Resultó que Emma, o tal vez Sophie, se lo contó a alguien que a su vez se lo contó a alguien que jugaba al fútbol sala con Paul los jueves por la noche, y esa persona que jugaba al fútbol sala le preguntó a Paul si se le hacía raro saber que su ex estaba saliendo con alguien. Esa persona no pretendía ser cruel. Él mismo acababa de separarse de su mujer, y temía que llegara el día en que llamaría a la puerta de su antiguo hogar y se encontraría con que la abría un desconocido. Paul jugaba de siete a ocho. Le mandó un mensaje de texto a Lucy a las diez y pico y se habría presentado en su casa a los cinco minutos si ella no le hubiera pedido verse más tarde. Quería estar sola cuando apareciese, lo cual implicaba acostar a los niños y mandarle un mensaje de texto a Joseph.
–¿Es verdad? –le preguntó Paul.
No había probado el alcohol desde la noche del altercado. Ella ansiaba una copa de vino, pero puso el hervidor a calentar. Paul se dirigió al armario de la cocina para coger un vaso y después a la nevera para sacar zumo de naranja. Ese exceso de confianza molestó a Lucy.
–Depende de lo que te hayan contado.
–Me han contado que tienes novio.
–No, eso no es verdad.
–¿Entonces cuál es la verdad?
–Es una pregunta difícil de responder.
–Ya sabes a qué me refiero.
–No estoy segura.
–¿Hay algún tío en tu vida?
–¿Algún tío?
–Ya sabes a qué me refiero.
–Estoy manteniendo una relación informal, sí.
–¿Que incluye sexo?
¿No consistía en eso una relación informal? Era la ausencia de todo lo demás lo que le daba su carácter informal.
–Sí.
Paul respiró hondo. Lucy casi podía oler la necesidad de algo que rebajara la tensión del momento. Las diversas adicciones de Paul sudaban la gota gorda por el esfuerzo de dar saltos tratando de captar la atención de su dueño.
–Puta mierda.
–Tenía que pasar un día u otro.
Lucy pensó que pasaba lo mismo que con la muerte de un progenitor. Siempre llegaba demasiado pronto. No podía creerse que estuviera sucediendo en ese preciso momento.
–Confiaba en que no llegaría a suceder.
–Lo sé.
–¿Entonces se ha terminado definitivamente? Me refiero a lo nuestro.
¿Cuál podía ser la respuesta más amable a esa pregunta? Nada en la relación con Joseph suponía un obstáculo para la posible reconciliación con Paul, pero esa reconciliación no iba a producirse por nada del mundo.
–No tiene nada que ver una cosa con la otra.
–¿Lo conozco?
–No es ningún amigo tuyo, si es eso lo que quieres saber.
–¿Los niños ya lo conocen?
Ahora Lucy entendía cómo pudo Bill Clinton meterse en semejante lío con sus declaraciones. Depende de lo que significase la palabra «conocer». Los niños lo conocían, pero no en calidad del amante de su madre. ¿Era eso lo que le estaba preguntando Paul? ¿Si conocían al amante de su madre? Podía plantear una respuesta basada en los dos Josephs, a uno de los cuales, el Joseph Canguro, conocían muy bien, mientras que no tenían ni la más remota idea de la existencia del Joseph Pareja Sexual.
–Más o menos.
–¿Y eso qué significa?
Para responder a la pregunta con sinceridad, tendría que introducir el concepto de los dos Josephs, algo que sin duda no convencería a Paul.
–Sí, lo conocen.
–Ah, en ese caso este asunto me concierne. Si estás jugando a la familia feliz con alguien a quien yo no he dado mi aprobación, no estás actuando bien.
–No sé muy bien cómo se supone que funciona esto. Vivo con los niños y tengo una vida independiente. No puedo solicitar tu aprobación cada vez que...
Esto tampoco iba por buen camino. Su principal objeción a Paul parecía ser que esto pudiera convertirse en una pesadilla burocrática, con él sentado tras un escritorio con un sello de goma ante una larga cola de candidatos a pareja sexual que llegaba más allá de la puerta.
–Tienes que confiar en mí. No soy idiota.
–Eso es lo que dicen todas las madres divorciadas. Y lo que sucede a continuación es que a sus hijos los matan a hachazos y sus restos acaban escondidos debajo de los tablones del parquet.
–Por el amor de Dios, Paul. Si llega a suceder algo así, tienes mi permiso para decirme: «Ya te lo había advertido.»
–No tiene ninguna gracia.
–Además, ¿quién fue el que apareció por aquí borracho e intentó empezar una pelea? Mi novio desde luego que no.
–Me acabas de decir que no tenías novio.
Lo había dicho, sabiendo lo que decía. Joseph no era su novio. Pero esa noche Joseph había impedido que Paul se metiera en casa. «Mi novio desde luego que no» significaba «fue mi exmarido». Pero la persona que no era su novio había sacado a Paul a empujones, y ahora Joseph se había introducido en la conversación.
–¿Ese tío todavía te hace de canguro?
–¿Joseph? Sí.
–Entonces supongo que sabrá con quién te estás acostando.
–¿Y eso a ti qué más te da?
–Parece que aquí todo el mundo está enterado menos yo.
–Nadie está enterado salvo la persona implicada.
–Y Joseph.
A Lucy el corazón le iba a mil por hora. Si no le contaba la verdad, entonces más o menos todo lo que dijera a partir de ahora sería mentira.
–Es Joseph.
–¿El qué?
–La persona implicada.
–No entiendo lo que me dices.
