«No podemos calcular los ingresos, porque los impuestos han sido suprimidos.»[1108].
Sin desmarcarse de la obviedad, un sociólogo objetó que «las investigaciones de El Capital se hicieron para confirmar una doctrina preestablecida, en vez de ser esa doctrina el resultado de alguna investigación»[1109]. Menos obvio es recordar que Marx se detuvo bruscamente cuando sus manuscritos contenían de hecho la totalidad de los cuatro volúmenes previstos, y solo faltaba precisar cómo el plusvalor se convierte en tasa de beneficio. Lejos de usar escritos ulteriores, Engels hubo de completar esa omisión recurriendo a escritos previos, quizá porque la irrupción del marginalismo dinamitaba el puente entre valor de cambio y «trabajo social medido por unidad de tiempo», imponiendo no solo combatir contra las estadísticas sino contra un modo menos tortuoso de pensar los precios[1110].
La ferocidad con la cual trata Marx a los economistas de su generación le valdrá descalificaciones análogas[1111], así como juicios más ponderados. Galbraith no pone en duda la agudeza de su pensamiento, aunque el influjo de «un ánimo poco equitativo y bastante ofuscación» explica por qué «la historia y el desarrollo de la sociedad económica fueron tan inmisericordes con él»[1112]. Schumpeter le considera no solo un profeta sino un científico, pionero a la hora de introducir factores dinámicos en la estructura económica, sin perjuicio de que El Capital sea un libro «difuso y repetitivo, inconcluso en la argumentación de un sistema gravemente equivocado, incapaz de no violentar los hechos»[1113]. Marx se vio a sí mismo siempre como un devoto de la objetividad —y denunció «la arrogancia repulsiva de todos los vendedores de panaceas»[1114]—, sin perjuicio de ignorar abiertamente el estado de cosas en algunas ocasiones.
Por ejemplo, especifica la página del Wealth of Nations donde Smith declara que «el salario normal es el más bajo compatible con la simple humanidad, es decir: una existencia propia de bestias»[1115], cuando Smith escribe allí que «el salario del trabajo no está en ningún punto de este país regulado por la tasa más baja conciliable con la humanidad común»[1116], y ese capítulo —el 8 de la primera parte— menciona poco después claros progresos «en la recompensa real del salario durante la presente centuria»[1117].
También pone en boca de Gladstone que «este embriagador aumento de riqueza y poder [...] se limita enteramente a las clases acomodadas», cuando según las actas parlamentarias dijo: «Contemplaría casi con aprensión y pena este embriagador aumento de riqueza y poder si creyera que se restringe a las clases acomodadas»[1118]. Enfrentado a la disparidad, y aun admitiendo que ni había asistido a aquella reunión de los Comunes ni podía aportar datos de apoyo en la prensa, adujo que «Gladstone maquilló a posteriori su versión, ingeniándoselas para escamotear un pasaje harto comprometedor»[1119].
Nada tiene de nuevo que la intensidad de nuestras expectativas y representaciones distorsione el mero estado de cosas, pero el presente ensayo no reconstruye la evolución del comunismo para confirmar o desmentir alguna hipótesis, sino para ver de cerca algo que se defiende y refuta a sí mismo, como el resto de los fenómenos históricos, demostrando una y otra vez que lo cortés no quita lo valiente. Nuestra cultura no conoce quizá una amalgama tan perfecta de erudición y delirio, ni por tanto un modo mejor de percibir cómo las facultades del homo sapiens potencian en ocasiones las del homo demens, presto a todo con tal de lograr que lo real y lo ideal coincidan.
Lejos de ser circunstancial, el estilo es la forma del contenido, y entre las peculiaridades expresivas de Marx están una frecuente inversión del sujeto y el predicado[1120], servirse de las comillas no para enmarcar citas sino para sugerir contradicción en los términos[1121], un uso abrumador de la palabra subrayada[1122] e incluso dos signos de exclamación[1123]. Dichos recursos corresponden a un genio satírico de proporciones colosales, comparable con el de Aristófanes, Juvenal o Quevedo, donde el lenguaje grueso opera como pedernal para la chispa[1124]. Antes de terminar la primera sección de El Capital somos informados de que Bastiat es «un pigmeo», MacCulloch «menea aduladoramente el rabo», Stuart Mill es «insípido», Say es «insulso», Proudhon es «filisteo» y Senior «está crudo»[1125]. Incluso Hegel padece «una aturdida y repugnante incoherencia»[1126]. En el Epílogo a su reedición observa que:
«los portavoces cultos e ignaros de la burguesía alemana procuraron aniquilar con su silencio El Capital, como lograron hacer con mis obras anteriores. Los tartamudos parlanchines de la economía alemana reprueban el estilo de mi obra y mi sistema expositivo, aunque nadie puede juzgar más severamente que yo sus deficiencias literarias»[1127].
