«Hombres de negocios, a vosotros dedico estos ensayos. Siempre fuisteis los revolucionarios más audaces y habilidosos»[859].
Junto a estos dos héroes del fragor insurreccional, la segunda generación de anarquistas y socialistas produjo también figuras hostiles al golpe de Estado y el terrorismo, presididas inicialmente por el hegeliano P. J. Proudhon (1809-1865). Nacido en Besançon, como Fourier, y diez años mayor que Marx, se sobrepuso a la falta de estudios derivada de nacer en una familia paupérrima enseñándose griego, latín y hebreo mientras trabajaba como linotipista, y acabó siendo reconocido como escritor eminente por Baudelaire, Flaubert y Sainte-Beuve, los principales críticos literarios franceses del momento. Su prestigio parte del opúsculo ¿Qué es la propiedad? (1840), donde comienza diciendo:
«Si debiera contestar a la pregunta qué es la esclavitud, y respondiese en pocas palabras: es el asesinato, mi pensamiento se comprendería desde el principio. No hacen falta, desde luego, grandes razonamientos para demostrar que la facultad de privar al hombre de pensamiento, voluntad y personalidad es un derecho sobre vida y muerte, y que esclavizar a alguien es asesinarlo. Pero ¿por qué no puedo contestar a la pregunta qué es la propiedad diciendo: el robo, sin temor a ser malentendido, aunque esta pregunta sea una simple transformación de la primera?»[860].
Proudhon responde a esa pregunta con una distinción entre robo en términos absolutos y relativos, pues «acumular riqueza es robar, pero abolir la riqueza individual minaría los cimientos de la moralidad»[861]. En otras palabras, el acaparamiento debe ir mermando, y los bienes repartiéndose cada vez más, aunque abolir la propiedad privada dispararía hasta lo infinito la discrecionalidad del poder político. La pesadilla más infernal es precisamente que el gobierno fulmine cualquier iniciativa particular alegando algún «esquema completo de reforma», una mentira tanto más venenosa a su juicio cuanto que ignora lo gradual e inconsciente del progreso. Leer a Hegel le ha inspirado la paradoja de su nombre —que un reino de amable anarquía es el orden social perfecto—, donde una dialéctica de «contradicciones» va descubriendo modos de convertir el dominio del hombre sobre el hombre en una administración de las cosas comunes.
El primero en plantear tal cosa fue Saint-Simon, a quien Proudhon aborrece por su defensa de la gran industria, aunque coincida con él en su rechazo del dirigismo. «No soy para nada un instigador de sediciones», dice a continuación, sino «un aspirante a jurisconsulto» que investiga el nexo entre legislación y derecho, ley natural y ley positiva[862]. La justicia del derecho se resume en reciprocidad («no hagas a otro lo que para ti no quieras»), y lo injusto por definición es confundir esa pauta con las veleidades de un gobierno u otro, que vulneran la dignidad humana al considerar legítima cualquier ley promulgada con arreglo a los cauces formales establecidos. Las sociedades complejas necesitan sin duda reglas más pormenorizadas y aleatorias que el principio genérico de la justicia para organizar la vida civil; pero si desdibujamos la frontera entre lo intemporal y lo reglamentario persistirán «instituciones viciosas, políticas equivocadas, desorden y malestar social»[863].
Las historias del pensamiento revolucionario suelen soslayar al Proudhon jurista, a despecho de que él se considerase «un hombre de mérito filosófico minúsculo, iluminado solo por un concepto claro de lo justo»[864], que para permitirse ser intransigentemente idealista empezó renunciando a disponer de cualquier receta rápida e infalible, y se negó a aceptar compromiso alguno en materia de libertad e igualdad. La libertad exige renunciar al revanchismo y la violencia en general, admitiendo una prelación basada en «la virtud y el talento»[865]. La igualdad exige lograr «una perfecta identidad en los ingresos», tras sustituir el trabajo competitivo por el cooperativo y reconciliar a empleadores y empleados nivelándolos económicamente.