–Has venido a preguntarme a quién estaba... viendo. Estoy viendo a Joseph.
–¿A ese chaval?
–Es un joven.
–¿Qué diferencia de edad hay entre vosotros?
–No creo que eso sea de tu incumbencia. Aparte del pequeño detalle de que tiene mano de santo con los niños y ellos lo adoran.
–Gracias.
–Cuantas más personas tengan a su alrededor que se preocupen por ellos, mejor para todo el mundo.
–¿Y el resto de las diferencias? De círculos de amistades. De cultura. De educación. De trabajo.
–Tenemos amigos diferentes y trabajos diferentes, vale. ¿Y qué sabes tú sobre su educación?
Se produjo un silencio incómodo, mientras Paul valoraba la posibilidad de haber lanzado una conjetura desafortunada, y Lucy sopesaba la posibilidad de que, si en ese momento hacía una broma para destensar el ambiente, le saliera el tiro por la culata. El riesgo era alto. Dejó que Paul tomara la iniciativa.
–No –dijo él–. Tienes razón. No sé nada al respecto. Pero ya sabes de qué estoy hablando.
–Tú y yo teníamos un montón de cosas en común –dijo Lucy–. No es necesariamente el mejor indicador.
Recordó haberle dicho a Emma que quería a alguien limpio, porque la falta de higiene significaba que todo lo demás dejaba de tener relevancia. De pronto cayó en la cuenta de que la sobriedad también era importante. Tal vez en lo que estaba pensando en todo momento en realidad era en la sobriedad. Después de todo, limpieza era otro término para sobriedad. Podías tener los mismos gustos que tu pareja en todo, podíais tener el mismo número de titulaciones, compartir el mismo sentido del humor y las mismas ideas políticas, pero una dependencia adictiva lo tiraba todo por tierra y provocaba en la relación tal cantidad de desgarros que era imposible recoserlos.
Joseph apareció en cuanto Paul se marchó.
–Se lo he contado –le informó Lucy.
–¿Qué? Guau.
–Lo siento, si es justo lo que no querías.
–¿Le has dicho que soy yo?
–Sí.
–¿Y cómo ha reaccionado?
–Me ha soltado una lista de todos los motivos por los que lo nuestro no va a funcionar.
–Vale. No quiero saberlos.
Joseph se dirigió a la nevera, sacó el zumo de naranja y se sirvió un poco en un vaso que cogió del armario.
–No te los pensaba decir.
–De todos modos, ya nos los sabemos.
–Sí.
Lucy trató de adoptar un tono neutro, pero se le coló cierto malestar. Otra situación parecida a la muerte de un familiar. Sabía que no tardaría en llegar, pero no iba a ser hoy, todavía no.
Joseph había estado ahorrando el dinero de los canguros y se había comprado un Ableton Live 10. Se las había arreglado para rescatar el tema que había creado con el viejo software ya en desuso y transformarlo en una nueva versión. Le llevó toda una tarde, porque primero tuvo que pasar cada tema a formato audio. Encontró una buena base rítmica, una gratuita, y no le preocupaba en exceso no estar al día de lo que era el último grito en los clubs, porque trataba de crear algo con cierto toque retro, en la línea de la vieja escuela del deep house. Había empezado con lo que esperaba que sonara a exuberante groove latino, con cuerdas creadas con sintetizador, pero no se sintió satisfecho hasta que aceleró la base rítmica. Disponía de un sample de trompeta que fue utilizando de forma muy contenida hasta más o menos el último minuto del tema, donde le dio caña para ascender hasta el clímax. Había sacado la trompeta de uno de los discos de Earth, Wind & Fire de su madre, aunque ella no recordaba haberlo comprado y le dijo que debía de ser de su tío. Había tenido que coger también parte del resto de la música junto a la trompeta, pero se las arregló para integrarla en el tema sin que le fastidiase la mezcla.
Se llevó el ordenador portátil a casa de su amigo Zech. Zech se estaba cambiando poco a poco el nombre por el de £Man. Era un proceso tan lento que Joseph se refería a él como una «transición», lo cual sacaba de quicio a Zech/£Man. Todo el mundo se olvidaba de que se estaba cambiando el nombre, y encima todavía seguía asistiendo a un curso universitario de tecnología musical en el BIMM, y su antiguo nombre estaba metido en todos los ordenadores y registros. Cuando alguien en la facultad lo llamaba Zech, él se negaba a responder, pero esa reacción fastidiaba sobremanera al resto de los estudiantes, porque el hecho de que él se limitara a quedarse ahí sentado, soltando chispas de rabia sin atender a razones, lo ralentizaba todo, y Joseph se preguntaba cómo se las apañaban Earl Sweatshirt y A$AP Rocky y ?Love y los demás. Uno nunca pensaba en estas cosas cuando estaba empezando.
Podías llamarlo PoundMan, pero no podías escribirlo así. Tenías que utilizar el símbolo de la libra. Zech era muy estricto con ese asunto. Lo cierto era que nadie tenía mucha necesidad de escribirlo. Obligó a Joseph a guardarlo como £Man en el móvil, lo cual le creó un lío en el listado de contactos, porque tenía que acordarse de buscarlo debajo de la M. Por algún misterioso motivo el símbolo de la libra no contaba como letra. Aunque la verdad es que Joseph tenía que admitir que era un nombre chulo. Los americanos utilizaban el signo del dólar en plan aparatoso, pero PoundMan sonaba de baratillo, como Poundland.1 Zech quería que sonase de baratillo. Era, según él, un homenaje a la cultura del consumidor medio de Haringey.
