«La responsabilidad de cada persona es el elemento esencial de la existencia colectiva, y quienes prescinden de ello tendrán suerte si solo son mantenidos bajo llave. Ninguna sociedad ordenada es posible allí donde esto no se entienda.»[969].
Había dicho un ilustrado inglés que en las sociedades mercantiles «prevalecen la corrupción, la venalidad y la rapiña, aunque florecen las artes, las ciencias, la industria, el comercio y la agricultura»[970]. Karl Marx (1818-1883) quiso corregir tales vicios sin renunciar a sus frutos, y renovó el comunismo al tiempo que resucitaba al titán Prometeo como «santo y mártir de la filosofía», entendiendo que su destino sería «odiar a todos los dioses» aunque eso implicase «vivir habitualmente en una nube de cólera y resentimiento»[971]. También sabemos que «tenía una risa jovial, alegre, cordial, difícil de olvidar»[972], que «su persona estaba muy por encima de sus obras» (Lafargue) y que luchó por su causa con una energía incompartida, sin rendirse jamás. Al cumplir los cuarenta años escribió: «Estoy apestado, como Job, pero no temo a Dios»[973]. Diez años después sus hijas le plantearon un cuestionario, y las respuestas ofrecen un primer atisbo de su temperamento:
«Tu virtud preferida La sencillez
Tu virtud preferida en un hombre La fuerza
Tu virtud preferida en una mujer La debilidad
Tu principal característica El tesón
Tu idea de la felicidad Luchar
Tu idea de la infelicidad La sumisión
El defecto que más disculpas La credulidad»[974].
Mirando a vista de águila, cuando no fue asimilado al pie de la letra contribuyó a fortalecer la añoranza de libertad, igualdad y fraternidad en los oprimidos por alguna dictadura tradicional, de las muchas que florecieron en el siglo XIX y el XX. Eso equilibra de alguna manera su herencia, pues nunca se mató y persiguió tanto como en su nombre; aunque pocos contribuyeron tanto —y sin quererlo— al desarrollo de la democracia liberal como antídoto.
Sabemos poco sobre su infancia y adolescencia en Tréveris (Trier)[975], donde nació y vivió hasta ser enviado a la Universidad. El evento más notable de aquel periodo fue la «conversión» de su padre Heinrich a la Iglesia evangélica —cuando él tenía seis años—, empujado a ello por un tiránico edicto prusiano, que prohibió a los judíos entre otras cosas ejercer como abogados y desempeñar cargos públicos. Por entonces se ganaba ya la vida como jurista, y aunque su linaje era sobreabundante en rabinos renunció al apellido Levi para evitar discriminaciones[976]. Su madre, Henrietta, era hija también de rabino —un húngaro establecido en la villa holandesa de Nimega (Nijmegen)—, y por parte de madre estaba emparentada con los Philips, una de las familias más prósperas del país, que acabaría fundando la multinacional de ese nombre[977].
Como sucede con los conversos forzosos en general, es en extremo improbable que Heinrich y Henrietta abandonasen las tradiciones en las que fueron criados, si bien el temor a denuncias les mantuvo lo bastante circunspectos como para que el joven Karl nada percibiera al respecto, e incluso acabara publicando a los 24 años un texto tan trivial como antisemita sobre «la cuestión judía»[978]. Heinrich, adornado por méritos profesionales que le permitieron dar una existencia acomodada a sus ocho vástagos, fue también un hombre culto —admirador de la Ilustración alemana y la francesa—, a cuya buena biblioteca puede atribuirse al menos en parte el interés del hijo por la literatura y la filosofía. Henrietta habló siempre el alemán con acento holandés, nunca aprendió su gramática para poder escribirlo y fue en términos intelectuales el contrapunto del versátil marido. Mientras Karl vivía como estudiante en Berlín, al morir su padre se sintió decepcionada cuando no asistió a su funeral —alegando «un viaje demasiado largo» desde allí a Tréveris[979]—, y al verse acosada después por demandas de dinero, acabó retirándole su afecto. El sentimiento era mutuo, ya que el hijo —aspirando a heredar— llegó a desearle la muerte[980].
