Capítulo III

 

Chiquita se convierte en políglota. Llegada de Cuco, el manjuarí. Las lecciones de canto. La locura de José Jacinto Milanés. Por fin mujer. El secreto de Mundo. Sarah Bernhardt actúa en Matanzas. Encuentro con la Divina en el camerino del teatro Esteban. El resplandor del talismán. Visiones de plenilunio.

 

 

Para Chiquita, lo peor de medir veintiséis pulgadas no era la perspectiva desde la cual estaba obligada a contemplar el universo. Una perspectiva que la condenaba a ver primero unos botines sin lustre y de suelas gastadas que una blusa con un precioso broche de zafiros, o las patas arañadas y polvorientas de la mesa del comedor y no el mantel bordado y la vajilla de Sèvres colocados encima de ella. Era humillante, y sin dudas injusto, estar siempre más cerca de los hormigueros que de los nidos de los pájaros; tener que resignarse a ese frustrante punto de vista a no ser que alguien tuviera la gentileza de subirla a una silla o de llevarla cargada en sus brazos. Pero no era lo peor.

Tampoco lo era la rapidez casi insultante con que los que alguna vez habían sido sus iguales en tamaño crecían y crecían. Ni las miradas de asombro o de piedad, que hincaban como alfileres; ni la incomodidad de quienes la veían por primera vez y, por más que se esforzaban, no conseguían disimular el asombro. Todo eso resultaba, con un poco de voluntad, tolerable.

Lo peor, lo que más daño le causaba, era que la tratasen como si, además de liliputiense, fuera imbécil. Que dieran por sentado que su cerebro, por el simple hecho de ser muy pequeño, no funcionaba bien. Ese equívoco le resultaba enervante, lo cual es comprensible si se tiene en cuenta que, desde muy temprano, dio pruebas de poseer una inteligencia fuera de lo común.

A los tres años, Chiquita empezó a averiguar los nombres de las letras y un día sorprendió a sus padres leyéndoles los titulares de un periódico. A partir de ese momento comenzó a devorar cuanto papel impreso caía en sus manos: desde los ejemplares de la revista infantil El Periquito hasta los opúsculos con vidas de santos que coleccionaba su abuela.

Como a los Cenda la idea de matricularla en el Colegio de Señoritas de Santa Rita y exponerla a miradas y comentarios de toda índole les resultaba incómoda, contrataron a una profesora para que se hiciera cargo de su educación. Cirenia le dio clases de dibujo y de bordado y, en sus ratos libres, el doctor le enseñó francés, idioma que rápidamente la niña aprendió a hablar y a escribir con soltura.

Al notar su facilidad para las lenguas extranjeras, Ignacio aprovechó que su buen amigo Enrique Lecerff le debía varios favores y le pidió que aceptara a su hija como discípula. Al renombrado políglota, que hablaba a la perfección más de una veintena de idiomas, no le quedó otro remedio que acceder. El día que fue a darle la primera clase, le preguntó a la niña, en francés y con cierta condescendencia, qué lenguas quería aprender.

—Primero el griego y el latín —contestó Chiquita mirándolo a los ojos y tratando de no ruborizarse—. Después el inglés, si no es mucha molestia; y luego… estoy indecisa entre el alemán y el italiano.

El profesor se echó a reír, asombrado por el aplomo y las ansias de saber de su pupila, y al terminar la lección le obsequió unas gramáticas de latín e italiano para que aprendiera esos idiomas —a su juicio demasiado fáciles— por su cuenta. Andando el tiempo, Chiquita, como Cleopatra, llegaría a hablar con fluidez siete lenguas.

 

 

Pero no fue Lecerff el único erudito de Matanzas que supo apreciar y estimular su intelecto. Don Francisco de Ximeno, naturalista, historiador y literato, quien tenía fama de ser una enciclopedia bípeda, solía charlar largos ratos con ella siempre que visitaba al doctor Cenda. Apasionado de las ciencias y las letras, Pancho de Ximeno conocía Europa y Estados Unidos, y había llegado a ocupar el puesto de alcalde de Matanzas. Pero eso había sido antes de que la guerra y los reveses de la fortuna lo dejaran en la ruina; en la época en que Chiquita lo trató, era empleado del Ayuntamiento y se dedicaba a hacer el mapa de la provincia.

La niña acribillaba a aquel sabio paciente y generoso con preguntas sobre las materias más diversas, desde la astronomía y la geografía hasta la historia y la botánica, y don Pancho se las respondía sin enojosas simplificaciones. Tal vez por haber sido alimentada con la leche de una camella llamada Nefertiti, uno de los temas que más apasionaba a Chiquita era el antiguo Egipto. No se cansaba de oír hablar a Ximeno de las pirámides de Gizeh y de las tumbas del Valle de los Reyes. ¡Qué lástima que el gran Champollion, el descifrador de los jeroglíficos, llevase tanto tiempo muerto! Él hubiera podido aclararle, en un dos por tres, el significado de los extraños signos grabados en su amuleto.

Cierto día, don Pancho le llevó un regalo. Era un ejemplar de Atractosteus tristoechus, un pez más conocido como manjuarí, que acababan de atrapar en la desembocadura del río San Juan. Según Ximeno, aquel animal era un auténtico fósil viviente, pues su origen se remontaba a millones de años atrás. Chiquita observó con fascinación el cuerpo cilíndrico y alargado del manjuarí, cubierto no por escamas, sino por una coraza de placas duras de color pardo verdoso. Su cabeza era achatada como la de un cocodrilo, y tenía tres filas de dientes agudos y unos ojillos perversos.

