8

Escaleras arriba –y en los niños, y en Los Soprano– estaba la respuesta a todo, pero Lucy empezaba a preguntarse qué sucedería cuando las preguntas se fueran complicando. Seguía encantada con la burbuja que habían creado, pero ahí dentro no es que hubiera mucho espacio, ni mucho aire para respirar, y ambos se estaban comportando de un modo que a sus amigos les resultaba raro y frustrante: nunca querían verlos, hacer nada con ellos, aceptar invitaciones para salir. Veían un episodio de la serie y hacían el amor, veían un episodio y hacían el amor, veían dos episodios y no hacían el amor. Siempre veían al menos un episodio, y casi siempre hacían el amor.

–¿Juegas al ajedrez? –preguntó Joseph una noche. Era una de las noches de Paul con los niños, así que habían hecho el amor y habían visto un episodio, en ese orden. Habían llegado al final de la segunda temporada, pero decidieron no empezar la tercera de inmediato.

–No. Aunque conozco las reglas y tenemos un tablero. ¿Quieres jugar?

–Oh, no si...

–¿No si no soy buena?

Joseph se rió.

–Sería un modo muy grosero de plantearlo.

–¿Qué me dices del backgammon?

–Mi padre me enseñó a jugar, pero hace años que no juego.

Lucy fue hasta el armario en el que guardaban los juegos de mesa.

–Estoy segura de que lo teníamos.

Se puso a sacar cosas.

–Ah, sí, aquí está.

Se lo dio a Joseph y él empezó a colocar las fichas.

–Faltan los dados.

–Oh, seguro que tenemos dados. Aquí hay un Monopoly. Y un Serpientes y escaleras.

–También faltan fichas.

–Oh. Bueno, podemos utilizar fichas de otro juego, o alguna otra cosa.

–¿En serio? –dijo Joseph.

Lucy se rió.

–Alguna noche podríamos salir.

–¿Al cine, por ejemplo?

–O a cenar.

–Seguro que no nos pondríamos de acuerdo en la película. ¿Qué te apetecería ver en este momento?

–Hay una de Meryl Streep sobre una mujer que canta horriblemente mal. Esa podría estar bien.

–Mmmm –murmuró Joseph.

No la fueron a ver. Y nunca encontraban el momento de salir por ahí.

Lucy todavía recordaba avergonzada su charla con Joseph sobre la crisis y sus efectos en el negocio de la construcción, pero lo cierto es que en los últimos tiempos todo el mundo hablaba de asuntos de los que era bastante obvio que no tenían ni la más remota idea, y eso la hizo sentirse mejor. Unos días antes del referéndum, se produjo una tremenda discusión en la sala de profesores entre la profesora de Arte (permanencia) y el de Geografía (salida) sobre los futuros acuerdos comerciales con la Unión Europea, una discusión que Lucy sospechaba que también estaba construida sobre terrenos sumamente pantanosos. Al final, ellos mismos se dieron cuenta de que habían ido más allá de los límites de sus conocimientos reales, pero fueron incapaces de parar.

–Y cuando oyes a tantos economistas brillantes asegurar que va a ser un desastre, ¿qué piensas? –dijo Polly, la profesora de Arte–. ¿Piensas: oh, no saben de lo que están hablando?

–No –respondió Sam, el profesor de Geografía–. Bueno, les toca decir eso, ¿no?

–¿Y por qué les toca decir eso?

–Porque ahora a ellos les va estupendamente, ¿no?

–No sé cómo les va a los economistas –replicó Polly–. Pero es probable que estén preocupados por el precio de sus casas, como todos los demás.

–Los precios de las casas –dijo Sam–. Pero si a vosotros os importan un carajo.

–¿Quiénes somos nosotros? –inquirió Polly–. ¿Los profesores de arte? Nosotros no somos propietarios de muchas casas.

–Yo soy de Stoke, ¿vale? –dijo Sam–. Y allí puedes comprarte una casa por una libra.

–¡Una libra! –Polly se estaba mofando, no expresando incredulidad.

–Sí, una libra, por casas de propiedad pública que han salido a la venta.

–Ah, o sea que es un convenio.

–Sí, es un convenio. Pero en Londres no hay muchos convenios de este tipo, ¿verdad? No necesitan vender casas por una libra.

–Tengo que enterarme mejor de esos convenios.

–¿Sabes dónde aplican un convenio como este? En Detroit. En el jodido Detroit, que es como una zona de guerra. ¡Y Stoke está a menos de dos horas de aquí!

