15
Stakit to droon

Roger salió al bancal en River Run y se sintió satisfactoriamente exhausto. Después de tres semanas de trabajo extenuante, había reunido a los nuevos inquilinos de las carreteras y los caminos de Cross Creek y Campbelton, se había familiarizado con los jefes de las casas, había conseguido equiparlos al menos con lo imprescindible para el viaje en cuestiones de alimentación, mantas y zapatos, y los había juntado a todos en el mismo lugar, superando con firmeza su tendencia a sufrir ataques de pánico y alejarse. A la mañana siguiente emprenderían el viaje al Cerro de Fraser, y ya era hora.

Contempló el panorama desde el bancal, satisfecho, hacia el prado que se extendía al otro lado de los establos de Yocasta Cameron Innes. Estaban todos acostados en un campamento temporal: veintidós familias, setenta y seis almas en total, cuatro mulas, dos ponis, catorce perros, tres cerdos y sólo Dios sabía cuántas gallinas, gatitos y aves de compañía, apelotonados en jaulas de mimbre para su traslado. Tenía todos los nombres anotados (excepto los de los animales) en una lista muy gastada y arrugada en su bolsillo. También guardaba allí muchas otras listas, garabateadas, tachadas y corregidas hasta el punto de que eran ilegibles. Se sentía como un Deuteronomio ambulante. Además, le apetecía un buen trago.

Lo que, por suerte, estaba por llegar. Duncan Innes, el esposo de Yocasta, había regresado de trabajar y estaba sentado en el bancal, acompañado de una licorera de cristal, en la que los rayos del sol poniente proyectaban un suave resplandor ambarino.

—¿Cómo va todo, a charaid? —lo saludó cordialmente Duncan, señalando con un gesto una de las sillas de mimbre—. ¿Te apetece una copa?

—Sí, gracias.

Roger se hundió con gratitud en la silla, que crujió con amabilidad bajo su peso. Aceptó la copa que Duncan le entregó y la tomó de un solo trago con un breve «Slàinte».

El whisky ardió a través de la estenosis que le cerraba la garganta, hasta el punto de hacerlo toser, pero de pronto pareció que esa constante sensación de asfixia comenzaba a abandonarlo. Bebió otro sorbo, aliviado.

—Entonces, ¿ya están listos para partir? —Duncan señaló el prado donde el humo de las hogueras creaba una niebla dorada y de baja altura.

—Todo lo listos que pueden estar. Pobrecillos —añadió Roger en tono compasivo.

Duncan enarcó una greñuda ceja.

—Son como gallinas en corral ajeno —explicó Roger, levantando la copa para aceptar que el otro se la llenara de nuevo—. Las mujeres están aterrorizadas, y los hombres también, aunque lo disimulan mejor. Da la impresión de que vayan a llevarlos a trabajar como esclavos a una plantación de azúcar.

Duncan asintió.

—O a venderlos a Roma para limpiarle los zapatos al papa —repuso Duncan irónicamente—. Dudo mucho que la mayoría de ellos ni tan siquiera hayan olido a un católico antes de embarcar. Y por su manera de arrugar la nariz, me parece que no les gusta mucho el aroma. ¿Sabes si al menos suelen tomar alcohol de vez en cuando?

—Creo que sólo como medicina, y tan sólo si corren un verdadero peligro de muerte. —Roger bebió un trago lento que le supo a ambrosía y luego cerró los ojos, sintiendo cómo el whisky le calentaba la garganta y se enroscaba en su pecho como un gato ronroneante—. Ya has conocido a Hiram, ¿verdad? Hiram Crombie, el jefe de todo este grupo.

—¿El tipo pequeñito y avinagrado que parece que tenga un palo metido en el trasero? Sí, lo he conocido. —Duncan sonrió, elevando un poco su bigote alargado—. Vendrá a cenar esta noche. Será mejor que te tomes otra.

—Sí, gracias, lo haré —dijo Roger, acercándole la copa—. Aunque ninguno de ellos parece estar interesado en los placeres hedonistas, por lo que he podido ver. Da la impresión de que todos pertenecen al movimiento covenanter.2 Los elegidos congelados, ¿sabes?

Al oír esas palabras, Duncan se echó a reír sin poder contenerse.

—Bueno, pero ahora no se parece en nada a los tiempos de mi abuelo —comentó, recuperándose y estirando el brazo para alcanzar la botella—. Y doy gracias a Dios por ello. —Duncan puso los ojos en blanco con una mueca.