Pero el tío era un genio, y algún día el mundo se enteraría. Era una enciclopedia andante de la música negra. Tenía conocimientos sobre Duke Ellington y sobre Octavian, y las mezclas que estaba grabando eran brutales. Ya tenía un contrato, pero nadie en su sello discográfico sabía qué hacer con él, porque medía más o menos metro cincuenta, llevaba unas gafas con cristales de culo de vaso, respiraba por la boca por la sinusitis y se compraba la ropa en tiendas de segunda mano. Tenía música colgada en SoundCloud, pero ninguno de sus temas superaba las quinientas escuchas. En la facultad, donde lo había conocido Joseph, no formaba parte de ningún grupo. Se movía por su cuenta, manteniéndose alejado de la gente que quería joderlo, y al volver a casa escuchaba toda la música que se había compuesto a lo largo de la historia.
£Man dio con un cable enterrado bajo el equipo electrónico desplegado por el suelo de su habitación y conectó con él el portátil a un monitor de estudio que había construido con varias piezas.
–Vale.
–Antes de empezar...
–Oh, ya estamos –refunfuñó £Man–. No quiero excusas.
–No, no son excusas. Es solo que no estoy seguro de que esté acabado.
–Pues entonces no me lo traigas.
–¿Por qué, porque estás muy ocupado por las tardes?
–Cierra el pico y ponlo.
Joseph se arrepintió de haberse burlado de su escasa vida social. Ahora iba a afinar al máximo su aguzado oído para hundir la autoestima de Joseph.
–¿Cómo estás, por cierto?
–Oh, vete a la mierda.
–¿Qué?
–Primero te ríes de mí, entonces caes en la cuenta de que estoy a punto de oír lo que has grabado e intentas hacerte el simpático conmigo. No soy idiota.
–Vale. Perdóname. Pero escucha..., tú eres un genio. Esto es otra cosa. Estoy intentando producir música para bailar, no reinventar la rueda. No juego en tu liga.
–Dime algo que no sepa. –Y a continuación, a regañadientes, añadió–: ¡Ánimo!
Joseph consideró que ya no podía añadir nada para confraternizar más con él, de modo que le dio al Play e intentó, sin conseguirlo, no mirar a la cara a £Man. Aunque no distinguió en ella ninguna expresión. Se limitaba a escuchar, con la cabeza inmóvil y entrecerrando un poco los ojos. A mitad del tema, se inclinó hacia delante y pulsó el Stop.
–Todavía no ha terminado.
–Lo sé.
–Lo mejor está al final.
–No me lo digas: nos vas a obsequiar con más solos de trompeta de Earth, Wind & Fire.
Mierda. £Man no solo conocía ese tema (por supuesto), sino que había adivinado cómo lo iba a usar.
–Eh, venga ya, tío. Suena de puta madre. En serio.
–Seguro. Pero de entrada: ¿«lo mejor está al final»? ¿Esto es lo que me estás diciendo?
–Sí.
–¿Y eso es lo que le vas a decir a la gente que salga de la pista de baile para pillarse una copa? ¡No os vayáis! ¡Volved! ¡Ahora llega la parte buena! ¿Cuánto rato deja sonar algo un DJ antes de descartarlo? ¿De cuánto tiempo dispones antes de que los chavales decidan pasar a escuchar otra cosa? Resulta que sé la respuesta. En Spotify el treinta y cinco por ciento salta a otra cosa en los primeros treinta segundos. Y hay un veinticuatro por ciento de posibilidades de que lo hagan a los cinco segundos.
–Vale, pero ¿crees que saldrían de la pista de baile?
–No, si lo mejor está al principio.
–Vale, ¿y entonces qué pongo al final?
–Ese es el otro problema. Esto no es un tema de EDM como debe ser. Tiene una melodía. Con bonitos cambios de ritmo. Has escrito una canción.
–¿Y eso es malo?
–Sí, si nadie canta la canción.
–No tengo letra.
–Pues escríbela.
–No conozco a ningún cantante.
–Pareces un niño intentando escaquearse de hacer los deberes. Pero a mí me importa una mierda si los haces o no. No escribas una letra. No busques a un cantante. Tienes mi permiso para no hacerlo, ¿de acuerdo?
–Puede que no tengas razón.
–Es cierto. Pero ¿por qué has venido a verme? Porque siempre tengo razón.
–Gracias de todos modos.
Desenchufó el portátil y lo volvió a meter en la mochila.
–Pónmelo a mí –le dijo Lucy.
–No, no va a servir de nada.
–¿Qué significa eso?
–Que no vale la pena.
–No soy un cero a la izquierda musical. Escucho un montón de música.
–Sí, ya lo sé. Pero no escuchas el tipo de música que yo estoy intentando crear.
–¿Y eso qué más da? Al final todo es música.
–¿Cuál es tu canción favorita?
–No pienso contestarte.
–¿Por qué no?
–En primer lugar, porque no tengo una canción favorita. Nadie tiene solo una. Y si te digo una, te pondrás a escucharla y me dirás que lo tuyo no tiene nada que ver con eso.
–¿Cuál es tu canción bailable favorita?
–«Workin’ Day and Night», de Michael Jackson. Si la ponen en una fiesta, yo me lanzo a bailar de inmediato.
Joseph se rió y dijo:
–Vale. Lo mío es diferente.
–¿Para bien o para mal?