Marx destaca en la escuela —dirigida en primaria por pastores evangélicos, y en secundaria por jesuitas— debido a su don de lenguas, su capacidad de concentración y su memoria, que le permitiría recordar toda su vida pasajes de Esquilo, Livio, Shakespeare o Goethe. La anticipación de un destino singular aparece en una de las redacciones que se conservan de su examen de bachiller, en la cual escribe: «La historia considera que los hombres más grandes se ennoblecieron trabajando para el bien general»[981]. También conservamos algunos poemas juveniles, entre ellos el que titula Sentimiento, donde declara «Nunca permanezco en calma, confortablemente / y me agito sin descanso». En otro de ellos —Vida humana— leemos que «La vida es muerte / una muerte eterna; /…/ esfuerzos codiciosos y objetivos miserables»[982].
Su héroe es el artista rebelde —que condena la deprimente vulgaridad («filisteísmo») del entorno, en particular la disposición «egoísta»—, y se plantea incluso escribir algo sobre el arte romántico. Por entonces es un cristiano fervoroso, sensible al desprecio de Jesús por la riqueza y el dinero, al que la universidad convierte en ateo sin modificar ese sentimiento visceral de rechazo por el tuyo y el mío. En Bonn y Berlín, donde estudia, su carácter vivaz e impetuoso le lleva a ser detenido brevemente por una simpática calaverada[983], e incluso a meterse en un duelo a pistola, del que escapa con un leve rasguño en la cara. Poco después empieza a decir que detesta el ideario romántico, el sentimentalismo e incluso cualquier exteriorización de pasiones, aunque bascularía siempre de la furia a la ternura filial, y comprobaremos que su fraseo encadenó siempre adjetivos bombásticos, acordes con la vena romántica[984].
Bebe con cierta generosidad, y pronto fuma puros en cantidades progresivamente colosales —según dicen hasta difuminar los contornos en una habitación pequeña no ventilada[985]—, que le sirven de combustible idóneo para jornadas de veinte horas seguidas leyendo y tomando notas. El ritmo de trabajo que se impone no tarda en rendir resultados, permitiéndole codearse con los más cultos e ingeniosos profesores y alumnos —entre ellos los hermanos Bauer y Stirner—, en el ambiente creado por la abrumadora presencia de un Hegel muerto diez años antes. La opción del momento es interpretar su obra en términos «espiritualistas» o «naturalistas», como acaba de proponer El espíritu del cristianismo publicado por Feuerbach, que tuvo ocasión de escucharle durante dos cursos y atesora experiencia de primera mano sobre el maestro.
Fue un artículo de Bauer sobre la cuestión judía el origen del escrito algo después por Marx[989]. La amistad se enfrió cuando Engels y él empezaron a proponer su comunismo, por entonces limitado a exaltar la praxis revolucionaria, y acabaría suscitando burlas e invectivas en La sagrada familia (1844) y La ideología alemana (1845-1846), donde se le menciona chistosamente como «san Bruno». Bauer había escrito que «la masa es el enemigo permanente del espíritu […] y las revoluciones fracasadas se lo deben a contentarse con una idea superficial, ligada siempre a su aplauso». Marx objetó: «La revolución solo está frustrada para la masa que no posee en la idea política la idea de su interés real»[990]. El mismo trato obtiene en el segundo de esos textos J. K. Schmidt, alias Max Stirner, un amigo íntimo de Bauer, a quien se dedican observaciones como la siguiente:
«San Max ama los milagros como todos los santos, pero se ve limitado a realizar milagros lógicos, y está molesto porque no puede conseguir que el sol baile un cancán. Le aflige que el mar no se torne inmóvil y le indigna deber aceptar que las montañas apunten hacia el cielo; también le indigna que la naturaleza sea inconquistable para el hombre [...] porque San Max llama al comunismo “liberalismo social”, desplegando el criterio burgués más vulgar y estrecho de horizontes»[991].
