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La casa en ruinas

Yomogiu

Mientras Genji vivía en la costa de Suma entre algas y agua salada, muchos lamentaban su ausencia —unos más y otros menos, como es lógico— en la capital. Incluso los que no dependían de su protección y buenos oficios, echaban de menos su trato y conversación, invariablemente amenos y agradables. Murasaki recibía cartas constantemente informándole de que se encontraba bien, que mitigaban en alguna medida su pena. Ella las contestaba y hacía coser ropas para él adecuadas a la situación en que se encontraba y a las diversas estaciones del año, que le eran periódicamente enviadas. Todo esto la mantenía ocupada y no dejaba de ser un consuelo. Había otras damas, en cambio, mucho menos afortunadas, que tras ser objeto de sus favores, habían perdido todo contacto con el príncipe exiliado.

Entre las más desfavorecidas estaba la hija del príncipe Hitachi, a la que Genji llamara Suetsumuhana por su nariz encarnada. Después de la muerte de su padre, nadie se había ocupado de ella y su existencia había sido francamente triste hasta que Genji entró en su vida como la aparición de una divinidad. Sus insignificantes atenciones representaron muchísimo para la dama, que se sentía como si le hubiera caído una estrella en su cuenco de agua. Pero luego toda la corte se movilizó contra él y hubo de exiliarse. Durante su ausencia, no encontró un momento para escribir a la infortunada princesa. Sin noticias del que consideraba su salvador, no debe extrañarnos que Suetsumuhana pasase los tres años llorando y echándole de menos.

—¡Pobre princesa! —decían las ancianas que la servían—. ¿Qué habrá hecho esta muchacha en sus vidas anteriores para tener un karma tan malo? Mas he aquí que, de pronto, un buen día desciende de las nubes este hombre resplandeciente como el propio Buda para consolarla. Claro que a él nunca le importó demasiado, pero la princesa tenía más que suficiente con pensar que había conseguido llamar su atención y que de vez en cuando Genji se acordaba de ella. Y, cuando menos se lo esperaba, tal como llega, desaparece. Nos consta que no ha huido de nuestra señora y que su desaparición es culpa del nuevo gobierno, pero resulta imposible no compadecer a la princesa.

Parecía una broma de mal gusto del Iluminado. Una dama pobre puede llegar a acostumbrarse a la soledad y las privaciones, pero, cuando han desaparecido de su vida durante un tiempo, no volverá a aceptarlas fácilmente. Mientras Genji visitó la casa, otras visitas se dejaron caer también que la animaban y la ayudaban en lo que podían. Ausente Genji, las visitas cesaron y la soledad volvió a instalarse en el palacio de Hitachi. El jardín, que nunca destacó por lo bien cuidado, era ahora una selva de la que habían tomado posesión los zorros y un sinfín de criaturas malignas mientras las lechuzas dejaban oír su voz desde sus escondrijos noche y día. Se decía que aquel jardín, otrora ameno, se había llenado de espíritus de árboles que se habían hecho los reyes del lugar. La servidumbre hablaba de apariciones y monstruos terribles que acechaban a todas horas.

—No podemos seguir así, señora —le dijo una de las pocas criadas que aún se mantenían a su lado—. Hoy en día todos los gobernadores y sus subordinados inmediatos andan buscando terrenos para levantarse casas suntuosas. A todos les agrada tu palacio… ¿Por qué no decides venderlo? Con el precio podrías comprar una casita algo menos tétrica. Piensa en la servidumbre, que vive realmente aterrada… Pienso que exiges demasiado de tu gente.

—¡No digas esas cosas! —la riñó la princesa—. ¿Qué pensaría la gente si te oyera? Mientras yo viva, no cometeré tamaña falta de respeto a la memoria de mi padre… Reconozco que el palacio está muy mal conservado y a veces yo soy la primera en tener miedo. Pero siento que el espíritu del príncipe Hitachi está aquí y no estoy dispuesta a alejarme de él, mi único consuelo, por nada del mundo…

Dicho esto, rompió a llorar y no hubo manera de volver a hablar del asunto. El mobiliario de la casa era antiguo pero de exquisita calidad: justamente el tipo de piezas que buscan los coleccionistas de antigüedades. Corrió la voz de que tal pieza era obra de tal maestro y tal otra pertenecía a tal época, y los comerciantes se lanzaron a hacer averiguaciones en su propio provecho, convencidos de que la muchacha sería presa fácil de su codicia. Pronto empezaron a llover las ofertas de compra. Las sirvientas se mostraban partidarias de vender, pero ella se resistía.

—Señora, todos lo hacen —se lamentaban—. ¿Por qué hemos de actuar de modo diferente?

A sus espaldas procuraban entablar negociaciones por su cuenta. Pero cuando ella se enteró, se enfadó muchísimo.

—Mi padre no hubiese mandado hacer esas piezas de no haber querido que yo las conservara —exclamó—. Son mías y sólo mías. ¿Cómo voy a permitir que esa gentuza puje por ellas? Me moriría de vergüenza si supiera que mi padre me está observando.

