«Así como Darwin descubrió la ley de desarrollo en la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley de desarrollo de la historia humana. Pero eso no es todo. Descubrió también la ley especial de movimiento que gobierna el presente modo capitalista de producción, iluminándolo a través del plusvalor.»[902].
El Manifiesto que Engels y Marx publican en 1848 no es solo un texto de «portentoso valor dramático» (Berlin) sino el acta de nacimiento para el materialismo dialéctico o histórico, una nueva concepción del mundo. Al compararlo con el Manifiesto de los Iguales (1795), donde los recelos de Babeuf y Buonarroti ante la industrialización se manifiestan en declaraciones como «perezcan todas las artes mientras subsista la igualdad real»[903], comprobamos que para Engels y Marx el reino de la igualdad viene garantizado precisamente por el desarrollo tecnológico, debiéndole la Humanidad al burgués «maravillas que superan largamente a las pirámides egipcias, los acueductos romanos y las catedrales góticas»[904]. La posibilidad de superar su Estado a través de la sociedad comunista depende enteramente de la eficiencia productiva inaugurada por el capitalismo industrial, que acumulando recursos para explotar la Tierra organizó el substrato capaz de liberar «los manantiales de la riqueza colectiva».
Su meta no ha dejado de ser el «nada pertenecerá a nadie» planteado por el Código de la Naturaleza (1755) de Morelly, y el «ay de vosotros los ricos»[905] se prolonga en asertos como el «¡tiemblen las clases rectoras ante una revolución comunista!». Pero en lo demás quiere desvincularse de consideraciones sentimentales, centrándose en la denuncia de una dinámica impuesta por el plusvalor (Mehrwert) o hurto de trabajo[906], que creó una clase condenada a crecer simultáneamente en número y depauperación.
Esa «inmensa mayoría» está llamada a «derrocar por la fuerza todas las situaciones sociales existentes» pues «solo arriesga perder sus cadenas»[907], e impondrá a continuación el tránsito del mercado anárquico a una economía planificada, donde «al abolirse el comprar y vender» desaparecerá la miseria aparejada al salario[908]. Que el movimiento sindical no haya adoptado aún ese compromiso deriva de que «la clase media baja […] no es revolucionaria sino conservadora»[909], arrastrada a ello por una falsa conciencia cuyo fundamento es la alienación[910]. No obstante el capitalismo avanzado resulta incapaz de evitar que la tasa de beneficio decrezca —debido a la competencia cada vez más feroz entre empresas cada vez más gigantescas—, y su «crisis general» asegura que la falsa conciencia se transformará eventualmente en conciencia revolucionaria.
Redactado pocas semanas antes de que estallen alzamientos en toda Europa, el Manifiesto de 1848 acierta de lleno al pronosticarlo, y omite tan solo que las revoluciones de ese año desembocarán en un éxito generalizado para los liberales de cada país. Esto no empaña el logro de esbozar un sistema filosófico donde todos los fenómenos se reducen a unas pocas premisas interconectadas, susceptibles de verificación y falsación, sin perjuicio de que dos de ellas —la crisis general del sistema capitalista, y el anclaje del salario al mínimo de subsistencia— fuesen tesis libradas a la prueba del tiempo. El plusvalor, causa y efecto de ambas, no fue objeto de análisis técnico hasta bastante después[911], y como habrá ocasión de precisar con algún detalle las aportaciones de Engels y Marx, algo puede indicarse a título introductorio sobre la cuarta y más filosófica hipótesis: «No es la conciencia lo que determina el ser social, sino el ser social lo que determina la conciencia»[912].
