Suma
La vida de Genji se había convertido en una cadena de reveses y sinsabores. Si continuaba fingiendo que no pasaba nada, podía acabar ocurriendo lo peor, de manera que pensó en la costa de Suma:208 se decía que gente principal había estado viviendo allí, pero que ahora la había abandonado y sólo quedaban unas cuantas cabañas de unos pocos pescadores y fabricantes de sal. Pero si se decidía a partir, ¿sería capaz de quitarse los asuntos de la corte de la cabeza? Y, sin embargo, la alternativa —quedarse en la capital— parecía peor aún. El príncipe, con veintiséis años cumplidos, se debatía en un mar de dudas.
Bastaba con que pasara dos días sin ver a Murasaki para que se sintiera el más desgraciado de los hombres y otro tanto le ocurría a ella. Llegó a pensar en llevársela consigo, pero los rigores que cabía esperar de la vida en la costa de Suma, donde las únicas visitas serían las del viento y las olas, no le parecían el premio que la devoción hacia él de aquella frágil damita merecía. Tenerla a su lado aumentaría sus cuidados, aunque ella, adivinando sus pensamientos, le hizo saber que no quería que la dejara atrás, por muy dura que resultase la vida que les esperaba. Por otro lado, no sabía cuánto tiempo iba a durar su ausencia. ¿Y si no regresaba nunca más?
Y luego estaba Hanachirusato: no la visitaba con frecuencia, pero le constaba que era su único protector y que, si partía, se sentiría muy sola e insegura. En cuanto a Fujitsubo, aunque seguía viviendo pendiente de los rumores que le llegaban, le seguía escribiendo. Genji lo hallaba amargamente irónico, porque nunca antes le había pagado su amor arrebatado como él hubiese deseado, pero ambos habían compartido muchas penas y ello había creado un vínculo indestructible entre ellos.
Abandonó la capital a finales del tercer mes llevando consigo solamente siete u ocho servidores. No lo anunció, procurando que su partida pasara lo más desapercibida posible. No obstante, escribió cartas a varias personas respecto de las cuales se consideraba con el deber de informarles de un acto de tanta trascendencia. Estoy segura de que esas cartas contenían pasajes que apenaron el corazón de muchas damas, pero, apenada también yo por otros motivos, no he tenido acceso a ellas ni puedo reproducirlas.
Dos días antes de su partida visitó a su suegro: su coche, humilde y de madera de ciprés, parecía el de una mujer. Los aposentos que ocupara su difunta esposa ofrecían un aspecto tristísimo. Al presentarse inesperadamente, el ama del niño y las demás mujeres que le atendían salieron a contemplarlo por última vez. Incluso las de menos luces se sintieron profundamente afectadas al comprobar la impermanencia de todo lo humano. Yugiri era muy hermoso y no paraba de hacer ruido.
—Ha sido una separación muy larga… —dijo el joven padre—. Me sorprende que no me haya olvidado.
Y se puso el niño encima de las rodillas. Parecía a punto de echarse a llorar cuando llegó su suegro, el ministro:
—Me consta que has pasado mucho tiempo en tu casa con poco que hacer y más de una vez he pensado en irte a visitar para conversar contigo. Ya sabes que, cuando empiezo a hablar, me cuesta mucho detenerme. Pero continuamente me recuerdan que estoy enfermo, de modo que me he mantenido al margen de la corte y he renunciado a todos mis puestos. Me criticarían si forzara mis pobres piernas para mi placer. Por otra parte, me indignan las acusaciones falsas. Hubiese preferido que el mundo acabara antes que contemplar todo eso, porque no atisbo ni un rayo de luz en las tinieblas que nos envuelven.
—Tenemos que soportar los sinsabores que nos hemos ganado en vidas pasadas —repuso Genji—. Lo sucedido es el resultado de mis propias faltas en esta vida o en otras. Aunque he perdido el favor de la corte, hasta ahora no he sido privado de ninguno de mis cargos, de modo que el odio que sienten contra mí tampoco debe de ser tan grande. Pero cuando alguien ha perdido claramente la confianza de los que gobiernan, no parece correcto que siga mostrándose públicamente como si nada ocurriera. El castigo del exilio sólo está reservado a los que han cometido faltas muy graves. En cuanto a mí, tengo la conciencia tranquila, pero me parece muy peligroso quedarme aquí y esperar acontecimientos. De modo que he preferido abandonar la capital voluntariamente para evitar posibles humillaciones.
A continuación reveló al ministro una serie de detalles sobre su huida. El anciano le respondió evocando un sinfín de recuerdos, en particular relacionados con el emperador difunto, hasta que ambos acabaron con los ojos húmedos. Mientras tanto, el niño correteaba y jugaba por la estancia. El ministro prosiguió:
—Aunque la muerte de mi hija fue un golpe del que no me recobraré jamás, ahora me alegro de que no haya vivido para ver estos días terribles. ¡Cuánto hubiese sufrido con esa pesadilla! Pero lo que más lamento es que vuestro hijo se quede aquí, rodeado de viejos, y que durante meses o incluso años no puedas abrazarlo ni besarlo… Tal como has dicho, hasta hoy el exilio ha sido siempre un castigo reservado a crímenes muy graves, aunque tanto en China como en Japón no han faltado casos de inocentes condenados a exiliarse por culpa de calumnias de enemigos sin escrúpulos. Si te han amenazado con el exilio, no entiendo por qué…
Entonces se presentó To no Chujo y bebieron hasta muy tarde. Genji fue invitado a pasar la noche en la casa. Cuando estuvo solo, hizo llamar a las mujeres que habían servido a Aoi para conversar con ellas. Chunagon, su favorita, no abrió la boca de la pena que sentía, y él hizo cuanto pudo por consolarla, reteniéndola a su lado toda la noche. No era la primera vez. Al apuntar la aurora se levantó: la luna, medio borrada del cielo, lucía más bella que nunca y, aunque los cerezos en flor ya no se hallaban en su apogeo, la luz que se colaba entre sus ramas había inundado el jardín de plata. Una bruma matinal —más triste que la del otoño— lo envolvía todo, y mientras Genji contemplaba el jardín apoyado en un pilar de la galería, Chunagon le esperaba en la puerta para verlo partir.
—Me pregunto cuándo podremos volver a vernos —dijo Genji, y se le hizo un nudo en la garganta—. Nunca soñé que eso ocurriría, y confieso que me he olvidado de ti en unos días en que me hubiese resultado muy fácil venir a verte.
Chunagon lloraba en silencio. Entonces se presentó Saisho, el ama de Yugiri, con un mensaje de despedida de la princesa Omiya, en el que se excusaba por su mala salud. A la vista de la carta, Genji improvisó para sí:
Allí en la costa me esperan
los hornos en que se quema la sal.
¿Me recordará su humo
el que se elevó sobre la llanura de Toribe? 209
—Siempre he odiado la palabra «adiós» —dijo Saisho, y su dolor parecía sincero—, pero nuestro «adiós» de hoy no se parece al de otros días.