El sentido crítico se gradúa del insulto directo a la falta de alguna sutileza, y donde otros escritores mantienen una distancia irónica él muestra una combinación de superioridad altiva y sed de reconocimiento. De ahí que el Epílogo colacione tres reseñas elogiosas[1128] —una de ellas durante un centenar de líneas—, para demostrar que «el señor Marx se coloca con este tratado al nivel de las mentes analíticas más eminentes»[1129]. Mucho más expresivo de su grandeza había sido declarar: «soy un apestado, como Job, pero no temo a Dios», pues ni siquiera le disuadió la embarazosa situación de un mesías cuyos servicios no se solicitan mayoritariamente. Lo único que su orgullo iba a vedarle fue un sentido del humor que desde Aristóteles se define como educada disconformidad ante lo feo[1130].
Reivindicando lo necesario de «compartir», su vida discurre torturada entre el «cruel pago al contado» y el «usurero interés del crédito», dos costumbres que aligeradas de sus adjetivos no dejaban de parecerle oportunas a buena parte de la ciudadanía. Parejamente arduo resultaba convencer de que el orden económico es prescindible, poniendo en lugar de la siempre privada responsabilidad personal[1131] el «de cada cual según sus aptitudes, a cada cual según sus necesidades». Lejos de ser arbitraria, la aspereza formal de su estilo responde a un contenido tan desgarrador como la paz conquistada mediante guerra civil, y más precisamente a su capacidad para pensar el mundo como un guante ofrecido del revés, que podemos volver del derecho rasgando el velo de secreto y misterio creado por la institución de los precios.
Byron, que dormía con bigudíes «para disponer de rizos desde el desayuno», no dejó de sugerir en su Don Juan (1824) algo tan pertinente para la promesa mesiánica actualizada como que «el fruto de la ciencia es amargo, porque su árbol no es el de la vida». Retomando esa línea, Marx trasmuta la nostalgia por haber elegido el árbol erróneo en decisión revolucionaria de crear un paraíso terrenal, donde el árbol de la ciencia será siempre el de la vida si la especie evita el escamoteo («mistificación») ligado a fetiches que nacieron al tasarse las cosas, imponiendo primero el trueque y luego el dinero. Cuando el valor de cambio triunfó sobre el de uso las cosas comunes desaparecieron, mecanismos encubridores se apoderaron de la «realidad física sensible» y los humanos se avinieron de modo más o menos consciente a la rapiña del individualismo, enajenando su esencia social.
Aunque no hubiese elemento novedoso en llamar restitución a la expropiación, la perspectiva del secreto y sus encubridores inauguraba una filosofía construida sobre la sospecha, capaz de proyectar lo antes introyectado y ver en la realidad el fruto de escamoteos sucesivos, un hilo conductor retomado por Nietzsche algo después[1132]. Nada impide que el acto de sospechar y el acto de investigar mantengan una relación tan estrecha como la sugerida por Sherlock Holmes, descubriendo el lado oculto de las cosas al observar con gran finura su lado manifiesto. Con todo, tanto Holmes como los detectives de carne y hueso mantienen la desconfianza vuelta hacia sí mismos hasta hallar pruebas palpables, y en el caso de Marx[1133] esto último admite amplias excepciones.
Su sospecha es compatible con ver en la credulidad el «defecto humano más perdonable»[1134], y no reclama mantener a raya la inclinación personal. Al contrario, cualquier elemento de idea fija progresa sin obstáculo tomando como objeto las intenciones secretas del otro, pues no procede investigar lo palpable de los fenómenos tanto como lo impalpable, con vistas a confirmar tal o cual conspiración. Abandonando su lado introspectivo o autoanalítico, el acto de sospechar se realimenta con una teoría del movimiento suspendido por la mistificación, que «transforma los procesos en cosas».
