Sección I. La introducción

 

 

 

Todo el que aspire a ser oído entre la muchedumbre tiene que apretar, estrujar, empujar y trepar, con tremendo esfuerzo, hasta lograr alzarse a sí mismo hasta un cierto grado de altura sobre los demás. Ahora bien, en todas las asambleas, por apretadas que estén, podemos observar esta peculiar propiedad: que sobre sus cabezas hay espacio más que suficiente, pero que lo difícil es cómo alcanzarlo, al ser tan arduo conseguir librarse de la multitud como del infierno.

 

—evadere ad auras,

Hoc opus, hic labor est[1].

 

Con este fin, el método del filósofo, en todas las épocas, ha consistido en levantar ciertos edificios en el aire: pero, sea cual sea la práctica y la reputación que hayan tenido o puedan seguir teniendo ese tipo de estructuras anteriormente, sin exceptuar ni siquiera la de Sócrates, cuando fue suspendido en un cesto para facilitarle la contemplación, creo, humildemente, que las mismas parecen ofrecer dos inconvenientes. El primero, que al haberse colocado sus fundamentos a demasiada altura, quedan a menudo fuera de la vista, y siempre fuera del alcance del oído. El segundo, que sus materiales, al ser un tanto provisorios, han sufrido mucho las inclemencias del tiempo, en especial en estas regiones del noroeste.

Por lo tanto, para llegar al debido cumplimiento de esa gran tarea, solo acierto a pensar en tres métodos; aquellos donde la sabiduría de nuestros ancestros, que era altamente sensible en alentar a los aventureros, ha creído oportuno erigir tres artefactos de madera para uso de aquellos oradores que deseen hablar mucho sin interrupción. Estos son el púlpito, la escala y el escenario itinerante. Ya que a la barra, aunque haya sido compuesta por el mismo material, y designada para el mismo uso, sin embargo no se le puede conceder el honor de ser el cuarto, por razón de su nivel o situación inferior, que la exponen a la perpetua interrupción de colaterales. Ni puede tampoco el simple banco, ni siquiera elevado a cierta prominencia, optar a una mejor consideración, por mucho que sus defensores insistan en ello. Pues si se dignan contemplar el diseño original de su construcción y las circunstancias o accesorios sometidos a su diseño, pronto reconocerán que su práctica actual se corresponde exactamente con su primitiva institución, y que tanto por responder a la etimología del nombre que en lengua fenicia es una palabra de gran significación que expresa, si es interpretada literalmente, el lugar en el que se duerme, como en su común aceptación, o sea un asiento bien reforzado y acolchado para el reposo de miembros viejos y gotosos: senes ut in otia tuta recedant[2]. Y es que la Fortuna les debía esa revancha parcial, puesto que, al igual que anteriormente ellos hablaron largo y tendido mientras otros dormían, ahora pueden dormir largo y tendido mientras otros hablan.

Pero si no hay otro argumento que esgrimir para excluir al banco y a la barra de la lista de artefactos oratorios, sería suficiente el que su admisión acabaría con un número, que yo estaba dispuesto a establecer a cualquier coste, en imitación de aquel prudente método observado por muchos otros filósofos y grandes entendidos, cuya mayor perspicacia fue la de tomarle cariño a algún adecuado número místico que su imaginación había convertido en sagrado, hasta el punto de forzar a la común razón a encontrarle un espacio en cada rincón de la naturaleza, reduciendo, incluyendo y ajustando todo género y especie dentro de tal dimensión, acoplando a unos en contra de sus voluntades y apartando a otros a toda costa. Ahora bien, de entre todos, el profundo número tres es el que más ha ocupado mis más sublimes especulaciones, y nunca sin maravilloso deleite. Hay ahora en prensa, y se publicará en breve, un ensayo panegírico mío sobre ese número, en el que, con las pruebas más convincentes, he incluido no solo los sentidos y los elementos bajo su estandarte, sino además capturado a varios desertores de sus dos grandes rivales, el siete y el nueve, los dos climatéricos.

Pues bien, el primero de esos artefactos oratorios, tanto por su lugar como por su dignidad, es el púlpito. De púlpitos hay en esta isla varios tipos, pero yo solo tengo en consideración los que están hechos con madera de Sylva Caledonia, que van muy bien con nuestro clima. Si dejamos aparte que puede pudrirse, es mejor para la transmisión de sonido, además de otras razones que serán mencionadas dentro de un rato. Su grado de perfección, en cuanto a forma y tamaño, considero que consiste en que sea muy estrecho, con poca ornamentación; y, lo mejor de todo, sin cubierta (pues, por una antigua regla, debe ser el único recipiente descubierto de toda asamblea en la que se utilice legítimamente), por lo que, con su gran semejanza con una picota, ejercerá siempre una poderosa influencia sobre los oídos humanos.