Genji dijo, respondiendo a Omiya:
—Tenía mucho que contarle, y quisiera que entendiera cuáles fueron las razones de mi silencio. Ver al pequeño durmiendo sólo me pondría las cosas más difíciles, de manera que partiré sin demora.
Las damas, ocultas tras las cortinas, lo vieron marchar. La belleza y gracia de su actitud, que el dolor aumentaba, a la luz de la luna que empezaba a fundirse, hubiesen hecho llorar a un lobo o a un tigre. Nada tiene de extraño, pues, que las que le habían conocido desde muy joven se sintieran muy conmocionadas al ver la transformación que había sufrido.
La princesa Omiya improvisó:
—La distancia entre tú y ella
va a crecer más aún,
pues ni siquiera te será dado ver
el cielo que recibiera su humo.
Y, al oírla, todas las mujeres de la casa lloraron desconsoladamente.
Cuando Genji regresó a su mansión de Nijo, la luna brillaba todavía en un rincón del cielo, y a su luz rojiza la hermosura del príncipe resplandecía de tal manera que hubiese derretido los corazones de tigres, lobos y demonios del infierno. Todas las mujeres de la casa estaban en pie para verlo marchar. En cuanto a los hombres, sólo habían acudido los que iban a acompañarlo, pues los funcionarios de la corte habían sido amenazados, de manera que los patios, tan llenos de aduladores en otros tiempos, estaban vacíos. El polvo y las telarañas cubrían las mesas que se utilizaban para obsequiar a los huéspedes, ahora arrinconadas.
Genji se dirigió al ala que ocupaba Murasaki. La muchacha había estado toda la noche en vela sin ni siquiera cerrar las persianas. Los niños que la atendían estaban durmiendo en la galería y, al oírle llegar, se pusieron en pie de prisa, bostezando y restregándose los ojos. Le contó su visita al ministro de la izquierda.
—Siento haberte dejado sola la noche pasada —añadió—. Todo se alargó más de la cuenta y, cuando hubiese podido regresar, ya no valía la pena. Seguro que pensaste lo peor. Sé que nos queda muy poco tiempo y detesto alejarme de ti, pero mi partida de la corte me impone una serie de obligaciones y no puedo hacer lo que realmente deseo. Hay personas a las que presumiblemente ya no veré nunca más y de las que me he de despedir para no parecer un maleducado…
—Es tu partida lo que me destroza —dijo Murasaki—. Lo demás no tiene ninguna importancia.
Genji sabía que nadie lloraba y temía tanto la separación como ella. Desde su más tierna infancia había sido la persona que más cerca había tenido, mucho más que a su padre, que ahora seguía los dictados del poder y no manifestaba simpatía alguna por su esposo. Desde que Genji había caído en desgracia, el príncipe Hyobu había dejado de escribirle y de interesarse por ella. Murasaki estaba avergonzada y se había jurado dejarse morir antes que acudir a él a pedirle nada. Alguien le contó que su madrastra solía decir de ella cosas así:
—¡He aquí las consecuencias de querer triunfar de prisa y a toda costa! Tuvo un golpe de suerte, pero ahora todo se le ha ido al garete. Es como para echarse a temblar. Poco a poco, todos los que medraban a su alrededor la acabarán abandonando…
Genji le dijo para consolarla:
—Si pasan los años y sigo exiliado, vendré a buscarte y te llevaré a mi cueva entre las rocas,210 pero no nos precipitemos. Aquellos a quienes el gobierno persigue deben arrastrarse tristemente en la oscuridad, y si procuran buscarse una vida agradable, están muy mal vistos. No tengo nada de qué acusarme y mi infortunio se debe seguramente a alguna falta cometida en una vida anterior, pero si hiciera algo tan cruel como llevarte conmigo, el destino no me lo perdonaría.
Al fin se acostó y durmió hasta el mediodía. Por la tarde fueron a verlo To no Chujo y su hermanastro Hotaru. Los recibió vestido con sencillez: llevaba una túnica de seda sin estampados ni divisas, pero aquella indumentaria informal le sentaba muy bien.
Mientras se peinaba los cabellos, su esposa notó que la pérdida de peso había incrementado su belleza.
—Estoy en la piel y los huesos —dijo a Murasaki, que estaba sentada junto a él con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Realmente estoy tan delgado como el espejo me muestra? Siento pena de mí mismo.
Ahora debo partir muy lejos,
pero en este espejo
una imagen de mí mismo
permanecerá siempre a tu lado.
Y ella respondió:
—Si al separarnos
queda aquí tu imagen,
algo tendré de ti
que me consolará en mi pena.
Genji hubo de reconocer que era única, y esta revelación le partió el alma. Hotaru le hizo compañía y se fue por la noche. Al día siguiente Genji hizo una última visita a Hanachirusato, y, al contemplar una vez más su mansión desolada, se preguntó si la cueva entre las rocas que lo estaba esperando en Suma no sería algo parecido. Una vez más el canto del gallo les sorprendió hablando de tiempos pasados. La luna, a punto de borrarse del cielo, se reflejaba aún en las mangas de color púrpura oscuro empapadas en llanto de la dama. Recitó:
—Estrechas son mis mangas211
en las que se refleja la luna,
pero quisiera retener en ellas
todo el resplandor que amo.
Al despedirse, Genji trató de consolarla con otro poema:
—Con el paso de los días, la luna volverá a brillar
sobre esta casa.
Mientras, procura no mirar las nubes
que ahora la ocultan.
»Yo también estoy muy triste, porque lágrimas de incertidumbre212 oscurecen mi corazón.
Y se marchó cuando el día empezaba a aclararse.
Puso sus asuntos en orden confiándolos a servidores que habían permanecido leales a él a pesar de su caída en desgracia, y eligió a siete para que lo acompañaran a Suma. Se llevó lo estrictamente necesario para una vida campestre sin olvidar un cofre con una selección de las obras de Po Chu-I y otros poetas y un koto de siete cuerdas. Evitó introducir en su equipaje nada que pudiera parecer demasiado ostentoso. Ordenó que todas las mujeres de la casa fuesen a vivir en el ala de Murasaki y le confió cuantos documentos proclamaban sus derechos sobre granjas y pastos distribuidos por todo el país. Sabedor de los méritos de Shonagon, puso en sus manos la administración de sus almacenes y graneros, y le asignó un par de asistentes para que le facilitasen la tarea. Como en los últimos tiempos se había mostrado un tanto seco con sus propias criadas, las reunió y les dijo:
—Me temo que os aburriréis un poco mientras esté fuera, pero volveremos a vernos si todos vivimos lo suficiente. Poneos a disposición de la señora de la casa y todo os irá bien…
Antes de partir envió regalos elegantes y provisiones al ama de Yugiri y a las mujeres que le servían, y también a Hanachirusato, la dama de los naranjos en flor. No dejó de escribir a Oborozukiyo y lo hizo en estos términos:
Sé que no tengo derecho a esperar una carta tuya, pero no me siento capaz de describir el dolor que supone para mí abandonar este mundo sin saber cuándo podré regresar.
