«Señores: Las ideas vigentes hasta hoy, que son los sillares del mundo, se disuelven como una fantasmagoría onírica. El espíritu está preparándose para una nueva irrupción, y corresponde a la filosofía saludarlo y reconocerlo, cuando tantos pretenden ofrecerle la vana resistencia del apegado al ayer, formando así inconscientemente la masa desde la cual despega. La filosofía, que ve en ello lo eterno, debe presentarle sus respetos.»[441].
Hume pensaba que la tara básica de nuestro entendimiento es estar fascinado por el corto plazo, y al observar la transición del XVIII al XIX comprobamos que el comienzo de la prosperidad coincide con la sensación de haber puesto en marcha sociedades tan precarias como inhumanas. Entre labriegos, y sobre todo en círculos gremiales que van viendo desaparecer uno a uno sus privilegios, la industrialización no solo produce reproches morales sino un movimiento organizado para destruir maquinaria, aunque nada pueda frenar una mecanización que empezó en el campo con hallazgos como la cosechadora de Tull (1752), movida aún por tracción animal. El incremento en las rentas agrícolas, unido a la acumulación derivada del comercio ultramarino, permitirá financiar la investigación y el desarrollo de ingenios mecánicos cada vez más eficientes, cuyo prototipo es la máquina de vapor que patenta Watt en 1775. Diez años más tarde, él mismo y su socio Boulton producen ya industrialmente ese motor, que está llamado a ser el pulmón de la nueva industria.
He ahí algo providencial a su vez para individuos y familias desubicados por la especialización del trabajo agrícola, un proceso que acelera la Enclosure Act de 1801 al acabar con las últimas tierras comunales sujetas a servidumbres de pasto y cultivo, culminando el vallado de todo el campo inglés. Aun sin esta específica circunstancia, emigrar a la ciudad en busca de promoción es un fenómeno crónico para toda suerte de campesinos[442], pero explotar comercialmente el motor térmico estimula dicha migración del modo más enérgico, pues ofrece a sus operarios ingresos superiores además de continuados, en contraste con los jornales del bracero agrícola.
Por otra parte, el cambio inducido en el campo al vallarlo es una minucia comparado con el del medio urbano. Las chimeneas de fábrica, pronto llamadas a competir en altura con las agujas de catedrales, son tubos de escape para la energía que procesan talleres solo comparables en tamaño con las propias naves catedralicias, y de esos templos laborales añadidos a los templos de la oración no solo parten columnas de humo sostenidas noche y día, sino dependencias formadas por calles rectilíneas de viviendas uniformes. Las ciudades habían ido creciendo por agregación celular, con vías públicas sinuosas y casas personalizadas que carecen ya de sentido en los nuevos barrios industriales, donde el hacinamiento y la acumulación de detritos típicos del burgo medieval en sus comienzos se reproducen a gran escala.
Abanderada por analistas como Malthus y Ricardo, la opinión pública empieza pensando que la mecanización destruye empleo, y es poco o nada compatible con mejoras en la capacidad adquisitiva del trabajador. Mientras tanto, ir produciendo e instalando maquinaria eleva al cubo la demanda de ingenieros y peritos, que en buena medida se centran en cómo tratar más económicamente el calor, y llega una cumbre teórica con las Reflexiones sobre la fuerza motriz del fuego (1824), donde un jovencísimo Sadi Carnot[443] piensa por primera vez la entropía como destino del mundo físico.
La mecanización, leemos allí, «ha multiplicado por diez la minería»[444], promoviendo empleo y conocimiento, aunque la credulidad está resucitando fantasmas técnicos como el de un móvil perpetuo, y procede recordar que hasta los motores más perfectos —«los de doble cilindro usados hoy en las minas de cobre y estaño de Cornwall»— apenas «aprovechan un 1/20 de la fuerza motriz del combustible usado», y «jamás podrá utilizarse en la práctica toda ella»[445]. Carnot dibuja al efecto una máquina ideal, que es el primer modelo de sistema termodinámico, y no encuentra dificultad en mostrar que ninguna técnica de aislamiento puede rehuir la tendencia del «calórico» a disiparse. Eso era de sentido común hasta entonces, y al cobrar dimensiones cósmicas puso de relieve un universo donde la disipación va nivelando diferencias de potencial, y terminará borrando el propio principio de individuación, en la silenciosa oscuridad del cero absoluto.