–Para mal. Lo mío está compuesto con ordenador. No dispongo de una sección de vientos, ni de Quincy Jones como productor. Dejémoslo estar, ¿vemos un episodio?
Por algún misterioso motivo, Lucy no había visto Los Soprano. Recordaba que todo el mundo estaba viendo la serie, pero cuando se emitió, ella tenía veintitantos y compartía aquel horrible piso en Sound Green con Jane: las dos trabajaban duro y salían un montón. Ya no recordaba siquiera si tenían televisor. Lo que seguro que no tenían era tele por cable. Y ahora resultaba que Joseph ni siquiera había oído hablar de esa serie. Cuando la buscaron en Google, se percataron de que cuando se pasó por primera vez él tenía solo cuatro años. A él eso le pareció muy gracioso, pero la risa de Lucy sonó un poco forzada. Se estaba acostando con alguien que en los años noventa todavía llevaba pañales. Al final se consoló con la idea de que en aquel entonces los dos eran demasiado jóvenes, cada uno a su manera. Pero ahora los dos estaban enganchadísimos y de haber estado en otra fase de su relación, sin duda habrían hecho inacabables maratones televisivos. Sin embargo, en estos momentos solo tenían tiempo para ir viendo los episodios de uno en uno.
Estaban a punto de terminar la primera temporada. El décimo episodio era sobre el negocio musical: Chris y Adriana se meten en negocios con un rapero llamado Massive Genius, pero todo termina fatal cuando Adriana intenta producir un tema de una banda con cuyo cantante había salido. Chris acaba golpeándolo con su propia guitarra. Lucy no entendió muy bien quién le debía dinero a quién, pero todo el lío financiero estaba relacionado con los samples. Joseph lo vio como si fuera un nauseabundo anticipo de lo que en algún momento le tocaría soportar. Los Soprano convertía el sampleo en un asunto violento y aterrador, y resulta que Joseph acababa de apropiarse de un trocito de un disco de Earth, Wind & Fire.
–¿Ya tienes nombre? –le preguntó Lucy cuando terminó el episodio.
–¿Qué quieres decir?
–Como Massive Genius.
–Ja, ja. No. Da demasiados dolores de cabeza para que merezca la pena.
Le contó los problemas que tenía £Man en la facultad y Lucy se rió.
–Pero ¿no puedes tener un apodo musical? Yo te llamo Joseph, pero el mundo te conoce con otro nombre.
–El mundo, sí, seguro.
–Bueno, pues una pequeña parte de Londres, si me vas de modesto.
–Supongo que sí.
–Como Massive Genius.
–Massive Genius es un nombre genial.
–Puedes ponértelo.
Joseph lo pensó un momento.
–Sería divertido. Y molaría.
–Yo creo que sí.
–Gracias. –Y sin pensárselo dos veces, le preguntó–: ¿Quieres escuchar el tema que he grabado?
–Si me lo quieres poner, claro.
–Tengo otros, pero este es el que más he trabajado.
Lucy no disponía de un equipo de música como el de £Man, pero tenía su altavoz Bluetooth, que sin duda era mejor que el portátil de Joseph. Él se conectó y empezó a sonar la canción. Lucy se puso a menear vigorosamente la cabeza al ritmo de la base de batería, y Joseph sintió que se moría de vergüenza. Quería pedirle que por favor parase, pero eso significaba tener que hablar por encima de la música, cosa que no quería hacer. Porque entonces ella le preguntaría por qué narices no podía menear la cabeza al ritmo de una música de baile en su propia cocina, y a Joseph no se le ocurriría ninguna buena respuesta que no le llevara a hacer mención de su edad y su... Bueno, digamos que su cualidad profesoral. ¿Eso existía o se lo acababa de inventar?
Pasados un par de minutos, Lucy se puso a bailar. No con todo el cuerpo, pero movía las caderas y los pies. Y la verdad es que tenía ritmo. Bailaba bien. Pero no era el tipo de baile adecuado para su tema.
–No puedo seguir en la misma habitación que tú –le dijo Joseph–. Estoy demasiado nervioso.
Y antes de que Lucy pudiera abrir la boca, Joseph bajó al lavabo de la planta baja y se encerró allí.
Fue la primera vez que Joseph se sentía más joven que ella. O más bien, fue la primera vez que ella parecía más mayor que él. Y Joseph se percató de que no era por el modo de bailar en sí. Era por el entusiasmo que ponía. Sí, él podía haber tenido una novia de exactamente su misma edad, que hiciera exactamente las mismas cosas que él. Pero cuando había una diferencia de edad, los intentos de Lucy por demostrar que le gustaba la música, con su meneo de caderas y sus movimientos de cabeza, se parecían al tipo de aprobación que le podía mostrar su madre. Lucy no había tardado ni tres segundos en empezar a demostrarle que le gustaba lo que escuchaba. Esto pinta superbién, parecía estar diciéndole, fuese bueno en realidad o no.
Joseph deseaba que Lucy estuviera de su parte, por supuesto que sí, pero quería que le mostrase su apoyo de otro modo. Aunque no sabía muy bien cómo. Cuando ella le hablaba de su trabajo, estaba casi seguro de que él la escuchaba y la apoyaba y hacía todo lo que haría un amigo o un amante. Pero esperaba no hacerlo restregándole a ella su juventud.
Joseph oía el solo de trompeta a través de la puerta del lavabo. Todavía quedaba un minuto para que acabase el tema. Él no era más que un chaval. Ahora lo veía claro. Como para él todo era nuevo, se sentía incómodo y desnudo. En realidad, no tenía conocimientos sólidos en ningún ámbito. Durante mucho tiempo, lo único que iba a poder hacer sería traerle a Lucy su nuevo material en su condición de cachorrito, y ella le frotaría la barriguita y lo llamaría buen chico, hasta que fuera un perro viejo que ya no llamara la atención con sus travesuras.
