Sección V. Una digresión a la manera moderna

 

 

 

Nosotros, a los que el mundo se complace en honrar con el título de autores modernos, jamás hubiéramos sido capaces de alcanzar nuestro gran propósito de ser eternamente recordados y conseguir una fama imperecedera si nuestros empeños no hubieran sido tan sumamente beneficiosos para el bien general de la humanidad. Este, ¡oh universo!, es el aventurado intento de mi persona, tu secretario:

 

…Quemvis perferre laborem

Suadet, et inducit noctes vigilare serenas[21].

 

Con este fin, desde hace algún tiempo y con infinidad de esfuerzo y de artes, he diseccionado el cadáver en que consiste la naturaleza humana y leído múltiples lecturas útiles sobre sus diversas partes, tanto de las continentes como de las contenidas, hasta que finalmente olía tan mal que no pude conservarlo más tiempo. A raíz de ello me he dedicado con ahínco a hacer que encajaran todos los huesos en su exacto contexto y con la debida simetría; de manera que estoy preparado para mostrar una completa anatomía de lo estudiado a todos los caballeros con interés en ello, así como a otros. Pero para no hacer una digresión adicional en medio de otra, como he sabido que hacen algunos autores, que encadenan digresiones como cajas dentro de otras, afirmo que, habiendo hecho la cuidadosa disección de la naturaleza humana me he encontrado con un muy extraño, nuevo e importante descubrimiento: que el bien público de la humanidad puede ejercerse de dos maneras: mediante la instrucción y mediante la diversión. Y además he comprobado, en las diversas lecturas mencionadas (que tal vez pueda el mundo ver un día si soy capaz de que algún amigo robe una copia o que ciertos caballeros, de entre mis admiradores, sean muy insistentes), que, dada la actual predisposición del género humano, este recibe mucho mayor provecho cuando se le divierte que cuando se le instruye, al ser sus enfermedades epidémicas la quisquillosidad, la amorfia y el bostezo, en tanto que en el presente imperio universal del ingenio y el conocimiento parece haber quedado poca sustancia para la instrucción. Sin embargo, siguiendo una recomendación muy antigua y autorizada, he intentado llevar el argumento hasta su máxima expresión, y en consecuencia, a lo largo de este tratado celestial, he combinado hábilmente ambos conceptos, alternando una capa de utile con otra capa de dulce.

Cuando vengo a considerar cuán brillantemente han eclipsado nuestros ilustres modernos las débiles y trémulas luces de los antiguos, situándolos fuera de la ruta de todo comercio a la moda, hasta el punto de que los mejores ingenios de nuestra ciudad, los de obras más refinadas, discuten con total seriedad si alguna vez ha habido o no antiguos, aspecto este en el que probablemente obtendremos cumplida satisfacción fruto de los utilísimos esfuerzos y elucubraciones de ese honorable moderno, el doctor Bentley; como digo, cuando considero todo esto, no puedo menos que lamentar que ningún moderno famoso haya ideado hasta hoy, en un pequeño volumen portátil, un sistema universal de todas las cosas que hay que conocer, o creer, o imaginar, o practicar en la vida. No obstante, tengo que reconocer que semejante empresa ya la pensó hace algún tiempo un gran filósofo de O-Brazile. El método que proponía, basado en cierta curiosa receta, era una panacea que yo encontré entre sus papeles tras su intempestiva muerte, y que, llevado por mi gran afecto por los sabios modernos, ofrezco aquí a estos, al no dudar de que algún día pueda estimular a alguien digno de llevarlo a la práctica.

 

Toma unas copias correctas y en limpio, bien encuadernadas en vitela y rotuladas en el lomo, de todos los cuerpos doctrinales modernos de cualesquiera artes y ciencias, y en la lengua que te guste. Lo destilas todo in balno Mariae, añadiendo quintaesencia de amapola Q. S., junto con tres pintas de (agua del) Leteo, que puede adquirirse en las boticas. Luego se limpia cuidadosamente de sordes y de caput mortuum, dejando evaporar todo lo que es volátil. Conservar solo la primera destilación, que habrá de destilarse de nuevo diecisiete veces, hasta que lo que quede sea aproximadamente dos dracmas. Se guardará esto en una redoma de cristal, herméticamente sellada, durante veintiún días. Entonces tienes que empezar con tu tratado universal, tomando cada mañana en ayunas, tras agitar primero la redoma, tres gotas de este elixir, aspirándolo enérgicamente por la nariz. Se expandirá por el cerebro (donde lo haya) en catorce minutos, e inmediatamente percibirás en tu cabeza un número infinito de sinopsis, sumarios, compendios, extractos, colecciones, resúmenes, excerpta quaedams, florilegias y cosas por el estilo, todas dispuestas en gran orden y trasladables al papel.

