[Capítulo XIV]

 

 

 

Mátame, pero el capítulo catorce lo tengo muy borroso. Si la memoria no me traiciona, Chiquita sólo volvía a mencionar el robo del amuleto y la muerte de los detectives de pasada, para comentar que no había vuelto a tener más noticias sobre ninguna de las dos cosas. Lo que sí recuerdo con claridad es que hablaba de una carta que Estrada Palma y los demás señores de la Junta Cubana le mandaron después de verla actuar en el Palacio del Placer. Aunque estaba escrita con respeto, no era muy elogiosa y dejaba traslucir que el espectáculo los había decepcionado. Incluso le pedían a Chiquita que le hiciera algunos cambios. Por ejemplo, les parecía un grave error que Proctor presentara a Maceo como la máxima autoridad de las tropas cubanas, cuando en realidad ese puesto le correspondía a Máximo Gómez. Si el cascarrabias de Gómez se enteraba, seguro que le daba una pataleta, pues era muy celoso de su poder y no le hacía ninguna gracia que en Estados Unidos hablaran más de Maceo que de él. Según los patriotas de la Junta, se imponía eliminar a Maceo del vaudeville y sustituirlo por un anciano esquelético, mandón y con barbita de chivo; es decir, por Gómez.

Pero el principal problema, según ellos, era el protagonismo que le daban al Tío Sam. Tal parecía que los cubanos fueran incapaces de derrotar al ejército español y que sólo la intervención de los yankees les permitiría obtener la independencia. ¡Eso era muy, muy lamentable, y no favorecía a la revolución! La Junta Cubana buscaba que el gobierno de Estados Unidos reconociera el derecho de los cubanos a la libertad, no que mandara sus tropas a la guerra. La carta terminaba rogándole a Chiquita que se portara como una patriota y que hiciera las modificaciones necesarias para que en el vaudeville los cubanos alcanzaran la victoria sin la ayuda de nadie.

No tengo que decirte que eso la encabronó mucho. Tiró la carta a la basura y ni se molestó en contestarla. «¿Por qué la humanidad será tan quisquillosa y tan inconforme?», les preguntó a Rústica y a Segismundo. «Se han fijado sólo en detalles de menor importancia y no en lo más importante: que al finalizar cada función los americanos aplauden a rabiar y piden freedom para la sufrida Cuba.» ¿Qué más daba que los españoles fueran vencidos con la ayuda del Tío Sam, si el público salía del teatro con ganas de apoyar la independencia de los cubanos?

Aunque no me consta, supongo que buena parte de los que iban a ver a Chiquita al Palacio del Placer eran pájaros. Invertidos, tú me entiendes. Y te hago este comentario porque en el tiempo que viví en Far Rockaway pude darme cuenta de que ella era como un imán que atraía a los sodomitas.

Quiero aclararte que yo contra los pájaros no tengo nada. Es más, en los años en que fui corrector de pruebas de la revista Bohemia me tocó trabajar con algunos y jamás tuve líos con ellos. Es verdad que de vez en cuando se alborotaban y soltaban sus plumas, pero ¿y a mí qué? Como dice el refrán: «Cada quien hace de su culo un tambor y se lo da a tocar a quien quiera». En la vida íntima de la gente no se debería meter nadie. Es una lástima que no todo el mundo piense igual. Por ejemplo, yo tuve un tío (no el de la fonda de Tampa, sino otro) que era alérgico a los maricones. No podía verlos ni en pintura. Cuando mis primos y yo éramos niños, a cada rato nos repetía el mismo consejo: «Jamás le den el culo a nadie, porque si lo dan una vez, capaz que les guste y lo sigan dando el resto de su vida». Esa advertencia siempre la hallé un poco rara. Por suerte, hasta el día de hoy no he sentido curiosidad por toquetear a otro varón y ya a mi edad es difícil que vaya a sentirla. Pero en Far Rockaway no habría tenido problema para hacerlo, porque Chiquita daba unas reuniones en su casa dos veces al mes, y el noventa y nueve por ciento de los que iban eran pájaros.