El torrente lleno de reproches
de tus lágrimas
me ha arrastrado
al océano del exilio y de la desgracia.
El único crimen que no puedo negar es el de seguir recordando.
No escribió más por temor a que su carta fuese interceptada. Ella le respondió (y el dolor no había estropeado su espléndida caligrafía):
Antes de que me alcance
la marea del gozo de tu regreso,
me habré fundido para siempre
como la espuma en un río de llanto.
La noche anterior a su partida fue a visitar la tumba de su padre, pero antes pasó a despedirse de Fujitsubo. La monja lo recibió en persona y le confió sus preocupaciones en relación con el heredero aparente. Seguía tan digna y hermosa como siempre, y él estuvo a punto de referirse a viejos resentimientos, pero no lo hizo. En las presentes circunstancias, ¿qué sentido hubiese tenido agravar la inquietud de la dama? Se limitó a decir (y parecía una observación razonable):
—Sólo puedo pensar en una ofensa susceptible de hacerme acreedor de este triste castigo, y por culpa de ella hace años que tiemblo ante los cielos. Lo cierto es que no me importaría nada morir mañana mismo, pero deseo fervientemente que el heredero tenga un reinado largo y feliz.
Fujitsubo le escuchaba en silencio, procurando controlarse, y él le dijo que se dirigía a la tumba real y le preguntó si tenía algún mensaje para el ex emperador. Ella dijo:
—Serví a uno que ya se fue;
ahora debe partir el otro.
Cuando dejé el mundo atrás,
no dije adiós a mis penas.
Y Genji repuso:
—Cuando él partió,
descubrí qué cimas puede alcanzar el dolor.
Pero las penas de esta vida
no han hecho sino aumentar desde entonces.
La luna había aparecido y se había borrado del cielo, y el príncipe se puso en marcha con seis o siete hombres de poca categoría, pero incondicionalmente leales a su persona. Genji cabalgaba como los demás. ¡Qué distinto de los cortejos a los que estaba acostumbrado! Entre sus acompañantes el más abatido era Ukon, que había formado parte de su escolta durante el espléndido desfile del festival del Kamo unos años atrás. Desde aquel día había confiado en que se vería elevado de rango, pero los años fueron pasando y no se le tuvo en cuenta hasta que se le borró definitivamente de las listas. Recordando aquel día inolvidable, en cuanto avistaron el santuario inferior del Kamo, desmontó, tomó la brida del caballo de Genji y recitó:
—Nuestras cabezas estaban coronadas de acebo
y yo guiaba tu caballo.
Y ahora, en este mismo lugar,
me consume la amargura.
Sí, el recuerdo debió de ser muy doloroso, pues aquel joven había sido el de más mérito y apostura entre todos los que formaban el cortejo del príncipe resplandeciente. Genji también desmontó, se inclinó en dirección al santuario y recitó:
—Abandono este mundo de sombras
y dolores, pero dejo mi nombre
en manos del dios
que imparte justicia.
El oficial de la guardia que le acompañaba lo miró lleno de admiración. En cuanto estuvo delante de la tumba de su padre, tuvo la impresión de que el difunto lo estaba contemplando sentado en su trono como en los días de su máximo esplendor. ¿Qué queda del poder y de la posición cuando el poderoso ha abandonado el mundo? Llorando, le contó en silencio su historia, pero no obtuvo respuesta ni juicio alguno. ¿De qué habían servido los consejos y advertencias que diera a los suyos antes de morir? Una hierba muy alta se había apoderado del sendero que conducía al sepulcro, y, al pisarla, su calzado quedó empapado de rocío. Las nubes ocultaban la luna, y el bosque, extendiéndose a ambos lados del camino, parecía amenazarlo con su oscuridad. Cuando se inclinó de nuevo para despedirse, un escalofrío le recorrió la espalda. Una vez más le pareció entrever la imagen de su padre y recitó:
—¿Qué estará contemplando su sombra al mirarme?
Levanto los ojos al cielo
y la luna, como su rostro amado, se desvanece
detrás de las nubes.
Regresó a Nijo al amanecer y envió un último mensaje al heredero aparente. Ató a la carta una rama de cerezo que había perdido las flores, y la dirigió a Omyobu, que se encargaba de su hijo por orden de Fujitsubo. Decía así:
Hoy debo partir. Siento profundamente que no podré volveros a ver. Imagina mis sentimientos y comunícaselos al príncipe.
¿Cuándo podré, pobre de mí,
rústico proscrito harapiento,
volver a ver los árboles floridos
de la capital en primavera?
Para su sorpresa, Genji recibió una respuesta, aunque no supo decidir quién era su autor: ¿Omyobu? ¿El niño? ¿Fujitsubo quizás?
Las flores se mustian deprisa.
Pero tú, primavera,
regresa pronto a bendecir
la ciudad con tus flores.
La partida de Genji afectó mucho a cuantos se movían a su alrededor. En Nijo todos —sí, hasta la última fregona, que nunca se atrevió a soñar que el príncipe le dirigía la palabra y se hubiese sentido muy feliz con una sonrisa casual— lamentaban profundamente su partida: sin él la vida les parecía incierta y triste como la bruma del invierno. También el país sentía profundamente su caída en desgracia. Desde que tenía siete años había gozado del privilegio de entrar y salir a su gusto de los aposentos imperiales. Cuanto pedía le era concedido de inmediato, y eran muy pocos los que no le debían algún favor cuando no el cargo mismo que ocupaban. Y, sin embargo, tanto temían al gobierno y a sus implacables métodos represivos que muy pocos se atrevieron a dejarse ver en las puertas de la mansión de Nijo. En todas partes se oían tímidas expresiones de condolencia, más musitadas que proclamadas, pero la mayor parte de los cortesanos guardaban para sí el dolor que la partida de Genji les causaba, y evitaban criticar a nadie. ¿Qué ganas de indisponerse con el poder o arriesgar el cargo cuando el único que podía defenderlos estaba a punto de desaparecer tal vez para siempre? Aunque hacía tiempo que tenía conciencia de la crueldad del mundo, el príncipe se sintió profundamente decepcionado.
Pasó el último día tranquilamente junto a Murasaki en su palacio. Había decidido partir después de medianoche. La dama apenas lo reconoció al verlo levantado ante ella y vestido con sencillas ropas de viaje.
—La luna está saliendo —le dijo—. Sal a despedirme por favor. Sé que pensaré en un montón de cosas que hubiese querido decirte y no dije, pero ya te escribiré.
Levantó las persianas y la invitó a salir a la galería. Murasaki obedeció, haciendo un gran esfuerzo por no llorar. Resultaba preciosa a la luz de la luna y Genji se preguntó qué clase de hogar sería en el futuro para ella aquella ciudad, la más inhóspita de todas después de su partida. Pero no le dijo lo que pensaba para no entristecerla más aún. Fingiendo bromear, recitó:
—Nosotros que tantas veces nos juramos
que sólo la muerte nos separaría,
somos testigos de que la vida
ha cancelado nuestras promesas.