–¿Y qué tiene que ver eso con el Brexit?

–De entrada, todas las personas que conozco en mi ciudad van a votar a favor. Y piensa en lo que les viene a la cabeza a esas personas cuando David Cameron les dice que la salida bajará treinta mil libras el precio de su casa. Te diré lo que piensan: «El de la mía no, colega. Para empezar la mía me ha costado una libra.»

–Vale, pero estarán peor de lo que ya estaban.

–¿Qué, sus casas pasarán a valer setenta y cinco peniques? ¿O cincuenta? ¿Y tú cómo sabes lo que va a suceder con los precios de las casas? Tú eres profesora de arte. Tú sabes cómo dibujar una nariz.

–No te me pongas condescendiente.

–¿Tú crees que no has sido condescendiente a lo largo de toda esta conversación? Condescendencia es lo único que recibo de la gente del sur del país.

Lucy por fin entendió de qué iba esto. El referéndum estaba dando una ocasión a sectores de la población que no se soportaban para echarse los trastos a la cabeza. El gobierno podría haber planteado una pregunta binaria de sí/no sobre desnudez pública, vegetarianismo, religión, arte moderno o cualquier otro asunto que dividiera a la gente en dos grupos, cada uno con suspicacias hacia el otro. Tenía que haber algo en juego, porque de otro modo la gente no se soliviantaría tanto. Pero si el gobierno prometiera vender todas las obras de arte de propiedad pública creadas después de los años setenta con la finalidad de reunir dinero para los colegios... Bueno, pues habría peleas a puñetazos. Lucy no conocía a muchas personas con las que tuviera ganas de pelearse, y sospechaba que Polly, con sus Doc Martens y sus enormes pendientes, estaba en la misma situación, pero ahora descubría que podía pelearse con la persona sentada a su lado en el trabajo. (Aunque, en realidad, ¿por qué pensaba que las botas y los ornamentos llamativos eran un indicativo de que Polly era poco dada a meterse en trifulcas? ¿Por qué los pantalones Nike y la sudadera con capucha de Sam no transmitían el mismo mensaje? Tal vez lo hicieran, pero Lucy no era capaz de interpretar esas pistas en el mismo sentido.) ¿Qué sucedería después de la votación? Polly y Sam acababan de insultarse, o como mínimo faltarse al respeto. ¿Serían capaces de olvidarlo y encontrar otros temas sobre los que conversar? Por sus miradas, cuando sonó el timbre del final de la pausa, no parecía muy factible. Era probable que nunca hasta entonces hubieran hablado, y no volverían a hacerlo.

A Lucy le caía bien Sam. En la fiesta del colegio del año anterior, llevaba una camiseta de equipo de fútbol a rayas rojas y blancas (¿del Stoke?) con el nombre del jugador en la espalda. Lucy no recordaba qué jugador era, solo que el apellido incluía una q, pero sus hijos se habían acercado a Sam para preguntarle por la camiseta y por el jugador de la q, y él les había retado, para entusiasmo de los críos, a que le dijeran otros cinco jugadores cuyo apellido incluyera una q. Ellos supieron responder, Sam les dijo que eran motivo de orgullo para su madre y de inmediato ellos empezaron a dar la tabarra a Lucy para que los llevara al estadio de Park Road a ver un partido en cuanto tuvieran la edad suficiente, como si toda la educación secundaria fuera a consistir en nombrar jugadores con una q en el apellido, o con una z, en el examen final del ciclo. Sin embargo, Lucy seguía sin estar del lado de Sam. Estaba con Polly. Apenas había cruzado una palabra con ella desde que se había incorporado hacía un año, y cuando Lucy pensaba en ella, lo cual no sucedía muy a menudo, le producía cierta irritación. Polly parecía una esnob, y se las arreglaba para dar a entender sin verbalizarlo que esto de la enseñanza se le quedaba muy pequeño.

Días antes de la votación, Lucy trató de asegurarse de que estaba del lado de Polly y no del de Sam. Vio por la tele Question Time, leyó los periódicos y escuchó por la radio el Today Programme matinal, y no le quedó ninguna duda al respecto: toda la gente a la que detestaba formaba parte del equipo contrario. Sam no era mal tipo, y supuso que tampoco lo sería el padre de Joseph, ni su madre. Pero todos los que les decían que votaran la salida eran hipócritas, abusones y racistas. Y entonces Nigel Farage desveló su póster, aquel en el que aparecían un montón de personas de piel oscura haciendo cola para entrar en un país que no era Inglaterra, pero que, según él, podía acabar siéndolo algún día, y asesinaron a Jo Cox y cualquier atisbo de duda que pudiera quedarle a Lucy desapareció por completo.

