Capítulo V

 

La muerte de Minga. El regreso del perro invisible. Boda de Manon. Papeles amarillentos dentro de un viejo misal. La guerra estalla de nuevo. El entierro del gorrión. Una bala perdida. Delicado equilibrio. Rumaldo se despide.

 

 

La cuarta en marcharse fue Minga, y lo hizo de modo muy discreto, sin molestar a nadie ni decir adiós. Un amanecer, Rústica la encontró en su camastro, fría y rígida, pero con una envidiable expresión de placidez.

Años atrás, cuando Ignacio Cenda anunció a sus sirvientes que la esclavitud estaba abolida y les dijo que a partir de ese momento eran libres de hacer con sus vidas lo que quisieran, Minga le suplicó, de rodillas, que no las obligara ni a ella ni a su nieta a alejarse de la familia[7]. «Yo no sé vivir sin que me manden, su mercé», exclamó quejumbrosa. Tantas órdenes había obedecido desde niña, y de tantos amos, que la idea de no tener un dueño la asustaba. La libertad no cambió su vida ni la de Rústica, salvo por el modesto jornal que comenzaron a recibir cada semana. Con sus ahorros, Minga se había comprado una bóveda en el cementerio, pues no le hacía gracia la idea de que sus huesos terminaran en una fosa común con los de otros muertos de quién sabe qué calaña.

Como agradecimiento por tantos años de fidelidad, Ignacio le pagó un elegante sudario y un funeral de primera. Chiquita la lloró con las lágrimas que no había derramado por su abuela y durante toda la madrugada veló a la anciana a la luz de cuatro cirios, con Rústica, quien, pese a tener los ojos vidriosos, no soltó ni una lágrima. Juntas evocaron sus regaños, sus rarezas y las muchas veces que se habían conjurado, cuando niñas, para hacerle diabluras.

Casi al amanecer, el cansancio las venció y comenzaron a dormitar, cada una en su sillón. Pero despertaron al unísono, sobresaltadas, al oír el aullido de un perro.

—¿Capitán? —musitó Chiquita, con incredulidad, recordando la historia que Minga les había relatado en el portal de La Maruca.

Rústica asintió levemente y, haciendo alarde de una sangre fría que Espiridiona no le conocía, se levantó y abrió la ventana. Mientras escuchaban un segundo aullido, alzó a la liliputiense en sus brazos para que también pudiera mirar a través de los barrotes. Aunque aún no había clareado, les pareció ver cómo un perro grande, de pelambre blanca y refulgente, se materializaba de la nada. La aparición las observó unos segundos, con expresión interrogadora, y acto seguido levantó la cabeza y volvió a gemir, esta vez luctuosamente, como si entonara un treno. Después dio media vuelta y, a medida que caminaba hacia la oscuridad, comenzó a desvanecerse.

—¿Volvería para tratar de llevársela al infierno? —logró articular, tiritando de miedo, Chiquita.

—Sí —repuso Rústica sin vacilar—, pero espero que Dios no se lo haya permitido —y las dos se persignaron.

 

 

A los diecisiete años, Manon Cenda era una de las más celebradas beldades de Matanzas y le sobraban pretendientes. Sin embargo, Jaume Morera, un abogado hijo de catalanes, se las arregló para que lo prefiriera a él. Pidió su mano y le anunció a Ignacio que quería casarse con ella lo más rápido posible y llevársela a vivir a una quinta de Pueblo Nuevo. Así que, en cuanto la joven cumplió el año de luto por su madre —un tiempo demasiado corto, a juicio de los apegados a la tradición; lo indispensable, para los de ideas más modernas—, la condujo al altar.

Manon quiso que Chiquita fuera su dama de honor, pero esta, temerosa de que los invitados la miraran más que a la novia, y de que la boda se convirtiera en una especie de función circense, no sólo declinó la invitación, sino que decidió no asistir a la ceremonia. Ese día, mientras Mundo tocaba la marcha nupcial en el órgano de la ermita de Montserrat, Chiquita rezó en su dormitorio por la felicidad de su hermana y, de paso, le pidió a Dios que la ayudara a sobrellevar su ausencia.