—Entonces ¿tu abuelo era covenanter?

—Por Dios, sí. —Sacudiendo la cabeza, Duncan sirvió una generosa cantidad, primero a Roger, y luego para sí mismo—. Era un viejo bastardo y feroz, pero tenía sus razones. Su hermana fue stakit to droon, ¿sabes?

—¿Fue qué...? Por Dios. —Se mordió la lengua como castigo, pero estaba demasiado interesado como para prestar mucha atención—. ¿Quieres decir ejecutada por ahogamiento?

Duncan asintió, con los ojos sobre el vaso. A continuación, tomó un buen trago y lo mantuvo en la boca un instante, antes de tragar.

—Margaret —dijo—. Se llamaba Margaret. Tenía dieciocho años por aquel entonces. Su padre y su hermano, es decir, mi abuelo, habían huido; después de la batalla de Dunbar se ocultaron en las colinas. Las tropas vinieron a buscarlos, pero ella no quiso decirles adónde habían ido, y tenía una biblia consigo. Entonces trataron de obligarla a abjurar, pero ella tampoco quiso hacerlo. Así son las mujeres de ese lado de la familia, es como hablar con las piedras —añadió, sacudiendo la cabeza—; no hay forma de conmoverlas. Pero la arrastraron hasta la orilla, a ella y a una vieja covenanter de la aldea; las desnudaron y las ataron a unas estacas a la altura de la marca de la marea. Y aguardaron allí, a que subiera el agua.

Dio otro sorbo, sin llegar a saborearlo.

—La anciana se hundió primero. La habían atado más cerca del agua; supongo que lo hicieron pensando que Margaret cedería si veía morir a la vieja. —Gruñó, moviendo la cabeza—. Pero ni un milímetro. La marea subió y las olas la cubrieron. Ella se asfixió y tosió, y el cabello, que se había soltado y le colgaba sobre la cara, quedó pegado como un alga marina cuando el agua descendió. Mi madre lo vio todo —explicó, levantando el vaso—. No tenía más que siete años en ese momento, pero jamás lo olvidó. Me explicó que tras la primera ola tuvo tiempo de respirar tres veces, y luego la ola volvió a cubrir a Margaret. Después la ola se fue... Respiró tres veces... Y volvió una vez más. Y ya no pudo ver nada más salvo el remolino de su cabello, flotando en la marea.

Levantó el vaso unos centímetros, y Roger hizo lo propio con el suyo, en un brindis involuntario. Dijo «Jesús», pero no lo hizo con intención de blasfemar.

El whisky hizo que le ardiera la garganta al bajar y él respiró hondo, dando gracias a Dios por el don del aire. Tres respiraciones. Era malta de Islay, y el intenso sabor yodado del mar y el alga marina tuvieron el efecto del humo en sus pulmones.

—Que Dios la tenga en su gloria —comentó con voz ronca. Duncan asintió y volvió a coger la licorera.

—Supongo que se lo ganó —afirmó—. Aunque ellos —añadió, señalando con la barbilla en dirección al prado— dirían que no fue nada que ella hiciera. Dios la eligió para su salvación y decidió que los ingleses se condenaran; no hay nada más que decir sobre ese asunto.

La luz estaba menguando y las hogueras comenzaron a resplandecer en la penumbra del prado más allá de los establos. El humo llegó hasta la nariz de Roger, con un aroma cálido y hogareño, pero que, de todas formas, se sumó al ardor de su garganta.

—Para mí no vale la pena morir por eso —dijo Duncan en actitud reflexiva. Luego soltó una de sus rápidas y poco frecuentes sonrisas—. Pero mi abuelo diría que eso sólo quiere decir que fui escogido para ser condenado. «Por el decreto de Dios y para la manifestación de su gloria, algunos seres humanos y ángeles son predestinados para la vida eterna, y otros elegidos para la muerte eterna.» Él decía eso cada vez que alguien hablaba de Margaret.

Roger asintió, reconociendo esa declaración como parte de la Confesión de Westminster. ¿Cuándo había tenido lugar? ¿En 1646? ¿1647? Una generación —o dos— antes de la del abuelo de Duncan.

—Supongo que sería más fácil para él pensar que su muerte había sido voluntad de Dios y que no tuvo nada que ver con él —dijo Roger, compasivo—. Entonces tú no crees en eso, ¿no? En la predestinación, quiero decir.

