«A despecho de todo, nuestra época es prodigiosa y admirable, y el siglo XIX —digámoslo abiertamente— será la página más grande de la historia.»[249]
Ver cómo el Progreso perdía su mayúscula, en buena medida condicionado por la emergencia del Terror, introdujo la bifurcación del liberalismo representada por Say y Sismondi, dos francófonos fascinados por la Ilustración inglesa y ante todo por su crítica del pensamiento doctrinario. El concepto fundamental a tales efectos es el de lo útil, «fondo mismo del entendimiento inglés y referente instintivo de todos sus teóricos, ya sean conservadores o demócratas, comunistas o partidarios de la propiedad individual, proteccionistas o proclives al librecambio»[250]. No obstante, al propio ritmo en que Inglaterra va dejando atrás rivales en su camino hacia la hegemonía mundial, aquella consideración de la utilidad concreta que permitía a Hume y Smith pasar de lo absoluto a lo relativo se transforma en credo utilitarista, introduciendo un nuevo aspirante al dogmatismo.
En el otro lado del río está el espíritu romántico, violado por «las oscuras fábricas satánicas» (Blake) y las «monstruosas máquinas» (Shelley), que plantea una «rebelión del sentimiento contra la fría razón, del impulso espontáneo contra la lógica de lo útil, de la intuición contra el análisis, del “alma” contra la inteligencia»[251]. Su gusto por lo caudaloso e improvisado contrasta casi cómicamente con un utilitarismo sostenido sobre cinco niños-prodigio[252], cuya regla es no abordar ningún asunto sin encontrarle antes su «principio», del cual se «deduce» en todo caso lo ulterior[253], un modo singularmente retorcido y pontifical de transmitir experiencia. En su descargo solo puede alegar que la experiencia transmitida por el romántico empieza y termina con lo bombástico o espectacular, pues los utilitaristas demuestran su compromiso con la seriedad estudiando el tema complejo y oscuro por excelencia que es la economía política.
Por lo demás, es habitual ser políticamente romantic y éticamente utilitarian, pues los adversarios tienen en común el pesimismo, y solo el estilo desdibuja esa coincidencia. El genio romántico canta el silencio atronador, la belleza de lo deforme o la «auténtica verdad», recurriendo ora al oxímoron ora al pleonasmo. El utilitarista evita las retahílas de adjetivos y persigue una economía verbal que sería admirable, si no coincidiera con grados inusuales de desidia e incompetencia literaria. Al desencanto grandilocuente del uno se añade el pedestre del otro, que alterna la prosa plana con «el tormento del horror desnudo» convertido por Coleridge en eje del relato gótico, gran favorito del público durante un par de generaciones. Un extremo se refina hasta producir cumbres de lo tétrico como Poe, y el otro hasta someter toda actividad a una ley de rendimientos decrecientes, dos aspectos del mismo malestar ante el mundo creado por la industrialización. No pueden ser más dispares, aunque tampoco más coincidentes como rechazo del rigor optimista y laborioso que informa al alma puritana.
Marx detestaba el espíritu y el estilo romántico, que La miseria de la filosofía denuncia por «mirar con altivo desdén al hombre-locomotora productor de las riquezas»[254], y también denunció las «obviedades» de Bentham y las «banalidades» de Stuart Mill. Pero ningún romántico le superó a la hora de definir acumulando epítetos, y burlarse de los utilitaristas no altera la deuda del marxismo con su principio («la felicidad del mayor número»). Sin ambos elementos no es concebible la Restitución de corte científico, como muestra ver un poco más despacio el orden social perfecto para cada uno.
Cierto día, cuando se acercaba a cumplir los treinta años, el baronet Jeremy Bentham (1748-1832), un gentilhombre con mentalidad de minorista, descubrió que «la naturaleza nos ha sometido al placer y el dolor como amos soberanos»; que el único principio moral inatacable es «máximo placer para el máximo número»; que hay doce dolores y catorce placeres nucleares, y que las leyes y costumbres deben reconstruirse atendiendo a un álgebra de la felicidad o felicic calculus[255]. «Mi tarea», dirá cuarenta años después, «iba a ser superar el sistema abominable donde tuve la desdicha de vivir», una larga égida de «ascetas, místicos y clérigos dedicados a atormentar a los vivos, so pretexto de beneficiar a quienes no nacieron y quizá no nazcan»[256]. De ese proyecto parte la montaña de volúmenes agrupada como Principles of Morals and Legislation, cuya Introducción aparece en 1789 y es por eso el ensayo crítico más antiguo sobre el estado de cosas en Francia, en momentos donde buena parte de Inglaterra lo apoya y admira[257].