Y es que, tras la muerte de Cirenia, sacando a relucir un temple y un sentido común que nadie pensaba que poseyera, Manon había tomado las riendas del hogar. Sin el menor titubeo, daba órdenes a los criados, vigilaba que las camas tuvieran sábanas limpias y decidía, con un simple vistazo a las alacenas, qué era necesario comprar. Chiquita se preguntaba si sería capaz de asumir esas tareas y de estar pendiente de cosas a las que jamás había prestado la menor atención.

La mañana después de la boda, se dirigió a la cocina, tratando de investir su menguada estatura de la mayor autoridad posible, para decirle a la cocinera lo que debía preparar para el almuerzo. Pero, para su sorpresa, ya Rústica se había ocupado de todo. A partir de ese día, sin que nadie se lo pidiera, la nieta de Minga se proclamó ama de llaves y se esforzó para que la casona siguiera funcionando a la perfección. Su carácter adusto era perfecto para hacerse obedecer por la servidumbre, se mantenía vigilante para que no se desperdiciaran la comida y el jabón, y trataba de sacarle el mayor partido a cada centavo, como si el dinero de los Cenda fuera también suyo.

Chiquita la dejó hacer, con alivio, y prosiguió su vida de siempre, dedicada a las flores, a su colección de encajes antiguos y a la lectura de libros de todo tipo que su padre, sin reparar en gastos, le encargaba a La Habana o mandaba a comprar a Londres o a París. Por esa época, a Chiquita le dio por acomodarse en una tumbona al atardecer, cerca de la fuente, y leerle a Cuco en voz alta los poemas del desdichado José Jacinto Milanés. Aunque Rumaldo y Mundo se burlaban de lo que consideraban una excentricidad suya, no sólo estaba convencida de que el manjuarí la oía, sino de que disfrutaba de aquellos versos tanto como ella. Más aún: por la forma en que la salpicaba cuando lo leía, sabía que su poema predilecto era «La fuga de la tórtola»:

 

¡Ay de mi tórtola, mi tortolita,
que al monte ha ido y allá quedó!

 

Aunque ya llevaba muchos años en el patio, Cuco no se había acostumbrado al trato con los humanos. En cuanto percibía que alguien merodeaba cerca de sus predios, se escondía entre las plantas acuáticas. Sólo hacía una excepción cuando era Chiquita quien le daba de comer. Entonces sacaba la cabeza del agua, la observaba con sus ojos fijos e inexpresivos, y abría y cerraba las mandíbulas para atrapar los pedacitos de carne cruda que su dueña le lanzaba.

—Ese bicho es taimado —le advertía Mundo a su prima—. Descuídate y verás como te arranca un dedo.

Otro pasatiempo de Chiquita era oír las quejas y las historias de amor que acudían a contarle, en calidad de confidente, dos de sus primas predilectas. Haciendo honor a su nombre, Expedita se había casado muy joven con el heredero del central Casualidad, pero Blandina y Exaltación no tuvieron la misma suerte. Desde niñas sus gustos fueron muy similares y el destino hizo que se enamoraran del mismo hombre y que, a causa de los celos, se volvieran enemigas inconciliables.

—No sean idiotas —las amonestó Chiquita al comienzo de aquella historia—. ¿Qué sentido tiene pelearse por un picaflor?

El caballero en cuestión, un forastero de grandes bigotes negros del que nadie sabía mucho, galanteaba un día con Exaltación y al siguiente con Blandina, sin comprometerse con ninguna. El desenlace fue desastroso: el galán, que resultó ser jefe de una de las cuadrillas de bandoleros que se dedicaban a asaltar a los viajeros en los caminos de la provincia, raptó a la hija de un empleado de La Botica Francesa y se largó con ella. Contra toda lógica, a pesar del odio que sentían por el bandido y de los buenos oficios de Chiquita, las primas se negaban a hacer las paces e iban a la casona por separado, mandando aviso primero para no coincidir.

 

 

Una mañana, Chiquita le pidió ayuda a Rústica para hacer algo que venía aplazando desde el funeral de su madre: ordenar el escaparate de Cirenia. En una gaveta, escondido entre carreteles de hilo, daguerrotipos de parientes lejanos y cruces de plata, de ónix y de ébano, encontraron un misal con varios recortes de periódicos dentro.