 

Tengo que admitir que fue gracias a la ayuda de ese arcano como me aventuré a una empresa tan arriesgada, nunca antes lograda o emprendida, salvo por un autor llamado Homero, en quien, a pesar de ser persona que no carecía de algunas capacidades y, para ser un antiguo, de un talento tolerable, he descubierto muchos errores de bulto que no pueden perdonarse ni a sus cenizas, si acaso queda algo de ellas. Porque si bien se nos asegura que diseñó su obra de modo que formara un cuerpo completo de todo el conocimiento, ya fuera humano, divino, político o mecánico, es patente que desatendió por completo algunos de ellos, y que fue un tanto imperfecto con el resto. Pues, en primer lugar, si era tan eminente cabalista como sus discípulos nos lo representan, su exposición del opus magnum es sumamente pobre y deficiente, parece haber leído solo superficialmente a Sendivogius, a Behmen o la Antroposofía Teomágica. También está bastante equivocado respecto a la sphaera pyroplastica, un descuido imperdonable; y si el lector va a admitir tan grave reprobación vix crederem autorem hunc, unquam audivisse ignis vocem[22]. Sus fallos son no menos prominentes en diversas partes de la mecánica, pues después de haber leído sus escritos con la máxima dedicación, habitual entre los ingenios modernos, jamás pude descubrir la menor explicación sobre la estructura de ese útil instrumento que es la palmatoria, a falta del cual, si los modernos no nos hubieran asistido, podríamos seguir deambulando en la oscuridad. Pero todavía me queda un fallo aún más notable con el que señalar a este autor; me refiero a su gran ignorancia de las leyes consuetudinarias de este reino, y de la doctrina y disciplina de la Iglesia de Inglaterra. Un defecto por el que ciertamente tanto él como todos los antiguos han sido muy justamente censurados por mi digno e ingenioso amigo míster Wotton, licenciado en Teología, en su incomparable Tratado de Conocimiento Antiguo y Moderno, un libro nunca suficientemente valorado, si tenemos en cuenta las felices expresiones y la fluidez del ingenio de su autor, la gran utilidad de sus sublimes descubrimientos en materia de moscas y de baba, o la elaborada elocuencia de su estilo. Y no puedo menos que hacer justicia a este autor con mi público reconocimiento a la gran ayuda y las excelencias que he obtenido de su incomparable obra mientras estaba escribiendo este tratado.

Pero además de estas omisiones de Homero ya citadas, el lector curioso podrá observar también varios defectos en los escritos de este autor, de los que no es enteramente responsable. Porque si bien todas las ramas del saber han recibido maravillosos enriquecimientos desde su época, especialmente en estos últimos tres años, más o menos, es casi imposible que fuera tan versado en descubrimientos modernos como pretenden sus defensores. Sin reserva alguna lo reconocemos como inventor de la brújula, de la pólvora y de la circulación de la sangre, pero desafío a cualquiera de sus admiradores a que me muestre, entre todos sus escritos, una explicación completa del bazo. ¿Y acaso no nos deja también sin saber nada sobre el arte de la apuesta política? ¿Puede haber algo más insuficiente e insatisfactorio que su larga disertación sobre el té? Y en cuanto a su método de salivación sin mercurio tan celebrada últimamente es algo, según mi propio conocimiento y experiencia, en lo que se debe confiar muy poco.

Ha sido para reparar estas carencias trascendentales para lo que se me ha convencido, tras largos requerimientos, de que tome en mi mano la pluma; y me atrevo a prometer que el juicioso lector nada verá aquí desatendido que pueda serle útil para cualquier emergencia de la vida. Estoy seguro de haber incluido y agotado todo a lo que la imaginación humana puede elevarse o precipitarse. En particular, recomiendo a los doctos la lectura atenta de ciertos descubrimientos que otros han desatendido totalmente, y de los que solo mencionaré, entre muchos otros, mi nuevo manual para superficiales, o el arte de ser profundamente culto leyendo por encima, un curioso invento para atrapar ratones, una regla universal de razonamiento o para ser cada hombre escultor de sí mismo, junto a un aparato sumamente útil para la caza de lechuzas. Todo lo cual lo encontrará el juicioso lector ampliamente tratado en las diversas partes de este discurso.