El Dios-Naturaleza —caracterizado por «descansar cambiando»[449]— casaba bien con los cultos al Sol observados en las más diversas latitudes, y solo se convirtió en blasfemia con el triunfo del monoteísmo mesiánico, pues para esa religión el Día del Juicio coincide con el momento en que la physis supuestamente artística y autoorganizada se vea consumida por un cataclismo. El aplazamiento del evento acabó evocando conatos panteístas dentro de la propia Iglesia[450], y pasaron quinientos años hasta que la versión catastrofista del poder divino descubriese algo menos expuesto al desmentido. Desplazando la prueba de ese poder desde la capacidad fulminadora a la conservadora, el universo aparece como un siervo más, y en 1694 será el propio Newton quien asegure: las órbitas de los planetas y sus lunas habrían perdido regularidad —entrando en colisiones o fugándose por la tangente— si el Todopoderoso no hiciese ocasionales obsequios de orden al sistema solar[451].
Coordinando multitud de observaciones dispersas, su hazaña es explicar todos los movimientos de traslación —celestes y terrestres— como resultado de «fuerzas inmateriales aplicadas sobre masas inertes». Al pensar el objeto físico como masa sometida a leyes matemáticas, sanciona el divorcio entre espíritu y corporeidad, esencia del ser divino, permitiendo así considerar la tradición panteísta como «animismo mágico primitivo», en definitiva mera superstición. Por otra parte, la proeza del sistema newtoniano llega cuando el dogma empezaba a coexistir con el deísmo y el ateísmo, y la física inercial sirvió tanto para confirmar el dios del propio Newton[452] como para promover el materialismo de philosophes precedidos por Helvecio y D’Holbach, contrarios al divorcio entre lo material y lo inmaterial.
¿Por qué seguir insistiendo en una voluntad incorpórea trascendente, cuando las leyes de la mecánica universal permiten ver en la materia al Gran Uno autoorganizado? Newton habría respondido que «la ciega necesidad metafísica es incapaz de producir la diversidad de las cosas»[453], y que despojar a la materia de su indiferencia es una trivialidad absurda. Pero Helvecio y D’Holbach solo abordaron la cosmología en passant, porque el centro de sus desvelos era la ingeniería social cortesana, donde «fuerzas inmateriales aplicadas sobre masas inertes» equivale a «gobierno de la ideología sobre pueblos amorfos», y «lo fisiológico constituye un factor periférico»[454]. La teología ha empezado a aburrir crecientemente, y las técnicas de condicionamiento ideológico encuentran su heredero en el utilitarismo, un movimiento consciente de la entropía bastante antes de que Carnot presente el primer sistema termodinámico.
Ya en 1789 vemos a Bentham partir de la «desfalleciente Naturaleza» para justificar la aplicación del cálculo hedonista a todo tipo de sociedades. James Mill, secretario y portavoz suyo, funda los Elementos de economía política (1821) en la «degradación» inexorable prevista por el maestro, que las obras de Malthus y Ricardo reconfirman, y para encontrar pareja desconfianza ante la espontaneidad es preciso retroceder hasta los gnósticos y los neoplatónicos, dos escuelas helenísticas que argumentaron por extenso la victoria final del alma sobre lo corpóreo. Su concepto de «emanación» describe la pérdida gradual de energía de un modo que prefigura casi al pie de la letra la teoría del Big Bang, con un Uno originario que empieza estallando en pura luz y se encamina de un modo u otro hacia el destino de pura oscuridad que pesa sobre la materia[455]. Plotino, el fundador del neoplatonismo, no puede parecerse más por temperamento y estilo al romántico[456], adversario formal del utilitarista, pero este plantea una dinámica emanativa como sus Enéadas, donde el paso de instante a instante marca la progresiva transición del ser al no ser.
A finales del siglo III esta representación invitaba a «huir por completo de lo mundano», y a principios del XIX insta a regularlo exhaustivamente, porque la creación de desorden sobrepasa a la de orden. Las curvas maltusianas de población y producción, o el teorema de los rendimientos decrecientes, son modos adicionales de percibir cuán incapaz es el mundo para regenerar sus energías, y durante un par de décadas serán sinónimo de «lucidez» pura y simple. Por lo demás, sus pronósticos se incumplen, la innovación avanza a grandes zancadas, y hacer al hombre más feliz convirtiendo todas sus costumbres en leyes provoca creciente rechazo. Para la nueva generación de economistas y estadistas, tanto los idéologues como los utilitarians elucubran en vez de observar, y pasan por alto la necesidad de un proceso inverso al entrópico.
