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RECAPITULACIÓN Y SECUENCIA

«Los historiadores no tienen que pasar casi nunca por el riesgo de la destitución. Quizá serían mejores historiadores si corriesen ese riesgo.»[2].

Cuenta el Libro que Adán y Eva vivían en un paraíso, del cual fueron expulsados «cuando una serpiente astuta les propuso «hacerse como dioses»[3] si cataban lo único prohibido de su entorno, que era la manzana ofrecida por el árbol del conocimiento sobre el bien y el mal. La serpiente no dejaba de tener razón, ya que su prole —optando por conocer— acabaría por enseñorearse de la tierra y el resto de los animales; pero la desobediencia seguía mereciendo castigo, y fueron condenados a anticipar la muerte y ganarse laboriosamente la vida. El genio literario que narró así el fin de la inconsciencia quizá no quiso ser tomado al pie de la letra, y menos aún supuso que una aspersión con agua bendita borraría eventualmente el pecado original.

Pensó algo tan inaudito como vivir al amparo de la muerte y el esfuerzo, una esperanza que la rama profética del judaísmo alimentó hasta descubrir la redención y el más allá de vida celestial, prometido a quien en el más acá promueva una sociedad libre de avaricia, donde no existan ni el tuyo ni el mío. Desde entonces partimos una lanza a favor o en contra del proyecto comunista, ignorando por sistema aquello que la historia de su empresa enseña sobre nosotros mismos, y dos milenios más tarde unos verán en Marx «la razón objetiva absoluta»[4], tanto como otros «una doctrina ilógica y tosca»[5].

Ambos se revelan igualmente ajenos al principio de neutralidad valorativa, y a la evidencia de que abolir el tuyo y el mío era una semilla llamada a alternar fases de germinación y espora, pero en ningún caso a desaparecer. El comunista moderno preferiría ignorar sus orígenes, el anticomunista ignorar la sempiternidad de su adversario, y a esa coincidencia de intereses cabe atribuir el rústico estado de conocimientos que reina en la materia.

Contribuye ciertamente a ello que ningún proyecto plantee con intensidad pareja el conflicto entre sentido común y fanatismo, deber y ser, justicia intemporal y «suerte guiada por circunstancias de compe­tición»[6]; y verificaremos hasta la saciedad que en este orden de cosas el nexo entre designio y resultado, voluntad e inteligencia debe inscribirse en el marco de la historia general o se condena a distorsionarla. La primera parte de esta investigación expuso el periodo comprendido entre el escriba bíblico y la Revolución francesa, siendo el objeto de esta segunda la eclosión del socialismo. Pero median cinco años entre aquel volumen y este, durante los cuales aprendí a matizar algunos conceptos, y antes de reanudar la crónica no parece ocioso un resumen de lo descubierto.

I. EL EQUÍVOCO ACERCA DE LA SOCIEDAD ESCLAVISTA

La Biblia hebrea manda «amar al prójimo como a ti mismo[7], y desde el siglo IV a. C. todas las escuelas socráticas —en particular la estoica, con mucho la más influyente— denuncian la esclavitud. Aprendimos a suponer que cuanto más nos remontásemos en el tiempo, más común e inhumana se iría haciendo la servidumbre, y que la existencia de personas sin personalidad jurídica solo fue cuestionada seriamente cuando Jesús mandó amar a los demás. Pero repasar el asunto demuestra que la relación entre el cristianismo y el abolicionismo no solo es inexistente, sino algo análogo al recuerdo encubridor en sentido psicoanalítico.

Hacia el año 100, cuando aparecen las primeras ediciones del Nuevo Testamento, el mundo mediterráneo es un medio de amos y esclavos ajenos por igual a mitigar la intemperie con ingenio técnico y tenacidad. La senda del trabajo experto solo ha sido recorrida como fuente de independencia y orgullo por griegos y fenicios[8], obligados a florecer fugitivamente ante el acoso de Roma, una cultura para la cual el bien nacido solo puede refinarse practicando el ocio, pues «la retribución no es sino pago de la servidumbre»[9]. Allí todos los oficios salvo el bélico y el pontificado acaban confiándose a un servus que constituye un mueble de naturaleza especial, duerme a menudo custodiado por grilletes y se insurge a la menor ocasión. «Tantos ­esclavos, tantos enemigos», reza el refrán romano, y fue un hito sin precedente religioso que el Nuevo Testamento les ordenara no solo obedecer sino «servir a sus amos terrenales con temor y temblor, de corazón»[10].

