«Cuando el flujo de más productos desemboque en los mercados de bienes de consumo, se puede producir una especie de “superproducción general”, esto es, un descenso de los precios que convierta los beneficios esperados en pérdidas»[300].
Desde Fichte a Carlyle y Hugo, la sociología romántica vela a la espera de conductores no contaminados por el materialismo, que restaurando la libertad como cumplimiento nacional permitan a cada pueblo cumplir su esencia. La sociología del utilitarista podría suponerse más descriptiva, pero parte de un homo economicus guiado sin desvíos desde el jardín de infancia al plan de jubilación, perfectamente egoísta sin perjuicio de ser sensible al bien del mayor número. Lo que para un espíritu se cumple a golpe de genio revolucionario depende para el otro de convertir la inclinación en reflejo; pero lo inefable y lo pedestre coinciden no solo en el tiempo, sino en una tríada de pronósticos, que el utilitarista formula y el romántico sanciona. En primer lugar una hambruna nunca vista; en segundo recompensas cada vez más parsimoniosas para los mismos esfuerzos, y por último una divergencia creciente entre los intereses del inversor y los del trabajador.
Los Elementos de economía política de James Mill (1773-1836), secretario de Bentham, que fueron el primer manual estudiado por Marx, plantean el empeoramiento como «teorema» y encuentran su antídoto en «limitar la población»[301]. A despecho de ser agnóstico, admira la teología maniquea porque es la única donde el bien y el mal se deslindan «del todo», permitiendo perdonarle al hipotético Creador tanta miseria como la existente. Por lo demás, cualquier religión positiva es «servilismo», un «trance admirativo del tirano por parte del esclavo»[302]. Capaz de proezas como «no perder jamás un minuto en bromas», Mill logró que a los seis años su hijo John Stuart leyese a Homero y Sófocles en griego, alternando esa vena clásica con el estudio de la economía política, y precisamente a él —alma organizadora del círculo formado por Bentham, Malthus y Ricardo— se dirige el famoso reproche de poner en circulación «una ciencia sombría, desolada y depresiva, que debemos llamar la ciencia lúgubre»[303]. Hoy ese conjunto de pronósticos no sorprende tanto por pesimismo como por falta de sentido histórico, pero ayuda a entender el primer pánico registrado ante un agotamiento planetario de los recursos.
No obstante, su Ensayo sobre los principios de la población iba a ser uno de los textos más citados y editados de todos los tiempos, fuente de inspiración para Darwin, para el ecologismo fundamentalista, para la ciencia-ficción y hasta para sectas neoapocalípticas contemporáneas. Al mirarlo con distancia histórica, que el libro incumpliese su promesa de fidelidad al método inductivo-experimental tendría escasa importancia, en comparación con la oportunidad de subrayar que existía ya una sociedad formada por profesionales —expertos en mitigar distintos tipos de penuria—, y era improcedente seguir fantaseando con los caballeros de la Tabla Redonda y el triunfo del Bien. Resultaba urgente instalarse en el engranaje de «lucha por sobrevivir», y plantear una ecuación donde las variables son proteínas y partos confería una dramática espectacularidad al llamamiento.
Dos décadas largas más tarde, sus Principios de economía política revelan progresos notables en capacidad de observación y argumentación, y por primera vez en la historia de esta disciplina «el ahorro pasa de virtud absoluta a virtud relativa»[306]. La inversión requiere ahorro, declara allí, pero una economía compleja necesita encontrar «un término medio [entre derrochar y atesorar] donde, tomando en cuenta la capacidad de producir y la voluntad de consumir, se estimule al máximo el crecimiento de la riqueza»[307]. Dicho crecimiento no se obtendrá elevando la oferta de dinero sino multiplicando el «gasto», cosa factible reduciendo impuestos y también aumentando las compras gubernamentales de bienes y servicios. Pero «los trabajos públicos» tienen más «potencia expansiva», siquiera sea en teoría[308], porque obligan a gastar en todo o en parte los impuestos que se aminoraron. El ahorro privado que se capta fiscalmente puede así convertirse en inversión no solo forzosa sino puntual y localizada, manteniendo un término medio entre consumir y ahorrar cuando el momento lo aconseje.