Lo preguntaba con verdadera curiosidad. Los presbiterianos de su propia época seguían defendiendo la doctrina de la predestinación, pero con una actitud algo más flexible, tratando de minimizar el concepto de una condenación predestinada y de no pensar demasiado en la idea de que cada detalle de nuestras vidas estaba tan determinado. ¿Y él? Sólo Dios lo sabía.

Duncan levantó los hombros. El derecho se elevó más y, por un instante, pareció que estaba retorcido.

—Dios sabe —dijo, y se echó a reír. Sacudió la cabeza y volvió a vaciar su vaso—. No, creo que no. Pero no me atrevería a decirlo delante de Hiram Crombie, ni tampoco del joven Christie. —Duncan señaló el prado, donde podían verse dos oscuras figuras, caminando juntas hacia la casa.

La silueta alta y encorvada de Arch Bug era fácil de reconocer, así como el cuerpo más bajo y corpulento de Tom Christie. Parecía agresivo incluso desde tan lejos, pensó Roger, haciendo gestos breves y furiosos mientras caminaba, claramente discutiendo con Arch.

—A veces, en Ardsmuir, había peleas muy enconadas sobre este tema —aclaró Duncan, mientras observaba el avance de ambas figuras—. Los católicos se lo tomaban a mal cuando les decían que estaban condenados. Y Christie y su pandilla encontraban un gran placer diciéndolo. —Sus hombros se sacudieron brevemente al tratar de reprimir una carcajada, y Roger se preguntó cuánto whisky habría tomado Duncan antes de salir al bancal. Nunca había visto tan contento al viejo—. Mac Dubh puso fin a todo ello cuando nos hizo a todos francmasones —añadió, inclinándose hacia delante para servirse otra copa—. Pero unos cuantos hombres murieron antes. —Levantó la licorera mirando a Roger con un gesto interrogativo.

Pensando en la inminente cena con Tom Christie y Hiram Crombie, Roger aceptó.

Cuando Duncan se inclinó hacia él para servirle, sin dejar de sonreír, los últimos rayos de sol brillaron sobre su rostro, cuyas arrugas revelaban el paso del tiempo y el efecto de los elementos. Roger vislumbró una tenue línea blanca que atravesaba el labio superior de Duncan, apenas visible debajo del pelo, y se dio cuenta de pronto de por qué Duncan tenía un bigote tan largo, algo poco común en una época en que la mayoría de los hombres se afeitaban toda la cara.

Tal vez no habría dicho nada si no fuera por el whisky y el ambiente de extraña alianza que se había forjado entre ellos, dos protestantes, increíblemente unidos a los católicos y desconcertados por las extrañas mareas que el destino había vertido sobre ellos; dos hombres a quienes las adversidades de la vida los habían dejado casi solos y que ahora estaban sorprendidos por haberse convertido en cabezas de familia y tener las vidas de desconocidos en sus manos.

—Tu labio, Duncan. —Se tocó su propia boca con cuidado—. ¿Cómo te hiciste eso?

—Ah, ¿eso? —Duncan se llevó la mano al labio, sorprendido—. Nací con labio leporino, o al menos eso me han dicho. Yo mismo no lo recuerdo, lo solucionaron cuando no tenía más de una semana de vida.

Ahora fue Roger quien se sorprendió.

—¿Quién lo solucionó?

—Un curandero ambulante, según me dijo mi madre. Me explicó que ella ya se había resignado a perderme, porque no podía mamar, por supuesto. Ella y mis tías se turnaban para introducirme leche en la boca con un trapo, pero al parecer estaba tan delgado que ya era casi un esqueleto. Entonces, ese hechicero pasó por la aldea.

Se frotó el labio tímidamente con un nudillo, a la vez que se atusaba el vello grueso y grisáceo del bigote.

—Mi padre le pagó con seis arenques y un paquete de rapé, y él me lo cosió y le dio a mi madre un ungüento para la herida. Bueno, y así fue... —Se encogió de hombros otra vez, con una sonrisa torcida—. Tal vez estaba destinado a vivir, después de todo. Mi abuelo dijo que el Señor me había elegido... Aunque sólo Dios sabe para qué.