De escalas no necesito decir nada: incluso los extranjeros han observado, para honor de nuestro país, que superamos a todas las naciones en nuestra práctica y conocimiento de ese artefacto. Los oradores ascendentes no solo complacen a su audiencia con su grata disertación, sino al mundo entero con la pronta publicación de sus discursos, que yo considero como lo más selecto de nuestra elocuencia británica, y de los que se me ha informado que ese respetable ciudadano y librero que es el señor John Dunton ha hecho una fiel y trabajada recopilación, que tiene la intención de publicar en breve, en doce volúmenes en folio, ilustrada con planchas de cobre. Una obra sumamente útil y curiosa, y del todo digna de tales manos.

El tercer y último artefacto para oradores es el escenario itinerante, construido con gran sagacidad, sub Jove pluvio, in triviis et quadriviis[3]. Es el gran semillero para los dos anteriores, y sus oradores son unas veces promovidos al primero y otras veces a la segunda, en función de sus merecimientos, al darse una estricta y permanente relación entre los tres.

De este riguroso razonamiento resulta manifiesto que para obtener la atención en público resulta imprescindible ocupar un lugar más elevado. Pero, aunque este punto se dé generalmente por supuesto, no hay siempre acuerdo acerca de la causa; y me parece que muy pocos filósofos han dado con la verdadera y natural solución de este fenómeno. La más penetrante explicación, y la mejor fundada de todas con las que finalmente me he encontrado, es esta: que siendo el aire un cuerpo pesado, y por lo tanto, de acuerdo con Epicuro, continuamente descendente, tiene que serlo aún más cuando está cargado y aplastado por las palabras, que son también cuerpos de mucho peso y gravedad, como es patente por las profundas impresiones que nos hacen y que dejan sobre nosotros; y que por lo tanto deben ser dichas desde una conveniente altura, pues de lo contrario ni serán atinadas ni caerán con la fuerza suficiente.

 

Corpoream quoque enim vocem constare fatendum est,

Et sonitum, quoniam possunt impellere sensus[4].

 

Y soy el primero en estar a favor de esa conjetura, partiendo de una observación común: que en las diversas asambleas en las que están esos oradores la naturaleza misma ha instruido a los oyentes a mantenerse de pie con sus bocas abiertas, y paralelas al horizonte, de modo que se establezca una intersección con una línea perpendicular desde el cenit hasta el centro de la Tierra. En tal posición, si la audiencia está bien compactada, cada cual se lleva una parte a su casa, y se pierde poco o nada.

Confieso que, en el montaje y estructura de nuestros modernos teatros, hay algo aún más refinado. Pues, en primer lugar, el foso queda hundido con respecto al escenario, por la debida consideración a la institución arriba referida, de manera que cualquier materia pesada que se suelte desde allí, ya se trate de plomo o de oro, pueda desplomarse sobre las mandíbulas de ciertos críticos, como creo que se les llama, que están siempre listas para abrirse y devorarla. Además, los palcos están dispuestos alrededor, y situados al nivel del escenario, por deferencia hacia las damas, porque ese amplio despliegue de ingenio, dedicado a suscitar salacidades y protuberancias, se ha comprobado que discurre siguiendo una línea, y siempre en círculo. Las pasiones quejumbrosas y las vanidades superfluas, dada su extrema levedad, quedan flotando ingrávidas por la región intermedia, y allí se inmovilizan y congelan por el frígido entendimiento de sus habitantes. La grandilocuencia y la bufonada, por naturaleza altivas y livianas, planean por encima de todo, y se perderían por el tejado si el prudente arquitecto no hubiera, con gran previsión, ideado para ellas un cuarto lugar, llamado la galería de los doce peniques, donde está instalada una adecuada colonia que ávidamente las intercepta a su paso.

