3

COSECHADO A MANO.
CUIDADOSAMENTE SELECCIONADO

EL MES SIGUIENTE AL ACCIDENTE DE LA BOLA DE NIEVE FUE duro. La gente no dejaba de mirarme, sobre todo cuando los profesores leían mi nombre de la lista de asistencia y yo decía «hola». No sé por qué, pero el nuevo apodo que había puesto a Edwart, «héroe», no se impuso. Así que decidí romper mi entendimiento no escrito, no declarado y no planeado con Edwart, y empezar a contar nuestra historia.

Primero les dije a Tom y a Lucy que Edwart me había salvado de una bola de nieve. No les impresionó demasiado. Así que empecé a contar que Edwart me había salvado de una roca rebozada de nieve y, más tarde, empecé a contar que me había salvado de una avalancha. Un día dije que Edwart corrió a velocidad sobrehumana y, con su fuerza sobrehumana, detuvo un coche que estuvo a punto de atropellarme.

—Espera —dijo una estudiante de primero en la cola de la cafetería—. ¿Edwart Mullen? ¿Te refieres al chico al que la ropa le va demasiado pequeña?

Miramos a Edwart, que estaba sentado solo, haciendo los deberes del mes siguiente.

—Sí —confirmé con tono grave, y di un gran bocado al pudín para no tener que decir nada más.

—Debes de ser nueva por aquí —respondió la chica recogiendo su bandeja.

—Ñam bla —dije escupiendo trozos de pudín de chocolate. No me contestó. Nadie me entiende aquí, en Switchblade.

Pero Edwart seguía mostrándose frío conmigo. Sabía que él habría preferido que nada de aquello hubiera ocurrido —que no me hubiera salvado—, que yo no hubiera empezado a llevar una camiseta que decía: «¡Gracias, Edwart!». Una tarde en clase de biología, un mes después del accidente, ya no pude resistirlo más. Edwart estaba tan mono con su melena pelirroja rizada y las pecas que parecía una de esas fotos de «antes» de un anuncio de un producto masculino para eliminar las pecas. Sin embargo, Edwart era muy displicente, como si no me necesitara y la seductora forma de mi pabellón auditivo no fuera a transmitirse a su descendencia. Tenía que hacer algo.

Di un golpecito al chico que se sentaba delante de mí, quien se volvió sorprendido.

—Hola, eres Peter, ¿verdad? —le pregunté.

—Sí —respondió seducido.

—¿Quieres ir al baile del instituto conmigo? —pregunté en voz muy alta para que Edwart pudiera oírme.

—Hummm... Sí, claro —dijo—. ¿Te parecería bien que saliéramos un par de veces antes? En realidad, no te conozco.

¿Lo había oído Edwart? ¿Estaba celoso? Miré con picardía su anillo, de esos que cambian con el estado de ánimo para averiguarlo. ¡Seguía estando de color marrón con destellos púrpura! Era evidente que tendría que hacer algo más, una cita para el baile del instituto no era suficiente. Me dirigí hacia el chico que se sentaba a mi derecha.

—Zack.

—¿Qué pasa? —preguntó, levantando la vista hacia la pizarra para tomar notas.

—¿Irás al baile del instituto conmigo?

—Pero... ¿No acabas de pedírselo a Peter?

—Sí —dije—. También quiero ir contigo.

Dudó unos instantes.

—Bueno, aún no tengo cita, así que... de acuerdo.

—Oye, Adam —le grité desde el otro extremo del aula.

—Belle, por favor. Estoy intentando dar clase —dijo el señor Franklin.

Pero cuando grité a Adam, debió de entender que se trataba de una interrupción importante —una interrupción por amor— porque suspiró y continuó dibujando la célula.

—Ya he quedado, Belle. —Adam suspiró con fuerza.

—¡Tom! —chillé.

—¡Belle! —gritó el señor Franklin.

Me arrellané en la silla, satisfecha. Edwart me estaba mirando.