Roger percibió una tenue punzada de inquietud, aunque amortiguada por el whisky. ¿Un curandero de las Highlands que podía practicar una intervención para solucionar un labio leporino? Tomó otro trago, tratando de no mirar fijamente a Duncan, pero examinando su rostro de reojo. Supuso que sería posible; la cicatriz apenas era visible —si uno sabía dónde mirar— bajo el bigote de Duncan, pero no se extendía hasta la nariz. Debía de haber sido un labio leporino bastante simple, y no uno de esos espantosos casos como aquel sobre el que había leído (incapaz de alejar la vista horrorizada de la página) en el gran libro negro de casos de Claire, donde el doctor Rawlings había descrito a un niño que no sólo había nacido con el labio partido, sino que además no tenía paladar y le faltaba la mayor parte de la cara.

No había ninguna ilustración, gracias a Dios, pero la imagen visual conjurada por la austera descripción de Rawlings era suficientemente terrorífica. Roger cerró los ojos y respiró hondo, inhalando el perfume del whisky a través de los poros.

¿Era posible? Tal vez. Sí, se practicaban operaciones en esa época, por sanguinarias, toscas y dolorosas que fueran. Había visto a Murray MacLeod, el boticario de Campbelton, coser con pericia la mejilla de un hombre, que se había abierto cuando el hombre fue pisoteado por una oveja. ¿Acaso era más difícil hacer suturas en la boca de un niño?

Imaginó el labio de Jemmy, tierno como una flor, penetrado por una aguja e hilo negro, y se estremeció.

—¿Tienes frío, a charaid? ¿Entramos?

Duncan se preparó para levantarse, pero Roger le hizo un gesto indicándole que se quedara donde estaba.

—Ah, no. Es que con la historia se me ha puesto la carne de gallina. —Sonrió, y aceptó otro trago para mantener a raya el inexistente frío de la noche. De todas formas, sintió que el vello de los brazos se le erizaba un poco. «¿Puede existir otro —otros— como nosotros?»

Sí, los había habido; él lo sabía. Como su propia antepasada, Geillis, por ejemplo. O como el hombre cuyo cráneo había encontrado Claire, con empastes de plata en los dientes. Pero ¿acaso Duncan se habría encontrado con otro medio siglo atrás, en una remota aldea de las Highlands?

«Santo Dios —pensó, cada vez más inquieto—. ¿Con qué frecuencia sucede? ¿Y qué ocurre con ellos?»

Antes de que hubieran vaciado del todo la licorera, oyó pasos a sus espaldas y un frufrú de seda.

—Señora Cameron. —Roger se puso en pie de inmediato y el mundo se balanceó ligeramente. Tomó la mano de su anfitriona e hizo una reverencia.

La larga mano de la mujer le tocó la cara, como era su costumbre, confirmando su identidad con las sensibles yemas de los dedos.

—Ah, aquí estás, Yo. ¿Has tenido un buen viaje con el muchachito? —dijo Duncan. Intentó levantarse, incapacitado por el whisky y por tener un solo brazo, pero Ulises, el mayordomo de Yocasta, se había materializado de forma silenciosa desde el crepúsculo detrás de su ama a tiempo para colocar la silla de mimbre en el sitio adecuado. Roger notó que ella se dejaba caer sobre la silla sin siquiera extender la mano para confirmar que estuviera allí; sencillamente, sabía que estaba allí.

Observó al mayordomo con interés, preguntándose a quién habría sobornado Yocasta para recuperarlo. Acusado —y casi con seguridad culpable— de la muerte de un oficial naval británico en la propiedad de Yocasta, Ulises se había visto obligado a huir de la colonia. Pero el teniente Wolff no había sido considerado una gran pérdida para la Marina, mientras que Ulises era indispensable para Yocasta Cameron. Tal vez el oro no hacía que todo fuera posible, pero Roger estaba dispuesto a apostar que Yocasta Cameron aún no se había encontrado en una situación que no pudiera solucionar con dinero, contactos políticos o astucia.

—Ah, sí —le respondió a su marido, sonriendo y extendiendo la mano hacia él—. ¡Ha sido tan divertido mostrarle el lugar, cariño! Hemos disfrutado de un almuerzo maravilloso con la señora Forbes y su hija, y el chico ha cantado una canción y nos ha emocionado a todos. La señora Forbes también había invitado a las chicas Montgomery y a la señorita Ogilvie, y hemos comido chuletas de cordero con salsa de frambuesa y manzanas fritas y... Ah, ¿es usted, señor Christie? ¡Venga con nosotros! —Levantó un poco la voz, así como la cara, que parecía que mirara con expectación la penumbra detrás del hombro de Roger.

