Miotsukushi
Desde la noche en que viera a su padre en sueños en Suma, Genji no había dejado de pensar en él. Deseando contribuir a aliviar sus penas, una vez en Heian ordenó que se leyera el Sutra del Loto en el décimo mes, y toda la corte empezó a preparar la ceremonia de las Ocho Lecturas como si nada hubiese ocurrido. Su exilio había sido olvidado y Genji había recuperado el favor de todos o de casi todos, pues Kokiden, esposa principal de su padre y madre del emperador reinante, a pesar de hallarse gravemente enferma, continuaba furiosa por no haber podido acabar con su buena estrella.
Pero por más que la temiera, su hijo estaba convencido de que, si desobedecía las instrucciones de su difunto padre, caería una gran calamidad sobre el reino. Desde que había ordenado el regreso de Genji, su vista había mejorado considerablemente, pero no conseguía librarse de la melancolía que embargaba su espíritu. Estaba convencido de que sus días en el trono estaban contados. Con todo, quería dejar resueltas una serie de cuestiones importantes mientras aún estuviera en condiciones de hacerlo y llamaba continuamente a Genji a palacio para consultarle sobre temas de estado. Con ello el emperador se ganó el favor de todos.
A medida que se acercaba el día de su abdicación, su preocupación por el futuro de Oborozukiyo aumentaba.
—Tu padre ha muerto —le dijo— y mi madre está peor cada día. Siento que me queda poco tiempo en este mundo y temo que todo cambie a peor el día que muera. Me consta que hay alguien que siempre has preferido a mí, pero puedes estar segura de que no hay nadie que te quiera más que yo. Me consumo pensando en qué va a ser de ti. Aunque tu amigo esté dispuesto a velar por tu persona, mucho me temo que no se tome las molestias que yo me tomaría para hacerte feliz.
Estaba deshecho en llanto y las mejillas de la dama se tiñeron de escarlata. Al darse cuenta de que la había hecho avergonzarse, el soberano la compadeció y, vencido por su encanto, intentó darle a entender que había olvidado sus agravios.
—¿Por qué no me has dado un hijo? Estoy seguro de que no tardarás mucho en tener uno con el hombre por el que siempre te has sentido atraída, y será una lástima que su padre sea él y no yo, porque nunca podrá aspirar al trono.
Las observaciones de Suzaku sobre su pasado y su futuro humillaron tanto a la dama que no se sentía capaz de mirarlo a la cara. El emperador era un hombre hermoso y educado, y sus atenciones hacia ella a lo largo de los últimos años, que le habían otorgado un lugar de privilegio en la corte, demostraban un afecto sincero y profundo, pero nunca había sido feliz. Genji, con todo su atractivo y capacidad de seducción, no se había portado bien con ella. ¿Cómo había podido ceder a sus encantos con la inconsciencia de una niña mimada, dañando irreparablemente su nombre y provocando el castigo de él? Ahora se hacía mil recriminaciones y hubiese dado lo que fuera por reescribir su pasado.
En el segundo mes del año nuevo tuvo lugar la ceremonia de iniciación del heredero aparente. Aunque sólo tenía once años, estaba muy desarrollado para su edad y todos opinaban que se parecía asombrosamente a su tutor, el príncipe Genji. Nada había de malo en ello: ¿podía la naturaleza haber elegido mejor modelo a la hora de formar al que iba a regir los destinos del país en un futuro no muy lejano? Sólo su madre, ahora abadesa, observaba el creciente parecido con horror, convencida de que tarde o temprano daría lugar a las peores sospechas.
El primero en sentirse orgulloso de los méritos del jovencito era el propio emperador y, cuando su madre menos lo esperaba, abdicó. Kokiden, cogida por sorpresa, se sintió profundamente disgustada, por más que su hijo le aseguró que la razón última de su abdicación había sido disponer de más tiempo para estar a su lado y cuidarla. Designaron heredero aparente al hijo que había tenido con Shokyoden.
Todo cambió en cuestión de días y la impresión de la corte era que se acababa de vivir una auténtica «restauración». La alegría que había reinado en tiempos del viejo emperador regresó a palacio. Genji, hasta entonces gran consejero, fue promovido a ministro de palacio o «del centro», porque los cargos de ministro de la derecha y de la izquierda estaban ya ocupados.245
—No estoy capacitado para tanto —se quejó Genji, y pidió que se llamara a su suegro, el padre de su difunta esposa Aoi, que en tiempos fuera ministro de la izquierda, y se le nombrase canciller.
—Dimití por mi mala salud —protestó el anciano—, y ahora soy más viejo aún y todavía más inútil.
Genji replicó que en China grandes estadistas, que en tiempos de discordias civiles se habían retirado a las montañas, no habían considerado vergonzoso volver a la política con sus luengas barbas blancas a cuestas una vez alcanzada la paz. Es más: el pueblo había acabado venerándolos como auténticos sabios y santos. Y todo el mundo estaba de acuerdo en que, si un funcionario había dimitido por enfermedad, una vez curado podía volver a hacerse cargo de sus funciones. Incapaz de encastillarse en su negativa, el hombre acabó cediendo y fue nombrado canciller con plenos poderes a la edad de sesenta y tres años.
Se había retirado en parte porque los asuntos de estado no se llevaban a su gusto, pero todo volvía a ser como antes. También sus hijos, cuyas carreras se habían visto seriamente perjudicadas en el reinado anterior, volvieron a ser requeridos para puestos de responsabilidad. To no Chujo se convirtió en consejero privado de segunda clase, y una de sus hijas, que tenía doce años, empezó a ser educada para ingresar en la corte en cuanto tuviera edad suficiente. El muchacho que en tiempos cantara con tanta gracia la balada Takasago pasó a ser paje del emperador y se le pronosticaba un gran futuro. De una forma u otra, la numerosa progenie de To no Chujo fue tratada con enorme generosidad para envidia de Genji, que sólo tenía un hijo.
Yugiri era muy hermoso y fue destinado al cortejo del heredero aparente. Pero su abuela, la princesa Omiya, siguió encerrada en su dolor a pesar del cambio experimentado por cuantos la rodeaban. La reciente felicidad sólo sirvió para devolverle el recuerdo de su hija Aoi, cuya muerte prematura había marcado el inicio del período de adversidades que acababan de atravesar. Sólo se consolaba pensando que su desaparición le había ahorrado compartir la caída en desgracia de su esposo y su largo exilio, que hubieran sido una tortura casi insoportable para su orgullo. Ahora que Genji había recuperado el favor imperial, ni siquiera esta idea podía aliviarla. Él siguió tan devoto de la familia de su esposa como siempre y no dejaba pasar ocasión de gratificar con algún regalo a quienes habían permanecido a su lado en los tiempos difíciles. Todas las mujeres que servían en la casa de Sanyo lo adoraban.
