CAPÍTULO
XIII

Eugenia y sus hijos se habían instalado en la casa que su padre, al morir, les había dejado a ella y a su hermano Vicente. Había recuperado al pequeño Adrián y todos habían logrado ocupar lo que era de ellos: una modesta casita que Rosas había agrandado, comprándole el terreno contiguo. No era gran cosa, era imposible compararla con la fastuosidad que había conocido junto al padre de sus hijos, pero era suya. Ya no dependía de la caridad de los allegados. De cualquier modo, su vida aún estaba regida por la generosidad —en mayor o menor medida— que recibía desde Southampton. De tanto en tanto y cuando le era posible, Rosas le giraba algunos dividendos que le servían para subsistir y para pagar La Merced, la escuela a la que concurría la menor de sus hijas, Justina. Sin embargo, Eugenia, que ya había pasado los treinta años y que ya no tenía hijos tan pequeños, estaba en condiciones de realizar algunas labores, y lo hacía como sirvienta en algunas casas de gente pudiente.

El tiempo había transcurrido y la correspondencia entre Eugenia y Rosas no era frecuente. Muy cada tanto él le escribía alguna extensa carta, que entusiasmaba y generaba esperanzas en ella, pero después solían pasar largos meses sin tener noticias desde el otro continente. Empezó a acostumbrarse a ese silencio, que venía acompañado de una sensación de aislamiento extremo. Se sentía sola de hombre. Rosas había ocupado todos los espacios posibles desde sus trece años y no había sido fácil para ella luchar contra la huella que había dejado al irse. Tampoco lo había intentado. Pero sin darse cuenta, los gestos, la mano áspera de Rosas sobre su piel suave, las tomadas tensas contra el barral de hierro de la cama de su dueño habían comenzado a desvaírse en su memoria, hasta el borrón completo. Ya ni recordaba la sensación de totalidad que sentía cuando lo escuchaba decir «mi mancebita es agraciada, morena, vivaz y sensual; es una odalisca criolla». ¿Habría muerto y no se daba por enterada? Rosas había sido como un padre para ella. Le debía la vida, había aprendido todo a su lado, pero aquella pleitesía eterna, ese temor reconcentrado y la gratitud servil ya no dirigían sus pasos.

Su cuerpo había vuelto a vibrar. Estaba más vivo que nunca. Había conocido a un hombre y se había atrevido a abrir todos los cerrojos que la habían mantenido alejada de los placeres de la carne. Oliverio, un cochero, había insistido, esperado, avanzado cuando lo había considerado pertinente, y la había ganado. Eugenia le había encontrado el gusto a sus requiebros y se había dejado acompañar. Ahora tenía alguien con quien hablar, alguien a quien confesarle sus miedos, alguien que podía escoltar sus silencios, que eran muchos.

Una tarde de sábado, Eugenia había salido a pasear con su festejante. Oliverio la había convidado a dar una vuelta en coche y ella había aceptado gustosa. Con el crepúsculo mordiéndoles los talones, emprendieron el regreso. El joven detuvo el carro, descendió de un salto y la ayudó a descender como un caballero. Ella sonrió feliz, se dejó cortejar y se despidió con una timidez fingida. Abrió la puerta de su casa y desde allí lo saludó con la mano. Pero al entrar, sintió de inmediato que algo andaba mal. Mercedes, Angelita y Nicanora la esperaban sentadas, Joaquín, de pie. La recién llegada percibió que algo pasaba, había un aire denso en la sala.

—Buenas tardes, hijos. ¿Sucedió algo en mi ausencia? —preguntó Eugenia, preocupada.

—Eso, precisamente. Tu ausencia, mamita —respondió Ángela. —La casa quedó a la buena de Dios durante horas y Adriancito volaba de temperatura.

Eugenia se quitó el abrigo en un santiamén y se dirigió hacia la habitación de los varones, pero sus hijos la interceptaron y la regresaron a la pequeña sala.

—Ya está bien, nos ocupamos cuando lo necesitaba. Ahora queremos hablarte de algo —dijo Mercedes, la mayor.

—¿Qué pasa, hijos?