Le mostró el póster a Joseph.

–Ese tío es gilipollas –dijo él.

–¿Entonces por qué estás pensando hacer lo que dice?

–Porque eso no tiene nada que ver con él.

–¿Cómo puedes decir eso?

–El dinero para el Sistema Nacional de Salud y el salario de mi padre no son él. Él no es más que un capullo racista que sabe cómo remover la mierda.

–Y juega en tu bando.

–Yo no soy de ningún bando.

–Esta semana todos formamos parte de un bando. Estamos en uno o en el otro.

–Tal vez al final no vote –soltó Joseph.

Lucy se indignó, pero iba a darle la oportunidad de explicarse antes de lanzar un comentario cáustico sobre su pereza e irresponsabilidad.

–¿Por qué no vas a votar?

–Porque no tengo ni idea de qué pienso en realidad.

Lucy se rió a su pesar.

–¿Qué te resulta tan gracioso?

–Es la opinión más sana y desprejuiciada que he oído desde hace meses. Pero, aun así, ¿no quieres pararles los pies a los racistas?

–Claro que sí. Pero seguirán ahí fuera cuando pase todo esto. De lo que va esto es de mandar a cierta gente de vuelta a Polonia.

–Yo hubiera pensado que... –Pero se detuvo. Con independencia de lo que hubiera pensado (qué tiempo verbal más raro), todavía no había terminado, o ni siquiera había empezado a pensarlo. Recuerda lo de las virtudes para el canto, Lucy. Tal vez debería estamparse el eslogan en una camiseta.

–Sé lo que vas a decir. ¿Qué hace mi familia votando lo mismo que esa pandilla de racistas? Pero mi familia es británica. Pensaba que todos vosotros queríais que nos comportáramos como británicos. Que seamos negros no significa que queramos seguir formando parte de Europa. La mitad de esos países son más racistas que nadie de por aquí. Los italianos. Los polacos. Los rusos. Prácticamente todos los países de Europa del Este. ¿Has oído hablar de los insultos que reciben los jugadores negros cuando van a jugar a esos países? Nos odian.

Lucy no había oído hablar de eso. Empezaba a tener la sensación de que no sabía gran cosa sobre nada.

–Cuando era un crío –recordó Joseph–, me encantaba Thierry Henry.

–A todo el mundo.

–Bueno, pues Francia iba a jugar un partido contra España y alguien grabó al entrenador español diciendo a sus jugadores que Henry era un negro de mierda. Se organizó un escándalo y le pusieron una multa a ese entrenador. Pero él interpuso un recurso y lo acabó ganando. Le llevó unos tres años, pero logró que fallaran a su favor. En España los hinchas todavía les dirigen a los jugadores negros gritos guturales de monos. Mi padre dice que aquí antes también pasaba, pero se acabó hace años. Por eso no me siento muy europeo. Que se jodan los europeos, coño.

–Ahora me siento fatal por votar por la permanencia.

–Bueno, no tienes por qué.

Lucy fue a votar al salir del trabajo, en una pequeña y polvorienta sala que parecía utilizarse solo cuando se celebraban elecciones. Deseaba tener una vaga sensación de deber cumplido, pero resultaba difícil, ya que no se trataba más que de marcar una casilla en un papel con un lápiz pequeño y grueso. Y habitualmente, al ojear el papel, te encontrabas con nombres como Lord Anacardo o movimientos políticos como el Partido por el Mantenimiento de los Perros fuera del Parque de los Lores. Al menos en Estados Unidos, con sus máquinas y sus anulaciones de las papeletas solo parcialmente agujereadas, intentaban hacer que las cosas resultasen complicadas y serias. En la papeleta de hoy, como es obvio, había una única pregunta: ¿Debe el Reino Unido seguir siendo miembro de la Unión Europea o abandonar la Unión Europea? Por un momento, se preguntó si en las casillas colocadas debajo pondría sin más «Sí» o «No» y habría que acabar anulándolo todo, pero no, resultó que el redactado era muy claro. Marcó la primera casilla: «Permanecer en la Unión Europea», dobló la hoja, pese a que habían dicho que no era necesario, y salió a la tarde de principios de verano. De camino a casa, se cruzó con algunos conocidos: vecinos, padres de amigos de sus hijos, miembros del club de lectura al que solía acudir antes de empezar a sentir deseos de asesinarlos a todos. Todos iban camino del centro de votación. Uno de ellos puso cara de nervios, otro cruzó los dedos y alzó la mano, otro le preguntó si creía que la votación iría bien. A ninguno de ellos se le pasó por la cabeza que Lucy podía haber votado por la salida. Cosa que, por supuesto no había hecho, de modo que la presunción era correcta. Sintió deseos de pararlos un momento y preguntarles qué esperaban realmente de la Unión Europea, pero no lo hizo. No quería que pensaran que ella formaba parte del otro bando.

