«La libertad moderna es el derecho a tener las leyes como único rector; a no poder ser detenido, ni condenado a muerte, ni maltratado de ningún modo, como consecuencia de la acción arbitraria de uno o varios individuos. Es para cada cual el derecho a dar su opinión, escoger su trabajo y ejercerlo; disponer de su propiedad e incluso abusar de ella; a ir o venir, sin pedir permiso, ni dar cuenta de los motivos y desplazamientos. Es el derecho de reunirse con otros individuos, sea para dialogar sobre sus propios intereses, sea para profesar el culto que él y sus asociados prefieren o bien, simplemente, para colmar sus días y sus horas del modo más conforme a sus inclinaciones y a sus fantasías. Finalmente, es el derecho de cada cual a influir sobre la administración del gobierno, eligiendo representantes y a través de peticiones e instancias, que la autoridad está más o menos obligada a tomar en consideración. Comparad ahora esta libertad con la de los antiguos.»[329].
La herencia de Napoleón resulta asumida en Francia por tres monarcas sucesivos[330], obligados a aparentar que la Restauración absolutista ha vuelto cuando quien se está apoderando del aparato estatal y las costumbres es el liberalismo. Los tres se apoyan sobre la componenda de establecer la tolerancia en materia religiosa y cierta libertad de prensa, con un legislativo formado por senadores de designación real y diputados elegidos por las urnas, si bien a tales efectos es preciso tener más de cuarenta años y pagar al menos mil francos en impuestos, lo cual reduce treinta millones de habitantes a unos 90.000 electores, aproximadamente la cuarta parte del censo electoral inglés[331].
Incluso en esas condiciones de representatividad mínima, el voto de la Cámara Baja irá inclinándose cada vez más hacia una mayoría disconforme con el Gobierno, y cuando la Corona pretenda retocar el sistema vigente[332] estallará la rebelión pintada por Delacroix en La Libertad guiando al pueblo. Atendiendo al cuadro —donde una Libertad con senos de diosa griega pisa sobre cadáveres de personas con uniforme, apoyada por civiles anárquicamente armados y pobremente vestidos— aquel alzamiento habría sido obra del comunismo revivido por Blanqui, aunque bastante más prestigio tenía ya el sansimonismo y en medida algo inferior el fourierismo, que por motivos no evidentes suele situarse en el origen del pensamiento socialista.
Saint-Simon nace doce años antes que Fourier y cuarenta y cinco antes que Blanqui, si bien lo fundamental de su obra aparece casi dos décadas después de que Fourier publique su voluminosa Teoría de los cuatro movimientos y de los destinos generales (1808), mientras Blanqui dispone de un manual ideológico y táctico anterior también a la difusión del sansimonismo en La conjura de los iguales (1824), donde Ph. Buonarrotti —el principal cómplice de Babeuf— narra con detenimiento su aventura. De ahí empezar por el segundo, seguir con el tercero y terminar con el más lúcido, cuya escuela/secta/iglesia será el movimiento dominante en Francia desde mediados de siglo, y también el punto de partida para los fundadores del socialismo alemán.
Charles Fourier (1772-1837) fue un viajante de comercio autodidacta que elevó el género utópico a su forma «más elaborada, convincente e ingeniosa»[333]. Al llegar a la treintena, como le ocurriera poco antes a Bentham, se sintió iluminado por la certeza de que el «plan de Dios» había llegado al estadio de Armonía u Octavo Momento, y tal como a Newton le fue revelada «la ley cósmica de atracción», a él se le reveló «la ley de las atracciones pasionales». Gracias a ella tanto la vida rústica como la urbana conocida podrían dar paso a una nueva forma de organización social, donde «expresar con libertad las emociones nos permitirá ser inmensamente felices»[334]. Bentham veía en la naturaleza «una hoja en blanco» y él «una constitución inmutable», pero insistir en el placer como única meta completamente legítima hizo que las instituciones benthamitas y el falansterio partiesen de ambientes acondicionados hasta el último detalle. También coincidieron en una precoz defensa de la igualdad entre sexos, que Fourier planteó de modo inmejorable correlacionando nivel cultural y grado de emancipación femenina.