Tan infinito es el horizonte de la cosificación que el proyecto genérico de las ciencias es devolverle su vivacidad a los procesos, para no confundir lo real con una secuencia de accidentes aislados, ni con algún plan abstracto ajeno a su plasmación. Al decir que «lo verdadero es el resultado» reclamamos precisamente que en cada fenómeno se coordinen su tendencia y aquello que va siendo momento a momento: que no se separe la acción de sus actos o hechos. Desde Heráclito y su contemporáneo Lao-Tsé, las filosofías del movimiento polemizan por eso con sistemas «fijistas», apoyados sobre la estabilidad de algún ser natural o sobrenatural, y hubo ocasión de ver cómo Hegel profundizó concretamente en la dinámica derivada de «la contradicción de algo consigo mismo»[1135], descubriendo uno de esos ejes en la alienación o «ser para otro» que encarna ejemplarmente el esclavo.
Marx se propuso superar dicha alienación con una praxis revolucionaria no ajena al análisis empírico —pues dejaría ser científica— aunque sí libre del «conformismo» unido a la «mera contemplación»[1136], y el hilo metodológico de la sospecha le lleva a formular una teoría de la cosificación tanto más original cuanto que centrada en el acto de disfrazar. El supuesto prototípico lo ofrece el propio capital, que captado ingenuamente es aquella parte ahorrada del trabajo, y al desenmascararse revela ser Monsieur Le Capital, una entidad que «impone la transformación de los productos en dinero»[1137] y «preside un mundo embrujado y cabeza abajo»[1138]. Sin ser alguien en particular, opera como un designio que corrompe al empleado con promesas siempre incumplidas de promoción, desempeñando por eso funciones de alcahuete universal, que convierte el esfuerzo humano en «una objetividad extrañada»[1139] y las cosas mismas en seres travestidos.
Un telar, por ejemplo, es cierto objeto creador de cosas útiles, que cuando entra en la esfera de los negocios se transforma en «fantasmagoría misteriosa y mistificada, al encontrarse desfigurado en su objetividad por su carácter mercantil»[1140]. Telar en sí y telar-fetiche están separados por la diferencia que hay entre algo «natural» como el valor de uso y algo «inhumano» como el valor de cambio. Pero eso no altera que sea la utilidad —no el tiempo— el factor determinante en la formación de los precios[1141], y resulta más veraz derivar la diferencia entre valor natural e inhumano del descubrimiento hecho por Marx ya en 1843: «La necesidad de una cosa es la prueba más evidente, más innegable, de que me pertenece»[1142]. Por lo demás, si el telar se hubiese mantenido como objeto extracomercial seguiría ostentando el perfil técnico de los diseñados en el Neolítico.
Bergson identificó como «ilusión fotográfica del movimiento» nuestra tendencia a descomponerlo en instantáneas separadas, porque captar el móvil resulta incomparablemente más difícil que cada momento de lo movido. La cosificación marxista alude al mismo fenómeno, aunque al vincularlo con mecanismos encubridores ligados a intereses inconfesables desemboca en una denuncia del fetiche paradójica —dada su afinidad con el propio animismo primitivo—, donde las adversidades se proyectan en forma de individuos metafísicos. Está lejos de ser claro qué distingue a Monsieur Le Capital de Satán —dos representaciones sustantivadas del enemigo—, y si aspiramos a recobrar lo fluyente del mundo se diría que el camino menos adecuado es aliterar epítetos, cuando el lenguaje expone el movimiento a través de verbos, aprovechando los sustantivos para describir el paso de estación a estación.
Si se prefiere, es difícil imaginar algo tan cosificado y cosificador como su noción del capital, apoyada sobre una previa idea de la mercancíacomo objeto «fantástico, invertido, fantasmagórico, misterioso, cósico, enigmático, secreto, mistificado, embrujado, endemoniado, jeroglífico, malicioso, mágico, suprasensible, quimérico, danzante, envuelto en un místico velo neblinoso» e incluso dado a sostener monólogos[1143]. Desplante por desplante, nada impide llamarlas también cosas laicas, sensibles y transparentes, porque etiquetarlas como flores del mal no las extrae del Haber en los balances, y una alternativa al simplismo podría ser pensarlas como obras de arte más o menos logradas, donde el criterio es la relación calidad-precio.
Ser fetiches derivaría de serlo el dinero, pero el dinero se distingue del plusvalor por la densidad de actos y actores implicados en la gestación de cada uno. El Mehrwert reelabora una idea de Owen, y el dinero nace de un proceso tan anónimo y complejo como la materia orgánica, donde convergen no ya innumerables condiciones sino otras tantas acciones. Entre los determinantes de que el plusvalor pudiera considerarse una magnitud precisa parece imposible exagerar la circunstancia de que Marx y Engels rechazaran la división del trabajo, concibiendo el espíritu profesional como «mezquindad». Mientras el prójimo intentaba salir adelante o sobresalir con alguna maestría, luchando contra la inepcia y la indolencia adheridas en principio a todos nosotros, no verse movidos ellos a lo mismo cristalizó en la visión de una sociedad donde cada uno tenga su identidad absuelta de ascensos y descensos, redimida de «competencia» hasta el punto de que «la alternativa sea dormir o no una siesta, comer, beber y engendrar»[1144].