En el último tercio del siglo XX, matemáticos, físicos y químicos reinterpretarán el segundo principio de la termodinámica[457] —la entropía—, atendiendo al poder estructurante del desequilibrio y a la diferencia entre sistemas cerrados y abiertos[458]. En definitiva, dirán, la propia ley de máxima producción de entropía requiere una creación espontánea de orden a partir del desorden. Pero a comienzos del XIX no hay nada remotamente parecido a la potencia computacional del ordenador, que permitiendo seguir y modelar la conducta de sistemas etiquetados como caóticos identifica fenómenos doctrinalmente tan imposibles como estructuras disipativas, atractores extraños, fractales o la propia virtud creadora de la turbulencia. Darwin y Spencer están por nacer, uno en 1809 y otro en 1820, y revisar tanto la versión emanatista como la catastrofista o apocalíptica del mundo incumbe inicialmente a G. W. F. Hegel (1770-1831), que a sus conocimientos enciclopédicos añade una rara capacidad para examinar las cosas «dejándolas ser».
Por entonces Alemania solo compensaba el atraso social y político con la pujanza de su institución universitaria, una burocracia lo bastante bien organizada como para suscitar entusiasmo por el estudio. Cuando en otros países el dramatismo de los cambios dirige la atención del público hacia visionarios y reformistas, la vitalidad de las universidades alemanas concentra las miradas en sus profesionales, cuyo oficio les impone analizar en términos científicos en vez de pontificar sencillamente. Hegel es el prototipo de ese investigador-funcionario, que aspirando a cumplir su deber decide encontrarle sentido al nuevo mundo —en definitiva, a la sociedad industrial— con un sistema filosófico que revisa todas las categorías y certezas del mundo previo, un proyecto desmesurado que nace en sus colegas Fichte y Schelling. Lo que Hegel añade a esa pretensión es cumplirla de modo minucioso, componiendo tratados sobre cada uno de los grandes campos[459], una tarea que le convierte en el único maestro reconocido por Marx y —en sus palabras— el fundamento de que el comunismo pase de ser «la antigua envidia» a una «conciencia de la necesidad objetiva».
Prototipo también del pensador que no da tregua a sus lectores, sometiéndoles a razonamientos ligados por una aspereza técnica a menudo feroz, lo insólito de Hegel es que aún antes de aprender a expresarse con cierta claridad —algo solo conseguido en su segunda madurez— desborde la esfera académica y llegue a todos los círculos cultos. Aparte de él, solo Aristóteles tuvo tantos, tan aventajados y tan devotos alumnos como para que gran parte de su obra se conservara merced a apuntes de clase, y el encargado de su alocución fúnebre le llamará «Cristo de la filosofía, Aristóteles de los tiempos modernos». Treinta años antes, uno de sus pupilos describe la impresión evocada por sus enseñanzas:
«Para nosotros, y para casi todos, la nueva filosofía seguía siendo un gran caos inextricable, en el que todo estaba aún por ordenar y configurar […] Las clases[460], que Hegel preparaba mediante un recurso directo y muy concienzudo a las fuentes, eran seguidas por todos con el más vivo interés, sobre todo debido a aquel encadenamiento dialéctico nuevo, inaudito, que era ir de una concepción a la siguiente. Recuerdo cómo las figuras filosóficas aparecían, ocupaban por un tiempo la escena y eran consideradas, pero luego iban recibiendo cada una su sepelio. Cierta noche, al acabar la clase, uno de nosotros —el menos joven— no lo pudo aguantar y exclamó que eso era la muerte, y así debía perecer todo. Brotó de ello una animada discusión, en la que otro de nosotros llevó la voz cantante, respondiendo que eso era en efecto la muerte y debía serlo; pero que en esta muerte se encuentra la vida, y que esta brotará y se desplegará con gloria creciente»[461].
La obra del pensamiento y la del tiempo pasaban por cosas distintas, hasta aparecer alguien llamado a reunirlas, afirmando que ser es en realidad devenir, un proceso donde las cosas van dejando de ser identidades para cumplirse como totalidades[462]. Cuando más cundían versiones emanatistas del movimiento, o residuos de las ingenuidades sobre el Progreso con mayúscula, su profesor explicaba una evolución (Entwicklung) universal sostenida sobre lo contradictorio o dialéctico de la realidad. La lógica binaria del esto o lo otro podría seguir valiendo para el matemático, pero ya no para los demás científicos y menos aún para el centrado en asuntos humanos, un terreno donde lo analógico se impone continuamente a lo dual[463].
Ya al habilitarse como docente, en 1801, había defendido un grupo de tesis precedidas por la de que «la contradicción es norma de verdad, no de falsedad», pues la oposición interna de algo consigo mismo coincide con sus cambios de estado. Y tan lejos fue en esa dirección que la economía política —uno de los raros temas sobre los cuales apenas disertó[464]— debe a su punto de vista el propio concepto de destrucción creadora, redescubierto para describir la dinámica del capitalismo desarrollado. Parte para ello de una «unidad de la diferencia»[465] que amplía el campo de la relación lógica, viendo las concepciones y estados del mundo no solo como hechos cumplidos sino como fases de un proceso con indefinidas etapas, donde la disipación creada por la resistencia de cada aquí y ahora se recicla como combustible.