Todos hacían referencia al gran duque Alejo de Rusia, estaban amarillentos y la difunta había escrito en sus márgenes el día, el mes y el año de su publicación. La mayoría daba cuenta de las andanzas del hijo del Zar en La Habana, durante marzo de 1872: una corrida de toros en su honor, donde un grupo de señoritas le ciñó una corona de laurel; sus noches de ópera en el teatro Tacón, en las que el apuesto joven, según aseveraba un cronista, había aplaudido a rabiar a cierta célèbre cantatrice; el baile de gala en el Palacio del Capitán General… También estaban allí las notas publicadas por La Aurora del Yumurí con motivo de su breve visita a Matanzas. Pero, no conforme con aquellos recuerdos del paso del joven Romanov por la isla, Cirenia había guardado, además, noticias de sus viajes a Río de Janeiro, a Cape Town y a Japón, donde había sido recibido por el Mikado. Los recortes más recientes databan de principios de 1877 y hablaban de un recorrido que Alejo y uno de sus primos, el también gran duque Konstantin, habían realizado por varias ciudades de Estados Unidos.

Uno de los recortes contenía un retrato del gran duque Alejo y aunque el dibujante que lo hizo no era ningún Da Vinci, la liliputiense se dio cuenta de que ni su madre ni Candelaria habían exagerado al alabarlo. El ruso era un hombre bien plantado. Lo que se dice un machazo.

Esa noche, cuando se sentó frente a su padre y lo vio tomar la sopa, digno, con el cabello gris y los mofletes caídos, Chiquita sintió una gran ternura por aquel hombre devoto de su esposa al que, durante años, Cirenia había sido infiel con el pensamiento. Y, sin poder remediarlo, le vino a la mente una pregunta incómoda: ¿se resignaría Ignacio Cenda a la viudez o se casaría de nuevo?

Al día siguiente, Candelaria visitó a su ahijada para ver cómo le estaba yendo con sus nuevas obligaciones. Esperaba hallar un caos, pero descubrió la casa tan limpia y ordenada como cuando Cirenia vivía, y a Rústica, callada y seriota como de costumbre, a cargo de todo. Por más que se esforzó, no encontró ni una mota de polvo en un mueble ni un cuadro torcido. Hasta el café que le sirvieron, admitió a regañadientes, estaba perfecto.

Chiquita le mostró una máquina de coser de Willcox & Gibbs, de las conocidas como «las silenciosas», que acababa de adquirir por sugerencia de la nieta de Minga.

—Rústica tiene manos de ángel, madrina. Me está haciendo un vestido precioso que nada tiene que envidiarle a los de la Casa Blonchet.

—Ten cuidado, niña mía, que los negros son muy confianzudos —fue la respuesta de Candelaria—. Les das un dedo y, cuando vienes a darte cuenta, ya se cogieron el brazo.

Chiquita pasó por alto el comentario. En realidad, la relación con su madrina, tan cálida antaño, se había vuelto incómoda para ella. Tenerla cerca le provocaba sentimientos encontrados y trataba de verla lo menos posible. Le molestaba que, tras el fallecimiento de Cirenia, Candelaria gastara más que nunca en ropa y perfumes. Era como si, después de resignarse a no conseguir marido, de pronto hubiera recuperado la esperanza de llegar a tener uno y no quisiera desaprovecharla.

Aunque carecía de pruebas, Chiquita sospechaba que las frecuentes visitas de su padre a Candela no eran sólo para saber cómo seguía de sus malestares gástricos y recetarle píldoras, y la idea de que su madrina terminara convirtiéndose en su madrastra no la entusiasmaba. Nada tenía contra ella: era buena, decente y había querido a Cirenia como a una hermana; pero no podía imaginarla ocupando su lugar. ¿Acaso lo habría ambicionado desde siempre?

«No seas egoísta», le escribió Juvenal, el único con quien se atrevió a compartir, por escrito, sus temores. «Nuestro padre tiene derecho a ser feliz de nuevo.» La áspera respuesta de Chiquita no se hizo esperar: «En efecto, olvidaba que en esta familia todos tienen derecho a buscar su felicidad. Todos excepto yo, que debo conformarme con las migajas que me toquen».