—Sabemos que andas con ese cochero, mamita. ¿Por qué le haces eso a nuestro padre? —interrumpió Nicanora con un dejo de indignación.

—Pero ¿cómo se atreven a juzgarme? Manga de desagradecidos. Claro que le debo todo a Rosas, ¿pero alguno de ustedes tiene la más remota idea de lo que es no saber si ese hombre era el amor de mi vida, mi patrón o mi verdugo? ¿Sabe alguno de ustedes, por casualidad, lo que es ser tomada por la fuerza y tener que ocultar la carne herida, y al segundo siguiente perderme en su abrazo de amante paternal? La boca se les haga a un lado, atrevidos. ¿Tienen idea lo que fue mi vida, lo que asesiné adentro mío para cuidar de ustedes en su ausencia? —El tono de voz de Eugenia iba creciendo.

—No queremos hacerte enojar, mamá. Pero aún recibimos ayuda desde Southampton, Rosas aún te quiere —dijo Mercedes, conmovida por los dichos de su madre.

—Oliverio me quiere, no Rosas. Nos dejó aquí tirados, en la indigencia, solos y desamparados. Y tampoco los quiere a ustedes, no se hagan ilusiones. ¿O se olvidan que nunca les permitió que le dijeran Tata, como sí lo hacían sus verdaderos hijos? Ustedes son sus matungos y nada más. ¿No se reía cuando iban, chiquitos, y le gritaban «viejo de porquería? Así le importaba: nada de nada.

Eugenia abandonó su cuerpo sobre una silla, exhausta, con la respiración agitada. No se reconocía. No entendía de dónde había sacado la fuerza para soltar todas esas verdades contenidas frente a sus hijos. Las manos le temblaban, las sienes le latían sin cesar. Joaquín se acercó a su madre y le apoyó la mano en el hombro.

—Mi chileno, ¿cómo me tratan así? ¿Acaso me acusan de puta? ¿Eso creen de su madre? —y lo miró con ojos inquisidores. Era tan parecido a Rosas que le impresionaba.

—No, mamita, no es eso. Pero no queremos que te hagan sufrir. ¿Estás segura de que ese hombre te quiere bien?

—¿Quién puede asegurar nada en esta vida, m’hijo? Pero es la primera vez que un hombre me trata bien, como a una igual. ¡Qué sé yo lo que le pasa dentro de su corazón!

—Por suerte Emilio se fue a la guerra. Ese es el más celoso, hubiera puesto el grito en el cielo —dijo Joaquín con una sonrisa, buscando romper la tensión.

Emilio, el tercero de los hijos de Eugenia, había partido rumbo a la Guerra del Paraguay. La madre había llorado ese nuevo abandono, pero sabía que su hijo emulaba al padre y sentía que marchar al campo de batalla era algo que le debía.

—Soldadito, tú no me vas a juzgar, ¿o sí? —le preguntó a Ángela.

Ésta miró hacia abajo, igual que cuando tenía seis años, aunque ya pasaba los veinticinco.

—No, mamita. Pero tú sabes que yo lo quiero al Tata, y él me quiere a mí —murmuró Angelita.

—Sí, mi querida —Eugenia estiró el brazo y le reclamó la mano a su hija. Angelita se la dio y así permanecieron durante un buen rato. A pesar de sus palabras, la culpa torturaba a Eugenia. Sentía que algo estaba haciendo mal al traicionar a Rosas, pero la soledad era una compañera ponzoñosa. La había ido carcomiendo hasta que un día sintió la podredumbre adentro. Como cualquier mujer, merecía las caricias de un hombre, una mano fuerte que la contuviera, alguien que la entendiera de una buena vez.

***

Junto a sus hijos, Manuela subió al carruaje que le había enviado su padre desde Swaythling. Había decidido que celebrarían el cumpleaños de Manuelito primero y luego el suyo propio en la chacra de Rosas. El niño cumplía diez años el 20 de mayo y ella, cuarenta y nueve. Su marido llegaría recién para la celebración, una vez que se desocupara de sus quehaceres.

