CAPÍTULO
XII

Ya llega mi esposo, mi hombre, el hombre de todas pero más mío que de ninguna. Porque conmigo se quiso desposar, con el resto, nada. Yo soy su mujer, la elegida, la favorita, la única. Quien supo domarlo, más que la otra esposa, la Encarnación esa que lo acompañó hasta que abandonó el respiro, agobiada de tanto perdonar. Es que ninguna supo atarlo, salvo yo, su Edecanita, su monta lasciva…

Día y noche, la cabeza de Juanita Sosa trabajaba frenéticamente. Las palabras se le amontonaban una sobre otra, sin orden alguno, y la atrapaban en su laberinto imposible. Hacía tiempo que no hablaba. A lo sumo a veces escribía, pero cada vez lo hacía con menos asiduidad. Lo último que había tenido su firma había sido una carta dirigida a Manuelita Rosas.

La habían sentado en su silla, frente a la ventana, como todas las mañanas. Allí parecía encontrar algo de paz, sus gestos se calmaban. O eso preferían creer las ayudantas del hospicio. Porque con Juana nunca se sabía, un día amanecía suave como una seda y al siguiente podía transformarse en una fiera incontrolable.

Todas las mañanas comenzaban con el mismo ritual. Se levantaba con las primeras luces del día, desayunaba y luego la acomodaban cerca de alguna ventana. Ella no cumplía con las tareas que llevaba a cabo el resto de las internas. Estaba dentro del grupo de violentas o agitadas, separadas de las demás, que participaban del cuidado del establecimiento: barrían los pisos, arreglaban las habitaciones, se aseaban a sí mismas. El personal de limpieza era escaso y se encargaba sobre todo de las que no podían valerse solas. Juanita Sosa no estaba con unas ni con otras. A ella la levantaban, la limpiaban —cuando lo permitía— y la dejaban que se perdiera en su catatonia. Las otras, en las cuales la demencia se presentaba con formas más benignas, estaban sujetas a un régimen preestablecido: luego del aseo se reunían en el comedor para tomar mate; después algunas se dirigían a trabajar al campo o a la lavandería, y otras iban al taller de costura donde cosían camisas y calzoncillos hasta la hora del almuerzo. Enseguida retomaban las tareas hasta las 5 de la tarde, cuando comían y rezaban hasta que la luz del día se apagara.

Entre las recluidas había de todo: mujeres con inestabilidad emocional y también algunas pobres desgraciadas que, antes de la apertura del Hospital de Mujeres Dementes, habían estado amontonadas en la cárcel o vagando por las orillas de la ciudad. Aunque también podían caer en la reclusión algunas señoras viudas y sin lazos familiares que las pudieran ayudar o sostener. Era el caso de Tomasa, la hermana de Bernardino Rivadavia, quien había sido recibida en el hospital poco tiempo antes por expreso pedido de Urquiza, que había considerado que estaba al borde de la mendicidad. Con ochenta años, ciega y sin nadie que pudiese hacerse cargo de ella, Doña Tomasa había desembarcado en la institución junto a dos criadas para su cuidado personal.

Al mediodía era la hora de la consulta médica. Con una de las asistentas como mascarón de proa, los dos médicos de la Convalecencia, los doctores Ventura Bosch y Osvaldo Eguía, entraron al cuarto de Juana Sosa. Bosch era un miembro respetado dentro de los ambientes decentes de Buenos Aires y con una carrera política en ascenso luego de Caseros. Eguía, en cambio, era un joven sin vínculos directos con la sociedad porteña, cuya carrera profesional, a diferencia de su colega, estaba signada por la pobre relación con la cúspide médica. Guiado por Bosch, el joven doctor se había recibido en la Escuela de Medicina de la Universidad de Buenos Aires en el ’52 y era quien trataba a las dementes con una medicación especial, la camisa de fuerza y los baños, siguiendo las corrientes psiquiátricas francesas de Esquirol y Pinel, en cuyo honor se había nombrado a dos de los patios internos del hospital.

—Buen día, Juana. ¿Cómo te sientes hoy? —preguntó el doctor Bosch conociendo de antemano la respuesta.

La enferma apenas movió la cabeza pero continuó en su letanía. Sólo con eso demostraba que algo interrumpía su estado. Los médicos hacían uso de la típica variedad de formalismos pero conocían muy bien a sus pacientes.