Andando el tiempo, llevar a la práctica este modelo —«donde cada cual no tiene acotado un círculo exclusivo de actividad»[1145]— crea la primera sociedad definida por un reclutamiento laboral indiscernible del militar, donde la hambruna alterna con desnutrición crónica. Esto podría incluirse entre tantos otros efectos imprevistos de la acción, si su origen no hubiera sido proyectar el personal rechazo de ambos por el profesionalismo, y su común desprecio por el trabajo ajeno. De una cosa y otra partió limitar la condición de Arbeiter o trabajador a alguien tan resuelto como ellos a «dedicarme hoy a esto y mañana a aquello»[1146], pues cumplir alguna tarea por sentido del deber solo podría a su juicio generar desgana, y contubernio con los explotadores.
Feuerbach resumió sus objeciones a Hegel afirmando que «el pensamiento procede del ser, no el ser del pensamiento». Ahora bien, ¿a qué «ser» se refería? El realismo propone que de cierta entidad —bien sea la tensión del vacío y los átomos (Demócrito) o una substancia infinita (Spinoza)— se siguen «indefinidas cosas, en indefinidos modos», engarzados por una cadena de causas eficientes. Cuando la Crítica de la razón pura (1871) demostró que el mundo no se nos ofrece directamente, sino mediado por un entendimiento que filtra y ordena las impresiones, la propia posibilidad de una ontología o metafísica pareció colapsar ante su consejo de entregar a la física matemática el estudio de los fenómenos naturales, y a la teoría del conocimiento y la antropología lo correspondiente a nosotros en particular.
Sin embargo, Kant había puesto de relieve la necesidad y ubicuidad del entendimiento[1147], y sus tres discípulos iniciales —Fichte, Schelling y Hegel— se negaron a admitir la cesura entre sujeto y objeto, alegando que su hallazgo había sido precisamente la «síntesis» de ambos, y que la substancia del mundo podía concebirse «también» como subjetividad. Las intrincadas argumentaciones de cada uno sobran aquí, y baste recordar que de ellas partió un concepto del movimiento como acto de perderse y recobrarse, en términos de una odisea donde volver a Ítaca pasa por el «extrañamiento» de buscar en vano las leyes de algún Hado o Designio. Esto implica imaginar lo real como algo «hecho», cuando su fluir desvela una «acción de auto-reconocimiento»[1148], en la cual el sujeto-objeto se descubre al término como «libertad»[1149].
La principal consecuencia de abandonar la noción griega de physis había sido que la libertad dejara de sustantivarse —sustituida por la voluntad del Todopoderoso, o por un engranaje mecánico de causas—, y recobrar ese concepto fue tanto más estimulante para la juventud alemana cuanto que llevaba consigo una alternativa a la idea lineal del tiempo, pasando de la entropía a la evolución (Entwicklung)[1150]. Feuerbach, que empezó traduciendo «espíritu» por «Hombre-Dios», acabó desengañado del antropomorfismo y al final de sus días se hizo spinozista[1151]. Marx pudo ignorar el debate ontológico, pero prefirió entrar resueltamente en ese terreno con un materialismo original, apoyado sobre una «realidad física sensible» derivada de la «esencia humana genérica» (Gattungswesen), planteada a su vez en términos de «único principio divino»[1152]. Teniendo como materia su propia unidad, más allá de cualquier diferencia cultural, la especie debe atravesar la odisea de un extravío individualista que tampoco puede considerarse arbitrario, ya que lo exige el paso del estado salvaje al civilizado, y «toda la llamada historia universal no es sino la producción del hombre a través del trabajo»[1153].
Dicha ontología podría considerarse ecléctica —al combinar el aparato conceptual hegeliano con principios racionalistas, empiristas y materialistas—, pero una filiación más precisa ofrece el titanismo, una escuela de pensamiento identificada recientemente[1154] aunque al menos tan antigua como el alquimista y la piedra filosofal, cuyo denominador común es concebir el mundo físico como material a explotar, en contraste con una versión clásica donde aparece como tesoro de vida y sentido.