En ámbitos distintos del romano el siervo era un miembro humilde de las familias, que a juzgar por la literatura griega muchas veces quiere y resulta querido entrañablemente[11]. En Egipto —donde la huelga no estuvo prohibida antes de caer bajo el yugo romano[12]— la esclavitud nunca fue una institución difundida, y hoy sabemos que las tres grandes pirámides son obra de trabajadores libres[13]. En Mesopotamia sabemos también que durante un lapso temporal muy dilatado —desde el Código de Hammurabi (2100 a. C.) hasta el periodo neo-babilonio (517 a. C.)— el esclavo estuvo capacitado, por ejemplo, para adquirir propiedad y emanciparse mediante matrimonio con una mujer libre[14]. Solo los romanos podían disponer discrecionalmente de sus vidas[15], y eso explica que a despecho de ser empresas suicidas, castigadas siempre con la crucifixión, la República haga frente a tres «guerras serviles». Las dos primeras sublevan toda Sicilia, del 135 al 132, y del 104 al 100 a. C., la tercera se extiende a toda Italia con Espartaco (73-71 a. C.)[16], y revueltas de menor entidad resultan sencillamente innumerables.

No contento con mandar al esclavo que sirva fielmente a su amo, el Nuevo Testamento rearma moralmente el culto de Roma a la fuerza bruta, declarando que «quien se resiste a la autoridad se rebela contra Dios»[17]. El Evangelio es el primer culto en proponer cosa análoga; prefiere la sociedad militar a la comercial, y su destino será perpetuarla como sociedad clerical-militar. Con ello se desvía también del Antiguo Testamento, que manda al amo no prolongar la sumisión del esclavo más allá de seis años, dándole al séptimo medios para reanudar decorosamente una vida libre[18]. Las primeras versiones escritas de la Biblia hebrea no son anteriores al VI a. C., y casi con certeza fueron influidas por el edicto de Ciro el Grande, que emancipó entre otros a los rehenes judíos de Babilonia:

«Las personas serán libres en todas las regiones de mi imperio para desplazarse, adorar a sus dioses y emplearse, mientras no violen los derechos de otros. Prohíbo la esclavitud, y mis gobernadores y sus dependientes quedan obligados a prohibir la compraventa de hombres y mujeres»[19].

Ciro empezó derrotando a Asiria, una nación precozmente dedicada a la captura y reventa de poblaciones[20], y reunió el imperio más extenso de los conocidos hasta entonces por un procedimiento tan insólito —y políticamente eficaz— como preferir la aquiescencia al terror de sus súbditos. Si cargásemos con la fábula del Nuevo Testamento como campeón del abolicionismo, Ciro sería un humanista excéntrico en vez de lo que es: una etapa tardía de la reacción antigua ante el hecho de que el trabajo voluntario se transforme poco a poco en involuntario, y arrastre el baldón de la infamia.

Siglos antes había dicho Hesíodo que el trabajo no es un castigo divino sino lo más valioso para el «hombre común», gracias al cual «su nobleza se torna comparable a la virtud de los héroes antiguos»[21]. Hacia esos años, en el 712 a. C., el faraón Bocoris deroga la costumbre «nueva y perversa» de que puedan pagarse las deudas de juego vendiendo la libertad de la esposa o los hijos[22]. En 594 a. C., cincuenta años antes del edicto de Ciro, el legislador ateniense Solón deroga a toda prisa una esclavitud debida al impago de préstamos que suscita zarpazos de guerra civil, y añade a lo dicho por Hesíodo que ninguna polis será próspera si «trabajar es infamante, y la vocación del mercader no resulta honorable»[23].

En la centuria siguiente, cuando Herodoto componga sus Historias, la más repetida digresión del texto es que naciones tan distintas como las de su tiempo tengan en común un principio de reciprocidad, lo cual significa que no son todavía sociedades esclavistas. Durante el apogeo de Atenas que representa la égida de Pericles (461-429 a. C.), asegurar el empleo de artesanos, comerciantes y otros hombres libres determina que la Acrópolis —una tarea de cuatro décadas— se levante sin recurrir apenas a mano de obra servil. La ciudad es consciente aún de que su democracia ha nacido de profesionales emprendedores, cuya existencia se vería socavada antes o después por un competidor como el esclavo, y entiende que el crecimiento de los recursos peligra si su generación y distribución se delega en alguien cuyo único estímulo reside en la evitación de castigos.