—La suerte del manjuarí es que, como no es comestible, nadie lo persigue —comentó el naturalista—. Y aunque lo veas tieso y osificado, no te engañes: es capaz de nadar a una velocidad asombrosa.

Chiquita decidió que el Atractosteus tristoechus se llamaría Cuco e hizo que Minga y Rústica lo trasladaran a la fuente del patio.

—¿Y qué come esto? —inquirió la vieja, sin disimular lo poco que le agradaba aquella mascota.

—Es carnívoro —aclaró el sabio, mientras observaban cómo el pez se desplazaba rígidamente de un lado a otro de la fuente, explorando su nuevo hogar—. Pueden darle ranas, lagartijas, cangrejos y piltrafas.

Durante las numerosas charlas que sostuvieron, sólo una vez Pancho de Ximeno dejó de contestar una pregunta. Fue cuando Chiquita le pidió que le hablara sobre su primo hermano José Jacinto Milanés, el poeta que había compuesto «La fuga de la tórtola». ¿Era verdad que el pobre se había vuelto loco cuando aún era joven? ¿Por qué motivo había perdido la razón? Don Pancho carraspeó, incómodo, e Ignacio tuvo que acudir en su ayuda diciéndole a su hija que ya les había robado mucho tiempo y que el sabio seguiría ilustrándola en otra ocasión.

 

 

Una tercera persona que influyó mucho en Chiquita durante su adolescencia fue la soprano matancera Úrsula Deville. En esa época, ya la Deville llevaba años retirada de los escenarios. Era una anciana entrada en libras, de piel casi translúcida y ojos verdes, que solía llevar el cabello cano recogido en un altísimo moño. Después de vivir en Europa buena parte de su vida y de ser tratada como una reina del bel canto (Meyerbeer pretendió que estrenara su ópera La africana, honor que ella no pudo o no quiso aceptar), la adversidad la había obligado a volver a Cuba. Vivía en La Habana y se ganaba el sustento dando clases de canto a señoras y señoritas de la alta sociedad, pero todos los veranos viajaba a Matanzas para pasar esos meses en compañía de una de sus hermanas. Durante una de esas visitas, el doctor Cenda la invitó a cenar.

Aunque desde la muerte de doña Lola ya Chiquita y Mundo no estaban obligados a amenizar las veladas familiares, en esa ocasión lo hicieron para rendir tributo a la artista. Chiquita sorprendió a todos declamando unos versos que el poeta Plácido le había dedicado a la soprano cuando esta tenía apenas veinte años e iniciaba su carrera. Tanto se emocionó la Deville, que se puso de pie y acometió a capella el aria «Casta diva» de Norma, su ópera preferida. Aunque era casi septuagenaria, conservaba tal torrente de voz que los cristales de la lámpara del comedor empezaron a tintinear como si la aplaudieran.

Aquella noche comenzó la amistad entre la diva venida a menos y la liliputiense. Cuando Cirenia de Cenda se enteró de que Úrsula pensaba darles clases de canto a algunas jóvenes de la ciudad para ganarse un dinerito, le preguntó a Chiquita si le gustaría tomarlas. Por toda respuesta, su hija empezó a dar saltos de alegría.

Dos días más tarde empezaron las lecciones. Si bien Chiquita poseía una voz afinada y bastante más potente de lo que su talla hacía suponer, desde el primer momento Úrsula se percató de que jamás podría lidiar con un aria de Rossini o de Bellini. Cualquier aspiración a una carrera operática quedaba, de entrada, descartada, y así se lo hizo saber, solemnemente, para no crearle falsas esperanzas.

—No se preocupe —la tranquilizó Chiquita—. No me imagino cantando en La Scala —bromeó.

Así pues, acordaron que Úrsula se limitaría a enseñarle algunas romanzas y habaneras, y ciertos trucos para sacarle el mayor partido a sus cuerdas vocales. Como profesora, la Deville era exigente y daba sus clases guiándose por los preceptos de antiguos maestros como Tosi y Porpora. Para ella, tan importante como la técnica era el sentimiento. «De poco sirve el virtuosismo sin corazón», era su lema.

Lo mejor de aquellos encuentros comenzaba cuando la Deville cerraba el piano y, aguijoneada por su alumna, se ponía a evocar sus años de gloria. En su juventud había sido coronada como la mejor voz lírica de Cuba en el Liceo de La Habana y poco después, casada ya con el pianista y compositor español José Miró, se había ido a Europa, a actuar en los mejores escenarios acompañada por su marido.

—Fui feliz, lo tuve todo, hasta el corazón de un hombre que me amó más que a la música —le dijo en una oportunidad—. Sólo una cosa me faltó, Chiquita, y fue previsión. De haber tenido más sentido común, no habría permitido que mi marido dilapidara el dinero que ganamos —y repentinamente seria, señaló a la jovencita con un dedo mientras le decía con tono admonitorio—: ¡Nunca descuides tu bolsa! Muchas mujeres creen que vivir pendientes del dinero es de mal gusto, hasta que se enteran de que están en la ruina y, entonces, ya es demasiado tarde para rectificar.

 

 

Fue Úrsula Deville quien le contó a Chiquita lo que ni su abuela ni sus padres ni el sabio Pancho de Ximeno habían querido revelarle: el secreto de la locura de José Jacinto Milanés.

