CUANDO LLEGUÉ A CASA AQUELLA TARDE, CONTÉ A MI PADRE que tenía un crimen que resolver para que me dejara en paz. Me alegré de haber fundado el verano anterior aquella agencia de detectives llamada «Belle Goose, más rápida que ir en autobús». Hice carteles con un dibujo de mí misma como Sherlock Holmes y los pegué por todo Phoenix. Fue una lástima que solo me encargaran un caso: la trama de la invasión rampante de carteles. El culpable todavía anda suelto.
Después de cerrar la puerta de mi habitación de un portazo para aparentar que estaba siguiendo el rastro aún caliente de alguien, busqué entre mis cosas todavía por desempacar hasta que encontré el CD con la risa de hiena que el nuevo marido de mi madre me había regalado el día en que los dejé a los dos solos en Phoenix. Entonces no pude evitar pensar que estaba intentando con todas sus fuerzas ganarse mi respeto. Pero en aquel momento me alegré de que aquello me distrajera y evitara que me pasara todo el día pensando en Edwart. Metí el CD en mi reproductor, me puse los auriculares, me tumbé en la cama y me tapé la cabeza con la almohada. A pesar de todos mis esfuerzos, seguía pensando en el vampiro al que amaba, así que me puse un par de maletas sobre la cabeza.
Cuando acabó el CD, supe que no podía entretenerme más. Era la una de la madrugada, el momento de la noche en que investigo lo paranormal. Mi internet funciona como las líneas hechas con latas. Nuestro ordenador tiene una lata detrás y la otra lata está detrás del de nuestros vecinos, que sí tienen internet. Se tarda un rato hasta que el otro ordenador sopla los códigos al nuestro, así que me tomé unos cereales Conde Chocula. Cuando acabé, seguía sin tener acceso a internet, así que cambié los muebles de sitio para sacar de quicio a mi padre. No había internet. Me fui a dormir.
Al cabo de dos noches, tuve acceso a internet.
Tecleé una sola palabra: «Vampro». Google respondió: «Quizá quiso decir “vampiro”», y le contesté «sí».
Me sentí sobrecogida y confusa ante los resultados: «Nosferatu», «En forma con Buffy Summers», «Los rumores del romance de Kristen Stewart», «La filtración de Sol de Medianoche», «Robert Pattinson excelente cantante de blues».
¡Qué raro! ¡Nada de todo aquello tenía que ver con vampiros! Me alejé del escritorio sintiéndome una estúpida por mirar fotos de una bellísima pareja que estaba claro que no eran vampiros. Aquella búsqueda no dio ningún fruto; solo quedaban 62.500.000 resultados. Iba a tener que confiar en mi propio conocimiento. Luego pensé: ¿Por qué no compartir ese conocimiento con el mundo? Volví a sentarme delante del ordenador y fui a la página de vampiro de Wikipedia. Añadí una frase al artículo: «Edwart Mullen de Switchblade, Oregón, es un vampiro, ¡pero no le matéis porque le amo!». Luego añadí una foto de los abdominales de Edwart.
Fantástico, pensé, mientras apagaba el ordenador. Me imaginé que aquello era básicamente lo mismo que contar a mi padre que estaba enamorada de un vampiro, sobre todo porque él controlaba mi actividad en internet.
De repente, recordé la canción que mi padre solía cantarme cada noche cuando era pequeña:
Si alguna vez te enrollas
con un vampiro,
lo engañaré y con él en un coche
me daré el piro,
hasta un lago lo llevaré
y de piedras
lo llenaré.
Dejé de canturrear alegremente, al darme cuenta de que lo más probable era que mi padre tuviera un problema con Edwart. Hummm. Decidí que le contaría que Edwart era un vampiro vegetariano, que solo se alimentaba de ketchup.
A la mañana siguiente, iba de camino a mi primera hora de clase cuando alguien me agarró por detrás; me recordó al subdirector sacándome por el pescuezo del escenario durante el concurso de talentos en Phoenix. Sigo sin comprender por qué mi espectáculo fue limitado en el tiempo; mi álter ego BelGo es una formidable rapera y bailarina de breakdance.
Me di la vuelta, algo nostálgica, pero no era el subdirector Decherd, era Edwart.
—¡Ah! ¿Ahora me hablas? —le pregunté con timidez.