Ahora bien, este esquema físico-lógico de receptáculos o de artefactos oratorios contiene un gran misterio, al tratarse de un tipo, un signo, un emblema, una sombra, un símbolo, que guarda analogía con la extensa comunidad de los escritores y con los métodos de los que se valen para exaltarse a sí mismos sobre el bajo mundo. Mediante el púlpito son esbozados los escritos de nuestros modernos santos en Gran Bretaña, ya que ellos los han espiritualizado y refinado, fuera de la porquería y la ordinariez propios del sentido y la razón humanas. El material, como hemos dicho, es de madera carcomida, y ello debido a dos consideraciones: porque es una cualidad de semejante madera podrida la de dar luz en la oscuridad y, en segundo lugar, porque sus cavidades están llenas de gusanos; lo que nos da un modelo con un par de atributos, al tener muy en cuenta las dos principales cualidades del orador y los dos diferentes destinos que esperan a sus obras.

La escala es un adecuado símbolo de la camarilla y de la poesía, a las cuales debe su fama un ilustre número de autores. De las camarillas porque…

 

_____Interrupción en el manuscrito[5]_____

 

De la poesía porque sus oradores peroran cantando, y porque al ascender tan lentamente, es seguro que el destino los rechace muchos peldaños antes de la cima, además de ser un ascenso que se alcanza por transferencia de propiedad y por confusión entre meum y tuum.

Bajo el escenario itinerante se fraguan aquellas producciones destinadas al placer y al deleite de los mortales, tales como Seis peniques de ingenio, Donosuras de Westminster, Cuentos encantadores, Los perfectos bufones y cosas así, por medio de los cuales los escritores de, y para, Grub Street con tanta nobleza han triunfado sobre el Tiempo últimamente, cortándole las alas, recortándole las uñas, limándole los dientes, retrasándole el reloj de arena, mellándole la guadaña y sacándole los clavos de las botas. Es en esa categoría donde me he atrevido a incorporar mi presente tratado, puesto que acabo de recibir el honor de ser admitido como miembro de esa ilustre hermandad.

Ahora bien, no ignoro hasta qué punto las producciones de la hermandad de Grub Street han sido presa de muchos prejuicios en los últimos años, ni tampoco el permanente interés de dos jóvenes sociedades incipientes por ridiculizar esas obras y a sus autores, como indignos del lugar que ocupan en la comunidad del ingenio y el conocimiento. Su propia conciencia les dirá fácilmente a quiénes me refiero, y tampoco ha sido el mundo un espectador tan descuidado como para no observar los continuos esfuerzos de las sociedades de Gresham[6] y de Will’s[7] por edificar un nombre y una reputación sobre las ruinas de la nuestra. Y es un sentimiento que resulta aún más triste para nosotros, por lo que respecta a los afectos tanto como a la justicia, cuando observamos que sus procedimientos no solo son injustos, sino también ingratos, irresponsables y antinaturales. Pues ¿cómo se puede olvidar el mundo o ellos mismos, por no hablar de nuestros propios archivos, que en este aspecto son completos y claros, de que ambas son semilleros no solo plantados sino también regados por nosotros?

Se me ha dicho que nuestros dos rivales han hecho recientemente un intento de alistarse uniendo sus fuerzas para desafiarnos a comparar nuestros libros, tanto en el peso como en el número. Como respuesta, con la venia de nuestro presidente, les ofrezco humildemente dos respuestas: la primera, que la proposición es como la que hizo Arquímedes en un asunto menor, y que implicaba una imposibilidad en la práctica, pues ¿dónde encontrarían balanzas de capacidad suficiente para lo primero, o a aritméticos de capacidad suficiente para lo segundo? Y en segundo lugar, estamos dispuestos a aceptar el desafío, pero con esta condición: la de que se designe una tercera persona neutral, a cuyo imparcial juicio se deje decidir en qué sociedad encaja con más propiedad cada libro, tratado o panfleto. Sabe Dios que este punto está muy lejos de poder dilucidarse ahora, pues estamos listos para producir un catálogo de varios miles, que en justicia deberían ser adjudicados a nuestra hermandad, pero que los escritores rebeldes y de moda adjudican a los otros de la manera más pérfida. Por todo lo cual creemos impropio de nuestra prudencia que la decisión recaiga sobre los propios autores, cuando nuestros adversarios, por medio de conjuras y conspiraciones, han causado tal general defección de nuestras filas que la mayor parte de nuestra sociedad ya ha desertado yéndose con ellos, y nuestros amigos más íntimos empiezan a mostrarse distantes, como si estuvieran medio avergonzados de serlo.