–Me ha ENCANTADO –le dijo Lucy–. Suena muy... profesional.
–Gracias.
–Mejor que muchas cosas que ponen en los clubs.
–¿Qué clubs frecuentas?
–Vale, para el carro, listillo.
–¿Entonces no le encuentras ninguna pega?
Ella dudó un instante.
–No. Es perfecto tal como está.
–Pero seguro que hay algo...
–No, nada. –Sí que lo había–. Bueno, es verdad que no me la pondría en casa.
–¿Por qué no?
–No está pensada para escucharla así, ¿no?
–No. Pero... te pones música de baile, como Michael Jackson.
–Supongo que sí... ¿Puedo decir que prefiero los temas cantados, con letra?
–Pero a veces escuchas jazz.
–Como música ambiente.
–¿Entonces te gustaría que hubiera un cantante?
–Tal vez. –Hizo una mueca, como si le estuviera diciendo que no quería volver a verlo nunca más.
–Es lo que me ha dicho PoundMan.
–¿En serio?
–Sí.
–Guau.
–¿Guau qué?
–Le llevaste el tema a PoundMan porque es un genio. Y te ha dicho lo mismo que yo.
–Creo que voy a tener que buscar un cantante. Y escribir una letra. Y una melodía. Esto todavía no está acabado ni de lejos.
–Bueno, seguro que conoces a alguien que sepa cantar.
Más tarde, Joseph pensaría que se mosqueó porque estaba decepcionado y fue directo a donde ella siempre sería vulnerable.
–¿Qué significa eso?
–Solo... que probablemente tengas un montón de amigos con buenas voces.
–Sí, todos nosotros también bailamos siempre de coña.
–Supongo que sabes que lo que he dicho no iba por ahí.
–¿Tú a cuánta gente que canta bien conoces?
–Soy profesora. Conozco a un montón de gente que canta bien.
–¿Todas las chicas negras?
–Creo que mejor me callo.
–Si lo único que va a salir de tu boca son estereotipos racistas tal vez sí que deberías hacerlo.
–Sabes que lo que estás haciendo no es justo. Y si de verdad piensas que soy racista, tal vez no deberías estar aquí.
Era una buena jugada. Joseph quería largarse de allí porque estaba harto de todo el mundo y de todo, pero si lo hacía, según Lucy, le estaría diciendo que ella era racista. Él no pensaba que ella fuera racista, no lo pensaba en serio. Las dos cosas racistas que había dicho eran: «Seguro que conoces a alguien que sepa cantar» y «Probablemente tengas un montón de amigos con buenas voces». Y tal vez una tercera: «Conozco a un montón de gente que canta bien.» Lo cierto es que a lo largo de su vida había oído cosas mucho peores.
–No creo que seas racista.
–Vale.
–Pero de todos modos me voy a marchar.
–De acuerdo.
Le plantó un fugaz beso en los labios, guardó el portátil y se marchó a casa.
En el autobús seguía irritado. Pasado un rato, acabó admitiendo qué era lo que tanto le molestaba y le seguía rondado por la cabeza sin que pudiera evitarlo, y en realidad no tenía nada que ver con Lucy, o al menos con la discusión que había tenido con ella. Lo que le jodía era el tema que había grabado. Habría deseado que le gustara a £Man y que le gustara a Lucy. Y se sentía avergonzado de haberla puesto sin una parte vocal, porque cuando se encerró en el lavabo y escuchó su creación a través de la puerta, le pareció absolutamente obvio que necesitaba una parte vocal. De modo que se sintió idiota, se puso a la defensiva y se sintió humillado. Se preguntó cómo iba alguna vez a lograr algo si cada paso suponía pasar por un mal trago como el de hoy. No podía dejar de crear música, pero no se veía capaz de exponerse ante el mundo.
Joseph tenía montones de amigos con buenas voces. La intuición de Lucy había resultado ser acertada, hubiera o no cometido un error al verbalizarla. Para empezar, él conocía a varios miembros del coro de la iglesia. Ese coro podía ser una de las posibilidades en las que pensó Lucy. En el coro no había ni una sola persona blanca. Pero Joseph ya sabía quién podía poner la voz en su tema, y no era nadie del coro. No había olvidado a Jaz cantando el tema de Beyoncé en la cocina. De hecho, ya había pensado en ella mientras estaba dando los últimos retoques a la pieza y después cuando se la puso a £Man y cuando Lucy le dijo que pedía a gritos incorporar una parte vocal. La voz de Jaz era tan maravillosa que estaba dispuesto a mandarle un mensaje de texto y pedirle que cantara, a pesar de que ella se enfadaría y él le tenía miedo. Desde luego no se podía decir que no estuviera comprometido con su trabajo.
–Oh –dijo su madre la noche siguiente–. ¿A qué debemos el honor?
–Vivo aquí.
–No muy a menudo.
–Duermo aquí todas las noches. Esa es la definición de vivir aquí.
Era cierto. Solo había pasado la noche entera en casa de Lucy en una ocasión, cuando los dos niños estaban en casas de amigos. A Joseph le encantaría despertarse al lado de Lucy, pero eso significaría oficializar la relación, y ninguno de los dos quería dar ese paso.
–Bueno, nunca llegas a estas horas.