En esas «tertulias», como ella las llamaba, se ponía a hablar de sus días de gloria, de los países que había conocido y de la gente ilustre con la que había alternado. Por ejemplo, siempre sacaba a relucir que en Londres se había hecho amiga del escritor Walter de la Mare y que le había sugerido que hiciera una novela donde la protagonista fuera liliputiense. Y terminaba diciendo que cuando, varios años después, De la Mare le mandó el libro, no pudo pasar de las primeras páginas porque lo encontró aburridísimo. Los pájaros ponían cara de saber quién era Walter de la Mare, aunque estoy seguro de que ninguno lo había oído mentar. Yo tampoco, pero al cabo del tiempo, cuando empecé a vivir en La Habana, cayó en mis manos su novela sobre la enana y me gustó bastante.

Los «muchachitos», que por lo general eran flacos, rubios y descoloridos, y llevaban flores en el ojal y pañuelos de colores en el cuello, oían a Chiquita embelesados, la adulaban y le reían todas las gracias. Aunque ella afirmara lo contrario, en el fondo todavía añoraba al público, porque en esas tardes parecía rejuvenecer, se excitaba mucho y, sin hacerle caso a las miradas de reproche de Rústica, empezaba a sacar de sus baúles vestidos de seda y de cachemir; capas de marta, estolas de armiño y manguitos de mono verde; zapatillas de satén bordadas con piedras semipreciosas, el abanico de plumas de avestruz de Lilli Lehmann-Kalisch y montones de retratos y recortes de periódicos viejos.

Por último, después de hacerse de rogar, cantaba a capella alguno de sus éxitos, casi siempre La paloma, y los «muchachitos» la aplaudían y gritaban de entusiasmo. Chiquita decía que esa canción se había hecho popular en Estados Unidos gracias a ella. Pero no era cierto. Sin ir más lejos, antes de que ella trabajara en el Palacio del Placer, ya la Bella Otero había cantado esa habanera en Nueva York. Y mira lo que son las cosas, acabo de recordar que precisamente en este capítulo Chiquita explicaba cómo había conocido a la Bella Otero. Pero eso lo dejo para luego, porque no quiero volverte loco haciéndote dos cuentos a la vez.

Una vez que Chiquita cantaba, sus invitados dejaban de prestarle atención. Como siempre traían discos de las orquestas de moda, los ponían a todo volumen en el gramófono. Recuerdo que en esa época hacían furor Lou Gold y su orquesta, y todos se ponían a cantar y a bailar un fox trot que se llamaba You’re the Cream in My Coffee. Algunas veces convencían a Chiquita para que bailara con ellos, pero por lo general ella se quedaba en su butaca mirándolos con expresión bonachona. A mí al principio también trataron de meterme en su recholata. Me hacían ojitos y me coqueteaban como si yo fuera John Gilbert o Douglas Fairbanks Jr., pero como nunca les hice caso, acabaron por ignorarme.

La que se ponía al borde del infarto cada vez que empezaba el bailoteo era Rústica. Haciendo de tripas corazón, se metía en la cocina y empezaba a sacar bandejas con canapés, dulces y unas tazas enormes de esa agua de culo que los americanos llaman «café». Los «muchachitos», que por lo general eran seis o siete, aunque hubo días en que llegaron a ser más, se abalanzaban sobre la comida y se la tragaban en un santiamén. Al verlos, yo me preguntaba si de verdad iban hasta Far Rockaway para disfrutar de la compañía de Chiquita, o si sólo lo hacían para llenarse las barrigas. Es que el hambre que se pasó en esos años no fue cosa de juego.