Pero el defecto más ostensible del entendimiento humano es su debilidad a la hora de considerar el largo plazo, y un par de generaciones después las clases medias griegas se muestran dispuestas a cavar su propia tumba, invirtiendo masivamente en «herramientas humanas»[24] hasta convertirse en una sociedad deficitaria más. Han hecho justamente lo contrario de aquello que recomendaba Solón, exaltando cualquier vocación distinta de la mercantil, y su mundo no tardará en ser sometido por quienes nunca desarrollaron maestría distinta de la bélica.

1. La consolidación de un mundo extramercantil. Añadido al desahogo inmediato, el éxito de las legiones romanas pareció confirmar que los sabios de Egipto, Grecia, Persia e Israel estaban equivocados, y que la sociedad esclavista no solo era deseable sino sostenible. A tal punto es esto así que ni un solo escritor latino —y ni un solo apologeta cristiano— relaciona el reino del trabajo sin incentivo económico con la lenta agonía material de Roma, ni con el hecho de que los profesionales libres fuesen desapareciendo hasta convertirse en gentes mantenidas con vales de racionamiento, precoz manifestación de masas proletarizadas por carecer de propiedades y empleo.

Por lo demás, a partir del último gran botín —el tesoro de Marco Antonio y Cleopatra—, el expolio del exterior no tiene otra alternativa que ir girando hacia el interior, y el bálsamo que el Nuevo Testamento derrama sobre un Imperio condenado a autodevorarse es la renuncia a «este mundo». La inmortalidad se conquista practicando el desgarramiento entre la pureza del más allá y la inmundicia del más acá, que santifica la pobreza y odia la concupiscencia[25]. Tanto rechaza los dones convencionales que bendice en primer término al «pobre de espíritu»[26], mientras espera con viva impaciencia el fin del mundo anunciado por su Apocalipsis.

Las comunas cristianas ven en esa catástrofe «inminente» un motivo adicional para compartir los bienes —pues ayuda a evitar el contagio con oficios paganos—, y aunque el cataclismo cósmico se posponga hay por delante mil años de miseria creciente, donde el ideal del aristócrata ocioso y el del pobre por ánimo o rango social cristalizan en detrimento de cualquier estrato intermedio[27]. Uno realimenta la escasez viviendo de trabajo no remunerado, el otro sanciona el destierro de la eficiencia con grados crecientes de desprecio por el profesionalismo, y ambos identifican al «hombre de negocios» como embajador del Maligno[28], insistiendo en lo incompatible de Dios y el Dinero.

Nada más consolador, por otra parte, cuando el abastecimiento comienza a desplomarse y toca volver al trueque en especie, una situación que reduce espectacularmente la cantidad y calidad de los bienes disponibles. Asegurando al esclavo que sus oportunidades de salvación son óptimas[29], el Nuevo Testamento encuentra en esa muchedumbre de infelices su feligresía inicial y va penetrando por la puerta trasera de los hogares paganos, fortalecido con cada giro a peor de la vida en el Bajo Imperio, donde reina la pena de muerte para quien pretenda cambiar de oficio o tan solo de domicilio.

Eventualmente, el plan de mantenerse humano a costa de un subhumano logra que todos sean lacayos de la penuria, empezando por el títere de vida muy breve llamado Emperador. No hay entonces alternativa a compartir el gobierno con la resignación cristiana, como ocurre desde Constantino, consolando al menesteroso con su promesa de un más allá especialmente halagüeño, pues se asegura al pobre en general.

Promovidos a gobernadores adjuntos, los obispos sustituyen el principio de compartir los bienes por una práctica de limosnas piadosas, que les granjea los primeros reproches de traición al espíritu evangélico. Sin embargo, asegurarles todo un hemisferio del poder político confirma que se ha dado efectivamente el paso hacia una sociedad donde el trabajo deja de pagarse, provocando el colapso de cualquier mercado salvo el de esclavos. Se abre camino la idea de «prestar sin esperanza de que te sea devuelto»[30], planteada como forma idónea de perpetuar el crédito, al tiempo que la Patrística desarrolla una teoría de la compraventa como fraude inevitable, pues alguna de las partes contratantes debe salir perjudicada[31].