También se mostró generosísimo con las mujeres que, como Chujo o Nakatsukasa, habían prestado fielmente sus servicios en su mansión de Nijo durante su ausencia. La primera medida importante que tomó respecto a su palacio fue hacer reconstruir el ala este: pensaba utilizarla para dar cobijo a ciertas mujeres infortunadas por las que sentía un indudable cariño como la infeliz Hanachirusato.
Nada se ha dicho hasta ahora de la dama de Akashi, a la que había dejado esperando un hijo al regresar de su exilio. En los primeros tiempos, la cantidad de asuntos públicos y privados que hubo de atender habían hecho prácticamente imposible que se ocupara de ella tanto como hubiese deseado. Cuando llegó el tercer mes, y aunque no se lo confió a nadie, empezó a pensar en ella con especial intensidad, pues no faltaba mucho para el parto. Incapaz de esperar más, envió un mensajero, que regresó con la noticia de que el día dieciséis de aquel mismo mes había dado a luz una niña.
La idea de que tenía una hija —su primera hija— le llenó de alegría. Se reprochaba vivamente no haber traído consigo a la madre a la capital para atenderla como se merecía en el trance del parto… Lo cierto es que su ternura hacia la dama de Akashi renació con fuerza y apenas podía soportar el recuerdo de cómo se había comportado con ella…
En cierta ocasión un adivino le hizo saber que tendría tres hijos, de los cuales el primero y el tercero subirían al trono imperial, mientras que el segundo sería canciller y el hombre más poderoso del país. Todo hacía pensar que el oráculo, confirmado por numerosos fisonomistas y astrólogos, iba a cumplirse. Por el momento, la ascensión de su hijo Reizei al trono era prueba indudable de que alguna verdad había en ello. Sabía que él mismo no podía aspirar al título de emperador a pesar de haber sido el hijo predilecto de su padre, y se había resignado a ello. Y, aunque el mundo ignoraba que el nuevo soberano era hijo suyo, él tenía la certeza de que era así, de modo que las profecías se estaban cumpliendo. Si la hija que acababa de nacer estaba destinada a ser emperatriz, parecía vergonzoso que hubiese permitido que naciera en un lugar tan extraño. Quería enmendar esta falta y esperaba poder alojar a la madre y a la hija en su propio palacio en cuanto las obras del ala este estuvieran concluidas.
El temor de que en Akashi resultara difícil encontrar amas de cría capaces no le dejaba vivir. Entonces recordó la historia de una joven huérfana, hija de una dama de la corte del viejo emperador y de su esposo, que había desempeñado el oficio de chambelán. Embarazada por un hombre poco honorable que la había abandonado, acababa de parir. La mandó a buscar con el propósito de contratarla, y, siendo la chica pobre y viéndose en un trance desesperado, no fue difícil convencerla para que dejase su casa medio en ruinas y aceptara el trabajo que se le ofrecía. No obstante, no acababa de decidirse y a punto estuvo de echarse atrás. Un día, el propio príncipe fue a visitarla en secreto. La joven consideró la visita un gran honor y se puso a su entera disposición. Como el día era propicio, Genji la envió inmediatamente a Akashi.
—Puede parecer duro —se excusó él— que se te envíe a una provincia para que cuides a la hija de otros, pero tengo sumo interés en que vaya allí alguien como tú. Me consta por experiencia que te resultará aburrido, pero procura soportarlo como lo soporté yo.
Y pasó a describirle el lugar y a informarla de cuáles iban a ser sus obligaciones.
Como la muchacha había estado en la corte, Genji la había entrevisto alguna vez. Había adelgazado considerablemente por los sinsabores que le había tocado sufrir. En cuanto a su casa —dignísima en otro tiempo—, estaba muy abandonada y el jardín era una jungla tapizada de hierbajos. ¿Cómo había podido sobrevivir tanto tiempo en una casa como aquélla?
—Imagínate que cambio de idea y te hago quedar aquí —dijo bromeando el príncipe porque, a pesar de su delgadez, la muchacha seguía siendo muy hermosa y Genji no podía apartar sus ojos de ella.
La joven pensó que, si su destino era servir a Genji, mejor hacerlo en la capital que en un lugar remoto. El hombre improvisó un poema:
—Cierto es que no he tenido
la suerte de conocerte antes.
Y resulta triste poner fin a una amistad
que ha nacido hace tan poco.
»Tal vez debiera acompañarte.
Ella le respondió, sonriendo:
—No lamentas, creo,
que debamos despedirnos.
Lamentas no poder acompañarme
a visitar a alguien…
Admirado por su ingenio, Genji sintió aún más que se marchara.
Escoltada por hombres de absoluta confianza, la muchacha partió en un carro de bueyes acompañada por un generoso cargamento de regalos que Genji enviaba a la madre y a la hija, desde una espada ceremonial hasta ropas y objetos de lo más variado, todos de un gusto exquisito. Tampoco faltaban obsequios para la nodriza para compensarla de algún modo por el largo viaje que le esperaba.
Genji sonreía al pensar en la alegría que la llegada de aquella nieta tenía que haber provocado en el diácono, y lo importante que se debía de sentir el buen hombre. Al fin sus dudas se habían disipado: la dama de Akashi le importaba mucho y probablemente ello tenía algo que ver con alguna vida anterior. Quería hacerle saber que cumpliría todas sus promesas y que, de un modo u otro, se la llevaría a vivir a la capital con su retoño. En una carta confiada al ama se lo comunicaba con este poema:
Un día estas mangas
serán tu refugio
aunque llegues a cumplir
tantos años como el Fuji.
La viajera llegó a la frontera de Harima en una embarcación y desde allí prosiguió su viaje hasta Akashi a caballo. El anciano era el hombre más feliz del mundo y sentía hacia Genji una gratitud infinita. Para demostrarlo, se inclinó solemnemente en dirección a la capital con las manos levantadas. Al comprobar que contaban con el favor del príncipe, su hija y su nieta pasaron a convertirse a sus ojos en criaturas casi celestiales. Y hay que reconocer que la recién nacida había sido agraciada con una belleza casi sobrenatural que el ama fue la primera en percibir: no, la ansiedad de Genji estaba más que justificada. Al contemplar aquella criatura hermosa que dormía en sus brazos, todas las dificultades y molestias de su largo viaje se borraron de su mente como una pesadilla.
