8

EL CEMENTERIO

CAMINAMOS JUNTOS, CON LOS DEDOS ÍNDICES ROMÁNTICAMENTE entrelazados. El cementerio se alzaba ante nosotros, cubierto por una oscura niebla nocturna, alumbrado solo por una luna de plata. ¡La luz del corpúsculo! Quiero decir, ¡la luz del crepúsculo!

Sentía que el entusiasmo burbujeaba en mi interior. Sí, mi conquista romántica estaba por fin a punto de hacerse realidad. Demostraría a Edwart que yo era elegible para convertirme en vampira, llevándolo a un lugar que, de una forma algo así como tangencial, tiene que ver con los vampiros. Era un plan impecable.

¡Chico, cómo se sorprenderían mamá y papá! ¡Y la gente de Phoenix! Al final de la noche no solo sería vampira, sino que al fin conseguiría tener agujereada la parte superior de la oreja. Antes de que Edwart me mordiera, le pediría que me apretara la mano con fuerza y me clavara un colmillo en el cartílago de la oreja izquierda. Esperaba que llevara encima un pendiente provisional hipoalérgico. Me pregunté qué pensaría la gente del instituto cuando viera a mi Nueva Yo. Pensarían: ¡Ahhh! ¡Una vampira! ¡Clavadle una estaca!

Pero al acercarnos a la verja, Edwart empezó a ponerse nervioso, y ese fue el primer indicio de que algo iba terriblemente mal. Nuestro paso se había ralentizado hasta ponerse a la velocidad de los caracoles, y al mirarlo me di cuenta de que hasta su manera de caminar se había vuelto anormal. Daba torpes bandazos, con una mano sobre el estómago y una expresión rara en la cara; la expresión de un murciélago que diera bandazos por un cementerio caminando con las patas traseras. Para ser sincera, eso era lo que me recordaban la mayoría de las expresiones de Edwart.

—¿Qué ocurre, Edwart? —pregunté.

—¿Tenemos que cruzar el cementerio? Es por mis medicamentos. Hace dos días que no los tomo, y cuando tengo miedo me entran náuseas. De hecho, cualquier cosa que me causa alguna emoción me provoca náuseas.

¿Por qué iba a ser un problema el miedo?, me pregunté. ¡Íbamos hacia un cementerio, el McDonald’s de los vampiros! Pero yo sabía que tenía que representar el papel de comprensiva novia.

—Busquemos un sitio donde puedas tumbarte —dije en un tono maternal pero también seductor.

Lo cogí de la mano y lo llevé a rastras hacia la verja, pero Edwart agarró uno de los barrotes y se aferró obstinadamente a él. Yo le abrí los dedos, uno a uno, mientras él gimoteaba. Por fin, logré empujarlo a través de la verja haciendo uso de todo mi peso. Habíamos entrado en el cementerio, o, como yo suponía que lo llamaban los vampiros, casamenterio. (Más tarde descubrí que, de hecho, lo llaman cementerio.)

Edwart iba parloteando. (¿Quién demonios sabía de qué estaba hablando? ¿Quién lo escuchaba alguna vez? A pesar de todo, era adorable.) Mientras, yo balanceé las manos que llevábamos entrelazadas y le puse la otra mano sobre la boca, con gesto afectuoso. Imaginé cómo sería yo después de que tuviera lugar la transformación. Probablemente podría llevar mallas y pantalones cada día, y nadie diría nada porque tendrían miedo de que los mordiera. ¿Cuál sería mi nombre especial? Probablemente Alice, porque es un nombre que suena a vampiro. ¿Cuál sería mi poder especial? Probablemente el poder de beber sangre sin tener que hacerla bajar con otra bebida.

El ambiente era perfecto. Envuelto en un velo de luz tenue, el cementerio parecía gritar: «¡Chúpale la sangre a tu novia! ¡Está preparada! ¡Lleva pegada una diana! ¡No vas a tener que invertir energía alguna; lo único que tienes que hacer es abrir la boca y ella puede correr para lanzarse contra tus dientes, si estás cansado». En cuanto me di cuenta de que estaba gritando esto al oído de Edwart, me callé y me disculpé cortésmente, dando un paso atrás con el fin de dejar libre su espacio personal.

Después de echar una mirada nerviosa a las lápidas, él me atrajo hacia sí.

—No. Te. Apartes. De. Mi. Lado —dijo con voz temblorosa, aferrado a mi brazo, mientras ocultaba la cabeza bajo mi hombro. Parecía natural.