Tras ser durante dos milenios la divisa de un espiritualismo difundido por todos los estratos sociales, el cambio fundamental que se sigue de vincular la causa comunista con el desarrollo económico es concentrarla en grupos y zonas específicos —los correspondientes a países desarrollados—, y el Manifiesto insiste en que se verá desvirtuada si no fuese llevada adelante en exclusiva por la propia clase paria. El «socialismo reaccionario»[913] propugna algún tipo de acuerdo interclasista, cuando la revolución «definitiva» depende de comprender que no es compatible con la existencia de propietarios[914]. Recapacitando sobre ello cuando se acerca a la tercera edad, Engels dirá que «a la inmadurez de la producción capitalista, y a la inmadurez de las clases, correspondió la inmadurez de las teorías»[915], siendo el «socialismo científico» un fruto de percibir la ingenuidad del utópico.
Sin embargo, tanto Babeuf como los líderes comunistas del Renacimiento recurrieron a la violencia, y aquello que en teoría solo podía llegar con el desarrollo tecnológico constituye la regla general del subdesarrollo, como acabará demostrando su triunfo en Rusia y China. En 1842, cuando Karl von Stein publica el primer ensayo sobre el tema, llama socialismo a «una doctrina filantrópica y pacífica ligada a los escritos de Saint-Simon y Fourier», y comunismo a «una doctrina revolucionaria derivada de las doctrinas de Babeuf y sus sucesores». En 1880, al rebautizar estas posiciones como socialismo utópico y científico respectivamente, ese orden impone a Engels poner en pie de igualdad los delirios de Owen y Fourier con el calibre analítico de Saint-Simon, y omitir lo único común a ellos tres, que fue rechazar el giro fratricida y despótico de la Revolución francesa[916].
Utópica —proponía Ortega— es cualquier pretensión de abarcar todas las perspectivas desde ninguna, algo que empieza caracterizando al u-topos o «no lugar» aludido en origen por Tomás Moro, y vicia cualquier iniciativa cuya realización se dé por supuesta. La perspectiva del socialista científico es el determinismo, si bien Engels termina su breve historia del movimiento con la frase «el proletariado convierte los modos de producción en propiedad pública». Semánticamente idéntico es el «tocan a muerto por la propiedad privada» con el que concluye El Capital, y el común empleo del presente de indicativo para describir algo futuro sugiere hasta qué punto el mañana tiene algo de hoy para ambos, animando con la vehemencia del deseo el paisaje de una necesidad mecánica. El resto de los socialismos les parece utópico, pero el suyo no deja de contar con un sujeto revolucionario problemático.
Dirigido en principio al conjunto de quienes se ganan la vida laboriosamente, el «¡trabajadores del mundo, uníos!» excluye al que trabaja por cuenta propia, al asalariado conforme con promocionar en su escalafón y al lumpenproletario, «esa masa que se pudre pasivamente»[917]. Arbeiter, trabajador, es el sector de la población libre de inclinaciones criminales aunque «limitado a un salario de subsistencia», o en otro caso las tentaciones de promoción y molicie le privarían del «seguro instinto revolucionario y la clara inteligencia de las masas proletarias»[918]. Corrigiendo a Weitling y Bakunin, para quienes el ejército emancipador habrá de reclutarse entre infelices y proscritos, el Manifiesto anuncia un proletario «solidario y disciplinado» que impondrá la fuerza irresistible de su yo/masa coherente, en contraste con alzamientos previos de una canaille seducida por aventureros sin escrúpulos ni amplitud de miras, cuyo comunismo solo puede ser tan falaz como el del bandido.
Un requisito previo es que cada país se industrialice hasta convertir a ese proletario en inmensa mayoría efectiva, pues únicamente la transformación del campesino en operario fabril asegura el estado de desarraigo y explotación extrema capaz de movilizar su instinto de supervivencia. Por lo demás, nada ni nadie logrará que sobreviva si él mismo no asume esa tarea, convirtiendo su inconsciencia en una conciencia de clase llamada a abolir las clases, cosa idéntica a desprenderse de cualquier apego por alguna propiedad privada. La garantía de que tal cosa ocurrirá deriva de que las relaciones productivas («infraestructura») condicionan en todo caso la ideología («superestructura»), y antes o después cada individuo pensará el mundo en función de los intereses adheridos a cómo se gana la vida.