Durante los últimos meses la dama de Akashi había estado profundamente deprimida y creía que no se recuperaría nunca, pero las inmejorables intenciones que Genji le dio a entender la reconfortaron de inmediato. Se levantó del lecho por primera vez después de meses de postración y recibió a sus mensajeros, dándoles la bienvenida. La escolta de la nodriza tenía órdenes de regresar sin demora a la capital, pero ello no impidió a la madre garabatear un poema para Genji:
Las mangas que dices son demasiado estrechas
para proteger a nadie….
¡Qué no daría
por la sombra generosa del alto pino!
Genji no había contado aún nada a Murasaki sobre el nacimiento de su hija y estaba seguro de que nadie lo había hecho por él. Pero en cualquier momento la revelación podía producirse. Decidió, pues, anticiparse a los acontecimientos y explicárselo todo.
—Desearía que no hubiese ocurrido —le confesó al final de su narración—. Durante mucho tiempo he estado esperando que tú me dieras descendencia y el hecho de que la criatura haya surgido de donde menos se esperaba no deja de resultar irritante. Con todo, se trata sólo de una niña, lo cual no deja de complicar menos las cosas. Tal vez debí negarme a reconocerla como mía, pero no fui capaz. Quiero traerla a palacio para que la conozcas. Sólo te ruego que no sientas celos de ella ni de su madre.
Murasaki se ruborizó y dijo:
—Eres un hombre extraño. Acabarás consiguiendo que me odie a mí misma a fuerza de atribuirme rasgos de carácter que nunca he mostrado. ¿Cuándo y de quién me has visto a mí tener celos? Y no me han faltado motivos…
Genji sonrió y dijo:
—No te enfades conmigo, querida mía. Tú también eres una mujer complicada. A veces se te ocurren cosas que ninguna otra mujer pensaría…
La dama recordó cuánto se habían echado de menos el uno al otro durante el exilio y las cartas y mensajes cruzados. Por fuerza este asunto de Akashi no pasó de ser una anécdota, un pasatiempo momentáneo perfectamente perdonable en un hombre que estaba atravesando una situación tan infortunada. De pronto, todo le pareció una broma más del destino.
—Era una muchacha encantadora —prosiguió Genji—, pero me temo que mis sentimientos se vieron muy influidos por el lugar y las circunstancias.
Y volvió a hablarle del humo de los hornos de sal que cubría el cielo y de la dama que tocaba el koto, de los poemas que se habían intercambiado y de muchas cosas más difíciles de olvidar. Al escucharle, Murasaki pensaba en lo desgraciada que había sido durante todo aquel tiempo, mientras su amado se dejaba arrastrar a una aventura romántica en una playa lejana. Por más que el asunto no hubiera pasado de ser (y en ello insistía él ahora) un mero pasatiempo, no dejaba de resultar admirable la capacidad de Genji para hallar «pasatiempos» en las circunstancias más adversas. Sin ocultar un deje de amargura, le recitó:
—Me temo que seré yo ahora
la que se convertirá en humo
y partirá para siempre,
aunque no en dirección a Akashi…246
Él se defendió:
—¡Esas cosas no se dicen! Estás siendo muy injusta…
¿Por qué mujer del mundo,247
estuvo a punto de ahogarme
el torrente de mis lágrimas
entre montañas y costas hostiles?
»Quisiera que me entendieras… Nuestra vida no va a durar eternamente. Aquí me tienes, haciendo todo lo que puedo para no darte razón alguna para que sientas celos, y este asunto medio olvidado va a cruzarse entre los dos…
Genji tomó un koto, lo afinó y se lo acercó. Murasaki, tal vez disgustada por las alabanzas que acababa de tributar a la excepcional manera de tocar aquel instrumento de la madre de su hija, lo rechazó, diciendo:
—No, no… No estoy dispuesta a competir con virtuosas que me superan en mucho…
A veces sucedía que su buen carácter y dulzura habituales la abandonaban, y se mostraba celosa y resentida, pero Genji seguía adorándola y encontrándola tan incomparable como el primer día. Nunca podría acostumbrarse a vivir sin ella.
La niña iba a cumplir cincuenta días el día cinco del mes quinto y él ardía en deseos de verla. ¡Qué gran fiesta hubiese podido organizarse en la ciudad!248 ¿Cómo había permitido que la criatura naciera en un lugar tan detestable? De haber sido un niño, tal vez el detalle no hubiese importado, pero tratándose de una niña… Aquella criatura había adquirido una importancia inusitada para él, pues, nacida después de tantas penas y sufrimientos, había llegado a la conclusión de que era lo único que daba algún sentido a su absurdo exilio. El destino había querido que él sufriera tanto para que, al final, obtuviera como recompensa del cielo aquella criatura.
No pudiendo hacer otra cosa, envió mensajeros cargados de regalos y vituallas con órdenes estrictas de llegar a Akashi aquel día y ningún otro, y les confió un mensaje con un poema:
En este día, el alga oculta
a la sombra de las rocas inmutables
disputa la atención de todos
a los iris más bellos.
Y proseguía, dirigiéndose ahora a la madre:
La añoranza me consume. Tienes que prepararte para dejar Akashi. No puede ser de otro modo. No te preocupes por nada.
Cuando la dama leyó la carta a su padre, la cara del anciano se distorsionó en una mueca indescriptible de dolor y alegría. Aunque ya habían hecho preparativos para celebrar adecuadamente la fiesta del quincuagésimo día, sin los mensajeros de Genji y sus presentes no habría resultado tan espléndida como fue.
La madre había simpatizado enseguida con la nodriza: ambas conocían por experiencia la dureza de la vida y se entendieron a la perfección. Su padre la había rodeado de mujeres elegidas entre las que se encontraban en el lugar que, por cuna y rango, poco tenían que envidiar a la recién llegada, pero todas eran vejestorios y reliquias del pasado que, desechadas por la corte, habían ido a acabar sus días en aquel triste lugar. El ama destacaba entre ellas por su juventud y elegancia, estaba al corriente de lo que ocurría en el gran mundo y hablaba de la vida en la corte y de Genji con admiración, lo cual llenaba de orgullo a la de Akashi. Tanta confianza puso en ella que le dejaba leer las cartas del príncipe, y, aunque la muchacha demostraba el máximo interés y parecía alegrarse, no dejaba de sentirse un poco celosa al comparar la buena suerte de su señora con su dolorosa experiencia. Genji solía preguntar por ella en sus mensajes, y este detalle la hacía sentirse importante.