Básico para la economía keynesiana, este análisis omite su deuda con Sismondi no solo por una vanidad como la prelación intelectual, sino porque incluye una idea diametralmente distinta sobre sus beneficiarios. Malthus quiere dar por hecho que el trabajador «nunca» podrá comprar sino una fracción mínima de lo producido, cuando tal condición es justamente lo negado por Sismondi. Hostil a estímulos directos e indirectos del trabajo —fundamentalmente al derecho laboral y a la sindicación del obrero—, Malthus pretende establecer «la conexión estricta y necesaria entre los intereses del terrateniente (landlord) y los del Estado en un país que sustenta a su propia población»[309]. Y cuando prácticamente todos los economistas celebran que esa clase vaya perdiendo peso político —en proporción con el que van adquiriendo «consumidores productivos»—, él rompe una lanza por los unproductive consumers que se limitan a comprar, a quienes considera «salvadores del orden, fuerza civilizadora y pilar de la estabilidad social»[310].
Desde la primera línea, sus Principios de economía política y fiscal (1817) se proponen demostrar que «el valor de un bien depende de la cantidad relativa de trabajo necesaria para producirlo». Sabe que los precios se relacionan con la veleidad del adquirente y con algunas otras circunstancias —como el empleo de maquinaria—, aunque quiere convertir la economía política en una ciencia axiomática, y salva el desfase entre el valor-cantidad de trabajo y el mundo de los precios efectivos añadiendo a ese capítulo inicial algunas de las páginas más abstrusas del pensamiento económico[312]. Para evitarse en lo sucesivo tales inconvenientes, examina cada cuestión suponiendo «una igualdad de las otras cosas», y al ir acumulando secuencias con elementos congelados desemboca en algo análogo a la autopsia forense: uno a uno los factores se observan con nitidez y, sin embargo, lo viviente o total del organismo va difuminándose cada vez más.
Dos años después Sismondi detecta en ese sistema una combinación de simplismo y fatalismo, «tan especulativa que parece desvinculada de todo lo práctico [...] cuando la repugnancia de las ciencias sociales ante las abstracciones es en sí una advertencia de que estamos desviándonos de la verdad al ignorar la interconexión de todo aislando un principio, y viendo solo ese principio»[313]. Pero para Ricardo ciencia y a priori son cosas idénticas, por más que eso suponga diseccionar un cadáver en vez de observarlo mientras vive, y el mismo talento analítico que unas veces ilumina el comercio internacional con el teorema de la ventaja comparativa[314] mueve en otras a separar lo inseparable, o viceversa, como al identificar los precios con horas de labor. El armazón sistemático asfixia cualquier dinámica distinta del fatalismo simplista, y nada resulta más ilustrativo que ir dejándole explicarse en sus propios términos:
«No puede haber incremento en el valor del trabajo sin un desplome de los beneficios»[315].
«Aunque sea probable que en las más favorables circunstancias el poder de la producción sea superior al de la población, no podrá seguir así, porque al ser limitada la tierra en cantidad, y diferente en calidad, cada nueva porción de capital empleada en ella suscitará una tasa decreciente de producción, mientras el poder de la población se mantiene intacto»[316].
«Los salarios se elevarán siempre menos que la renta de la tierra; la situación del trabajador empeorará en general y la del terrateniente mejorará siempre»[317].
«La tendencia de los beneficios es caer. Esta tendencia puede contrarrestarse felizmente en intervalos repetidos por mejoras de la maquinaria y descubrimientos en la ciencia de la agricultura [...] pero el aumento en el precio de los bienes (necessaries) y en los salarios está limitado. Pues tan pronto como los salarios sean iguales a lo recibido por el granjero terminará la acumulación, De hecho, bastante antes [...] todo el producto del país, tras pagar a sus trabajadores, será propiedad de los terratenientes y de los perceptores de tasas e impuestos»[318].
«Sustituir el trabajo humano por maquinaria es a menudo muy perjudicial para la clase de los trabajadores [...] La misma causa capaz de incrementar la renta neta del país puede hacer redundante a su población, y deteriorar la vida del trabajador»[319].
«Uno de los objetos de este trabajo es mostrar que con toda caída en el valor real de los bienes los salarios caerán, y los beneficios se elevarán»[320].