—No escucha, no entiende, Ventura —intervino Eguía. —La paciente vive en su mundo, que no es precisamente el nuestro. Hemos intentado todo. Incluso las monjas han probado con su rutina de rosarios y plegarias, pero nada. Alguna vez han logrado que Juana repita las oraciones pero no hemos podido confirmar si entiende lo que dice o es un puro balbuceo.

Los médicos se acercaron a la silla y la giraron para que Juana los mirara. El cuerpo y la cara de la Sosa enfrentaban a los caballeros pero su mirada parecía insondable. El brillo, que en otros tiempos había teñido aquellos ojos con una intensidad fulgurante, había desaparecido. Estaban muertos.

—Difícil traer a la realidad a esta señorita que ha vivido en aquellos tiempos virulentos, Osvaldo. Esta institución promete apoyo y sostén de la moral. Algunas, como Juana, eligieron el camino salvaje. Una pobre desvalida que no ha tenido quién la encamine.

—Los baños algo la han aplacado, pero parece más lejos de la vida que otra cosa —el doctor Eguía la observaba con atención.

—Bueno, el sitio donde está emplazado nuestro hospital es perfecto. El aire lo ventila por todos lados y la vista se extiende sin interrupciones, cosa muy importante para calmar la excitación de las dementes. Yo guardo esperanzas de que pueda curarse —señaló Bosch.

Eguía la tomó de las manos y le giró los brazos. Tenía marcas, rayones casi en carne viva. Controló sus uñas, estaban cortadas al ras. Había dado la orden de que así estuvieran luego de confirmar que la paciente podía llegar a flagelarse hasta el extremo. Juanita parecía no reparar en lo que hacían con ella. El doctor volvió a mirarla a los ojos y ella le respondió con los suyos totalmente vacíos. Eguía y Bosch intercambiaron algunas palabras más y salieron de la habitación; debían continuar con la recorrida.

Juanita permaneció impasible durante varios segundos, igual a como la habían dejado, con la vista perdida hacia la puerta que estaba herméticamente cerrada. Luego, con un gesto automático, empezó a rascarse un antebrazo y a su turno el otro. Las uñas romas casi no dejaban marcas en su piel blanca, pero la insistencia por hundir sus dedos en la carne persistía.

Hombres que hablan de mí, que dicen de mí; qué sabrán ustedes, bazofia pestilente. Mi cuerpo ha sido mi cárcel y ahora vivo en otra jaula, gracias a los cielos… El terror de salir, la pavura de existir… Tengo que contener la sangre, se me quiere escapar, va a inundar la ciudad, esta ciudad que se ha anegado con la sangre de todos… Lazos sanguíneos, uniones sanguinolentas, corazones sanguinarios, cuerpos sangrantes… Eso es lo que hay y nada más. Los cuerpos, el mío y el suyo, mi General. Su pecho pegado a mi espalda desnuda… ¿Por qué se ha ido? ¿Por qué me ha dejado aquí abandonada? ¿Tendrían la verdad de su lado quienes lo llamaban “tirano”? Conmigo no ha sido tal, mi General. Quien ejercía la tiranía era yo; la tiranía del cuerpo animal. Mi carne despierta ansiedad de penetrar. Orates. Todos orates, que han creído que me poseían. ¿Habrán sabido lo que hacía falta para tenerme a su merced? Idiotas, no han tenido ni la más remota idea. La dueña de mí misma siempre he sido yo. Y lo seré hasta el final de mis días. Y tú, Juan Manuel de todas las desgracias, más temprano que tarde devendrás en el monstruo impotente que has escondido siempre. Te maldigo, Juan Manuel. La reina soy yo y me mirarás de bien lejos…

Con la espalda bien erguida y el mentón hacia adelante, Juana miraba hacia la pared. La mirada hueca, los ojos llenos de lágrimas.

***

Juan Manuel había hecho cuentas y el resultado no lo conformaba. En momentos como este extrañaba a Encarnación. Ella se había encargado de los libros mientras vivía y había manejado los números de la casa con una lucidez única. También lo había hecho con la economía de su familia y con las arcas del ya fallecido Facundo Quiroga, que había gustado demasiado de la apuesta fuerte. A pedido del caudillo, Encarnación había aplicado su mano de hierro y le había prohibido sacar una moneda de su propia bolsa, salvándolo de la ruina.

