«Imaginar que un esquema completo de reforma cambiará el mundo es la mentira más maligna de cuantas pueden ofrecerse al ser humano.»[819].
En 1848, annum mirabilis de la revolución, el anarquismo, el comunismo y el socialismo planteados en origen por Godwin, Babeuf y Saint-Simon han dado paso a una pléyade de espíritus insumisos donde destacan no solo teóricos franceses sino alemanes y rusos, separados fundamentalmente por confiar o no en alguna organización prefabricada. Proudhon, que es por entonces el revolucionario más influyente, resulta tan implacable en su crítica del orden establecido como en rechazar la sociedad perfecta imaginada por Fourier o cualquier otro «demiurgo bípedo», y eso le hará odioso para gran parte de sus colegas. En efecto, pensar el mundo como un proceso de autoorganización infinitamente complejo, donde todos concurren sin a menudo saberlo o pretenderlo, no deja de ser un pensamiento típicamente liberal y poco o nada convincente para un conjunto de actores que incluye anarquistas pacíficos y anarquistas devotos del terrorismo, socialistas demócratas y antidemócratas, comunistas elementales y comunistas científicos, frutos todos del gran eje ideológico que es el movimiento cooperativo.
Falta entonces la distancia estética que hoy explica el funcionamiento comparativamente peor de algunas modalidades de cooperativa, si se compara con el de sociedades mercantiles, y reina en su lugar el desgarramiento sentimental inducido por la convivencia del industrialismo y el espíritu romántico, cuya tentación más reiterada es precisamente alguna receta capaz de remediar todos los males, desde ya. Los privilegios se evitaban introduciendo competencia, y la competencia introduciendo privilegios, pero el desafío es ahora superar ambas cosas a la vez, bien a través de una «asociación» absolutamente libre —distinta del contrato social por conferir a grupos e individuos la posibilidad permanente de adherirse o separarse— o bien a través del modelo antianárquico propuesto por Marx y Engels, donde el derecho de secesión no existe.
La pequeña conspiración de Darmstadt, en 1832, puso en marcha también un exilio de artesanos alemanes que redescubrieron en Francia las tesis de Babeuf y el republicanismo golpista, organizado a través de células secretas por la charbonnerie de Bazard. En París concretamente, y bajo el lema «todos los hombres son iguales», una cincuentena de ellos forma en 1834 la Liga de los Proscritos, más adelante Liga de los Justos, que con el segundo de sus nombres participa en la fallida insurrección de Blanqui y Barbés (1839), y resulta diezmada a causa de ello. Para entonces su orientación depende del predicador y aprendiz de sastre Wilhelm Weitling (1808-1871), un autodidacta con sólidas nociones de latín y griego, bien instruido en el Nuevo y el Antiguo Testamento, que la última moda presenta como primer «teórico» del comunismo[820].
En París traba contacto fundamentalmente con otro teólogo —Lamennais— y con la rama bucólica y la belicista del igualitarismo, encarnadas allí por Cabet y Blanqui respectivamente. De Blanqui toma la idea del comunista profesional, liberado de cualquier otra incumbencia, aunque la vida no va a permitírselo y acabará siendo un experto, capaz de disputar a la Singer el hallazgo de ciertos procesos para que máquinas de coser hagan abotonaduras y encajes. Propuso las más implacables acciones subversivas, pero —a diferencia del Cautivo— ninguna condujo en la práctica a parejos derramamientos de sangre, y él acabó siendo un pacífico comunista norteamericano, padre de familia numerosa. Por otra parte, la Liga de los Justos nació de una escisión en la de los Proscritos debida precisamente a su énfasis en el ascetismo y la regla militar, que fue mal recibido por los libertarios del grupo[821]. Resultaba demasiado provocador en aquel momento decir que la revolución solo podría triunfar disciplinando a los bajos fondos, y que su «desesperación» era la única garantía para recomenzar desde bases «totalmente sanas».
En 1838, poco antes de fracasar el golpe de Estado blanquista, alterna la actividad agitadora con su oficio, traduce al alemán un texto de Lamennais y lanza un llamamiento a reyes, primeros ministros y «otros poderosos» europeos para que eviten el Armaggedon inminente, preparado por milenios de una Cristiandad tolerante con «la fuerza del Becerro de Oro» (die Macht des Mammons), en la cual el fiel ha olvidado que el dinero y la propiedad son «males intrínsecos». Esto es a grandes rasgos el contenido de La humanidad como es y como debería ser, un texto en el cual muchos pasajes líricos alternan con el plan de reclutar y entrenar a una «masa irresistible de desesperados», que Weitling cifra en «unos 40.000 ladrones y atracadores, maestros en la acción directa».
