«La Junta que desde finales de los años treinta amalgamó sindicatos, mutuas y montepíos fue un movimiento de operarios, no de simpatizantes suyos en la clase media o la aristocracia, y se mantuvo básicamente ajena a dogmas económicos y políticos […] Pensaba que abolir los privilegios, e inaugurar oportunidades sociales y educativas para todas las clases, llevaría consigo una alta medida de igualdad económica.»[610].
Las primeras noticias medievales sobre gremios se remontan al siglo IX, y destaca entre ellas el comentario de un alto dignatario eclesiástico, escandalizado ante el hecho de que grupos de artesanos creen hermandades cuya meta es combatir el intrusismo, pues el derecho civil romano no reconoce como fin social lícito la colusión o pacto en perjuicio de terceros[611]. Un siglo más tarde comprobamos que esa reticencia ha sido superada mediante gremios-cofradías, cada uno provisto de su santo guardián, que colaboran con óbolos, procesiones, capillas y otras obras piadosas, tejiendo al mismo tiempo una red más o menos tenue de clase media[612]. Algo después se encuentran diseminados por toda Europa occidental, asumiendo funciones que Wikipedia define ingeniosamente como «amalgama de sindicato, cartel y sociedad secreta».
Su reproducción depende de un sistema basado en que los aspirantes se formen trabajando en talleres de maestros durante cinco o siete años, hasta graduarse como oficial/jornalero, entendiendo por ello alguien capaz de producir cada jornada (journée, journey) un objeto digno de pago en metálico. Recibe entonces un certificado que le autoriza a ampliar conocimientos trabajando con otros maestros, y se elevará eventualmente a dicho rango si la jefatura gremial de cada distrito —formada en exclusiva por maestros— así lo decidiese. Con leves retoques, esto sigue ocurriendo en nuestros días a través de universidades, escuelas técnicas y centros de formación profesional, aunque los gremios añadiesen a sus funciones formativas la hipoteca de una doble colusión. Por una parte, imperar sobre los precios, pactando las presidencias de cada rama manufacturera qué cantidad y calidad se ofrecería al público. Por otra, seguir gozando de su exclusiva, inseparable de subvencionar a monarcas y otros señores con préstamos y donaciones.
Al derecho medieval no le interesan los jornales hasta la llamada Muerte Negra, cuando el hecho de sucumbir un tercio de la población los eleve bruscamente. En Inglaterra, quizá el territorio más castigado por la plaga, evitar ese alza suscita el Statute of Labourers de 1351[613], cuya pretensión de fijar salarios máximos prepara el estallido de la Gran Rebelión (1381). Parte de esta norma iba a ser derogada, otra entró en desuso, y aunque los pactos secretos de gremios, hansas y jornaleros siguieron mereciendo el rechazo de los códigos, quedaron al margen instituciones de autoayuda representadas por montepíos y mutuas (friendly societies, provident societies y benefit societies), que habían ido surgiendo para mitigar en cada campo laboral la indefensión de profesiones específicas.
En el Renacimiento la tensión perpetua entre el comerciante usufructuario de derechos adquiridos y el cultivador del riesgo se exacerba, porque los gremios logran convertir sus talleres en redes de tiendas con monopolio zonal, y aspiran a gobernar sobre los mayoristas o negotiatores propiamente dichos. Eso rompe el armisticio entre asociaciones de artesanos y asociaciones de mercaderes (hansas), provocando batallas abiertas como la que libran los Oficios florentinos contra los Medici, los minoristas alemanes contra la Compañía de Ravensburg y los tenderos británicos contra Merchant Adventurers[614]. El desafío acaba en fracaso para los primeros, incapaces de hacerse con el control de la banca y la importación-exportación a gran escala.
Tras ese momento de auge, la decadencia de la industria y el comercio gremialista se anuncia con las primeras leyes sobre propiedad intelectual[615], que consagran la patente realmente inventiva en perjuicio del mero privilegio previo. Reservar los derechos de autor a procesos de descubrimiento rompió de paso el secretismo que protegía a cada «oficio», preparando el terreno para inventores-fabricantes, y la instalación de una maquinaria cuyo manejo no requería nada remotamente parecido a cinco o siete años de pupilaje. En países de fuerte tradición centralista los privilegios gremiales fueron abolidos por decreto, como hizo la Asamblea Nacional francesa en 1789, y en Inglaterra basta impedir que sigan obstaculizando la iniciativa, aunque su espíritu se despedirá con los zarpazos del movimiento tecnófobo.