En vez de padecer la movilidad social que san Basilio y san Agustín llaman «mórbida» —donde acabarían prosperando los mercaderes—, el juego de oferta y demanda es sustituido por un sistema de obsequios mutuos entre superiores e inferiores. El trabajo ya no es una mercancía, contaminada por la vileza del dinero, y se reconduce al obsequio que el pueblo hace a cambio de la protección regalada por «quienes siempre rezan y quienes siempre luchan». Como observa Engels:

«Hace casi exactamente mil seiscientos años actuaba también un peligroso partido de la subversión, que llevaba muchos años haciendo un trabajo de zapa. [...] Este partido de la revuelta, conocido como los cristianos, tenía también una fuerte representación en el ejército. Diocleciano dictó una ley contra los socialistas, digo, contra los cristianos. Y la persecución dio tan buen resultado que diecisiete años más tarde el ejército estaba compuesto predominantemente por ellos, y Constantino proclamó el cristianismo como religión estatal»[32].

Trabajar deja de ser el baldón del esclavo en cierto sentido, pues este constituye el favorito de Dios, aunque sigue ejerciendo una actividad obligatoria y no remunerada. En 476, cuando Roma caiga definitivamente, y los bárbaros asuman la carga de sostener la civilización, acercarse al mundo donde todos regalan a todos sus energías —finalmente llamado Paz de Dios— exacerba el déficit productivo, diezma a la población y promueve una desidia elevada a extremos artísticos: el inferior corresponde al superior sembrando sus tierras con un kilo de grano, sin obtener cosechas superiores a dos o tres. La historia políticamente correcta[33] no niega estas circunstancias, aunque tampoco las correlaciona, y el experimento de crear una sociedad extramercantil se recubre con brumas piadosas.

II. LAS EDADES OSCURAS

A partir del siglo VIII, el señorío europeo admite sin ambages que su única fuente de liquidez es capturar buenos ejemplares de europeos de ambos sexos —jóvenes, sanos y si posible apuestos— para vendérselos a bizantinos y árabes[34]. Con todo, esa misma penuria hace inviable seguir prestando los auxilia debidos tradicionalmente al esclavo, y de dicha situación parte el siervo, un individuo que carga con su propio sostén sin dejar de deber sumisión, atadura a la gleba y tres días semanales de trabajo gratuito.

Para entonces los intercambios patrimoniales se han hecho inviables, los negotiatores han desaparecido, y el desvanecimiento del metálico es saludado como cura idónea para la codicia[35]. Paralelamente, ha desaparecido el derecho de ciudadanía —que aseguraba al nacido libre en cierto territorio ser considerado humano a todos los efectos—, y su lugar lo ocupa el rito de reconocimiento expreso de cada homo, llamado por eso homenaje o selección (Mannschaft), donde el aspirante se arrodilla y juntando las manos promete a algún superior: «Jamás tendré derecho a retirarme de vuestro poder y protección». Sin embargo, aquello que hizo demasiado caro mantener al esclavo impedía también sufragar una represión eficaz del desertor, y empezaron a desafiarse tanto la atadura a una gleba como la condena de la compraventa.

Los primeros en hacerlo fueron marinos y caravaneros, gente lo bastante recia como para reanudar el comercio en un medio donde a los invasores vikingos, magiares y sarracenos se sumaban bandidos locales y la soldadesca de cada señor, prestos todos a requisar cualquier cargamento. Arrostrando no solo tales peligros sino el desarraigo físico, y la condena moral del prójimo, esos pioneros decidieron emanciparse por el procedimiento de cobrar su trabajo, y no iban a faltarles cómplices en un horizonte de leprosarios y guerras privadas, donde restablecer las comunicaciones equivalía a posibilitar el burgo y, con él, una alternativa cívica a las seguridades de la servidumbre.

1. Los altibajos del resentimiento. En la transición del alto al bajo Medievo escandaliza el contraste entre campesinos conformes con regalar trabajo y el número mucho menor aunque creciente de objetores, cuyos herederos acabarán intercambiando rango social por crédito. San Bernardo, convocante de la primera Cruzada, les acusa de ampliar las relaciones voluntarias a expensas de las heredadas, y sembrar necesidades artificiales que empiezan por el dinero mismo. Por otra parte, la impiedad de esos aventureros tuvo como beneficiario inmediato al señorío clerical y militar —enriquecido de modo espectacular por la aparición de ciudades que pagaban tributo y multiplicaban el valor de sus tierras—, y como beneficiario mediato al propio campesino, que disponiendo de compradores convirtió su refinada indolencia en capacidad para sembrar un kilo de grano y recoger doce o catorce, en vez de los dos o tres acostumbrados.