Aunque en la época en que el poeta perdió la razón ya Úrsula no vivía en Matanzas, sus hermanas la habían mantenido al tanto, mediante cartas, de los pormenores del caso. A los veintiocho años, cuando era considerado uno de los mejores escritores de la isla, la vida de Pepe Milanés dio un vuelco. Súbitamente, rompió su compromiso con Dolores, su novia de toda la vida, y anunció a su familia que estaba enamorado de otra. La elegida de su corazón era su prima Isabel, una de las siete hermanas de Pancho de Ximeno.

El asunto no habría tenido nada de escandaloso de no ser por un detalle: Isa apenas tenía trece años. Las palabras de amor de aquel pariente pesimista y retraído, lejos de halagarla, la intimidaban, y se escondía donde él no pudiera verla. Pero como las casas de los Milanés y los Ximeno quedaban una frente a la otra, en la calle Gelabert, los encuentros entre el poeta y su amada eran inevitables.

Don Simón, el tío político de José Jacinto, puso el grito en el cielo cuando se enteró de la noticia y prohibió cualquier tipo de acercamiento entre los primos. Según las malas lenguas, al patriarca de los Ximeno no le preocupaba tanto la diferencia de edad, sino que la niña de sus ojos, para la que proyectaba un ventajoso casamiento, terminara unida a un poeta pobretón. Elogiado por todos, sí, pero incapaz de sostener una familia. A los Milanés la situación les resultaba incómoda, pues siempre habían tenido el apoyo económico de los Ximeno, sus parientes ricos. Así que terminaron poniéndose del lado de don Simón y tratando de que Pepe dejara de pretender a su primita.

La reacción del enamorado fue desmedida. Se encorvó, en su frente aparecieron unos surcos profundos y durante los años siguientes se sumió en una tristeza y una ofuscación tan grandes, que tuvo que abandonar su empleo en la oficina de ferrocarriles. Sufría de insomnio y de delirios, y con frecuencia se negaba no sólo a comer, sino también a bañarse y a vestirse. Sus escritos empezaron a ser cada vez más escasos e incoherentes, hasta que abandonó la poesía por completo, y por temor a que intentara suicidarse, su hermana Carlota, que era quien lo cuidaba, guardó bajo llave los cuchillos de la casa.

De nada sirvió que Federico, otro de sus hermanos y su principal admirador, publicara en dos volúmenes las obras que José Jacinto había escrito antes de enamorarse de Isa. Cuando le pusieron los libros en las manos, los hojeó un instante, con una sonrisa cortés y ausente, y acto seguido los colocó sobre una mesa y se olvidó de ellos. Si no estaba completamente loco, poco le faltaba.

Convencidos de que sólo un cambio de ambiente podría salvar al enfermo y devolverle la lucidez, sus familiares y amigos le pagaron un viaje al extranjero, con Federico como acompañante. Hasta Simón de Ximeno aportó una generosa suma. Los dos hermanos recorrieron varias ciudades de Estados Unidos, y después se fueron a Londres, París y Roma. Cuando regresaron, al cabo de año y medio, el poeta parecía curado y hablaba de volver a escribir y de conseguir empleo.

Pero sus planes no tardaron en desmoronarse. Una mañana en que se disponía a dar un paseo en coche con Carlota, Pepe Milanés vio asomarse a Isa por una ventana de la casa de los Ximeno y comenzó a llamarla a gritos y a llorar como un niño. En un abrir y cerrar de ojos, su mejoría se esfumó. Nunca se recuperó de aquella recaída: quien había sido el orgullo de Matanzas murió a los cuarenta y nueve años de edad, convertido en un loco triste, silencioso y manso, al que a cada rato su hermana tenía que limpiarle la boca para que no se babeara.

—Pero hay más… —susurró la Deville y, luego de una pausa en la que se preguntó si sería prudente hablarle a una niña de algo tan oscuro y perturbador, añadió—: Carlota, la interesante Carlota, jamás se casó y se dedicó en cuerpo y alma a cuidarlo. Se pasaba las horas sentada a su lado y, mientras bordaba en una tela de lino las poesías de Pepe, le hablaba de literatura y de arte, con la esperanza de que algún día, por un milagro, su hermano recuperara la razón. Pero, según dicen, detrás de su abnegación había otra cosa…

—¿Amor? —se apresuró a preguntar Chiquita, que no tenía un pelo de tonta—. ¿Estaba enamorada de él?

La soprano miró en todas direcciones con sus ojos de esmeralda antes de asentir.

—Si es cierto o no, sólo la desgraciada Carlota podría decirlo, y lo más probable es que se lleve el secreto a la tumba. Pero a mí, que he visto cosas peores, no me extrañaría. La pasión, cuando se sale de su cauce, no respeta ni los lazos de sangre.

Chiquita tragó en seco y se imaginó enamorada de Rumaldo, de Crescenciano o de Juvenal. ¡No, ni soñarlo, nunca de semejantes brutos!

—No le digas a nadie que yo te conté —le advirtió la prima donna—. A los matanceros les encantan los versos de Milanés, pero, por vergüenza o por respeto a su locura, no hablan mucho del hombre que los escribió.

De pronto, Chiquita sintió curiosidad por saber cuál había sido el destino de uno de los personajes secundarios de aquella vieja historia: Dolores, la novia desdeñada por el poeta.