Pero su esposa hacía años que había muerto y él ya casi no la recordaba. Cuando olvidó su cara, su voz, cuando sintió que era imposible traerla de vuelta, ni siquiera a través de sus pensamientos, se sintió muy mal. Hablaba de Encarnación como si no la hubiera conocido. La culpa lo horadaba y el olvido había hecho lo suyo. Sin embargo, cuando se enfrentaba a situaciones que su esposa hubiera resuelto con una calidad excelsa, miraba al cielo y la llamaba en silencio.

Rosas recibía a su yerno que le traía noticias de Manuelita, que se había quedado en Londres con los niños. Máximo había llegado con algunos presentes de la ciudad, que su suegro apreciaba mucho.

—¿Y cómo están esos sabandijas? —preguntó, fingiendo un interés que no sentía.

—Muy bien de salud, por suerte. La madre se ríe mucho con sus inglesitos. Viera cómo hablan esos niños, los dos idiomas a la perfección —respondió Máximo con orgullo de padre.

—Gracias por los quesos y las jaleas que me traes. Sabes que son muy apreciados en este momento.

—No tiene nada que decir, Juan Manuel. Y en cuanto pueda, me ha dicho Manuelita que se viene con Manuelito y Rodrigo a pasar unos días con usted.

—Tengo que hacerte una confesión, Máximo, las cosas no están bien.

—Eso ya lo sé, Juan Manuel. Su hija me cuenta lo que sucede en esta casa —Máximo intentó ser prudente y no provocar la ira de su suegro; para su asombro, Rosas permaneció tranquilo. —Pero también me comentó que aguardaban buenas noticias de Buenos Aires.

—Aun cuando Urquiza lograra desconfiscar mis bienes y pudiera venderlos a todos ellos, no sería mucho lo que me quedaría. No hay que olvidarse de que he estado recibiendo, cada año, tres mil libras esterlinas, a condición de pagar nada de ellas mientras que no me fueran devueltos mis bienes. Pero en algún momento tendré que cubrir esa deuda. Agradezco la ayuda que me ofrecen ustedes, Máximo, además de la que recibo desde Buenos Aires de mi amigo José María Roxas y Patrón, pero estoy preocupado.

—Lo entiendo, Juan Manuel.

—¿Conoces la última noticia de los Anchorena, sangre de mi sangre? Me cuenta Roxas que ha intentado, por medio de distintos contactos, que los Anchorena me abonasen los sueldos y comisiones adeudadas de cuando administré sus estancias. Imagina el tiempo que ha pasado. ¿Sabes la respuesta? Le han dicho que quien está en deuda con ellos soy yo. ¡Qué desgracia tener que asistir a una traición detrás de la otra!

—Es indignante, realmente. Pero usted ya debería estar acostumbrado, Juan Manuel.

—Nadie se acostumbra a la deslealtad, Máximo. Y es mejor que así sea. Sólo con la pérdida de la memoria podría sucederme algo así. Yo no olvido. Pero déjame decirte que estuve pensando y se me ha venido a la mente una buena alternativa para sobreponerme al mal trago. Podría alquilar una casa en el campo para cultivar la tierra, criar ganado y vivir de eso. Es algo que sé hacer bien. ¿Qué te parece? —Los ojos de Rosas recuperaron algo del fulgor de otros tiempos, como si hubiera vuelto el tiempo hacia atrás.

—Me parece una gran idea. Por favor, permítame ayudarlo a buscar la tierra adecuada.

Los días subsiguientes, suegro y yerno rastrillaron juntos la zona en busca de un terreno apto para la cría y el cultivo. Por fin dieron con uno que les pareció ideal: la granja Burgess Street Farm, a las afueras de Southampton. Se decidieron sin demora y la transacción se realizó con el propietario, John Willis Fleming, de North Stoneham, con quien Rosas construiría una gran amistad. Y como era su costumbre, también le puso un sobrenombre: Lordland.

El entusiasmo pareció volver al cuerpo de Rosas. Decidió mantener las dos residencias, la de Carlton Crescent y su nueva residencia campestre. La situación le recordaba otra época, tiempos de bonanza que entonces parecían eternos. Como cuando vivía en Buenos Aires y habitaba, alternativamente su vasto caserón de la calle Biblioteca (1) entre Perú y Universidad (2), comprado a su suegra y ensanchado con las casas linderas, y su residencia en Palermo de San Benito.