Medio siglo después Marx le atribuye el descubrimiento de que el proletariado se empobrece en proporción a la riqueza que produce, y le considera padre fundador del socialismo, a pesar de que «sacraliza la propiedad privada, no comprende el papel histórico del proletariado y renuncia a la revolución como medio de transformar la sociedad existente»[335]. Fourier no pudo ser más hostil al jacobinismo, que estuvo a punto de acabar con él durante las atrocidades de Lyón[336], y su persistente prestigio entre comunistas y anarquistas debe atribuirse a haber denunciado «la falsa industria», entendiendo por ello el mundo financiero-fabril sujeto a periódicas crisis, del cual empezó a desconfiar viendo cómo en tiempos de hambre todo un cargamento de arroz se echaba a perder para evitar una bajada del precio. De ahí su famosa afirmación: «Hora es de que el comercio sea conducido al oprobio, y desaparezca de las sociedades humanas, donde solo lleva a la depravación y el estrago»[337].
La falange macedónica basaba su fuerza en mantener las líneas muy próximas, y el falansterio —que toma de ella esa unidad «inexpugnable»— es un tipo de colonia autogobernado democráticamente que acabará cubriendo todo el planeta, cuyo alto coste —unos diez millones de francos napoleónicos— deriva de requerir una legua cuadrada e instalaciones realmente cómodas y bellas, donde 1.620 personas[338] puedan «satisfacer plenamente sus gustos y al tiempo asegurar un florecimiento de la abundancia». Allí el trabajo «duro, vulgar y solo necesario» obtiene la máxima remuneración, el útil algo menos y el placentero la mínima, pero en cualquier caso suficiente para que todos sus miembros se conviertan en «capitalistas». Queda asegurada con ello la independencia económica de las mujeres, e incluso la de los niños con más de cinco años, que cobrarán igualmente por su labor. Un derecho individual inalienable será cambiar de falansterio, para que nadie pueda ser oprimido por la idiosincrasia de alguno.
El producto de estas instituciones se repartirá en la proporción de 5/12 para el trabajo ordinario, 4/12 como interés del capital y 3/12 para premiar «el talento», ya que el laissez faire comercial es intolerable, pero cierto grado de competencia viene impuesto por la pasión «cabalista» —centrada en «envidiar, rivalizar y conspirar»—[339]. El secreto de su éxito es que la actividad laboral sea al tiempo una actividad lúdica, donde lo rutinario y forzoso se convierta en una panoplia de juegos apasionados, que al ir cambiando de hora en hora transformen la mortal seriedad de la vida en una amable comedia de enredos. Abolir represiones depara una palanca tan poderosa como ignorada para promover actos encaminados al bien común, y entre otros innumerables ejemplos Fourier ofrece el de aprovechar el gusto del niño por ir sucio para emplearlo en tareas de limpieza, que alivian su sensación de tedio e ineficacia, o el de prevenir crímenes pasionales con un fomento general de la promiscuidad.
Por lo demás, el falansterio es una colonia «doméstico-agrícola», no industrial, que evita por sistema «la tecnología y la producción a gran escala [...] pues la mayor parte del trabajo se empleará óptimamente en producir y preparar artículos placenteros de comer y beber»[340]. Para su inventor el sistema fabril es algo pasajero y prescindible dentro de la historia humana, del que se siguen no solo una especialización mutiladora para el espíritu sino una multiplicación de bienes innecesarios. Será preciso disponer de aperos, de cierta metalurgia y de algún taller, pero tan perfectamente adaptado está el falansterio a la naturaleza humana, y al resto de las naturalezas animales, que de su instauración se seguirán portentos como la aparición de nuevas razas —«antileones, antitigres, antiosos»— llamadas a cumplir parte del trabajo humano «con la habilidad, inteligencia y previsión de la cual carecen las meras máquinas»[341].