—Sí, claro. ¿Cuándo no te he hablado yo?
Recordé la noche anterior, cuando llamé a Edwart repetidas veces, fingiendo que era una vendedora de afiladores para dientes. Me colgó todas las veces. Decidí no sacarlo a colación.
—¿Te encontraste bien ayer después de que te acompañara a la enfermería? —preguntó Edwart.
—Sí. ¿Y tú? —pregunté, suponiendo que los vampiros experimentan un profundo dolor de corazón.
—Creo que sí.
—Vale, genial. ¡Hasta luego!
Me di la vuelta muy rápido para que Edwart pudiera verme la espalda. ¡Me había puesto pasadores con calaveras en el pelo, solo para él! (Tengo un montón de joyas con motivos de Halloween. Todo empezó ese verano en el que cayó una plaga en mi pecera. Ese mismo verano empecé a hacer tallas con espinas de pescado.)
Cuando llegué a la clase de inglés, aún estaba practicando técnicas de besuqueo en una de mis manos.
—¡Qué bien que nos acompañes, Belle! —dijo el señor Schwartz.
—Sí —contesté, cayendo en la cuenta de que podría estar en cualquier lugar, incluso en una tumba con Edwart—. Es todo un detalle por mi parte.
Giré el pupitre de cara a la ventana para ser la primera en ver si se acercaba un asteroide. Sinceramente, encuentro que la costumbre de poner todos los pupitres mirando al frente es muy peligrosa. ¿Quién vigila los otros tres lados? ¿El profesor? Desde luego que no, si no para de gritarme que deje en paz mis prismáticos y que deje de hacerle callar cada vez que empieza a hablar.
A través de la ventana observé la lluvia tan y tan hermosa. En el aparcamiento había una figura con los brazos extendidos hacia el cielo: Edwart. En una mano tenía una pastilla de jabón que se había acercado a la cara y empezó a frotársela con energía. Poco después dejó caer el jabón en un cubo y levantó la cabeza hacia los cumulonimbos, dejando que el agua lo limpiara mientras cantaba la canción de un viejo programa que no pretendía llegar a oídos de nadie. De su mochila sacó el ordenador, envuelto en una bolsa de plástico. Del bolsillo delantero sacó una caja y desplegó una antena vía satélite de tamaño mediano en forma de plato que tenía escrito Datastorm.* Se subió a su coche, bajó la visera de plástico e instaló el satélite sobre el techo.
Mi corazón se detuvo. ¿Pretendía cazar una tormenta? ¿Con aquel tiempo? Mientras la suave llovizna matinal iba cesando y el sol regresaba, se alejó a lo lejos. Era un temerario, pero era mi temerario.
Cuando aparté los prismáticos de la ventana y los dirigí hacia los carteles de los diez primeros magnates del petróleo de Forbes leyendo Jane Eyre, oí a Angelica balbucear. La gracia de sentarse al lado de Angelica era que se trataba de una chica tranquila, una de esas chicas que disfrutan recibiendo órdenes y están de acuerdo contigo cuando tu voz asciende hasta cierto volumen. Pero aquel día no dejaba de quejarse a voz en grito sobre Dios sabe qué. Percibí la inflexión oscilante de su voz, y eso me dio una pista para lanzar una exclamación de asombro. Asentí compadecida para darle una lección.
Entonces fue cuando me percaté de que estaba reprimiendo un ataque de epilepsia.
—¡Lo siento! —dijo mientras experimentaba una serie de espasmos.
—Está bien —respondí perdonándola.
Mejor Angelica que Lucy, que nunca se disculpa por tener un ataque a mi lado. Angelica era, sin duda, mucho mejor amiga que ella, pero no acababa de tener madera de mejor amiga. Una mejor amiga se sentiría cómoda teniendo un ataque delante de mí, haría una pausa para reírse cuando yo hiciera mi imitación de un ataque de epilepsia.
De repente Angelica puso los ojos en blanco.
—Veo una sala en el capítulo diez —dijo con la voz ronca del futuro—. Una sala llena de vampiros. En un rincón de la sala hay una silla metálica plegable, plegada, con el asiento rojo. Tres de sus patas tienen un taco de goma negra para evitar que hagan ruidos chirriantes. La cuarta pata no tiene ninguno. En teoría uno podría balancearse sobre ella, pero no es aconsejable. Cuidado con la corona —dijo al final, y se desplomó en el suelo.