La muerte de Ignacio Cenda, en junio de 1895, la liberó de esa preocupación. Fue algo estúpido e irracional, resultado de uno de esos actos de violencia que el doctor repudiaba porque ponían de relieve el lado más salvaje de la especie humana. «Un accidente trágico», escribió Chiquita a Juvenal en la carta en la que le narró lo ocurrido. Poco después recibió de París un telegrama que ripostaba: «Accidente no. Asesinato».

 

 

La culpa, a fin de cuentas, fue de la guerra.

Tal como había pronosticado el doctor Cenda, la revolución volvió a estallar. Fue el 24 de febrero de 1895, con un alzamiento en Baire, un pueblito cercano a Santiago de Cuba. Supuestamente, aquel mismo día en Matanzas debía haber tenido lugar otra sublevación, pero resultó un desastre completo. Todo salió mal a causa de una delación. Los españoles lograron atrapar a una parte de los rebeldes y otros se entregaron, acogiéndose a un bando que les concedía el indulto.

Días más tarde, el mulato Antonio Maceo, el Titán de Bronce de la guerra de los Diez Años, desembarcó en secreto con un grupo de hombres en una playa de la provincia de Oriente, para encabezar una columna del ejército insurrecto. De comandar la otra se hizo cargo Máximo Gómez, otro héroe legendario de la gran guerra, un dominicano viejo, magro, con barbita de chivo, cascarrabias y acostumbrado a imponer su voluntad. Los dos veteranos estaban decididos a conseguir la independencia de la isla a cualquier precio. Lo primero que hizo Maceo fue darles instrucciones a sus oficiales para que colgaran a cualquier emisario que se acercara a los campamentos trayendo propuestas de paz, y Gómez, por su parte, ordenó quemar las propiedades de cuantos se mostraran hostiles o indiferentes a la revolución.

En un par de meses, ya los insurgentes se contaban por miles y Maceo —conocido como el León— y Gómez —a quien apodaban el Zorro— comenzaron una invasión para llevar las hostilidades hasta el occidente de la isla. Su objetivo era impedir que, como había sucedido durante la primera guerra, los españoles conservaran el control de Matanzas, La Habana y Pinar del Río y pudieran llenar sus arcas con las riquezas que producían esos territorios. La estrategia de los mambises era sencilla y podía sintetizarse en una sola palabra: fuego. Por donde pasaban, ardían cañaverales, ingenios, casas de campo, fuertes y estaciones de trenes. Aunque España había mandado treinta mil hombres para reforzar su ejército en Cuba, la revolución parecía indetenible.

Dos semanas antes de la muerte de Ignacio Cenda, las tropas de Gómez entraron en el territorio de Las Villas y atacaron una columna española que escoltaba un tren de suministros. La noticia de que, luego de un feroz combate con numerosas bajas en ambos bandos, los insurrectos habían ganado la batalla, circuló de boca en boca por toda Matanzas. Las reacciones fueron diversas: entusiasmo, rabia, temor, indiferencia e incluso hastío; pero tanto los partidarios de la independencia como los que se oponían a ella coincidieron en que la llegada de los rebeldes a la provincia era cuestión de días.

Si bien en las calles la gente se cuidaba de opinar sobre el tema, puertas adentro no se hablaba de otra cosa. Muchos decían que, al pasar por Matanzas, la invasión dejaría más sangre y ceniza que en otras regiones. Según los rumores, Gómez y Maceo aprovecharían para castigar a los hacendados que, en la guerra anterior, no se habían comprometido con la independencia por miedo a perder sus ingenios y sus esclavos.