La dama de Akashi contestó al príncipe sin afectación:
Una vez más, la grullita, perdida en una isla,
te llama insistentemente,
y tú no respondes,
aunque estemos en el quincuagésimo día…
Ignoro cuánto puede durar una vida ensombrecida por la soledad y sólo iluminada muy de vez en cuando por mensajes que llegan del mundo exterior, pero te ruego que pongas a tu hija a salvo de la incertidumbre cuanto antes…
Genji se pasaba la vida leyendo la carta y suspirando. Murasaki advirtió su preocupación, y, cierto día en que él paseaba otra vez con la carta en la mano, canturreó: Estás más lejos de mí que las barcas que, dejando atrás la costa de Mikuma, se dirigen a alta mar…249 Él entendió el texto de la canción, y le dijo en tono sarcástico:
—Estás haciendo una montaña de un grano de arena. Sólo puedo decirte que, de vez en cuando, se me presentan recuerdos de la costa y de lo que junto a ella viví, y no puedo reprimir los suspiros. Se diría que te pasas la vida contándolos.
Y le mostró la parte exterior de la carta, en donde aparecía escrito el nombre del destinatario. La caligrafía era digna de la dama más cultivada de la corte. «Tal vez así entenderá», pensó, «que la dama de Akashi no carece de méritos.»
A pesar del cúmulo de preocupaciones que pesaban sobre él, a veces pensaba en Hanachirusato y se reprochaba no haberla visitado todavía desde que estaba de vuelta en la capital. Y, sin embargo, no era suya toda la culpa, pues ella tampoco se había dirigido a él. Cuando llegaron las lluvias del comienzo del verano, se decidió a visitarla. Le constaba que, aunque hacía mucho tiempo que no se veían, él seguía siendo la persona más importante del mundo para ella. Por otra parte, el carácter de Hanachirusato no tenía nada que ver con el de tantas damitas que sólo saben recompensar el interés de su hombre con manifestaciones de resentimiento y de coquetería fuera de lugar.
La casa estaba en peores condiciones que nunca. Como de costumbre fue primero al encuentro de la hermana mayor, y sólo bien entrada la noche pasó a los aposentos de la otra. La luz de la luna, tamizada por la bruma, hacía parecer a Genji un personaje de belleza sobrenatural. La encontró sentada junto a la baranda de la galería exterior, y, tímida como era, no fue capaz de levantarse al verlo. La conversación se desarrolló sin que ninguno de los dos se moviera de donde estaba: ella en la galería y él en el porche. Hanachirusato se mostró tan entera y firme como siempre. Mientras hablaban, se oyó el canto metálico de un rascón:
—Si ningún rascón grita
como si llamara a mi puerta,
¿por qué no he de dejar entrar
a la luna en mi casa en ruinas?
Su voz se fundió en un susurro que encantó a Genji. El príncipe suspiró: ¿cómo era posible que todas las damas que le habían interesado tuvieran algo especial que las hacía imposibles de olvidar?250 Con ello sólo conseguían complicarle la vida.
—Como sabes, el rascón acuático
trata de llamar a todas las puertas.
Si ello te sorprende, quizás hayas dejado entrar
a alguna luna liviana en exceso…
»Estoy preocupado…
Con ello no quería dar a entender que dudara de la fidelidad de la dama, pues estaba seguro de que le había estado esperando sin pensar en nadie más. Por eso la quería él también. Hanachirusato le recordó que, antes de irse, le había advertido que no mirara a la luna brumosa.
—Resulta extraño —dijo ella— que sea yo, entre todos tus amigos, de los que más han llorado tu ausencia, teniendo en cuenta lo poco que te veo cuando estás aquí. Y no parece que la situación vaya a cambiar.
Pero su comentario no sonaba a reproche: incluso cuando le estaba recriminando sus descuidos, sabía dar a sus palabras un toque de gentileza y de sentido del humor. La respuesta de Genji estuvo a la altura de las circunstancias, y durante unas horas Hanachirusato se sintió la mujer más feliz del mundo.
Tampoco había olvidado completamente a la danzarina de Gosechi, pero no resultaba sencillo volver a verla. Ella seguía penando por él, y, por más que sus padres querían casarla, la joven se mostraba muy remisa. Genji llevaba de cabeza el plan de construirse un palacio suficientemente grande para acoger en él a todas las mujeres que habían merecido su atención, si se daba el caso de que lo necesitaran. Quería que la nueva mansión fuese más lujosa y adaptada al gusto moderno que la que ocupaba. Ya había elegido hombres de buen gusto que habían servido a gobernadores de provincias para que fueran trabajando en el proyecto.
A pesar de su cargo en palacio, Oborozukiyo no había renunciado definitivamente a él. Incorregible como siempre, Genji seguía devolviéndole sus sentimientos, pero ella había aprendido la lección y ya no le animaba a nuevas visitas, de modo que la relación acabó por languidecer. Mientras tanto, el ex emperador Suzaku vivía plácidamente en su palacio rodeado de sus consortes e íntimos. Ahora que habían cesado los quebraderos de cabeza que su cargo llevaba consigo, se mostraba más animado que antes y se interesaba por las fiestas y los conciertos que se celebraban en su casa a medida que una estación sucedía a la otra. A pesar de todo lo ocurrido, el favor que hubiese debido dispensar a la madre del heredero aparente, Shokyoden, lo derramó generosamente sobre la infiel Oborozukiyo, la intendente de la cámara imperial. Destinada a velar por el príncipe heredero, la consorte negligida vivía con su hijo en el pabellón de la Pera, no lejos de Genji. No era infrecuente que los que se ocupaban del futuro emperador fueran a pedir consejo e instrucciones al «príncipe resplandeciente».
En cuanto a Fujitsubo, al haber entrado en religión no pudo ya recuperar su rango, pero se le reconocieron los emolumentos propios de una emperatriz madre y se le asignaron los servidores que le hubiesen correspondido de no haber abandonado el mundo. La monja pasaba el tiempo entregada a toda suerte de devociones y ritos, que celebraba con la mayor solemnidad imaginable.