—¿Logró olvidarlo? —indagó—. ¿Rehízo su vida?

Úrsula le contó que, nunca se supo si por verdadero amor o por despecho, al poco tiempo de la ruptura la joven contrajo matrimonio con un caballero con quien tuvo varios hijos, y que estos, a su vez, le habían dado numerosos nietos. Y añadió:

—Entre ellos tú, Chiquita, porque Dolores era tu abuela.

Después de aquella confidencia, cada vez que se acordaba de José Jacinto o el poeta era mencionado en su presencia, Espiridiona pensaba en él como en una especie de abuelo misterioso y lejano. ¿Cómo habría sido su vida de no haber puesto los ojos en Isa; si se hubiera casado, como deseaban todos, con Lola? Más de una vez estuvo tentada de comentar el asunto con Cirenia, pero se mordió la lengua. Lo que sí hizo, y con frecuencia, fue suplicarle a Minga, cuando se dirigían en coche a las clases de canto con la Deville, que se desviaran del trayecto para pasar por la calle Gelabert. Tenía la esperanza de ver algún día a Carlota —«la interesante Carlota»— entrando o saliendo de la casa de los Milanés, pero nunca lo logró[4].

 

 

Úrsula Deville estuvo alejada de Matanzas durante tres largos años. Cuando al fin retornó y se encontró de nuevo con Chiquita, la observó de arriba abajo, con disgusto.

—¿Cuántos años tienes ya? —le dijo y, al enterarse de que acababa de cumplir quince, agregó—: Perdóname que me meta en lo que no me importa, pero va siendo hora de que empieces a vestirte como Dios manda. A no ser que pretendas pasarte el resto de la vida disfrazada de niña.

Chiquita se ruborizó, intimidada, y no supo qué responder.

—Hija mía, nuestro Señor podrá haber escogido para ti un cuerpo mínimo, pero eso no significa que tengas que conservar la apariencia de una niña hasta el final de tus días —prosiguió la cantante—. Eres una mujer y como tal tendrás que aprender a amar y a sufrir.

Aquellas palabras hicieron que Chiquita se imaginara con diez, veinte y treinta años más, y que se preguntara cuál sería su porvenir cuando sus padres no estuvieran junto a ella para protegerla. ¿Qué ocurriría el día que le faltasen? ¿Era su tamaño un escollo insalvable para valerse por sí misma? ¿Tendría que depender siempre de alguien? Y ¿podría conocer el amor? Porque, sin proponérselo, la Deville había puesto el dedo en una llaga que Chiquita tenía oculta. Como cualquier jovencita, había empezado a sentirse atraída por el género opuesto, a lavarse la cara con jabón de hiel de vaca para eliminar los barritos y las pecas, y a escribir tímidamente la palabra amor en su diario secreto.

Pero mientras los senos de Blandina, Exaltación y Expedita eran cada vez más notorios, y sus caderas se acentuaban, el cuerpo de Chiquita seguía, además de pequeño, liso como una tabla, al parecer sin intenciones de adoptar aquellas redondeces femeninas. Cada vez que se juntaban con ella, sus primas se ponían a hablar de los malestares femeninos que padecían cada mes. «Alégrate de que no te haya tocado todavía», le decían. «¡No sabes lo que te espera!» Ella las oía con aparente indiferencia, pero rabiando de envidia. Hasta Rústica estaba cambiando: poco a poco su figura de espantajo se iba rellenando, aquí y allá, estratégicamente, y el calesero y otros hombres comenzaban a mirarla con lujuria.

Cada vez que sus primas iniciaban una discusión acerca de cuáles eran los varones más apuestos de la familia, Chiquita se escabullía aduciendo que el tema no le interesaba. Pero sólo la cuchara conoce lo que hay en el fondo de la olla. También ella contemplaba a hurtadillas a sus primos y a sus hermanos. Los que poco antes eran unos odiosos, que parecían existir sólo para molestar, se estaban transformando en apuestos mozalbetes que fumaban a escondidas y hablaban de las mujeres con cinismo. Su hermano Rumaldo, por ejemplo, estaba más alto y ancho de espaldas, había mudado la voz y en cualquier momento comenzaría a afeitarse los pelos oscuros que tenía en la barbilla. Sus ojos negros y grandes y las cejas pobladas, que casi se le unían, lo convertían, según Exaltación y Blandina, en el más atractivo de los primos. Pero para Expedita el merecedor de ese título era Segismundo. El otrora patito feo seguía siendo un muchacho retraído, que únicamente se sentía a sus anchas cuando estaba a solas con el piano, pero se había convertido en un adolescente esbelto, rubio y de facciones finas, en una especie de príncipe pálido que hacía suspirar a más de una jovencita.

Quizás por sentirse excluida de aquellos cambios, el carácter de Chiquita se amargó y durante un tiempo los arrebatos de ira y las frases hirientes que hasta entonces sólo Rústica había tenido que padecer se hicieron extensivos al resto de la servidumbre, a sus hermanos e incluso a sus padres, al punto de que estos tuvieron que amonestarla, en más de una ocasión, a causa de una mala respuesta o una actitud rebelde. En esa etapa hizo quemar en el patio sus novelas de amor preferidas, tildándolas de mentirosas y de estúpidas; se negó a volver a las clases del señor Lecerff, alegando que eran demasiado aburridas y que saber idiomas no le servía de nada a una persona destinada a pasarse la vida encerrada en su casa. Pero cuando Ignacio y Cirenia empezaban a temer que algo estaba funcionando mal en la cabeza de su hija, Chiquita recuperó su talante de siempre la mañana en que, al levantarse de la cama, descubrió una manchita de sangre en su ropa de dormir.