Llovía tanto al salir del instituto que tuve que navegar en mi camioneta para volver a casa. Me subí al techo y la guié con una larga pértiga, fingiendo que estaba en Nueva Orleans, a punto de salvar a Edwart de la inundación.

—Bueno, Belle... —dijo mi padre esa noche durante la cena—. ¿Le has echado el ojo a algún chico? ¿Qué tal Tom Newt? Parece buen chico.

—Sí, supongo —dije, imaginando que si Tom se pareciera a Edwart, tendría un aspecto buenísimo—. ¿Vas a comerte las espinacas?

—¿Las quieres tú, cielo?

—No, deberías comértelas tú —dije—. Y las mías también. Son buenas para la salud. Vamos, papi. ¡Abre la boca!

Llené el tenedor de tantas espinacas como pude coger y se lo acerqué a la boca. Algunas espinacas cayeron en su mantelito individual. Otras, sobre su regazo.

—¡Que viene el tren! ¡Chuguchú, chuguchú! ¡Chuuuu! —canturreé.

—Belle, el tren no hace ese ruido —puntualizó—. Hace cucuchú, chucuchú, con «c».

—Tal vez en Switchblade —respondí en tono escéptico. Este lugar está atrasado de verdad.

Quería tener un aspecto especialmente bueno al día siguiente, porque estaba segura de que era el día en que Edwart me pediría si podía ser mi tercera cita para el baile del instituto. Aquella noche enrollé mi pelo en los muelles del sillón de la sala de estar para que me quedara rizado. Incluso me puse dientes falsos. A la mañana siguiente, de camino al instituto, me sentía liviana y elástica, pero tal vez fuera porque me había dejado puestos algunos muelles.

Fui a la cuarta hora de biología para asegurarme de que llegaba a tiempo para la sexta. Estaba oscuro y el señor Franklin estaba ordenando vasos de precipitados en el armario. Me dejó comer allí el almuerzo, siempre y cuando tapara el pupitre con papel de aluminio para no ensuciarlo.

Sonó el timbre. Me senté supererguida en la silla y sonreí con mis grandes y perfectos dientes. Empezaron a entrar estudiantes por la puerta. Tom, Adam, Lucy, seguidos de más estudiantes, pero no Edwart. Dejé de sonreír y me quité los dientes. Justo cuando empezaba a creer que Edwart era un chico normal, celoso, va él y hace algo impredecible, como no aparecer en clase con un ramo de rosas.

—Vale, chicos —empezó a decir el señor Lookner—. Mi sobrino necesita una transfusión de sangre, así que quiero saber vuestros grupos sanguíneos.

Parecía orgulloso de su ocurrencia. Sacó un par de guantes de goma, que hicieron un ruido ominoso al chocar con la piel. Tierra trágame, pensé. Slap, slap, slap.

—De acuerdo, ya paro —dijo—. ¡Es que me gusta tanto ese ruidito...!

Edwart seguía sin aparecer. ¿Por qué ese día tenía que ausentarse de biología? Había estado en clase de inglés. Lo sabía porque le había entregado una nota de parte del «despacho del director» cuando estaba en clase. Decía «Hola, guapo». Me habría gustado tanto ser la directora de aquel instituto... Le habría impuesto tantos castigos... Se lo merece, por hacer novillos en lugar de pedirme que salga con él.

El señor Franklin estaba explicando con detalle el procedimiento.

—Pasaré con el formulario de consentimiento médico, así que no empecéis hasta que yo llegue a vuestras mesas. Los que no sean del grupo AB pueden sentarse detrás y charlar.

Unos cuantos chicos lanzaron exclamaciones de alegría.

—¡Pero! —continuó—. No hasta que conozca el grupo sanguíneo de todo el mundo. Ahora quiero que os pinchéis el dedo con cuidado con uno de esos cuchillos de mi cocina.