Mientras vive los debates universitarios, ya desde los dieciocho años, su mezcla de entusiasmo por el estudio y rebeldía ante lo establecido enamora a una joven y bonita aristócrata cuatro años mayor que él, con la cual se casará tras doctorarse, y a quien siempre presentó como «Jenny, nacida baronesa Westphalen»[992]. Los testimonios hablan de ella como «mujer de extraordinaria bondad, amabilidad y agudeza, desprovista de cualquier altivez»[993], inventora de motes como el Moro y el Jabalí para describir a alguien muy moreno, cuya melena-barba se prolonga en pelo que cubre el dorso de las manos y asoma por los puños de la camisa. Ocho años después se produciría el misterioso embarazo de su aya, mencionado ya a propósito del testamento de Engels, aunque no fue suficiente para romper un matrimonio definido por la admiración, la dulzura en el trato y el servicio recíproco, donde las dificultades fortalecieron siempre el amor en vez de empañarlo.
Tras licenciarse, Marx concentró su esfuerzo en confeccionar una tesis doctoral que acabaría llamando La diferencia entre el sistema de Demócrito y Epicuro (1841), donde argumenta su abandono de la religión. Allí propone que la teología debe reconocer la superioridad de la filosofía científica, una tesis desarrollada largamente por Hegel que el Diccionario soviético de filosofía considera «atrevida y original»[994]. El grado doctoral le abría las puertas de una carrera académica, y que no optase por ella tampoco puede explicarse al modo acostumbrado —apuntando a que Berlín estaba bajo la égida de Schelling, un resentido rival y colega de Hegel—, sino a la luz del trabajo que representaba confeccionar una segunda tesis de habilitación, más meticulosa por fuerza, cuando podía lanzarse a la arena política y llegar al gran público.
En 1842 comienza a publicar artículos en La Gaceta del Rhin, un periódico sufragado generosamente por empresarios liberales y mal visto por el cerril Federico Guillermo III, cuyo gobierno nunca quiso oír hablar de derechos civiles. Convertirse en director de esta publicación fue su primera muestra de energía, aunque los censores prusianos le ofrecieron el pretexto para no atarse al empleo, y el matrimonio le deparó entonces una pequeña fortuna en regalos, que administrada con prudencia le habría permitido vivir más de una década de modo confortable e independiente. De ahí mudarse a París, meca de la inquietud política, con el proyecto de codirigir los Anales Francoalemanes, una revista de vida brevísima debido a sus diferencias con A. Ruge, el otro editor[995].
En la capital francesa trata con asiduidad a Heine, frecuenta a la plana mayor de los revolucionarios europeos (Proudhon, Blanc, Herzen, Lassalle, Bakunin) y celebra su primera reunión satisfactoria con Engels[996], que tiempo atrás le había enviado su Esbozo de crítica de la economía política, y le convence de ponerse a estudiar ese campo. Apenas tiene 25 años, pero provoca ya en el joven Moses Hess (1812-1875), más tarde uno de los fundadores del movimiento sionista, una descripción entusiástica:
«Marx es el mayor filósofo alemán de esta generación, y tal vez el único genuino. Cuando haga manifestaciones públicas, en forma escrita o en salas de conferencia, va a atraer la atención de todos. […] Reúne en su persona el máximo rigor filosófico con el ingenio más mordaz. Imagínese a Rousseau, Voltaire, Holbach, Lessing, Heine y Hegel fundidos en una sola persona —digo fundidos y no yuxtapuestos—, y tendremos a Marx».[997]
Impresiona entonces a su círculo de amigos que tome partido por una perspectiva racionalista, en contraste con el moralismo edificante de la rama francesa y el nihilismo germinal de la rusa. Aunque no ha formulado aún su teoría de la lucha de clases, entiende que «la ciencia» dibuja con claridad un camino político donde sobran tanto los sentimientos personales como el humanismo banal, cuyo sentido va identificando progresivamente con el acto de evitar los estereotipos ligados al imaginario burgués y pequeño-burgués.