—¡Jesús, María y José! —exclamó la vieja Minga, conmovida—. ¡Ya se nos hizo señorita!

Aunque con considerable demora, Chiquita siguió los pasos de sus primas y de Rústica: la cintura se le afinó, sus pechitos se hincharon y una pelusilla en el pubis confirmó que era toda una mujer en miniatura. La joven exigió que le renovaran el guardarropa. No más vestiditos y zapatos de niña, no más peinados infantiles: se arreglaría como una señorita. Y si hasta entonces Minga se había encargado de bañarla en una minúscula tina, restregándola con una esponja, se negó a que la nana continuara ayudándola en su aseo. Ya no era una criatura, anunció. En lo adelante se bañaría sola y sólo permitiría que la ayudaran a vestirse.

Fue por esa época que la liliputiense hizo un descubrimiento sorprendente. Una tarde de julio, de esas en que, después de almorzar, todos en la casona parecían sumirse en un pesado letargo y hasta las moscas sentían pereza de zumbar, estaba en su dormitorio, tratando de dormir una siesta. La música que Segismundo tocaba, indiferente al calor y sin la menor señal de fatiga, le servía de arrullo. Pero, súbitamente, el piano enmudeció.

Chiquita se despabiló en el acto, extrañada. A su primo le parecía un sacrilegio dejar una pieza a la mitad y jamás lo hacía. Aguardó un momento y, en vista de que los acordes no volvían a oírse, se calzó sus zapatillas y echó a andar rumbo al salón de música.

La puerta estaba entreabierta y oyó unos gemidos entrecortados que brotaban del interior de la habitación. Asomó la nariz, con cuidado de no ser vista, y se convirtió en testigo de un curioso espectáculo. Mundo estaba de pie, con las manos y el pecho apoyados sobre la tapa cerrada del piano, y los pantalones caídos hasta los tobillos. Detrás de él, abrazándolo por la cintura, también con los pantalones desabrochados, y moviéndose adelante y atrás de forma rítmica, se hallaba Rumaldo.

Aunque Chiquita carecía de experiencia en materia de sexo, no era idiota. Algo había leído sobre el tema en la biblioteca de su padre, y esos conocimientos teóricos, unidos a los cuchicheos de sus primas sobre lo que hacían las parejas cuando se acostaban y apagaban la luz, y a los acoplamientos de insectos, aves, reptiles y mamíferos presenciados en el patio de la casa y en La Maruca, no le dejaron duda de que su primo y su hermano estaban fornicando.

Por un instante, el sentido del decoro le ordenó retirarse, pero la curiosidad fue más poderosa y permaneció en el mismo lugar, con los ojos muy abiertos, espiando todos los detalles del encuentro. De repente, Rumaldo se separó de Mundo y, mientras lo obligaba a quitarse la camisa y se despojaba él también de la suya, Chiquita alcanzó a ver, de refilón, el miembro viril del mayor de sus hermanos. En realidad, no era la primera vez que tenía delante un órgano de ese tipo. En cierta ocasión se las había ingeniado para entrar en el baño cuando los gemelos estaban aseándose y echarles una ojeada a sus partes pudendas. Pero lo que había visto entonces no podía compararse, ni en tamaño ni en turgencia, con lo que contempló en el salón de música.

Una vez que estuvieron más ligeros de ropas, Rumaldo volvió a colocarse detrás de Mundo, empujó con torpeza y su víctima soltó un quejido. Claro que, aunque al principio Chiquita había pensado que el dúo estaba formado por una víctima y un victimario, otorgando a su primo el primer papel y a su hermano el segundo, lo cierto era que Mundo no se comportaba exactamente como una víctima. Para empezar, no gritaba pidiendo socorro ni se retorcía para librarse de Rumaldo. Tampoco había aprovechado la pausa en que se quitaron las camisas para, como hubiera podido hacer, empujar a su agresor, huir de la habitación y ponerse a salvo. Se limitaba a permanecer inmóvil, con las piernas separadas, jadeando y abrazado al piano. Evidentemente, si en algún momento había sido forzado a hacer algo que no deseaba, el resultado de la experiencia lo había hecho cambiar de opinión. Los cuerpos de los adolescentes —fornido y dorado por el sol el de Rumaldo; delgado y muy blanco el del pianista— empezaron a sudar y a producir, al chocar uno contra el otro, un sincopado clap clap.

Los muchachos prosiguieron durante un rato su sofocante actividad, resoplando como un novillo uno y lamentándose bajito el otro, hasta que Rumaldo se crispó, se estremeció varias veces y soltó una especie de bramido sordo. Intuyendo que el lance llegaba a su final, Chiquita corrió por el pasillo y se refugió en su dormitorio. Cuando estuvo de nuevo en la cama, con el pecho agitado tanto por la carrera como por lo que había visto, llegó a la conclusión de que Rumaldo y Mundo eran unos temerarios al hacer aquello sin siquiera cerrar el salón, arriesgándose a que Minga o cualquier otra esclava los sorprendiera y los delatara.

—Si la gente se enterara sería terrible —le dijo días más tarde a Mundo, con retintín, cuando este colocaba una partitura en el atril—. Tienes suerte de que yo sepa guardar un secreto.