No tenía a nadie a quien recurrir. Cierto que su hermano mayor, un monje budista, solía parar en la casa cuando se encontraba en la ciudad, pero se limitaba a asomar la cabeza y a seguir su camino. Además era un hombre muy espiritual —tal vez en exceso—, sin sentido práctico alguno. Entre sus colegas tenía fama de santidad y no se daba cuenta de que aquella casa estaba siendo devorada a marchas forzadas por el tiempo y la maleza. Sea como fuere, aunque se hubiese dado cuenta, tampoco habría sido capaz de sugerir remedio alguno. Los juncos eran tan gruesos que resultaba imposible saber si crecían en el agua o en la tierra, el ajenjo y las malas hierbas se estaban apoderando de todo, la carcoma se comía los pilares y las vigas de madera y las puertas no eran ya practicables, porque los matojos las habían atrancado formando auténticas barricadas a uno y otro lado.

Tal vez esto hubiera debido dar seguridad a los habitantes de la casa, a no ser por el hecho de que los caballos y las vacas del vecindario se habían abierto camino en busca de pasto a través de los muretes y las cercas, casi todos rotos y tumbados. En verano y en otoño los pastores no se avergonzaban de llevar sus rebaños a pastar por aquellas tierras que en otro tiempo fueron suntuosos jardines y ahora eran sólo yermo y maleza.

Durante el octavo mes un tifón violentísimo arrancó la techumbre del pabellón de los criados dejando la construcción reducida a una estructura tambaleante, y la mayor parte de la servidumbre de menos nivel se marchó. Pocos quedaron viviendo en la casa. Los fuegos de la cocina permanecían continuamente apagados y la comida brillaba por su ausencia. Ladrones y vagabundos hubiesen podido entrar y salir con toda libertad sin que nadie les opusiera resistencia, pero los contados habitantes de la mansión tuvieron la suerte de que no se acercaran. ¿Cómo podían imaginar que aquella casa a punto de hundirse contuviera algo digno de ser robado? Se paraban ante sus muros, sacudían la cabeza de incredulidad y seguían su camino. Y, sin embargo, la sala principal seguía conservando su espléndido mobiliario, lleno de polvo, eso sí, porque no había nadie dispuesto a limpiarlo. Hubiera podido afirmarse que la dama vivía en un ambiente de elegantísimo polvo y suntuosas telarañas.

Los solitarios que tienen mucho tiempo que perder suelen echar mano de viejas canciones y poemas para matarlo, pero ella ni siquiera se interesaba por esas cosas. Incluso en la vida de los poco dados a la poesía existen períodos vacíos en los que se dedican a intercambiar cartas con algún corresponsal amable, pero, fiel a los principios que su padre le había inculcado, la hija del príncipe Hitachi no quería cartearse con personas que por fuerza serían poco educadas, y estaba convencida de que el hábito de exteriorizar los sentimientos revelaba muy poca dignidad por parte de la persona que se rebajaba a ello. Con esta actitud se mantenía al margen de muchos que hubiesen agradecido alguna nota o mensaje ocasional.

Muy de vez en cuando abría un cofre pasado de moda y sacaba de él viejos rollos de novelas ilustradas como El prefecto de China, La dama de Hakoya o La princesa Kaguya. También poseía bellas colecciones de poesía dignas de un emperador, con el nombre del autor y el título espléndidamente caligrafiados junto a los poemas, escritas sobre valioso papel de Kanya o de Michinoku, y, aunque no cabe pretender que la lectura repetida de los mismos poemas pueda reportar un placer inagotable, pasaba muchas horas en el suelo rodeada de esas colecciones que hojeaba desganadamente cuando se sentía incapaz de seguir soportando la soledad y la tristeza de sus días. En cuanto a leer los sutras o celebrar ceremonias budistas —costumbre que se ha puesto muy de moda entre la buena sociedad—, no quería ni oír hablar de ello, y antes hubiera tocado una serpiente que un rosario aun teniendo la seguridad de que nadie la vería.257 He aquí los altos principios que se había impuesto.

De sus criados tan sólo Jiju, la hija de su nodriza, había permanecido a su lado. Una ex gran vestal del Kamo, que había visitado con cierta frecuencia en tiempos, había muerto, y su vida se había convertido en algo muy difícil de sobrellevar. Tenía una tía, hermana de la princesa que fue su madre, pero se había arruinado y se había casado con un funcionario de provincias. Aquella mujer tenía hijas y contaba con un servicio francamente presentable, y a veces Jiju iba a visitarla porque no vivía lejos. Habiendo servido desde niña a la misma familia, se encontraba a gusto entre ellos. Pero la princesa, sobre cuyo carácter y principios ya hemos hablado, se negó siempre a tratarse con su tía, porque consideraba que había traicionado a su clase y a la familia.

—Me temo que mi sobrina se avergüenza de mí —solía comentar la tía—, de modo que, aunque la compadezco, no puedo ayudarla. Supongo que por eso no pisa nunca nuestra casa.

Con todo, de vez en cuando le mandaba una carta.