Me veo obligado a arrojar toda la luz posible sobre las bellezas y excelencias de lo que estoy escribiendo, puesto que hacerlo así se ha convertido en la moda y la actitud más aplaudidas entre los autores de esta época refinada y culta, cuando quieren corregir el mal carácter de los lectores críticos o colmar la ignorancia de los lectores corteses. Además, se han publicado últimamente varias obras famosas, en verso y en prosa, en las que, si los escritores no se hubiesen dignado, movidos por su gran humanidad y afecto al público, darnos el grato detalle de lo sublime y lo admirable que contienen, hay mil probabilidades contra una de que no hubiéramos encontrado ni rastro de ambas cualidades. En cuanto a mí en particular, no puedo negar que lo que llevo dicho sobre el asunto hubiera encajado mejor en un prólogo, algo más de acuerdo con la moda que habitualmente lo dirige hacia allí. Pero ahora creo que me ciño a este gran y honroso privilegio de ser el último escritor: reclamo el derecho de absoluta autoridad, al ser el más reciente de los modernos, lo que me otorga un poder despótico sobre todos los autores anteriores a mí. En virtud de cuyo título desapruebo totalmente y me declaro en contra de esa perniciosa costumbre de hacer del prólogo un menú del libro. Pues siempre he considerado como el colmo de la indiscreción, entre los feriantes que exhiben monstruos y otras visiones extrañas, colgar fuera, sobre la puerta, un gran cuadro en el que se les representa a tamaño natural con la más elocuente descripción al pie. Esto me ha ahorrado muchas veces los tres peniques, ya que mi curiosidad había quedado plenamente satisfecha y no me apetecía entrar, a pesar de que repetidamente era invitado a ello por el apremiante orador de turno y su firme e incitante pieza retórica final: «Señor, le doy mi palabra de que estamos a punto de empezar». Ese es exactamente el destino actual de los prefacios, epístolas, advertencias, introducciones, prolegómenos y aparatos críticos para el lector. Este recurso fue admirable en un principio; nuestro gran Dryden lo ha venido utilizando tanto como ha podido, y con un éxito increíble. A menudo me ha comentado de manera confidencial que el mundo nunca habría sospechado lo gran poeta que era si él no les hubiera asegurado tan frecuentemente en sus prólogos que era imposible que pudieran dudarlo u olvidarlo. Tal vez sea así; sin embargo, mucho me temo que sus enseñanzas no hayan caído precisamente en campo abonado, y que enseñaron a los hombres a ser más sabios en ciertos puntos en los que él nunca pretendió que lo fueran; pues es lamentable contemplar con qué perezoso desdén muchos de los bostezantes lectores de nuestra época se saltan hoy más de cuarenta o cincuenta páginas de prefacio y dedicatoria (que es su habitual extensión moderna) como si todo estuviera en latín. Aunque, por otra parte, también debe reconocerse que hay una cantidad muy considerable de otros, conocidos por aventajar a críticos y a hombres de ingenio, y que no leen otra cosa. Creo que todos los lectores de hoy pueden dividirse justamente en uno de los dos grupos. En lo que a mí respecta, confieso ser del primer grupo, y por lo tanto al tener la moderna propensión a extenderme sobre la belleza de mis creaciones y a exhibir los pasajes brillantes de mi discurso, pensé que lo mejor era hacerlo en el cuerpo de la obra, donde, tal como está ahora, constituye un incremento muy considerable de la corpulencia del volumen, circunstancia que en modo alguno debe despreciarse por un escritor de talento.

Así, al haber cumplido con mi debida deferencia y reconocimiento a una costumbre establecida por nuestros más recientes autores, la de una larga digresión no requerida y una censura universal no provocada, y al sacar a la luz, con mucho esfuerzo y destreza, mis propias excelencias y los defectos de otros hombres, con gran justicia hacia mí mismo y con franqueza hacia ellos, reanudo ahora felizmente mi relato, para infinita satisfacción tanto del lector como del autor.