Entretanto, el principio de sumisión a los poderes heredados excluía odiar al rico por cuna o estamento, y el rencor legítimo se concentraba en quienes iban promocionando merced a suerte y esfuerzo personal. Esos nuevos ricos habían encontrado en el notario un héroe civil tan imprevisto como lo fuera el caravanero generaciones antes, cuya colaboración permitió difundir instrumentos jurídicos y contables aptos para movilizar la propiedad enfeudada y administrar negocios. A ellos dedica en 1270 su diatriba el Roman de la rose:

«La tierra concedía pródigamente toda la riqueza necesaria [...] hasta aparecer demonios enloquecidos de rabia y envidia [...] que inventaron la Codicia creadora de dinero y la Avaricia que lo pone bajo llave»[36].

Y, en efecto, desde el siglo previo la llamada revolución comercial[37] va derogando los decretos de Carlomagno, Luis el Piadoso y otros monarcas europeos que facultaban para requisar a comerciantes distintos de sus particulares fideles, provocando un progreso paralelo de la renta y la discordia. En teoría, la estabilidad estaba asegurada con los estamentos encargados de laborar, orar y luchar respectivamente; pero dentro del orden plebeyo unos cifraban su honor en el inmovilismo y otros se emancipaban, amparados en ciudades comerciales cuyos perímetros fueron blindándose con murallas, hasta tornarse inexpugnables, como empezaron demostrando los suizos.

Preservada otrora por el estancamiento económico, la hegemonía del imaginario pobrista[38] experimenta esa movilidad social como renuncia al esquema protector-protegido, en momentos donde la resurrección de ferias y mercados erosiona los ideales del eremita, el misionero y el caballero andante. Tras una espiral de tumultos y saqueos en el campo y las ciudades, que incluyen la aparición de fugaces reyes mendigos, el primer ensayo masivo de «restitución» se proyecta hacia fuera y es la cruzada de santos indigentes (pauperes), que tras reunir a cientos de miles se lanza en 1097 a conquistar en Jerusalem un sepulcro remoto y por fuerza vacío[39].

Lo siguiente serán cruzadas internas, donde clero y nobleza apartan por un momento sus diferencias para frenar los cambios con el terror inquisitorial, en un marco de premoniciones apocalípticas que inspira el éxito simultáneo de las órdenes mendicantes y el de herejes afectos al civismo, cuyo prototipo son las diversas ramas valdenses. El siglo XIV empieza y termina con alzamientos de campesinos y burguenses contra los privilegios del señorío, donde los nostálgicos de la comuna evangélica luchan unidos con quienes quieren consolidar la incipiente sociedad comercial.

No obstante, al llegar la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) los nostálgicos del ayer y los aspirantes a un futuro distinto están ya tan divorciados como el agua y el aceite, pues sin perjuicio de guerrear sin cuartel la confesión de Lutero y la de Trento coinciden en que el buen cristiano debe hacerse razonablemente próspero. Exaltan al profesional previsor, ignorando al pobre de espíritu y hacienda bendecido por el Sermón de la Montaña[40], y esa traición al ideal de la santa indigencia desata un rosario de guerras campesinas guiadas por teólogos de la expropiación como Zelivski, Müntzer y Leiden. Marx les considera exponentes del «comunismo elemental, donde consumar la envidia hace de ella una potencia autónoma»[41].

III. HACIA EL COMUNISMO MODERNO

Tras la derrota del integrismo husita, que se impone en Bohemia durante varias décadas, y la ulterior de los campesinos alemanes, cualquier iniciativa análoga al alzamiento comunista desaparece del mapa europeo hasta finales del XVIII. Entretanto, la revolución comercial ligada al medio urbano se prolonga hasta lo más profundo del campo con granjeros que desde el siglo XVI se toman el trabajo de construir establos sólidos, y son capaces por eso mismo de omitir el periodo de inactividad o barbecho, tradicionalmente aplicado a un tercio del terreno cultivable. Animales mejor atendidos multiplican el estiércol requerido para mantener más superficie sembrada, y alternar cereales con forrajes y plantas como el trébol, útiles para fijar el nitrógeno, eleva la resistencia del terreno ante plagas hasta entonces endémicas.