Los hijos y las hijas de los gobernadores de provincias son a veces más nobles que la aristocracia cortesana, porque tratan de imitar a sus superiores. En cambio, los aristócratas venidos a menos suelen ser el colmo de la mezquindad. La tía de la princesa era un ejemplo perfecto de lo que se acaba de decir. Sabía que, tras su matrimonio con una persona absolutamente vulgar, las gentes del palacio de Hitachi habían empezado a despreciarla como un baldón para la familia. Ahora que la casa de su hermana se había ido al traste, le habría encantado contratar a su sobrina como institutriz de sus hijas. Éste era su sueño y su máxima aspiración: con ello su venganza hubiese sido completa.

—Dile que venga a visitarnos —decía a Jiju—. Hay mucha gente en mi casa ansiosa por oírle tocar el koto.

Jiju insistía para que su señora aceptase la invitación, y la princesa, que era de carácter dócil, no ofrecía al principio una fuerte resistencia, pero luego, a la hora de la verdad, el pánico se apoderaba de ella y no salía de su casa.

Cuando el marido de la tía fue nombrado gobernador delegado de Dazaifu, en la isla de Kiushu, la mujer colocó a sus hijas lo mejor que pudo y se dispuso a acompañarlo. La idea de llevar consigo una princesa «de verdad» a aquella isla lejana le fascinaba, de manera que volvió a la carga. A través de Jiju envió una carta a la muchacha en la que le decía entre zalamerías: «Voy a estar muy lejos. Reconozco que en estos últimos años no me he interesado por ti con la frecuencia que hubiera sido de desear, pero me consolaba pensando que te tenía cerca y podía ayudarte si se presentaba un imprevisto. Pero ahora debo irme muy lejos».

Cuando la princesa volvió a rechazar su ofrecimiento, puso el grito en el cielo.

—¿Qué se habrá creído esa imbécil vanidosa? ¡Seguramente tiene una gran opinión de sí misma, pero nadie le hace el menor caso! ¿Quién cree que va a acudir a pedirle la mano en ese cochambroso chamizo que habita? ¿Tal vez el príncipe Genji en persona?

Cuando se extendió la noticia del perdón de Genji y de su regreso a la capital, los nobles rivalizaron en dar muestras de gozo y sumisión. Todos querían ser los primeros a la hora de demostrar un afecto incondicional. Estos testimonios de popularidad, que sembraron en el corazón del recién llegado muchas dudas sobre la sinceridad de los humanos, ocuparon gran parte de su tiempo, pues, fuesen o no auténticos, Genji se sentía obligado a corresponder. No debe extrañar, pues, que no pensara en la infeliz Suetsumuhana. Ella, en cambio, vio cómo se fundían sus únicas esperanzas. Se había pasado años llorando su ausencia y confiando en que algún día regresaría y se dejaría ver por su casa. Ahora todos estaban ocupados en celebraciones y nadie parecía acordarse de ella, que se sentía más abandonada que nunca. ¿Tenía la culpa de que el mundo resultara cada día un lugar más inhóspito?258 ¿Cómo iban a consolarla sus éxitos si no participaba en ellos?

La tía no cabía en sí de gozo al ver que sus profecías se habían cumplido. ¿Quién iba a acordarse de aquella muchacha que vivía casi como una mendiga? Los hay a quienes ni Buda ni todos sus santos son capaces de redimir (lo dicen los textos sagrados), y aquella damita necia era un ejemplo. Se esforzaba por aparentar que todo seguía igual que cuando su padre y su madre todavía vivían, y seguía despreciando al resto del género humano para perpetuar en el mundo la insensata y ridícula altivez de sus progenitores.

La tía le envió otra carta: «Haz el favor de tomar una decisión y ven a vivir con nosotros. Dice el poeta que en los malos tiempos conviene hacer un viaje a las montañas.259 No va a pasarte nada malo por acompañarnos».

Pero la princesa seguía en sus trece para desesperación de las que la servían.

—¿Por qué se niega a escuchar? —se decían—. No tiene ni un árbol del que ahorcarse, y sigue tan testaruda como el primer día. ¿Cómo se explica?

Jiju se acababa de prometer con un sobrino del gobernador delegado de Dazaifu, y el joven funcionario no estaba dispuesto a dejarla atrás cuando le tocara marchar a su provincia. Aunque lo sentía en el alma, porque adoraba a su ama, no podía negarse. Incluso llegó a pedirle que los acompañara, pero la princesa seguía soñando con Genji, por más que éste llevara casi cuatro años sin acordarse de ella. «Por años que pasen», se decía, «llegará un día en que se acordará de mí… Me quería de verdad y han sido sus muchas desgracias las que me han borrado temporalmente de su mente… Si supiera el triste estado al que me he visto reducida, acudiría inmediatamente a mi lado…»

Así siguió aguantando días y meses mientras la mansión se iba deteriorando más y más. A pesar de todo, continuaba aferrada a sus tesoros y se negaba a desprenderse de nada. El mundo iba oscureciendo a su alrededor como en un crepúsculo irreversible, y ella no se cansaba de llorar hasta que su nariz se puso más encarnada que nunca. Los arrieros suelen llevar flores de aquel color detrás de la oreja. En cuanto a su perfil, sólo alguien que la hubiese querido mucho habría sido capaz de contemplarlo con simpatía. Pero evitaré entrar en detalles: no quiero que el mundo me tilde de maliciosa ni diga que disfruto con la desgracia ajena.