Desde su publicación hasta unas dos décadas más tarde, cuando el prestigio técnico los Principles empiece a decaer, su autor parece no solo el coloso que convirtió la economía política en una disciplina científica, sino quien ha expuesto lo imprescindible para que funcione la economía real. Para nosotros, que miramos a posteriori, lo extraño es que alguien tan dotado como inversor, analista bursátil y teórico del proceso económico pudiese al mismo tiempo sentirse parte de un mundo en retroceso, minado por rendimientos decrecientes y crecientes desigualdades de renta. Nada le impedía haber dicho que todo equilibrio no recesivo es un portento frágil, e incluso engañoso, llevándonos a admirar la ponderación de su juicio; pero en vez de eso diserta sobre economía política como quien enseña carpintería o metalurgia, y cuando Inglaterra está empezando a dejar atrás la miseria anuncia lo contrario. El anacronismo básico no puede independizarse de una amnesia general, que brilla en las palabras iniciales del Prefacio:
«Hay tres clases: el propietario de la tierra, el propietario del stock o capital necesario para su cultivo, y los trabajadores».
Semejante descripción podría ser válida para el otoño de la Edad Media, donde el hecho de que el trabajo creativo hubiese sido desempeñado tradicionalmente por clérigos lo mantenía aún poco o nada pagado. En tiempos de Ricardo este tipo de actividad laboral —descrito tres lustros antes por Say como «la empresa»— no se limita a sabios y artistas, rinde formidables beneficios y ha creado un sector que no solo concentra el impulso productivo sino la movilidad social. ¿Cabe el hombre de negocios en las categorías del trabajador (labourer), el rentista y el banquero? Es manifiesto que rara vez aporta inmuebles o dinero propio a sus aventuras —aún disponiendo de ambas cosas—, y que tiene un espacio en el espectro sociológico tanto como en el económico. Sin embargo, en el índice analítico de los Principles, que referencia aproximadamente un millar de términos, no hay entrada para «Innovación», ni para «Empresario».
Mucho más perdurable sería su teoría de la renta, que equipara «a la ventaja obtenida usando una propiedad del modo más productivo»[321]. La capacidad negociadora, añadió, nunca puede descender por debajo del beneficio que cualquier agente obtendría en otro punto —pues migrará hacia allí—, y esto determina su «margen» de acción. Definir la renta como diferencia entre productividad bruta y margen efectivo de producción podría parecer innecesariamente enrevesado, aunque arroja luz sobre el nexo entre salarios y rendimiento. Cuando la teoría objetivista del valor sea abandonada[322] dicho nexo podrá expresarse como función de la capacidad productiva que genera explotar espacios adicionales («tierra marginal») demostrando la ventaja de llamar «renta» a «cualquier regalo de la naturaleza» (Marshall).
Ricardo es tan denso como Hegel en ocasiones, aunque su concepto se aclara recordando que no fue él sino Malthus quien quiso establecer una relación inmediata entre renta y salario. Disintiendo expresamente, Ricardo insistió en que la ley de hierro (o bronce) de los salarios nunca logrará predecir su nivel efectivo, porque —a iguales condiciones de contorno— los salarios tenderán al alza mientras estén disponibles propiedades altamente productivas, y a la baja en caso inverso. Eso significa que el terrateniente no es el árbitro de la renta, sino alguien tan incurso como el asalariado en un proceso de «ventajas» esencialmente temporales, que migran con un rendimiento unido a circunstancias incontrolables[323], donde los beneficios de ser el arrendador se lastran con los inconvenientes de no poder migrar.
Con los años dejó de considerarse científico buena parte de lo que Carlyle llamaba «ciencia lúgubre», y la historia general recordaría a sus representantes como pioneros en la teoría del trabajo «explotado». No en vano el argumento nuclear que el comunismo científico opone al sistema capitalista es el ingreso «no ganado» (surplus value), una noción cuyos orígenes se remontan al momento en que Mill y Ricardo deciden averiguar qué parte del rendimiento es absorbida por cada factor productivo, apoyándose a su vez en que Smith ha descrito el producto neto como suma de las rentas (de la tierra), los beneficios (del capital prestado o invertido) y los salarios.