Hasta 1809 los gremios ingleses se habían defendido haciendo valer el reglamento isabelino sobre aprendices —que limitaba radicalmente su número y exigía largos periodos de formación—, recurriendo a jueces y autoridades municipales para multar al empresario que no respetase sus estipulaciones. Pero desde ese año, y ante todo desde una segunda ley de 1813[616], el Parlamento responde al brote de nostalgia que representa el luddismo declarando que «todo individuo es perfectamente libre para disponer de su tiempo y su trabajo del modo y en los términos que considere más conducentes a su propio interés»[617]. Reconociendo de modo expreso «la libertad de comercio», dicha norma prohíbe acosar a quienes monten fábricas atendidas por tantos empleados como sus rendimientos permitan, y esto basta para impedir que la oferta siga monopolizada.
Genéricamente, el gremio corresponde a la edad proteccionista que Smith llama soberanía del productor, y el sindicato a la soberanía del consumidor que induce la liberalización del comercio. Por supuesto, el propio desarrollo de la industria en gran escala replanteó la forma gremial o colusiva de hacer negocios, pues los colosos productivos fundaron cárteles y trusts donde supuestos competidores pactan una imposición al público de monopolios velados, y acabará siendo necesario promulgar una nueva legislación en defensa de la competencia. Pero adelantar acontecimientos es menos instructivo que seguir contemplando el ascenso de Inglaterra al estatuto de superpotencia, un proceso donde el modo de gestionar las relaciones entre empleador y empleado tiene al menos tanto peso como el modo de gestionar el tránsito del metálico al papel moneda.
«Los orígenes del sindicalismo podrían remontarse a una protesta ante opresiones industriales intolerables, pero no fue ese el caso. La primera mitad del siglo XVIII es todo lo contrario de un periodo caracterizado por alguna penuria excepcional. Desde 1710 a 1760 hubo una sucesión casi constante de buenas cosechas, que mantuvieron excepcionalmente bajo el precio del grano, y todos los oficios que van a destacar por iniciativas sindicales obtenían salarios proporcionalmente altos»[618].
Esto afirma la pionera y monumental historia de las Trades Unionscompuesta por el fabiano Sidney Webb, un adalid del comunismo pacífico, a cuyo juicio «el sindicalismo brota con el divorcio entre capital y trabajo»[619]. Dicho divorcio no deja de ser también una expresión ambigua, pues combina algo tan evidente en un sentido como inexacto en otro. Lo evidente es que las grandes fábricas —fruto de unir propiedad intelectual con financiación masiva— dejaron de ser gestionadas por peritos en ese o aquel oficio manual; y lo inexacto es que el patrón antiguo fuese «uno más», pues en el taller artesanal todos retenían sus «medios de producción»[620].
La añoranza de un ayer fantaseado mueve a olvidar que lo heroico del gremio fue hacer un hueco a profesionales pacíficos en el seno de una sociedad de cuchillos e hisopos, donde la utilidad prosaica debía rendir pleitesía al ansia conquistadora del soldado y el misionero. Un acopio de abnegación y tenacidad análogo hubieron de hacer los sindicatos cuando la sociedad comercial empezó a industrializarse, buscando todavía a tientas, como el sonámbulo, modos de cumplir su doble meta humanitaria: la sempiterna de asegurarse contra accidentes y decrepitud, y la que llegaba con el tránsito del taller a las naves de fábrica: alimentar al huelguista cuando sostuviera sus pulsos con patronos miserables. Por lo demás, ambas asociaciones presentan su conveniencia específica como bien común, cuando lejos de proteger al público fueron desde el primer día «sistemas para organizar la resistencia ante cualquier innovación con posibles repercusiones sobre el estándar de vida de cada oficio»[621]. Como divisa política, el divorcio entre capital y trabajo aparece con Owen hacia 1820, pero ya en 1720 cierta comisión de maestros camiseros denuncia ya al Parlamento lo siguiente:
«Unos 7.000 empleados del ramo conspiran para elevar sus salarios y abandonar el trabajo hora y media antes de lo acostumbrado, no sin reunir preventivamente sumas considerables para defenderse ante el procesamiento por maquinación».