Durante el exilio de Genji había tenido cerradas las puertas del palacio imperial: ahora todo había cambiado y, siendo la madre del nuevo emperador, podía entrar y salir de la corte siempre que le venía en gana para desesperación de Kokiden, su antigua rival. Genji, que no era vengativo, procuró que a su enemiga de siempre no le faltase de nada, pero no pudo impedir que Kokiden se sintiera más humillada que nunca y siguiera detestándolo con todas sus fuerzas. Como es natural, la corte la criticaba duramente por ello. En cuanto al príncipe Hyobu, padre de Murasaki, que se había puesto del lado de la facción dominante cuando Genji cayó en desgracia, tampoco tomó medida alguna contra él, pero procuró mantenerlo a distancia.
Genji y su suegro se dividían las funciones de gobierno esmerándose en hacerlo del mejor modo posible, y cuando la hija de To no Chujo se presentó en la corte en el octavo mes, el canciller se ocupó personalmente de que las ceremonias fuesen magníficas. En cambio, cuando el príncipe Hyobu quiso introducir por todos los medios a su segunda hija en palacio, chocó fatalmente y muy a pesar suyo con la frialdad de Genji.
En otoño Genji peregrinó al santuario de Sumiyoshi para dar las gracias porque todas sus preces habían sido escuchadas. Quiso el azar que llegara el mismo día que la dama de Akashi había elegido para visitar el templo, tal como venía haciendo cada medio año. Esta vez, sin embargo, tenía un especial significado: quería disculparse por no haber acudido en todo el año anterior. Llegó en barco y cuando hubo atracado, la playa estaba llena de ofrendas maravillosas, numerosos porteadores iban en dirección al santuario cargados de regalos y grupos de danzarines animaban el lugar con sus evoluciones.
—¿Quién habrá organizado este festejo? —preguntó uno de sus hombres.
Y un pobre hombre que le oyó dijo, riendo:
—¿Cómo es posible que ignores que el ministro Genji ha venido a Sumiyoshi para cumplir sus votos?
La dama se quedó atónita: ¿cómo había elegido precisamente aquel día entre todo los del año? Ahora le tocaría contemplar la gloria que rodeaba a su amante como una espectadora más entre la multitud y sufrir la tortura de ver públicamente puesta en evidencia su inferioridad frente al príncipe. ¿Qué pecado había cometido en una vida anterior para que hubiese tomado la decisión de viajar sin enterarse previamente de quién iba a estar allí durante su visita? No le quedaba más remedio que irse lo más de prisa posible y ocultar su dolor al mundo.
El cortejo de Genji era numerosísimo. Sus hombres, vestidos en tonos oscuros y brillantes, destacaban como las hojas del arce y las flores del cerezo sobre el color verde oscuro de las copas de los pinos. Entre los cortesanos de sexto rango, impresionaba el secretario imperial por sus ropajes verde y oro. También estaba allí Yoshikiyo, ahora oficial de la guardia, que parecía muy orgulloso de su atavío escarlata. Casi todos los hombres que la dama había tenido ocasión de conocer en Akashi se encontraban allí, mezclados con la muchedumbre, prácticamente irreconocibles debido al lujo de su vestuario. Las sillas, arreos y gualdrapas de los caballos de la comitiva eran tan espectaculares que los pobres rústicos de Akashi, mudos de admiración, no sabían qué cara poner.
El hecho de contemplar todo aquel esplendor y no ver a Genji desesperaba a la pobre dama. Para honrar al príncipe se le había concedido una guardia de diez pajes que cabalgaban junto a su coche, distinción muy especial que se asociaba con el gran ministro Toru, cuya afición a la magnificencia resulta aún proverbial. Todos los muchachos tenían la misma estatura, iban vestidos con suma elegancia y llevaban los cabellos recogidos a ambos lados de la cabeza con cintas blancas y rojas. Incluso Yugiri, que no podía faltar, llevaba consigo a sus mozos de establo vestidos de pajes imperiales.
La dama creía estar contemplando un mundo de dioses que se movían entre nubes doradas, al lado del cual su hijita resultaba algo insignificante, de modo que optó por inclinarse ante el santuario y rezar con fervor mientras el gobernador de la provincia salía a recibir a Genji y lo invitaba a un banquete digno de un emperador. Entonces no pudo más: «Si sigo con mis miserables ofrendas», se dijo, «haré el ridículo, porque el dios ni se dará cuenta… Pero mi viaje carecerá de sentido si doy media vuelta y me voy a casa…». De modo que sugirió a sus hombres que se dirigieran por mar a Naniwa251 para celebrar allí las ceremonias de purificación.
Ignorante de todo, Genji pasó la noche entera cumpliendo sus votos. Preciso es reconocer que se excedió a sí mismo en cuanto a la novedad y belleza de las danzas que organizó en honor de la divinidad. Sus hombres, empezando por Koremitsu, sabían cuánto debía él al dios, de modo que cuando regresó del santuario, Koremitsu le hizo entrega de este poema:
Los ingentes pinos de Sumiyoshi
me hacen recordar
aquellos días, llenos de dolor,
en que éramos vecinos del dios.
«Muy adecuado», pensó Genji, y añadió por su cuenta:
Ni siquiera aquellas olas enormes
que se estrellaban contra la costa,
lograrían hacerme olvidar
al dios de Sumiyoshi y las gracias recibidas…
Sí, no hay duda. Todo lo debo a su intervención…
Genji escuchó con gran sorpresa la narración que le hizo Koremitsu sobre una embarcación procedente de Akashi que había fondeado delante del santuario, para luego, a la vista de la multitud que había tomado el templo y sus alrededores, hacerse a la mar otra vez. El príncipe pensó inmediatamente en la dama, y la posibilidad de que con su presencia le hubiera cerrado el acceso al santuario le dolió profundamente. Ahora estaba, además, totalmente convencido de que había sido el dios de Sumiyoshi quien había propiciado su encuentro con la madre de su única hija.
Deseoso de dar con ella, abandonó Sumiyoshi y visitó varios lugares cercanos, ordenando grandes ceremonias en los siete estrechos de Naniwa. Allí, al contemplar las boyas del canal del Horiye,252 murmuró las palabras de un antiguo poema: Si me arrojo a las olas de Naniwa, tal como sugieren las boyas, tal vez nos encontremos en el otro lado…253 Al punto le facilitó Koremitsu papel, pincel y tinta, y el príncipe compuso estos versos:
¿Qué mejor presagio
de que nuestro amor saldrá a flote
que la visión de esas boyas
sobresaliendo de las aguas del canal?