La madre estaba viendo en la televisión un documental sobre el alzhéimer que era de lo más deprimente. Él se pasó la mayor parte del tiempo mirando el móvil, pero ella no paraba de decirle que, si prestara atención, aprendería algunas cosas útiles.
–No quiero aprender nada sobre ese tema.
–Me podría pasar a mí.
–Yo no dejaría que llegases a ese estado. Ya te habría liquidado antes.
–Encantador. Lo último que verían mis ojos sería a mi propio hijo estrangulándome.
–Usaría una almohada. No verías nada.
–¿Te he comentado que he cambiado de opinión con respecto al referéndum? Voy a votar salir.
–¿Por qué?
–Por la cantidad de dinero de que va a disponer el Sistema Nacional de Salud.
–¿Esto es por lo de ese absurdo autobús? ¿Trescientos cincuenta millones a la semana? Están mintiendo. Hasta yo lo sé.
–Sí que mienten. El otro día discutíamos sobre eso en la guardia, y lo comprobamos en el verificador de información de la BBC. Pero...
–¿Sabes que mienten y aun así les vas a votar?
–La BBC dice que son ciento sesenta y un millones.
–Oh, vaya, así que están mintiendo sobre unos doscientos millones por semana. Estupendo.
–¡Joseph, estamos hablando de ciento sesenta y un millones a la semana! ¡Piensa lo que podríamos hacer con eso!
–No vais a disponer de todo ese dinero.
–No te lo estás tomando en serio.
–¿Y qué pasa con todo el personal europeo por el que estabas tan preocupada?
–Seguirá habiendo inmigración. Pero será como en Australia. Basada en un sistema de puntos. Cuantas más aptitudes tengas, mejor sea tu inglés y demás, más posibilidades tendrás de ser admitido.
–¿Quién te ha contado todo esto?
–Janine. Ella va a votar salir. Lo mismo que la mitad de las enfermeras.
–¿Y por qué la otra mitad no?
–Pregúntaselo a ellas. O pregúntaselo a tu concubina. Ella va a votar quedarse, ¿a que sí?
–No es mi concubina.
–Pues entonces no sé qué es.
–¿Una concubina no es como una amante?
–Sí, y resulta que ella está casada.
–Separada. Y en cualquier caso, yo no lo estoy, ¿a que no?
–Podrías estarlo, con todo el tiempo que pasas allí.
Su madre era capaz de estirar una discusión eternamente, cambiando de postura una y otra vez sin ton ni son.
–En cualquier caso, ¿cuándo voy a conocerla?
–Eso no funciona así –le dijo él. Era una respuesta equivocada, que no serviría para evitar nuevas preguntas.
–¿Entonces cómo funciona?
–No puedo presentártela en plan, ya sabes: oh, te presento a mi madre.
–¿Por qué no?
–No resultaría apropiado.
–En algún momento llevará ropa encima, digo yo.
–Oh, mamá, por favor. Dios mío.
–A él no lo metas en tus sórdidas historias. –Ya había vuelto a hacerlo. Era ella la que había hecho un comentario totalmente inapropiado, pero ahora resultaba que era él el que se había pasado–. No veo dónde está el problema. Me gustaría conocer a sus hijos. Parecen encantadores. Y me gustaría conocerla a ella, para ver si de verdad merece tanto la pena.
–No tenemos nada serio.
–O sea que no significa nada para ti. Solo sexo.
–No, sí que significa algo para mí. Pero todo se puede ir al traste en un minuto.
Cada vez que pensaba o decía algo así, sentía una sacudida en el estómago, como si estuviera subiendo en un ascensor. Pero era cierto: todo podía irse al traste en un minuto.
–Bueno, ¿y qué quiere decir en un minuto?
–No lo sé.
–¿Mañana?
–No.
La última pregunta de su madre también la notó en el estómago. Y si no quería que todo se fuera al traste mañana, tenía que ir a ver a Lucy y disculparse por llamarla racista. Tal vez ella pensase que lo suyo ya se había ido al traste.
–¿Un mes? ¿Seis meses?
–No lo sé. Tal vez.
–Entonces lo que me estás diciendo es que solo me vas a presentar a las mujeres con las que estás seguro de que te vas a casar.
–Ya has conocido a algunas de mis novias.
–Solo porque no tenías adónde llevarlas. Esta mujer tiene su propia casa. Pongamos que la cosa continúa durante dos años más. ¿Vas a desaparecer cada noche y yo no le voy a ver el pelo?
–Cuando pasen dos años, te la presentaré. Te lo prometo. ¿Qué día es hoy?
–Es 12 de mayo.
–Pues el 12 de mayo de 2018 iremos los tres a cenar. Invitaré yo.
–Entonces imagino que ya tienes pensado romper con ella el 11 de mayo.
–¿Podemos cambiar de canal?
–No. Es muy recomendable que veas esto.
Mientras un anciano con alzhéimer agonizaba, rodeado por su familia, Joseph le mandó a Lucy un mensaje de texto preguntándole si podía ir a su casa.
Pensaba que no me lo ibas a preguntar nunca, respondió ella, sin abreviar ninguna palabra.
Joseph llamó al timbre y después golpeó la puerta con los nudillos, pero no quería hacerlo de forma ruidosa. Veía la luz del baño del piso superior encendida, de modo que supuso que Lucy se estaría duchando, tal vez porque venía él. Le mandó un mensaje de texto y se apoyó en la puerta, esperando, pero no sucedió nada, y de pronto un vecino, alguien con quien Joseph nunca se había cruzado hasta entonces, pasó junto a él y metió la llave en la cerradura. Pero el tipo podía ver a Joseph por encima del seto que separaba ambas casas.