En el autobús de vuelta a casa desde el centro deportivo, Joseph se topó con John, el padre al que, hacía ya algún tiempo, el árbitro había dado un empujón en uno de los partidos infantiles. Cuando John lo vio, se cambió de asiento para sentarse a su lado.

–¿Vas a votar? –le preguntó John–. Yo voy ahora, antes de volver a casa.

–No. Al final no me he decidido.

–¿No? –dijo John–. Me sorprende.

–Es un tema complicado –se excusó Joseph.

–Para mí no –replicó John.

–¿No? ¿Y por qué vas a votar? –Por algún motivo, a Joseph le pareció que preguntar «por qué» era mejor que «qué». Pero estaba equivocado.

–Estoy harto.

–¿De qué?

–No te lo tomes a mal, pero últimamente uno no puede expresar su opinión. ¿Tú sí?

–¿Tú no?

–No.

–Y por cierto, no me lo tomo a mal.

–¿Qué quieres decir?

–Acabas de decir: «No te lo tomes a mal.»

–Ah, sí. Pero tú eres un tío legal.

–Gracias. ¿Y votar por la salida va a solucionar ese problema?

–Sí, creo que sí –dijo John–. Pero no es más que mi opinión.

–¿Qué es lo que querrías decir y no puedes?

–Bueno, ya sabes cómo están las cosas. No lo voy a deletrear. Te tengo demasiado respeto. Pero últimamente todo se centra en que si los afrocaribeños por aquí, los gays por allí y las lesbianas por allá.

–Pero ¿cómo va a ayudar a solucionarlo salir de Europa?

–Al menos no puede empeorarlo, ¿no te parece? Y por lo que tengo entendido, muchas de estas cosas vienen de sus leyes, de las leyes de Bruselas.

–No lo sabía.

–Eso parece.

–En fin, esta es mi parada.

Joseph se levantó.

–Piensa en ello.

–Lo haré –dijo Joseph.

–Nos vemos la próxima temporada.

Y Joseph lo perdió de vista.

Cuando llegó a casa, su madre le plantó ante las narices la tarjeta censal.

–Vas a necesitar esto.

–No sé si voy a ir a votar.

–Sí que vas a ir. Hubo gente que dio su vida para que tú pudieras votar.

–¿Quién dio su vida?

–Bueno, no los conoces. Murieron hace mucho tiempo.

–Vale, pero ¿de qué tipo de gente estamos hablando?

–De soldados. En la guerra.

–¿La Segunda Guerra Mundial?

–Si te gusta esa...

Joseph se rió por las vaguedades de su madre.

–No tiene gracia.

–Me reía de ti, no de la gente que murió en la guerra.

–Oh, pues venga, vamos a reírnos de mí otra vez.

–En la Segunda Guerra Mundial estaba Winston Churchill, ¿verdad?

–Oh, Joseph.

–No estoy comprobando los hechos. Sé perfectamente qué es la Segunda Guerra Mundial. Estoy intentando desarrollar un argumento. Escúchame. Así que por ahí andaba Churchill. Y tú vas a votar por la salida, ¿verdad?

–Sí.

–Bueno, tú sabes lo que quería Churchill, ¿verdad?

–Sé algunas cosas. ¿De cuál en concreto estás hablando?

–Quería una Europa unida.

–¿Quién te ha dicho esto? ¿Tu amante?

–Puedes buscar la información. Churchill derrotó a Hitler. Y entonces dijo: basta de guerras en Europa. Pongamos en marcha una unión europea.

–¿Por qué me explicas eso ahora?

–¿Te habría hecho cambiar de opinión?

–Sí, por supuesto. Churchill era un gran hombre. Tus abuelos lo adoraban.