En términos morales, lo más delicado para estas instituciones es la propia dialéctica de lo general y lo particular, que impone discriminar positiva y negativamente, excluyendo en unos casos a ciertas personas y exigiendo en otros que todos los empleados tengan una sola afiliación. Ya a finales del XVII hay noticias de que «capillas» (chapels) de sombrereros, linotipistas, fabricantes de cepillos, estampadores y canteros rechazan a intrusos serviles (non-freemen), apaleando a quien ose trabajar por salarios inferiores, y un siglo más tarde es condenada por seguir haciéndolo una asociación de cuchilleros de Sheffield. Una de las más antiguas y sólidas, la Bristol Union of Carpenters, fundada en 1768, sencillamente no admite a quien gane menos de once chelines por semana, y no prestará atención alguna al «indecente»[622].
En 1790 —diez años antes de que el temor a un contagio revolucionario ilegalice esas «capillas»— algunas han elevado escritos de queja a los Comunes, alegando que «la expansión de los mercados perjudica al oficio con una competencia no restringida»[623]. Dicha expansión es la única oportunidad de empleo para muchos otros, pero el unionism barre para casa y exige jurar por sus estatutos. Tratará como enemigo cainita a quien no pueda pagar las cuotas previstas, mandándole buscarse la vida en otra parte aunque no haya otra parte distinta de emigrar o cambiar de oficio[624]. Si bien el deber genérico de solidaridad agrupa al trabajo organizado por oficios, que alguno comparta su superávit con el déficit de otro es algo tan probable en teoría como incumplido hasta ahora en la práctica.
Una década después la idea de una central de centrales, proyectada a escala nacional, resurge con el sindicalismo milenarista encarnado por Owen[629], Doherty y O’Connor, inspirando la etapa que Webb etiqueta como fase sindical revolucionaria (1829-1842), cuyo desprecio por el lado práctico de las cosas desemboca en «los años del hambre». No menos de un millón de empleados y sus familias rondarán la desnutrición durante sus paros voluntarios, llevados eventualmente a la amargura de perder no una sino todas las confrontaciones, hasta acabar mendigando readmisión en peores términos. Parecería que el duelo pacífico entre capital y trabajo concluyó con la victoria del primero; pero mirarlo más de cerca muestra que la oleada de huelgas minó eficazmente la producción y distribución de bienes, arruinando a muchos empresarios y contrayendo objetivamente la oferta de empleo, con independencia del duelo subjetivo entre empleadores y empleados.
Por lo demás, el common sense no tarda en desligarse del elemento mesiánico, suscitando un sindicalismo inspirado en la racionalidad burocrática, que tras reafirmar el interés común del trabajador por cuenta propia y ajena se propone intervenir con conocimiento de causa y eficiencia, evitando tanto la quiebra de empresas como cualquier reivindicación no respaldada por fondos de reserva. «Lo que nos hizo tan insignificantes», dice por ejemplo la confederación de metalúrgicos a mediados de siglo, «fue la peligrosa práctica de ir a la huelga, olvidando cuántas disputas se evitaron con unas pocas palabras oportunas entre nosotros y los patronos»[630].
Entre el planteamiento de «confianza recíproca» representado por Gast y el de quienes recobran su espíritu han florecido sucesivamente el movimiento del general Ludd y el capitán Swing, el fervor owenita y el populismo de algunos análogos, cuyo denominador común es algún defecto de análisis debido al cual las balas estallan en la recámara o salen disparadas hacia atrás. Fuente de innumerables perjudicados por su lema de «boicot permanente», la revista de Doherty —El Abogado del Hombre Pobre— insistió en la línea tecnófoba declarando que los ingenios mecánicos destruyen empleo. Con todo, el sindicato con mayor número de miembros no será el de empleados por la industria textil, la siderurgia o la minería, sino precisamente la confederación de mecánicos, la Amalgamated Society of Engineers.
Conciliadora por principio, aunque capaz de arruinar al patrono que confunda esa disposición con impotencia, la central de los «mecánicos» constituye el negativo de antecesores fundados en juramentos de lealtad eterna y secreto absoluto, donde huesos humanos y una gran espada amenazan al infiel o indiscreto. En 1852 la mutua de su sindicato[631] tiene un fondo para hacer frente a paros diez veces superior a la suma del reunido por las gigantomaquias de Owen y Doherty, y su secretario general W. Allan considera llegado el momento de que la gestión de los intereses laborales «pase del entusiasta casual y el agitador irresponsable a administradores remunerados, elegidos democráticamente atendiendo a su capacidad negociadora»[632]. Eso implica incorporar a su nómina abogados, contables, diputados, periodistas, dibujantes satíricos y lo que convenga para «promover la respetabilidad y el desahogo del oficio».