Como muchos recordarán, el titán Prometeo se compadeció de los desvalidos seres humanos, y para asegurar su dominio eventual sobre el mundo físico les transmitió el secreto del fuego. Zeus se lo había prohibido expresamente, según Esquilo por «sentir celos» del hombre, y le castigó a vivir encadenado eternamente a una roca en el Cáucaso, mientras un buitre le devora también eternamente el hígado. Simplificado luego por la teología medieval[1157], el mito prometeico se coordina de modo explícito con el progreso técnico cuando Bacon compara el dominio del fuego con el principio de la palanca, capaz de alzar cualquier grave disponiendo de una barra lo bastante larga. El titán pecó de rebeldía, como Lucifer, pero que el hombre conquiste las fuerzas naturales lo justifica el mandato de Génesis: «creced y multiplicaos, someted la Tierra».
La industrialización transformará la actitud titanista en ingeniería social, que a través de Bentham postula lo útil de codificar todo el derecho en reglamentos, y a través de Comte lo positivo de una «dictadura empírica» ejercida por el conjunto sobre las partes. Marx da un paso adelante en esa línea, al presentarse como reencarnación mortal de Prometeo y exponer algo todavía más contundente en la dirección del control, que es sustituir el análisis por «praxis». Su formación filosófica le ahorró por otra parte lo más incoherente de sus precursores, que es pensar la experiencia como reflejo inmediato del mundo exterior, y la consiguiente inmersión en el «sueño dogmático» del cual despierta Kant[1158].
Emancipado de esa ingenuidad, Marx solo sigue teniendo en común con ellos y con Bacon el propio afán de control, que desconfía de la actitud contemplativa como el diligente del perezoso, viendo en el saber por saber no solo esteticismo vacío sino dejación de responsabilidad. En el marco acotado por la voluntad de poder no hay espacio para el ánimo conmovido por el aletear de una mariposa, el «poderoso silencio de la piedra» o «el júbilo de la ociosa vacación primaveral»[1159], y sin perjuicio de ser escritores muy prolíficos los titanistas no legarán una sola línea dedicada a bendecir o maldecir lo sobreabundante de la vida. Ese lado de las cosas tropieza con la reducción del campo perceptivo aparejada a dominarlas, algo singularmente manifiesto en la decisión de llamar al placer «lo deseable» —como hace Bentham— para esquivar las complejidades de atenerse a lo deseado.
En el caso de Marx, la propuesta de deificar al ser humano sería una excepción a esa regla, e incluso un ejemplo de bendición suprema, aunque su reduccionismo parte del equivalente a «lo deseable» que es la autenticidad, una noción redundante[1160] gracias a la cual cobra existencia un Hombre contrapuesto a un no-Hombre. El auténtico lo compondrían víctimas de la propiedad particular —que se redimirán potenciando su condición de masa indiferenciada—, y el inauténtico todos los ajenos a «compartir». El inconveniente de esa construcción es transformar en substancial un factor accesorio, omitiendo el fundamento común[1161]. Así como una mesa puede ser blanca o marrón, del color no brota mesa alguna, y el hecho de que otros géneros literarios se permitan definir acumulando adjetivos no autoriza al discurso científico para omitir la diferencia entre aquello sobre lo cual recaen las cualidades y ellas mismas. El adjetivo depende siempre de un opuesto, como frío y caliente, cuando el nombre es tan ajeno a esa polaridad como el caballo al no-caballo, y el hombre al no-hombre.
Por otra parte, es impreciso alegar que «el “materialismo” de Marx no remite a postulados de alguna ontología razonada en términos lógicos»[1162], pues fundarla en un factor solo adjetivo debe atribuirse a combinar lógica titánica con lógica mesiánica, y a que su materialismo sea una forma extrema de voluntarismo, donde cumplir la Gattungswesen equivale a asegurar el dominio exclusivo de «actos conscientes e intencionales»[1163]. Que las instituciones provengan de actos anónimos, y estén abiertas por definición a fines incontrolados, mueve a concebirlas como focos alienantes para la «esencia genérica», cuando son precisamente el modo inventado por la especie para procesar la información infinita y en alta medida inconsciente generada en cada momento por sus propios actos. Cabría suponer que esta consideración merecen el dinero y los mercados, y que otros frutos del genio anónimo no resultan deshumanizadores; pero para el titanismo mesiánico cualquier complejidad es estéril anarquía, y el orden espontáneo una invitación a recaer en el extrañamiento. Su praxis se sobrepone en todo caso al tratamiento más eficiente de la información.