El año siguiente aparecen las Reflexiones sobre la revolución francesa de E. Burke (1729-1797), que no es un tory absolutista como Bentham sino un whig liberal[258] —defensor en 1775 de la Petición presentada por los colonos norteamericanos—, pero convencido de que «simplemente resucita la ancestral ferocidad parisina»[259]. Al alegar que «la innovación presupone un temperamento egoísta, con estrechas miras», y que Inglaterra debe enrocarse en «las instituciones [democráticas] conseguidas con Cromwell», sus Reflexiones son bienvenidas por los tories y ahondan la escisión en el seno de su propio partido, donde muchos no pueden admitir un censo electoral como el aprobado siglo y medio antes. Adam Smith, que muere meses después, tiene tiempo para desaprobar su inmovilismo sin dejar de añadir que «Burke ha entendido singularmente bien» su sistema económico; Gibbon le considera «el más elocuente y racional de los locos»[260], y Paine se subleva ante el recién nacido pensamiento reaccionario, componiendo al efecto su Derechos del hombre.
Conservador en principio, Bentham revela ser mucho más flexible. Echa de menos la mención al concepto de «reforma» en el lema burkeano de preservar y renovar, no innovar, y con más de sesenta años sorprende a su secretario y portavoz, James Mill, reprochándole que «no detesta la opresión tanto por amor a la mayoría como por odio a la minoría»[261]. Considera que Inglaterra necesita evolucionar hacia «un sufragio universal y secreto», concurre como demócrata o philosophical radical a los comicios para el burgo londinense de Westminster, y cuando consigue su escaño parlamentario se concentra en la reforma de instituciones concretas con un sentido común no exento de audacia. Gracias a ello el derecho penal inglés se verá aligerado de castigos corporales y otras prácticas atroces[262]. También se reclaman al fin en los Comunes la igualdad jurídica de la mujer[263], los derechos de los animales, el divorcio y la homosexualidad. Lo único disonante con su criterio de vive y deja vivir es la vocación de ingeniero social, que aspira a dominar el temperamento con reglamentismo.
Cuanto menos desarraigado esté el absolutismo más deslumbran sus criterios, y el mismo elemento de su escritura —la amalgama de obviedades e ideas propiamente dichas[269]— seduce a unos y espanta a otros, dada la soltura con la cual va encontrando soluciones «científicas» para una ilimitada gama de asuntos. Su crítica a los «sacrificios inútiles del místico» propone convertir los deberes en placeres, si bien el modo de lograrlo es una secuencia de ceremoniales y horarios como la que articula su vida privada, base última para plantear la existencia en términos «puramente legislativos». Descarta reflexionar sobre justicia o libertad, dos conceptos «anacrónicos» para quien se ha trasladado a un estadio racional superior, definido por la certeza:
«¿No desea el hombre ser feliz? Luego es deseable la felicidad, y además la única cosa deseable»[270].
Sin embargo, esto prescinde de la voluntad como determinación concreta, pues lo deseable constituye una abstracción circular, que convirtiendo el verbo en adverbio borra qué es o fue deseado. La historia, que sería un catálogo de experiencias digno de estudio si quisiésemos conocer algo desconocido, o precisar algo difuso, se torna irrelevante cuando el programa es sustituir los grilletes metálicos por las cadenas sutiles de una idéologie, que manipula el circuito de recompensa y opera de modo tanto más eficaz cuanto menos manifiesta sea su presencia. Pequeñas coacciones constantes, coordinadas con estímulos perceptibles e imperceptibles, aseguran la «corrección» perseguida por todas las instituciones benthamitas —la penitenciaría, el reformatorio, las casas industriales y los internados escolares—, anticipando técnicas de reflejo condicionado que derivan todas ellas del placer como «soberano», opuesto por una parte a la ascética y volcado por otra a una restauración del paternalismo autoritario. Un capítulo destacado en el plan de disciplina universal es convertir el derecho en legislación, rellenando con reglamentos pormenorizados las «lagunas» de cualquier costumbre no escrita.