El accidente (como lo denominó Chiquita) o asesinato (como prefirió calificarlo Juvenal) tuvo lugar una noche en que el doctor Cenda, Rumaldo, Mundo y la liliputiense estaban sentados a la mesa del comedor. Rústica acababa de servirles una natilla espolvoreada con canela y el principal tema de conversación era, por supuesto, la situación de la isla. Mientras saboreaban el postre, comentaron un montón de chismes, casi todos relacionados con los caudillos mambises. ¡Pobre José Martí! Después de haber pasado las de Caín para lidiar con muchos egos y organizar la insurrección, lo habían matado en su primer combate. ¿Por qué se habría encaprichado en subirse a un caballo y coger un arma? Eso no era lo suyo. Él era un hombre de ideas, un visionario, el alma de la revolución, no un soldado. Al parecer lo había hecho para demostrarles a los viejos mambises que tenía los pantalones bien puestos y terminar con sus burlitas. Fuera por lo que fuera, Cuba había perdido a un gran hombre. Y, hablando de otra cosa, ¿sería verdad que el valiente Maceo tenía en su cuerpo más de veinte cicatrices de heridas recibidas en combate? ¿Y que una vez se había puesto furioso con un retratista porque lo estaba pintando demasiado prieto? Y el patriarca Gómez, ¿sería tan altanero y déspota como aseguraban? Verdad o calumnia, nadie discutía que era un lince para tender trampas y diezmar a los soldados españoles. El León y el Zorro tenían en jaque a Martínez Campos, el gobernador general de la isla, quien no hallaba el modo de sofocar tanta candela. Pero el runrún del día eran las dos misteriosas palabras que habían aparecido escritas en varios muros de Matanzas: es-de-mo en-nu-pa. Con ellas, los simpatizantes de los mambises dejaban claro que, pese a las detenciones y los fusilamientos, seguían en pie de guerra.

—¿Y qué significa ese galimatías? —preguntó Chiquita.

—Es la abreviatura de «España debe morir en nuestra patria» —le explicó Rumaldo.

De pronto, sin venir al caso, Ignacio empezó a narrarles por enésima vez la descabellada historia del velorio del gorrión.

En los inicios de la guerra de 1868, un gorrión apareció muerto en la plaza de Armas de La Habana, frente al Palacio del Capitán General. Los españoles se indignaron y, aunque el animalito no tenía ninguna herida y bien podía haberse muerto de viejo, aseguraron que había sido ultimado y colocado allí por los criollos. En su opinión, se trataba de una provocación de los revolucionarios, quienes, despectivamente, llamaban «gorriones» a los soldados de la Madre Patria. Así pues, como desagravio, le organizaron un velorio al gorrión, con misa y procesión incluidas. Al terminar las ceremonias, estuvieron a punto de enterrarlo, pero a alguien se le ocurrió que debían rendírsele honras fúnebres similares en todas las ciudades importantes. Así que metieron el cadáver en una urna de cristal y lo hicieron viajar de un lado a otro, entre promesas de fidelidad a España y amenazas a los insurrectos.

—El primer lugar al que llegó el pajarraco fue a Matanzas —prosiguió Ignacio, después de llevarse a la boca la última cucharada de natilla y de avisarle a Rústica que ya podía poner a colar el café—. Cirenia y yo acabábamos de volver de nuestra luna de miel y al principio creímos que era una broma. Pero cuando velaron al gorrión en el Casino Español con coronas de flores y guardias de honor, y luego le hicieron una misa en la iglesia de San Pedro Apóstol y los militares salieron en procesión por las calles llevando en andas la urnita, nos dimos cuenta de que era un asunto muy serio.

—¡Una payasada! —murmuró Mundo despectivamente.

—Un episodio grotesco, sí, pero también aterrador —añadió el médico—. Después de eso, la gente tuvo que aprender a vivir con miedo, desconfiando de todos y aparentando que no había guerra, que no pasaba nada. ¡Matanzas nunca volvió a ser la misma!

—Espero que esta vez la guerra no dure diez años —resopló Rumaldo, aburrido.

—También yo —fueron las últimas palabras que alcanzó a decir su padre.

En ese instante empezaron a oírse las risotadas de unos borrachos que se acercaban por la acera de enfrente. Rumaldo y Mundo se incorporaron con la idea de husmear por la ventana, pero Ignacio les ordenó, con un ademán, que volvieran a sentarse.

Eran los voluntarios, que cada vez con más frecuencia se lanzaban a las calles a bravuconear, a mentarle la madre a los separatistas y a disparar sus armas en cualquier dirección. Los triunfos de las tropas rebeldes y su inminente llegada a Matanzas los tenían en ascuas y estaban locos por buscar camorra.

En el momento en que los hombres pasaban frente a la casona de los Cenda, dando tumbos y gritando palabrotas, uno de ellos apretó el gatillo de su rifle y el proyectil se coló por la ventana del comedor.