 

 

A las tertulias iba también un señor de apellido Koltai, más viejo que Matusalén, que desentonaba en aquel ambiente. Era muy circunspecto, no movía las manos al hablar como si estuviera dirigiendo una orquesta, no cruzaba las piernas como una señorita y cuando los demás se ponían a discutir si Ramón Novarro era más lindo que el difunto Valentino, se quedaba callado y se reservaba su opinión. Por esas y otras cosas, yo estaba casi seguro de que el señor Koltai no era mariquita. En aquella época yo todavía pensaba que todos los pájaros tenían que tener plumas. Pero con el tiempo me di cuenta de lo equivocado que estaba, de que muchas veces los que más machos parecen son los más mariconazos. Así que, pensándolo bien, el viejo perfectamente podía haber cojeado de la misma pata que los muchachitos.

Bueno, el caso es que ese señor, que había nacido en Budapest, que vivía en Queens y que jamás (al menos delante de mí) soltó una pluma, era toda una autoridad en liliputienses. Ese era su hobby, su gran pasión. Koltai podía pasarse horas y horas hablándote de enanos y contándote sus rarezas y sus intimidades, porque a muchos de ellos los había tratado personalmente. Desde jovencito se había dedicado a estudiar ese mundo y era un verdadero sabio. Una vez una revistica de Rhode Island publicó un artículo escrito por él (creo que se llamaba «Los liliputienses más famosos del mundo» o algo por el estilo) y adondequiera que iba llevaba el recorte para enseñarlo si se presentaba la oportunidad. Yo lo leí, me pareció interesante y lo pasé a máquina para poder conservarlo. A Chiquita le dedicaba un pedazo muy elogioso. La copia la tienes en una de las cajas, así que no voy a gastar saliva contándote lo que decía[23].

Recuerdo que cuando le devolví el artículo, le recomendé que lo ampliara y lo convirtiera en un folleto. «Sí, sí, cualquier día de estos lo hago», me contestó. Pero sin convicción, así que lo más probable es que jamás lo hiciera y que todo ese conocimiento se lo llevara a la tumba.

En las tertulias, mientras la pajarera masticaba, tragaba, reía y bailaba, el señor Koltai y yo nos refugiábamos en un rincón y empezábamos a conversar. Bueno, en realidad era él quien hablaba y yo me limitaba a hacer alguna pregunta de vez en cuando. El tema nunca variaba, porque ese tipo era una enciclopedia, pero monotemática. Así que, gracias a él, aprendí una barbaridad sobre liliputienses.

Fíjate si ese húngaro sería viejo, que había visto actuar a Charles Stratton, el legendario General Tom Thumb. Y no lo vio en su etapa de decadencia, cuando se puso gordo, se le empezó a caer el pelo y hasta aumentó unas pulgadas de estatura, sino cuando era un jovencito al que la reina Victoria acababa de recibir en el Palacio de Buckingham. Gracias a Koltai, me enteré de que Tom Thumb había estado en La Habana cuando empezaba su carrera, y de que desfiló una tarde por el paseo del Prado, en un carruaje tirado por ponies enanos[24].

También hablaba mucho, casi con veneración, de Lucía Zárate, una mexicana que había muerto trágicamente. El ferrocarril donde viajaba por las Montañas Rocosas tuvo un desperfecto y quedó atrapado en medio de una tormenta de nieve. Tanto bajó la temperatura que la pobre Lucía murió helada. Otra de sus consentidas era Paulina Musters, a quien describía siempre como «una mosquita holandesa con alas de tul y corona de rubíes». Tenía cientos de retratos de liliputienses y me enseñó muchos. Pero el mayor orgullo de Koltai era haber estado presente en la boda de Tom Thumb. Ese cuento se lo tuve que oír más de veinte veces.