»¡Qué necios éramos! Y ella respondió:
—Daría mi triste vida
sin dudarlo un instante
por posponer unos momentos
el instante de la separación.
Genji no dudaba de su sinceridad, pero tenía que dejarla porque no quería que la ciudad entera fuese testigo de su partida. Su rostro le acompañó todo el día y subió a la embarcación que había de transportarlo a Suma con el corazón destrozado. Le tocó un día hermoso de primavera y el viento sopló a su favor, de modo que arribó a la costa en que había de vivir a la hora del Mono.213 No había hecho nunca un viaje parecido a aquél, y todo lo que pudo contemplar a lo largo del recorrido le pareció nuevo y exótico, pero profundamente triste. Del pabellón de Oe, rodeado de pinos, donde solía descansar la gran vestal de Ise en su viaje de regreso a la capital, quedaba poco más que una ruina. Genji improvisó:
—El lugar de mi exilio se me aparece, me temo,
más lejano que las tierras
que, según cuentan los libros,
se extienden allende los mares.
Mientras contemplaba el vaivén de las olas con sus crestas de espuma, recitó: Envidio a las olas… Era un poema muy conocido,214 pero pareció nuevo a los que lo oyeron de sus labios. Dirigió la vista hacia donde sabía que se encontraba la capital, y vio las montañas que la rodeaban envueltas en niebla. Entonces pensó que ya había recorrido las «trescientas leguas» de que habla un poeta chino.215 El goteo constante de los remos le resultaba insoportable. Recitó:
—La niebla de las montañas
ocultará mi hogar a mis ojos.
¿Y este cielo que contemplo
es el mismo que lo cubre?
Su nuevo hogar no se hallaba lejos de donde viviera en tiempos otro exiliado ilustre, Ariwara no Yukihira.216 La «mansión» de Genji se levantaba a cierta distancia de la costa, entre colinas solitarias y desoladas. Aunque las cercas parecían nuevas, todo el conjunto le resultó profundamente extraño. Los techos, construidos con cañas y heno, le sorprendieron mucho. De todos modos, era una cabaña relativamente confortable pero propia de una costa remota, totalmente distinta de cuanto había conocido hasta entonces. Por más que siempre había sentido curiosidad por lo desconocido, las circunstancias que habían determinado su llegada a Suma le impidieron admirar sus encantos como seguramente merecían.
El fiel Yoshikiyo asumió las funciones de chambelán, convocó a los administradores de las granjas que Genji tenía en aquella provincia y les pidió mano de obra. Gracias a ella, en muy poco tiempo el exiliado dispuso de una encantadora casita, que él fue el primero en admirar. Se plantó un jardín delicioso, por en medio del cual discurría un arroyuelo dejando oír su murmullo, y, poco a poco, el príncipe empezó a sentirse casi como «en casa». El gobernador de la provincia, que en otros tiempos había estado a su servicio, hizo cuanto pudo con la máxima discreción, y el lugar mejoró hasta extremos insospechados, aunque el hecho de que no hubiera nadie a su lado con quien hablar le recordaba constantemente que seguía siendo la casa extraña y ajena de un exiliado. ¿Qué iba a hacer en los meses que tenía por delante?
Llegó la estación de las lluvias, y sus pensamientos volaron a la ciudad lejana. Allí vivían muchos que anhelaba ver, y, por encima de todos, la dama de Nijo, cuya figura sufriente y patética no había abandonado su pensamiento ni un solo instante desde que se separaron. También pensaba en el heredero aparente y en Yugiri, al que recordaba correteando entre su padre y su abuelo durante su última visita a la mansión de Sanjo. Envió cartas a la ciudad y algunas, sobre todo las dirigidas a Murasaki y a Fujitsubo, le llevaron mucho tiempo, pues los ojos se le llenaban de lágrimas cada vez que se ponía a escribir. También escribió a Oborozukiyo a través de Chunagon, a su suegro y al ama de Yugiri.
Murasaki no se levantaba de la cama, y los esfuerzos que sus damas hacían para alegrarla resultaban vanos. Bastaba con que se mencionase en su presencia cualquier cosa relacionada con Genji, que viera un koto que él había tocado u oliese un perfume que recordara los que él solía usar, para que sufriera un paroxismo de dolor. Se comportaba como si no estuviese exiliado sino muerto. Finalmente Shonagon, muy alarmada, hizo llamar a su tío, el abad, para que rezase por ella. El hombre lo hizo y rogó fervientemente no sólo para que su sobrina se recobrase, sino para que algún día volviera a reunirse con su amado.
Enviaba sin parar ropas de cama y otros artículos a Suma. Entre las prendas que le mandó figuraba un pijama de seda basta sin adorno alguno, tan distinto de los que solía usar cuando vivía con ella que el corazón se le llenó de amargura sin que le sirviera de consuelo la contemplación de su espejo, del cual no se apartaba desde que Genji le dirigiera delante de él su adiós postrero… También la puerta por la que se había ido definitivamente o el pilar de ciprés junto a su asiento predilecto despertaban en ella un sinfín de recuerdos. Aquella soledad hubiese destrozado el alma de la mujer con más experiencia del mundo: imaginemos, pues, a la infeliz Murasaki, para la cual Genji había sido a la vez padre, madre, hermano, amigo, amante y marido… ¡Nunca hubiese podido pensar que la vida le tenía reservado un golpe tan duro! Temía que él muriera y temía también que, si no moría, conociera a otras mujeres y su afecto hacia ella se enfriase… Aunque Suma no parecía estar tan lejos, nadie sabía cuándo regresaría ni si llegaría a volver nunca…
También Fujitsubo soportaba muy mal la ausencia de Genji. El pecado que supuso para ambos la concepción del heredero aparente no dejaba de atormentarla. Intuía que hasta entonces había conseguido escapar milagrosamente a su karma, pero que, cuando fatalmente le tocara pagar por su crimen, el precio sería terrible. Temiendo que su secreto llegara a ser conocido, durante años había tratado a Genji con exagerada indiferencia, y recordaba mil momentos en que, aun anhelando ardientemente su simpatía y amor, había adoptado una actitud fría y se había apartado de él. También él se había movido con mucho cuidado porque los chismosos son gente extraordinariamente suspicaz —lo sabía por experiencia—, aunque, hasta la fecha, no parecía que hubiese corrido rumor alguno acerca de su paternidad. Reprochándose una vez más su dureza de otros días, le contestó con una carta llena de ternura, que contenía este poema:
La monja de Matsushima, en su choza de cañas,
hierve la salmuera de sus lágrimas,217
y alimenta el fuego
con la leña de sus lamentos.
También Oborozukiyo le escribió en un tono parecido:
La mujer del pescador
hierve la salmuera y oculta el fuego
hasta que muere ahogada,
pues no hay chimenea por donde el humo escape.