–Bueno, da igual. No vas a ganar.

–¿Por qué dices eso? Todas las personas con las que he hablado en la calle han votado salir. Pero eso da igual. Tú ve a votar. Coge la tarjeta y ve al punto de votación y compórtate como una persona responsable. Como te he dicho, hay gente que dio su vida para que puedas hacerlo.

Joseph no estaba seguro de que el argumento de su madre fuera inapelable, pero cogió su tarjeta censal y salió de casa. Lucy no conocía a nadie que votase por la salida. Ninguno de los vecinos de Joseph iba a votar por la permanencia. Él estaba en medio, en algún punto entre las dos opciones. Antes de que se montara ese jaleo, hubiera pensado que todo el mundo estaba en esa misma posición, y no es que eso le agobiase especialmente, pero ahora parecía haberse quedado solo. Cuando entró en el centro de votación y contempló la papeleta, marcó las dos casillas, porque pensaba ambas cosas. Así no tendría que mentirle a nadie.

Joseph estaba muerto de hambre, de modo que se metió en un McDonald’s a comer algo. No lo hacía muy a menudo. Se pasaba parte de la semana animando a los chavales a mantenerse en forma y no quería que lo pillaran con la nariz metida en una pila de tiras de pollo empapadas en salsa barbacoa. Pero, de vez en cuando, la tentación se hacía irresistible, y además esta noche no le había dicho a Lucy que le guardase algo de cena, y no quería que se pusiera a cocinarle algo cuando apareciese por su casa. Seguro que estaría enganchada a las noticias, y él se empezaría a aburrir y se pondría a toquetear el móvil y, aunque ella no haría ningún comentario, él se sentiría juzgado. Ella pensaría que era idiota, o demasiado joven, o algo por el estilo. O tal vez sería él quien pensase esas cosas de sí mismo. En cualquier caso, tal vez lo más adecuado fuese darse un descanso esta noche.

Se dirigió con la bandeja a una esquina del restaurante, con la esperanza de no ser pillado in fraganti con su vergonzante secreto en forma de comida basura, y se topó de frente con Jaz y una de sus amigas. Sonrió y saludó, y vaciló unos instantes, por si lo invitaba a sentarse con ella, pero lo miró como si él llevase en la bandeja un enorme gato muerto cocinado en su propio vómito y se giró para no verlo. Él se sentó en la mesa hacia la que se dirigía y se puso a mirar Instagram.

–¿Eso es lo que vas a hacer? –dijo Jaz–. ¿Te vas a sentar ahí sin más?

–Te he dicho hola y has apartado la mirada.

–Creo que me merezco mucho más que un simple hola.

–No sé qué más puedo ofrecer aparte de un saludo.

–Eso es lo que le he contado a todo el mundo.

Joseph puso los ojos en blanco.

–Te estoy vacilando. No le he contado nada a nadie. Darcy, te presento a Joseph. El tío del que te estaba hablando. Tranqui, otra vez te estoy vacilando.

–Hola, Darcy.

–Ho-la –dijo Darcy–. ¿Has roto con él?

–Él ha roto conmigo –le corrigió Jaz–. Pero tal vez no permita que suceda.

–Bueno –dijo Darcy–. Si al final lo permites, házmelo saber.

Joseph se preguntó si él tenía voz y voto en todo eso. Sabía, porque su hermana le había aleccionado sobre el tema muchas veces, que las chicas crecían con todo tipo de complejos corporales por culpa de hombres como él. Pero en una conversación muy privada consigo mismo, una en la que ni siquiera movería los labios, admitiría que tal vez a Darcy le sobraran unos cuantos kilos, bastantes, para ser su tipo de mujer ideal.

–Eres demasiado grandota para él –dijo Jaz–. Sé cómo le gustan las chicas.

–¿De verdad? –inquirió Darcy.

–No –respondió Joseph–. Por supuesto que no. Jaz no sabe cómo me gustan las chicas, y tú no eres demasiado grandota para mí.

Estaba intentando reparar la falta de tacto de Jaz, pero tenía la sensación de que estaba sobreactuando y rozando el peligro de acabar comprometiéndose con Darcy.

–¿Lo ves? –dijo ella.

–Está mintiendo –le aseguró Jaz a Darcy–. A ella le van detrás un montón de tíos, así que no te molestes –le advirtió a Joseph.