La boda del General Thumb y Lavinia Warren fue un acontecimiento nacional. Tanto, que durante esos días los periódicos redujeron el espacio que dedicaban a las noticias de la Guerra Civil, para mantener a sus lectores informados de todos los detalles del matrimonio. Ella tenía veintiún años y medía treinta y dos pulgadas; él la aventajaba en cuatro años y en dos pulgadas. El joven Koltai tuvo que mover cielo y tierra para conseguir invitaciones y poder asistir a la ceremonia en la iglesia y después a la fiesta en honor a los novios que Barnum dio en el hotel Metropolitan[25]. Pero allí estuvo, con un trajecito pobre, pero bien almidonado y planchado, codéandose con millonarios, senadores, generales y diplomáticos. A los novios los encaramaron en la tapa de un piano de cola y allí recibieron las felicitaciones de los asistentes. Pero lo que muy pocos de los dos mil invitados sabían (Koltai sí, claro está) era que en aquella boda el novio estuvo a punto de ser otro.

Desde que Tom Thumb vio por primera vez a Lavinia Warren (quien acababa de llegar de un pueblito de Massachusetts, contratada por Barnum para trabajar unas semanas en su American Museum) se enamoró de ella como un bobo. Quienes hicieron el papel de Cupido fueron Anna Swan, una giganta de Nueva Escocia, hija de suecos, y Madame Clofullia, la mujer barbuda suiza.

«¡Tienes que conocer a la señorita Warren! Es de tu tamaño y te va a encantar», le dijo la giganta. «Además, ya es hora de que te cases», agregó la barbuda. El liliputiense, al principio, les replicó que no quería saber nada de chicas. «He besado a más mujeres que ningún hombre en este mundo, incluyendo a las reinas de Inglaterra, de Francia, de Bélgica y de España», se vanaglorió, y en tono desdeñoso añadió: «Me imagino que será fea, gorda y cuarentona».

La giganta le aclaró que Lavinia era bonita y que acababa de cumplir veintiún años, y Madame Clofullia le dio más detalles: era maestra, daba clases a niños y, aunque sus alumnos eran unos grandulones al lado de ella, se las arreglaba para que la trataran con respeto.

Aunque Tom Thumb no quería admitirlo, la realidad era que estaba loco por casarse. Pese a su tamaño y a su vocecita de pito, era un hombre hecho y derecho, que se afeitaba todas las mañanas y con las mismas necesidades que cualquier otro, así que le urgía conseguir una esposa. Por eso, aunque trató de parecer indiferente, en la primera oportunidad que tuvo fue a echarle una mirada a la señorita Warren y comprobó que lo que le habían comentado Anna Swan y Madame Clofullia era la pura verdad.

Lo que casi nadie sabía era que, a esas alturas, ya Lavinia tenía otro pretendiente. Cuando el General Thumb fue a la oficina de Barnum para decirle que esa muchacha le gustaba y que necesitaba que se la presentara enseguida, el empresario le explicó que el Comodoro Nutt (otro de sus artistas liliputienses) también estaba enamorado de ella y que le llevaba ventaja, pues desde hacía varios días la cortejaba. Más aún: acababa de pedirle que lo ayudara a comprar un anillo de compromiso digno de Lavinia, pues pensaba declararle su amor lo antes posible. De todos modos, como Barnum sentía que le debía mayor lealtad al General Thumb, que al fin y al cabo era la más rentable de sus «curiosidades humanas», le prometió que haría todo lo posible para ayudarlo.

Afortunadamente, Charles no necesitó de su ayuda. En cuanto Lavinia lo trató, se olvidó del Comodoro Nutt. Entre sus dos pretendientes, Tom Thumb era el más maduro, el más mundano… y, no quiero ser mal pensado, también el más rico. Así que lo prefirió desde el primer momento. Nutt rabiaba de celos y trató de retar a su rival a duelo. La cosa entre los dos enanos se puso tan fea que Barnum tuvo que intervenir y apaciguarlos.