Esto determina la mudanza a Bruselas, donde reorganiza su hogar, funda por su cuenta el Partido Comunista alemán y crea el Comité de Correspondencia, que tiene como militantes básicos a los inscritos en la Liga de los Justos y algunos incorporados adicionales, como Engels y Hess. Para poder residir en Bélgica ha prometido que no publicará nada sobre política contemporánea, si bien los tres años de estancia allí son fértiles en todos sentidos: su familia pasa de un hijo a tres, redacta solo o con Engels varios textos, viaja a Inglaterra para ponerse en contacto con líderes del cartismo, y logra sustituir a Weitling como líder de los comunistas. A finales de febrero de 1848, cuando acaba de abdicar Luis-Felipe y él ha recibido el grueso de la herencia paterna —unos cinco o seis mil francos[1001]— el gobierno belga lo retiene una noche en calabozos y le ordena abandonar a toda prisa el territorio, alegando que ha regalado un tercio para adquirir armas con planes subversivos[1002].
Dos días después la familia regresa a un París estremecido ya por la anticipación del alzamiento, según su esposa «muy a gusto todos bajo el sol naciente de la nueva revolución». Como las noticias de Alemania son a juicio de Marx todavía más esperanzadoras, decide editar en Colonia una Nueva Gaceta del Rhin escudándose en el sentimiento anti-prusiano[1003]. La aventura no puede empezar mejor, pues la confusión del momento permite que Engels y él crucen sin dificultad la frontera con mil ejemplares del recién impreso Manifiesto comunista, y conservar parte de la herencia le permite prescindir de patrocinadores. Once meses más tarde, sin embargo, llega una orden de cierre y expulsión irrevocable, a la cual responde con un último número impreso todo él en tinta roja, donde bajo el titular «Alzamiento revolucionario de la clase trabajadora, guerra mundial» afirma en otras cosas:
«¿Está claro señores? El propio canibalismo de la contrarrevolución convencerá a las naciones de que solo el terror revolucionario puede abreviar, simplificar y concentrar los criminales trances agónicos de la vieja sociedad, y los sangrientos espasmos unidos al nacimiento de la nueva. ¿Está claro, señores? No tenemos compasión ni la pedimos. Cuando nos llegue la vez no habrá excusas que valgan para el terror revolucionario»[1004].
Combinado con el Manifiesto, ese número de la Nueva Gaceta le convierte en celebridad mundial e indeseable no menos mundial. La única alternativa es refugiarse en una Inglaterra que le repugna como país capitalista por excelencia, cuya «prolongada prosperidad desmoraliza al obrero»[1005], pero donde podrá vivir y expresarse libremente durante treinta y cuatro años[1006]. Cuando llega a Londres —gracias a un préstamo de Lassalle— apenas quedan rastros de la dote de su esposa y de su propia herencia. Irán naciéndole hasta tres hijos más, y comienza para la familia un periodo de estrecheces económicas pavorosas, como si la justicia poética condenase a quien declaró no tener compasión ni pedirla.
Cinco años antes, cuando vivía cómodamente en París, redacta su primera nota de lectura dedicada a la «ciencia compleja», que versa sobre los Elementos de economía política de James Mill, padre de John Stuart. El cuaderno empieza elogiando «cuán claramente explica Mill el papel del dinero como mediador en los intercambios», y sin solución de continuidad añade que «el dinero es un mediador extraño, en lugar de ser el hombre mismo mediador para el hombre, como debería ser, y su esclavitud llega con ello al colmo»[1007]. Siguen algunos comentarios sobre Cristo y Dios[1008], y viendo aparecer un epígrafe sobre el «sistema crediticio» imaginamos que el texto de Mill será objeto de nuevos comentarios.
