo, yo ya tengo mis costumbres muy asentadas y no me amoldaría a otra persona. Tú estás empezando a vivir.
—No digas eso, claro que podrías amoldarte.
Ida B. le tenía preocupado en los últimos tiempos. No era por su salud, ya que era una mujer activa y llena de vida. Escribía una columna en Small Change, un periódico gratuito del barrio, tenía su círculo de amistades en la iglesia, participaba de forma activa en su club de vela, hacía anotaciones en un viejo cuaderno de cuero en cuya cubierta ponía, en letras estampadas en relieve, Ship’s Log[2]… pero a veces se la veía distante, a la deriva. Se lo comentó en ese momento y ella se limitó a sonreír.
—No estoy triste. Estaría pensando en las musarañas.
—Qué expresión tan rara, ¿no? ¿Qué tendrán que ver las musarañas?
—Ni idea. Yo interpreto que es algo así como perderte en tus recuerdos. Los viejos solemos hacerlo.
—No digas eso, ¡no eres vieja!
—No puede decirse que sea joven.
—Oye, hablando de recuerdos, tengo algo para ti —anunció Jerome. Entonces sacó el viejo suplemento dominical y lo dejó sobre la mesa—. Margot lo encontró mientras organizaba la cocina, es un suplemento dominical de un periódico. De 1972.
Ella se colocó mejor las gafas sobre la nariz, se inclinó hacia delante y contempló con atención el artículo y las fotos.
—Santo Dios, esto sí que me trae recuerdos. Qué tiempos aquellos, ¡aquí sí que era una jovencita!
Pasó la página lentamente, vio la foto en la que estaba acompañada del chico blanco… y Jerome notó cómo cambiaban de golpe su semblante y su expresión corporal. Su postura se suavizó y en su boca se dibujó la sonrisa más dulce y triste que él había visto en toda su vida.
—¿Quién es ese tipo, mamá?
Ella alzó la mirada. Tenía los ojos desenfocados, evocadores.
—¿Qué has dicho, cariño?
—El tipo ese, ¿quién es?
[2] N. de la T.: Cuaderno de bitácora.