Como ya había observado Buonarroti, el comunismo requiere una autoridad absoluta que controle la importación y difusión de ideas nocivas, y Weitling puntualiza que «todos los socialistas, salvo los de Fourier, consideran perjudicial la forma de gobierno llamada democracia»[822]. El «pueblo en armas» debe hablar en vez de recurrir a las urnas, ya que «capitalistas, mercaderes, clérigos, abogados, lacayos y otros parásitos» no conciben un mundo «sin rivales», y no están por eso mismo legitimados para votar, ni para comprender la meta última de esta empresa:
«Deseamos ser libres como los pájaros del cielo; queremos pasar por la vida como ellos, en despreocupado y jubiloso vuelo y en dulce armonía»[823].
Refugiado en Zurich, imagina que ese santuario de la democracia le permitirá seguir ampliando la Liga, funda un periódico llamado El Grito de Ayuda de la Nueva Generación, y se apresta a publicar El evangelio del pobre pecador (1843). No obstante, la sinopsis del libro —que buzonea buscando suscriptores— es suficiente evidencia para verse procesado y luego condenado por el cantón, cuya fiscalía le acusa de blasfemia e incitación a la guerra civil. Pasa diez meses en prisión, escribiendo la lírica carcelaria contenida en Kerkerpoesien y Sonidos del pueblo (1841), pero su proceso resuena por todo el Continente y le conquista el más alto prestigio en círculos radicales, de manera que cuando desembarque en Londres, a mediados de 1844, nadie osa discutir su autoridad moral e intelectual. En Suiza ha conocido y adoctrinado de modo indeleble a Bakunin, y aunque todavía no conoce en persona a Marx éste le saluda del siguiente modo en el ¡Adelante! (Vorwarts!), una publicación editada en París por exilados alemanes:
«¿Dónde podría la burguesía —incluyendo a sus filósofos e instruidos escribas— apuntar a un trabajo relacionado con la emancipación política comparable con las Garantías de Weitling? Si comparamos la miserable mediocridad de la literatura política alemana con este inconmensurable y brillante debut de un trabajador alemán, si comparamos los gigantescos zapatos del niño proletario con las proporciones enanas de los gastados espectáculos de la burguesía, deberemos profetizar que esta Cenicienta tendrá una figura atlética»[824].
Marx sostuvo en aquella reunión que era preciso esperar al pleno desarrollo del capitalismo y la democracia burguesa, pues de un modo espontáneo la crisis general del sistema precipitará la dictadura proletaria. Esto no dejaba resquicio para la construcción de Weitling, que tras buscar apoyos en vano hubo de admitir que Marx y Engels se convirtiesen en las nuevas cabezas del Comité y la propia Liga, rebautizada como Liga de los Comunistas. Es interesante observar, por lo demás, que oponerse al golpismo de Weitling y Blanqui fue un medio para apartar a ambos de la nueva organización, y en modo alguno un giro de Engels y Marx hacia la actitud pacífica. Redactado en diciembre de 1847, el Manifiesto insiste en «derribar por la fuerza todas las situaciones existentes», y antes de concluir 1848 otro escrito de Marx subraya que «el terrorismo revolucionario acelera el parto del Hombre Nuevo»[827].
Al rememorar la historia de aquellos años cuenta Engels «que el defecto básico en la doctrina social de la Liga no era tanto su indefinición como estar formada por oficiales de algún oficio, cuyo deseo último radicaba en establecerse como maestros. No eran plenamente proletarios, sino meros apéndices de la pequeña burguesía. En ese momento no había, según creo, un solo miembro que hubiese leído nunca un libro sobre economía política». Su lema era todos los hombres son hermanos, convertido por ellos en el trabajadores del mundo uníos. Por lo demás, el cultivo de la economía política no era tampoco antiguo entre ellos dos, pues fue Engels quien sugirió a Marx empezar a estudiarla en el verano de 1844.