Pero la observación sucumbe a la indignación, y aparece un concepto del pagaré como algo que «deshumaniza la existencia moral, la existencia social, la intimidad del mismo corazón humano»[1009]. Es «usura» reclamar el reembolso del préstamo cuando no conviene o interesa al prestatario, porque «la necesidad de una cosa es la prueba más evidente, más innegable, de que pertenece a mi ser»[1010]. Quien ignora esto ignora también que «el monopolio consumado es la competencia, pues separa producción y consumo, actividad y espíritu»[1011]. El libro comentado ocupa tres líneas en una veintena de páginas, y lo más notable de esa nota es presentar la más antigua distinción entre «producir como hombres» y producir «contra» la Humanidad:
«Yo gozaría durante el trabajo de una manifestación vital individual por una parte, y por otra —en la contemplación del objeto— la alegría individual de conocer mi personalidad como objetiva, sensiblemente visible, y por ello como poder logrado más allá de toda duda. […] Mi trabajo sería libre manifestación vital, goce de la vida. En el supuesto de la propiedad privada es enajenación vital, pues trabajo para vivir, para crearme un medio de vida. Mi trabajo no es vida»[1012].
Este tono cálido desaparece en escritos ulteriores, aunque el modo de leer a Mill presenta ya el rasgo distintivo de Marx si le comparamos con economistas previos y futuros. Las menciones de esta nota a letras protestadas, acreedores insatisfechos y «cruel pago al contado» deben entenderse como reminiscencias de sus años como estudiante, pues en París y a principios de 1843 vive libre de esas presiones, en un medio tan confortable como estimulante. Es el momento de racionalizar la más instintiva de sus certezas previas —que «la necesidad de algo es justo título para acceder a su disfrute»—, y desde marzo hasta comienzos del verano centra su atención en los Principios de la filosofía del derecho (1821), la última obra publicada por Hegel.
Dicho conjunto se convierte en sociedad civil cuando «la mezcla de necesidad natural y voluntad arbitraria hace que cada uno se afirme y satisfaga por medio del otro […] fundando la meta egoísta un sistema de dependencia recíproca»[1015]. A partir de entonces las costumbres pasan a ser leyes gestionadas por tribunales, se regulan «las modalidades del trabajo»[1016] y sucede lo propio con la corporación mercantil[1017]. Paralelamente se consolida la «garantía del bienestar individual» encomendada a la Administración[1018], cuya forma más perfecta acaba siendo la democracia «orgánica» representada por monarquías constitucionales. Con ello se cumple el «tránsito de la moral subjetiva a la objetiva», que supera la sociedad fundando el Estado, una institución donde el desgarramiento introducido por «la injusticia»[1019] se invierte, hasta desembocar en la libertad consagrada por el catálogo de derechos y deberes ciudadanos. Así como el absolutismo corresponde a comunidades atomizadas por el recelo mutuo, las Constituciones libres corresponden a la confianza recíproca derivada de «añadir al ámbito privado arbitrario una esfera de generalidad y racionalidad».
El primer texto publicado por Hegel planteaba la dialéctica amo-siervo como eje de la formación cultural, y el último la dialéctica sociedad-Estado como eje del desarrollo político. No sabemos si Marx leía o releía este texto, aunque solo en París descubre que el tránsito «del ámbito privado arbitrario al general-racional» ofrece el encaje perfecto para su rechazo instintivo de lo mercantil. Percibiéndolo como revelación, deduce entonces que ese paso exige convertir la propiedad particular en pública, o «reinará la existencia genérica del privilegio, del derecho como excepción»[1020]. Mientras tal cosa quede pendiente, «la constitución política en su más alta expresión es la constitución de la propiedad privada», permitiendo que «la burocracia mantenga el ser del Estado precisamente como su propiedad»[1021].