De joven se había relacionado con una pequeña secta «mutualista» lionesa que predicaba la autogestión, y decidió llamar mutualismo a su propia doctrina, poco distinta en esencia del cooperative movement inglés. Su propuesta más específica iba a ser un Banco del Pueblo, encargado de financiar a la pequeña y mediana empresa con créditos sin interés. En 1848, siendo diputado de la Asamblea Constituyente, propuso que los Talleres Nacionales no debían mantenerse elevando la contribución rústica sino estableciendo un impuesto directo sobre la renta de personas físicas[866], y su carácter brilla en oponerse a reconocer entonces el derecho de huelga. Dicho derecho era a su juicio tan elemental como el de asociación o expresión, pero declararlo en ese preciso momento confirmaría la extorsión ejercida por piquetes, y disfrazaría lo decisivo de aquella tesitura, que era reconocer la derrota electoral de Blanqui y el resto de quienes abogaban por la violencia.
Considerándole «subversivo», y como adivinando que sus seguidores iban a seguir creciendo, Napoleón III le privó de libertad desde 1849 a 1852. Los blanquistas concentraron en él sus odios, y la mala salud le impidió cumplir los 55 años. Sin embargo, tener enemigos acérrimos a izquierda y derecha no alteró su compromiso de respetar la autonomía ajena, ni su condición de persona íntegra y fundamentalmente dichosa, que sabía dar y recibir afecto. En el retrato pintado por su amigo Courbet le vemos junto a sus hijas pequeñas, emanando una serenidad sencilla que no encontramos en otros revolucionarios de la época, de cuya gran mayoría se distingue también por ser de extracción muy humilde, y valerse siempre por sí mismo. Hasta cuando se le prohibió publicar, y sus escasos bienes fueron confiscados, supo ganarse la vida unas veces como auxiliar de linotipia y otras escribiendo guías anónimas para turistas e inversores.
El proudhonismo resulta ser una rama del pensamiento cooperativo con pocos rasgos originales, o ninguno. Su idea matriz es la historia humana como un camino lento y tortuoso hacia la igualación material, que al no incurrir en las profecías del historicista se salvó de su desmentido. Tocqueville pensaba lo mismo con cierta ambivalencia, saludando esa nivelación pero temiendo también la marea de vulgaridad resultante, y él concentra sus esperanzas en una confederación mundial sin fronteras ni estados nacionales, donde «pactos libres sustituyan a las leyes». En vísperas de la insurrección del 48 su celebridad hizo que hasta los blanquistas le ofreciesen presidir el ala radical, aunque su idea de la revolución le parecía anclada al autoritarismo y el centralismo, cosas sobradamente conocidas sin necesidad de revolucionar nada. Dos años antes, cuando Marx le pidió que se incorporase a la Liga de los Justos, contestó:
«Demos al mundo un ejemplo de tolerancia culta y con visión de futuro, sin convertirnos en líderes de una nueva intolerancia […] Sólo en estas condiciones me uniré a su asociación.»
Esa respuesta no será perdonada, aunque Marx hubiese elogiado públicamente ¿Qué es la propiedad? y el resto de «sus agudas obras»[867]. Meses más tarde, tras aparecer el Sistema de las contradicciones económicas o filosofía de la miseria, un libro orientado a armonizar socialismo y liberalismo, Marx redacta su opúsculo La miseria de la filosofía, donde leemos:
«El sr. Proudhon ha conseguido reducir la dialéctica de Hegel a las más mezquinas proporciones [....] No tiene suficiente valor ni suficientes luces para elevarse sobre el horizonte burgués. Quiere ser la síntesis, sin ser sino un error compuesto, un pequeño-burgués que rebota entre el capital y el trabajo, entre la economía política y el comunismo».[868]
Dolido, aunque demasiado gentil para entrar en descalificaciones personales, Proudhon hace algunas anotaciones en su ejemplar del opúsculo. Una de ellas dice: «En realidad, Marx está celoso».
Blanc entiende que «cada uno debe producir según sus capacidades y consumir según sus necesidades», una expresión repetida desde entonces como epítome de lo que él mismo llama «justicia social»[869], cuya meta es «combatir y finalmente vencer a la competencia […] pues mientras ella subsista será inevitable un descenso sistemático del salario y el exterminio de parte de los trabajadores». La Introducción considera evidente que el patrono preferirá siempre empleados solteros («necesitados de menos y prestos a dar más»), cosa curiosa cuando la gran industria inglesa ha nacido adaptada a familias numerosas, como las previstas por Arkwright y Dale medio siglo antes, y el salario real crece sin pausa en toda Europa. Proudhon, que detesta a los sansimonianos por su apoyo al gigantismo industrial, admite menos aún que la justicia tenga algún parentesco con el grand pouvoir reclamado por Blanc, y comenta que «los propietarios y concupiscentes serán atormentados con el fuego eterno, mientras los pobres de espíritu morarán en un balneario»[870]. Ni siquiera Stuart Mill puede evitar un comentario ácido:
«Suponer que uno o algunos, elegidos mediante cualquier mecanismo o agencia, estarán cualificados para adaptar el trabajo de cada persona a su capacidad es una suposición demasiado quimérica para merecer argumentación en contrario»[871].