Llegaron al mediodía a la chacra. Apenas cruzaron la tranquera, Rosas supo que su hija estaba al llegar. El caserón estaba algo alejado de la entrada pero su oído de hombre de campo seguía tan ejercitado como cuando era joven. Parecía un animal de caza, como si oliera a su hija en el aire. Manuelita y los críos descendieron del coche y en la puerta aguardaban Rosas y Mary Ann.

—¡Hijita mía! Por fin, ya me estaba preocupando —dijo Juan Manuel y abrió los brazos para recibirla.

—Mi Tatita, cómo lo extrañaba —Manuela besó a su padre en ambas mejillas y lo miró de arriba abajo. —Pero qué bien lo veo, parece un mozo de cuadra. Saluden a su abuelo, niños.

Manuelito y Rodrigo se acercaron a Rosas con paso corto. Admiraban a su abuelo, aunque lo conocían más por los dichos de su madre que por compartir tiempo con él. También les inspiraba algo de miedo. Esa mirada azul penetrante, el carácter recio, los ataques de furia. El hombre no era fácil y le gustaba abonar el mito frente a sus nietos.

—A ver, Joseph y Baldomero, han crecido estos inglesitos —dijo, y les revolvió las cabezas.

—Me han torturado durante todo el viaje con las ganas que tenían de verte. Y se venían peleando a ver quién montaría a poor (1) Peggy primero.

—Vamos adentro, que la pobre Mary Ann se ha pasado toda la mañana entre ollas y cucharones, cocinando para ustedes. Háganle los honores —dijo Rosas y mandó al peón a que se hiciera cargo del equipaje.

Almorzaron los cuatro juntos y los pequeños dominaron la mesa con sus picardías. Manuelito, que sería agasajado al día siguiente, hablaba hasta por los codos, mientras su hermano asentía. Rodrigo lo veneraba e intentaba copiarlo en todo lo que hacía.

Rosas había ordenado que les prepararan los caballos para después del almuerzo. Peggy estaba lista para ser compartida por los Terrero y dos de las mejores yeguas habían sido preparadas para Manuelita y para él. Los más pequeños quedaron bajo el cuidado de Mary Ann, y Juan Manuel y Manuelita montaron sus cabalgaduras con la habilidad de siempre. Como si los años no hubieran pasado, apretaron las panzas con los estribos y salieron a galope vivo, igual de aguerridos que tres décadas atrás. Manuelita se reía como loca, parecía aquella jovencita que disfrutaba de los paseos junto a su padre en los tiempos de bonanza. Rosas la seguía de cerca. Pese a la edad de ambos, mantenía el mismo afán por controlar el estilo de su hija al montar. Lo había heredado de su madre y él se lo había pasado a la hija. El linaje ecuestre se mantenía en la sangre de los Rosas.

Aminoraron la marcha y se pusieron uno al lado del otro. Siempre les había gustado perderse en charlas interminables montados a caballo, lejos de testigos impertinentes.

—Qué lástima que no pude venir a celebrar el aniversario de su nacimiento, Tatita. Había decidido venirme a pasar el día a su lado con los inglesitos, pero después, Máximo no creyó prudente que viajara en Viernes Santo. Es un día de tumulto en los trenes y podía sobrevenir algún accidente, como tantas veces ha sucedido ese día. Y como él no podía viajar, no se animó a dejarme venir —explicó Manuelita con pesar.

—Puedo entender los motivos de Máximo. Pero me hubiera gustado celebrar junto a mi hija querida.

—Te he traído unas limas dulces para que me perdones. Es la primera vez que las veo en Inglaterra y recordé lo que te gustaban en Buenos Aires.

Rosas le sonrió. Le encantaba que su hija le trajera delicias desde Londres.

—¿Y Máximo cuándo viene? —le preguntó.

—El mismo 24, Tata. Está ocupado todo el tiempo.

—Está muy bien que trabaje y que gane dinero para cuidarte como corresponde —La mirada de Juan Manuel se enturbió. Secretamente, su hija y él seguían esperando que algún día les devolvieran lo que consideraban que les pertenecía.