Le habría consolado saber que tenía en su discípulo Víctor Considerant (1808-1893) a alguien capaz de conseguirle un público tan amplio como el de Saint-Simon. Lo que en el maestro era delirio fue asumido entre otros por los icarianos de Cabet, los trascendentalistas de Brook Farm y varias docenas de experimentos análogos[345], precedidos por la «aldea de cooperación» que Owen fundara en Indiana, iniciativas que conocemos ya. Pero había una parte no sumisa a la idea fija, que básicamente consistía en armonizar socialización con propiedad privada, y defender una libertad sin las servidumbres de su galicana mayúscula, ambas cosas expuestas en su Manifiesto por la democracia pacífica (1843)[346]. Allí avanza criterios prácticos como la representación proporcional combinada con elementos de «democracia directa», si bien lo fundamental fue traducir el totalitario droit de subsistence alegado en origen por Robespierre[347] como un droit au travail compatible con las instituciones liberales.
En efecto, el derecho a subsistir lo dispensa el autócrata como el amo medieval su protección, amparándose en ello para borrar el catálogo de derechos civiles propiamente dichos. El derecho al trabajo depende solo de organizar con aportaciones públicas o mixtas un fondo de subsidio temporal para el parado, y robustece substancialmente la estabilidad del régimen democrático. Con dicho programa —pensado para «desbaratar al reaccionario» y «frenar al incendiario»— Considerant obtiene un holgado triunfo en las elecciones de 1848 que preparan el tránsito de la monarquía a la Segunda República, y forma parte del gobierno provisional presidido entonces por Lamartine. Concretamente se le encarga gestionar —junto con L. Blanc— los Talleres Nacionales, una institución cuyo fracaso precipita ese verano el gran alzamiento de la Comuna; pero tanto allí como en la mucho más feroz Comuna de 1871 defiende un proyecto de democracia pacífica ante la legión de golpistas guiada finalmente por Blanqui. En contraste con owenitas, icarianos y otros fundadores de sociedades perfectas, el fourierista no logra dejar de ser liberal.
Supremamente venerable para unos y detestable para otros, Louis Auguste Blanqui (1805-1881) fue capaz de sobrevivir a dos penas de muerte y 37 años de reclusión en distintas prisiones —de ahí su sobrenombre El Cautivo— por creer en la insurrección armada como único camino eficaz hacia la igualdad material. En el espléndido retrato de juventud hecho por madame Blanqui su rostro de frente despejada, finos rasgos y mirada melancólicamente reflexiva no sugiere al «fustigador de océanos humanos, matemático frío de la revuelta y sus represalias»[348], a quien entenderemos del modo más ecuánime dejándole explicarse paso por paso.
Criado en el seno de una familia próspera y culta, a los diecisiete años comprendió que «el revolucionario nace, no se hace» viendo guillotinar a cuatro sargentos —acusados de pertenecer a la masonería carbonaria y conspirar contra la monarquía[349]—, pues el espectáculo le hizo sentir que su destino era defender al débil del poderoso. Dos años después se matricula como estudiante de Derecho y Medicina, ingresa en una célula de carbonarios y confirma su vocación de «vengador social» leyendo el recién publicado libro de Buonarroti sobre la Conjura de los Iguales. En 1830, cuando teóricamente debería licenciarse, su título de orgullo es haber concebido «la charbonnerie democratique de Babeuf», combinando el comunismo con hallazgos organizativos de los carbonarios[350]. El primer texto de Blanqui dirigido al público es un brevísimo pasquín que pega entonces en aulas y pasillos de ambas Facultades: «Benjamin Constant ha muerto. Francia llora por uno de los más firmes defensores de su libertad, e invito a todos mis camaradas para que acudan a la plaza del Panteón, precisamente a las 9 de la mañana»[351]. Efectivamente, el diputado Constant (1767-1830) fue crucial para las libertades del país, entre otras razones porque sostuvo la oposición a Carlos X y redactó la Carta constitucional de garantías jurada por su sucesor Luis-Felipe, entronizado ese mismo año con la llamada Revolución de Julio. Su ensayo más célebre contrapone la libertad «quimérica» de los antiguos a la libertad «práctica o factible», una ligada al derecho de conquista y otra a la pacificación que deriva de progresar el comercio[352].