Inspeccioné el entorno con la mirada y formulé una descripción mental de él. De entre la hierba asomaba una sepultura tras otra. Era como una formación de soldados sepulcrales, alineados en una falange sepulcral de proporciones sepulcrales. Una auténtica visión sepulcral. Creo que había también algunos árboles y otras cosas.

Mientras caminábamos por los serpenteantes senderos, tuve un pensamiento. Fue un pensamiento pequeño, expresado por una vocecilla interior, como la que pregunta si le tienes miedo, y tú dices que no, y ella dice: «Si alguna vez intentas librarte de mí, vivirás para lamentarlo». El pensamiento que tuve fue el siguiente: ¿Qué sucederá si me convierto en una vampira increíblemente sedienta de sangre? ¿Y si esa era la única razón por la que Edwart no me había mordido y destruido así mi alma? ¿Y si cuando su madre me ofreció pastel de melocotón yo no debí haber comido trozo tras trozo hasta que ya no quedó nada, mientras la familia me observaba con ojos hambrientos? Quizá tampoco debería haberme comido todas las salchichas de Frankfurt, pero no iba a ser tan grosera para dejar que toda esa comida humana se desperdiciara. Aún no sé por qué, después de llenar un plato para mí, Eva sirvió también a los miembros de su familia de vampiros. Eso fue una presunción disparatada. ¿Qué habría pasado si no me hubiera apetecido dar la vuelta a la mesa para vaciar la comida de sus platos en el mío?

—Edwart —dije, tras decidir que había llegado el momento de ser directa—. Si fuera vampira, no tendría ningún problema en resistirme a beber la sangre de la gente; incluso la de Lucy. Ya sé que te dije que si alguna vez me convertía en vampira lo primero que haría sería invitar a Lucy a ver una película de acción en un cine desierto y oscuro, pero estaba bromeando. En serio, lo primero que haría sería morder un hermoso rododendro y ganar el premio Nobel por crear flores inmortales capaces de sobrevivir incluso en los desiertos.

—Belle —dijo él, al tiempo que me cogía ambas manos—, si no nos sentamos vomitaré. No estoy muy seguro de qué, porque hoy no he tomado nada más que un refresco de naranja, pero podría ser cualquier cosa que tenga, entre uno de mis riñones y el otro.

—Vale.

Después de pasear otros veinte minutos a la luz de la luna, nos sentamos sobre la sepultura de aspecto más cómodo que pude encontrar, la cual resultó estar recubierta de lujoso cuero. «James C. Rey del Cuero Murphy, 1906-1975, rey del cuero y también propietario de una tienda de cuero», decía.

Nos instalamos y comenzamos a disfrutar del enamoramiento mutuo, casi como si fuera un resplandor cálido en nuestro interior. Así era como se sentían los adultos casados en todo momento.

—Edwart —dije—. ¡Estoy tan agradecida por encontrarme aquí contigo! ¿Te encuentras mejor?

—Sí, Belle. Mucho mejor.

Sonreí para mis adentros, y para mi futura yo vampira. Era feliz, y recordé lo azorada que me hizo sentir una chica en la fiesta de graduación de octavo curso, porque su padre era mucho más viejo que los demás padres. Edwart y yo nunca nos haríamos viejos. Comencé a aplicarme otra vez el perfume de pomelo para que mi sangre no tuviera ese sabor de varias-semanas-sin-duchar cuando él me mordiera.

—¿Qué es ese olor? ¿Es de pomelo? —preguntó Edwart.

Me sorprendió que no hubiera perdido la memoria de la comida humana, como les sucede a la mayoría de los vampiros. Pero, al mismo tiempo, no me sorprendió: la verdad era que olía mucho a pomelo.

—¿No te encanta estar entre toda esta gente muerta? —pregunté, abarcando el entorno con un gesto.

—Bueno, para ser sincero, la verdad es que pienso que esa parte es un poco rara. Nada me gustaría más que salir de este cementerio, asegurarme de que llegas a casa sana y salva, y luego acurrucarme en la cama con un vaso de cerveza de jengibre diluida.

¡Qué dulce por su parte eso de decir algo que no tenía sentido que dijera un vampiro! Con gesto descuidado le acerqué el cuello, de modo que quedara bañado por la luz de la luna.

—¿Te pasa algo en el cuello? —preguntó.