Con la teoría sociológica del conocimiento podría haber llegado un análisis sociológico de los líderes comunistas, y que tal cosa no mereciese una línea quizá sea atribuible a que en 1848 eran un pequeño grupo de amigos y conocidos, de los cuales todos —salvo el expulsado Weitling— tenían en común no solo una cuna burguesa sino el modo de vida castizamente descrito como señoritismo, propio de un segmento social definido por evitar tanto el trabajo por cuenta propia como el trabajo por cuenta ajena. De ahí que el único sistema donde la ideología depende de la fuente de ingresos sea también el único donde dicho troquel no se aplica a su intelligentsia[920], y hará falta esperar a que Marx esté muy cerca de su última hora para verle admitir que desclasarse podría ser aplicado a un país entero:
«La aspiración última de Inglaterra —el país más burgués de todos— parecería ser instaurar una aristocracia burguesa, flanqueada por un proletariado burgués»[921].
Si hubiese vivido más quizá habría dicho lo mismo de Norteamérica, a despecho de lo que ya sabemos sobre la importancia de algunas sectas comunistas en los orígenes de su capitalismo. El hecho de que Engels y él omitan la sociología del intelectual no nos obliga a hacer lo mismo, y basta plantear el tema para caer en la cuenta de que su figura no nace a mediados del siglo XIX, con algunas personas tuteladas más allá de la juventud por sus respectivas familias. Ateniéndonos al contenido de su mensaje, que revierte crónicamente sobre «cuadros de esclavitud y martirio»[922], el intelectualismo anima ya el medievo a través de clérigos insumisos que predican el Milenio; prosigue con los humanistas menos destacados por erudición y se renueva con el ilustrado a la francesa, igualmente ligero de equipaje técnico si se le compara con el ilustrado inglés y el alemán, hasta alcanzar su primer brote de gloria a través de Marat.
Babeuf, su heredero inmediato, aspira lógicamente a vivir como «comunista profesional», padece de modo ejemplar su falta de formación[923], y encarna no solo al primer mártir moderno de la causa sino a alguien que «siempre está en peligro de ser llamado a ocuparse de sus propios asuntos»[924]. Desde entonces, con el precedente de los literati en Nueva Armonía[925], la profesión de fe intelectual fluctúa entre el inclinado a tomar el mundo como una especie de museo y el aspirante a comisario popular[926]. Este segundo suple la maestría conquistada por el hombre de ciencia o el artista enarbolando su «compromiso» —una pureza de principios a la manera de Saint-Just y Robespierre—, y su vigilancia ideológica acabará sustituyendo la autoridad perdida por otros predicadores incendiarios, cuando la prensa se transforme en el cuarto poder. Fue su informal colegio quien dio por supuesto que las llamadas democracias populares habían sido obra de «las masas», y en 1955 causó escándalo mundial ver publicado que «el comunismo moderno es la primera revolución llevada al éxito por intelectuales»[927].
El único apoyo previo para hacer esa afirmación era el análisis ofrecido por Schumpeter en 1942, donde define esa figura como «profesión del no profesional, especializado en alimentar y organizar el resentimiento», cuyo rasgo común es soslayar sistemáticamente la formación en profundidad[928]. Repasando el detalle de las revoluciones de 1848, 1871 y 1917, el sociólogo e historiador Raymond Aron desafió a gran parte del estamento académico —y a todos los editores comprometidos— analizando el «opio de los intelectuales» y la «religión política», para concluir que el triunfo del régimen comunista «condujo de hecho y en todas partes a la expulsión violenta de una elite por otra»[929].
Precisamente en los años cincuenta del siglo XX florecía en Inglaterra —gracias a Karl Polanyi— una historia lacrimógena de la industrialización, prolongada en estudios sobre culturas arcaicas para entender por qué tantos trabajadores contemporáneos rechazan el consumo planificado, cuando «el afán de lucro no es algo natural en el hombre, y tampoco es natural esperar un pago a cambio del trabajo»[930]. Así lo demostraron varias sociedades ágrafas —entre ellas los nativos de las islas Andamán—[931], como suponían ya los autores del Manifiesto. Aclarado esto, pasemos a la vida y obra de cada uno.