«Oye bien, amigo», le dijo a Nutt. «Esta pelea la tienes perdida. La señorita Warren se casará con Charlie. Te aprecia mucho, pero considera que eres demasiado joven y quiere un marido de mayor experiencia. Pero cambia esa cara, porque te daré una magnífica noticia: Lavinia tiene una hermana que es ocho años y varias pulgadas más pequeña que ella. Se llama Minnie y podría ser la novia perfecta para ti.»

Barnum logró lo que parecía imposible: que Nutt aceptara ser el padrino de la boda. Para convencerlo, sólo tuvo que decirle que Minnie sería la dama de honor. ¡Pobre Nutt! Lo malo del asunto fue que la hermana de Lavinia nunca quiso nada con él, y se murió soltero.

«Ah, ya no existen liliputienses como aquellos», se quejaba Koltai después de hacerme esa y otras historias. «Ahora todos parecen cortados por la misma tijera. Son mujercitas y hombrecitos en miniatura, pero no sólo por su tamaño, sino también por su falta de personalidad. En ninguno hallarás la clase de una Lavinia, la apostura de un Tom Thumb, la dulzura de una Minnie o la gracia de un Comodoro Nutt.» Y señalando con el dedo índice a Chiquita, me decía: «Ya todos los de la época dorada murieron. Sólo nos queda ella. Qué afortunados somos de tenerla todavía».

Koltai no se cansaba de repetir que Chiquita había sido una estrella de primera magnitud. Pero de vez en cuando, acercándose a mi oído (cosa que no me agradaba, porque tenía muy mal aliento), me hablaba de sus defectos. Que era voluble y pagada de sí misma. Que le costaba mucho perdonar. Que nunca había sabido apreciar el valor de una amistad. Una vez me dijo que su mayor error había sido no saber alejarse de los escenarios en el momento adecuado. «Yo, que la vi debutar con Proctor y que me mantuve al tanto de su carrera hasta el final, le digo que debió despedirse del público cuando aún tenía belleza y juventud», me comentó de forma casi inaudible. Y mirando en todas direcciones, agregó: «Sus últimas presentaciones fueron penosas. Demasiado maquillaje y un vestido inapropiado para su edad, por no mencionar la horrible peluca negra que usaba. ¿Qué necesidad tenía de castigarse de ese modo? Dinero no le faltaba. Debió dejarlo todo mucho antes».

«Bueno, quizás quiso ser una especie de Sarah Bernhardt enana», dije, tratando de restarle importancia al asunto. Pero Koltai movió la cabeza, dubitativo. «Escuche esto, joven», repuso. «Una liliputiense en la flor de la edad no tiene que esforzarse para resultar simpática; pero una que trata de disimular sus arrugas con afeites es siempre patética.»

«Pero Lavinia, la viuda de Tom Thumb, actuó hasta muy vieja», riposté. «Era diferente», argumentó el húngaro. «Ella nunca coqueteó ni usó escotes en los escenarios. Envejeció con dignidad y jamás pretendió aparentar menos años de los que tenía. Chiquita, en cambio, estuvo a un tris de estropear su leyenda.»

Cosas como esas me convencieron de que, aunque admiraba y respetaba a la cubana, el húngaro no era un incondicional suyo. Eso me gustó, porque nunca me han simpatizado los fanáticos. Para fastidiar a Rústica, yo le decía que el señor Koltai hacía rato estaba muerto, que era una momia caminante. Que cada vez que tenía que ir a Far Rockaway lo desenfardelaban y que, en cuanto regresaba a Queens, sus parientes volvían a guardarlo en un sarcófago. Ella enfurruñaba la bemba, porque ese tipo de chistes no le agradaba. Más de una vez estuve tentado de preguntarle si ella también pensaba que Chiquita se había aferrado más de lo prudente a los escenarios. Pero no quise arriesgarme a que se lo contara y meterme en un problema.