Más que desconocer la obra de Smith, Say, Ricardo o Sismondi, los modales de Weitling tuvieron mucho que ver con su destronamiento. Le producía «una insuperable aversión a Heine»[828], el poeta e historiador demócrata que reunía en su casa de París a la plana mayor revolucionaria (Considerant, Herzen, Bakunin, Proudhon, Lassalle, Marx), y Engels ofrece una explicación retrospectiva aunque verosímil sobre sus crecientes limitaciones:
«Cuando vino a Bruselas ya no era el ingenuo aprendiz de sastre que, asombrado ante su propio talento, intentaba aclararse cómo sería una sociedad comunista. Era ahora el gran hombre, perseguido por el medio en función de su superioridad, que veía por todas partes rivales, enemigos secretos y trampas. En definitiva, el profeta llevado de país en país, que tenía siempre lista en el bolsillo la receta para cumplir el cielo en la tierra, y estaba embargado por la idea de que todos pretendían robársela. Ya había tropezado con los miembros de la Liga en Londres y en Bruselas, donde Marx y su esposa le recibieron con paciencia casi sobrehumana, pues no lograba llevarse bien con nadie. Por eso no tardó en irse a América para ensayar allí su papel de profeta[829].
El espíritu ruso se incorpora explícitamente a la causa de la Restitución gracias en buena medida al aristócrata y francmasón Mikhail Bakunin (1814-1876), convertido al colectivismo por Weitling, que defendió con inigualable pasión «el rechazo absoluto de toda autoridad» y una autoorganización del trabajo al margen de formaciones políticas, llamada por eso anarcosindicalismo. Garantías de armonía y libertad y El evangelio del pobre pecador —sus catecismos iniciales— eran una mezcla de sermón edificante con manual terrorista, que él transformó en un género independizado de su raíz evangélica y redirigido hacia la nación eslava, entendiendo que su destino es rejuvenecer al mundo occidental[830]. La posteridad le recordará ante todo por negar que haya conflicto entre el interés personal y el social[831], y por afirmar que «la libertad sin socialismo es privilegio, injusticia; el socialismo sin libertad es esclavitud y brutalidad».
Físicamente en las antípodas del enjuto Blanqui y el atlético Weitling, los daguerrotipos de Bakunin muestran a un individuo obeso, de rostro tumefacto y ojos glaucos, bautizado por Engels como «el elefante» debido a sus dimensiones, que en su juventud tenía fama de ser fuerte como diez hombres, y andando el tiempo se hizo legendario por su apetito de viandas, licores y complots. Tras una penosa experiencia como alférez de artillería[832], su nueva vida comienza cuando el padre le subvenciona estudios de filosofía en Alemania y entra en contacto con la intelligentsia revolucionaria europea, animado por su carácter entusiasta y abierto. Antes de dejar Rusia había escrito al margen de Las lecciones sobre la vida bienaventurada de Fichte: «Todo lo falso será destruido sin excepción ni piedad, para que la verdad triunfe. ¡Y triunfará!»[833].
Stirner entiende que la sociedad establecida es una cárcel alienante, pues somete la individualidad a la esfera impersonal que representan instituciones —políticas, religiosas, jurídicas o de cualquier otra índole—. Aboga, pues, por una libre y franca «asociación de egoístas», donde el derecho absoluto empieza y termina por la secesión. El último párrafo de su libro redondea no solo sus aspiraciones conceptuales sino un tipo de ensayo culminado más tarde por Nietzsche, donde el autor interviene constantemente en testimonio de su veracidad:
«En el Único, el poseedor vuelve a la nada creadora de que ha salido. Todo ser superior a mí, sea Dios o sea el hombre, se debilita ante el sentimiento de mi unicidad, y palidece al sol de esa conciencia. Si baso mi causa en mí, el Único, la hago reposar sobre un creador efímero y perecedero que se devora él mismo, y puedo decir: He basado mi causa en la nada».
El influjo de Stirner, y más aún el de Proudhon —cuya obra se examina enseguida— permitió a Bakunin dejar de ver en el socialismo el «nuevo cristianismo», a la manera de Weitling y los christian socialists ingleses, haciéndole reparar en la discrecionalidad del gobierno como enemigo principal del pueblo, un concepto tan profundo y benévolo como expuesto a interpretaciones divergentes. Al admitir la necesidad de algún poder coactivo legítimo, el demócrata se aplica a minimizar el margen discrecional por medios institucionales. El anarquista, en cambio, aspira a abolirlo eliminando las instituciones de modo súbito o gradual, y Bakunin no acaba de decidirse por lo segundo hasta 1848, cuando los alzamientos de París y Dresde le convencen de que el autogobierno popular resulta viable. En esta última ciudad asombra a Heine y Wagner, dos compañeros de alzamiento, con la idea de proteger su sector de barricada apilando ante ella cuadros y esculturas del espléndido museo local, considerado entonces el quinto o sexto del mundo.