Por una parte, la suerte de lo positivo consiste en ir siendo atropellado, y la crónica de los siglos es manifiestamente «el altar donde se han venido sacrificando el bienestar de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos»[466]. Por otra, ese atropello engendra una «negación de la negación» (Negativität) que va alumbrando aquí y allá lo «positivamente racional». Lejos de ser un campo donde lo bueno y lo malo luchen sin interpenetrarse, la caducidad de todo es un «ardid de la razón», que al imponer mediadores o terceros va consumando una odisea de pérdidas y recuperaciones. De ahí que
«la verdad no sea una moneda ya acuñada, susceptible de darse y recibirse sin más, y que lo falso sea tan inexistente como lo malo […] pues llegar a serlo constituye un momento de lo verdadero»[467].
El dogmatismo sentimental se aferra a identidades fijas y separadas, como las maniqueas; pero los seres reales o existentes[468] sobrepasan su finitud construyendo el infinito en potencia que es una historia abierta. Más en concreto, la del ser humano atestigua hasta qué punto es fértil el «orgullo» de individuos que van convirtiendo la muerte de cada uno en estirpes y sociedades afines a lo inmortal. Así como la intemperie externa solo puede mitigarse desarrollando ciencias y técnicas, esos mismos hallazgos mitigan la intemperie interna que es el «deseo» incivilizado, y mirar desde la altura (speculare) muestra cómo ambas cosas van de hecho ocurriendo, con insensible gradualidad o a sangre y fuego. Al cancelar la amnesia recurrente del ágrafo, la escritura montó la máquina de sitio más sutil para rendir al oponente que somos nosotros mismos antes de atravesar la formación espiritual, y es en sus anales donde hallamos el pormenor del movimiento que Hegel llama superación (Aufhebung)[469].
«Oriente sabía y sabe que Uno es libre; el mundo griego y el romano que algunos son libres, y el mundo germánico que todos son libres»[471].
Hegel termina de entender su propio concepto de evolución cuando está cumpliendo los treinta años, acaba de nacer su segundo hijo natural y el oficio de profesor ayudante apenas le permite ir vestido con modesto decoro. Lleva tiempo trabajando de modo febril en la Fenomenología del espíritu, y se cuenta que el tronar de cañones anunciando la batalla de Jena le inspiró sus frases finales. Llevando el manuscrito bajo el brazo, y buena parte de sus pertenencias a lomos de un pollino, vuelve la vista atrás desde una colina y divisa a un grupo de húsares irrumpiendo en la plaza mayor, seguidos a poca distancia por el caballo blanco de Bonaparte[472]. En 1789, al saber que La Bastilla cayó, él y su íntimo Hölderlin corrieron a plantar un árbol a la libertad en la plaza del mercado; pero en 1806 no valen ya aquellas ingenuidades[473], y las páginas que salva del expolio consumado por las tropas francesas describen las metamorfosis de una libertad que es inseparablemente «trono y calvario»[474].
Para nombrar al agente de la libertad, Hegel duda durante años —pensó llamarlo «yo», como Fichte, «naturaleza» como Schelling e incluso «género humano», como harán sus propios discípulos—, y decidirse por «espíritu» (Geist) le suma en principio a quienes creen en otro mundo, habitado por ideas y almas puras. Pero así como vimos al utilitarista retomar intuiciones de Plotino, le vemos a él plantear el más allá como prototipo de pensamiento «alienado», y definir al Geist como «ese yo que es un nosotros y ese nosotros que es un yo»[475] donde vivir, morir y recordar constituye el nervio de todo. Sin perjuicio de ser «idealista» en otro sentido[476], es el primer escritor cristiano que sigue siéndolo sin creer en la inmortalidad y, de hecho, «su espíritu no es un Dios eterno y perfecto que se encarna, sino un animal enfermo y mortal que se trasciende en el tiempo»[477]. Lejos de tener escrito su papel, «la conservación del espíritu como existencia libre, manifiesta en lo contingente, es la historia»[478].