Joseph quiso esquivar el asunto de la vida amorosa de Darcy, y el único modo de conseguirlo con eficacia era ofrecerle a Jaz una oportunidad de estrellato a través de su tema. Hubiera preferido hacerle la propuesta de forma más sutil, sin terceras personas presentes, y tal vez no en mitad de una comida en un McDonald’s, pero ahora mismo esos lujos estaban fuera de su alcance.

–Hace días que quería llamarte –le dijo. Necesitaba algún tipo de frase introductoria antes de pedirle que cantara para él, pero la que eligió era del todo incorrecta, porque le ponía en bandeja dar rienda suelta al desdén y el resentimiento.

–Oh, seguro que sí.

–Lo digo de verdad.

–¿Y qué te ha impedido hacerlo?

–Estaba esperando el momento adecuado. Además, quería dejar pasar un poco más de tiempo, después de esa noche que... fuimos al cine.

–Después del cine fuimos a su casa –le explicó Jaz a Darcy–. Pero él no tenía ningún interés en que pasara nada.

–Sí, ya lo sé –dijo Darcy.

Por supuesto que lo sabía. Lo más probable era que a esas alturas ya estuviera enterado todo el mundo.

–¿Sigues con tu novia?

–Sí.

–¿Y entonces, si no estás libre, por qué querías llamarme?

Sin saber muy bien cómo, la conversación se había reconducido hasta el punto exacto que él quería.

–Porque te quería pedir que cantases en uno de mis temas.

Trató de prepararse para alguna respuesta hiriente, pero no llegó. Jaz lo observó con atención, calibrándolo.

–¿De verdad?

–Sí. Me pareces una cantante fabulosa.

–¿Cuánto me vas a pagar?

–Nada.

–Ah.

–Eso no es justo –intervino Darcy.

–Yo no voy a ganar ni una libra –se disculpó Joseph.

–Pero ese no es su problema, ¿no crees?

–No. Y si no quiere cantar gratis, respetaré su decisión y buscaré una alternativa.

–No puedes prescindir de ella así, sin más.

–Yo todavía no he dicho nada de prescindir de ella.

–¡Acabas de proponerme que cante en tu tema! –dijo Jaz, en apariencia sinceramente indignada–. ¡Y ya te estás echando atrás!

La conversación sobre la propuesta de cantar no estaba yendo mejor que la conversación sobre las dimensiones de Darcy, aunque al menos ese campo de minas particular ofrecía una ruta de escape: podía haber pasado de puntillas sobre el asunto y haber salido del McDonald’s con Darcy rumbo a la oficina del registro más próxima. En este caso la posible escapatoria no estaba tan clara.

–Escucha –dijo Joseph–. Si al final resulta que gano un millón de libras con ese tema, le daré a ella la mitad.

–No te dejes enredar –le aconsejó Darcy a Jaz.

–¿Enredar con qué?

–Lo que te está diciendo es que si gana medio millón, no te dará ni un penique, porque ese no era el trato.

–No, si gano medio millón, le corresponderá un cuarto.

–¿Un cuarto de millón o un cuarto de tus ganancias?

Dios bendito.

–Un cuarto de millón. La mitad. Si gano diez libras, ella se lleva cinco. Si gano quinientas, ella se queda doscientas cincuenta. No voy a ir repasando todas las cantidades posibles para dividirlas por la mitad.

–Pero la mitad de nada sigue siendo nada.

–Sí. De acuerdo. La decisión es tuya.

A estas alturas, Joseph apenas había probado las tiras de pollo. Cogió una, la sumergió en la salsa y se puso a masticarla ostentosamente para dejar claro que la negociación se había terminado. Las chicas se levantaron para marcharse.

–Tal vez esté interesada –dijo Jaz–. ¿Has estado alguna vez en ese estudio de Turnpike Lane?

–No, ¿y tú?

–Yo sí. Un chico con el que salía trabajó allí durante una temporada. Es para personas desfavorecidas de Haringey.

–¿Y eso qué quiere decir?

–¿Cuál es la palabra que no entiendes?

–Las entiendo todas. Lo que me pregunto es qué tiene que ver con nosotros.

–Tiene que ver conmigo.

–Genial. Bueno, obviamente no es genial, pero...

–Y vas a tener que invitarnos a cenar.

–¿A las dos?

–A menos que sea una cita.

Joseph agarró una tira de pollo y se la metió rápidamente en la boca, aunque todavía no había acabado de masticar la anterior. Jaz soltó una carcajada.

–Te llamaré –le dijo, y él asintió con ímpetu.