La tierra rindió poco a poco más, y luego mucho más, hasta tornarse suficiente para sostener no ya crecimiento sino una transición demográfica, como la que se observa en aquellos países donde prosperan la Reforma y el espíritu profesional. Aunque los líderes comunistas desaparecen durante dos centurias, ese eclipse de la práctica es paralelo a un despertar del comunismo teórico, que desde el Utopía (1506) de Tomás Moro racionaliza el principio de igualdad material con un género literario cada vez más popular[42], cuya seriedad moral retorna con el comunismo ilustrado de Mably y Morelly. El Código de la naturaleza (1755) de este último inspira en 1795 la Conjura de los Iguales de Babeuf, guiada por el Manifiesto que dice: «El bien común es la comunidad de bienes, y vuelven los días de la restitución general»[43].

El eslabón entre Morelly y Babeuf es el esfuerzo jacobino por fundar en Francia una nueva Esparta[44], que transforma el ensayo de democratizar el país en la primera figura del Estado totalitario, poniendo en circulación el término capitaliste como sinónimo de antipatriota, y confiando su exterminio al sans culotte[45]. El fin de las guerras de religión no ha minado el ánimo capaz de sentir la disparidad de criterio como crimen, ni el hábito de agredir en legítima defensa, y la recién creada religión política tiene su eminencia moral en Marat, cuya filantropía se combina con pedir «a los buenos ciudadanos que acudan a las cárceles, para degollar allí a los traidores». Un año después propone una dictadura ejercida por «la masa de infelices movidos a trabajar para vivir»[46], y cuando sea asesinado su cadáver desfilará por París como «un Dios, que detestaba como Jesús a los ricos y las sabandijas»[47].

Entre las tesis de la Montaña, donde se agrupan Marat, Robespierre y el resto del integrismo jacobino, está que el derecho a conquistar, requisar e imponer trabajos forzosos —recién suprimido con la abolición del feudalismo— debe restaurarse y pasar a manos de los tribunos revolucionarios, o la masa infeliz no disfrutará del desahogo derivado de incautar a sus parásitos. Lógicamente, sobran la Declaración de Derechos del Hombre —que «otorga al contrarrevolucionario medios tramposos para oponerse a su merecido exterminio»[48]— y cualquier precepto ajeno a la necesidad de un poder omnipotente, pues «llega la guerra abierta de los ricos contra los pobres, donde para no ser aplastados debemos adelantarnos [...] rindiendo a la diosa Libertad el homenaje de un holocausto»[49].

A esta inmolación añade el patriota un propósito de regimentar la actividad económica con una Ley de Precios Máximos —que crea el mayor fenómeno de desabastecimiento conocido en la historia de Francia—, mientras la Montaña redescubre el dinero metálico como vileza y concibe otra vez el mercado como «cueva de ladrones»[50], derogando de paso cualquier medida previa adoptada para moderar la autoridad coactiva. Vigilar al vigilante se convierte en una suspicacia infundada, contigua al sabotaje, dado que buena fe e inspiración son rasgos inherentes al empeño patriótico[51]. Tras pasar Robespierre por la guillotina, la añoranza de ese fervor perdido inspira a Babeuf su «libertad política significa para nosotros igualdad económica», que podemos considerar acta de nacimiento para el milenarismo laico.

En principio, el Milenio Laico —como lo bautiza Owen en 1817— es racionalista y deja atrás las bendiciones ascéticas centradas en el pobre de espíritu y el afligido, viendo en el desarrollo tecnológico el germen de una existencia «muy superior al quimérico Edén»[52]. Su meta es simplemente la más completa autonomía teórica y práctica del género humano, y lo único que la distingue de otros proyectos libertarios es no poder ser desmentida por fracasos. La formidable energía filantrópica de Owen le permitirá poner en práctica hasta tres ensayos de sociedad comunista, donde miles de personas inician cada experimento apoyándose en el obsequio de la maquinaria más moderna. Comprobar cómo cada uno de esos «proyectos de concordia» se desintegra —precisamente en virtud de discordias— no le mueve a revisar su planteamiento, pues es «innegablemente el racional»[53].

Atípico por pacífico, su comunismo es el primer ejemplo de una iniciativa racionalista tan segura de sí como de alguna verdad religiosamente revelada. Pero lo descubierto en el primer volumen no se completa sin hacer una referencia a la magia, y al refuerzo del inconsciente, ancestros innegables de la razón humana.