Llegó el invierno con sus fríos, y la vida en el palacio de Hitachi se hizo más difícil aún. La pobre dama no tenía a quién acudir mientras, en la capital, Genji ordenaba una magnífica lectura del Sutra del Loto de la que hablaba toda la corte. Llegó al extremo de no aceptar la presencia de bonzos ordinarios en la ceremonia, exigiendo que acudieran los eruditos más prestigiosos y venerables del momento, entre los cuales figuraba el hermano de Suetsumuhana. Al regresar a su monasterio se presentó en casa de su hermana.

—Acabo de tomar parte en las ocho lecturas del Sutra del Loto que ha organizado el príncipe Genji en su palacio —le explicó—. ¡Qué magnificencia! Me cuesta imaginar nada más hermoso e impresionante… Aquello es un auténtico paraíso, dicho sea con el máximo respeto, y, en el centro de todo, el príncipe Genji reina como si de un Buda o de un santo bodisatva se tratase. ¿Cómo se explica que naciera en un mundo tan corrompido e impuro como el nuestro?

Dicho esto, regresó a su monasterio. Ambos hermanos destacaban por lo discretos y taciturnos y eran incapaces de mantener una conversación sobre temas ociosos o de poca monta. Seguramente por ello las palabras que acababa de pronunciar el abad causaron gran impresión en la muchacha. ¿Cómo era posible que, si Genji se asemejaba en algo al misericordioso Buda, pudiera pasar de largo ante su desgracia? Por primera vez empezó a considerar la posibilidad de no volver a ver nunca más a Genji.

Y cuando menos la esperaba, volvió a presentarse su tía. La mujer llegó preparada para verse rechazada una vez más por aquella sobrina tan singular que le había tocado en suerte, pero, como había acudido con el carruaje lleno de regalos, albergaba la secreta esperanza de lograr vencer la mala disposición de Suetsumuhana. La desolación del lugar la impresionó: las puertas habían perdido sus goznes y, medio caídas, resultaban imposibles de abrir. Incluso los «tres senderos» que impone la tradición china en moradas como aquélla se habían borrado completamente.

Con mucho esfuerzo, el carruaje se abrió camino entre la maleza y los restos de cerca hasta detenerse ante una ventana de la fachada sur, cuyas cortinas amarillas estaban abiertas. Parecía imposible que alguien viviera allí, pero salió a recibirlos Jiju para horror de su ama. La muchacha tenía muy mal aspecto: los años y los sufrimientos habían dejado huella en la fiel sirvienta, pero no habían estropeado su buen carácter. La tía lamentó que no participara de su dulzura y buena disposición su sobrina, la princesa.

—Estamos a punto de marcha —gritó la mujer, dirigiéndose a su sobrina—. Lamento tener que dejarte aquí, pero he venido a buscar a Jiju. Espero que no serás tan desconsiderada como para torcer los planes de esa pobre muchacha y condenarla a la infelicidad… Ya sé que yo te disgusto profundamente y no me acompañarías a ninguna parte, pero eso no te da derecho a hundir las vidas de los demás… ¿Cómo puedes seguir viviendo en un lugar como éste?

La tía fingía estar emocionada e incluso hacía como que se secaba los ojos, pero la alegría de ser la esposa del gobernador general delegado de Dazaifu se le escapaba por todos los poros.

—Me consta que el príncipe difunto no estaba orgulloso de nosotros —prosiguió—, y, mientras fuiste una niña, se explica que estuvieras de su parte y compartieras su modo de pensar y de actuar, pero de eso hace ya mucho tiempo. Dirás que si luego no nos visitamos con asiduidad fue por mi culpa, pero recuerda que en otros tiempos el príncipe Genji en persona honraba esta casa. ¿Crees que pobres gentes como nosotras hubiesen sido bien recibidas cuando aquí sólo se hablaba del «resplandeciente»? Pero eso ya pasó. La fortuna de la gente mediocre no está sujeta a los altibajos que sufren los grandes. Durante años he visto el declive imparable de tu suerte, pero, mientras vivía cerca de ti, no me preocupaba demasiado, pues sabía que en un momento de apuro siempre estaría en condiciones de echarte una mano… Pero ahora me voy a vivir a una provincia, y la idea de estar lejos de ti me tiene muy preocupada…

La princesa le contestó sin abandonar el tono altivo que usaba cuando se dirigía a gente que despreciaba profundamente:

—Eres muy amable al invitarme a acompañaros pero intuyo que no os gustaría tenerme junto a vosotros. De modo que, mientras este palacio se mantenga en pie, permaneceré donde estoy, que es donde he estado siempre. Muchas gracias. Eso es todo.