Aunque la causa del trabajo sigue siendo sagrada, el retroceso de las esperanzas milenaristas concentra los desvelos de cada sindicato en gestionar por una parte el fondo de pensiones y asegurarse por otra de que «precios y salarios vayan de la mano» confeccionando tablas de correlación (sliding scales), sin olvidar la meta general de reducir la jornada a ocho horas y la semana a cinco días. El heredero eventual de la GNCTU owenita será la Junta formada por Allan y los secretarios generales del textil, la forja, la construcción y la minería, cuya línea tecnocrática y conciliadora le parece a la vieja guardia owenita y spenceana una simple rendición del Trabajo al Capital. Pero identificarse como negociador y socio, no como víctima y adversario, marca el comienzo de las huelgas que terminan con mejoras salariales o de otra índole, y granjea a ese modelo una hegemonía prolongada hasta finales de siglo[633].
Por lo demás, hasta en los consejos sindicales más proclives al librecambio brotan adeptos del Milenio Laico convertidos al marxismo, que medio siglo antes esperaban un triunfo incondicional del cooperar sobre el competir, y ahora reaccionan a su decepción reclamando que las riendas se entreguen al operario sin especializar. Esto argumenta J. K. Ingram, un discípulo tardío de Doherty, lo bastante influyente como para inaugurar con su ponencia el Congreso Obrero de Dublín (1880):
«Cuando para establecer un negocio fue necesario más capital que el acumulable por el trabajo de unos pocos años (a few years) la maestría gremial se convirtió en mera palabra, la sola pericia dejó de valer […] y comenzó la oposición de intereses entre empleadores y empleados, una cesura entre funciones de dirección y ejecución»[634].
Curiosamente, el congreso coincide con las celebraciones por el centenario de la gran industria, obra de entrepreneurs tan humildes en origen como Arkwright, Dale y el propio Owen. Ingram lamenta que pasar de empleador a empleador tome más de unos pocos años en 1880, cuando desde hace un siglo bastan algunas semanas —como empezaron demostrando Arkwright y Watt— pues la movilidad social ha pasado a descansar precisamente sobre la aptitud para «establecer negocios». Aunque el creador de empleo sea el aristócrata moral e intelectual por excelencia, a quien la Corona nombra par del reino, Ingram prefiere confundir rentistas con empresarios para postular una decadencia de «la maestría». Retribuciones iguales son a su juicio la compensación adecuada para la desdicha de «que la inútil pericia se vea obligada a alquilarse al capital»[635].
Movido por líneas argumentales parejas, Charles Nordhoff aprovecha el prólogo de su estudio sobre las sociedades comunistas norteamericanas para llamar «rémora del Viejo Mundo al odioso espíritu sindical de la dependencia», que renunciando a las mieles del trabajo por cuenta propia condena también a «depender más particularmente de un capital ajeno u otro»[636]. Con todo, su excelente investigación sobre aquellas sectas no incluye nada análogo sobre el desarrollo del ebionismo desde los esenios a los marxistas, y es un abuso lógico identificar al movimiento sindical con el «todos serán sostenidos a expensas públicas» propuesto en 1755 por Morelly[637]. El espíritu de la dependencia no agota el sentido del sindicalismo británico, y más ecuánime resulta el socialdemócrata Kautsky cuando escribe en 1901:
«Inglaterra, el país donde la clase capitalista ostenta un poder político más supremo, cuenta también con el movimiento sindical más eficaz, más numeroso y mejor organizado, así como con la clase obrera más libre e independiente»[638].
Las instituciones no suelen ser benéficas ni maléficas sino complejas, y conocer el trámite que legalizó a las trade unions despeja cualquier duda sobre el influjo en ello del victimismo.