Y éste fue el poema de Murasaki, que acompañó a sus regalos:
Cuando recojas salmuera en la playa,
compara
tus mangas goteantes
con el goteo de las de mi camisa de dormir.
Las ropas que Murasaki le envió estaban magníficamente teñidas y cortadas, pues su gusto exquisito se notaba en todo cuanto hacía. Mientras, la vida en Suma era terriblemente aburrida, y a veces Genji pensaba en lo agradable que resultaría compartir su destierro con ella. Su imagen no lo abandonaba ni de día ni de noche hasta resultarle casi insoportable. ¿Y si la hacía acudir en secreto? No, hubiese sido injusto: ahora le tocaba hacer penitencia por sus faltas pasadas, y se entregó al ayuno, la meditación y las plegarias en la confianza de que Buda acabaría apiadándose de él y el exilio terminaría.
También mandó una carta a Rokujo, y ella envió a un mensajero para obtener noticias fidedignas del lugar donde vivía el exiliado. Con él le hizo llegar otra carta que rezumaba afecto. El estilo y la caligrafía, los mejores que Genji había tenido ocasión de admirar jamás, revelaban la extraordinaria cultura y sensibilidad de la dama.
Habiendo recibido nuevas del lugar espantoso en que te encuentras, me siento como si estuviera viviendo una horrible pesadilla. Quiero pensar que regresarás a la ciudad dentro de poco, pero me temo que pasará mucho tiempo hasta que yo, hundida en el pecado, pueda volverte a ver.
Imagina junto al mar salado de Suma,
a la dama de Ise
recogiendo algas
empapadas de salmuera.
La carta era larga y contenía otro poema:
La marea se retira
en la costa de Ise
sin dejar ni un atisbo de esperanza
en las conchas vacías.
Genji estuvo días escribiendo la respuesta, y tomaba o dejaba el pincel según la inspiración llegaba o lo abandonaba, y llegó a llenar hasta cinco hojas de papel blanco chino. El dominio que demostraba en el uso de las intensidades de la tinta resultaba asimismo asombroso. La había amado mucho en tiempos, y ahora se reprochaba haber dado tanta importancia a determinados sucesos de los que la dama no podía en estricta justicia considerarse culpable.218Tan sólo había conseguido indisponerse con ella y que lo abandonara. La carta lo emocionó tanto que despertó su simpatía hacia el mensajero, un joven muy listo que servía a la hija de Rokujo. Le pidió que se quedara junto a él durante unos días y le hizo relatar detalles sobre la vida en Ise. Es fácil imaginar la respuesta de Genji a la misiva de Rokujo:
De haber sabido que abandonaría la ciudad, hubiese sido mucho mejor (tan grandes son el tedio y la soledad que reinan en Suma) acompañarte a Ise.
Con la dama de Ise
hubiese podido surcar en una ligera embarcación
las olas tranquilas,
evitando el mar proceloso.
Ignoro cuándo nos volveremos a ver…
También le llegaron cartas de Hanachirusato y su hermana mayor, que le llenaron de tristeza:
Los helechos crecen como los recuerdos
en los aleros de nuestro tejado,
y gruesas gotas de rocío
caen, implacables, sobre nuestras mangas.
Estaba seguro de que nadie se ocupaba de cuidar el jardín de aquellas pobres mujeres. Habiendo tenido conocimiento de que las largas lluvias habían dañado su cerca, envió órdenes a la ciudad para que algunos hombres todavía leales a él se encargaran de repararla con material de las granjas del príncipe.
Oborozukiyo había dado ya mucho de qué hablar a los chismosos, y ahora se encontraba profundamente desolada. Su padre el ministro, que la quería con locura, trató de interceder por ella ante Kokiden y el joven emperador. Su majestad decidió finalmente perdonarla. Había sido duramente castigada por su falta, aunque no con la severidad que hubiese correspondido a una concubina del soberano, pues sólo era intendente de la cámara imperial. En el séptimo mes se le permitió regresar a la corte. Aunque seguía pensando en Genji, el emperador nunca había dejado de amarla y prefirió mantenerla a su lado e ignorar las críticas. Su conducta hacia ella no dejaba de ser desconcertante: tan pronto la reñía como le declaraba sus sentimientos apasionados. Era un hombre hermoso y de buen carácter, pero un muro de recuerdos se interponían entre la dama y él.
—Todo parece andar mal desde que él se fue —le dijo una noche que estaban haciendo música juntos—. Estoy seguro de que son muchos los que lamentan su ausencia incluso más que yo. De todos modos, no ceso de acusarme de haber actuado en contra de los últimos deseos de mi padre, y temo que tarde o temprano pagaré por ello. Poco placer obtengo de mi vida… A veces tengo la impresión de que no duraré mucho. ¿Y cómo reaccionarás tú el día que yo muera? Seguramente lamentarás mucho menos mi desaparición definitiva que la ausencia temporal de otro.
A punto de llorar, se contuvo y prosiguió con voz entrecortada:
—Ha sido una verdadera lástima no tener hijos varones. Podría adoptar al heredero aparente, el hijo de Fujitsubo, tal como me pidió mi padre, pero temo que encontraría mucha resistencia en la corte. Vale más dejar las cosas como están aunque no nos gusten.
Tal como acababa de reconocer, el gobierno del país distaba mucho de estar en sus manos, y no pasaba día en que no viera sus deseos incumplidos o sus planes desbaratados. Todos se aprovechaban de su inexperiencia y debilidad de carácter y su vida era un continuo debatirse entre la pena y el furor.
En Suma, los vientos del otoño melancólico habían empezado a soplar. Aunque la casa de Genji estaba alejada de la playa, las galernas nocturnas, soplando por encima de sus cercas y tejados como en los días del exilio de Yukihira, parecían traerle la espuma de las olas gigantescas hasta el pie de su cama. Tenía muy pocos compañeros. Una noche, mientras todos dormían, levantó la cabeza de la almohada y se puso a escuchar el bramido del viento y de las olas que retumbaban como si estuviesen al otro lado del muro. Cogió el koto —el sonido de sus cuerdas sólo sirvió para entristecerle más—, y canturreó:
Las olas de la playa,
gemidos de una nostalgia infinita…
Y los vientos…
¿serán los mensajeros de los desconsolados?
Sus compañeros se despertaron al oír su canto y se pusieron a escucharlo atentamente. Pero sus palabras les llenaron de tristeza, y sus labios temblaban de nostalgia cuando se levantaron y empezaron a vestirse. «¿Qué pensarán de mí?», se dijo Genji. Por él habían abandonado hogares, padres, hermanos y amigos de los que nunca antes se habían separado un día entero. La idea de que aquellos infortunados estaban pagando también las consecuencias de su indiscreción lo atormentaba, de manera que hizo todo lo posible por alegrarlos.