—Señora Cameron. Para servirla, señora. —Christie se asomó al bancal e hizo una cortés reverencia, no menos puntillosa por el hecho de que su destinataria fuera ciega. Arch Bug lo siguió, inclinándose, a su vez, sobre la mano de Yocasta, y haciendo un ruido cordial con la garganta como saludo.

Llevaron sillas, más whisky, apareció un plato de manjares como por arte de magia y encendieron velas; y de pronto todo se convirtió en una fiesta, que reflejaba, en un plano superior, el ambiente festivo y de agitación que se vivía más abajo, en el prado. Se oía música a lo lejos; era el sonido de un flautín de hojalata que interpretaba una giga.

Roger dejó que todo aquello lo envolviera, disfrutando de una fugaz sensación de relajación e irresponsabilidad. Sólo por esa noche no había de qué preocuparse; todos estaban reunidos, a salvo, alimentados y preparados para el viaje del día siguiente.

Ni siquiera tenía que preocuparse por intervenir en la conversación; Tom Christie y Yocasta hablaban con entusiasmo sobre el ambiente literario de Edimburgo y un libro que él no conocía, mientras Duncan, tan relajado que parecía que se iba a caer de la silla en cualquier momento, añadía un comentario cada cierto tiempo, y el viejo Arch... ¿Dónde estaba Arch? Ah, allí; había regresado al prado; seguramente se le había ocurrido algún detalle de última hora que debía comentar a alguien.

Roger bendijo a Jamie Fraser por la previsión de enviar a Arch y a Tom con él. Entre los dos le habían ahorrado muchísimos problemas, habían organizado los numerosos detalles necesarios y habían aplacado los temores de los nuevos inquilinos en cuanto a su inminente salto a lo desconocido.

Inspiró hondo, con satisfacción, absorbiendo un aire aromatizado con los acogedores olores de las hogueras en la distancia y de una comida que estaba asándose cerca, y en ese momento recordó un pequeño detalle cuya responsabilidad era tan sólo suya.

Excusándose, entró en la casa y descubrió a Jem abajo, en la cocina principal, cómodamente instalado en la punta de un banco, comiendo pudin de pan untado con manteca y jarabe de arce.

—Tú nunca comes eso para cenar, ¿verdad? —preguntó, sentándose al lado de su hijo.

—No. ¿Quieres un poco, papá? —Jem extendió una goteante cuchara hacia Roger, que se agachó enseguida para coger el bocado ofrecido antes de que cayera al suelo. Estaba delicioso, rebosante de dulzura y cremoso en la lengua.

—Mmm —dijo, mientras tragaba—. Bueno, no se lo contaremos a mamá ni a la abuela, ¿de acuerdo? Ellas prefieren la carne y las verduras.

Jem asintió y le ofreció otra cucharada. Consumieron el cuenco juntos en un silencio amistoso, después de lo cual Jem se encaramó sobre sus piernas y, apoyando su cara pegajosa contra el pecho de Roger, se quedó profundamente dormido.

Alrededor de ellos se agitaban los sirvientes, sonriéndoles cada cierto tiempo con amabilidad. Roger pensó que debería levantarse. La cena se serviría enseguida; vio bandejas de pato y cordero asado dispuestas con cuidado, cuencos llenos de esponjoso y humeante arroz con salsa, y una enorme ensalada verde que estaban aderezando con vinagre.

No obstante, lleno como estaba de whisky, pudin de pan y alegría, Roger no se movía, postergando una y otra vez la necesidad de soltar a Jem y acabar con la dulce paz que le provocaba sostener a su hijo dormido.

—¿Señor Roger? Yo lo cogeré, ¿de acuerdo? —dijo una voz suave. Roger levantó la mirada de la cabeza de Jem, que tenía pedazos de pudin de pan en el cabello, y vio a Fedra, la doncella de Yocasta, agachada frente a él, con las manos extendidas para recibir al pequeño—. Yo lo lavaré y lo acostaré en la cama, señor —se ofreció. Tenía el rostro ovalado y, al mirar a Jem, parecía tan suave como su voz.

—Ah, sí, claro. Gracias. —Roger se incorporó con cuidado, sosteniendo el considerable peso de su hijo—. Bien; de todos modos, yo lo llevaré hasta arriba.