Lucy se fue a dormir antes de que se hiciera público el resultado definitivo, y cuando apagó la luz sentía tan solo una vaga inquietud. Le inquietaba el rumbo que podía tomar el país y también le inquietaba el futuro de su relación con Joseph. No es que esperara explicaciones, largas y devotas epístolas, pero se quedó sorprendida y un poco dolida por su brevedad: Esta noche no voy a ir. Besos. Él iba cada noche y no habían hablado de que esta noche no fuera a ir, y de pronto se dio cuenta de que cuando esto se acabase, si se acababa, lo más probable es que sucediera de un modo igual de repentino, y no hubiera lugar para largas y angustiadas conversaciones o terapias. Tampoco habría lágrimas, reproches o autoflagelos, lo cual por supuesto era positivo, pero también implicaba cierto grado de inseguridad, como en un contrato temporal. El final de un matrimonio era doloroso y difícil, pero lo era precisamente porque era algo vivo, que respiraba, y, cuando moría, la aflicción era inevitable. Lo suyo con Joseph solo existía cuando estaban juntos, en la misma habitación, y fuera de ahí carecía de cualquier entidad. Mientras permanecía insomne en la oscuridad, tuvo que admitir que estaba más preocupada por Joseph que por el Brexit, porque había dejado de pensar en el Brexit.

A la mañana siguiente puso la radio y la vaga inquietud adquirió la solidez del miedo, y Joseph no tenía nada que ver con eso. Tenía la sensación de que cuando todavía existían dos posibilidades abiertas, permanecer o salir, había logrado hacer las paces con el otro bando, con Sam y con el padre de Joseph y todos los demás que deseaban algo, cualquier cosa, que supusiera un cambio. Ahora que el resultado deseado ya se había volatilizado, se encontró viviendo en un país en el que la BBC plantaba los micrófonos ante los morros de eufóricos racistas, oportunistas, mentirosos y cínicos, personajes cuya antipatía los había hecho famosos esos últimos meses, y todas las ambigüedades desaparecieron.

Incluso los niños parecían estar escuchando la radio mientras desayunaban.

–¿Entonces ha ganado la salida? –dijo Dylan.

–Pues sí.

–¿Estás enfadada?

–Un poco triste.

–Yo ya no recuerdo si estaba a favor de salir o quedarnos –comentó Al.

–Tú estabas a favor de salir –dijo Dylan–. Yo, de quedarnos.

–Ja, eres un perdedor.

–No sabía que estabas a favor de la salida –le dijo Lucy a Al–. ¿Por qué?

–Porque él estaba a favor de la permanencia –se justificó Al.

–Vaya manera más idiota de tomar una decisión política –comentó Lucy, antes de recordar que ella había votado siguiendo exactamente el mismo sistema. Tal vez al final resultaría que todo el mundo había votado con esos criterios.

Muy pocos profesores de Educación Física aparecían por la sala de profesores antes de la primera clase. Solían quedarse en el gimnasio, o en la cancha polivalente cubierta, preparando las equipaciones y jugueteando con una pelota. Pero ese día, mientras Lucy preparaba café, la puerta se abrió de golpe y apareció Sam vociferando: Campeones, campeones, oé, oé, oé.1

Una o dos personas sonrieron ante esa demostración de efusividad, pero la mayoría le lanzaron miradas fulminantes. Él se dirigió hacia Polly, que estaba mirando el móvil, y se sentó a su lado.

–Mala suerte –le dijo.

–Vete a la mierda.

–Sabía que tendrías mal perder.

–Esto no es un juego.

–Nunca he dicho que lo fuera. Pero tu bando ha perdido.

–Sí, y estoy triste, así que no me metas el dedo en el ojo. Eso lo puedes hacer después de un partido de fútbol, no después de joder un país.

–¿Por qué crees que lo hemos jodido?

–¿Entonces qué crees que habéis hecho?

–Le hemos dicho a la Unión Europea por dónde se puede meter sus leyes.

–¿Lo que quieres decir es: «Ahora ya podemos echar a los emigrantes a patadas»?

–Oh, ya estamos. Todo el mundo es racista excepto tú.

Ben Davis, el subdirector del colegio, se acercó a Sam, se inclinó hacia él y le dijo algo en voz baja al oído.

–¿Yo? –dijo Sam alzando la voz–. ¿Y por qué no ella? Me ha dicho que me vaya a la mierda y también que he jodido al país. ¿Por qué no se va ella a otro lado?