Para que los sindicatos dejasen de ser ilícitos lo esencial no era renunciar a la negociación de sueldos y condiciones de trabajo, sino que ese orden de cosas —sujeto tradicionalmente a la estructura gremial— se delegase en ellos, cosa decidida en la práctica por el progreso de la industrialización, que multiplicó exponencialmente el número de oficiales y aprendices sin hacer lo propio con el de maestros. De ahí, por ejemplo, que ya en 1720 hubiese según el gremio de camiseros una mutualidad no limitada a funciones de previsión[639], y capaz de coordinar a siete mil empleados con fines de cobrar más y trabajar menos. A partir de entonces distintas jefaturas gremiales denuncian parejas «conspiraciones» en otros oficios, pero el Parlamento no toma cartas en el asunto hasta la Combination Act de 1799, cuyo preámbulo menciona «el ingente esfuerzo bélico del momento» y la necesidad de que «los órdenes inferiores en ningún caso padezcan la seducción de principios subversivos»[640]. Su artículo 1 declara
«ilegales y nulos cualesquiera contratos, pactos o acuerdos de operarios productores u otras personas para conseguir aumentos de sueldo, alterar las nueve horas habituales de trabajo o disminuir su cantidad […] salvo cuando tal cosa sea fruto de acuerdos con sus patronos (masters) o empresarios (manufacturers)»[641].
El intento previo de legislar sobre salarios —el Statute of Labourers medieval— había desembocado en el mayor alzamiento de la historia británica, y quizá esa experiencia explica que el precepto exhiba apelaciones conciliadoras, como ilegalizar igualmente cualquier maquinación (combination) patronal y establecer un cauce de arbitraje para resolver diferencias futuras, imponiendo al patrono que acepte el elegido por sus empleados[642]. Esto último decepcionó tanto a los gremios como al nuevo industrial, y lejos de disuadir a los «conspiradores» logró que presiones antes veladas se transformaran en desafíos abiertos, cuyo primer éxito resonante fue paralizar durante algunas semanas los astilleros de Londres en 1801, gracias ante todo al intrépido Gast.
Dos décadas más tarde el movimiento sindical es una entidad indestructible, que organiza huelgas en todo el país y cuenta no solo con el apoyo de sus afiliados sino con el de patronos como el sastre Francis Place (1771-1854), a cuyo juicio la norma de 1799 estimula la sedición so pretexto de impedirla, abonando un desprecio por la ley más perjudicial para la concordia que reconocer un derecho de asociación ya ejercido de facto. Para acabar con ese «corruptor incentivo» bombardea a los Comunes con cartas, publica artículos en prensa y moviliza a los dos o tres diputados afines a su «radicalismo democrático», calculando que un comité parlamentario bien asesorado verá la oportunidad de calmar así los ánimos, y el Parlamento accederá a su propuesta si llegase a figurar en el orden del día. Confirmando los poderes del lobbying, todo esto va a ocurrir, y de un modo tan rápido que ni los industriales tienen tiempo para protestar ni los sindicalistas acaban de creerse la Combination Act de 1824[643].
A tal punto es así que el precepto no suspende las principales huelgas del momento (en astilleros, serrería, zapatería, sastrería, ebanistería, pintura industrial y fontanería)[644], cosa interpretada por muchos parlamentarios como ingratitud. Un nuevo comité reunido con carácter de urgencia propone girar en redondo, recalificando al sindicato como «conspiración»; y quizá lo hubiese logrado de no ocupar entonces la cartera de Interior un tory tan respetuoso con las libertades como Robert Peel[645], que salva lo esencial del paso dado apoyándose en el preceptivo informe de su departamento. El resultado de los debates será la Combination Act de 1825, una norma pensada para frenar simultáneamente a reaccionarios e incendiarios, que se aprueba como parte del primer paquete legislativo orientado a pasar gradualmente del proteccionismo al libre cambio, en este preciso caso derogando la prohibición de exportar maquinaria, y la de que trabajadores especializados emigren a otros países[646].
Manteniendo la validez del convenio colectivo y el recurso a la huelga, Peel aprovecha para precisar que esa facultad no incluye «obstrucción» o «intimidación» de ninguna especie para terceros. Más adelante tanto el poder judicial inglés como el de otras democracias sancionarían la impunidad de piquetes e incluso ocupaciones, con una política de discriminación positiva hacia la parte «débil»[647]; pero condicionar la licitud del sindicato a una evitación de medios intimidatorios fue quizá lo más útil para evitar confrontaciones violentas, cuando el país estaba abocado a una década larga de sindicalismo mesiánico. Insistiendo en que la huelga legal será en cualquier caso más cívica que la ilegal, Place había recomendado navegar la inevitable tormenta de populismo con ese convencimiento como brújula, pues el demócrata tiene bastante con su «fuerza moral», y solo el demagogo recurrirá a «fuerza física».