—Muy bien, al fin y al cabo a ti toca decidir —repuso su tía—, pero dudo mucho que nunca nadie antes se haya enterrado en vida en un lugar tan siniestro como éste, pudiendo evitarlo. Estoy segura de que Genji podría convertir esta pocilga en un palacio de ensueño en un abrir y cerrar de ojos, pero tengo entendido que sólo tiene ojos y oídos para la hija del príncipe Hyobu y no quiere saber nada de nadie más. Parece que siempre ha sido un mujeriego empedernido, pero sus inclinaciones desaparecen con la misma rapidez que nacen. ¿Crees que algún día te agradecerá que te estés pudriendo «en su honor» bajo este techo medio ruinoso?

La princesa estaba hecha un mar de lágrimas —en el fondo sabía que su tía tenía razón—, pero, a pesar de todo, ambas estuvieron discutiendo el resto del día sin que Suetsumuhana se moviera un ápice de su parecer, hasta que la tía perdió la paciencia y dijo:

—¡Muy bien! Me llevo a Jiju. Date prisa, moza, que se hace tarde.

Jiju arrastró a su señora a la alcoba llorando.

—Sólo la acompañaré hasta las puertas de la ciudad o un poco más lejos y luego regresaré —le dijo para tranquilizarla—. Tiene mucha razón tu tía en lo que dice, pero me cuesta muchísimo dejarte atrás. Esas decisiones apresuradas son terribles…

De modo que Jiju iba a partir también. La pobre princesa luchaba para disimular los sollozos, mientras se preguntaba qué regalos de despedida podía hacer a la muchacha que tanta fidelidad le había mostrado en los últimos años. Si repasaba sus ropas, todas sus túnicas y uchikis estaban usadísimos y la mayor parte manchados o estropeados sin remedio. Al fin recordó que en algún rincón de la casa conservaba una trenza de su propio pelo de más de doce palmos de longitud. Fue a buscarla y la puso en una caja preciosa, junto con un recipiente de incienso y este poema:

Siempre pensé que la trenza reluciente

no se rompería jamás.260

Mas, ay de mí, he aquí que se ha roto,

y pronto desaparecerá.

—Sé que soy una persona absolutamente inútil, pero estaba segura de que obedecerías los últimos deseos de tu madre. ¿Recuerdas que te instó a no abandonarme nunca? —susurraba, llorando amargamente—. Pero debes irte… Aunque, ¿qué voy a hacer sin ti?

Jiju no sabía qué decir.

—Claro, tienes razón… —se defendía—. Me parece estar oyendo las palabras de mi madre… No me las recuerdes, señora… ¡Hemos pasado tantos apuros juntas! Pero no soy yo quien ha pedido a tus parientes que me lleven consigo…

Aunque te hayas deshecho

de la trenza reluciente, juro por los dioses

que protegen a los viajeros

que jamás se romperá.

»Sólo ignoro cuánto tiempo me queda aún por vivir…

La tía se mostraba impaciente y acabó gritando sin consideración alguna:

—¿No puedes apresurarte un poco más? ¡Ya está cayendo la noche!

La muchacha subió al carruaje como una sonámbula y mientras los bueyes echaban a andar, volvió la cabeza porque no podía apartar los ojos de la casa que tantos recuerdos evocaba en su ánimo.

Jiju la había abandonado, la fiel Jiju que durante tantos años no se había apartado ni un instante de su lado renunciando a placeres y asuetos. Pero no fue el final: incluso criadas viejísimas que sólo podían esperar la muerte empezaron a plantearse dejar la mansión del príncipe Hitachi.

—No seré yo quien la critique —rezongó una de ellas refiriéndose a Jiju—. ¿Por qué se iba a quedar? Incluso nosotras merecemos algo un poco mejor…

La princesa fingía no oírlas, aunque esos comentarios la llenaban de desazón.

Y llegó el undécimo mes con su nieve y su granizo. En campo abierto, aunque las nevadas eran frecuentes, la nieve duraba poco porque se fundía en cuestión de horas. No ocurría lo mismo en el jardín del príncipe, donde la maleza y las copas de los árboles, que nadie podaba, formaban un toldo protector que cerraba el paso a los rayos del sol. Por ello los montones de nieve se acumulaban en el suelo e iban creciendo paulatinamente como si quisieran imitar el aspecto de un paisaje nevado. ¡Una Montaña Blanca de Etchu en pequeño! La princesa contemplaba tristemente aquel jardín sin jardineros. Había perdido a su última amiga y ya no le quedaba nadie con quien intercambiar dos palabras.

Después de su larga ausencia, Genji estaba muy ocupado en su palacio de Nijo y no le quedaba tiempo para visitar a damas poco importantes. Murasaki ocupaba casi todos sus ratos libres. De vez en cuando pensaba en Suetsumuhana y se preguntaba qué habría sido de ella. ¿Habría muerto quizás? Sea como fuere, no le apetecía ponerse a buscarla, de modo que el año nuevo llegó y pasó sin que él hubiese dado paso alguno en esta dirección. En el mes cuarto, como le apeteciera volver a ver a Hanachirusato, dijo a Murasaki que tenía que llevar a cabo una misión muy delicada y, habiendo obtenido su licencia, se ausentó de Nijo una tarde discretamente vestido.