Otro amigo de Blanc disconforme con el a cada cual según sus necesidades fue el sacerdote F. R. de Lamennais (1782-1854), que empezó siendo el gran héroe del clero católico y perdió pronto su favor. En efecto, su erudita y valiente crítica del galicanismo —análogo francés de las prerrogativas otorgadas al monarca en la Iglesia anglicana— le granjeó las iras de Carlos X, el último rey absolutista; pero ser coherente con la separación de Estado e Iglesia le llevó a defender también la libertad de educación, una tesis incompatible con el monopolio ejercido por los colegios católicos. Movido a replantearse todo en general, acabó profesando un socialismo basado «en mejora del bienestar y devoción por las libertades públicas», que expuso en su superventas Palabras de un creyente (1834), traducido poco después al alemán por Weitling.
Ningún gobierno europeo había establecido aún una democracia basada en el sufragio universal, y su opúsculo denuncia que mientras esa institución no se instaure el pueblo padecerá las consecuencias de una alianza orientada al inmovilismo entre el poder temporal y el clerical[872]. En 1840, siendo notorios sus nexos con Proudhon y todos los radicales del momento, el hecho de publicar El país y el gobierno le vale un año de cárcel y contribuye a incrementar su prestigio. De ahí que en 1848 sea elegido diputado por París a la Asamblea Constituyente y a la ulterior Asamblea Legislativa, donde presenta uno de los proyectos de Constitución. Lamennais seguirá siendo diputado hasta el golpe de Estado de Luis Napoleón en 1851, cuando se retira de la vida pública, arruinado por la condena de 1840 —que incluía confiscación— y por negarse a recobrar el estipendio de clérigo, pues la jerarquía eclesiástica le exige retractarse de sus herejías. Lejos de ello, opta por morir pobre, rechaza cualquier sacramento y manda que su cuerpo «se traslade al cementerio sin ser presentado en iglesia alguna»[873].
Lo que Lamennais opone a la versión estatalista del cooperativismo, y a Blanc en particular, es el propio sistema democrático. Del voto pende en definitiva el principio de igualdad de oportunidades, que Lamennais opone al de igualdad material como algo viable pacíficamente a algo inviable sin violencia. Aunque no sea perfecto, el gobierno liberal es mejor que el absolutismo, conservador o revolucionario, entre otras cosas porque sus principios le obligan a reconocer asociaciones obreras y partidos políticos socialistas, que si no obran insensatamente promoverán al menos favorecido con mejoras graduales en educación, sanidad y crédito. Es un socialismo llamado entonces «sentimental», que ama a los pobres sin odiar a los ricos.
El equivalente centroeuropeo de los cooperativistas franceses e ingleses fue Ferdinand Lassalle (1825-1864), hijo de un próspero comerciante judío, que antes de perecer en un absurdo duelo fue capaz de crear prácticamente solo el movimiento obrero alemán. Tras estudiar filosofía, filología y derecho en Berlín, y convertirse en ferviente hegeliano, la documentación necesaria para una tesis doctoral sobre Heráclito le llevó a visitar París a principios de los años cuarenta, donde trabó relaciones más o menos profundas de amistad con todos los mencionados en este capítulo y con Marx, cuyo traslado a Londres corrió en parte de su cuenta[874]. Un retrato ecuánime de ese joven rico y rebosante de gracia humana ofrece Heine:
«Un genuino hijo de la nueva era, sin aspiraciones de modestia o abnegación, aunque provisto del más amplio conocimiento, la mayor agudeza y los más ricos dones expresivos, combinados con una energía y habilidad práctica que me pasman»[875].