Recordará siempre esos días como el momento más glorioso de su existencia, donde al calor de tiroteos, asambleas y purgas de traidores redescubre que «la pasión destructiva es también pasión creativa». Cuando intentaba llevar la agitación a Praga resulta detenido, y empieza un calvario de dos años por prisiones prusianas y austriacas. Los prusianos le condenan a muerte por haber tomado como rehén la Pinacoteca de Dresde, y acaba logrando ser extraditado al penal de San Petersburgo, donde redacta una confesión al Zar como primer requisito para no sufrir la pena capital. Ese documento constituye también una profesión de paneslavismo conmovedora para su destinatario, que reduce la condena a cinco años más de cárcel y destierro ulterior en Siberia[837].
Una vez allí el panorama cambia completamente, porque el gobernador general de Siberia es un primo suyo y desde 1859 percibe la sinecura de dos mil rublos anuales, que le permiten casarse con una bellísima dama polaca y ser bien recibido en todas partes. Por lo demás, entiende que la situación no deja de ser una indigna pasividad, y a principios de 1861 le vemos burlar el bloqueo ruso para embarcarse con destino a San Francisco en el puerto de Yokohama, a bordo de un trasatlántico donde encuentra por pura casualidad a Heine y quizá menos casualmente al norteamericano-japonés J. Heko, un alto miembro del movimiento Meiji que lucha entonces por abolir el shogunato feudal, e imitar a Occidente en algunos aspectos, a quien interesa conocer de primera mano qué piensan sus «radicales».
Tras cruzar Panamá por tierra, haciendo luego escalas en Nueva York y Boston, vuelve a Europa a finales de año y reanuda su actividad de agitación y propaganda aprovechando que es ya una figura legendaria, reconocida por nacionalistas como Garibaldi y Mazzini y venerada por todos los adeptos al colectivismo. A partir de entonces excita hasta donde puede la rebelión polaco-lituana de 1863[838], crea una densa red europea de clubs y sociedades secretas[839], se une al consejo rector de la Internacional y acuña el concepto de Attentat o hazaña terrorista[840] para animar la revuelta de Lyón en 1870, antesala para la Comuna de París del año siguiente, cuya Semana Sangrienta solo encuentra en él y Blanqui a defensores de renombre, pues Proudhon, Marx, Engels, Weitling y el resto de los revolucionarios conocidos le oponen distintos reparos.
Corona así una década de trabajo incesante que mina sus fuerzas, y desde 1872 se refugia en Suiza —como antes o después gran parte de los revolucionarios—, amargado por la sensación de que «el mal ha triunfado y no queda el más mínimo vestigio de pensamiento, esperanza o pasión revolucionaria en las masas […] La única esperanza es una guerra mundial ¡aunque vaya perspectiva!»[841]. Su consuelo postrero será el desarrollo en Rusia del movimiento nihilista, que fue inicialmente una traducción al eslavo del positivismo comtiano[842], y que gracias a su joven protegido y discípulo Sergei Nechayev (1847-1882) se convierte en sinónimo de asesinato y caos revolucionario[843]. Este delfín no vacila tampoco en saquear sus cajones y acusarle de despilfarrar en su persona los fondos trabajosamente ahorrados por la Fraternidad para otros fines. Y como Marx, que muere cuando había decidido definir su concepto de «clase social», Bakunin expira cuando acaba de resolver que estudiará «el desarrollo del anarquismo del modo más objetivo».
Ese fue a grandes rasgos el programa «anarcosindicalista» presentado al congreso de la Internacional en La Haya (1872), donde el rechazo de los dispuestos a preparar la dictadura proletaria precipitó el cisma vigente aún en el colectivismo entre negros y rojos. La expulsión de los anarquistas fue saludada por Bismark como la mejor noticia imaginable para la civilización, y atribuida por Marx a las ambiciones, intrigas y sabotajes de Bakunin, a su entender un místico incoherente de la violencia. Este, sin recurrir al reproche ad hominem, adujo que «ninguna dictadura puede tener meta distinta de la autoperpetuación ni otro resultado que la esclavitud, pues empieza imponiendo esa condición a las masas». Reconocía que su rival era más culto y admitía sin reservas todos sus análisis económicos; era materialista e igualitarista en la misma medida, rechazaba igualmente tanto el dinero como las clases, pero adivinó que poner en práctica el marxismo no conduciría a una dictadura transicional sino crónica.