Activo y reflexivo al tiempo, Friedrich Engels (1820-1895) admiró desde muy joven a Babeuf y Blanqui. De ahí que su padre, copropietario de un importante complejo textil en Manchester, y otras empresas del ramo en Alemania[932], tratase de evitar un contacto con el subversivo ambiente universitario ofreciéndole el cebo de empleos subalternos en las empresas familiares[933], que ponían a su alcance dinero fácil. Una memoria privilegiada, añadida a un don excepcional para las lenguas, podría haberle convertido sin dificultad en licenciado o doctor, y ahorrarse dicho esfuerzo le dejó cierto complejo de inferioridad intelectual, aunque su espíritu inquieto no tardó en relacionarle con los hegelianos «libres» y las revistas radicales del momento.
Volver a enderezar su camino con un cambio de aires, mandándole a Manchester, acabó de precipitar el efecto inverso, pues allí su incipiente crítica al sistema fabril maduró gracias a Mary Burns, una bella y despierta sirvienta con la cual viviría una historia de amor interrumpida solo por la muerte. Fue ella quien le mostró los suburbios más pobres de la ciudad, así como modos de relacionarse con Owen y algunos líderes cartistas, estímulos decisivos para acabar escribiendo los artículos reunidos como La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845), su primer libro. Meses después de enamorarse, durante el verano de 1844, topar con Marx en París hizo que pasasen de meros conocidos a sellar una alianza tan indestructible como cargada de consecuencias para la historia universal, cuyos orígenes remiten al día donde comprendieron
«que la política y su historia deben explicarse a partir de las relaciones económicas y su desarrollo, no a la inversa. Se tornó evidente nuestro acuerdo completo en todos los campos teóricos, y a partir de entonces empezamos a trabajar juntos»[934].
Profundizar en esta proposición fue estímulo suficiente para mantenerlos físicamente unidos desde entonces, primero en Bruselas, luego en Colonia y durante las tres últimas décadas en Londres, creando «una amistad única, donde no cabe encontrar huellas de dominio, paternalismo o celos»[935], que les permitió potenciar al máximo sus respectivas cualidades. La prosa transparente de uno fue la compensación perfecta para el estilo sobrecargado del otro, tal como la humanidad sencilla y compasiva de Engels sirvió de contrapeso para el temperamento altivo y despilfarrador de su compañero. Marx habría sido incapaz de sobrevivir si él no se hubiese arriesgado muchas veces para socorrerlo, firmando letras de cambio e incluso falsificando facturas de su empresa[936].
Engels demostró su arrojo al producirse el abortado alzamiento de Elberfeldt y Kaiserlautern, en 1849[937]. Allí fue uno de los últimos en dejar las armas, obligándose con ello a una épica caminata que supuso cruzar el sur alemán, Suiza y el norte de Italia, hasta embarcar de vuelta a Londres desde Génova. De aquella peripecia le quedaría una orden de busca y captura del gobierno prusiano, que le describe como «robusto, esbelto y miope». En 1850 publica La guerra campesina en Alemania, que como él mismo aclara en el prólogo se apoya en una sola monografía[938], aunque es el primer fragmento de historia medieval basado en las premisas del materialismo dialéctico. A partir de entonces centra su vida en que su amigo pueda componer la «Biblia de la clase obrera», por más que eso le imponga seguir desempeñando funciones subalternas en los negocios familiares. Solo volverá a enfrascarse en trabajos ambiciosos de investigación[939] cuando Marx reciba un legado providencial, que le descarga de seguir actuando como sufragador, y redacta entonces su inconclusa Dialéctica de la naturaleza (1883), un repaso no desinformado a la ciencia de su tiempo.