Ignacio se derrumbó en el piso, boca arriba, con una cara de perplejidad que en otras circunstancias hubiera resultado cómica. La sangre le manaba abundante del pecho y Rumaldo y Mundo se apresuraron a socorrerlo. Chiquita empezó a dar gritos y Rústica y la cocinera, que habían acudido a todo correr, se dirigieron a ella temiendo que también estuviese herida. Pero no, sólo estaba desesperada: su silla —de caoba y hecha especialmente para ella— era demasiado alta y no podía bajarse sola. En cuanto Rústica la puso en el suelo, dejó de chillar, se acercó a su padre y le acarició la cara. Ignacio entreabrió los ojos y le dirigió una mirada vidriosa.

Entre lamentos, promesas de venganza y maldiciones a España, lo trasladaron hasta su dormitorio. Chiquita pidió que la subieran a la cama y, de rodillas junto al herido, comenzó a orar con tanto fervor que no notó en qué momento dejaba de respirar. Cuando el doctor Cartaya llegó, avisado por la cocinera, sólo tuvo que echarle un vistazo a su compadre para darse cuenta de que nada podía hacer por él. La bala le había reventado el corazón. Trató de tranquilizar a los jóvenes y les aconsejó prudencia y sensatez. Nada de denuncias ni de protestas, lo mejor era morderse la lengua. El ejército, la policía y el batallón de voluntarios estaban al servicio del mismo amo, así que intentar reclamos o tratar de encausar al culpable sólo serviría para ganarse el odio de los españoles y hacer que les colgaran la etiqueta de desafectos.

—No querrán que se ensañen con toda la familia —musitó Cartaya sombríamente y, de forma un tanto misteriosa, añadió—: Otros se ocuparán de vengar el crimen.

A Rumaldo le tocó la misión de ir hasta Pueblo Nuevo, a poner a Manon, quien andaba ya por el séptimo mes de embarazo, al tanto de lo ocurrido, y por el camino le envió un telegrama a Crescenciano. Rústica se hizo cargo de desnudar el cadáver y de pasarle un trapo húmedo por el cuerpo, una y otra vez, hasta quitarle todo vestigio de sangre. Después, con la ayuda de Mundo, lo vistió y lo acicaló como para ir a un baile. Desde una mecedora, Chiquita presenció el ritual con los ojos secos, y cuando la sirvienta salió llevándose la palangana llena de agua rojiza, le pidió a Mundo que la alzara en brazos para darle un último beso a su padre.

A partir de ese momento, Espiridiona Cenda se metió en su cuarto y se desentendió de todo. No salió para tranquilizar a Manon, que en cuanto puso un pie en el dormitorio paterno comenzó a llorar a gritos, ni tampoco quiso rezar el rosario con Candelaria y las otras mujeres de la familia. Cuando Rústica tocó a la puerta con suavidad y le avisó que el padre Cirilo quería entrar para reconfortarla, la obligó a decirle que se había tomado unas gotas de valeriana y dormía profundamente; y cuando volvió al rato, esa vez con la noticia de que Crescenciano y su señora acababan de llegar de Cárdenas y deseaban verla, se limitó a mandarla para el carajo.

Dejó que sus hermanos se hicieran cargo de todo, desde escoger el féretro hasta decidir quién despediría el duelo en el cementerio, y también de recibir las condolencias de los familiares, amigos y pacientes del difunto que no tardaron en invadir la casona. Se sentía exangüe, incapaz de mover un dedo. Pero Rústica, que la conocía bien y sabía que ni la mayor de las penas era capaz de quitarle el apetito, se ocupó de llevarle, a lo largo de las horas que permaneció encerrada, tacitas de café con leche y rebanadas de pan con mantequilla para evitar que le sonaran las tripas.

Cuando se llevaron el cadáver y la casa quedó en silencio, Chiquita sintió que por fin podía relajarse y, sin un sollozo, las lágrimas comenzaron a deslizarse, abundantes y gruesas, por sus mejillas. Le habría gustado tener la mente embotada, pero, por el contrario, era presa de una lucidez incómoda, casi mortificante. Lloraba a su padre, sí, pero sospechaba que su duelo era mucho mayor. Aquella maldita bala había destruido el último y más importante de los andamios que apuntalaban su pequeño mundo. Lo sentía tambalearse. ¿Cuánto más duraría su precario equilibrio? ¿Cuánto tardaría el derrumbe?