Al analizar sus respectivos idearios[844] comprobamos que la divergencia se centró en un concepto de la complejidad presente en Bakunin y ausente en Marx, al vedársela el propio hecho de construir un sistema donde la realidad se explica de principio a término y cada parte remite al todo, que es la propia perspectiva llamada materialismo histórico. En ella el curso del mundo aparece determinado por cierta lógica interna, que sin necesidad de proponerse abolir la propiedad y el comercio engendra una clase cuya supervivencia pende de lograr ambas cosas, y que lo conseguirá desterrando el Estado. Bakunin considera que el papel atribuido a esa «virtuosa clase» es un delirio de presunción excitado por la «pedantocracia», pues
«¿Qué mente, por muy brillante que sea, o —si queremos considerar una dictadura colectiva, incluso con centenares de individuos dotados de facultades superiores— está capacitada para recoger la infinita multiplicidad y diversidad de intereses, aspiraciones, deseos y necesidades cuya suma constituye la voluntad colectiva de un pueblo? ¿Dónde están esas mentes tan dotadas y abiertas como para inventar una organización social capaz de satisfacer a todo el mundo? Esa organización será solo un lecho de Procusto, donde se verá forzada a descansar la infeliz sociedad»[845].
Podría pensarse que destruir todo lo establecido es en sí un lecho de Procusto[846], pero no resulta incoherente afirmar que el triunfo de dicho proyecto depende del subdesarrollo. En aquellos países que según Marx y Engels están «maduros» para la revolución habrá siempre un aburguesamiento de líderes y militantes, amparado en «el plan del cuco proletario en el nido liberal-demócrata, que usa la democracia burguesa para criarse sano y fuerte»[847]. Basta «dotar de poderes absolutos al más ardiente revolucionario para que en menos de un año aventaje en despotismo al propio Zar», ya que éste nació como cualquier otro individuo y fue corrompido precisamente por el mando. No plantear la batalla como algo centrado en el propio autoritarismo es tan insensato como excluir de ella a los desahuciados emocionales —sea cual sea su clase actual u originaria—, pues cualquier otro temperamento inventará modos de promocionar en perjuicio de la pureza revolucionaria.
De ahí que para Bakunin un Proletariat reñido con el clasismo y moralmente intachable sea algo no ya hipotético sino imposible. Para empezar, su intervención en procesos subversivos nunca ha podido compararse ni de lejos con la del Lumpenproletariat ni con la del estudiantes ocioso, e ignorarlo es la fantasía de dos señoritos finalmente remilgados, que no contentos con expulsar a Weitling por defender esa evidencia siguen queriendo elevarla a dogma dos décadas después[848]. Ya en 1847, cuando visita a Engels y Marx en Bruselas, le parece que «emplean la palabra burgués como un lema repetido hasta el hastío, cuando son de pies a cabeza, y hasta la médula, burgueses provincianos»[849]. Además, la fantasía del proletariado como agente «objetivo» sugiere universalizarlo, discriminando injustamente al campesino y al resto de la población[850], una arbitrariedad de la cual se sigue no solo preservar los mecanismos del poder coactivo sino multiplicarlos perversamente.
El Catecismo revolucionario define la libertad como «el más pleno despliegue de todas las facultades», apoyado en la «rebelión de la persona ante cualquier autoridad colectiva o individual», una idea que sigue fascinando al anarquismo contemporáneo[851] y escandalizando a las magistraturas. En los años cuarenta, los propios amigos de Bakunin le dedicaron críticas mordaces como «Colón sin América y sin barco» (Herzen), «Mahoma sin Corán» (Marx) y «revolucionario fantasioso, satisfecho con la conspiración» (Wagner)[852]. En 1872, al fracturarse la Internacional, Marx le lanza una catarata de epítetos, entre ellos «enorme masa de carne y grasa, gentuza paneslava, charlatán, ignorante, saltimbanqui capaz de cualquier infamia», e incluso «agente secreto del gobierno austriaco»[853]. Él responde con invectivas bastante menos burdas, llamando a Marx «fanático autoritario», «histérico hasta lindar con la cobardía», «inmensamente vanidoso, tan intolerante y autocrático como Jehová, el Dios de sus padres»[854], sin perjuicio de reconocer que «muy pocos han leído tanto».