¿Era una profecía? Por lo que yo sabía, solo los vampiros y las chicas que han leído la mayor parte de la obra de Jane Austen tienen habilidades extraordinarias. En cualquier caso, no veía por qué debía recelar de ponerme una corona y posiblemente controlar toda una nación desde un cómodo trono. Tiendo a la diplomacia, incluso en juegos como el Risk, en el que decreto un alto el fuego para todos arrebatando el tablero de la mesa.
—Esto es importante, Angelica —dije cuando se despertó de su letargo—. ¿Estaba Edwart en esa habitación de vampiros?
Toda la clase nos rodeaba.
—¡Dadle aire! —gritaban, como si el aire fuera un maravilloso regalo que no pudiera coger por mí misma.
—Hummm. Tengo sueño —murmuró Angelica.
Mecachis. Había vuelto a la normalidad.
—¿«Vampiros» quiere decir «Edwarts» en clave? —le pregunté—. ¿Y «corona» quiere decir «pepitas de oro envenenadas, ocultas como si fueran pasas, que de todos modos quitas de los cereales para no tener que preocuparte por ellas»?
Pero Angelica no estaba prestando atención.
—Boca cansada —dijo suspirando, mientras la enfermera del instituto la sujetaba con correas a una camilla y se la llevaba.
¿Por qué debía tener cuidado? ¿Iba Edwart a hacerme daño? ¿Por qué no me había hecho daño ya? ¿Acaso no valía la pena que se tomara tal molestia conmigo?
No. Me sentía insegura. Claro que valía la pena que se tomara la molestia de hacerme mucho daño. Planeé al detalle que ocurriera en una vieja habitación de bailarina con espejos que se hicieran añicos fácilmente para completar el glorioso espectáculo sangriento. Si Edwart consideraba que yo no merecía la pena, seguro que algún otro vampiro creería que sí.
Antes de ir a almorzar, salí corriendo al aparcamiento para asegurarme de que la furgoneta de Edwart había regresado. Solté un largo, desfallecido bramido suspirante mientras corría y corría alrededor de la parcela de quinientas plazas. No estaba allí. Pensé en irme a casa... ¿Valía la pena recibir una educación sin una perspectiva marital? Entonces oí una voz en mi cabeza. Una voz grave y melodiosa que tarareaba a Schubert: mi alucinación sobre Edwart.
Sufría esa alucinación cada vez que ponía en peligro mi futuro como premio Nobel de física.
«Perdóname —cantaba la voz—. Tengo la horrible costumbre de tararear a Schubert en momentos de tensión, una de las muchas cosas que se me pegaron en mis viajes místicos a través de Italia. Belle —continuó cantando esa voz armoniosa—, consigue tu diploma. Hazlo por mí», y se fue extinguiendo hasta convertirse en una canción indie muy en la onda: «Claro de luna».
Asunto zanjado. Tenía mis dudas sobre la clase de «carrera» que una educación podría proporcionarme, que no pudiera lograr usando mi técnica de la identidad falsa en internet y mi tenacidad, pero tenía fe en las voces que me hablaban. ¡Y cómo no! ¿Acaso el otro día, cuando di un patinazo, no había tenido la visión de que podía caerme? Muy decidida, resolví dejar mi vida en manos del precario producto de mi imaginación y terminar el instituto.
Al día siguiente en la cafetería tenía lugar una feria de actividades. Habían convertido todas las mesas en cabinas gracias a unas cartulinas pulcramente decoradas. Me quedé admirando en particular el expositor de «Adolescentes por el fascismo». Esos adolescentes debían de ser auténticos devotos de su club si usaban tijeras en zigzag. Tal vez yo no había deparado al fascismo la consideración que merecía.
—¡Belle!
Miré a mi alrededor. Lucy estaba junto al cartel de «Fans de Buffy cazavampiros».
—¡Únete a mi club!
—No, gracias —dije en tono glacial.
Pero no me sentía agradecida y creo que se lo transmití en mi tono. No tenía la menor intención de apoyar un programa que alentaba el genocidio de una especie de inmortales en peligro de extinción. Decidí usar el «poder de fruncir el ceño».* Se trata de disuadir socialmente a la gente de su intolerancia frunciendo el ceño ante sus comentarios ignorantes. Me acerqué cuanto pude, miré el cartel fijamente a los ojos y fruncí el ceño hasta que sentí el poder de mi triunfo moral fluyendo por mis venas. Agarré el cartel, le di la vuelta, dibujé dos tibias y una calavera y lo rompí. ¿Quién sería el primero en reconocer mi astucia?