Verlo exaltado por quien reivindica a Marat y Babeuf solo deja de parecer absurdo al terminar de leer el pasquín, cuya frase final precisa: «Quienes tengan armas deben traerlas, para rendir honras fúnebres». Honrar a Constant con salvas de pistola demuestra que Blanqui ha descubierto ya su «metafísica de la provocación»[353], una variante del tanto peor tanto mejor dirigida a asegurar que todos se escindan en bandos irreconciliables, donde la espontaneidad se suple con estímulos de intimidación, saqueo y venganza. Dos años más tarde, en 1832, ese arte de extremar las reacciones logra inducir efectivamente un tiroteo, el conato de una barricada y algunos muertos sin homicida identificable, aprovechando el malestar generado por una epidemia de cólera[354] y las exequias de cierto general, dos elementos que aseguran una multitud inclinada a la crispación.
El programa que difunde entre sus crecientes adeptos es «una praxis aligerada de teoría», consciente de que el mañana se organizará a sí mismo y hoy basta conquistar el Estado mediante técnicas de guerrilla urbana y ataque relámpago, amparadas en una red clandestina de células dirigida a su vez por un ente secreto que acabará siendo la Sociedad de las Estaciones[355]. Conservamos el protocolo de ingreso para esta última, en el cual estipula que el aspirante «llegará con los ojos vendados, se arrodillará ante el Presidente y este le hará saber que los traidores mueren en el acto». Siguen un cuestionario con respuestas pautadas, una admonición y dos juramentos[356], terminados por la encomienda de «encontrar armas y munición, y diseminar nuestros principios. Si conoces a ciudadanos devotos y discretos, debes presentárnoslos».
Entretanto, el hecho de que la monarquía constitucional haya reintroducido la libertad de expresión le permite reclutar «clientes» a través de un club donde acude siempre vestido de negro riguroso, y no toma nunca la palabra sin calzarse antes unos guantes del mismo color. En 1831 se le acusa de organizar actividades terroristas y sale absuelto por falta de pruebas, si bien su alegato en el juicio le vale un año de condena por desacato. Este texto menciona pioneramente «la explotación del hombre por el hombre», y contiene la novedad de no dirigirse al patriota o al republicano sino al proletario, que él entiende en sentido muy amplio:
«Señores jurados: se me acusa de haber dicho a treinta y tres millones de franceses, proletarios como yo, que tenían derecho a vivir. Sí, señores, esta es la guerra entre el rico y el pobre; los ricos así lo decidieron, porque ellos son los agresores. ¡Sepamos que el pueblo no seguirá suplicando! [...] Exigimos que los treinta y tres millones de franceses elijan la forma de su gobierno, y nombren por sufragio universal a sus representantes»[357].
Curiosamente, en 1848 Blanqui protagoniza un asalto frustrado a la Asamblea Nacional para evitar el primer ensayo francés de sufragio universal, temiendo —con razón— un resultado catastrófico para su Comité Central Republicano. Pero cuando pronuncia el alegato, casi dos décadas antes, el radicalismo jacobino atraviesa sus horas más bajas y su terquedad revolucionaria inspira algo próximo a la compasión, como indican no una sino dos amnistías ulteriores, la primera tras un fallido golpe de Estado en 1834 y la segunda al descubrirse un almacén de explosivos en 1836. Dos condenas a perpetuidad se saldan por eso con medio y un año de reclusión respectivamente. Para la insurrección de 1834 ha compuesto la soflama Quien hace la sopa debe comerla, donde demuestra conocer la relación entre los esenios y el comunismo:
«El principio de igualdad, grabado en el fondo del corazón, dirige su primer golpe contra el derecho sacrílego de propiedad. Los hechos prueban el duelo a muerte entre la renta y el salario.