Establecerse en la granja fue un cambio de aire que le sentó de maravillas. La casa contaba con nueve habitaciones y un jardín, más algunas construcciones auxiliares cercanas a la principal. Al poco tiempo se instalaría en la casa una criada de nombre Mary Ann Mills, que pronto se transformaría en su mano derecha y sería la encargada de excusarlo cuando así lo prefería. También se instaló en la granja un peón de confianza al que le pagaba cuatro chelines diarios, además del carbón, para que hiciera la ronda todas las noches para evitar que sus enemigos le quemasen los ranchos. Poco a poco, Rosas empezó a sentirse a salvo sólo puertas adentro. Cada vez le costaba más salir y desconfiaba de todo y de todos.

El estado desastroso en el que encontró las tierras no lo amedrentó, sino que se le volvió un desafío. «Eran pantanos, bañados, tierra árida, bosques de malezas y con muchísimos troncos de árboles, que habiendo sido secos o cortados hacía muchos años, no habían sido sacados porque ni la leña daría el valor del trabajo, ni las tierras su renta, sin el gasto de 50 o más libras por acre», escribía Rosas sobre su flamante residencia. Con trabajo y organización, la transformó en una granja de tierras perfectas para el cultivo y el pastoreo, y con un bosque en el que podía perderse y cazar. Lo mismo que había hecho en su Palermo de San Benito, volvía a lograrlo en el destierro.

Comenzó por comprar algunos caballos, vacas, toros, ovejas y cerdos, además de gallinas, patos y pavos. También se dedicó a cultivar la tierra con sus propias manos. Era habitual verlo desde temprano con la camisa arremangada, la cabeza cana cubierta por un sombrero de paja y una energía insólita a sus setenta y tres años, trabajando la tierra como un peón más. Cuando bajaba el sol, Mary Ann lo esperaba con té y algunas masas o un budín casero, sus dulces preferidos. Se sentaba a su escritorio y dedicaba el resto del día a escribir sus cartas y sus recuerdos. Leía, releía, corregía. También se tomaba su tiempo en la lectura de diarios y periódicos que le enviaban sus amigos desde Buenos Aires. Así transcurrían los días del general en el destierro.

***

—Cálmate mujer, por Dios. Te va a hacer daño tanto enojo —le rogó Máximo a su esposa.

—No estoy enojada, es peor que eso, querido. Me siento desahuciada, no puedo creer lo que le hacen a mi padre y yo aquí, tan lejos —dijo Manuelita y soltó un suspiro interminable.

—Me parece que exageras un poco —Máximo levantó las cejas. —Estamos aquí nomás. Puedes tomarte un coche y llegarte hasta allí en un periquete.

—Mi pobre y amado Tatita privado de sus bienes, único recurso con que contaba para sostenerse y poder concluir tranquilo sus días. Deberías entender, Máximo, hasta qué punto llega el disgusto que sufre mi corazón al conocer su situación amarga.

Manuelita soltó el bordado que la había tenido ocupada durante un largo rato. Con los niños en sus habitaciones, concentrados cada uno en sus asuntos, la madre podía disponer de un tiempo para otra cosa. Desde que nacieron, su vida se había centrado en la crianza de sus hijos. Las fiestas de otros tiempos, aquella vida social tan intensa, ya no era tal. Prefería quedarse en casa, y si salía era para visitar a su padre en la granja, donde tenía varias habitaciones reservadas para ella y su familia.

Su marido la había puesto al tanto de la situación descripta por su padre y el relato la había angustiado. Hacía días que se encontraba destemplada y había llegado a un límite. Máximo sabía que era mejor dejarla hablar, desahogarse. Cuando su esposa decidía expresar su sentir, lo mejor era intervenir poco y nada, y esperar a que terminara.

—Tú sabes que la gota lo ataca con frecuencia, y si una de esas veces le llega al corazón, ¡Dios mío, tú conoces bien cuál será la consecuencia! —Manuelita se cubrió el rostro con las manos. A los pocos segundos continuó con afligida dulzura. —Entretanto, sigue ocupándose de dirigir los trabajos de la chacra, que alquila contra nuestra voluntad. Por más que dicha ocupación es una prueba de la nobleza de sus sentimientos, así sacrifica su salud. ¡No tiene edad para esos trotes!