Ben siguió hablándole al oído y al final Sam se levantó y salió de la sala.

Lucy llevaba muchos años como profesora y no era la primera vez que veía una pelea entre miembros del claustro, pero eran sobre sustituciones o alumnos conflictivos: en otras palabras, sobre temas laborales. Al final las posturas se acababan acercando, se llegaba a un acuerdo y se terminaba bromeando sobre el tema. Pero esta discusión iba sobre si Polly o Sam eran malas personas. Ninguno de los dos lo era, por supuesto, pero pasaría algún tiempo antes de que fueran capaces de verlo así. ¿Cuánto tiempo? ¿Quién lo sabía? Y de todos modos, saberlo parecía irrelevante.

Al salir del colegio, Lucy recibió un mensaje de texto de Fiona, la amiga de la universidad que le había presentado a Michael la noche que Joseph empujó a Paul sobre el seto. Vamos a intentar levantar el ánimo con unas copas y un picoteo mañana por la noche. Una ocasión para desahogarnos y ponernos al día. Por favor ven. Era exactamente lo que quería Lucy: desahogarse. Quería escuchar a personas como ella diciendo cosas que no se le habían pasado por la cabeza, y quería soltar presión. Había dado por hecho que el sábado por la noche pedirían comida a domicilio, verían un par de episodios de Los Soprano y practicarían un poco de sexo escapista. Pero necesitaba hablar y parecía obvio que Joseph no era la persona más adecuada para mantener esa conversación.

Todavía haces canguros?, escribió y envió.

Solo para una persona.

Todo formal. Pago, etc.

Vale. A qué hora?

Se esperaba alguna bromita sobre pago en especies, pero tampoco ella había tirado por ahí.

A las ocho?

Quizá vaya directo desde el trabajo para jugar con los chicos.

De acuerdo.

Ese rato no tienes que pagármelo.

Eso no se puede pagar con dinero. Nos vemos después?

Voy a una fiesta.

Oh. Vale, tecleó, pero borró el Oh, que sonaba a sentirse dolida, y ahora que lo pensaba, tenía toda la intención de que a él le sonase así.

Vale.

B.

Dudaba de que alguna vez en sus comunicaciones el Besos de despedida se hubiera reducido a una mera inicial. ¿Era posible que la burbuja estuviera a punto de reventar? No, en realidad ya había reventado.

El siguiente jueves, cinco días después del referéndum, Joseph hizo de canguro a los gemelos y, cuando ya se marchaba, Marina le pidió que esperase un momento porque quería hablar un momento con él.

–Escucha, sé que tienes muchos otros trabajos y otras muchas fuentes de ingresos...

–Sí –dijo Joseph–. Me llueve el dinero.

–Oh, por favor, no digas eso –le pidió Marina.

Era una buena mujer. Joseph no tenía otro tema de conversación con ella que no fueran sus hijos, pero ella confiaba en él y lo trataba como a un adulto. Él no había llegado a ver nunca al marido, Oliver. Nunca estaba en casa a las seis, cuando Joseph se marchaba.

–Estaba bromeando.

–Lo sé, pero... Es casi seguro que vamos a tener que mudarnos.

–Oh, vaya. ¿Adónde? Porque quizá...

–Al extranjero. Oliver trabaja en una empresa japonesa y, si ya no estamos en Europa, tener sede en Londres dejará de tener sentido para ellos. Están pensando en cerrarla cuanto antes y trasladarse a París o Bruselas. Quieren que él se encargue de abrir allí la nueva sede.

–Oh.

–Todo esto es una puta pesadilla.

Joseph no tenía pensado irse a vivir a Bruselas o París, pero ninguna de las dos opciones le parecía una puta pesadilla.

–Ya, vaya –dijo.

–Tu generación debe sentirse traicionada. Todos esos vejestorios jugándose vuestro futuro y echándolo por la borda.

–Sí –dijo él. Estaba contento de haber votado ambas opciones. Hacía que este tipo de conversación le resultase más fácil. Pero tal vez cuando todo este asunto se la traía floja, porque pensaba que siempre habría carne y fútbol y niños, había pecado de optimista: no siempre habría niños. Al menos esos niños iban a desaparecer del mapa. Aunque siempre habría carne y fútbol y centros cívicos con los que llenar el tiempo de ocio. De hecho, tal vez empezara a haber tanto tiempo de ocio que nadie sabría qué hacer con él.