Siguió a la esclava por la angosta escalera de la cocina, admirando —de una manera puramente abstracta y estética— la gracia con la que se movía. ¿Cuántos años tendría?, se preguntó. ¿Veinte, veintidós? ¿Yocasta le permitiría casarse? Debía de tener admiradores, sin duda. Pero él también sabía lo valiosa que era para Yocasta, pues casi siempre estaba con ella. Y eso no era fácil de conciliar con un hogar y una familia propia.

Al llegar a lo alto de la escalera, Fedra se detuvo y se volvió para coger a Jem; él, a regañadientes, le entregó su carga blanda, aunque, al mismo tiempo, se sentía un poco aliviado. Hacía mucho calor abajo, y su camisa estaba húmeda por el sudor en aquellos lugares en los que Jem había estado apoyado.

—Señor Roger. —La voz de Fedra hizo que se detuviera, justo cuando estaba a punto de marcharse. Ella lo estaba mirando por encima del hombro de Jem, con unos ojos vacilantes bajo la blanca curva del pañuelo que llevaba en la cabeza.

—¿Sí? —preguntó él.

El ruido de pies que ascendían por la escalera hizo que se apartara, esquivando por poco a Oscar, que subía a toda velocidad con una bandeja vacía bajo el brazo, mientras se dirigía, evidentemente, hacia la cocina de verano, donde estaban friendo pescado. Oscar sonrió a Roger cuando pasó y le sopló un beso a Fedra, cuyos labios se apretaron al ver el gesto.

Ella hizo un ligero movimiento con la cabeza, y Roger la siguió por el pasillo, lejos del ajetreo de la cocina. Luego Fedra se detuvo cerca de la puerta que daba a los establos, y miró a su alrededor para asegurarse de que no los oyeran.

—Tal vez no debería decir nada, señor... Tal vez no sea nada. Pero me parece que, de todas formas, debo explicárselo.

Él asintió, echándose hacia atrás el cabello húmedo de las sienes. La puerta estaba abierta y, gracias a Dios, corría un poco de aire.

—Esta mañana estábamos en el pueblo, señor, en el almacén del señor Benjamin, ¿lo conoce? Junto al río.

Él volvió a asentir, y ella se pasó la lengua por los labios.

—El señorito Jem se aburría y ha empezado a dar vueltas, mientras el ama hablaba con el señor Benjamin. Yo lo he seguido, para que no se metiera en problemas, y entonces ha entrado el hombre.

—¿Qué hombre?

Fedra sacudió la cabeza, con una expresión seria en sus ojos oscuros.

—No lo sé, señor. Era un hombre grande, alto como usted. De cabello rubio. No llevaba peluca. Pero era un caballero. —Roger supuso que con eso quería decir que iba bien vestido.

—¿Y?

—Ha mirado a su alrededor, ha visto al señor Benjamin hablando con la señorita Yo, y ha dado un paso a un lado, como si no quisiera que lo vieran. Pero entonces ha reparado en el señorito Jem y le ha cambiado la cara.

Ella aferró con más fuerza a Jem, al recordar.

—No me ha gustado nada su mirada, señor. Lo he visto avanzar hacia Jemmy y yo he cogido rápidamente al muchacho, como ahora. El hombre parecía sorprendido, y luego me ha mirado con sorna. Ha sonreído a Jem, y le ha preguntado quién era su papá.

Fedra esbozó una sonrisa, y palmeó la espalda del niño.

—En el pueblo, la gente se lo pregunta todo el tiempo, señor, y él ha respondido de inmediato: ha dicho que su papá era Roger MacKenzie, como siempre. Aquel hombre se ha reído y le ha acariciado el pelo; todos hacen eso, señor, porque tiene un pelo muy hermoso. Luego ha dicho: «¿En serio, mi hombrecito, en serio?»

Fedra tenía un talento natural para la imitación. Roger captó a la perfección el acento irlandés de la frase y le sobrevino un sudor frío.

—¿Y luego qué ha ocurrido? —preguntó—. ¿Qué ha hecho él? —Miró de manera inconsciente por encima del hombro y más allá de la puerta abierta, atisbando el peligro en la noche.

Fedra hundió los hombros, temblando ligeramente.