—No lo sé. ¿Me pasa algo? ¿Tú qué crees, Edwart? —Me lo masajeé de manera sugerente, sugiriendo que había dormido sobre un montón de ascuas.

—¿Te duele? —preguntó.

Tenía que pensar con rapidez. ¿Quería que me doliera? ¿Se debía a una especie de rareza típica de los vampiros el hecho de que prefirieran morder cuellos que dolían, como eso que mi madre me había dicho siempre de que uno sabe si una fruta está madura porque parece que esté dañada?

—Hummm, s... sí —tartamudeé, dando gracias a las fuerzas que me dieron las clases de improvisación que había tomado el verano anterior—. Me duele. Me duele terriblemente.

Entonces sucedió algo mágico. Edwart me apretó el cuello con un dedo. Un incendio recorrió todo mi cuerpo. Me apoderé de su dedo, embriagada por sus caricias, y boqueé en busca de aire, como un pez fuera del agua boquea en busca de menos aire. Me dio unos golpecitos suaves en el cuello. Me pregunté si estaría aplicándole alcohol como hacen los médicos antes de ponerte una inyección.

—¿Qué sensación tienes cuando te hago eso? —preguntó.

—De felicidad. —La verdad es que la sensación era completamente indescriptible. Una mata de zarzamoras; así la describiría yo.

—¡Bien, fantástico! —dijo Edwart, y se detuvo—. ¡Ha sido rápido!

—Ah, hummm, ¿sabes qué? —dije, improvisando otra vez—. Vuelve a dolerme. Peor. Mucho, mucho peor. ¡Oye! ¡Tengo una idea! Podrías morderme, y entonces ya no volvería a sentir dolor.

Edwart me miró como si estuviera loca —loca de amor—, justo cuando el suelo comenzó a temblar con violencia.

—¿Qué pasa? ¿Es parte del proceso de transformación? —pregunté, un poco enervada.

—¿Un terremoto? —sugirió Edwart, con el raciocinio fríamente calculador de un vampiro.

De repente, el suelo se abrió debajo de nosotros, partió la tumba en dos y de la sepultura surgió una figura con colmillos manchados de sangre y una capa negra cuyo alto cuello curvo estaba pulcramente planchado hacia abajo en obvio desafío a las tendencias del momento.

—¿E... e... eres el rey del cuero? —logré preguntar.

—No —replicó la figura—. ¿En serio no me reconoces?

Lo miré con mayor atención: el semblante pálido, la capa, los ojos rojos, los colmillos ridículamente grandes. No lograba identificarlo.

—Hummm, ¿te conozco del trabajo? —Me esforcé por recordar si se trataba de un compañero de trabajo. Me esforcé por recordar si yo tenía trabajo.

—¡Por la virgen del patín, Belle, si me siento a tu lado en todas las clases de inglés!

—Lo lamento; todas las caras del colegio como que se funden en una sola cara indistinta, salvo la cara de Edwart Mullen, el amor de mi vida.

Aplaudió lenta, siniestramente.

—Bueno, os felicito a los dos —dijo—. Espero que viváis realmente felices por siempre jamás, en vuestra dulce casita provista de un césped pulcramente recortado en la parte de delante. Lo que tenéis vosotros dos es especial, ¿lo sabéis? Realmente especial. Estamos todos muy celosos del abrumador amor que os tenéis el uno al otro.

—Gracias.

—Bueno, y ahora, a lo que iba. Me llamo Joshua. Soy vampiro. No quiero ser grosero, pero ahora mismo estáis invadiendo mi propiedad sepulcral. Lamento de verdad todo esto, Belle; pienso, con toda honradez, que eres muy atractiva, aunque no te maquilles ni sigas las modas. Te confieso que tenía todas las intenciones del mundo de pedirte que fueras conmigo a la fiesta de graduación la primera semana de colegio, pero ahora voy a tener que arrebataros la vida, por desgracia, para alimentarme.

Di un respingo. ¿Otro vampiro? Supongo que tenía sentido; los estados del noroeste del Pacífico eran conocidos por sus indulgentes leyes contra los monstruos.

A mi lado, Edwart gritó y se tapó los ojos, como visualizando su triunfo sobre aquel vampiro de extravagante atuendo. Yo me relajé y me instalé cómodamente sobre la losa de la sepultura, con la esperanza de presenciar lo que toda chica espera ver alguna vez: una lucha de vampiros en la vida real.