En 1804 ha dicho a sus alumnos que «el animal supera el límite de su naturaleza al enfermar, pero esto es el hacerse del espíritu»; en 1805 —al abordar el mismo punto del programa— corrige la frase diciendo que «el animal muere, pero su muerte es el hacerse de la conciencia». Espíritu y conciencia son sinónimos, resultados ambos de una finitud reconocida que transforma al animal en nueva fuerza de la naturaleza. La muerte «es el trabajo supremo que el individuo emprende para la comunidad, pues gracias a ella puede deshacerse de cualquier determinación proveniente del género, cumpliendo su libertad absoluta»[479]. Un párrafo célebre aclara:
«La belleza sin fuerza odia al entendimiento porque exige de ella lo que no está en condiciones de dar; pero la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se preserva de la desolación, sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella. El espíritu solo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse en el absoluto desgarramiento. No es algo positivo que se aparta de lo negativo, como cuando decimos de algo que no es nada o que es falso, y tras hacerlo pasamos a otra cosa, sino la energía capaz de mirarlo cara a cara y permanecer junto a él. Esa persistencia es la fuerza portentosa que devuelve lo negado al ser»[480].
Como intento resumir muy sucintamente ese críptico texto, el lector debe sentirse libre para omitir el resto de este epígrafe y los tres subepígrafes siguientes, aunque quizá le ayuden a precisar la deuda de Marx con Hegel. Allí leemos, por ejemplo, que el Terror fue el instante de la libertad «donde se cancelan todos los estamentos sociales en nombre de masas». De ahí que su carácter fugaz no dependiese del éxito o fracaso de algún complot, sino de que «la voluntad universal adoptara la forma de una voluntad singular, llamada a presentarse como facción […] que al transformarse en gobierno determinó la necesidad de su perecer»[482]. Voz de la masa y expresión sectaria al tiempo, la voluntad «absoluta» hubo de cumplir su libertad no menos absoluta derogando los derechos recién conquistados, que ante una Nación indiscernible ya de su propia veleidad facciosa solo podían parecer traición del individuo. Lo novedoso del Terror no fueron sus tribunos —que combinan las figuras previas del cruzado y el misionero—, sino brotar cuando la sociedad parecía conformarse con un intercambio apacible de bienes e ideas, «planteando entonces como única obra de la libertad universal una muerte sin más significado que cortar una cabeza de col o beber un vaso de agua»[483].
Por lo demás, el objeto de la Fenomenología no es alguna etapa, sino una rememoración del proceso en cuya virtud el espíritu persigue su libertad, y para prepararlo sistemáticamente, sus tres primeros capítulos describen cómo «la simple certeza sensible» se convierte en percepción cultivada, luego en entendimiento discursivo y finalmente en conciencia de la razón como facultad productora de ideas, que al reparar en las condiciones del observador humano pasa a ser autoconciencia o teoría del conocimiento. Esa parte de la obra es a grandes rasgos un original repaso a la Crítica de la razón pura, aunque el capítulo cuarto comienza con algo tan ajeno a Kant como que la autoconciencia es inseparablemente individual y social, pues «ser para sí implica ser reconocido por otro que sea también para sí»[484].
Lo originario es la vivacidad del «deseo», que siendo lo más interno nos vuelca hacia el exterior en busca de satisfacción, y al cual responde el mundo con una indiferencia tanto más olímpica cuanto que tampoco admite o rechaza a nadie en particular. Presente ya en el llanto de cada recién nacido, el sentimiento reclama que el deseo y lo deseado coincidan, y para lograrlo aparece en primer lugar la magia, esa «relación inmediata de la voluntad y su objeto» que confía en ensalmos y sacrificios transferenciales, obstinada en desplazar el mal de un lugar a otro. La relación mediada entre la voluntad y su objeto es el trabajo o «paciencia de lo negativo», que supera la indiferencia del medio con una actitud de esfuerzo metódico, y empieza descubriendo novedades tan sensacionales para mitigar la intemperie como el tejido, la forja o la rueda.
El mundo contuvo innumerables sociedades ajenas al tejido, la metalurgia y la rueda, donde el brujo fue a todos efectos el ingeniero, pues allí donde la servidumbre no se institucionalizó tampoco acabaron arraigando ni la industria ni la específica libertad que deriva de ella. Desertores del vasallaje, por ejemplo, promovieron la figura del trabajador voluntario y la reactivación comercial del siglo XII, pero la semilla del trabajo voluntario había sido sembrada por la frustración derivada de triunfar la sociedad esclavista. Fue entonces cuando la masa creciente de «herramientas humanas» desembocó en el espíritu capaz de superar la puerilidad mágica, que aborreciendo la paciencia aparejada a trabajar cada cosa se las ingenió para no «mancharse» con su inmediatez, e interpuso al no reconocido como igual entre el mundo externo y su deseo.