El derecho de propiedad declina, el principio esenio de Realidad lo mina lentamente desde hace dieciocho siglos [...] Pero aclaremos que la igualdad no es reparto agrario. Si el genio de la explotación sigue en pie no tardará en reconstruir las grandes fortunas y restaurar la desigualdad. Solo sustituir la propiedad individual por la asociación fundará el reino de la justicia por la igualdad»[358].
El anarquismo es unánime en definir «asociación» como aquel acuerdo donde no solo el compromiso sino todo se mantiene voluntario, pudiendo cada cual adherirse o retirarse en todo momento. Resulta difícil hacerle lugar a esta idea en la praxis blanquista, que un lustro después —cuando la Sociedad de las Estaciones calcula tener 900 miembros (en realidad unos 400)— decide tomar la Asamblea Nacional, el Ayuntamiento y el Palacio de Justicia, imaginando que la población se sumará a los insurrectos. El hercúleo Barbés[359] es herido en la cabeza, la algarada se cobra diecisiete muertos —entre ellos un teniente de la Guardia Nacional—, y a la derrota se suma un germen de desunión, pues nadie pone en duda la bravura del herido y de varios otros, pero algunos no comprenden cómo Blanqui escapa sin un rasguño. Su proclama ha dicho:
«¡A las armas, ciudadanos! La sangre de nuestros hermanos degollados, clama y exige una venganza tanto más terrible cuanto que largamente diferida. Perezca al fin la explotación, y que la igualdad se instale triunfante sobre las ruinas amontonadas de la realeza y la aristocracia. El gobierno provisional ha elegido jefes militares que os llevarán a la victoria. Son Auguste Blanqui, comandante en jefe, y Barbès, Martin-Bernard, Quignot, Meillard y Nétré,comandantes de las divisiones del ejército republicano.
¡Álzate, pueblo! y tus enemigos desaparecerán como el polvo ante el huracán. Golpea, extermina sin piedad a los serviles satélites, cómplices voluntarios de la tiranía, pero tiende la mano a los soldados surgidos de tu seno, que no volverán contra ti armas parricidas. ¡Adelante! ¡Viva la República!».
El comandante en jefe y sus generales son condenados a muerte, aunque una vez más la mentalidad liberal —y el prestigio religioso del jacobinismo— convierten la sentencia en reclusión perpetua. Nueve años después, cuando Luis-Felipe abdica, Blanqui y Barbés son amnistiados y serán decisivos en el ensayo de Comuna que estalla ese verano de 1848, aunque empiecen luchando en facciones opuestas[360]. El hecho de que su experimento de «soberanía popular» acabe cobrándose miles de vidas les vale un nuevo proceso, donde la fiscalía pide nuevamente pena capital y esta vez Blanqui evita desplantes:
«Se pretende aplastar en mí al conspirador monómano (monomane), es decir, al hombre que a través de las evoluciones de los partidos persigue sin ambición personal el triunfo de una idea [...] Un estudio atento de la geología y la historia revela que la humanidad empezó por el aislamiento, por el individualismo absoluto, y que a través de una larga serie de perfeccionamientos debe llegar a la comunidad».
Los jueces son sensibles a la clemencia y saldan sus cuentas con diez años, que esta vez cumplirá de principio a término. En 1851, cuando se comenta que ha empezado a estudiar astronomía, enveredando por la actitud de un sabio enciclopédico cada vez más alejado de la praxis insurreccional, aprovecha para rectificar esas maledicencias con su texto quizá más célebre:
«¡Armas y organización son los ingredientes decisivos del progreso, y los únicos medios serios capaces de abolir la miseria! Quien tiene armas tiene pan [...] y ante proletarios armados todo obstáculo, toda resistencia y toda imposibilidad desaparecerá»[361].