—Pero yo no lo vi mal, Manuelita —intentó Máximo.

—Ay, querido, nosotros sabemos que a sus años ya debería estar quieto en su salita de invierno, al lado de un buen fuego, y en el verano dando paseos para tomar aire fresco con tranquilidad.

—Él me ha dicho que mientras tenga fuerza no abandonará el trabajo. —Máximo conocía de memoria la terquedad de su suegro, que su esposa había heredado.

—¡Ese es el motivo de mi doble angustia y agitación! Además de la distancia… Pero nadie me comprende en esta casa —sentenció Manuela.

Máximo se acercó a su mujer. Se sentó a su lado y la tomó de las manos. Bastó que Manuela sintiera el calor y la protección de su marido para que todo pareciera volver a su orden habitual. Muchas cosas la preocupaban, no sólo la salud de su padre. Que le hubieran iniciado un proceso criminal en Buenos Aires, cuya sentencia lo había condenado a la «pena ordinaria de muerte con calidad de aleve, entendiéndose que la indemnización de los daños y perjuicios se ha de cumplir con otros bienes que posea y que no hayan sido comprendidos en la ley de confiscación», había sido demasiado. También ella había sido damnificada por las sanciones que sus compatriotas habían aplicado contra su padre.

—Me resulta insoportable, Máximo, que se vea reducido a vivir del trabajo de sus manos, pasados ya los setenta años, víctima de la expoliación más cruel y de las ofensas incesantes con que lo siguen persiguiendo sus enemigos, mientras su país así lo permite. ¡Por quien todo lo sacrificó por ese país! —Manuelita no pudo evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas. —Si Tatita hubiera necesitado todavía justificación, su corona de gloria estaría completa. ¡Arrojado de su Patria, sometido sin chistar a su destino, fiel a sus principios, sin faltar un ápice de respeto a la autoridad, sea quien sea el que la represente, privado de su legítima fortuna, injuriado sin cesar, y entretanto, viviendo en la necesidad! Es para mí el espectáculo más indecente y flagrante en un hombre que ha tenido su estatura.

—Me gustaría ayudar más, querida. Juro que no sé cómo hacer para calmar tu pena —dijo Máximo.

—No tienes poco a tu cargo con nosotros, mi amor. Haces todo y más, no te reclamo, sólo te digo lo injusto que me parece lo que nos ha tocado vivir los últimos tiempos. Es que cada vez que pienso en la posición de Tatita sufro, y mi dolor es tanto más cruel cuanto que, despojada yo misma de cuanto es mío, no puedo serle de auxilio.

Manuelita se hundía en la desesperanza más absoluta. Pero más la indignaba que los caballeros que la habían visitado noche tras noche en su salón de Palermo, se hubieran convertido ahora en sus verdugos y en los de su padre.

—¿Cómo es posible, mi vida, que a muchos de los personajes aquellos no les cause horror las mutilaciones de las víctimas cuya piel desollada, cuyas orejas curtidas, cuyas cabezas sangrientas servían de adorno en los salones del reo? Dios sabe cómo mi corazón, sin embargo de estar tan ofendido, los perdona —Manuelita se enardecía a medida que hablaba. —¿Cómo se atreven a juzgarme? Fuera de los primeros momentos cuando llegué, jamás he vuelto a un teatro lírico o dramático, ni asistido a lugar de entretenimiento público, ni aceptado una sola invitación. Hemos tenido la resolución de no salir de nuestro retiro y la hemos cumplido.

—Nadie tiene el derecho de fustigar a nuestra familia; hablan por hablar. Déjalos, Manuela, que la vida ya se encargará de ellos. Ruines de una mezquindad superior, sus palabras dicen más de sus almas que de nosotros. Son unos pobres diablos.

Ella asintió. Su marido sabía calmarla, como siempre. Detuvo su mirada en él y agradeció en silencio estar a su lado. Desde los inicios, el amor que había sentido por ese hombre había sido de una fortaleza inusitada. Todo había atentado contra esa pasión pero que hubiera seguido adelante la hacía sentir reconfortada. Sabía que había hecho bien. A pesar de todo, a pesar de todos.

1- Moreno en la actualidad.

2- Hoy, Bolívar.