Koremitsu se apresuró a enviar el poema a la dama a través de un mensajero que conocía muy bien el camino. Cuando lo recibió se deshizo en lágrimas de gratitud. Improvisó:
Careciendo de valor alguno,
no tenía derecho a ser feliz…
¿Qué pudo hacerme enloquecer
hasta el extremo de entregarme toda por amor?
Era la hora del crepúsculo, y la escena que Genji tenía delante resultaba encantadora: la marea estaba subiendo mientras las grullas chillaban surcando el aire. Estaba ansioso por ver a la dama, y nada le importaba lo que los demás pudieran pensar. Recitó:
—Tan empapadas de rocío como entonces,
mis ropas de viajero
no hallan refugio alguno
en la isla de Tamino.254
No faltaban en el lugar las prostitutas que buscaban clientes entre los rangos más elevados y muchos cortesanos jóvenes no les hacían ascos, pero Genji se apartó de ellas, prosiguiendo su camino hacia la capital. El lugar y la hora eran demasiado hermosos para disfrutarlos en compañía de cierta clase de personas. Detestaba la frivolidad, y los gestos y miradas lascivos de aquellas mujerzuelas no le interesaban.
Al día siguiente, aprovechando que se trataba de un día propicio, la dama de Akashi regresó a Sumiyoshi y procedió a hacer sus ofrendas con arreglo a sus votos. El incidente sólo había servido para hacerla sentirse más desgraciada. ¿Cómo iba el príncipe a querer saber nada de una persona tan insignificante como ella? Para su sorpresa, se presentó un mensajero: aunque Genji todavía no había llegado a la ciudad, le enviaba una carta. Muy pronto mandaría a buscarla, le aseguraba. La carta la alegró, pero no pudo evitar decirse que se estaba embarcando en una aventura peligrosa y de resultados inciertos. ¿Cómo sería su nueva vida bajo un cielo desconocido? ¿Y si todo acababa en desastre? También su padre se mostraba profundamente inquieto. Por otra parte, tampoco le entusiasmaba la idea de seguir viviendo en Akashi. No es de extrañar, pues, que su respuesta a Genji estuviera llena de reticencias y temores.
Olvidé contar que, con la llegada del nuevo emperador, se había nombrado una nueva gran vestal de Ise y la princesa Rokujo había llevado a su hija de nuevo a la capital. Genji le envió cartas de felicitación, poniéndose a disposición de ambas, pero Rokujo, aunque se alegró de sus mensajes y buenos deseos, no había olvidado la frialdad mostrada por Genji en otras épocas y no estaba dispuesta a repetir una historia que tanto dolor le había causado, de manera que le dio a entender que sólo estaba dispuesta a tratarlo como a un viejo amigo, pero nada más. Tampoco él hizo especiales esfuerzos por verla: desconfiaba de sus propios sentimientos y se hallaba en un momento muy delicado de su vida en el que ya no le era posible mantener tantas relaciones simultáneas como antes. Y, sin embargo, sentía curiosidad por ver cómo le había sentado el paso de los años a la ex gran vestal de Ise.
Rokujo había hecho reformar y decorar de nuevo su palacio de la Sexta Avenida, y la vida en él recomenzó con brío, convirtiéndose una vez más en un lugar de encuentro de espíritus selectos. Aunque se sentía bastante sola, procuraba distraerse volcándose en placeres intelectuales y rodeándose de pintores, músicos y literatos. Y súbitamente cayó enferma. Desde los primeros síntomas tuvo el convencimiento de que le quedaban pocos días por delante: había estado viviendo durante años en un lugar pecaminoso255 y Buda estaba ofendido. Cuando Genji se enteró de que se había hecho monja, canceló todos sus compromisos y corrió a su lado porque, aunque la antigua pasión se había extinguido, seguía importándole mucho.
La encontró completamente postrada. Habían rodeado su cama de biombos y colocaron una silla para él junto a la almohada de la princesa para que pudieran conversar. Viendo que las fuerzas la estaban abandonando por momentos, Genji se arrepintió amargamente de no haber acudido antes a su lado… Mientras él no paraba de llorar, Rokujo, asombrada ante aquella manifestación de dolor sincero, le perdonó todos sus olvidos e infidelidades e hizo todo lo posible por despertar su interés por otros temas. Le habló de su hija, que acababa de cesar en el cargo de gran vestal de Ise:
—Esperaba vivir lo suficiente —dijo con un hilo de voz— para dejarla en el mundo de tal manera que fuera capaz de defenderse por sí misma… Pero no será así. Te ruego que la tomes bajo tu protección. Ha sido una criatura muy desdichada y no ha tenido a su lado la mejor de las madres…
—Me estás hablando como si fuéramos extraños —respondió Genji—. Esta recomendación sobra: te prometo que haré cuanto pueda por ella…
—Incluso las muchachas que han tenido la suerte de que sus padres se ocupasen de ellas se encuentran como perdidas al fallecer su madre —prosiguió la dama—. Pero mucho me temo que tu tarea será infinitamente más complicada que la de un padre viudo, porque todas las atenciones que tengas para con ella serán mal interpretadas. Todos la criticarán y tus mejores amigos se pondrán en su contra, empezando por tus mujeres. Supongo que estoy entrando en un terreno difícil y que roza el mal gusto, pero debes entenderme… Quisiera morir con la seguridad de que no la harás objeto de un amor distinto del de un padre hacia su hija… Si contase con mi experiencia, no temería por ella, pero se trata de una persona sin malicia alguna que sufrirá lo indecible si llega a ser o a pasar por una de tus amantes… ¡Ojalá pudiera dejarla en otras manos!