Vi una mesa con un letrero que decía: «¡La belleza de la elasticidad de los precios y pizza gratis!». Me molestó la belleza de la elasticidad de los precios, pero me gustó la pizza gratis. Me acerqué a la cabina para piratear una porción de pizza y, de repente, distinguí la figura que estaba despachando. ¡Edwart había vuelto!
—¿Belle? —preguntó Edwart mientras yo tendía la mano hacia una porción de pizza desde mi escondite de debajo de la mesa.
—Oh, oh... Edwart. No te he reconocido. ¡Gracias por la pizza! Oye, me encantaría entrar en un club en algún momento, pero tengo cosas que hacer; como prepararle unas tostadas a Jim. ¡Es un idiota!
—¡Quédate! Si te gusta la pizza, te encantará el Club de la Elasticidad de los Precios; un club dedicado a dar a los estudiantes la pizza gratis que han ganado haciendo clic en los anuncios del sitio web que he creado para mi clase de economía.
Le miré con suspicacia. Salvo por el barro que manchaba su rostro y por la desaparición de la pernera derecha del pantalón, había regresado de su cacería de tormentas en un estado prístino.
—Adivina esto, señor internauta —dije cruzándome de brazos al estilo detectivesco—. ¿Cómo es que tú, que afirmas ser del todo mortal, estás aquí sin coche?
—He sacrificado mi coche por una gran causa. —El destello de un ideal nubló su rostro—. Una zanja de barro justo al salir del campus. Tuve que pasar a toda velocidad con el coche por encima de la zanja antes de que una nube amenazadora pudiera alcanzarme. Nadie ha dicho que ser meteorólogo aficionado con una tendencia a la acumulación de capital gracias a anuncios en la web de 0,0001 centavos el clic fuera fácil. En realidad nadie dice nada sobre esa clase de persona.
—¿Qué tengo que hacer para unirme a ese «club» tuyo? —pregunté recelosa.
Había notado que, con mucha diplomacia, había dejado al margen el efecto adverso que la elasticidad de los precios tenía sobre la demanda de consumo en su propaganda.
—¿Estás pensando en unirte a mi club? ¿Tú? Uau. Nunca nadie había demostrado interés por apreciar la elasticidad de los precios conmigo. Por un momento pensé que éramos yo y la elasticidad de los precios contra el mundo. Todo está sucediendo muy rápido. Yo... No estoy seguro de qué podría hacer otra persona en mi club. Déjame pensarlo un segundo.
Empezó a pasear detrás de su expositor. Su cuerpo parecía lanzar destellos de emoción.
¿O era yo, que estaba parpadeando muy rápido?
—¡Ya sé! Tendrás que emplear el rato del almuerzo conmigo...
—Sí.
—... para hacer una fortuna.
¡Oooh! Si hubiera podido retroceder en el tiempo unas pocas proposiciones... Si solo hubiera dicho «sí» cuando aquel científico me preguntó si quería la máquina del tiempo que le sobraba...
—A final de año usaremos esa fortuna para intentar comunicarnos con los cetáceos de las profundidades marinas. —Sus ojos centelleaban de apasionado convencimiento—. Sé que la verdad está ahí abajo.
Era tan perfecto que hacía daño verlo.
—Bueno, entonces ¿firmo aquí? —le pregunté.
—Sí... Justo debajo de las palabras «Por la presente, Edwart será el propietario del alma de:».
—¡Vale!
Firmé con mi nombre
Di la vuelta al papel para tener más espacio y luego escribí el apellido con una letra muy pequeña y apretujada:
Goose
—Ya está —dije, garabateando la última letra con una floritura que continuaba fuera de la hoja en una espiral en el aire, tal como implica mi firma. Ya me ocuparía de la disponibilidad del alma cuando llegara el momento.
—¡Belle! —gritó alguien desde la cabina vecina.