Llevaba una semana lloviendo pero, justo cuando Genji se decidió a partir, la lluvia cesó casi por completo y la luna se dejó ver. La fresca y clara noche de primavera le hizo recordar excursiones galantes de otros tiempos. De camino a la casa que se proponía visitar, pasó junto a un jardín y una mansión tan abandonados que le llamaron la atención. De la copa de un pino colgaban tallos de glicinias cargados de flores que la brisa mecía esparciendo su perfume por doquier. Había salido de palacio pensando en el perfume de la flor del naranjo,261 mas he aquí que otra fragancia venía a interponerse en su camino.

Se asomó por la ventana de su carruaje: estaban pasando junto a un sauce cuyas ramas barrían la tierra. La cerca en que se había apoyado en tiempos se había desplomado, y el árbol con ella, y ahora su tronco yacía en el suelo. Súbitamente la imagen le resultó familiar. Estaba pasando junto a la casa de aquella extraña mujer que era hija del príncipe Hitachi. Entonces hizo parar su carruaje y preguntó a su fiel Koremitsu si aquella ruina era realmente el palacio del príncipe difunto, a lo que éste asintió.

—¡Pobre princesa! —se lamentó Genji—. Qué existencia más desagradable le ha tocado vivir, si todavía vive… He pensado en ella más de una vez, pero todos sabemos lo que habría dicho la gente si hubiese intentado visitarla… Mas he aquí que ahora la oportunidad se ha presentado sin que la buscáramos, de modo que hazme el favor de entrar en la casa y preguntar. Pero antes ándate con mucho cuidado y observa todos los detalles. Si estamos equivocados, haríamos un mal papel.

Sin saberlo había elegido un momento especialmente delicado para enviar un mensajero. La dama había pasado la mañana entera contemplando el vacío hasta caer dormida. Luego había soñado con su padre: en su sueño el hombre vivía aún y se encontraba perfectamente. Al despertar se sintió más desgraciada que nunca. Las lluvias se habían llevado por delante una pared de la estancia: Suetsumuhana cogió un trapo y se puso a secar el suelo encharcado mientras buscaba un rincón donde colocar su silla para poder sentarse sin tener los pies en remojo. Se hubiese dicho que, de pronto, volvía a preocuparle el aspecto que su casa ofrecía. Improvisó un poema, no gran cosa como todos los suyos:

—A las lágrimas vertidas

por aquel que ya no está,

hay que añadir las goteras

que caen sin cesar del techo destrozado.

Precisamente en aquel momento entró Koremitsu. Deambulaba por las estancias en busca de algún ser humano y casi había llegado a la conclusión de que se encontraba en un lugar completamente abandonado. Iba a regresar donde le esperaba Genji cuando la luna se desembarazó de las nubes y se mostró en todo su esplendor. Entonces observó que había un par de persianas levantadas y que una cortina se movía levemente. Al verlo, dio a conocer su presencia con una tos sonora y forzada.

Le respondió otra tos a la que siguió una voz cascada de anciana que decía:

—¿Quién anda por ahí?

Koremitsu se identificó y solicitó hablar con Jiju.

—Jiju ya no está. Se ha ido para siempre y nos ha dejado atrás —prosiguió la voz—. ¿Por qué no hablas conmigo, pues?

Koremitsu creyó reconocer aquella voz. Pertenecía a una sirvienta de edad con la que había tratado años atrás. Para los que vivían en la casa la aparición de aquel joven envuelto en un manto de caza resultó del todo inexplicable y lo primero que pensó la vieja fue que se trataba de un zorro, un tejón o cualquier otra criatura maligna de las que pueblan las noches en los lugares solitarios. Pero la forma se le acercó y, hablando en un tono extremadamente cortés, le dijo:

—Quiero que me digas con toda exactitud qué está ocurriendo aquí. Si tu señora no ha cambiado de manera de pensar, mi amo sigue también deseando visitarla. Cuando descubrió vuestra casa, no fue capaz de pasar de largo e hizo detener los bueyes. ¿Qué quieres que le diga? No debes tener miedo…

La anciana y sus compañeras se echaron a reír.

—¿Piensas que, de haber cambiado de forma de vida, mi señora hubiese continuado alojándose en esta jungla impenetrable? —dijo la que había asumido el papel de portavoz—. Con lo que has visto tienes más que suficiente para imaginar cómo vivimos… De haber contado con alguien dispuesto a protegernos, nos habríamos mudado de este lugar hace años… No existen ya casas como ésta en el mundo… Que venga el príncipe Genji y dé un vistazo a este palacio… Y ha sido en gran medida por culpa de él que la princesa no ha querido ir a otra parte. Siempre pensó que algún día bajaría de las nubes a visitarla…

Parecía que las quejas de la mujer no iban a tener fin, de modo que Koremitsu se despidió de ella, diciéndole:

—Voy a contárselo todo… —y se marchó al carruaje.