Lassalle intervino activamente en la revolución de 1848, donde su «resistencia a la autoridad» le valió un año de prisión y el destierro perpetuo de Berlín, si bien una década después vuelve —disfrazado inicialmente como cartero— con ideas lo bastante innovadoras como para fascinar al entorno del rey, y a buena parte de las clases humildes. Mientras tanto ha vencido las vacilaciones juveniles que le inclinaban unas veces hacia la libertad y otras hacia la igualdad. Ahora funde la doctrina maltusiana de la población —tendencia perenne a un excedente de bocas sobre alimentos— con el complemento pesimista paralelo ofrecido por Ricardo —fluctuación perenne de los salarios en torno al mínimo de supervivencia—, para formular una «ley de bronce del salario»[876] que no se apoya en conspiraciones sino en «la cruda realidad»: los sueldos se elevan al reducirse la población trabajadora, y disminuyen cuando vuelve a crecer.
¿Cómo romper el círculo vicioso? Ciertamente no sosteniendo los arcaicos ideales de la Restauración; tampoco con los «cantos de sirena» emitidos por ingenuos como Owen o Fourier, y menos aún transformando esos sueños en pesadillas como el proyecto de guerra civil propuesto por la Sociedad Central de Blanqui, la Fraternidad de Bakunin o el Partido Comunista de sus amigos Engels y Marx, porque la mayoría está en desacuerdo y todos ellos parten de una idea viciada por el simplismo. La solución es instaurar el sufragio universal por una parte, y conseguir por otra un partido del trabajo como el previsto por Saint-Simon, dos metas a las cuales se aplica aprovechando el conflicto entre el gobierno prusiano y el liberalismo de su clase media, corto de vista el uno y falto el otro «del coraje necesario para ser abiertamente democrático»[877]. Lo cierto es que rechaza también al liberalismo democrático —etiquetado como «barbarismo moderno»—, en función de un temperamento paternalista y tradicionalista a partes iguales.
En eso coincide perfectamente con Bismark, y una reunión clandestina bastará para convencerle de que el presunto demagogo es en realidad «una de las personas más amables e inteligentes»[878], capaz de mostrarle cómo conquistar la simpatía y el respeto de los humildes poniendo en marcha ciertas reformas viables. A partir de entonces los grandes terratenientes (junkers) son su principal apoyo, pues «solo atacaba a la clase capitalista»[879] y allí donde un alcalde vetase algún mitin suyo las órdenes de la policía serían permitirlo, «porque defendía al Estado de la barbarie encarnada por el ideario liberal»[880]. Según la esposa de Marx,
«cruzó toda Alemania en calidad de mesías, creando un movimiento obrero [...] que le venía de perillas al Gobierno en su lucha política contra el floreciente y algo incómodo Partido Progresista. Sus doctrinas eran desvergonzados plagios de las elaboradas por Karl desde hacía veinte años, con algunos añadidos personales de naturaleza claramente reaccionaria, pero todo ello le pareció bien a la clase trabajadora»[881].
Poco después el diálogo de Lassalle con Bismark prosigue con su Sistema de los derechos adquiridos (1861), que prefigura la política doméstica e internacional prusiana para la próxima década —desde la progresiva ruptura con Austria y Francia a la creación del llamado «socialismo monárquico» o socialismo de Estado—, convirtiéndole con ello en uno de los padres secretos de la Confederación Septentrional Germánica. De su breve militancia en la Liga de los Justos le quedó un rechazo genérico ante el laissez faire, y con el paso del tiempo acabó pensando que el Estado debía «defender al débil del fuerte», y por tanto «asumir la obligación de educar a la raza humana en la libertad solidaria»[882].
La filosofía lasalliana de la historia agrupa su evolución en tres etapas. Durante la primera, interrumpida por la revolución de 1789, «la comunidad se busca y encuentra en la servidumbre o sujeción». A partir de entonces «el hombre busca la libertad disolviendo la comunidad, aunque solo conquista la licencia». La tercera tendrá como fundamento una «libertad en la solidaridad», cuya condición es «que el capital pase de instrumento muerto a órgano vivo de la producción»[883]. Saint-Simon había vaticinado que la riqueza se iría orientando progresivamente hacia metas productivas, y Lassalle concreta el programa del bienestar en cooperativas de producción para empresas a gran escala, donde los trabajadores no solo perciban sueldo sino una cuota del beneficio, única manera de escapar al vaivén de la ley del bronce salarial[884].