Una tercera amnistía le permite volver a París a principios de 1869, y fundar un partido explícitamente blanquiste que empieza adhiriéndose a la reciente Internacional de Marx y Bakunin, para romper con ella al poco por cuestiones de liderazgo. Crece entretanto la oposición interna al Segundo Imperio, humillado por el fracaso de sus tropas en México y desafiado en Europa por la política de Bismarck, contra el que lanza dos nuevos intentos fallidos de insurrección en febrero y agosto de ese año. Eso le impone pasar a la clandestinidad, ya bien entrado en la sesentena, aunque semanas más tarde la rendición del ejército francés ante el prusiano le permite no solo volver a la vida pública, sino aprovechar la confusión del momento para prometer lo irrealizable[364]. De paso se proclama Presidente de «la Patria amenazada» el 31 de octubre, al amparo de que Thiers ha viajado apresuradamente a algunas Cortes europeas para minimizar el desastre nacional. Días después, cuando las Cámaras denuncian su autonombramiento y confirmen a Thiers como Presidente legítimo, organiza a toda prisa un atentado que no logra acabar con él, y le envía a una prisión secreta[365].
Sin embargo, se acerca la hora de su gloria popular, y los blanquistas destacan como líderes en la Comuna de 1871, de la cual resulta nombrado Presidente de Honor en ausencia. Es el momento de poner en práctica sus detalladas y proféticas Instrucciones, que tras fundar un nuevo Comité de Salud Pública investido con poderes absolutos desembocan en la famosa semana del 21 al 28 de mayo, donde perecen unas 30.000 personas y bastantes más resultan heridas o mutiladas. En 1872, con tres causas pendientes —dos por conspiración y una por atentado— se le condena a prisión perpetua en alguna colonia remota, aunque atendiendo a motivos de salud la pena se conmuta por un año. Ha batido todos los récords de insurrección —entre once y trece, según los cronistas—, sin resultar herido en ninguna, y desde 1874 recorre Francia triunfalmente, atendiendo a invitaciones y homenajes. Funda algo después la revista Ni Dios ni Amo —lema favorito del anarquismo desde entonces— y en 1881 abandona la vida del modo más envidiable, alcanzado por un derrame cerebral mientras arengaba a un auditorio de seguidores.
Mayo del 68 le celebrará de modo ingenioso, como padre del «seamos realistas, ¡pidamos lo imposible!». La ortodoxia marxista, en cambio, prefiere olvidar los orígenes del PC francés[366] y le imputa ser el origen último «del izquierdismo, un trastorno infantil del comunismo»[367]. También se le acusaría de golpismo y aventurerismo, y de manejar una idea imprecisa del proletariado, seductora para estudiantes pero inservible para los intereses del obrero. El estudiantado iba a seguir cumpliendo con bastante frecuencia el dicho de que quien no fue comunista de joven no fue joven, y los capítulos siguientes nos ayudarán a precisar hasta qué punto el obrero industrial se sumó a ello. De Blanqui dirían los leninistas:
«Sin perjuicio de ser muy altos sus méritos como revolucionario, su táctica de conspiraciones era errónea y llevaba al fracaso, al no comprender que el éxito de la revolución solo es posible si participan en ella las masas trabajadoras dirigidas por partidos revolucionarios»[368].
Hasta el día de hoy ninguna revolución comunista ha triunfado sin «táctica de conspiraciones», y —más aún— sin que sus promotores empezasen siguiendo al pie de la letra el protocolo de ingreso a su Sociedad de las Estaciones. Los fracasos de El Cautivo fueron los acordes con iniciativas minoritarias, montadas como fulminante para una reacción en cadena que solo prendió más allá de algunos minutos en la Comuna de 1871, una empresa donde «las masas» no intervinieron ni más ni menos que en la Revolución rusa de 1917. Fue Blanqui quien inventó la dictadura proletaria gestionada por la disciplina inflexible de un restringido «Comité Central», y «no creer en el papel preponderante de la clase obrera» es algo imputable en mucha mayor medida al leninismo. Él nunca tuvo la oportunidad de gestionar una revolución triunfante, ni preferir entonces la égida del Partido a la de los soviets o consejos obreros.