—Estuvo triste, mi Máximo. La pérdida de su padre lo ha tumbado fiero, Tatita.

—Mi amigo fiel, mi leal Juan Nepomuceno… Tanto intentó y tan poco pudo lograr. Tal vez murió de pena, pobre Juan, en ese país arrumbado e intermitente. Me hubiera gustado tanto despedirme de él, hijita.

—Lo entiendo tanto, Tata. Estamos tan lejos de todos, pero la tenemos a la querida Pepa allá. Qué mujer valiente, ¿no es cierto? Hace años que insiste y nada ni nadie la amedrenta.

—Parece una de las nuestras —Rosas largó una carcajada. —Dios quiera que esa guerra en la que andan envueltos no la doblegue.

Hacía dos años que la Argentina había entrado en guerra contra el Paraguay. El 12 de octubre de 1862, Bartolomé Mitre había asumido la presidencia de la Nación, pero poco antes de la asunción, una ley sancionada por el Congreso había dispuesto la federalización de la provincia de Buenos Aires, que había sido rechazada por la Legislatura porteña. La cuestión de la capital —un asunto que regresaba una y otra vez— había causado la división del partido gobernante en dos: el Partido Nacional liderado por Mitre y el Partido Autonomista comandado por Adolfo Alsina. En 1865, Alsina había sido elegido gobernador de la provincia de Buenos Aires.

Y así como Mitre creía que debía exportar el liberalismo al resto de las provincias, también creyó fundamental hacerlo en los países vecinos. El Ejército Argentino no estaba preparado para la guerra; sin embargo, eso no amedrentó a Mitre, que emprendió batalla.

—A quien sí ha atravesado esa contienda es a María Eugenia, Tata. Lo último que supe es que Emilio ha partido a la guerra.

Rosas se quedó mudo. Sabía muy bien lo que sucedía en Buenos Aires. El intercambio epistolar con Pepa Gómez era continuo. Entre sus hijos, con la única que se escribía de tanto en tanto era con Soldadito, que le daba las novedades. Desde hacía bastante que no tenía ninguna noticia y Rosas presentía lo peor.

Continuaron la marcha al paso hasta llegar a la casa. La tarde transcurrió sin sobresaltos, entre juegos de mesa y lectura. Como cada vez que iban de visita, dos habitaciones habían sido preparadas especialmente para Manuelita y sus hijos. Luego de la comida hubo que obligar a Manuelito y a Rodrigo a que fueran a acostarse; la excitación de la visita era enorme y los chicos querían seguir de juerga. A la mañana siguiente, al alba, saltaron de la cama. El festejo por el décimo cumpleaños de Manuel empezó temprano y duró todo el día. El abuelo le regaló uno de sus rebenques y eso fue suficiente como para que el niño no lo soltara más.

El 24 a la noche llegó Máximo. Manuelita lo esperaba con ansiedad para celebrar su cumpleaños. Apenas franqueó la puerta y se quitó el sombrero y la casaca, los niños lo llevaron hasta la mesa, preparada con la vajilla y las exquisiteces para el festejo. Del bolsillo del chaleco sacó una pequeña caja y se la dio a su mujer, que ya ocupaba la cabecera. Manuelita la abrió con ansiedad y dio un alarido de alegría al ver, sobre el almohadoncito de raso, un par de aretes de plata y piedras.

A la mañana siguiente todos se levantaron temprano. Manuelita, cada vez que visitaba a su padre, aprovechaba los días de campo con un gran entusiasmo. Su vida en Londres la obligaba a una rutina más sedentaria, aunque cada vez que podía salía a caminar por las calles. Era capaz de hacerlo durante horas. Los domingos siempre iba a pie hasta la iglesia donde se ofrecía misa. Pero el tiempo que pasaba en la chacra lo aprovechaba al máximo para realizar toda clase de actividades al aire libre. Su favorita, sin duda, era la cabalgata diaria junto a su padre.

Pero, con la llegada de Máximo, su pasatiempo se había complicado. Su marido no la dejaba montar cualquier caballo, sobre todo porque los elegidos por ella a su juicio siempre eran los más mañeros. Máximo temía que sufriera una rodada. Así empezaba una guerra sorda entre suegro y yerno, uno intentando cuidar la integridad de su mujer y el otro avivando el gen temerario familiar.