—No ha hecho nada, señor. Pero ha mirado a Jem muy de cerca, y luego a mí, y ha sonreído. No me ha gustado su sonrisa, señor, para nada. —Negó con la cabeza—. Luego he oído que el señor Benjamin levantaba la voz a mis espaldas y le preguntaba al caballero qué deseaba. El hombre se ha dado la vuelta enseguida y ha desaparecido por la puerta, así, sin más.

Fedra agarró a Jem con un brazo y, de inmediato, chasqueó los dedos de la mano libre.

—Ya veo. —El pudin de pan había formado una masa sólida en el estómago de Roger—. ¿Le has dicho algo a tu ama sobre ese hombre?

Fedra sacudió la cabeza con solemnidad.

—No, señor. En realidad, él no ha hecho nada, como le digo. Pero me ha preocupado, señor. He pensado en ello cuando regresaba a casa y, finalmente, me ha parecido que lo mejor era decírselo a usted, cuando tuviera la oportunidad.

—Has hecho lo correcto. Gracias, Fedra. —Roger contuvo el impulso de quitarle a Jem y abrazarlo con fuerza—. ¿Tú podrías...? Cuando lo acuestes, ¿podrías quedarte con él? Sólo hasta que yo regrese. Le diré a tu ama que te lo he pedido.

Fedra lo miró a los ojos, comprendiendo perfectamente, y asintió.

—Sí, señor. Yo lo cuidaré. —Hizo un amago de reverencia y subió por la escalera hacia la habitación que Roger compartía con Jem, acunando al muchacho con un canto suave y rítmico.

Roger respiró hondo, tratando de dominar el abrumador impulso de coger un caballo de los establos, cabalgar hasta Cross Creek e inspeccionar todo el lugar, yendo de casa en casa en la oscuridad hasta encontrar a Stephen Bonnet.

—Sí —dijo en voz alta—. ¿Y luego qué? —Sus puños se apretaron de manera involuntaria, sabiendo muy bien qué hacer, incluso aunque su mente reconocía la inutilidad de esa acción.

Reprimió su furia y su desesperación, mientras los últimos efectos del whisky le encendían la sangre, que latía en sus sienes. De manera brusca, salió por la puerta abierta al exterior, donde dominaba una absoluta oscuridad. Desde ese lado de la casa, el prado era invisible, pero de todas formas podía oler el humo de las hogueras y escuchar el tenue sonido de la música en el aire.

Sabía que Bonnet regresaría algún día. Más abajo, junto al césped, la mole blanca del mausoleo de Hector Cameron era una pálida mancha en la noche. Y en el interior, a salvo, oculta en el ataúd que algún día albergaría a Yocasta, la esposa de Hector, había una fortuna en oro jacobita, el secreto largamente conservado de River Run.

Bonnet conocía la existencia del oro; sospechaba que se encontraba en la plantación. Había tratado de robarlo una vez, y había fracasado. No era un hombre cuidadoso, pero sí persistente.

Roger sintió que sus huesos se tensaban bajo la piel, impulsados por el deseo de perseguir y matar al hombre que había violado a su esposa y amenazado a su familia. Pero había setenta y seis personas que dependían de él; no, setenta y siete. El deseo de venganza se midió con la responsabilidad y, a regañadientes, cedió.

Respiró lenta y profundamente, sintiendo que el nudo de la cuerda se apretaba en su garganta. No. Debía partir, asegurarse de que los nuevos inquilinos estuvieran a salvo. La idea de enviarlos con Arch y Tom mientras él se quedaba atrás para buscar a Bonnet era tentadora, pero era su trabajo; no podía abandonarlo por una larga (y probablemente inútil) búsqueda personal.

Y tampoco podía dejar desprotegido a Jem.

Pero debía decírselo a Duncan; podía confiar en que él tomaría las medidas necesarias para proteger River Run, que informaría a las autoridades de Cross Creek y que haría averiguaciones.

Y Roger se aseguraría de que Jem también estuviera a salvo a la mañana siguiente, bien aferrado a su propia montura, sin perderlo de vista ni un solo momento durante el camino al santuario de las montañas.

—¿Quién es tu papá? —murmuró, y un nuevo impulso de furia le latió en las venas—. ¡Maldita sea, soy yo, bastardo!


2. Pacto mediante el cual la Iglesia presbiteriana escocesa se opuso, en 1638, al intento de Carlos I de Inglaterra y el arzobispo Laud de imponer el anglicanismo en el país. (N. del t.)