Genji se sintió casi ofendido por lo que acababa de escuchar. ¿Cómo había podido imaginar Rokujo lo que le estaba diciendo? Con todo, procuró mantener la calma y le respondió en tono firme:
—Soy una persona mucho más seria y formal de lo que fui en tiempos, y me asombra y mortifica que aún sigas considerándome un joven atolondrado. Espero que vivas lo suficiente para darte cuenta del cambio…
El cielo estaba oscuro y de vez en cuando se atisbaban relámpagos. Genji se levantó procurando no hacer ruido y se acercó al biombo. A través de una rendija pudo distinguir la silueta yacente de Rokujo. Llevaba la cabeza rapada como las novicias antes de profesar, pero no había perdido ni un ápice de su elegancia y encanto, de modo que aquella cabeza, recostada en la almohada, parecía digna de ser pintada. En el rincón este de las cama descubrió a otra mujer sentada y con la barbilla apoyada en una mano. Tenía la desesperación pintada en el rostro, de modo que Genji intuyó que se trataba de la muchacha. Aunque la habitación estaba prácticamente a oscuras, le pareció de una gran belleza. Su cabellera caía, majestuosa, por encima de sus hombros hasta rozar el suelo y la forma de su cabeza era de una rara perfección. A pesar de su aire digno, casi orgulloso, había a la vez en ella algo tierno y delicado que la hacía extremadamente atractiva. Genji procuró sacudirse de encima los efectos que tanta hermosura empezaba a desencadenar en él para no dar la razón a los temores de la madre.
—Me siento mucho peor —dijo la enferma—. No quisiera que fueses testigo de mi agonía. Retírate, por favor.
La enferma hablaba con dificultad, mientras dos mujeres la sujetaban por ambos lados.
—¡Cuánto me hubiese alegrado —dijo Genji— si mi visita hubiera contribuido a mejorar tu salud! ¿Qué enfermedad te aqueja?
La dama se dio cuenta de que Genji la había visto.
—Debo de parecer una bruja horrible… —musitó—. De todos modos, por fuerza hay algún vínculo muy fuerte entre ambos. De lo contrario, no se explica que hayas venido a verme en estos momentos. Ahora que he podido descargar mi mente en tu corazón, ya no tengo miedo a morir.
—Me siento profundamente honrado por el hecho de que me hayas elegido para tus confidencias —le contestó Genji—. Como sabes, mi padre, el viejo emperador, tenía un montón de hijos e hijas, con los cuales tengo muy poco trato. Pero cuando murió su hermano, el príncipe Zembo, empezó a ver en su sobrina una hija más, de modo que para mí será como una hermana y la ayudaré en todo lo que pueda. Aunque soy bastante más mayor que ella, tengo una familia muy reducida y puedo ocuparme de otras personas…
El príncipe regresó a su mansión y en los días que siguieron envió continuamente mensajeros a la de Rokujo. A la semana de la visita relatada, la dama murió. Su muerte causó un profundo pesar a Genji, que, una vez más, volvió a experimentar en carne propia lo incierto y pasajero de la vida humana, de modo que después de dar las instrucciones oportunas para el entierro, se retiró unos días a un monasterio. Afortunadamente, la hija de la muerta contaba aún con el servicio que había tenido a su alrededor mientras fue gran vestal de Ise, y ahora le resultó de gran ayuda.
Poco antes del funeral, el príncipe fue a visitarla, pero una criada le hizo saber que se hallaba en un estado lamentable y no podía recibirlo. Genji envió un segundo mensaje recordando a la muchacha que su madre la había confiado a él y no debía considerarlo un intruso o un entrometido. Desde aquel momento se puso a dar instrucciones que el personal de la casa acataba respetuosamente, reconociendo en él una fuente de autoridad que nada tenía que ver con su frívolo pasado. El funeral resultó magnífico, y en él participaron no sólo los servidores de Rokujo sino casi todo el personal y escuderos de la casa de Genji.
Concluido el funeral, Genji prosiguió su retiro, aunque no dejaba de enviar mensajeros a interesarse por la huérfana. Cuando la muchacha se encontró algo mejor, empezó a contestarle. Por más que la idea de cartearse con el príncipe la intranquilizaba, tanto su ama como la mayor parte de sus sirvientas insistieron en que parecería grosero negarse a responder a tanta solicitud.
Un día de invierno en que el viento soplaba como mil diablos y la nieve y el granizo caían del cielo sin piedad, Genji se puso a pensar en qué efecto debía de estar produciendo aquel tiempo infernal en la pobre muchacha. Entonces le escribió una carta.
Ignoro si te gustan las tormentas…
Desde un cielo dominado
por la nieve y el granizo,
su espíritu vela sobre un hogar dolorido.
Y mi alma está de luto…
Había elegido un papel azul oscuro, y cuidado todos los detalles que podían llamar la atención de una muchacha joven. Ella no sabía qué contestar, pero sus mujeres insistieron en que debía responder personalmente y no confiar la redacción de la carta a sus secretarios. Al fin eligió un papel de color gris, que hacía resaltar los trazos de tinta, y le envió este poema:
Como nieve que se niega a fundirse,
sobrevivo en las tinieblas,
y ni siquiera estoy segura
de quién soy o adónde me dirijo.
Tenía una caligrafía juvenil, no especialmente estudiada, pero que permitía entrever una buena educación. Genji no había dejado de pensar en ella desde que se fue a Ise y ahora no había obstáculo alguno entre ambos. Pero, una vez más, su razón se rebeló contra sus sentimientos. Los temores de la madre no carecían de fundamento —y, de hecho, ya habían empezado a correr rumores por la corte—, pero tomó la decisión firme de actuar tal como la difunta quería y mostrarse un modelo de padre con respecto a la ex vestal. Cuando el emperador tuviera unos años más, la llevaría a la corte. Como todavía no tenía hijas crecidas, la trataría como a una hija, de modo que veló para que todos sus deseos se vieran cumplidos y sólo la visitaba de tarde en tarde.
—Tal vez te parezca atrevido por mi parte decirte lo que vas a oír —le dijo un día—, pero sólo quisiera que vieras en mí un sustituto de tu madre. ¿Por qué no procuras tratarme como si fuera un viejo amigo? Me haría muy feliz.
Pero ella era muy tímida y, por más que porfiaran sus mujeres para que se mostrase más abierta, le costaba mucho incluso dirigirle la palabra. Genji se consolaba pensando que, como muchas damas de compañía de la muchacha tenían conexiones con la familia imperial, no se encontraría desasistida si su plan de introducirla en la corte prosperaba. Le hubiese gustado poder juzgar su aspecto, pero ella lo recibía siempre detrás de un kichó, y él no se atrevía a tomarse las libertades propias de un padre de verdad ni se sentía suficientemente seguro de sí mismo como para poner a prueba sus sentimientos «paternales». Tan poco seguro estaba de sus verdaderas intenciones que, de momento, no comentó sus planes con nadie. Sea como fuere, se excedió en los funerales de Rokujo, que asombraron a todos por su magnificencia.