Agarró la mano de Adam y le hizo un pequeño corte en el dedo índice. Salió un chorro de sangre que aterrizó en la bata de laboratorio del señor Franklin y en la parte de atrás de la blusa de una chica vecina.

Al observar el goteante arco carmesí, de repente sentí náuseas. ¿Dónde estaba Edwart? ¿Por qué no había acudido a clase el día en que hacíamos una práctica de laboratorio tan divertida?

De repente, allí estaba. Edwart. Edwart, allí plantado con su cabello tan corto y su mandíbula masculina, poblada de un ligero vello. Tenía algo rojo pegado a los dientes. Sentí una súbita náusea y comprendí qué era: ¡el paciente de algún dentista!

Me di cuenta de que toda la clase se había quedado en silencio, mirándome. Supongo que lo dije en voz alta. ¡Huy! Entonces pensé: No, no puede ser verdad. Edwart tenía unos dientes perfectos.

Me levanté rápido del asiento para poder golpear levemente a Edwart en la cara con mi pelo. Me acerqué a la mesa de los materiales, junto a la que estaba él, de pie, con su mochila, de la que asomaba un paquete de regaliz rojo. Giré la cabeza...

... y lo siguiente que recuerdo es que estaba mirando hacia arriba, hacia los rostros del señor Franklin y de Lucy.

—Hola, chicos —dije.

—¡Belle, te has caído! —exclamó Lucy movida por los celos.

—No me he caído.

—Sí, Belle, has tropezado con la pata de la silla. Creo que has estado inconsciente durante un par de segundos —explicó el señor Franklin.

—No —insistí.

El señor Franklin se levantó y se frotó las sienes como si estuviera dibujando círculos en ellas.

—Santo Dios —murmuró—. ¿Por qué tiene que pasar hoy? ¡Edwart! —gritó—. Como ya has hecho esta práctica de laboratorio como optativa, por favor, lleva a Belle a la enfermería.

—Siento llegar tarde, señor Franklin, pero el equipo del Concurso de la Reserva Federal* necesitaba un suplente y...

—Tú acompáñala —dijo el señor Franklin—. Y Belle, no menciones nada de lo que estamos haciendo hoy en clase...

Miré al señor Franklin a los ojos. ¡Debía de ser una especie de científico loco que realizaba experimentos secretos! Si las cosas no funcionaban con Edwart, yo siempre podría ser su Igor, y desenterrar huesos y enseñarles inglés a cambio de un poco de calderilla.

—De acuerdo —contesté guiñando un ojo al señor Franklin, y luego el otro, para demostrar que realmente lo había pillado.

»¡No necesito que me ayudes a caminar! —insistí enojada mientras salía del aula a gatas.

—Edwart, ¿puedes llevarla? —le preguntó el señor Franklin.

—Ya la has oído... Quiere que lo haga un chico más fortachón —dijo, cruzándose de brazos y encorvando la espalda para que pudiera subirme a ella más fácilmente.

Se puso muy erguido cuando le cogí el pelo con las manos como si fueran riendas y le di un ligero tirón para que se pusiera en marcha. Luego se desmayó.

—Edwart —dije, dando unos golpecitos al bulto desmadejado que yacía detrás de mí—. ¿Estás bien? Creo que será mejor que yo te lleve a la enfermería.

—¡No! ¡Puedo hacerlo! —dijo poniéndose en pie de un salto.

Edwart levantó mis cuatro kilos del suelo —para ser sincera, hacía años que no me pesaba— y salió despacio del aula.

—Adelante, Edwart... Un pasito y luego otro —murmuraba él bajito; no quería perturbar mi sueño ligero—. Muy bien, ahora dos pasitos a la vez.

Descansé la cabeza en su firme y sudorosa espalda. Sentí que algo me tiraba del pelo. Luego noté que Edwart se llevaba mi cabello hasta la nariz, dejando que colgara sobre su labio. Estaba muy guapo con aquel largo y poblado bigote. De repente me soltó el pelo. Sacó un poco de desinfectante del bolsillo y se frotó con él la boca como un loco.