—¿Por qué dices eso? —inquirió su primo, turbado.

—¡No disimules! —exclamó Chiquita, clavándole la mirada y sintiendo algo parecido a lo que debe experimentar un gato cuando planta una de sus garras sobre la cola de un ratón—. Los vi haciendo cochinadas —prosiguió—. A ti y a mi hermano.

A Mundo le subieron los colores a la cara y sólo atinó a preguntar, con los ojos entornados:

—¿A cuál de ellos?

Entonces le tocó a Chiquita el turno de sonrojarse. Confundida, dio media vuelta y se alejó. Siempre le quedó la duda de cuántos de los jóvenes Cenda se habrían desfogado con el pianista. ¿Dos de ellos? ¿Acaso los tres?

 

 

El debut de Sarah Bernhardt en el teatro Esteban de Matanzas, en 1887, fue una catástrofe. Tenía programadas tres funciones y, al concluir la primera, regresó al hotel El Louvre, donde se alojaba, transformada en una erinia. Empleados y huéspedes la oyeron gritar improperios, patear los muebles de sus aposentos y tirar al piso los adornos de cristal. Para empeorar las cosas, los pericos, las guacamayas y los monos que la actriz llevaba en su tournée empezaron a chillar dentro de sus jaulas, y no faltó quien jurara haber oído a un caimán —regalo de un admirador de Panamá— entrechocar nerviosamente las mandíbulas en la bañera donde lo tenían confinado.

En realidad, a la trágica de la voz de oro no le faltaban razones para estar furiosa. A pesar de haber escogido La mujer de Claudio, uno de sus caballos de batalla, para dar inicio a la breve temporada, el teatro no se había llenado. La culpable, en buena medida, era la propia Bernhardt, que insistía en que el público pagara por verla una suma proporcional a su inmenso talento[5]. Pero, como es lógico, prefirió echarle la culpa a La Aurora del Yumurí y los demás periódicos de la ciudad, quejándose de que no le habían dado suficiente importancia al acontecimiento.

Para Sarah, la apatía de los matanceros resultaba más frustrante después del éxito que acababa de tener en La Habana. Allí contaba con una legión de fanáticos dispuestos a dejar de comer, si era preciso, con tal de verla gemir y agitar su roja cascada de rizos en las tablas.

La capital de la isla era otra cosa. Su llegada a bordo del vapor inglés Dee había causado gran revuelo. La noticia de que traía consigo un ataúd de palo de rosa con bisagras de oro, en el que dormía todas las noches, la precedió y una multitud se congregó en el puerto para darle la bienvenida. Pero en Matanzas, ni siquiera el féretro había logrado que la gente acudiera al teatro. Y luego, esa detestable costumbre que tenían los lugareños de salir corriendo a la plaza al final de cada acto, en busca de aire fresco, sin antes aplaudirla un buen rato, como era de rigor. Ah, el dinero, el vil dinero, que la obligaba a malgastar su talento ofrendándoselo a unos salvajes…

El doctor Cenda había llevado a Chiquita al teatro en contadas ocasiones. Le irritaba que algunos gemelos se dirigieran hacia su palco para espiarla y que, durante los entreactos, la gente se acercara para mirar de reojo el montón de cojines que tenían que colocar en la butaca de su hija para que esta pudiera ver el escenario. Sin embargo, cuando supo que la divina Bernhardt actuaría en el Esteban fue de los primeros en sacar un abono para la temporada. Estaba convencido de que para una jovencita de diecisiete años amante de las artes aquellas representaciones resultarían inolvidables.

Chiquita convenció a sus padres para que invitasen a Blandina, Expedita y Exaltación, una a cada función. Al igual que ella, sus primas se morían por ver a la francesa, no tanto por sus méritos histriónicos, sino por el apasionado romance que acababa de protagonizar en La Habana con Luis Mazzantini, el torero español de moda.

Los periódicos de la capital habían dedicado numerosos artículos al affaire y, como era de esperar, los de provincia no tardaron en hacerse eco del asunto. La relación entre la trágica y el diestro había resultado beneficiosa para ambos. Muchos aficionados al arte taurino, que no tenían idea de cómo era un teatro por dentro, se habían animado a ir al Tacón sólo para ver a la amante del rey de los toreros. Del mismo modo, cientos de damas y caballeros elegantes, para quienes las corridas eran cosa del populacho, habían acudido a la plaza de toros de Belascoaín para echarle un vistazo al seductor de la temperamental Sarah. Lo que se dice un negocio redondo.

Al parecer, el inicio del amorío no había sido muy prometedor. Mazzantini asistió a una función de La dama de las camelias y quedó impresionado por sus encantos de mujer. Al finalizar el segundo acto, escoltado por dos banderilleros de su cuadrilla, irrumpió en el camerino de la francesa, pese a que ella lo tenía prohibido, con la intención de decirle un piropo. Sarah le tiró un cepillo de plata por la cabeza y el diestro retornó a su palco con un chichón en la frente, pero más enamorado que antes. «Así me gustan a mí las hembras», dijo. «Salvajes, para torearlas.»