Al comparar este hedonismo con el tradicional constatamos que Epicuro planteó unos rudimentos aritméticos del goce —concretamente no perseguir dichas capaces de producir desdichas superiores—; que aconsejó no perder nunca de vista la conveniencia del «mayor número», y que parece haber sido tan ascético en su vida práctica como el propio Bentham. Ambos se decantaron por una felicidad humilde o de perfil bajo, donde basta no padecer dolor para disfrutar de «hedoné óptima», y ambos evocaron las iras de quienes exigen u ofrecen alguna salvación positivamente satisfactoria. Con todo, en la vieja escuela del placer el individuo se guía por su conciencia, ateniéndose a la espontaneidad de una naturaleza singular. La nueva, que se siente inmersa en una materia regida por la inercia, aspira a convertir la falta de espontaneidad en fábrica de placeres razonables.
Marx observará más adelante que la «base social del comunismo»[272] es esa materia reformable atendiendo al placer del mayor número, y nadie contribuyó tanto como Bentham a destacar que era un modelo planetario, en vez de limitado por tradiciones locales pasajeras. Crítico del derecho y los derechos naturales, su diagnóstico sobre el comunismo se expone en el opúsculo Radicalism not Dangerous (1820), redactado al calor de alusiones indirectas en dos discursos de la Corona[273], donde se le acusa de «defender el sufragio universal, conducente a una subversión en los derechos de propiedad». A tal punto ha demostrado Norteamérica lo contrario que toma esa insinuación como una calumnia personal, de cuyo desmentido depende el respeto de cualquier vecino. De paso anota sus objeciones al proyecto de igualdad material, permitiéndonos disfrutar con un ejemplo de su estilo taquigráfico:
«1. En partes iguales, partición de inmuebles imposible.
2. En partes iguales, partición de muebles imposible.
3. En partes iguales, partición general de la propiedad en cualquier otra forma imposible.
4. Determinación en cuanto a partícipes imposible.
5. Cooperación en cualquier otro plan de expolio general imposible.
6. Cooperación de autoridades necesaria, pero imposible.
7. Siendo el cumplimiento manifiestamente imposible, el diseño es imposible»[274].
Si la partición no hallase esos obstáculos, el «plan de expolio general» bien podría examinarse como una alternativa para servir al placer del mayor número, pues lo único que el radicalismo reformista excluye es dejarse disuadir por apelaciones a algún factor heredado, o algún particularismo. Para identificar el bien mayoritario basta que «cada uno cuente solo como uno, nunca más que como uno», un principio del cual deduce —en términos lógicos no aclarados— el carácter ilusorio de la herencia. De combinar ambas cosas parte una ética no solo independiente del ayer sino del propio fuero interno, que polemiza con la recién publicada Crítica de la razón práctica (1788), donde Kant compara la naturaleza humana con un olivo nudoso y milenario. Apenas un año después, la Introducción a los Principles of Morals and Legislation niega que la intención sea el criterio de rectitud, y enuncia una ética «consecuencialista» o del resultado donde los medios se subordinan a los fines.
Por ejemplo, resulta no solo lícito sino inexcusable amenazar a un médico para que atienda a un herido, aunque este se hubiese lastimado cuando intentaba matar al propio médico, pues la utilidad suprema es la vida. Godwin explicará poco después que salvar a Fénelon de un incendio —«cuando estaba terminando su inmortal Telémaco»— prima sobre salvar a nuestra propia madre de análogo percance. Ser consecuencialista es estar dispuesto a «sacrificar en todo momento a uno por la mayoría», como el estratega en una batalla o el capitán de una nave cuando está naufragando. Obrar de modo conforme con el imperativo categórico kantiano[275] no hace a nadie más ni menos heroico, o solidario, y la gran divisoria entre una ética y otra es confiar o no en que el carácter dependa por completo de la formación. Cuando el medio se considera omnipotente, la responsabilidad pasa del individuo a sus educadores, y tanto los castigos como los premios se convierten en medidas exclusivamente pedagógicas.
El primer gran hombre iluminado por esta argumentación será Owen, que aprovecha la lectura de Bentham para definir el libre albedrío como «falsedad cruel y degradante», inventada por perdonavidas eclesiásticos al precio de sembrar fanatismo e hipocresía. Cien años después Stalin suprime la genética como disciplina incluida en el plan de estudios, y su país es a tal punto materia flexible que lo componen masas orgullosas de serlo. Su precedente es la camisa de fuerza invisible que cortesanos de Luis XV diseñaron para domar a la levantisca plebe, una iniciativa denunciada de inmediato por Rousseau como complot despótico para ofrecer educación, cuando al pueblo le bastaría para educarse no seguir privado de libertad. Curiosamente, la idea roussoniana de libertad estaba llamada a evocar una renovación del despotismo, inspirando a los tribunos jacobinos de la Révolution el primer capítulo del Estado totalitario, y en que la «ideología» perdiese su estigma de ocurrencia palaciega serían decisivos dos demócratas tan devotos del condicionamiento como de la irresponsabilidad. De buena gana reorganizarían todo, y son próceres muy destacados del Imperio británico, la nueva superpotencia mundial.