En 1884 publica El origen de la familia, la propiedad y el Estado, retrotrayendo estas instituciones a «la derrota histórica del sexo femenino» creada por el tránsito del clan matrilinear al sistema patriarcal, pues a su juicio la institución doméstica no fue en los comienzos la familia sino ese clan, comunista por naturaleza. De ahí que la victoria eventual del comunismo será también un retorno al feminismo, donde a la igualdad material corresponde una igualdad de los géneros. En vez de la monogamia impuesta —para asegurar la transmisión hereditaria de propiedad— irá cundiendo poco a poco la espontánea, y con ella la regeneración ética aparejada a suprimir la hipocresía del adulterio y la prostitución. No queda tan claro, en cambio, cómo del sistema patriarcal nacieron «los mercaderes, una clase de parásitos que mediante altos salarios por servicios reales muy mezquinos succiona lo mejor de la producción indígena y extranjera […] hasta acabar dando a luz su única criatura original: las crisis comerciales periódicas»[940].
Que el Manifiesto sea algo anterior a la revolución de febrero en Francia, y a sus secuelas en toda Europa, indica hasta qué punto presiente una fase de efervescencia política extraordinaria, aunque no su dirección efectiva. A partir de entonces recaería en buena medida sobre Engels la tarea de transformar la Liga de los Comunistas en la primera Internacional, e introducir una paciencia constructiva allí donde reinaba la impaciencia por volar edificios. Para Marx había llegado el momento de explicar por largo las «leyes científicas del desarrollo», y su febril trabajo durante las dos décadas siguientes ahondó la diferencia originaria entre el bachiller y el doctor, uno inmerso en demostrar que todo beneficio es sustracción de trabajo y el otro en crear un ejército operativo, reiterando de alguna manera las funciones de Mahoma y el califa Omar[941].
Marx había escrito en 1844 que el mundo no pedía ser interpretado sino transformado, y cuando publique el primer volumen de El Capital, en 1867, Engels se felicitará de estar en lo cierto pensando que su amigo sería el Newton de las ciencias humanas, capaz de reunir al fin determinismo y praxis, necesidad objetiva y acción subjetiva. Tal cosa le ofrecía razones renovadas para dar rienda a un temperamento jovial, dedicado durante el día al servicio de la Causa y desde el atardecer a batir récords en el descorche de botellas, departiendo hasta cerrar las tabernas. Panteísta más que ateo, cultivó la sobria ebriedad[942], el deporte, la cría caballar y los dones de Eros, durmiendo durante algún tiempo con una concubina a cada lado para infinito escándalo de la señora Marx, entre otros[943]. Bakunin, que rechazaba a la inseparable pareja por «intrigante, fabuladora y autoritaria», dejó dicho también que «el devoto amigo de Marx es tan inteligente como él, más pragmático y sin tanta disposición a la calumnia, la mentira y las intrigas políticas»[944].
Antítesis de su amigo por saludable, llano y autosuficiente, un cáncer de laringe fue reduciendo su capacidad para tragar hasta matarlo, y quienes le cuidaron esos últimos tiempos cuentan que aceptó el destino con un estoicismo no exento de buen humor ante las visitas[945]. Precisamente el último día, comunicándose a través de una pequeña pizarra porque apenas podía hablar, llamó a la única hija disponible de Marx, Eleanora, para revelarle un secreto mantenido durante casi cuarenta años. El padre del hijo concebido por quien había sido últimamente su ama de llaves —Helena Demuth, criada de los Marx desde la adolescencia— no era él, como venía suponiéndose, sino Marx mismo[946]. Eleonora reaccionó diciendo que «el General mentía, porque idolatraba a su padre […] pero sabía muy bien que la señora Marx, terriblemente celosa, dejó de dormir con el marido al volver de un viaje a Alemania, en 1851, cuando el embarazo se hizo manifiesto»[947].