El espíritu de aquel dominus o dueño, propietario incondicional de tierra, ganado, familia y siervos, seguía siendo «un yo que es un nosotros y un nosotros que es un yo», y la novedad que se introdujo fue limitar el reconocimiento a otros dueños, jerarquizados por el rango de sus respectivos ancestros. Esto no carece de precedente en algunas pautas animales[486], aunque solo la «lucha de las autoconciencias contrapuestas» sistematiza la necesidad de un desigual absoluto. El pudor de la memoria filtra lo amargo de ese hallazgo reteniendo solo aquellos duelos donde el vencido mereció la amistad del vencedor, como empezó ocurriendo con Enkidu y Gilgamesh, pero el primer mercado multinacional fue el de herramientas humanas, y la Antigüedad clásica inicia su andadura administrando masas incapaces de obrar sin permiso y detentar propiedad. A partir de entonces la incumbencia fundamental del Estado será asegurar al bien nacido un dominio omnímodo sobre el de otra condición.
No es ocioso comprobar que Saint-Simon y Hegel piensan por separado y al tiempo partes distintas del mismo proceso. Desde la atalaya del visionario, el primero subraya lo incoherente de oponer ricos a pobres cuando a la sociedad solo le concierne la distinción entre laboriosos y ociosos, pronosticando que aparecerá un partido de los trabajadores. Desde la perspectiva del arqueólogo, el otro exhuma la figura del dispuesto a luchar sin cuartel por un estatuto de privilegio y la del inclinado a preservarse, que por eso mismo asume «la cadena de modificar el mundo independiente»[487]. Lo que para Saint-Simon es una ilusión ruinosa, desplazada por el culto a la industria, la Fenomenología lo expone como relación del orgullo consigo mismo, donde el triunfo inicial del guerrero prepara el coraje superior de soportar la vida tal cual es, y la capacidad de mejorarla con cualquier pericia distinta de la bélica.
El inferior será el superior, pero lejos de debérselo a algún mesías su energía surge de que «no sintió angustia por esto o aquello sino por su esencia entera […] y extrae del deseo reprimido una transformación controlada, trabajo formador»[488]. El amo, que conquistó la superioridad venciendo al miedo, solo tiene por delante una debilitadora molicie, donde empezar siendo el bien nacido le condena a la fragilidad del parásito. A corto y medio plazo padece la competencia de otros aspirantes a vivir del «temor», y eventualmente el destino de someterse a su sometido, que regenerando la fuerza con esfuerzo acumula sin pausa saber y firmeza. Para ser más exactos, la lucha a muerte por el prestigio engendra la civilización en cuanto tal, donde el deseo empieza a templarse con «pensamiento propiamente dicho», y suscita una secuencia de espíritus definidos, en la cual «cada uno asume del que le precede el gobierno del mundo»[489].
Por otra parte, bastan cuatro generaciones para que la fuente de fuerza e independencia, el Emperador, se convierta en un inerme dependiente, algo paralelo al hecho de que el sistema ensayado para asegurar la prosperidad del hombre libre asegure en realidad un creciente déficit productivo, y una proletarización general. Al observarlo más de cerca comprobamos que esa gradual catástrofe engendra como formación reactiva una secuencia de disidentes, cuya primera «figura» es el estoico, alguien enriquecido por la «disciplina del servicio» que «orienta su acción a ser libre, tanto sobre el trono como bajo las cadenas»[491]. Su kriterion, que es tan válido para el esclavo Epicteto como para su discípulo, el césar Marco Aurelio, lo ha expuesto en origen el comerciante Zenón de Citio (334-262 a. C.), que, gracias a la industria editorial ateniense, pudo informarse sobre Sócrates cuando llevaba ya cien años muerto, y vivir en lo sucesivo de madurar sus enseñanzas.
Durante los siete siglos siguientes la conciencia estoica proclama que lo divino es el universo concreto, cuya necesidad (ananké) no anula la libertad de quien estudie lógica, física y ética, pues eso le ayudará a obrar de modo «naturalmente razonable»[492], aprendiendo a superar el dolor con «fortaleza» y los sentimientos «destructivos» con lucidez. Su meta de impasibilidad corresponde a un tiempo de «universal miedo y servidumbre, aunque también de universalización en la cultura»[493] sostenida sobre el derecho civil, que presenta como rasgo singular el rechazo de los límites prefigurados por cada cuna. Seguir la physis significa imitarla, y la cesura establecida entre el dueño y su herramienta humana resulta tanto más depravada o antinatural cuanto que pretende inmovilizar el curso del mundo, «un fuego que progresa inventando metódicamente» al combinar poiesis con techné. Por otra parte, el estoico solo se insurge contra sus propias debilidades subjetivas, haciendo gala de una disposición a superar la injusticia que se expone a la ironía objetiva de ser su oficio habitual el de gestor público o privado.