Al enterarse de que Bentham se había hecho socio capitalista de Owen, un amigo puso en duda la salud mental de éste, dando con ello pie a un comentario válido para ambos: «No es un loco simpliciter, sino solo secundum quid»[276]. La última voluntad del primero fue que su cadáver resultase diseccionado en presencia de los amigos íntimos, recompuesto y embalsamado para poder exponerse en público, un espectáculo que desde entonces atrae a muchos visitantes de Londres. El anticlericalismo furibundo del segundo no le impidió fundar una Iglesia espiritista basada en conversaciones con Virgilio, Bacon y otros sabios[277], de los cuales aprendió que la Humanidad no estaba inaugurando una época de abundancia, sino el fin de cualquier escasez. Recién llegado de Nueva Armonía, donde acababa de perder gran parte de su fortuna, escribió que «la riqueza puede producirse en cantidades capaces de satisfacer todos los deseos», y los bienes de consumo se convertirán en algo «prácticamente tan barato y ubicuo como el agua o el aire»[278].
Su condición de orates secundum quid no les impidió influir poderosamente en las reformas que Inglaterra tenía pendientes, ni proporcionar al comunismo científico el fundamento que representa el poder ilimitado de la educación, cuando se funde con la utilidad de aquello que llaman «el mayor número». Por lo demás, el utilitarismo está reñido con cualquier coacción distinta del reflejo condicionado, por no decir que reñido con la revolución en cuanto tal, y es el alma romántica quien atesora las emociones volcánicas requeridas para acometer la Restitución. Su nostalgia sostiene la libertad como cumplimiento colectivo, despertando la esperanza mesiánica del estado latente.
Al suspender las libertades con minúscula, a la vez que introducía un culto oficial a la diosa Liberté, «cuyo homenaje es el holocausto de sus enemigos»[279], la aparente extravagancia jacobina introdujo el sensacional hallazgo de una democracia donde la voluntad del pueblo (volonté générale) no necesita coincidir con la mayoritaria (volonté de tous), y deja de ser prioritario que los ciudadanos elijan y controlen a sus representantes. Cuando el paternalismo absolutista parecía condenado a desaparecer, esa Libertad declara a través de sus tribunos/pontífices que sería «liberticida» confundirla con un catálogo de derechos civiles, y logra en efecto que el proceso secularizador gire en redondo hacia una empresa de redención nacional, planteada como guerra entre ciudadanos auténticos e inauténticos, patriotas y traidores.
Se dirá más adelante que aquella revolución quedó pendiente porque los ricos no fueron expropiados, olvidando que muy pocos jacobinos empezaron siendo comunistas, y que el combate se libró en torno a principios como autoridad infinita y limitada, fin sublime y fin prosaico. El arquetipo mesiánico invita siempre a una revancha de últimos contra primeros, y la gran novedad del mesianismo unido a la grandeur galicana es que los puestos de unos y otros se hayan trastocado. En el lugar de los primeros —por definición traidores al pueblo— ya no están los partidarios del poder absoluto sino los partidarios de moderarlo, y en el lugar de los últimos —por definición los oprimidos y afligidos— impera un Comité de Salud Pública formado exclusivamente por personas de clase media, que al suspender las garantías jurídicas prolonga de facto la arbitrariedad del Viejo Régimen. Nominalmente el enemigo es la autocracia monárquica, pero el enemigo real es la propia pretensión de abolir cualquier autocracia. De ahí que su égida ofreciera al totalitarismo futuro una lección combinada sobre métodos y lenguaje político, revitalizado a fondo gracias a la identificación de disidencia y liberticidio.