Durante el día les contaba chistes y anécdotas divertidas, y no paraba de organizar juegos de todas clases. Luego trató de enseñarles los rudimentos de la caligrafía y dibujó ante sus ojos asombrados imágenes de todo tipo sobre seda a la manera china. Algunos de los dibujos que salieron de sus manos eran auténticas obras maestras. Había oído hablar de la costa de Suma y se había formado de ella una serie de imágenes mentales de considerable belleza, pero debía reconocer que la realidad las superaba a todas. De modo que aprovechó su exilio para tratar de captar aquella hermosura con sus pinceles… ¡Lástima que no pudieran contar con pintores como Tsunenori o Chieda para que iluminaran con brillantes colores los dibujos que trazaba él con tinta oscura! Hay que reconocer que sus esfuerzos acabaron por surtir efecto, y sus hombres empezaron a hallarse tan a gusto a su lado que no lo hubiesen abandonado por nada del mundo.
Con la llegada de la primavera su jardín se llenó de flores. Un atardecer salió a la galería de su casa y se apostó en un lugar desde el cual gozaba de una magnífica vista de la costa. Sus hombres lo observaron con aprensión: aquella figura solitaria hacía pensar en un visitante de otros mundos.219 Llevaba una blusa blanca, unas calzas del color de las resedas y, encima, un uchiki suelto muy oscuro. Con los ojos clavados en el horizonte, se proclamó «discípulo de Buda» y empezó a entonar un sutra con voz magníficamente timbrada. A lo lejos, más allá de la bahía, unas cuantas barcas de pesca surcaban el mar como otras tantas aves y los pescadores también cantaban al remar. Mientras tanto, en el cielo de púrpura resonaban los chillidos de una bandada de patos salvajes. ¡Qué suerte más alejada de la suya! El proscrito levantó una mano blanca como el marfil para enjugarse una lágrima, y las cuentas oscuras de su rosario tintinearon. Los que tuvieron la suerte de presenciar aquel espectáculo se sintieron consolados por la belleza del instante, olvidando momentáneamente las esposas y familias que habían dejado atrás.
Dijo Genji:
—¿Serán esos primeros gansos que vuelan en las alturas
amigos de los que amo,
pues sus gritos
despiertan tanto dolor en mí?
Koremitsu, que también estaba allí, recitó este poema:
—Esos gansos que sobrevuelan las nubes
no son mis camaradas.
Ellos abandonan sus nidos porque quieren,
mientras que yo no.
Y Ukon, el oficial que se había distinguido en el desfile del festival del Kamo, improvisó:
—Gritan tristemente mientras vuelan
alejándose de su hogar.
Pero no tienen derecho a quejarse,
pues se hacen compañía unos a otros.
Al contemplar el plenilunio, Genji recordó que era el día quince del octavo mes.220 Evocó la música que solía escucharse en palacio aquella noche tan especial y las damas, con los ojos clavados en el cielo… Entonces cantó un poema de Po Chu-I: A dos mil leguas de distancia, un corazón amigo…, y sus compañeros se echaron a llorar. Recordó también un poema que improvisara Fujitsubo —Quizás nueve capas de niebla…—, y lloró amargamente pensando en los momentos compartidos con la emperatriz-monja. Sus compañeros insistían en que era muy tarde, pero Genji se resistía a retirarse. Improvisó:
—Esta visión me consuela un tanto,
aunque sé que falta mucho
para que pueda volver a contemplar
la ciudad de la luna.221
Recordó también que, hacía sólo un año, su majestad222 había estado evocando el pasado como lo hiciera en tiempos el viejo emperador, y siguió cantando: Aquí está la casaca que tan graciosamente me regalara…. Era cierto: nunca se había separado de cierta prenda que le regalara su padre, y la llevaba siempre consigo. Improvisó:
—Decir que sólo siento amargura sería falso,
pues no sólo la manga izquierda,
sino también la derecha
están húmedas de lágrimas.
Por aquel tiempo, el gobernador general delegado de Dazaifu en la isla de Kiushu223 viajaba de regreso a la capital, regiamente escoltado. Tenía una familia numerosa y, sobre todo, un montón de hijas, y, como el camino por tierra resultaba dificultoso, había optado por llevar a su esposa y a las muchachas por mar en una embarcación bien pertrechada, de manera que navegaban sin prisas bordeando la costa, y cada día atracaban en un lugar distinto. La costa de Suma tenía fama de ser muy pintoresca y la noticia de que Genji estaba viviendo allí llenó de mejillas arreboladas y profundos suspiros la nave. Una de las hijas, en especial, que en cierta ocasión había bailado unas danzas Gosechi delante del príncipe, hubiese dado cualquier cosa por desembarcar y cuando, al costear la playa, le llegaron los sones del koto de Genji, se puso a llorar junto con sus hermanas. El gobernador general compuso un mensaje para el exiliado:
Tenía previsto visitarte el primero al llegar a la capital, pero se me ha anunciado para mi sorpresa —y lo lamento profundamente— que estás viviendo retirado en esta costa abrupta. Somos muchos en la embarcación, y, si desembarcáramos todos, turbaríamos tu tranquilidad de espíritu innecesariamente. Espero tener ocasión de reencontrarte lo más pronto posible.
Su propio hijo, gobernador a la sazón de Chikuzen, se encargó de llevar la carta. Genji se había interesado en tiempos por el joven y le había conseguido el cargo de chambelán. Aunque el muchacho lo compadeció profundamente y procuró no parecer ingrato, le constaba que en el barco había muchos que lo estaban espiando y que, si se demoraba más de la cuenta junto al proscrito, lo delatarían, de manera que le entregó el mensaje y se despidió.
—Eres el primero de mis amigos que me visita desde que dejé la capital —le dijo el príncipe—. Te lo agradezco mucho…
El joven regresó a bordo muy desanimado, y su relato sobre cómo vivía Genji despertó la simpatía y el llanto no sólo de las damas sino del mismo gobernador general. La danzarina de Gosechi se las ingenió para hacerle llegar un mensaje que decía así:
¿No han visto tus ojos mi pobre corazón
tensándose y destensándose como el cable del remolcador,
atraído sin remedio
por la música de tu koto?
No me reproches lo que acabo de decir…224
El hermoso Genji sonrió al leer su misiva y respondió:
Si tanto anhelaba tu corazón venir a verme
que se tensaba y destensaba como el cable del remolcador,
¿cómo pudiste pasar de largo,
como una ola más, ante la playa de Suma?
Nunca hubiese pensado pescar algo así…225
Muy en contra de sus deseos, la bailarina de Gosechi hubo de partir con los suyos.
En la capital, muchos lamentaban profundamente la ausencia de Genji empezando por el emperador mismo, que pensaba continuamente en él. Un día su ama y Omyobu lo encontraron llorando en un rincón e hicieron cuanto pudieron por consolarlo sin conseguirlo. Incluso Fujitsubo, que había estado tan pendiente de los rumores de la corte por temor a que acabaran perjudicando a su hijo, sentía mucho que el príncipe estuviera ahora tan lejos. En los primeros tiempos de su exilio siguió carteándose con sus hermanastros y amigos favoritos, y algunos de los poemas chinos que les envió fueron muy leídos y alabados en los círculos intelectuales. Cuando Kokiden tuvo conocimiento de ello, enfureció.