Por lo demás, toma esta idea de Blanc —que la había expuesto veinte años antes—, y su impronta histórica deriva primariamente de ser decisivo para la reintroducción del sufragio universal en Alemania, y por crear no solo un partido laborista sino la propia UGT, de la cual fue el primer presidente. Es algo extraño que el playboy célebre por la exquisitez de sus cenas en Berlín, muerto tan prematuramente por batirse en un asunto de faldas, sea a la vez el gran héroe de la clase obrera y del país en general. Pero le entusiasmó, ligando la legitimidad democrática con el derecho de un pueblo a convertirse en gran potencia. Sin exageración alguna, un historiador observa que «de no haber sido judío sería aclamado como el precursor supremo del nacionalsocialismo»[885].
«Vosotros mismos debéis crear vuestro crédito, y la responsabilidad colectiva os exigirá elegir cuidadosamente a vuestros socios, e insistir en que mantengan aquellos hábitos de regularidad, sobriedad e industriosidad sin los cuales no merecerán confianza»[888].
En 1863 es asombroso que Lassalle encuentre tiempo para lanzarse contra el principio de la autoayuda, mientras viaja de ciudad en ciudad creando su partido, urde la alta estrategia política del país (fantaseando con ser el próximo Primer ministro) y lleva una intensa vida privada de seductor-mecenas. De hecho, redacta su diatriba mientras supera una crisis aguda de agotamiento en el balneario de Baden-Baden, y a ese estado de postración puede atribuirse que sea el menos celebrado de sus escritos, donde el insulto alterna con accesos de autoimportancia[889]. Su interés para nosotros es atestiguar una divergencia dentro del propio movimiento cooperativo, donde la asociación de productores compite con el criterio de que serán más eficaces las de consumidores, y sobre todo las de crédito, a través de «bancos del pueblo» y un sistema de micropréstamos inaugurado por el propio Schulze en medios urbanos, y por F. W. Raiffeisen (1818-1888) en el rural.
Lassalle entiende que 100 millones de táleros (15 millones de libras esterlinas) «serán más que suficiente para movilizar en toda Prusia el principio de la cooperación», añadiendo que el gobierno ni siquiera necesitará desembolsar tal suma y puede limitarse a avalarla. Que nada se concretase al efecto deriva de su prematura muerte, y de ser un proyecto no tanto económico como político, pues el carisma popular y los apoyos de Lassalle en las altas esferas eran incomparablemente superiores a los del Partido Progresista. La peor noticia del momento para su paternalismo fue que las cooperativas de crédito tuviesen ya ahorrada una cifra algo superior (110 millones de táleros), y resueltos los espinosos problemas jurídicos y funcionales de tales instituciones[890]. Desde cualquier perspectiva, el plan de Schulze era mucho más arduo de llevar a la práctica y, sin embargo, fue el único cumplido.
Once años más tarde lassalleanos y marxistas se funden en el Congreso de Gotha para formar el SPD alemán, que mantiene inicialmente tanto el ideario como el estilo expresivo de Lassalle[891] y no será molestado por las autoridades hasta 1878, cuando su nacionalsocialismo comience a girar hacia la postura marxista cosmopolita. Dicha persecución funcionó como un estímulo adicional, y en 1890 contaba con la formidable base de 1.427.000 afiliados, aunque las asociaciones de Schulze y Raiffeisen crecieron a un ritmo no menos espectacular, y tenían ese año algo más de 1.500.000 miembros[892]. Aspirando a triunfar sobre el inventor-fabricante en el campo de la manufactura, la tesis de Blanc y Lassalle se obstina en ignorar que desde tiempos de Owen —a mediados de los años veinte— ese tipo de cooperativa cosecha reveses proporcionales a su ambición.
Llamándolo «cristiandad práctica», Bismarck sacó adelante en los años ochenta el primer sistema de seguridad social, con una secuencia de leyes que establecieron pensiones obligatorias de jubilación, seguro médico y cobertura en caso de accidente laboral, invalidez y desempleo. Tuvo como principal adversario en el Parlamento a una socialdemocracia que vota sistemáticamente en contra, «porque dichas iniciativas podrían quebrantar el espíritu de lucha de la clase obrera»[893]. Esto no lo había previsto Lassalle cuando concibió el plan de aliar a aristócratas y proletarios contra la clase media, y parecía imposible que los liberales aprobaran un sistema cuyo coste básico recaía sobre el empleador, forzándole a asumir el 100 por ciento del seguro sobre accidentes y el 33 por ciento de las demás prestaciones[894]. Sin embargo, fueron precisamente los grandes industriales quienes apostaron por ganarse la buena voluntad de sus empleados, frenando de paso su emigración masiva a América. El sabotaje del SPD no impidió que se cumpliesen las condiciones para un florecimiento paralelo del centro político, y tanto el ingeniero como el capataz alemán tuvieron manos libres para convertir al país más educado del mundo en el más productivo.