Una mañana, Chiquita interrumpió lo que estaba dictándome y me preguntó de qué hablaba con Koltai en las tertulias. «De liliputienses, ¿de qué otra cosa se puede hablar con él?», le contesté, esforzándome por parecer lo más inocente posible. «No le creas todo lo que dice», me advirtió. «Aunque se conserva bastante lúcido para su edad, ya tiene algunos tornillos flojos. Cree que sabe más sobre mí que yo misma, pero hay cosas de la vida y de la conducta de Espiridiona Cenda que ni siquiera él, que es la persona de este planeta que conoce mejor a los liliputienses, podría explicar. ¿Y quieres que te diga por qué? ¡Porque ni siquiera yo podría hacerlo!»

Pensé que con eso había puesto fin a la interrupción y que retomaríamos el dictado, pero no, continuó con la misma cantaleta: «Las apariencias engañan, Cándido, y a los lobos les encanta disfrazarse de ovejas. La próxima vez que el señor Koltai venga, dile que te cuente de la noche que me pidió unos bombachos sucios para usarlos como pañuelo. O de cuando quiso que lo escupiera y lo azotara con una fusta hasta sacarle sangre. Te adelanto que nunca lo complací. Ese tipo de perversiones no va conmigo. Pero otras no fueron tan quisquillosas…».

Me costó mucho entender la retorcida relación que tenía con el húngaro. Cada vez que podía, hablaba pestes de él. Pero parece que al viejo le gustaba que Chiquita lo ignorara en las tertulias y que, las pocas veces que le dirigiera la palabra, fuera para soltarle algún sarcasmo. Yo creo que sí, que Koltai era un poco morboso y disfrutaba que los enanos lo humillaran. Lo que no acababa de quedarme claro era por qué, si ella lo despreciaba tanto, seguía invitándolo. Hasta que un día me iluminé y lo entendí. Era muy simple: Chiquita no podía prescindir de Koltai. Lo necesitaba. Los mariquitas que iban a sus reuniones se divertían oyéndola hablar y mirando sus sombreros y sus trapos, pero lo más probable era que, para sus adentros, pensaran que las cosas que ella contaba eran invenciones. Koltai no. Él sabía que todo era verdad. El viejo era su admirador más antiguo y el único testigo de su grandeza que tenía a mano. Bueno, también estaba Rústica. Pero la diferencia era que Rústica, aunque le fuera incondicional, nunca la había admirado. Koltai y Chiquita, cada uno a su manera, eran sobrevivientes de un pasado que echaban de menos, de una época irrecuperable, de un tiempo en el que, por contradictorio que pueda parecer, los liliputienses habían sido grandes.

 

 

Lo de la Bella Otero te lo voy a contar sin muchos floreos, porque ese personaje vuelve a salir después en un capítulo que, por suerte, está entre los que el ciclón respetó. Bueno, me imagino que sabrás quién era ella. Una española muy buena hembra que se hizo famosa en París por sus bailes, sus canciones y sus amantes. Según parece, bailando no era nada del otro mundo y apenas tenía voz, pero los hombres se volvían locos por tenerla en la cama y no precisamente para que les tocara las castañuelas. Más que una artista, Carolina Otero era una demi-mondaine, es decir, una puta de lujo. Porque no pienses que le daba aquello a cualquiera: para acostarse con ella había que tener mucho dinero y regalarle joyas caras y hasta casas.

Cuando llegó a Estados Unidos por primera vez, a finales de 1890, apenas hacía cuatro meses que había empezado a bailar en Francia, pero su empresario se las ingenió para hacerles creer a los neoyorquinos no sólo que se trataba de una gran estrella, sino que era andaluza y descendiente de aristócratas. En realidad, Carolina se llamaba Agustina, era gallega e hija natural de una campesina. Pero la gente se creyó el cuento, porque el papel lo aguanta todo.