De puertas adentro, el problema de fondo para su doctrina será conciliar el culto a «la infinita multiplicidad y diversidad» con el recurso al engaño y la violencia. Temiendo que los demás sucumbiesen a la tentación autoritaria, Bakunin creó una malla de células clandestinas reclutadas entre quienes juraban por su vida obedecerle incondicionalmente, al más puro estilo carbonario, justificando que algunos contemporáneos y biógrafos le llamasen closet authoritarian, fundador de una dictadura secreta o «invisible» que él mismo define en la misiva dirigida a uno de esos incondicionales[855], su delegado en la Comuna de 1871:
«Mientras ruge la tempestad popular sacaremos adelante la anarquía como pilotos invisibles de la Revolución, evitando cargar con el peso del poder explícito pero haciendo valer la dictadura colectiva de nuestros aliados. Esa es la única dictadura que aceptaré».
Sagrada por encima de todo, la libertad se coordina con el terrorismo como propaganda y con una técnica de doblar los comités, en cuya virtud las deliberaciones de uno vienen decididas por órdenes impartidas previamente en el otro. Como dirá a menudo, las gentes se entienden hablando y respetando incondicionalmente sus respectivas opiniones, pero ningún argumento debe interferir en el progreso de la Causa. No hay, pues, manera práctica de distinguir sus maniobras de las que vienen siendo inmemoriales en política, razonadas de modo más franco y ecuánime por cronistas como Maquiavelo. El anarquismo pasaría a identificarse en los anales con el comunismo no autoritario, pero desde las hazañas de Bakunin en Dresde hasta las de Durruti, antes y durante la Guerra Civil española, su conducta práctica rara vez fue obra de «la comuna absolutamente autónoma regida por el voto de la mayoría».
Un aspecto contradictorio adicional hallamos en el hecho de que no solo puede omitirse el voto mayoritario autónomo, sino sectores enteros del mundo. El Catecismo revolucionario profesa en principio un respeto incondicional por la Humanidad, aunque Bakunin nunca defenderá una actitud cosmopolita sino nacionalista, o más exactamente racista y xenófoba. Busca «un redentor y padre de los eslavos», odia a los pueblos germánicos y define al judío como «secta explotadora formada por sanguijuelas, especie de parásito destructivo que no solo trasciende las fronteras estatales sino las de la opinión, pues la mayor parte del mundo está ahora a merced de Marx por una parte y de Rothschild por otra»[856].
En términos de política práctica su mayor acierto será anticipar que las cabezas de playa para el desembarco de su proyecto están en Europa meridional y más concretamente en España, pues solo allí y en las estepas rusas perviven «los sólidos elementos bárbaros, animados por su ira elemental»[857]. Su decisión de enviar a Madrid y Barcelona un emisario bastará para poner en marcha el anarquismo ibérico, sin duda el más amplio y sostenido proyecto de sociedad sin Estado de los ensayados. Tan listo está el terreno para ello que a despecho de apenas entender a ese delegado —el italiano G. Fanelli, que solo habla italiano y francés— el presidente del primer congreso de la Internacional Libertaria (Barcelona 1870), R. Farga Pellicer, refiere en su discurso inaugural: «Gracias a Fanelli ascendimos de golpe a las alturas de los principios axiomáticos e inmutables de la ciencia obrera»[858].
Sus sociedades dobles serán también la semilla de una policía secreta y ultrasecreta que amplía exponencialmente la función del espionaje, un rasgo destacado en el tránsito del autócrata prerrevolucionario al posrevolucionario. Por lo demás, acertó plenamente al declarar que el alma eslava aportaría savia nueva a la causa de la Restitución, que había resurgido con la idea jacobina de la libertad como patriotismo, y acabó aposentada en el país más extenso del orbe, apoyándose en instituciones tan singulares como la comunidad patrimonial aldeana (el mir), y la propia figura de un César contraída a la sílaba única Zar, dueño y padre de todo. Herzen, Chernishevski, Nechayev y Lenin —entre otros muchos— irán mostrando hasta qué punto la noción eslava de democracia parte de una cultura innovadora, en función de su propio arcaísmo.