Al día siguiente, la actriz fue a ver la corrida. Le habían contado que La Habana estaba enloquecida con Mazzantini y, acostumbrada a triunfar, quería tener a ese hombre rendido a sus pies. Así que, sentada en un palco de sombra, con una peineta en el pelo y un clavel en la oreja, vio cómo el espigado, nervudo y flexible Mazzantini salía al ruedo, mientras una orquesta de negros disfrazados de andaluces tocaba un pasodoble, y fue testigo de cómo mataba un toro en su honor. Sarah lo aplaudió a rabiar. Las malas lenguas echaron a rodar el rumor de que cierta parte del cuerpo del matador, que el traje de luces, ceñido como un guante, subrayaba de modo indiscreto, había reafirmado su determinación de hacerlo suyo.

De su primera noche de amor se había hablado mucho. Según contaban, cuando el torero entró al dormitorio de la Bernhardt en el hotel Petit, apenas iluminado por unos cirios, le extrañó no ver a la francesa por ninguna parte. Pero de pronto descubrió el famoso ataúd y allí, en su interior forrado de seda lila, estaba tendida Sarah, completamente desnuda, aguardándolo. Lo macabro de la situación debió excitar horrores al matador, pues al día siguiente algunos huéspedes del Petit se quejaron de que no habían podido pegar un ojo a causa de los gemidos de los amantes.

Las jovencitas, que se mantenían al tanto de todos los pormenores de la cacareada aventura, estaban ansiosas por conocer a sus protagonistas. Mazzantini, para nadie era un secreto, visitaría las principales ciudades del interior de la isla una vez que concluyera su temporada en la capital. Pero la llegada de Sarah a Matanzas había sido algo inesperado. Desde que en 1842 la austríaca Fanny Essler dejara boquiabiertos a los matanceros con los vertiginosos fouettés y las gráciles pirouettes de ballets como La sonámbula y La cachucha, a ninguna artista de renombre mundial se le había ocurrido presentarse allí.

La taquilla de la segunda función estuvo un poco mejor. Para esa noche la Bernhardt había elegido un clásico del teatro francés, Fedra, y Chiquita y Cirenia se pasaron la noche lagrimeando y sonándose la nariz, mientras Blandina, que no hablaba la lengua de Racine, les pedía que le explicaran lo que pasaba en la escena.

La despedida de la trágica —esta vez con el auditorio, caprichos de los matanceros, repleto— fue con La dama de las camelias. La muerte de Margarita Gautier resultó tan realista que más de una dama del público gritó, olvidando que se trataba de una representación, cuando la actriz dio el último estertor. Bajo una lluvia de flores, Sarah tuvo que salir diecisiete veces a escena, reclamada por las ovaciones. La desmedida muestra de afecto consiguió dulcificar su carácter y esa noche accedió a recibir en el camerino a algunos admiradores para firmarles autógrafos.

Que Chiquita, Blandina, Cirenia e Ignacio estuvieran entre los primeros en saludar a la actriz tiene una explicación muy simple: por esos días el doctor Cenda acababa de curarle al dueño del teatro Esteban una úlcera. Los cuatro entraron con timidez al camerino lleno de porcelanas, tapices, gobelinos y jaulas con osos hormigueros, tucanes, boas y otros animales exóticos. Sin prestar mucha atención a las frases de elogio que le dedicaba el galeno, Sarah firmó mecánicamente, con una letra grande y fiera, los programas de mano de Cirenia y Blandina. Pero cuando Chiquita le tendió el suyo, la curiosidad la hizo averiguar a quién pertenecía esa mano tan pequeñita.

—Oh, ma chérie, tú sí que eres preciosa —exclamó, gratamente sorprendida, mientras garabateaba su nombre en el papel y se lo entregaba a la joven—. Dime, ¿te gustó la obra?

—Las tres me fascinaron, madame, pero mi favorita fue Fedra.

La actriz levantó una ceja, halagada, y le sonrió con su boca grande y de labios escandalosamente rojos.

—¡Vaya! También yo la prefiero —comentó—. En mi opinión, el mejor de los dramas no puede compararse a una buena tragedia. ¿Cómo me dijiste que te llamas, cariño?

—En realidad no se lo he dicho aún —se atrevió a bromear la liliputiense y, tras mirar un instante a su madre, como advirtiéndole que no se le ocurriera rectificarla y sacar a relucir el horrible Espiridiona, exclamó—: Me llamo Chiquita. Chiquita Cenda.

La Bernhardt le arrebató el papel que acababa de devolverle y añadió, encima de su firma, con escritura frenética: «Para la encantadora Mademoiselle Chiquita Cenda, que comparte mis gustos».

En la puerta del camerino, el dueño del teatro carraspeó para sugerir que la conversación ya había durado más de lo prudente. Pero antes de que sus visitantes se retiraran, Sarah sujetó a Chiquita por un brazo y la obligó a volverse.

—Espera, hay algo que quizás no sepas —dijo en voz baja, y se inclinó hacia ella, de tal manera que sus rostros quedaron uno frente al otro—. Y si acaso ya lo sabes, no importa, quiero recordártelo —añadió en un susurro, para que los otros no pudieran oírla.

—¿Qué es, madame? —preguntó Chiquita, con la garganta seca por la emoción.

—La grandeza no tiene tamaño —dijo la actriz, escrutando los ojos de su diminuta admiradora, y acto seguido, en señal de despedida, abanicó repetidamente sus pestañas postizas[6].