—Esto... ejem... Belle..., ¿tienes alguna mascota?

—No —dije con pesar, recordando a Jared, la iguana. Al final tuve que devolverla donde la encontré: en la clase de tercer grado del señor Rich.

—Mi madre no me deja tener mascotas —dijo Edwart—. No es porque crea que no soy responsable ni nada de eso. Tan solo cree que soy demasiado nervioso para cuidar de ellas, y lo más probable es que tenga razón. Pero —prosiguió— he encontrado un murciélago atrapado en el desván ¡y lo he capturado! Claro que se trataba de un murciélago muerto.

Murciélagos, ¿eh?, pensé reiteradamente. ¡Tal vez Edwart tenga la rabia!

Entramos en la enfermería. La enfermera era una mujer mayor que necesitaba gafas, pero prefería llevarlas colgadas del cuello sujetas con un cordón de colorines. Levantó la vista de su novela, Luna llena.

—Un segundo. Estoy casi acabando el capítulo. —Edwart y yo aguardamos—. Muy bien —dijo por fin—. Ven y túmbate. Iré a buscarte un poco de hielo para la cabeza.

Edwart me dejó en el suelo y la enfermera me llevó hasta la habitación contigua, que tenía dos camas que parecían felpudos. Edwart observó con tristeza cómo me separaba de él, tendiendo la mano hacia mí. Cuando la enfermera se dio media vuelta, astutamente disimuló su gesto haciendo el robot.

Después de que la enfermera me ayudara a echarme, Edwart se quedó de pie un rato, mirando como una estrella de un anuncio que explica qué le ocurrió a su hermanito pequeño cuando fumó hierba.

—¿No deberías estar en otro sitio? —preguntó la enfermera al cabo de unos minutos.

—Sí.

—Espera —dijo de repente—. ¿Tú eres Edwart Mullen? ¡Llevo una semana llamándote cada día para que vengas a la enfermería! Tienes que vacunarte para tu viaje a Transilvania.

—¡No! ¡No necesito ninguna vacuna! ¡Debe de haberme confundido con otro! ¡Debe de estar pensando en otro chico que es mucho más grande y valiente y tiene un nombre normal!

Se dio la vuelta y salió corriendo de la enfermería. La enfermera estuvo a punto de seguirlo, pero suspiró y volvió a su lectura.

Me asomé para ver a Edwart doblar la esquina, y al final me levanté de la cama para seguirlo otra vez hasta la clase. Transilvania, pensé mientras pasaba por las aulas. ¿De qué me suena tanto ese país? ¡Tal vez Edwart sea un estudiante extranjero y está aquí gracias a un intercambio!

Miré por la ventanilla de la puerta de nuestra aula. Edwart se sentó junto a mi silla vacía. Fue entonces cuando me percaté de que no importaba lo que fuera —metro setenta o metro noventa, como decía en el historial médico—, amaba a ese superhombre loco.

Volví a la enfermería y coloqué con cuidado el historial médico de Edwart en el armario de «Atención especial». ¿Qué ocultaba Edwart, además de sus múltiples alergias alimentarias? ¿Qué era Edwart? Había llegado el momento de pensar algo. Me senté en el suelo de la enfermería, adopté la postura de meditación, con las manos descansando hacia arriba sobre las piernas cruzadas y murmuré: «Ommm».

Mi mente se movía a gran velocidad: la cosa roja en la boca de Edwart, el hecho de que llegara tarde al laboratorio para la práctica de la sangre, los murciélagos, Transilvania... Parecía tener sentido. Pensé un rato más, me tomé un descanso para comer una barrita superproteica, y pensé otro rato más.

De repente, recordé el accidente, y el cuerpo de Edwart a prueba de nieve, y sus ojos, que pasaron de no-sé-qué-color a verdes, y entonces lo supe. ¡Sí! ¡Edwart era un vampiro!