–¿Puedo ayudarte en algo? –le preguntó el vecino.
Debía de tener treinta y tantos largos, iba en mangas de camisa y con corbata, llevaba la americana colgada del brazo. Un tío de la City, o un abogado, que volvía tarde a casa después de unas copas.
–Estoy bien –respondió Joseph.
–¿Puedo preguntarte qué haces aquí?
–Ella no me ha oído cuando he llamado. Está en la ducha.
–¿Te está esperando?
–Sí.
–Es una visita a horas intempestivas.
–No creo que eso sea asunto tuyo.
–Eh, colega, yo no me pondría faltón.
–No pretendo ser faltón. Solo estaba señalando que me parece una pregunta rara.
–Era una observación más que una pregunta.
A Joseph el corazón ya le iba a mil por hora. Tenía ganas de partirle la cara a ese tío, pero conocía ese impulso y sabía que debía contenerse. Nunca le había sucedido nada en esa calle, o en esa casa, y ahora la realidad cotidiana había hecho acto de presencia.
–Creo que me quedaría un poco más tranquilo si salieras de ahí.
–¿Y adónde voy?
–Ve a dar un paseo hasta que ella baje. Si es que baja. ¿Supongo que debes de tener su número?
–Joder.
Joseph recorrió el caminito de acceso y salió a la calle.
–Eso está mejor.
Joseph negó con la cabeza perplejo y el tipo entró en su casa. Entonces él volvió hasta la puerta y llamó otra vez al timbre. A los cinco minutos apareció un coche de la policía. Joseph mantuvo la cabeza lo bastante fría para mandarle otro mensaje de texto a Lucy, diciéndole: sal de inmediato por favor, sin puntuación ni mayúsculas.
Dos policías se apearon del coche, ambos blancos. Uno era muy bajo, pelirrojo, y por un instante Joseph se quedó desconcertado por su altura. ¿No había una talla mínima para ser policía? Si la había, ese agente estaba por debajo.
–Hola, señor –dijo el más alto.
«Señor»: eso formaba parte de su entrenamiento antirracista, o comoquiera que lo llamaran.
–Buenas noches –dijo Joseph con tono afable.
–¿Puede decirme qué está haciendo aquí?
–Le diré con exactitud lo que estoy haciendo. Mi amiga está en la ducha, sus hijos están dormidos, y no quiero llamar a la puerta haciendo demasiado ruido para no despertarlos.
–Ya veo. ¿La visita a menudo tan tarde?
–Son las diez.
–Me parece bastante tarde para una visita –intervino el bajito.
Calculando a ojo, Joseph hubiera dicho que el tipo mediría alrededor de un metro sesenta. Por su actitud, parecía que se estaba preparando para el enfrentamiento de su vida, su gran oportunidad para demostrar que ser tan bajo no suponía ninguna desventaja a la hora de arrestar a un delincuente violento. Estaba a punto de saltar.
–¿Acaso estoy haciendo algo malo?
–Creo que el caballero de la casa de al lado estaba más preocupado por lo que pueda hacer en el futuro inmediato.
–¿Nos permite que le hagamos un registro rápido?
Lo habían registrado en otras ocasiones, cuatro o cinco veces, cuando era adolescente. Nunca le encontraron nada encima. Jamás llevaba navaja, ni marihuana en los bolsillos. Pero la primera vez se le ocurrió apelar a sus derechos, con una ingenuidad propia de un crío, y resultó que no tenía ninguno.
El registro no era opcional. Llevaba una de sus prendas favoritas, una chaqueta verde Baracuta, que se quitó y le tendió al policía más alto.
–Bonita chaqueta –soltó el bajito–. Una vez me miré una, pero estaba por encima de mi presupuesto.
Esa era la cruda realidad. Aquí no se trataba de si Lucy dijo o no dijo que los negros siempre son buenos cantantes. Joseph sintió de pronto la necesidad de disculparse con ella. Tal vez debía tener bien presente que a menudo cuando los policías se ponían a dar conversación aparentemente amable era porque sospechaban algún tipo de actividad criminal.
El bajito se le acercó y le palpó los bolsillos del pantalón. No se demoró mucho. Joseph llevaba pantalones de chándal Nike y nunca se metía nada en los bolsillos, porque siempre se le caía. Entretanto, el alto inspeccionó el contenido de la chaqueta: teléfono, llaves y la cartera. El teléfono empezó a vibrarle en la mano. Era Lucy, por lo que pudo ver Joseph.
–¿Puedo coger la llamada? –preguntó–. Porque es de mi amiga que vive aquí.
–Cuando acabemos la puedes llamar –dijo el bajito.
Joseph alzó la mirada al cielo. Se abstuvo de murmurar alguna palabrota y de poner los ojos en blanco.
–¿Algún problema, señor? –preguntó el torito pelirrojo.
–Ningún problema. Es solo que ella puede explicar qué hago aquí y acabar con todo esto. Pero por algún motivo ustedes quieren alargar la situación.
–Solo queremos asegurarnos de que no se mete usted en ningún lío.
La puerta de Lucy se abrió y ella avanzó por el caminito de acceso.
–¿Qué pasa aquí?
–Este joven dice que es amigo de usted –dijo el alto.
–Así es.
–¿Y sus amigos vienen a verla a menudo a estas horas de la noche? ¿O solo lo hace este?