—Un hombre que ha perdido el favor de su majestad —dijo públicamente— merece morir de hambre, pero ahí lo tenéis, en una casita preciosa y contando mentiras horribles sobre todos nosotros, unas mentiras que sus aduladores no dudan en hacer circular…
A partir de entonces se acabó la correspondencia con los cortesanos por temor a las represalias del poder.
Pasaron los meses y Murasaki seguía inconsolable. Las mujeres que habitaban en las demás alas de la mansión se sintieron un tanto humilladas cuando Genji las puso a su servicio, pero, en cuanto empezaron a tratarla, su carácter bondadoso y sus maneras exquisitas se ganaron todos los corazones, y ninguna pensó ya en buscar empleo en otra parte. Todas estaban de acuerdo en que se merecía el afecto que el príncipe le profesaba.
Mientras tanto, en Suma, Genji la echaba terriblemente de menos. Muchas veces estuvo a punto de hacerla acudir, pero no fue capaz de decidirse: la vida en la costa era dura, y temía que podía llegar a afectar su salud. Por otra parte, estaba seguro de que sería interpretado como un nuevo desafío por aquellos que habían propiciado su caída en desgracia. Mataba el tiempo contemplando la vida de los lugareños y sacando conclusiones de sus costumbres, unas costumbres que le parecían extrañas y, en general, bastante sucias. Por la noche el aire se llenaba de un olor acre a humo. Al principio pensó que procedía de los hornos de sal, hasta que se dio cuenta de que las gentes de Suma hacían fuego con leña podrida. Improvisó:
—Cuando los lugareños queman
leña podrida en sus humildes hogares,
deseo más que nunca recibir noticias
del amor que dejé en casa.
En invierno las tormentas de nieve ensombrecían los cielos. Genji se distraía haciendo música: él mismo tocaba el koto, Koremitsu la flauta y Yoshikiyo cantaba. Cuando se lucía en un pasaje especialmente hermoso, los demás callaban con los ojos turbios de lágrimas. Pensaba a veces en aquella pobre dama de un emperador chino que fue enviada a la tierra de los hunos, porque, habiéndose negado a sobornar al artista que la retrató, éste se vengó pintándola muy fea. Cuando atisbaba la luna, recuperaba algo de su ánimo y componía poemas como éste:
Mi viaje entre las nubes
carece de sentido.
Me avergüenza
que la luna inmutable me vea.
A veces, insomne bajo el cielo del alba, se emocionaba con el canto de los chorlitos. He aquí uno de sus poemas:
Mientras al amanecer vuelan los chorlitos
hacia la costa, piando sin cesar,
estoy despierto en mi lecho, y, por un instante,
me siento en paz conmigo mismo.
Todos dormían y él se recitó el poema varias veces.
En lo más oscuro de la noche solía lavarse la boca y repetir el nombre de Buda. Sus compañeros admiraban tanto su actitud ante el infortunio que nunca se apartaban de él, ni siquiera para hacer breves visitas a sus hogares.
La costa de Akashi no estaba lejos, y Yoshikiyo se acordó de la hija de un ex gobernador, que se había hecho diácono,226 y le escribió, pero la dama no le respondió. En cambio, llegó un mensaje de su padre que decía:
Me gustaría verte brevemente cuando te vaya bien. Tengo algo que preguntarte.
Pero Yoshikiyo, que había oído hablar del atrabiliario anciano y sabía qué le esperaba, no se animó. Estaba seguro de que haría el ridículo viajando hasta Akashi sólo para verse rechazado como tantos otros pretendientes. Le constaba que el ex gobernador era muy orgulloso y de ideas profundamente anticuadas: durante años los funcionarios de mayor rango de la provincia habían estado solicitando la mano de su hija, pero él no quiso saber nada de ninguno de ellos. En cambio, en cuanto tuvo conocimiento de la presencia de Genji en Suma, dijo a su esposa:
—Me han dicho que el hijo de Kiritsubo, el muchacho «resplandeciente», se ha peleado con las autoridades de la capital y se ha ido a vivir a Suma. Debo confesar que la noticia me ha encantado. He aquí una oportunidad de oro para nuestra hija…
—De ninguna manera —respondió ella—. He oído contar que tiene un montón de amantes en la capital y que se ha atrevido a seducir una dama destinada al emperador. ¡Éste es el origen del escándalo! ¿Qué tiene nuestra hija, poco más que una campesina, que pueda interesarle?
—No tienes ni idea del asunto. Me sobran razones para insistir en mi idea. Hay que trazar un plan. El primer paso será, naturalmente, atraerlo a nuestra casa.
El hombre no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer: había gastado mucho dinero en la educación de su hija y quería lo mejor para ella.
—Nadie pone en duda que se trata de un personaje importante —insistió la madre—, pero no parece en absoluto sensato elegir a un hombre que acaba de ser condenado por un crimen muy serio. Si al menos fuera él quien diese el primer paso, tal vez entonces… Pero darlo nosotros, de ningún modo. Se diría que estás bromeando.
—La historia de China —replicó el diácono— está llena de hombres de gran valía que, en algún momento de su vida, se han visto obligados a exiliarse. No debe considerarse, pues, algo infamante. Su madre era hija de mi tío, que ostentó el cargo de inspector provincial. Kiritsubo era una mujer de talento y se abrió camino en la corte por sus propios méritos, despertando los celos de todas las demás, unos celos que lamentablemente acabaron con su vida… Pero dejó un hijo. En cuanto a nuestra hija, una dama que se precie debe aspirar a lo mejor. Además, no tiene nada de qué avergonzarse…
La muchacha no destacaba por su belleza,227 pero era inteligente y sensible y estaba dotada de un ingenio exquisito que muchas damas de superior rango le hubiesen envidiado. Pero ella reconocía sus limitaciones y se había resignado a la idea de que ningún hombre realmente importante se interesaría por ella. Con todo, no estaba dispuesta a unirse con alguien de rango inferior al suyo. ¿Qué perspectivas se le ofrecían para el día fatal en que sus padres fallecieran? Muy pocas: tendría que elegir entre hacerse monja o lanzarse al mar. Su padre había hecho todo lo posible para ayudarla y la enviaba dos veces al año al santuario de Sumiyoshi con la secreta esperanza de que el dios acabaría apiadándose de ella.228
El año nuevo había llegado a Suma y los días se alargaron, pero el tiempo seguía discurriendo con suma lentitud. Los cerezos jóvenes que Genji había plantado en su jardín el año anterior empezaron a florecer mientras el aire tibio y suave se iba llenando de olores que le hacían llorar de tristeza al recordar tiempos pasados. Había pasado el día veinte del segundo mes y pensaba con enorme nostalgia en todos los amigos de los que se había despedido antes de abandonar la capital. Si cerraba los ojos, le parecía estar contemplando los cerezos en flor del Pabellón del Sur de palacio, la maravillosa fiesta de las flores que tuvo lugar seis años atrás y el delicado rostro del heredero aparente. Incluso fragmentos de poemas que él mismo había compuesto en momentos más felices invadían su mente y lo atormentaban. Recordaba que su hermanastro, el emperador reinante, había recitado unos versos suyos:
Nunca dejo de recordar con añoranza
a mis compañeros de palacio,
pero hoy más que nunca,
pues vuelvo a llevar flores de cerezo en la cabeza.