Ajeno aún a propuestas como la lucha de clases y la dictadura del proletariado, es digno de mención que el manuscrito recurra relativamente poco a la mordacidad satírica, contenga análisis innovadores sobre la incipiente clase política y maneje la jerga hegeliana con tanta soltura que a veces es difícil separar al comentador del comentado. Por ejemplo, cuando plantea la representación ciudadana como una doble contradicción:
«1) formal, los delegados de la sociedad civil son una sociedad y no se relacionan con sus mandantes a través de “instrucciones”. Son formalmente comisionados, pero desde que se tornan reales dejan de ser ya comisionados. Deben ser delegados y no lo son. 2) material. Son representantes de los asuntos generales, pero en realidad representan asuntos particulares.[1022]
Por lo demás, Hegel espera que «el egoísmo aparejado a la sociedad burguesa se equilibre con funcionarios fieles a su sentido del deber»[1023]. Para Marx dicha actitud implica «una idolatría de la autoridad», que «no solo reclama el “espíritu del Estado” sino el espíritu burocrático»[1024]. Al igual que Feuerbach y los jóvenes hegelianos, Marx reprocha a Hegel que el devenir se articule sobre la vaguedad llamada espíritu cuando debería partir del hombre, o de la naturaleza material. Su postura sería la estándar para un joven hegeliano si no incluyera algo tan ajeno a sus colegas como la transformación general de lo privado en público, a título de prueba sobre el efectivo tránsito de la sociedad civil al Estado racional. Que Hegel no llegue a esa conclusión se debe «al secreto, el misterio guardado en su seno por la jerarquía»[1025], hipotecada a una reconciliación de «intereses inconciliables». Explicó satisfactoriamente cómo la propiedad privada inaugura el derecho, civilizando a los grupos humanos, pero no quiere entender que ha llegado a ser la institución obsoleta y opresiva por excelencia.
La exégesis retendría de este ensayo la tesis de que Hegel presenta las cosas invertidas, «tomando lo real como predicado de la Idea, y no a la inversa». Esto resulta discutible, considerando que Hegel llama Idea al generador de los acontecimientos históricos, y que lo «inverso» de tal devenir solo puede ser algo sin correlato en el espacio/tiempo, de naturaleza utópica[1026]. Sea como fuere, rechazar incondicionalmente la burocracia convirtió el manuscrito en un texto maldito para el régimen soviético, que solo pudo publicarse cuatro años después de morir Stalin.
«Este comunismo es como completo naturalismo = humanismo, como completo humanismo = naturalismo; es la verdadera solución del conflicto entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre, la solución definitiva del litigio entre existencia y esencia, entre objetivación y autoafirmación, entre libertad y necesidad, entre individuo y género. Es el enigma resuelto de la historia, y sabe que es la solución»[1027].
Los comunismos previos partían de querer imponerse a la realidad a través de decretos, pautas morales o golpes de Estado, como representaciones contrapuestas a alguna realidad, y el de Marx viene impuesto por la realidad misma, que tras alienarse vuelve sobre sí al pasar del mundo preindustrial al técnico-científico. Sin la explotación frenética impuesta por el capitalismo avanzado los humanos podrían haber seguido ignorando su «esencia social»; pero el propio hecho de que la inmensa mayoría esté condenada a una depauperación creciente —mientras contempla a un exiguo fragmento enriquecerse de modo inimaginable— la fuerza a romper sus grilletes y consagrar la especie como «única deidad», creando al fin un mundo donde lo cuantitativo se guíe por lo cualitativo:
«La supresión de la propiedad privada es la emancipación plena de todos los sentidos y cualidades humanas. El ojo se ha hecho un ojo humano, su objeto se ha hecho social, humano. Necesidad y goce han perdido así su naturaleza egoísta al convertirse la utilidad en utilidad humana [...] El traficante de minerales solo ve su valor comercial, no su belleza o su naturaleza peculiar de mineral, no tiene sentido mineralógico»[1028].