Otras escuelas de virtud entienden que cultiva algo contiguo a la soberbia[494], y balbucea cuando trata de explicar el mundo —o la propia conducta—, por más que alegue el logos como criterio. Su querer tener fortaleza nada puede contra la inhumanidad reinante, y desesperar del estoicismo engendra al escéptico, para el cual la operación de suspender[495] el asentimiento o rechazo parece más realista que vencer al dolor en pugna directa. La cultura se descubre determinada por ideas aunque inconsciente de ello, y al pasar de los conceptos como cosas a las cosas como conceptos el escepticismo descubre la potencia libre del pensamiento, que hace y deshace el mundo a despecho de sus crédulos actores, ofreciendo a la conciencia un albergue más firme y veraz que el suicidio, actual o diferido, del estoico.
La nueva figura toma como símbolo la espiga, que cede ante el vendaval para recobrarse de seguido, porque matiza todo tipo de destino con distancia estética, poniendo inteligencia allí donde otros se atropellan queriendo imponer alguna voluntad, y hasta qué punto ha elegido el camino correcto lo demuestra su capacidad para hacer observaciones tan oportunas como ingeniosas sobre lo real y lo irreal. El estoico ha de ser férreo por dentro y por fuera —no en vano tiene al sufrido Hércules como santo patrón—, mientras el escéptico se educa en un arte menos marcial y más sutil. Por otra parte, su modo de superar el sentimentalismo y la barbarie es «inmediato» aún, incapaz de rehuir un discurso donde tesis opuestas exhiben la misma fuerza lógica y suscitan «antinomia». De esa parálisis conceptual viene «proclamar la nulidad del ver y el oír mientras ve y oye, declarando lo nulo de las éticas sin perjuicio de erigirlas en poderes de su conducta»[496].
Negar en su sentido no es realmente negar sino algo más próximo al cinismo, y la sociedad esclavista está preparada entonces para dejar atrás el imaginario pagano con el híbrido de coraje estoico e independencia escéptica que representa el cristiano original, donde «lo que antes era repartido entre el amo y el siervo se resume en uno solo»[497]. Más precisamente,
«En el estoicismo la autoconciencia es la simple libertad individual. En el escepticismo esta libertad se realiza destruyendo las determinaciones de la existencia, pero más bien se ve arrastrada a ser doble. La disyunción que antes aparecía repartida en dos singulares, el amo y el siervo, se resume ahora en uno solo, que […] como conciencia infeliz asume la esencia contradictoria»[498].
El reino del amor fraterno solo puede coexistir con la pervivencia del amo y el siervo apoyándose en el desprecio por lo físico en general, y haciendo que estas figuras reaparezcan en el interior de cada fiel como impulsos opuestos, uno comprometido con evitar el luxus y su luxuria, el otro apegado a la concupiscencia que debería aborrecer. Mientras Roma fue sinónimo del Anticristo, el odio al mundo suscita una secuencia de mártires voluntarios. Cuando el Imperio se cristianiza el llamamiento a la automortificación puede elegir: la existencia eremítica o monástica, engrosar las masas errantes de desharrapados[501], o bien ofrecerse como esclavo. Al llegar los siglos de estancamiento en la penuria[502], la infelicidad de la conciencia deriva de intentar esquivar su propia sombra, mendigando un rato más de residir en el valle de lágrimas terrenal, como si los júbilos del Cielo no esperasen al creyente sencillamente sincero.
El estoico era una variante del gladiador, el escéptico alguien supuestamente emancipado por borrar de su léxico el verbo «creer», y la última figura del espíritu antiguo un parvulus que abraza el destino de la mansedumbre crédula, presto al trueque de libertad por obediencia. El reino de la cuna persiste, a despecho de que los hijos del amo y siervo oficien como monaguillos comunes en cada misa, arrodillados ambos a la espera del Juicio que interrumpa al fin la crónica estación de miseria y desigualdad. Con la elevación a los altares del santo y la santa, el «Dios se hizo hombre» halla un modo de cumplirse que readmite calladamente un politeísmo infiltrado de neurosis, pues
«su pensamiento sigue siendo un informe resonar de campanas o un cálido vapor nebuloso, una música que no llega a concepto […] El ánimo se siente a sí mismo pero solo dolorosamente, como desdoblamiento entre la vida y su trascendencia que es el movimiento de una infinita añoranza […] del más allá inasequible, que huye cuando se le quiere captar, y en realidad ya ha huido»[503].
La promesa de Apocalipsis se transforma en la llamada Paz de Dios, un sistema social basado en que lo devuelto por el protegido a su protector en forma de sumisión y trabajo forzoso es siempre poco, tan insuficiente como lo devuelto por la criatura a su creador en forma de adoración y culto. Esto dispara nuevos brotes de patetismo, canalizados en principio hacia la conquista del único sepulcro donde no debe haber restos del finado, o toda la fe se derrumbaría, aunque ese proyecto de recobrar los Santos Lugares tampoco constituye una histeria espontánea. Es el modo de mirar hacia otra parte ante la afrenta representada por una Iglesia rica o señorial, que poco después debe convertir su cruzada exterior en cruzadas interiores, dirigidas precisamente contra quienes representan a la Iglesia pobre[504].