To no Chujo tenía un puesto en el consejo, y, aunque todo el mundo parecía apreciarlo, no se sentía feliz. Por más que pensaba continuamente en Genji, hacía todo lo posible por disimularlo para no incurrir en las sospechas de los oficiosos. Y, sin embargo, un día no pudo aguantar más, y, despreciando peligros y amenazas, decidió ir a ver a su amigo y cuñado, de modo que marchó a Suma sin dar explicaciones a nadie. Cuando lo tuvo delante, rompió a llorar de dolor y de alegría a la vez: la casa que habitaba le pareció extraña y exótica —más china que nipona—, pero la belleza de los alrededores le hizo desear tener talento suficiente para pintarlos. La cerca era de bambú, los pilares de pino y las escaleras de piedra como en las casas rústicas. También Genji iba vestido con enorme sencillez —una casaca de caza de un gris azulado sobre una túnica rosa—, y, aunque disponía de pocos enseres, no faltaban en su casa tableros para jugar al go y a otros juegos parecidos ni cuanto ha de tener siempre a mano un buen budista.
La comida respondía al gusto local, aunque hubo de reconocer que era buena. Genji ordenó a los pescadores que trajesen pescado y marisco. To no Chujo les interrogó sobre su vida junto al mar, y ellos le contestaron hablándole de los peligros y tribulaciones que comportaba. Para agradecerles unas respuestas que apenas comprendía —tan rara le sonaba la jerga que hablaban aquellas pobres gentes—, les obsequió generosamente con ropas y otros regalos.
Genji hizo sacar sus caballos a una era cercana y les hizo dar arroz sin descascarillar, mientras su amigo canturreaba Asukai. Luego le informó ampliamente de la vida en el palacio de su padre el ministro y de los progresos de Yugiri:
—A veces se diría que nos va a hundir la casa con sus travesuras, y mi padre se preocupa mucho por él.
Pasaron el resto de la noche componiendo poesía china. Aunque Genji hubiese deseado tenerlo más tiempo con él, la visita de To no Chujo fue breve porque, habiendo desafiado a los maliciosos, tenía fundados temores de pagar caro su viaje. Al fin trajeron vino, y ambos brindaron recordando unos versos de Po Chu-I:
—Somos un par de borrachos tristes. Nuestras copas de primavera rebosan de lágrimas…
Al alba una bandada de gansos salvajes cruzó el cielo, y Genji improvisó:
—¿En qué primavera
volveré a ver el palacio en que nací?
Envidio a los gansos
que regresan a su hogar.
Más melancólica aún fue la respuesta de To no Chujo:
—El ganso está triste
al abandonar su casa de siempre,
pues teme perderse en el camino
que ha de conducirlo a la ciudad florida.229
Había traído consigo regalos magníficos de la ciudad, y Genji se los agradeció con un caballo negro, obsequio muy adecuado para un viajero. To no Chujo añadió a sus regalos una flauta famosa.
—Para que te acuerdes de mí —le dijo.
De todos modos, ambos evitaron excederse para no ser criticados. Los hombres de To no Chujo empezaban a dar señales de inquietud.
—¿Cuándo volveremos a vernos? No puedo creer que vayas a pasar aquí el resto de tus días…
Genji respondió, levantando los ojos:
—Miradme bien,
grullas que surcáis el cielo,
y vedme limpio
como el sol de primavera.
»Sí, supongo que algún día regresaré, pero cuando pienso en lo difícil que ha resultado para algunos hombres de mérito retomar sus vidas de antes del exilio, no sé si tengo ganas de volver a ver la ciudad…
Dijo entonces To no Chujo:
—¡Qué tristemente suena
la voz de la grulla entre las nubes,
cuando el compañero que volara tanto tiempo a su lado,
ha desaparecido!
En el día de la Serpiente, primero del tercer mes, alguien dijo a Genji:
—Harías bien en participar en la ceremonia de las lustraciones…
El príncipe le dio la razón y se dirigió a la playa. Los lugareños habían colgado unas cortinas de tela basta entre los árboles230 y Genji requirió los servicios de un maestro del yin-yang que estaba viajando por la región para que procediera a las purificaciones rituales. Cuando lanzaron al mar el burdo muñeco, que se supone arrastra consigo los pecados y las tribulaciones de los fieles, tuvo la sensación de que se estaba deshaciendo de algo de sí mismo.
—Arrojado a la deriva,
a la inmensidad extraña del mar,
me duele el alma por algo más
que por un muñeco lanzado a las olas.
La superficie del mar relucía, inmensa y plácida, mientras el bellísimo Genji pensaba en todo lo que le había ocurrido y en lo que el futuro le reservaba.
—Vosotros, los mil dioses,
debéis apiadaros de mí,
pues sabéis cuán inocente soy
de las faltas de que se me acusa.
Súbitamente se puso a soplar un viento muy fuerte, y, antes de que terminara el rito de la purificación, el cielo estaba negro. Empezó a llover a cántaros y los hombres de Genji se desperdigaron. Lo lógico hubiese sido refugiarse en casa, pero nadie había traído paraguas. El viento era ya un huracán espantoso que arrancó las cortinas de los pinos y las hizo jirones. El mar estaba blanco de espuma como si alguien lo hubiese recubierto de seda y las olas gigantescas infundían pavor. Huyendo de los rayos, consiguieron alcanzar la casa.
—Nunca había visto nada parecido —dijo uno de los hombres—. De vez en cuando sopla el viento en Suma, pero siempre avisa. Se está acercando algo terrible…
Mientras rayos y truenos parecían anunciar el fin del mundo y los chorros de lluvia asaeteaban despiadadamente la tierra, Genji se sentó en el suelo y se puso a leer un sutra con toda tranquilidad. Al caer la noche dejó de tronar, pero siguió lloviendo hasta el amanecer.
—Nuestras plegarias han sido escuchadas…
—Un poco más y el diluvio y el temporal nos barren a todos…
—Ha ocurrido algunas veces, pero en Suma jamás, que yo sepa —comentaban los servidores.
Al rayar el alba todos dormían. También Genji pudo al fin cerrar los ojos, pero se le apareció en sueños un hombre al que no reconoció, y le dijo:
—La corte te reclama. ¿Por qué no regresas a la capital?
Quizás fue el Rey Dragón, famoso por su afición a la belleza.231 Al despertar, Genji tomó la decisión de abandonar aquel lugar cuanto antes.