Esto es lo más que estoy autorizado a decir sobre un asunto tan ingrato y melancólico, pues no nos sentimos nada dispuestos a alimentar una controversia cuya prolongación puede resultar fatal para los intereses de todos nosotros, prefiriendo claramente que las cosas se arreglen de manera amistosa; y por nuestra parte podemos adelantar que estamos dispuestos a recibir con los brazos abiertos a los dos hijos pródigos cuando ellos consideren oportuno regresar de sus cáscaras y sus rameras, a las que, a juzgar por el curso actual de sus estudios, creo que se puede decir con toda propiedad que están dedicados; y, como un padre indulgente, continuaremos dándoles nuestro afecto y nuestra bendición.

Pero la mayor calamidad sufrida por aquella general acogida que recibían anteriormente los escritores de nuestra sociedad (aparte de lo transitorio de todas las cosas sublunares) ha sido esa vena de superficialidad de muchos lectores de nuestro tiempo, a los que en modo alguno se puede persuadir de que examinen bajo la superficie y la corteza de las cosas; considerando que la sabiduría es como un zorro al que, tras larga persecución, al final cuesta mucho esfuerzo hacer salir de su refugio; es como un queso que, cuanto más sabroso es, más espesa, más fea y más basta es su corteza, y en el que, para un paladar sensato, los gusanos son lo mejor; es como un ponche de vino, en el que cuanto más ahondas más dulce lo encuentras. La sabiduría es como una gallina, cuyo cacareo debemos saber valorar y considerar, pues es acompañado por un huevo; en fin, es como una nuez, que, de no ser elegida con juicio, puede costarte un diente y dispensarte nada menos que un gusano. Como consecuencia de estas verdades trascendentales, los sabios de Grub Street siempre han preferido expresar sus preceptos y sus artes dentro de los vehículos de los arquetipos y de las fábulas; ya que, al haber sido adornados quizá con más cuidado y curiosidad de lo necesario, viajan en esos vehículos siguiendo el destino que suelen tener las carrozas doradas, pintadas llamativamente, cuyo lustre deslumbra los ojos y colma las imaginaciones de los transeúntes, con lo que no observan ni consideran a la persona o las peculiaridades del dueño que va dentro. Una desgracia que soportamos con algo menos de reticencia, puesto que ha sido compartida con nosotros por Pitágoras, Esopo, Sócrates y otros predecesores nuestros.

Sin embargo, para que ni el mundo ni nosotros mismos tengamos que sufrir más a causa de tales malentendidos, se me ha convencido, tras mucha insistencia por parte de mis amigos, para que me embarque en una completa y laboriosa disertación acerca de las producciones supremas de nuestra sociedad, las cuales, además de sus bellas apariencias para el disfrute de lectores superficiales, contienen bajo estas, en su profundo interior, los sistemas más acabados y refinados de todas las ciencias y artes, que no dudo en dejar a la vista, desanudándolos y desenrollándolos, ni en extraer mediante punción ni en exponer mediante incisión.

Esta gran obra fue emprendida hace algunos años por uno de nuestros miembros más eminentes; comenzó con la Historia del zorro Renardo, pero ni vivió para ver publicado su ensayo ni para seguir adelante con su empeño, lo cual es muy de lamentar, pues lo que descubrió y comunicó a sus amigos es hoy universalmente aceptado; ni creo tampoco que ningún entendido discuta que ese famoso tratado sea una completa síntesis de conocimiento civil, así como la revelación, o mejor dicho el apocalipsis, de todos los secretos del Estado. Pero el progreso que yo he realizado es mucho mayor, pues ya he concluido mis anotaciones a varias docenas de obras; de algunas de ellas proporcionaré unas pocas pistas al cándido lector, a medida que sea necesario para los objetivos que me propongo.

La primera obra de la que me he encargado es Pulgarcito, cuyo autor fue un filósofo pitagórico. Este oscuro tratado contiene todo el esquema de la metempsicosis, exponiendo la transmigración del alma a través de sus distintas etapas.

La siguiente es el Doctor Fausto, escrito por Artephius, un autor bonae notae, y también un adeptus; la publicó a los novecientos ochenta y cuatro años de edad. Este autor procede enteramente por reincrudación, o mediante la via humida: el matrimonio entre Fausto y Helena dilucida de manera más que conspicua la fermentación de macho y hembra entre los dragones.

Whittington y su gato es la obra de ese misterioso rabino, Jehuda Hannasi, que contiene una defensa de la gemara de la Mishná de Jerusalén, y su justa preferencia sobre la de Babilonia, en contra de la opinión del vulgo.