Por otra parte, el esquema basado en contraponer la Libertad a la autonomía particular sucumbió materialmente al hecho de que la unidad suprema fuese una apoteosis del sectarismo, donde la gloria nacional se resolvió en facciones obligadas a aniquilarse. La Montaña, que había empezado ocupando los asientos de la extrema izquierda en la Asamblea Nacional, y luego los bancos más altos de la Convención, cupo físicamente en un carromato de los usados para alimentar sesiones de la guillotina, su querida Navaja Nacional. Pagó así el exceso, pero no sin legar al futuro la culminación del ideal faccioso que representa el partido único, y un tanto peor tanto mejor como nuevo soporte para el tradicional hasta la victoria siempre. Su protesta ante el curso del mundo es en buena medida «apetito de irrealidad»[280], un rasgo que nos interesa especialmente porque presta ingenuidad a la violencia, y violencia a la ingenuidad.
La obra empieza estableciendo que el primer derecho político es el de subsistencia alegado por Robespierre («poder vivir», dice Fichte). El deber del Estado consiste por tanto en coordinar a productores y artesanos, cuyo trabajo rinde frutos contando con comerciantes encargados de «hacer circular las mercancías». Pero dicha coordinación es en realidad «vigilancia», para que ninguna clase domine sobre las otras y «los beneficios se distribuyan con justo criterio», fijando el Estado los precios del grano y dirigiendo el comercio exterior, a fin de que «haya siempre reservas y precios estables». Por su parte, esto será imposible mientras no pase de la «desastrosa» libertad comercial a una economía cerrada y autárquica, «donde ya nada tenga que pedir a los demás». Al propio ritmo en que los ciudadanos «vayan uniéndose en un único espíritu», exportación e importación disminuyen progresivamente, y desaparecen tanto la pobreza como los viajes al extranjero (salvo para sabios y artistas). En la etapa siguiente la nación no necesita ya ejércitos, pues tiene de sobra con sus recursos, y el derecho penal pasa a ser inútil por falta de reos.
El texto no se plantea como utopía, y ahorra a sus lectores las prolijas descripciones que suelen caracterizar a este género literario, pues el autor no considera que una restauración mejorada de la autarquía medieval sea una ruptura sustantiva con el estado de cosas en su época. A lo sumo, como aclara el epílogo, «la ceguera individualista» podría ver en lo expuesto algo «incompatible con las libertades comunes», pero Fichte considera que ha abordado el tema en términos científicos, y sería perder el tiempo entrar en polémicas cuando mostró ya «cómo quedarán aseguradas al tiempo la paz, la justicia y la prosperidad»[284]. La teoría política romántica no se había expuesto con pareja armonía, y El Estado comercial cerrado irá siendo redescubierto —en bloque o en parte— cada vez que las circunstancias permitan establecer un socialismo aislacionista, donde el concepto de libertad vuelva a coincidir con la gloria de cierto país y cunda «una vida de común dependencia y sacrificio»[285].
Un ferviente admirador de Fichte fue el erudito escocés Th. Carlyle (1795-1881), que con Michelet funda la historia «conmemorativa» —por no decir sagrada— de la Revolución francesa, y alimenta la teoría del genio romántico con la colección de ensayos reunida en Los héroes, el culto al héroe y lo heroico en la historia (1841). Allí afirma que «la degradación materialista de los pueblos» va siendo frenada por una secuencia de temperamentos superiores, cuyo modelo más perfecto es Mahoma, y que el hombre común no merece la participación política del voto porque solo persigue la libertad «egoísta», aspirando a derechos civiles «abstractos» que cronifican el desierto interior creado por la sociedad industrial[286]. En el Discourse on the Nigger Question (1849), donde empieza nombrando al esclavo con el insultante nigger en vez de emplear black, acusa al abolicionista de querer que el liberto negro «trabaje bastante más, y deba encima comprarse un disfraz de persona libre»[287], cuando «la esclavitud es moralmente superior a la oferta y demanda del mercado»[288].
Tres generaciones antes Rousseau y Diderot celebraban la felicidad del salvaje ocioso contraponiéndola a la mezquina adicción laboral del puritano, que solo le pide a la vida poder profesionalizarse para acabar trabajando por cuenta propia. Carlyle se siente rodeado por «lacayos de la prosperidad», fruto de un mezquino pacto fáustico donde el alma ya no se entrega para conquistar «las fuerzas de la guerra y la naturaleza» sino a cambio de manufacturas baratas, ignorando su destino de mero «combustible», elevado a la altura de llamas revolucionarias por la chispa del «rayo heroico». Su condición de satírico le constituye en látigo moral del prójimo, cuya autocomplacencia presenta al filósofo como «comandante y legislador», un estatus asumido por Nietzsche al poco, aunque devuelva ese favor llamándole farsante y necio[289]. Con todo, no acabamos de esbozar el gusto por el irrealismo sin decir algo sobre la intelectualidad francesa del momento, que admira a Carlyle e introduce nuevos matices en su perspectiva.