—No tan aprisa, Josh —dije desde mi asiento—. ¡Córtalo en trocitos pequeños y quémalo, Edwart!

—¿Qué? ¿Por qué iba a hacer eso? ¿Por qué iba a hacer algo parecido? —Lo meditó y luego posó sobre mí una mirada penetrante—. ¡No! ¡No estoy meditando eso, Belle! Ahora mismo estoy gritando como un histérico. Estoy experimentando el miedo más grandioso que he sentido en toda mi vida.

Edwart temblaba visiblemente; supongo que es algo que les sucede a los vampiros vegetarianos que llevan mucho tiempo sin comerse un oso, o algo parecido.

—Edwart, no tenemos tiempo para otra charla de definición de nuestra relación. Ahora hay otro vampiro y no creo que esté familiarizado con La ética de lo que comemos, de Peter Singer.

—¿Otro vampiro? —Miró por encima del hombro—. ¿Dónde está el primero? —preguntó con voz temblorosa, muy probablemente a causa del hambre, y luego me dedicó otra mirada penetrante—. ¡No! ¡Déjalo ya! ¡No me tiembla la voz a causa del hambre! Eso ni siquiera tiene sentido.

—Vamos, Edwart —dije con voz zalamera—. Él es un vampiro, tú eres un vampiro: ¡Ponte manos a la obra!

—¡Basta, Belle! Esto es serio; no es buen momento para los juegos de rol.

—¿Juegos de rol?

—Sí, juegos de rol. Como esa vez en que jugamos a que yo podía levantar el coche de Tom Newt, o como cuando jugamos a que yo podía alcanzar velocidades de hasta ciento sesenta kilómetros por hora. O la vez en que tuve que ponerme dientes de vampiro y decirte lo mucho que deseaba drenarte toda la sangre cuando te puse los ojos encima por primera vez. —Se quedó petrificado—. ¡Caray! Algunas cosas empiezan a encajar.

Me volví para mirar a Joshua, y le hice una seña para comunicarle que necesitábamos un poco de tiempo para aclarar las cosas.

—¿Sabéis qué? —dijo Joshua—. A pesar de que soy un vampiro auténtico, lo cual significa que por naturaleza soy distante y tengo mal genio, os daré un poco de tiempo. No os preocupéis por mí. Me quedaré aquí mismo, en silencio, echando humo y lanzando rayos por los ojos.

—¿Así que durante todo este tiempo has pensado que yo era un vampiro? —susurró Edwart, furioso, mientras me apartaba unos cuantos centímetros hacia la izquierda.

—Claro —repliqué—, ya sabes, el león se enamora del cordero...

—¿Qué?

—Lo siento. Me resulta más fácil si explico las cosas en términos animales.

—¿Así que pensaste que yo era un... cordero?

—No, un león. O, ya sabes, tú eres el tiburón y yo la foca.

Me miró con absoluta perplejidad.

—Vale. —Volví a intentarlo—: Tú eres una jirafa y yo una hoja de árbol.

—¿Estás rompiendo conmigo? —preguntó él con voz queda.

—Por supuesto que no —dije con ternura—. Solo si no eres un vampiro.

—Pero es que no soy un vampiro.

—Pero... Eres una especie de maniático del control. En un sentido vampírico.

—¡Tú me obligaste a darte órdenes! Y ya que estamos hablando con sinceridad, eres mi primera novia, y antes de conocerte dudaba de si tendría los músculos bucales necesarios para hablar en voz alta.

Sentí que toda mi jerarquía de monstruos, con los vampiros de Edwart en lo más alto, se reordenaba de modo espectacular.

—Pero ¿qué me dices del tiempo que pasamos hablando de los diferentes tipos de sangre, y tú decías constantemente que cada uno tiene sus propios méritos únicos, igual que los diferentes tipos de vino, decías, y luego te pusiste a soltarme un discurso de unos quince minutos acerca de la homogenización de la sangre, para luego soltarme aquel rollo mnemotécnico sobre los pasos que deben seguirse mientras se bebe sangre. Ya sabes, las cuatro «aes» absorber, agitarse... agitarse otra vez... y luego...

—Apaciguarse.

—Sí, apaciguarse. ¿No había ninguna otra?

—Creo que no; lo tengo escrito en unas tarjetitas que guardo en casa.

—Entonces ¿cómo puede ser que no seas un vampiro? —pregunté con determinación, evitando hacer una inflexión con la voz al final de la pregunta para lograr un efecto de abogado.