Los Terrero permanecieron una semana en la granja, hasta que llegó el momento de tomar el tren de regreso. Ya a bordo, Manuelita sintió nostalgia. Le pareció que la estadía junto a su padre había sido demasiado corta, un suspiro. Necesitaba aún más de la compañía de su Tata.

***

En septiembre de 1866, Rosas le envió una carta a Pepa Gómez anunciándole la decisión que había tomado: quería hacer unos pedidos de dinero a algunos allegados suyos. Su amiga lo aprobaba e incluso lo alentaba a que los hiciera. Rosas le escribió a la viuda del general Quiroga, a los Ezcurra y algunos otros para comunicarles que precisaba mil libras anuales para vivir. Pero no las quería de regalo sino como un préstamo a interés, que fijó en un tres por ciento. Las cartas impresionaron bastante en Buenos Aires, sobre todo a los Ezcurra, su familia política. Una de las hermanas de Encarnación había leído con sumo pesar las palabras de Rosas sobre el «penoso malestar en un país extranjero, sin amigos, en la soledad de su destino ingrato y prisión del pensamiento»; sobre su trabajo de jornalero «en un clima severamente destemplado, variable y frío»; sobre «su amistad con los padres de ella, el recuerdo de Encarnación, los servicios que hizo a la familia Ezcurra y lo triste que sería para ella y para él, que no figurase en la lista de los que lo auxilian».

La correspondencia surtió efecto y Rosas no tardó en recibir respuestas y fondos. Sin embargo, fuera de la viuda de Quiroga y los Ezcurra, fueron pocos los contribuyentes. Aunque no emitiera palabra, Rosas se preguntaba dónde estaban Felipe Arana, Eduardo Lahitte, los generales Pinedo y Pacheco, los Anchorena y la larga lista de los beneficiados durante sus gobiernos.

Pero algo se agregaba al malestar de Rosas. Desde hacía un tiempo, la gota había empezado a perturbarlo de forma constante. En agosto de ese año, el dolor se volvió tan intenso que Manuelita debió viajar a cuidarlo. Sin embargo, su padre le hacía frente a la enfermedad con estoicismo y cuando ésta no se hacía demasiado evidente, montaba a caballo como si tal cosa.

Sin motivo aparente, de un día para el otro Urquiza dejó de enviarle la anualidad. ¿Sería porque se había enterado de que recibía dinero de otras personas? Rosas no supo las razones, pero debió restar un monto considerable a la suma que necesitaba para vivir.

Al año siguiente fue aún peor. Más pobreza y más soledad para Juan Manuel de Rosas. Manuelita lo ayudaba como podía, pero ella también sufría necesidades. Por si fuera poco, llegaron malas noticias de Buenos Aires: su hermana Andrea había fallecido el 27 de febrero de 1868. Como si un sino tenebroso se cerniera sobre ellos, las muertes se sucedieron en tropel: primero fue uno de sus cuñados, luego el que había sido jefe de policía de su gobierno y, en abril de 1870, el asesinato de Justo José de Urquiza. Pero lo peor estaba por llegar: el 3 de julio de ese año falleció su hijo Juan Bautista. Manuelita viajó en cuanto pudo a acompañar a su padre, con las dificultades del caso: aparte de las carencias económicas de las que era víctima hacía un tiempo, debía cuidar de su marido, que también se encontraba mal de salud.

Debilitado por la enfermedad y entristecido por la muerte de su hijo, Rosas hablaba poco. Pero la compañía de su Niña calmaba su desazón. Se sentaban juntos en la sala y se acompañaban en silencio. «Mi viejito está bueno, a pesar de la maldita gota que ataca sus dedos», rumiaba mientras miraba con ternura esas manos que tanta rienda habían sujetado, que tanta fuerza y poder habían tenido.

1- Pobre en inglés. Manuelita mezclaba, de tanto en tanto, palabras en inglés cuando hablaba con su padre.