Poco después del entierro, por Matanzas corrió la noticia de que un voluntario había aparecido ahorcado, colgando de las ramas de una ceiba, en un monte cerca de La Cumbre. Cuando sus compañeros lo hallaron, ya las aves de rapiña le habían comido los ojos. Se dijo que el difunto era el asesino de Ignacio Cenda y que se trataba de una venganza, pero Chiquita y sus hermanos no dieron mucho crédito al rumor.

 

 

Espiridiona no quiso irse a vivir a Pueblo Nuevo con Manon y también rechazó el ofrecimiento de Candelaria de que se mudara a su casa. De nada sirvió argumentarle que estaría mucho mejor con ellas: hermana y madrina tuvieron que dejarla por incorregible y se consolaron pensando que, tarde o temprano, aquella terca personita terminaría por entrar en razón. Pero Chiquita ni siquiera dio su brazo a torcer cuando el abogado de la familia reunió a los hermanos para leerles el testamento de Ignacio Cenda y se enteraron de que el dinero que recibiría cada uno no era tanto como, ingenuamente, habían imaginado. En cuanto a la casona, las instrucciones del doctor eran claras: sólo se podría vender el día que Chiquita no quisiera o no necesitase vivir en ella.

Siguiendo los consejos de Jaume, el marido de Manon, la liliputiense decidió poner casi la totalidad de su parte de la herencia en un banco, para disponer de una renta vitalicia, y trató de convencer a Rumaldo para que hiciera lo mismo.

—No es gran cosa, pero si compartimos los gastos de la casa podremos arreglarnos —le propuso, y enseguida añadió—: Claro, habría que renunciar a algunos lujos…

Su hermano le pidió que lo excluyera de sus planes. Él pensaba irse de Matanzas para siempre. Estaba harto de la vida provinciana y de la guerra; quería probar suerte en alguna ciudad de Estados Unidos. En cuanto a ella, lo mejor que podía hacer era tragarse el orgullo y aceptar la hospitalidad que Manon y Candelaria le brindaban. Gustárale o no, estaba condenada a depender de otros durante el resto de su vida.

—No te hagas ilusiones: no podrás arreglártelas sola —le advirtió—. Necesitas que alguien vele por ti y, lo siento mucho, preciosa, pero no seré yo.

En cuanto Rumaldo dio media vuelta y se alejó, Segismundo, que había oído la charla detrás de una puerta, se sentó junto a su prima y le dijo:

—Puedes contar conmigo. Juro que nunca te abandonaré.

Chiquita asintió y, aunque sabía que aquella declaración de fidelidad no pasaba de ser un gesto romántico, le dio un beso en la mejilla. En realidad, su primo no estaba en condiciones de ser un sostén para nadie. Si el porvenir de Chiquita se avistaba poco halagüeño, el suyo parecía peor aún: no tenía un céntimo, había vivido siempre de la generosidad de los parientes y lo único que sabía hacer era tocar el piano.

Unas semanas más tarde, Rumaldo se fue a Nueva York. Chiquita trató de buscarle el lado bueno al asunto: su hermano era un botarate y, de haberse quedado en Matanzas, tarde o temprano habrían terminado peleando por dinero. Además, ahora la casona era toda suya. Podía hacer y deshacer en ella sin rendirle cuentas a nadie.

—Mejor sola que mal acompañada —concluyó, filosóficamente, y le pidió a Mundo que tocara el piano mientras ella le escribía a Juvenal poniéndolo al tanto de su determinación de quedarse a vivir en el hogar paterno y del viaje, anunciado como «sin retorno», del mayor de los varones.

Esa carta, al igual que otras que le envió después, le fueron devueltas sin abrir. Todo parecía indicar que el gemelo no se alojaba ya en su pensión de la Rue Mouffetard. Pero ¿por qué no había escrito dándole su nueva dirección? Chiquita hizo todo tipo de suposiciones: primero imaginó a Juvenal víctima de una enfermedad; luego, encerrado en una prisión por algún delito y, por último, seducido por una posesiva cocotte que le exigía cortar sus vínculos con Cuba. En realidad, la razón por la que el estudiante de medicina no se volvió a comunicar con ella era otra muy distinta, pero su hermana demoró largo tiempo en saberla.