—Belle, lo... lo siento. No soy un vampiro. Solo soy un bebedor de sangre moderado. Me gustan las hamburguesas poco hechas.

—Bueno, ¿ya lo hemos aclarado todo? —preguntó Josh, mientras arrojaba otro topo arrugado sobre una pila de ellos.

Qué civilizado, pensé, eso de tener un lugar designado para los restos del aperitivo, igual que un buen anfitrión que te proporcionara un cuenco para echar las colas de las gambas.

—Supongo que sí —respondí—. ¡Acaba con él, Edwart!

—No, Belle. ¡No puedo luchar contra un monstruo! ¡Nunca estaré a la altura de tus anormales fantasías perversas!

Aquello me dolió. Un montón de chicas adolescentes deseaban que su novio fuera un vampiro. Durkheim culparía de ello a los valores de la sociedad. Yo estaba bastante de acuerdo en que el problema procedía de otros lugares externos a mi cerebro.

—¡Yo me largo pitando de aquí! —dijo Edwart empezando a recular—. ¡Si me amas, marchémonos!

—Pero... ¡Edwart! —lo llamé—. ¡Tenemos que vencer a este vampiro! ¿Es que vas a dejarme aquí sin más, a solas con él?

—¿No es lo que tú quieres?

Era la prueba definitiva. Un vampiro de verdad habría estado chupándome la sangre mientras decía eso. Me quedé mirando cómo Edwart desaparecía en la niebla, esta vez no por arte de magia, sino estrepitosamente, cayéndose, revelando que había tropezado con la losa de una tumba. Josh y yo lo observamos cuando reapareció, saltando por encima de las sepulturas mientras corría. Cada vez que se caía lanzaba un grito, se giraba para mirarnos por encima de un hombro y volvía a erguirse sobre sus pies torcidos hacia dentro.

Josh y yo nos quedamos ahí sentados y pronto se hizo un incómodo silencio. Saqué mi mochilita con recuerdos de Edwart. Detestaba hacer eso delante de un desconocido, pero necesitaba aliviarme. Con determinación, comencé a quemar los objetos, uno a uno: mi informe de laboratorio para la asignatura de biología, el Drácula embalsamado, un poco de leña que yo había cortado durante nuestra excursión, el mechón de pelo que había arrancado a la camarera del Buca di Beppo. Después me sentí mejor.

—Hummm —dije alegremente—, ¿te apetece que contemos historias de fantasmas?

—No tengo muy claro que te des cuenta de la peligrosa situación en la que te encuentras, Belle. Verás, soy un vampiro hambriento y amoral, y tú eres una chica mortal vulnerable y llena de sangre. A pesar de todo, me gustaría compartir contigo una historia de fantasmas. Llamo a esta historia «El cuento del relicario del pasado»* —dijo Josh, con una temblorosa voz de fantasma.

Decididamente, ya había oído antes esa historia, y tuve que tararear para evitar quedarme dormida.

—¿Qué pasa? —preguntó Josh—. ¿No te interesa? Es una historia realmente aterradora.

—Ya sé que lo es. La vi en un episodio de El club de medianoche.

Josh me dirigió una mirada furiosa.

—¡Qué pena! —dijo—. Es una verdadera lástima que sepas tanto de historias de fantasmas. Dime, ¿sabes cómo puede lograr sobrevivir una chica mortal ante el avance de un vampiro? —preguntó, avanzando.

Yo bostecé.

—Sí, también vi ese episodio.

Él se inclinó hacia mí.

—Correr. La respuesta es correr —dijo mientras se acuclillaba para adoptar una postura previa al salto.

De repente, me invadió el pánico, mientras se estiraba para adoptar la postura posterior al salto. ¡Aquello estaba equivocado, todo equivocado! ¡Se suponía que tenía que morderme Edwart y que yo tenía que convertirme en vampiro! ¡No que fuera a morderme un vampiro desconocido y me muriera! Todo el mundo sabe que hay una línea fina, delicada entre la vida-eterna-como-vampiro y la muerte-como-ser-humano.

—Espero que te guste morir. —Josh hablaba con calma y confianza, como podría uno hablarle al puré de patatas que tiene en el plato.

Cuando avanzó otro paso hacia mí, vi a Edwart con el rabillo del ojo, magullado y vapuleado después de haber superado todas aquellas lápidas, huyendo por la puerta de la verja en el momento en que Joshua se inclinaba para morderme.