Para empezar, fue Engels quien redactó un Esbozo de crítica de la economía política (1843)[949] cuando Marx no prestaba aún atención a ese campo de estudio, y al repasar ese escrito encontramos el materialismo histórico resumido en un par de líneas: «La actual clase oprimida, el proletariado, no puede emanciparse sin emancipar simultáneamente a la sociedad de su división en clases y, por tanto, de la guerra civil». Tras sumarse Marx a su perspectiva, los dos años siguientes se dedicarían a ajustar cuentas con la izquierda hegeliana y esbozar una nueva concepción del mundo. De ahí La sagrada familia (1844) y La ideología alemana (1845-1846), dos volúmenes caracterizados por una combinación de sátira chistosa y panfleto, donde invectivas personales alternan con alardes de alta cultura a menudo intempestivos. A tal punto es así que Mehring —el primer biógrafo de Marx— piensa en 1918 que el segundo de esos textos —inédito todavía— merece olvidarse, y el propio Engels extiende ese juicio al conjunto de lo escrito durante ese periodo.
«De aquellas viejas cosas basta recordar el fragmento sobre Feuerbach, pues nuestro estilo semi-hegeliano de entonces, y el lastre de connotaciones culturales muy particulares, les priva en gran parte de sentido»[950].
Sin embargo, esos dos libros contienen la infraestructura del marxismo, cuando era solo el diálogo apasionado e incesante de dos amigos que redescubren el mundo, combinando las lecturas antiguas con la audacia conferida a cada uno por el apoyo y consejo del otro. Han resuelto liberarse de las «mezquinas» limitaciones burguesas e idealistas, y partir del «ser humano real» les lleva a considerarlo como un productor, entregado a la satisfacción de necesidades materiales. Los productos crean formas sociales, que se convierten en formas de conciencia, y pronto o tarde el desarrollo de las fuerzas productivas impondrá la necesidad del comunismo, que es la conciencia no alienada del trabajador.
El comunismo científico es «una inversión radical: en vez de descender del cielo a la tierra, ascender de la tierra al cielo»[951], y «en vez de aceptar lo existente derrocarlo»[952], pues «el dominio de las relaciones y la causalidad sobre los individuos se sustituye por el dominio de los individuos sobre la causalidad y las relaciones»[953]. Al hacer esa sustitución comprendemos que el derecho es «mera fuerza bruta» opuesta a la emancipación, y solo merece el nombre de justicia aquello que no confunda la realidad falsa o prerrevolucionaria con la verdadera. Es «ideológico» o dictado solo por intereses clasistas cualquier planteamiento que no reconozca la revolución como «necesidad materialmente determinada», y por eso «los comunistas no predican absolutamente ninguna moral [...]. Saben muy bien, por el contrario, que el egoísmo, ni más ni menos que la abnegación, es en determinadas condiciones una forma necesaria de imponerse»[954].
Disponer del primer borrador de La ideología alemana muestra que fue escrito de principio a término por Engels, aunque su generosidad proverbial le hiciese decir que apenas hizo aportaciones menores al texto. El folio apaisado alemán permite dividir cada página en dos columnas, de las cuales la izquierda contiene el texto básico y la derecha algunas correcciones y adiciones. Solo en esta zona encontramos junto a la letra clara de Engels la grafía diminuta de Marx, totalmente críptica para el no familiarizado con sus signos y abreviaturas, que el amigo va trasladando a la columna izquierda de esa página o la siguiente, con un laborioso trabajo de edición. Muy probablemente se compusieron del mismo modo La sagrada familia y el Manifiesto, dadas las dificultades de Marx para exponer su pensamiento sin ayuda de un copista previo, que luego serán su mujer y sus hijas.
Es imposible precisar quién piensa qué, por ejemplo considerando un pasaje tan repetido de La ideología alemana como el que dice: «El incremento de la productividad, las necesidades y la población ha desembocado en la división del trabajo […] sometiendo crecientemente a los individuos a un poder extraño que se revela en última instancia como mercado mundial»[955]. Solo el remate de la frase —cuando añade que «la división del trabajo no pasaba originariamente de ser división del trabajo en el coito»— sugiere la mano de un Engels siempre dispuesto a fustigar la mojigatería. Sería temerario atribuir a uno u otro el criterio de que poner todo en común multiplicará tanto el trabajo esmerado como el progreso técnico, reduciendo la labor rutinaria y aumentando la producción. Son dos cultos jóvenes, uno de 22 y otro de 24 años, que viven de sus respectivas familias y aborrecen la perspectiva de profesionalizarse —una necesidad solo supuesta— cuando
«en la sociedad comunista cada cual no tiene acotado un círculo exclusivo de actividad, y puede desarrollar sus posibilidades en la rama que mejor le parezca. La sociedad regula la producción general, permitiendo que pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda cazar por la mañana, pescar después de comer, criar ganado al atardecer y hacer crítica literaria a la hora de la cena, sin necesidad de convertirme en cazador, pescador, pastor o crítico»[956].