En cuanto lo vio aparecer, Genji le riñó:

—Te has tomado mucho tiempo para tus averiguaciones… Será que te ha tocado cortar mucha maleza para abrirte paso…

Koremitsu le hizo saber los resultados de su visita y le contó que había estado hablando con Shosho, tía de Jiju, y lo que ésta le había confiado. El príncipe quedó mudo de horror. ¡Cuánto hubo de sufrir la pobre dama, enterrada en vida durante años bajo aquel montón de ruinas! ¿Cómo era posible que durante tanto tiempo hubiese sido él capaz de vivir como si ella no existiera?

—No pensaba visitarla esta noche, pero cada vez me resulta más complicado salir solo después del atardecer, y si dejo pasar esta ocasión, seguramente me costará encontrar otra…

Se disponía ya a entrar en la casa cuando le asaltaron dudas. ¿No sería mejor enviar primero una nota o una carta? Pero enseguida recordó cuánto le costaba a la pobre muchacha contestar por escrito al mensaje más sencillo. No, tenía que acudir en persona. Koremitsu trató de disuadirlo.

—Todo está completamente mojado. Déjame ir delante, y que te sacuda las gotas de lluvia de las ramas… Si no, por fuerza te mojarás como un pez.

Genji repuso hablando para sí:

—Para comprobar si tus sentimientos han cambiado

he llegado hasta aquí,

a esta jungla de la que tomó posesión la maleza

como un espíritu maligno.

Sin pensarlo dos veces, saltó del carruaje a pesar de la oposición de Koremitsu. Su escudero le precedió, azotando los helechos que les cerraban el paso con una fusta de montar, pero, cuando llegaron a la zona arbolada, las gotas que caían de las copas formaban un auténtico diluvio. Por suerte, Koremitsu tenía un paraguas a mano que puso a disposición de su amo, diciendo:

No hay que olvidar el paraguas al atravesar los bosques de Miyagino, pues las gotas que caen de sus ramas son peor que torrentes

Cuando Genji llegó al umbral de la mansión, tenía los pies empapados. Incluso los días en que visitaba regularmente a Suetsumuhana la galería del sur resultaba difícil de recorrer: ahora era una ruina y su suelo, unas cuantas planchas de madera en un barrizal. Genji se alegró profundamente de que no hubiese testigos de su visita.

¡Tal como había estado esperando la muchacha, al fin Genji había ido a verla! Pero, a pesar de la alegría inmensa que su llegada le produjo, las circunstancias que la rodeaban la avergonzaron. Iba vestida miserablemente porque, despreciando a la donante, se había negado a ponerse las ropas que le había dejado su tía. Siguiendo sus órdenes, la anciana sirvienta las había guardado en un baúl chino de madera de sándalo. Ahora se las hizo traer a toda prisa y, tras pedir al visitante que tuviera un poco de paciencia, se vistió con aquellas ropas de segunda mano pero aún aceptables que se habían contagiado de la fragancia del baúl. Así ataviada, recibió al visitante detrás de las cortinas amarillas.

Genji entró en la estancia y dijo:

—Aunque hace tanto tiempo que no nos vemos, no he dejado de pensar en ti durante todos estos años. He estado esperando impacientemente alguna señal de tu afecto, una señal que no ha llegado… Aunque no he hallado cedros hospitalarios dándome la bienvenida delante de tu puerta,262 el laberinto de maleza que rodea tu casa ha llamado mi atención al pasar… Y aquí me tienes con los sentimientos de siempre en el corazón.

Genji apartó un poco la cortina y descubrió a Suetsumuhana, tan tímida y retraída como siempre, que parecía incapaz de hablar. Al fin, impresionada por el hecho de que Genji hubiese osado atravesar aquella jungla para ir a verla, rompió a hablar con notoria dificultad.

—Has sido muy amable… —tartamudeó, poniéndose encarnada de vergüenza— al abrirte camino para llegar hasta aquí… Reconozco que mi jardín está impracticable… y la culpa es sólo mía…

—Imagino que estos últimos tiempos han sido extremadamente difíciles —dijo Genji—. Ya sabes que soy incapaz de olvidar y de cambiar de afectos. No debe extrañarte, pues, que me haya lanzado a esa maraña de vegetación empapada de lluvia sin ni siquiera contar con una palabra tuya invitándome a hacerlo. Estoy convencido de que me perdonarás mi negligencia de tantos años, pero te prometo que no sólo me ha ocurrido contigo sino con muchos más. Quiero pensar que, a partir de hoy, tanto si me escribes como si no, seguiré siendo bienvenido en tu casa. Y, si vuelvo a portarme mal, imponme el castigo que quieras.

Arrepentido por su conducta descuidada y profundamente afectado por el estado en que ella se hallaba según acababa de comprobar, se lanzó a protestas de cariño que no correspondían exactamente a sus auténticos sentimientos. A punto estuvo de quedarse allí a pasar la noche, pero rectificó a tiempo y empezó a buscar una excusa para marcharse. La encontró en los altos pinos que crecían junto a la casa, unos árboles que él no había plantado pero que alguien había puesto allí muchos, muchos años atrás. Le pareció que habían crecido mucho desde su última visita. Improvisó:

—He obedecido la orden de las glicinias,

que, colgadas de la copa del pino

que crece junto a tu puerta,

me han revelado tu larga y penosa espera.