 

 

El encuentro con Sarah Bernhardt excitó tanto a Chiquita que aquella noche no pudo dormir. De madrugada le entraron unas ganas locas de salir al patio para oler el perfume de los jazmines, se sentó en su cama y agitó la campanilla que usaba para llamar a Rústica. Esta acudió medio dormida, con un bacín de porcelana, pensando que la señorita tenía ganas de orinar.

—Guarda eso —exclamó la liliputiense, desdeñosa, y le pidió sus zapatillas y un salto de cama—. Vamos afuera —ordenó después.

Por su expresión imperiosa, Rústica supo que no valía la pena tratar de hacerla desistir. La guió hasta la puerta trasera, quitó el cerrojo y salieron al exterior. La luna estaba llena, había una neblina fina como una gasa y un ejército de luciérnagas danzaba entre las matas. La noche parecía mágica.

—Espérame aquí —le dijo Chiquita a la sirvienta, señalando un taburete. Caminó sola hasta la fuente y se asomó por el borde. Por más que trató, no pudo ver a Cuco el manjuarí en el agua repleta de nenúfares, pero lo imaginó nadando en círculos, tieso y con la terquedad de un enajenado. Aunque Pancho de Ximeno había asegurado que los Atractosteus tristoechus llegaban a alcanzar grandes tamaños, el suyo seguía midiendo lo mismo que al llegar a la casona: alrededor de veinte pulgadas. ¿También sería enano?

Sin importarle que Rústica la mirara con desaprobación, echó la cabeza hacia atrás y dejó que la luz de la luna le bañara el rostro. Luego se descalzó, puso los pies sobre la tierra húmeda, extendió los brazos y empezó a girar lentamente en el mismo sitio. Le parecía intuir un sentido oculto, una suerte de mensaje cifrado, en la frase de despedida de la Bernhardt. ¿Qué habría querido decir con aquellas cinco palabras? ¿Era, acaso, una exhortación a hacer algo especial con su vida? Pero ¿qué? Casi sin darse cuenta, a medida que reflexionaba la velocidad de sus giros fue aumentando.

Se preguntó si alguna vez podría tomar las riendas de su vida y encausarla hacia algún lado. Claro que ¿adónde? ¿Sería capaz ella de hacer algo grande? ¿O de serlo? ¿Era grande su espíritu? Y en caso de que lo fuera, ¿podría escapar del exiguo cuerpo donde estaba encarcelado y trascenderlo? ¿Estaría subordinada eternamente a quienes la aventajasen en tamaño? Entonces, abrumada por tantas interrogantes y mareada por completo, se dejó caer de espaldas sobre la yerba y sintió cómo el universo continuaba dando vueltas unos instantes más.

Una extraña luminosidad que le salía de entre los pechos la obligó a incorporarse. Era el talismán del gran duque Alejo, que había empezado a brillar como otra luciérnaga. Sosteniéndolo entre los dedos índice y pulgar, lo sintió latir de forma acompasada.

—¡Rústica, corre a ver esto! —profirió entre amedrentada y alegre.

Al descubrir los destellos, la nieta de Minga cerró los ojos, se persignó y empezó a musitar una oración.

—Tócalo, está como vivo —la instó Chiquita, pero su guardiana retrocedió unos pasos.

Con una mezcla de fascinación y de horror, Espiridiona Cenda se percató de que los jeroglíficos de la esfera se movían con suavidad, como si flotaran sobre el oro. En ese instante una voz que sólo ella pudo oír, y que sin vacilar identificó como la del pez, le advirtió que el amuleto le estaba brindando todas las respuestas que necesitaba. «¿Y de qué me sirve, si no soy capaz de entenderlas?», protestó mentalmente. Y del mismo modo que había escuchado al Atractosteus tristoechus sin usar los oídos, tampoco precisó de los ojos para verlo sonreír con sarcasmo, exhibiendo su triple hilera de dientes, antes de ocultarse en el cieno de la fuente.

Entonces Chiquita tuvo una serie de perturbadoras visiones. Eran como relámpagos de imágenes que apenas lograba atisbar. Barcos en alta mar. Edificios que llegaban hasta las nubes. Teatros abarrotados. Afilados sables que rebanaban narices. Lenguas llenas de alfileres. Mambises y cowboys. Gigantes, mujeres con largas y pobladas barbas, hombres-esqueletos y decenas, cientos de liliputienses y de enanos. Pero, sobre todo, se vio a sí misma, a veces alegre, muy bella, con joyas y elegantes vestidos, otras más y más vieja, triste y desencantada. Se vio en carromatos y en palacios, pero también en las situaciones más desconcertantes: prisionera en el interior de un reloj, cabalgando sobre Cuco el manjuarí, en medio de las llamaradas de un incendio… ¿Cuánto duró aquello? ¿Segundos, minutos? Jamás lo supo. Lo cierto es que en determinado momento las visiones se fueron haciendo más y más confusas y alcanzaron tal velocidad que se sintió aturdida y tuvo que apretarse las sienes.

Súbitamente, todo cesó. El amuleto había dejado de titilar. Ya las inscripciones no se movían. Sus pulsaciones se fueron espaciando, hasta volverse casi imperceptibles. Cuando desaparecieron del todo, Chiquita suspiró y le suplicó a Rústica que la llevara en brazos hasta la cama. Hacía frío, estaba cansada, tenía sueño y el olor de los jazmines no era tan embriagador como había imaginado. Tal vez la grandeza no tuviera tamaño, como afirmaba Sarah la Magnífica, pero en ese momento se sintió más ínfima, desvalida y desorientada que de costumbre.