Engels fue efectivamente un devoto de la vida rural, y Marx urbanita hasta el extremo de ver en la vida campestre algo sintetizado con la «idiotez». Sin el estímulo del rechazo que les produce el profesionalismo no acaba de entenderse cómo podrá la sociedad comunista «regular la producción general» respetando a la vez el parecer momentáneo de cada individuo. Pero eso será la incumbencia del futuro, y la del presente es acelerar su llegada con «praxis transformadora». No solo ellos sino temperamentos tan dispares como Blanqui y Bakunin coinciden en que sería suplantar al hombre nuevo proponerle recetas. Poco antes de morir Engels declara a un entrevistador: «No tenemos intención de dictar a la humanidad leyes definitivas. No encontrará usted ni rastro entre nosotros de opiniones prefijadas sobre el detalle de la organización social futura»[957].
En el último tramo de su vida podía haberse conformado con la vida confortable y el crecimiento espectacular de la ideología marxista. Pero estar seguro de que El Capital era la verdad científicamente revelada, y al mismo tiempo una obra inconclusa, le impuso un esfuerzo de proporciones grandiosas. El volumen I (1867) demostraba a su juicio de modo satisfactorio que la mercancía es un mero fetiche, y que cualquier salario roba por sistema al asalariado; pero quedaba pendiente demostrar que el plusvalor o salario apropiado condiciona en todo caso los precios, la tasa de beneficio y la propia crisis progresiva del capitalismo, un problema técnico resuelto al parecer por Marx, aunque desparramado por distintos manuscritos. Dada su precaria salud, «vivir teniendo ante él numerosos trabajos inconclusos, devorado por el ansia de acabarlos y la imposibilidad de conseguirlo, le hubiera sido mil veces más doloroso que la dulce muerte que se lo llevó»[960].
Por otra parte, en 1882 solo él, amanuense perpetuo del amigo, sabe que hay unos pocos cuadernos mínimamente organizados junto a una ingente masa caótica, formada por textos literalmente jeroglíficos debido a la escritura misma, a su costumbre de abreviar las frases y al gusto por añadirle algún sarcasmo. Trabajando sobre la parte menos desordenada, Engels logra componer para 1885 un libro II («La circulación del capital») prologado con su habitual magnanimidad, alegando que «representan exclusivamente el trabajo de su autor, no el de su editor», pues solo hubo de pulir «el estilo descuidado habitual en los extractos, lleno de coloquialismos y con frecuencia de expresiones humorísticas rudas»[961]. Tiene entonces 65 años, y advierte al lector que ese volumen debe considerarse «meramente introductorio» para el III, donde se demuestra la identidad entre valor de cambio y plusvalor. Añade a ello que dicho volumen aparecerá en «algunos meses».