»Sí, han pasado muchos años… Muchas cosas han cambiado, y no siempre para mejor. Algún día te hablaré de mi vida en el exilio entre pescadores y hornos de sal… También espero que algún día me contarás la historia de tus infelices primaveras y otoños, una historia que, estoy seguro, has mantenido oculta hasta hoy a todos los demás… No soy perfecto, pero sé escuchar como nadie…

Y ella le contestó con este poema:

—Se diría que he estado sufriendo en vano

año tras año, y que han sido las glicinias

y no mi dolor

quienes te han atraído hasta mi umbral.

Mientras recitaba, la dama movió tímidamente las mangas y al notar el suave perfume que despedían, Genji pensó que el entendimiento de la muchacha había madurado con los años. La luna, antes de borrarse del firmamento, llenaba de reflejos plateados la galería de la que puertas y persianas habían desaparecido tiempo atrás. Su vista llegaba hasta el fondo de la estancia, y los muebles espléndidos que la dama había conservado a toda costa le daban una categoría que pasaba por encima del pobrísimo estado de la techumbre, a punto de hundirse bajo el peso de una gruesa capa de helechos. Por un momento recordó la historia de la muchacha pobre que, para hacerse un vestido, rasgó un pedazo de la cortina del kichó. El estoicismo con que Suetsumuhana se enfrentaba a la pobreza otorgaba una indudable dignidad a su figura y, al compararla involuntariamente con su propio egoísmo, Genji se sintió avergonzado.

Hanachirusato, la dama que en un principio había ido a visitar, tampoco era un modelo de vivacidad y de alegría. Contempladas objetivamente, no había grandes diferencias entre ambas. Es más, comparados con los de la otra, los defectos de Suetsumuhana le parecieron de poca monta.

Llegó el tiempo del festival del Kamo y de las purificaciones rituales, y Genji empezó a ocuparse de los regalos que le tocaba repartir. Los eligió y distribuyó equitativamente entre sus damas, procurando que la hija del príncipe Hitachi no tuviera motivos de queja. Envió a su casa una brigada de artesanos para que sustituyeran las paredes caídas por un sólido vallado de madera. No los acompañó por temor a que empezaran a correr rumores sobre el renovado interés que en él había despertado la princesa, a la que enviaba notas y cartas afectuosas con cierta frecuencia. Estaba reconstruyendo un pabellón junto a su mansión de Nijo, y la invitó a que fuera a vivir allí mientras se acababan las obras del palacio del príncipe Hitachi. También se ofreció a proporcionarle una servidumbre a su gusto y le pidió que se encargara ella misma de elegirla. Todas las criadas que no habían abandonado aún la casa se deshacían en muestras de agradecimiento dirigidas al discreto protector de su señora.

Rumores de lo que estaba ocurriendo llegaron a oídos de la corte y sorprendieron a muchos: Genji tenía fama de elegir sólo mujeres de categoría superior. Su repentino interés por la princesa Hitachi resultaba incomprensible, porque la dama no pasaba de mediocre. ¿Cómo explicar tan extraña relación? Se apuntaba a un vínculo procedente de una vida anterior. La mayor parte de las criadas de la princesa habían abandonado su servicio y buscado empleos en palacios mejores. Ahora se peleaban por regresar y ser admitidas de nuevo. Lo cierto es que Suetsumuhana fue siempre muy bondadosa con ellas y no podía decirse lo mismo de las amas que les habían tocado en suerte en las mansiones de los gobernadores de provincias a las que habían ido a parar. Cabizbajas y arrepentidas, las más afortunadas fueron readmitidas por su antigua señora.

A medida que crecían la influencia y la prosperidad de Genji, empezó a mostrarse más prudente en sus actuaciones. Gracias a él, el palacio del príncipe Hitachi renació de sus cenizas. Poco a poco desapareció la maleza que había sepultado el jardín, se limpiaron las aguas del arroyo, el aire volvió a circular entre los árboles y los visitantes volvieron a dejarse ver. Todos los que intervinieron en los trabajos pusieron el máximo interés, convencidos de que así se ganarían el favor de Genji. Una vez concluidas las obras, la princesa vivió allí dos años más, al cabo de los cuales Genji la trasladó al ala oriental de su palacio de Nijo para que estuviera mejor atendida. Allí podía visitarla siempre que le viniera en gana (aunque estas visitas nunca se alargaban demasiado), de modo que Suetsumuhana no tenía ya razón alguna para sentirse abandonada.

Hablaré de la sorpresa que tuvo su tía al regresar a la capital y encontrarla tan bien instalada, así como de la alegría y el sentimiento de culpa de Jiju en otro momento, pero ahora me duele la cabeza y me siento un tanto deprimida. Si se presenta ocasión y no se me ha olvidado por completo, volveré sobre el tema en otro lugar de la obra.