Era Laura, una chica que se sentaba enfrente de mí cada día a la hora de almorzar, lo cual le concedía el privilegio de tener un nombre. Angelica estaba firmando la hoja de admisión en el club y Lucy estaba firmando hojas falsas que Laura le había entregado para que la espera le pareciera más corta. Lucy se basaba en un carácter particularmente impaciente.
—¡Únete a nuestro Club de Compras! ¡La primera reunión es hoy después del instituto! —dijo una de ellas. Podéis elegir la que queráis... son bastante intercambiables.
—No, únete a nuestro club —dijo Tom desde la cabina contigua a la suya—. El club de los chicos: Dale una patada a la Caja. Te consideramos uno de los chicos porque siempre estás recostada y congelada.
No podía creerlo. Uno de los chicos... ¡Por fin lo había logrado!
—¿Qué es «Dale una patada a la Caja»? —pregunté.
—Los viernes por la noche nos turnamos para meternos encogidos en una caja mientras los demás chicos le dan patadas.
—Claro que jugaré —dije, alegrándoles el día.
Me sentía bien conmigo misma después de eso. Socializar es un modo sencillo de devolver lo que la comunidad te da.
—¡Uuug! —uuugueó Edwart.
Nos volvimos todos hacia él. Estaba retorciendo el dobladillo de su camisa y mirando a una cara y luego a otra, un gesto muy común de la época victoriana.
—¿Qué pasa, Edmpollón? —preguntó Taylor—. ¿Por fin te has convertido en una de tus maquinitas?
Laura soltó una risita, en espera de que la réplica de Edwart fuera algo muy cómico. No quedó decepcionada.
—Belle no puede unirse a vuestro club —dijo, de una manera supercómica—. El viernes por la noche es cuando hacemos clic cada uno en los anuncios del otro, la parte más vital del Club de la Elasticidad de los Precios.
—Perfecto —dijo Adam—. Supongo que Belle preferirá hacer clic en anuncios que ir a Las Vegas este viernes a un Festorro de Solteros del Club de Chicos.
Edwart soltó ese gruñido amenazador tan suyo, y yo no puedo resistirlo cuando pone su carita de cachorro.
—Supongo que me uniré al Club de Compras en lugar de al vuestro —refunfuñé.
Jolín. ¿Qué era aquello...? ¿Una comedia? Caminé con dificultad hasta la hoja de firmas de Laura. Apuesto a que no sabía ni qué era La guerra de las galaxias, como en esa escena de Lío embarazoso.
—Lo mejor de pertenecer a un club de chicas —dijo Laura mientras yo firmaba y murmuraba palabras al azar de mi iracunda perorata interior— es llegar a conocernos mejor mutuamente. Cada semana he planteado una pregunta diferente. La pregunta de la semana pasada era: ¿Qué diadema de Laura es más bonita? La pregunta de esta semana es: ¿Qué humanoide de La Federación será el líder político más justo?
Se atusó el pelo bidimensionalmente.
—Lo más probable, un betazoide*—dije.
Aunque era un debate muy discutible porque los humanos siempre serán demasiado claustrofóbicos para confiar en ninguna otra cosa que no sea un humano con poder ejecutivo y ya te puedes ir olvidando de los androides para cualquier cargo electo, ¡gracias, medios de comunicación!, ¿por qué Laura hacía unas preguntas tan estúpidas? Miré fijamente mis zapatos, sufriendo en silencio. Iba a resultar imposible conectar con esas chicas de provincias.
—Oye, Edmpollón... ¿quieres un poco de chocolate de ajo? —preguntó Adam, moviendo una barrita de chocolate ante las narices de Edwart.
—¡Puaj, qué asco, aparta el ajo de mi vista! —protestó Edwart.
—Tranquilo, es solo chocolate.
Adam se alejó pavoneándose con un paso no tan masculino como el descontrolado pataleo de Edwart. Pero yo no tenía la menor intención de pasar aquello por alto. Tal vez si Edwart comprobaba lo mucho que yo ya sabía, me contaría su secreto.
—Espera —dije, sujetando la cabeza de Edwart y esperando a que se calmara su respiración después de que yo lo tocara—. Las únicas personas a las que no les gusta el ajo son...
—Puede que me guste el ajo o puede que no. Lo único que sé es que aún no lo he probado y no voy a empezar hoy. Me pasa lo mismo con los aguacates.
Se escapó antes de que pudiera atarlo a un letrero y seguir interrogándolo.