Pasaban los días y la casa de la muerta respiraba tristeza. Poco a poco los que habían servido a la gran vestal se fueron despidiendo. La mansión se levantaba en el extremo este de la Sexta Avenida, en una zona solitaria de campos y templos. Sólo la voz lastimera de las campanas servía de algún consuelo a la huérfana, que pasaba la vida pensando en la difunta. Aquella madre y aquella hija habían estado más unidas que la mayoría, no se habían separado casi nunca y cuando la madre decidió acompañarla incluso al santuario de Ise mientras oficiaba de gran vestal, todos se asombraron muchísimo porque no se conocían precedentes. También la hija hubiese querido acompañar a su madre en su último viaje, de haber sido posible.
No faltaban pretendientes de rangos muy diversos que procuraban acercarse a ella a través de alguna de las mujeres que la servían. Adoptando de una vez por todas el papel de padre, Genji les prohibió que se metieran en estos asuntos. Ni el ama ni nadie tenían derecho a inmiscuirse en una cuestión tan delicada. Temiendo que sus indiscreciones pudieran llegar a oídos de Genji, las mujeres anduvieron desde entonces con sumo cuidado y evitaron dar esperanzas a nadie.
El ex emperador Suzaku recordaba todavía cómo le había impresionado la belleza de la joven cuando tuvieron lugar los ritos de su consagración y partida hacia el santuario de Ise, de modo que, cuando regresó a la capital con su madre —entonces él aún no había abdicado—, pidió a la princesa Rokujo que la enviara a vivir al palacio imperial, donde sería tratada como una hermana más del emperador, una de las cuales había sido nada menos que gran vestal del Kamo, pero Rokujo se resistió a la solicitud, pensando que el emperador ya tenía consortes suficientes y que a su hija le faltaría una protección adecuada en la corte, sobre todo si el soberano, que no gozaba de buena salud, moría. Fallecida la madre, Suzaku reiteró su solicitud.
Cuando Genji lo supo, decidió oponerse porque los deseos de su hermanastro interferían con sus propios planes, dirigidos a asegurar la posición de la muchacha en la corte del emperador reinante. De todos modos, a veces se preguntaba si no estaba actuando por otros motivos que no osaba confesarse al resistirse tanto a poner a la hermosa muchacha en manos de otro hombre. Finalmente tomó la decisión de hablar del asunto con Fujitsubo.
—Es un tema que me preocupa mucho —confesó a la monja—. Como ya sabes, su madre era una mujer muy orgullosa e inteligente. He de reconocer que, dejándome arrastrar por mi frivolidad de aquellos años, me porté muy mal con ella y perjudiqué gravemente su reputación. No debe extrañarte, pues, que acabara odiándome. Y, sin embargo, poco antes de exhalar su último suspiro pareció perdonarme y me habló del futuro de su hija en unos términos impensables si no hubiese mejorado sensiblemente su opinión sobre mi persona. No puedo recordar su último discurso sin echarme a llorar. Sus instrucciones pesan sobre mi corazón como una losa y estoy dispuesto a hacer cuanto haga falta para mostrarme digno de su confianza. Quiero que el espíritu de la dama descanse en paz y me acabe de perdonar del todo, si aún no lo ha hecho. Nuestro emperador es maduro para sus años, pero todavía es muy joven.256 Pienso que sería bueno que tuviera alguien cerca que conociera el mundo. Pero debes ser tú quien tome la decisión definitiva.
—Soy de tu misma opinión —respondió la monja—. No parece prudente ofender al ex emperador, pero los deseos de la madre difunta deben prevalecer, y tú eres su único depositario. Si yo estuviera en tu lugar, fingiría ignorar las pretensiones de Suzaku, y la presentaría en palacio sin dar más vueltas al asunto. A decir verdad, no creo que a Suzaku le importen ya demasiado esas cosas. La poca energía que le queda la emplea en plegarias y meditaciones… Si le expones las cosas tal como son, lo comprenderá perfectamente y no te guardará rencor alguno…
—Sea como fuere —dijo Genji—, pienso que todo resultaría mucho más fácil si fueras tú quien presentara su candidatura… En tal caso yo me limitaría a añadir mi solicitud a la tu ya. Tal vez te parezca que estoy siendo excesivamente escrupuloso, pero he pensado mucho en la situación y en lo que más conviene a la muchacha y a todos. No quisiera que la gente me criticara por mostrarme poco respetuoso con mi hermano…
Ésta pareció a ambos la mejor solución, pero, como paso previo a su presentación en el palacio imperial, la joven debía acomodarse primero en el palacio de Genji en Nijo. El príncipe se lo explicó a Murasaki.
—Tiene tu edad —le dijo—, y te resultará una compañera muy agradable. Estoy convencido de que os llevaréis muy bien…
Murasaki pareció entusiasmada con la idea y empezó a hacer preparativos para recibirla.
Fujitsubo estaba muy preocupada por el futuro de su sobrina, la hija del príncipe Hyobu, pues el resentimiento que Genji sentía hacia él por haberle dado la espalda en los tiempos difíciles de su caída en desgracia y exilio parecía cerrarle las puertas del palacio imperial. Mientras tanto, la hija de To no Chujo y nieta del que fuera ministro de la izquierda y ahora era el canciller, convertida en consorte imperial, ocupaba los apartamentos que había ocupado Kokiden. Un día Fujitsubo dejó caer estas palabras en presencia del príncipe:
—La hija de mi hermano Hyobu tiene la misma edad que el emperador. Se divertirían mucho jugando juntos, y ello ahorraría trabajo y tiempo a muchos que se ven obligados a distraerle. Y si la hija de Rokujo va a vivir a palacio, podrá velar por ambos.
Pero Genji no se dio por enterado y, como tenía tantas cosas en la cabeza, la monja no osó insistir más en el asunto por el momento. Sea como fuere, la idea de que la ex gran vestal de Ise iba a ir a vivir junto a su hijo la tranquilizaba mucho. Sabía que Genji hacía cuanto podía por ayudar al joven emperador, pero a su tierna edad necesitaba aún los cuidados de una mujer mayor y ella se encontraba cada día más debilitada. A pesar de que visitaba el palacio de vez en cuando, no podía ya responsabilizarse de la educación de Reizei tal como hubiese querido. Aunque hubiese dado cualquier cosa por ver a su sobrina admitida en palacio, la seguridad de la inminente llegada de la sensible y sensata hija de Rokujo suponía ya mucho para ella.