Ambos empezaron pensando que el asunto podría despejarse como una ecuación de tercer o cuarto grado, con otras tantas incógnitas, que desbordaba por completo su arte algebraico[324], y tras algunas notas vagamente orientadas en esa dirección terminaron disuadidos porque «los factores deben pagarse partiendo de precios de productos que ni son ni pueden ser proporcionales a las cantidades de trabajo contenidas en ellos»[325]. Por otra parte, ese obstáculo no bastó para hacerles abandonar su principio «teórico», y de todo ello quedaría un problema aritmético espúreo, creado exclusivamente por dicha tesis, que andando el tiempo iba a plantearse como clave para descifrar el misterio más celosamente guardado del capitalismo: «el carácter fetichista de la mercancía»[326].
Es curioso que el utilitarista no sospechase el valor-utilidad, único capaz de explicar precios concretos. Pero el corsé metodológico de la escuela exigía que lo útil se considerase siempre en términos normativos en vez de históricos, haciendo que además de ignorar la formación efectiva de los precios el principio del valor-cantidad de trabajo ignorara la existencia del empresario como factor productivo, viendo en los negocios el fruto mecánico de unir dinero y mano de obra («capital fijo y capital circulante»). Un genio financiero como Ricardo pasa de puntillas ante esto como sobre un detalle incómodo, y será Owen —un genio empresarial— quien empiece a defender explícitamente que basta invertir para vender, introduciendo una idea del rendimiento automático de la cual parte la confianza creciente en cooperativas. También llega con él la proposición de que solo el trabajo produce, y que repartir el beneficio con inversores y banqueros supone robar al productor.
Desaparece así la diferencia entre adictos al trabajo y alérgicos a ello, ya que labor se diría sinónimo de lo que era para el siervo: una actividad involuntaria, asumida solo para no ser perseguido por el amo. El cuerpo social podría dividirse en rentistas y peonaje, y los negotiatores seguirían siendo un factor tan inexistente o irrelevante como en los siglos oscuros. La creación y el reparto de riqueza se aíslan como si fuesen fases autónomas, suponiendo que las alteraciones introducidas en una podrían no condicionar decisivamente a la otra, y los tratados de Mill y Ricardo dedican bastante más espacio al aspecto distributivo que al productivo del sistema. De hecho, están continuamente a un paso de afirmar que todo exceso del value in exchange sobre el coste de algo en horas de trabajo es renta no «ganada», aunque aborrecer el comunismo hace que eviten hacerlo. Como observará irónicamente otro economista, «Ricardo identifica la economía con la distribución, pero no ve en ello ningún problema valorativo»[327].
Nos explicamos una cosa y otra atendiendo al peculiar punto de vista que resulta de mirar cada asunto regresiva en vez de evolutivamente. Giros políticos revolucionarios solo podrían acelerar el movimiento general de disipación desencadenado por la sociedad industrial, cuando todo debería orientarse a lo contrario. La escuela entiende que el estado de cosas está sujeto a tres condiciones inmodificables: 1) la naturaleza responde con frutos cada vez menos pródigos a cada nueva expansión demográfica; 2) los rendimientos decrecientes del trabajo elevan de modo creciente la renta de la tierra; 3) los salarios deben ir perdiendo capacidad adquisitiva hasta en aquellas fases donde se eleven nominalmente, porque elevarlos de modo efectivo acabaría con el beneficio y la industria. Constatemos que ninguna de esas «deducciones» se ha acercado al cumplimiento, probablemente porque la libertad y los incentivos afinaron el ingenio hasta extremos poco previsibles.
Constatemos también que la falsación del pronóstico se basa precisamente en el juego de tales factores —inventiva, libertad, estímulo—, lo cual demuestra también algo no tan manifiesto y digno de ser tenido en cuenta. El «teorema lúgubre» mantiene intacta su validez para cualquier sociedad industriosa en la cual el ritmo de hallazgos, la autonomía y los cebos se interrumpan, o simplemente mermen. Semejante espada de Damocles pesa sobre cualquier tipo de desarrollo, y sin duda alguna sobre la movilización específicamente industrial. En palabras de un sabio, «todo cuanto podemos asegurar es que, por ahora, no hay ley de rendimientos decrecientes para el progreso tecnológico»[328].