Víctor Hugo —curtido estéticamente por alguna visita al Hotel Pimodan— concibe entonces el proyecto de escribir Los miserables, un libro de dos mil páginas «limitado a protestar contra lo inexorable»[292]. Ese propósito lo va cumpliendo efectivamente línea a línea, y de modo solemne al narrar uno de los levantamientos parisinos inspirados por Blanqui —concretamente el que inmortaliza Delacroix en su La Libertad guiando al pueblo—, donde cierto muchacho mata a un viejo para mantener la disciplina, mientras arenga a sus compañeros con un mundo donde «los monstruos habrán desaparecido ante los ángeles, y la fatalidad se desvanecerá ante la Fraternidad»[293]. Preceden y siguen a dicha declaración algunos pensamientos —como que «las revoluciones son las brutalidades del progreso», «quien merece redención es Satán» o el más manido de que «el hombre nace bueno y la sociedad se encarga de malearlo»—, envueltos por una formidable catarata de epítetos[294].
Por lo demás, Hugo nunca fue blanquista ni anarquista, sino un monárquico que evolucionó despacio hacia el republicanismo, poseído por el deseo de ingresar en la Academia. Verle aderezar una trama puerilmente inverosímil[295] con declaraciones como «¡qué horizonte se divisa desde lo alto de la barricada!» irrita a colegas cultos[296] y provoca la reprimenda de Lamartine, un buen amigo y benefactor que se toma el trabajo de redactar Consideraciones sobre una obra maestra o el peligro de un genio. Allí, tras observar que «sus personajes no son miserables, sino culpables y perezosos», lamenta que haga «del hombre imaginario el antagonista y la víctima de la sociedad [...] adulando al pueblo en sus más bajos instintos [...] y sembrando el furor sagrado de la decepción entre las masas»[297]. La sociedad civilizada no ha inventado la muerte ni la desigualdad, y «la pasión más homicida que cabe infundir es la de lo imposible».
Viniendo de un romántico profesional, cuya Historia de los girondinos fue un superventas apenas inferior entonces a Los miserables, las observaciones de Lamartine demuestran que cultivar el estilo patético-enfático no excluye conceptos precisos[298]. Hoy, sabiendo que Los miserables acabó siendo la obra más vendida, traducida y adaptada de todos los tiempos, cabe atribuir algo de ese éxito sin parangón al gusto amarillista aunque quizá más aún a que narra «locuras ahogadas en sangre» como sacrificios a la fraternidad, «deificando con ello el terrorismo» y promoviendo «el sueño antisocial del ideal indefinido», en los términos de Lamartine. Para convertirse en campeón de la justicia, Hugo compuso la más vehemente apuesta por la irrealidad, consuelo y bandera ulterior para toda suerte de desesperaciones e idealismos.
Pero hasta los relojes parados marcan dos veces al día la hora exacta. Medio siglo antes de que Lamartine presente sus objeciones a Hugo, el espíritu autocrítico inaugura la escuela histórica, que sin perjuicio de mirar el pasado con nostalgia quiere también conocerlo, e interrumpe el destierro de la genética sugerido a la vez por el utilitarismo y la pereza investigadora del soñador. Si se prefiere, los planes del ingeniero social materialista rebosan evidencia mientras el cuadro se limite a lo deseable. A medida que le añadimos lo deseado se exponen más al reproche de arrogancias fundidas con ignorancias, y precisamente este sentido crítico es lo que resurge en Alemania. El sentimiento nacionalista suscita himnos al alma germánica, pero no antes de que el derecho consuetudinario sea estudiado a fondo por el romanista F. K. Savigny (1779-1861), en el marco de una academia donde los monólogos de Fichte alternan con el evolucionismo hegeliano y el nacimiento de la historia económica[299].
A partir de Kant (1724-1804), que toma de Rousseau lo imprescindible, las Universidades alemanas fabrican conocimiento técnico a un ritmo inalcanzable para las de otros países. Pero la dialéctica de lo útil y lo sublime no acaba de exponerse sin recordar cómo nacieron los conceptos de plusvalía y explotación, un terreno donde la escuela de Bentham resultó nuevamente pionera.