Convertido el trabajo egoísta en «trabajo social», cada productor multiplicará su rendimiento al verse emancipado del profesionalismo mezquino, que le imponía renunciar a su versatilidad natural. De ello solo puede seguirse a su vez el salto en inventiva y dedicación derivado de sentir y percibir de otra manera, una manera en gran medida inefable por corresponder al futuro, y de la cual solo cabe anticipar que será incomparablemente más creativa, pues entrar en detalles —como Moro, Campanella o Fourier— abandona el discurso racional para internarse en el profético. Por otra parte, el hecho de que los Manuscritos carezcan de índice o plan impone seleccionar fragmentos atendiendo a su expresividad y contundencia. Uno de ellos apunta a la relación inversamente proporcional entre incremento de la producción y recompensa:
«Cuanto más produce el trabajador, tanto menos debe consumir; cuantos más valores crea, tanto más indigno es él; cuanto más elaborado su producto, tanto más deforme; cuanto más civilizado su objeto, tanto más bárbaro será él»[1029].
Ser una mercancía entre otras sume al trabajador en la angustia del rendimiento, librándole a una competencia inhumana y a una labor especializada igualmente deshumanizadora. Por lo demás, Marx no ha llegado aún a la conclusión de que el beneficio empresarial es surplus value o hurto de trabajo, y mucho menos a intentar calcular cuántas horas de labor impagada corresponden a cada una de las pagadas. Tampoco tiene formado su concepto del yo-masa o clase proletaria, y cuando los cuadernos no examinan la alienación en abstracto se concentran en una revisión crítica del conformismo:
«Tanto más ahorras, tanto mayor se hace tu tesoro, al que ni polillas ni herrumbre devoran, tu capital. Cuanto menos eres, cuanto menos exteriorizas tu vida, tanto más tienes, tanto mayor es tu vida enajenada y tanto más almacenas de tu esencia extrañada [...] Y no sólo debes privarte en tus sentidos inmediatos, como comer, etcétera; también la participación en intereses generales (compasión, confianza, etcétera), todo esto debes ahorrártelo si quieres ser económico y no quieres morir de ilusiones»[1030].
Traicionándose a sí mismo y a los demás, el alienado se afana en pasar de la escasez a la comodidad con previsión, frugalidad y maestría en su oficio, esclavizándose más aún, y el círculo vicioso de la víctima convertida en esquirol hace que:
«El aumento de la producción le convierta en el esclavo ingenioso y siempre calculador de caprichos inhumanos, refinados, antinaturales e imaginarios. Ningún eunuco adula más bajamente a su déspota o trata con más infames medios de estimular su agotada capacidad de placer para granjearse su favor que el eunuco industrial, el productor, para granjearse más monedas [...] Te despojo al tiempo que te proporciono un placer. El productor se aviene a los más abyectos caprichos del hombre, hace de celestina entre él y su necesidad, le despierta apetitos morbosos y acecha toda debilidad para exigirle después la propina por estos buenos oficios»[1031].
Al operar como alcahueta para goces falsos, la propiedad privada condena «a la privación que representa el ahorro», engendrando usureros ascéticos y productores no menos ascéticos, unos y otros inhumanamente volcados sobre el «tener» en detrimento del goce espontáneo, «disolviendo todas las pasiones y toda actividad en la avaricia». El omnipresente dinero no deja nada sin corromper:
«La prostitución del sexo es solo una expresión especial de la general prostitución del trabajador, y como la prostitución es una relación en la que no sólo entra el prostituido sino también el prostituyente —cuya ignominia es aún mayor—, también el capitalista entra en esta categoría».