Con todo, su devoción por el amigo y la Causa le impone más bien nueve agotadores años de labor, en función de que «soy el único ser viviente capaz de descifrar esa escritura y esas frases abreviadas»[962]. Paul Lafargue, casado con Laura Marx y testigo ocasional de la tarea, no da crédito viendo a ese anciano de vista muy castigada sumergirse cada día ocho horas en un mar de papeles donde ni una sola palabra es inteligible a primera vista, para copiar primero y luego hilar, adivinando el razonamiento implícito en líneas donde faltan verbos —a primera vista meras colecciones de apellidos, insultos y datos—, o creando cronologías para elegir la versión mejor elaborada de párrafos repetidos[963]. Aunque el tercer volumen era mucho más importante que el segundo, pues al fin abordaba «el problema de convertir los valores en precios, y la tasa de plusvalor en tasa de beneficio», editarlo resultó «esencialmente distinto», como advierte su prólogo de 1894:
«Aquí no había otro punto de partida que un esbozo extremadamente incompleto. Los comienzos de las distintas partes solían estar bastante cuidados, y hasta pulidos artísticamente, pero el manuscrito se tornaba más y más difuso e incompleto, haciendo más excursiones a asuntos colaterales cuyo lugar adecuado dentro del argumento se postergaba, mientras las frases se hacían más largas e intrincadas, como corresponde al registro de pensamientos in statu nascendi. En algunas partes la escritura y la presentación delataban ostensiblemente el comienzo y el progreso gradual de los ataques de mala salud»[964].
A tal punto es así que sencillamente debe escribir de principio a término algún capítulo —como el IV—, poniéndolo por eso entre corchetes. Ya no puede negar que el resultado le debe algo a su editor, pero la década empleada en ello es tanto más conmovedora considerando que Marx abandonó su plan expositivo original algo antes de imponérselo realmente la salud, coincidiendo con el momento en que el hasta entonces indiscutido principio del valor/trabajo topó con el de la utilidad marginal[965]. Esta perspectiva obviaba la necesidad de «convertir» los valores en precios, permitía analizar con alta aproximación cuantitativa la formación de cualesquiera valores concretos y planteaba a Marx un trabajo doble: terminar la obra como estaba previsto y refutar el marginalismo. Quizá nunca sabremos a ciencia cierta si Engels adivinó hasta qué punto el valor-utilidad cuestionaba «la ley eterna de la mercancía», pero no ofrece duda que sostuvo el empeño de su amigo con una tenacidad incomparablemente mayor.
Para explicarnos que supere en papismo al Papa, lo más sencillo es suponerle sujeto a algún tipo de hipnosis tan profunda como duradera, pues Marx era sin duda capaz de fascinar indeleblemente con la voz y el gesto. Con todo, el desprendimiento de Engels para con él supera cualquier comparación[966], y no casa con quienes desde Müntzer y Leiden hasta Blanqui, Ferré o el propio Marx asumen el rol mesiánico, cuyo carácter no solo incluye por norma idea fija sino autoimportancia a raudales. Esto último aparece reducido a mínimos en el general Engels, cuya obra propia no ofrece tampoco manifestaciones como las de su venerado amigo, propenso a decir que «la contradicción brutal, el choque cuerpo a cuerpo es el último desenlace», siendo su premisa «la batalla sanguinaria o la nada»[967].
El hecho de que antes de morir quemase masivamente correspondencia entre ambos no nos permite fechar con precisión en qué momento empezaron a repugnarle las virtudes del terror. Pero ya en 1875 le vemos escandalizado en público ante las concesiones al «posibilismo», y movido en privado a promover la fusión con los socialdemócratas de Lassalle que consuma el Congreso de Gotha. A tales efectos fue necesario expurgar la furibunda carta de Marx a los congresistas, pero lo hizo pensando ya que el triunfo eventual del trabajador implica evitar cualquier tipo de alzamiento suicida. En 1895, al prologar una reedición de Las luchas sociales en Francia, donde su venerado e intransigente amigo ensalza sin pausa el tanto peor/tanto mejor, escribe:
«Ha pasado la época de revoluciones hechas por pequeñas minorías conscientes a la cabeza de masas inconscientes. Allí donde se trate de transformar a fondo la organización social deben intervenir directamente las masas, tras haber comprendido ya por sí mismas de qué se trata, por qué dan su sangre y su vida. Esto nos lo ha enseñado la historia de los últimos cincuenta años. Y para que las masas comprendan se impone una labor larga y perseverante […] Nosotros, los “revolucionarios”, los “subversivos”, prosperamos mucho más con medios legales que con medios ilegales»[968].