La cierva y la pantera. Esta es la obra maestra de un famoso escritor todavía vivo, que intenta ofrecer una completa reseña de dieciséis mil escolásticos, desde Scoto a Belarmino.

Tommy Potts. Otra obra, supuestamente del mismo autor, a modo de suplemento de la anterior.

Los sabios de Gotham, cum appendice. Un tratado de inmensa erudición, al ser el origen y fuente principal de esos argumentos tan repetidos en Francia e Inglaterra en justa defensa del saber y del ingenio de los modernos contra la presunción, la soberbia y la ignorancia de los antiguos. Este desconocido autor ha profundizado tanto en el tema que un lector perspicaz descubrirá fácilmente que lo que se ha escrito después sobre esa polémica es poco más que una repetición. Una síntesis de ese tratado ha sido publicada recientemente por un honorable miembro de nuestra sociedad.

Estas noticias podrán servir para dar al culto lector una idea, y hasta un sabor, de lo que probablemente va a resultar el empeño en su conjunto, al que ahora he circunscrito totalmente mis pensamientos y estudios; y, si puedo llevarlo a cabo antes de mi muerte, daré por bien empleados los pobres residuos de una vida desafortunada. Esto es, en verdad, más de lo que en justicia puedo esperar de una pluma gastada hasta la médula en el servicio del Estado, en pros y contras sobre conspiraciones papistas, en barriles de harina, en leyes de exclusión, en la obediencia pasiva, en instancias de vidas y fortunas, en prerrogativas, en propiedades, en libertad de conciencia y en cartas a un amigo; y de un entendimiento y una conciencia hechos jirones y andrajosos a causa de un permanente vaivén; de una cabeza cien veces descalabrada por los malvados de facciones rivales; y de un cuerpo consumido por llagas mal curadas, por confiarlas a alcahuetas y cirujanos que, como después se supo, eran enemigos declarados míos y del Gobierno, y que se desahogaron de sus peleas partidarias sobre mi nariz y mis espinillas. He escrito noventa y un panfletos bajo tres reinados, y al servicio de treinta y seis facciones. Pero al ver que el Estado ya no necesita de mi persona ni de mi tinta, me retiro voluntariamente para dedicarlas a especulaciones más propias de un filósofo, tras haber pasado una larga vida, para mi indecible alivio, con una conciencia libre de culpa.

Pero volvamos al asunto. Estoy seguro, contando con la honestidad del lector, de que la breve muestra que he presentado liberará fácilmente a todo el resto de producciones de nuestra sociedad de una difamación nacida, como es manifiesto, de la envidia y la ignorancia; son (esas obras) de escasa utilidad o valor para la humanidad, más allá del común entretenimiento que aporten su ingenio y su estilo, pues estoy seguro de que estos jamás han sido discutidos por nuestros adversarios más tenaces; en ambos, así como en su aspecto más profundo y místico, he seguido cuidadosamente, a lo largo del tratado, las fuentes más elogiadas. Y, por dar cuenta de todo, he decidido, después de mucho pensamiento y dedicación, que el título principal que encabece la obra, es decir, bajo el cual quiero que pase a la común conversación de la corte y la ciudad, tome exacto modelo de la peculiar forma de ser de nuestra sociedad.

Confieso que he sido un tanto generoso en materia de títulos, tras observar que la ocurrencia de multiplicarlos tiene un gran predicamento entre ciertos escritores a los que tengo en alta consideración. Y ciertamente parece razonable que los libros, como criaturas que son del cerebro, merezcan el honor de ser bautizados con gran diversidad de nombres, como lo son otros hijos de alcurnia. Nuestro famoso Dryden se ha atrevido a dar un paso más, al empeñarse en introducir además a multitud de padrinos, lo que supone una ventaja mucho mayor a todos los efectos. Es una lástima que esa admirable invención no haya sido mejor cultivada, de manera que pudiera ser hoy objeto de imitación general, cuando semejante autoridad le sirve de precedente. Tampoco han sido mis empeños partidarios de secundar un ejemplo tan útil; pero al parecer la profesión de un padrino lleva por lo general aparejada un incómodo gasto, que claramente yo no había tenido en cuenta, como es razonable pensar. No puedo aseverar con seguridad dónde reside el aprieto, pero después de dedicar mil pensamientos y penurias a dividir mi tratado en cuarenta secciones, después de haber suplicado a cuarenta señores conocidos míos que me hicieran el honor de apadrinarlas, todos hicieron de ello una cuestión de conciencia y me enviaron sus excusas.