Entretanto, la deserción del siervo se acelera con el conflicto entre el papado y la nobleza, crece la clase media y el propio clero se refina, pues sus emisiones de indulgencias plenarias y bulas para adquirir vida eterna revierten de una manera u otra en patronazgo para las artes y las ciencias. La dialéctica del amo y el siervo como individuos particulares se ha transformado en dos mundos dentro del mismo, donde la guerra entre la carne y el espíritu va dando paso a formas más desarrolladas de la libertad para individuos y grupos, no por ello absueltas de la contradicción inherente al movimiento.
«La evolución, que en la naturaleza es un sereno crear, resulta para el espíritu una lucha dura e infinita consigo mismo. Quiere alcanzar su propio concepto, pero él mismo se lo oculta, y en esa alienación se siente orgulloso y colmado de dicha» [505].
Dominar en considerable medida el aparato conceptual hegeliano permite a Marx transformar el planteamiento ebionita en materialismo histórico, y ofrecer de paso la primera economía política no lastrada por una estática u otra. De su maestro toma también la invitación a convertir la negatividad y la muerte en orgullo, y una idea de la evolución humana como odisea donde volver a Ítaca solo se logra superando alienaciones autoinducidas[506]. Pero definir el espíritu como libertad, y la libertad como conciencia de la necesidad, concentra a Hegel en el esfuerzo de pensar la reconciliación (Versehnung)[507], y una ironía de gran calibre hará que su discípulo más célebre convierta la libertad en determinismo y la reconciliación en revancha. El máximo estudioso del imaginario cristiano[508] no sospecha que esté preparándose un renacimiento de la constelación mesiánica, aunque saluda «una nueva irrupción del espíritu […] cuando tantos pretenden ofrecerle la vana resistencia del apegado al ayer».
Sin recurrir a un solo nombre propio, la Fenomenología narra la aventura cultural de Occidente a través de figuras más complejas, que se van sucediendo en el trono ideológico del mundo, y tras analizar el Terror como una de esas figuras comprobamos que lo ulterior es una sección dedicada al «reino del perdón reciproco» conquistado merced a su derrota, una etapa inaugurada por la «moralidad superior». Eso omite la obra subsiguiente de la guillotina, que fue sembrar una ideología elevada a religión política, donde el intelectual florecerá eventualmente como agitador y comisario del pueblo. Pero estamos en 1807, casi dos décadas antes de que Owen anuncie el conflicto entre trabajo y capital —cuatro décadas antes de 1848, el annum mirabilis de las revoluciones—, y ni siquiera cabe atribuir a Hegel ignorancia o indiferencia en materia económica, pues ya en 1803 explica a sus alumnos cómo el desarrollo de la producción la transforma en una complejidad autoorganizada, evocando al tiempo opulencia y nuevos riesgos:
«La división del trabajo aumenta la masa del producto, según advierte Smith […] si bien la conexión de cada tipo de trabajo con la masa entera de las necesidades se hace inaccesible con ello, y a menudo una operación lejana detiene y hace superfluo el trabajo de toda una clase de hombres»[509].
Saint-Simon no acabó de comprender la unidad de capitalismo y socialismo hasta 1825, y Hegel —ayudado por el atraso material y político alemán— no llegó a intuir la recurrencia del ideario jacobino. Su aspiración invariable fue ser un profesor capaz, entregado a enseñar que lo verdadero es siempre algo a posteriori, fruto de una realidad cuya naturaleza consiste en irse inventando, y nada podía resultarle menos decoroso que la videncia profética. Me gustaría haber podido sugerirle al lector por qué su pensamiento no es idealista sino realista, y más precisamente una alternativa al voluntarismo revestido de materialismo, cuya propuesta es lograr que cada cosa exponga su historia en vez de ahormarla a esto o lo otro[510].
En cualquier caso, dejamos a Hegel sabiendo ya algo de Ricardo, que nace dos años después, cuando la emanación y la evolución llevan algún tiempo poniéndose a prueba por doquier, sobre todo en las primeras urbes industriales, cuevas infernales para unos y modos de independizarse para otros. La industria a gran escala y el caso concreto de Manchester ofrecen el ejemplo más espectacular del cambio, y también el modo de volver a la vida inmediata tras la excursión por modalidades abstractas del sentimiento y el pensamiento.