En esa época José Martí vivía en Nueva York, dedicado a preparar la segunda guerra de independencia de Cuba; pero a pesar del revuelo que se armó con la Otero y de que todo el mundo decía que era divina, él se negó a verla porque en la entrada del Eden Musée, que fue el teatro donde ella actuó, colgaron una bandera de España. Hasta que un día la quitaron y pudo ir. Esa noche escribió uno de sus mejores poemas: «La bailarina española».

Aquella primera temporada de la Bella fue tan exitosa que en Tiffany’s empezaron a vender una cadenita de oro para ponerse en el tobillo igual a la que ella usaba. La bailarina española más popular en Estados Unidos hasta ese momento, Carmencita, estaba presentándose en otro teatro, pero la Otero la opacó en un dos por tres. Porque, aunque la pobre Carmencita bailaba como una diosa, no era muy agraciada, y ya se sabe que con mucha frecuencia la gente prefiere una linda mediocre a una fea talentosa.

Pero resulta que al cabo de siete años, la Bella Otero firmó un contrato para volver a Estados Unidos y bailar el fandango y la cachucha, toda enjoyada, en el teatro de Koster & Bial. Por desgracia, en esa segunda visita la prensa la trató con frialdad y no le fue tan bien como esperaba. La llamaban «la sirena de los suicidios», porque a esas alturas ya varios tipos se habían quitado la vida por ella, y parece que eso no le agradó a la gente.

Como en esas fechas Chiquita estaba trabajando con Proctor y los neoyorquinos no hacían más que hablar de «la muñeca viviente de Cuba», la Bella Otero sintió curiosidad por conocerla y alguien les concertó un encuentro. Algunos vaticinaron que la reunión sería un fracaso y que, por ser cubana una y española la otra, terminarían declarándose la guerra. Pero la enana le cayó a Carolina como una monedita de oro y, para decepción de quienes esperaban que se fueran a las greñas, se hicieron amiguísimas.

La Bella Otero insistió en que, tan pronto le fuera posible, Chiquita tenía que visitar Francia, y le aseguró que, con su ayuda, todas las puertas se le abrirían. En París sí sabían apreciar a una artista, no como en Nueva York, donde había mucho dinero, sí, pero muy poco gusto y refinamiento. En un arranque de generosidad, la española se brindó para presentarle a algunos de sus «amigos y protectores», como el rey Leopoldo II de Bélgica, un viejo sátiro que era el dueño del Congo Belga, o el príncipe Nicolás de Montenegro, otro tarambana sin remedio. Hasta podía recomendársela al emperador alemán Guillermo II. El Káiser era muy apuesto y generoso, y aunque tenía el brazo izquierdo lisiado de nacimiento, todo lo demás le funcionaba a la perfección. Estaba segura de que, a cambio de un poco de cariño, cualquiera de ellos le haría regalos muy valiosos. Eso sí, la cubana tenía que aprender a cotizarse. Ella le enseñaría, porque en eso era una verdadera experta. Una vez, un caballero le ofreció diez mil francos por pasar una noche a su lado y, por toda respuesta, le mandó una nota muy fría en la que le contestaba: «La Bella Otero no acepta limosnas». ¡Diez mil francos era lo que cobraba por acompañar a alguien a cenar a un restaurante! Quien quisiera algo más, tenía que pagarlo. A Chiquita no le hizo ninguna gracia que su amiga pretendiera prostituirla, pero, por cortesía, le agradeció el ofrecimiento.

Poco después, los empresarios de la española decidieron poner fin a su temporada antes de lo previsto. La Bella no quiso regresar a Francia sin ver actuar a Chiquita y, al finalizar la función, se despidió de ella en el camerino con besos y abrazos. ¿Quién iba a imaginar que la próxima vez que la viera terminaría enfilándole los cañones?

Eso es todo lo que recuerdo del capítulo catorce. No es mucho, lo sé, pero ¿qué quieres que haga? Uno tiene días y días. Y hoy la memoria me ha jugado una mala pasada.