–¿Y eso a ustedes qué les importa, si se puede saber?
–Por desgracia, con bastante frecuencia los asuntos privados de la gente se acaban convirtiendo en asuntos de nuestra incumbencia.
–¿Qué está insinuando?
El bajito puso cara de pasmo, lo cual implicaba ojos como platos y labios apretados.
–No creo que estemos insinuando nada.
–¿Lo están cacheando?
–Uno de sus vecinos estaba preocupado por su comportamiento.
–¿Qué estaba haciendo?
–Es lo que intentamos averiguar.
–Pero ¿no puede ser que estuviera haciendo lo que dice que estaba haciendo?
Joseph vio claro que Lucy pensaba que podía zanjar esta situación escenificando cierta indignación moral. Era profesora, jefa de departamento, y si estos agentes no se andaban con cuidado, los iba a poner en su sitio. Pero lo cierto es que las cosas no funcionaban así. Era como multiplicar un número positivo por un número negativo: la respuesta era siempre negativa. Multiplica a un joven negro por una mujer blanca y la respuesta era un joven negro por lo que a la policía respectaba. La situación podía zanjarse, pero solo porque ese par de agentes empezaran a aburrirse.
–En nuestro trabajo nos encontramos con que muchas veces sí es asunto nuestro. No ha contestado usted a la pregunta de si viene a verla a menudo a estas horas de la noche.
–¿Por qué tienen tanto interés en saberlo?
–Ya nos ha sucedido otras veces, señora. Una persona bienintencionada como usted cree que puede echar un cable proporcionando una coartada.
El pelirrojo bajito era el que ahora llevaba la voz cantante. Había deducido qué teclas tenía que pulsar para acorralar a Lucy y estaba disfrutando con ello.
–¿Entonces ustedes creen... qué? ¿Que Joseph iba a entrar a robar en mi casa y yo estoy dispuesta a ayudarlo diciendo que venía a tomar el té conmigo? ¿En qué mundo puede tener sentido algo así?
–¿Entonces de qué se conocen ustedes dos?
–Creo que debería denunciar esta situación.
–Adelante, no se corte.
–Vamos adentro, Joseph.
Joseph la siguió por el caminito de acceso. Justo antes de llegar a la puerta, oyeron que el bajito decía algo y el otro se reía. Podía ser un comentario sobre cualquier cosa, pero probablemente no lo fuera. Lucy se volvió hacia ellos, pero Joseph tiró de ella con suavidad hacia la puerta.
–¿Quieres un whisky, brandy o lo que sea? –le preguntó Lucy.
Ella se sirvió una copa de vino blanco de la botella que parecía haber permanentemente abierta en la nevera.
–Estamos en mayo –dijo Joseph–. Y no he estado ahí fuera tanto rato.
–Te lo decía por el trauma, no por el frío.
Joseph se rió, pero se dio cuenta de que ella no lo decía en broma.
–Cabrones de mierda.
–Sí.
–¿No estás furioso?
–¿Por eso? No especialmente.
–Bueno, pues yo sí estoy furiosa.
Joseph quería disculparse por haber sugerido que ella era racista, pero si ahora le sacaba este tema, ella lo sobredimensionaría. Y él tampoco quería que ella le dijese cómo se tenía que sentir.
–Sé que lo dices con buena intención –comentó–, pero olvídalo.
–¿Por qué?
–¿En serio? Porque tampoco ha sido gran cosa.
–Pues eso es terrible. Porque debería serlo.
–¿No quieres que aparezca la policía cuando hay un tío merodeando alrededor de tu ventana en plena noche? Yo sí querría que apareciese.
–Estás frivolizando lo que ha pasado.
–No me digas cómo tengo que sentirme.
–Lo único que te digo es que no pases página como si no hubiera sucedido nada.
–Joder, Lucy. Si no pasara página de cosas como esa, me volvería loco.
De pronto Joseph se sintió agotado por lo complicado que resultaba todo.
–Siento haber hecho ese comentario sobre el canto –dijo ella–. Fue desconsiderado por mi parte.
–Yo quería pedirte a ti disculpas sobre este tema. Por mi reacción.
–No tienes por qué disculparte. No pensé en cómo te iba a sonar el comentario.
–No me sonó a nada. Estaba rebotado porque el tema que había grabado no era bueno, y lo pagué con lo primero que se me puso a tiro.
–¿Estás bien? Me refiero a lo que ha pasado esta noche...
–¿Lo de la policía? Me jode, pero entonces pienso en cómo es la situación en Estados Unidos. Aquí la mayor parte de las veces los polis son unos simples gilipollas que se acaban aburriendo y te dejan en paz. Allí, te matan. Bueno, a ti no.
Lucy se quedó en silencio, pero su cara siempre lo decía todo.
–¿Alguna vez...?
Él se adelantó antes de que acabara la pregunta.
–Escucha. Solo puedo decir cómo lo veo yo. No puedo hablar por los demás.
–Ha sido horrible, verlos ahí, delante de la casa.
–Intenta olvidarlo. No se merecen que pienses en ellos. Sobre todo ese puto canijo de pelo zanahoria.
Lucy sonrió y le dio un beso, un beso fugaz y tierno en la mejilla.
Joseph la miró y la besó adecuadamente.
–¿Lo ves? –le dijo cuando terminó–. Tenemos que darles las gracias por esto.
–¿A quién?
–A los putos polis. Hubiéramos tardado un poco más hasta llegar a este punto de no ser por ellos.
Lucy se rió, le tomó la mano y lo condujo escaleras arriba.