Sin perjuicio de ser la gran figura mesiánica, Owen coincide incondicionalmente con él en rechazar la violencia, y cuando las aguas vuelvan a su cauce la Combination Act de 1825 será el punto de apoyo para el sindicalismo negociador y pragmático de la Junta. Entretanto, una campaña gestionada también por Place y Gast entre otros saca adelante en 1829 la exención fiscal de cualquier mutualidad formalmente registrada. El Parlamento contemplaba reservar algunas facultades de control a autoridades centrales y locales, pero un número formidable de sociedades «providentes» —entre ellas 108 de Londres— reclaman la más perfecta independencia, renunciando gustosamente a cualesquiera subvenciones o privilegios, «pues favorecemos una auto-ayuda emancipada de tutelas paternales, sostenida sobre nosotros mismos, sin rastro de sumisión a la aristocracia hereditaria»[648].
Ocho décadas más tarde el movimiento sindical inglés «sigue siendo el más eficaz, el más numeroso y el mejor organizado», como reconocen los sindicatos alemanes, que son lo único comparable. Ambos coinciden en descartar prebendas que limiten su autonomía; ambos prefieren «la agitación parlamentaria al chantaje del tumulto» (Peel), y que el sindicalismo británico aventaje al germano en números relativos —pues Alemania tiene casi el doble de población— solo puede atribuirse a su carácter apolítico.
El propio hecho de no mencionar nunca a los contratantes como employers y employees anunciaba un criterio más próximo al amo y siervo en sentido tradicional, por más que el precepto representase un importante progreso comparado con normas previas, donde el absentismo llegó a merecer «embargo, deportación, veinticuatro latigazos sobre la espalda desnuda y deambular con un pez colgado al cuello»[651]. En 1848 abogados como E. Ch. Jones denuncian que «cada año miles de servants sufran penas, sin que ningún master haya padecido la misma suerte»[652], una iniquidad que engendra vergüenza en la propia judicatura, y modos ingeniosos de lograr que el servant escape indemne si decidiera cambiar de patrono, o simplemente ausentarse.
Como antes de admitir la negociación colectiva, en tiempos de la Combination Act de 1799, y con la agravante de seguir ocurriendo, el régimen legal se limita a estimular corrupción y discordia, transigiendo con lo que Jones llama «siervo político»[653]. Coetáneamente, un superventas como el Diccionario de necesidades cotidianas precisa los tópicos sobre la materia, recordando al master que «pagar menos nunca logra ahorro, pues suscita deshonestidad a veces y negligencia siempre». Al servant le sugiere «estar siempre alegre y animoso […] confortado porque se le ahorran las responsabilidades y humillaciones ligadas a esferas sociales más altas»[654]. El primer consejo no ha perdido evidencia, y que el segundo se tornase sencillamente ridículo es inseparable del progreso democrático, manifiesto en una creciente ampliación del censo electoral.
Hasta la Gran Reforma de 1832 el empleado no disponía prácticamente de acceso al Parlamento. A despecho de su nombre, la primera reforma realmente grande llegaría con el Salto en la Oscuridad de 1867, a partir de cuyo momento los días de la discriminación están contados. Cada nueva elección pone más de manifiesto que los escaños —y las Carteras ministeriales— dependen de cómo se gestionan sus intereses, y en los comicios de 1874 el Liberal Party paga vacilaciones a la hora de reconocer la indemnización por despido improcedente con la primera derrota en décadas. Dicho resultado lo adelanta dos meses antes el congreso sindical de Sheffield, que recomienda dar una oportunidad a la política social del Conservative Party y habla en nombre de un millón largo de afiliados[655]. Disraeli no desaprovechará esa oportunidad, y en 1875 introduce una nueva Factory Act que normaliza la jornada máxima de 56 horas semanales, y liquida el arsenal intimidador del patrono con una nueva Master and Servant Act. El empleado dispone en lo sucesivo de vía ejecutiva para exigir indemnización, cuando su contrato de trabajo se cancele o incumpla sin justa causa.