Conocer lo previo ofrece algo aproximado al contexto social, económico e ideológico de Engels y Marx, cuya obra ha sido aludida hasta ahora solo de pasada. Pero resta decir algo sobre el prusiano J. K. Rodbertus (1805-1875), que regala a Lassalle no pocos conceptos y compendia al socialista conservador. Veinte años mayor que él, miembro del Parlamento germánico en 1848[895] y ministro de Educación durante el breve gobierno de los liberales en Prusia, Rodbertus se retira a continuación para estudiar y administrar sus fincas, con resultados en ambos casos satisfactorios. Por lo que respecta al lado teórico, de ello se sigue combinar a Ricardo con Sismondi, dos economistas hasta entonces enfrentados, que coordina tomando de uno el valor medido en tiempo de trabajo, y de otro el nexo entre depresión y subconsumo.
Esa relación le lleva a afirmar que los episodios de quiebra y paro, así como la pobreza en general, derivan de no percibirse los salarios «enteros» sino mermados por plusvalías[896], pues si bien la renta de un país es producida «enteramente» por trabajo de un tipo u otro, parte «se desvía hacia los propietarios de tierra y capital», impidiendo así que a cada incremento del producto corresponda un incremento paralelo del consumo. Las depresiones debidas a exceso de oferta no tienen otra cura que un Estado capaz de elevar el salario mínimo directa e indirectamente, para mantenerlo lejos del nivel de subsistencia gracias a una inversión no encadenada a las veleidades del lujo[897].
Pocos habían reparado entonces en que el coste del lujo financia la innovación, transformando el artículo inicialmente prohibitivo en un bien barato; y nadie imaginaba que invertir en bolsa y especular con inmuebles podría acabar caracterizando a la mayoría de los adultos laboralmente activos, como hace tantas décadas ocurre en la propia Alemania. Ignorando una cosa y otra, y cargando con el equívoco adicional de medir el valor como trabajo/hora[898], Rodbertus aboga por una planificación austera y creciente de la actividad económica que «devuelva el conjunto de la renta a sus productores». Es dudoso que muchos junkers prusianos coincidiesen con él en dicha meta, pero sus meticulosos análisis de equilibrio entre salario y pleno empleo fueron determinantes para vencer las vacilaciones del Reich a la hora de lanzarse a crear un sistema de seguridad social.
Añádase que Rodbertus es socialista por razones capitalistas o si se prefiere individualistas, guiado por la esperanza de que será posible acabar premiando «la precisa cantidad producida por el trabajador excelente»[899]. Ha prefigurado la filosofía de la historia lassalleana con una secuencia de tesis, antítesis y síntesis donde en el principio «la regla es la propiedad sobre personas». A esto sigue un periodo que consagra la propiedad privada sobre cosas y servicios, preparando con ello el tercer momento, donde la propiedad «pasa a depender del servicio prestado». Esta justicia distributiva está tan lejos de la efusión evangélica como el Apocalipsis del sermón de Lutero Sobre las hordas asesinas y ladronas, y le granjea la abierta enemistad de todos los reformadores sensibles al mesianismo. El desinterés de socialistas no mesiánicos se explica atendiendo a «lo poco excitante que es una lenta evolución cumplida por un ejército de funcionarios»[900].
En efecto, pasar de la mera propiedad a una conciencia de su función social supone una racionalización burocrática que según Rodbertus podría tomar cinco siglos. Además, en una sociedad cuya meta es jerarquizarse atendiendo a la «excelencia» todo debe ser gradual, pacífico y democráticamente supervisado, empezando por una conversión de los bienes particulares en colectivos, cuyo requisito más elemental es «tasar en justicia las propiedades de terratenientes y capitalistas»[901]. El curso ulterior del mundo incumpliría los dos pronósticos fundamentales de la primera y la segunda generación de socialistas, pues ni el trabajo competitivo se transformó en cooperativo ni desapareció el Estado. No obstante, dejó a salvo los vaticinios de Saint-Simon y Rodbertus. Reconsiderar a este último demuestra cuánto tiempo queda todavía para que todos nos convirtamos en servidores públicos, aplicados a producir y asegurar una distribución equitativa de los recursos.