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Encuentro en la barrera

Sekiya

En el año que siguió a la muerte del padre de Genji el ex gobernador de Iyo fue enviado con el cargo de vicegobernador a la lejana provincia de Hitachi. Lo acompañó su esposa Utsusemi, y fue allí donde la mujer se enteró del exilio de Genji. Aunque se sintió obligada a fingir indiferencia, se moría de ganas de escribirle, pero la empresa era prácticamente imposible. No se atrevía a confiar en los vientos que soplaban por encima de la montaña de Tuskuba,263 y, mientras esperaba hallar algún medio más seguro de comunicación, fueron pasando los años. Las noticias que llegaban de la capital eran escasas y confusas, y todos temían que el exilio del príncipe durara más que el tiempo que el vicegobernador iba a pasar en su cargo, pero no fue así. Cuando el vicegobernador regresó, el príncipe Genji llevaba ya un año entero en Heian.

Quiso el azar que el mismo día que el cortejo del ex gobernador de Hitachi, de regreso a la capital, llegó a la barrera del puesto fronterizo de Osaka,264 Genji había partido de peregrinación al templo de Kannon de Ishiyama. Familiares y amigos del ex gobernador, entre los que estaba su hijo Ki no Kami, se apresuraron a salir a su encuentro. Temiendo que, si ambos cortejos llegaban a coincidir en el paso, la confusión sería grande, el vicegobernador decidió ponerse en marcha al alba, pero los carruajes de las mujeres se movían con extrema lentitud y el sol estuvo muy pronto en el cenit.

Cuando llegaron a Uchidenohama, en la costa del lago Biwa, la avanzadilla de Genji ya estaba barriendo la carretera mientras el príncipe entraba por las colinas del este de la ciudad. A la vista de ello, el vicegobernador mandó que sus carruajes se detuvieran al pie de la colina en que se hallaba el paso. Siguiendo sus instrucciones, los cocheros desuncieron los bueyes de la carretas y se arrodillaron respetuosamente en el lugar por donde había de pasar Genji. El cortejo del vicegobernador era realmente espléndido: había más de diez coches, por debajo de cuyas cortinas colgaban como banderolas las mangas multicolores de las mujeres. El espectáculo hizo recordar a Genji las ceremonias que rodearon en su día la partida de las grandes vestales de Ise y del Kamo. Los nobles y cortesanos que tenía a su alrededor admiraban aquella procesión de la que las mujeres, con sus abigarradas vestimentas, eran las auténticas protagonistas.

Era el noveno mes. Las hojas de otoño, encarnadas o descoloridas, la hierba medio seca y las flores que empezaban a acusar los efectos de la escarcha formaban un delicioso telón de fondo sobre el que irrumpió el carruaje de Genji rodeado de pajes y escuderos vestidos de viaje, pero con ropas bellísimas de brocado y luminosos estampados. El príncipe reconoció a Kogimi, hermano de Utsusemi y confidente suyo de otros tiempos, ahora convertido en un apuesto oficial de la guardia del vicegobernador. Genji lo hizo llamar y le dijo:

—Ya ves… He llegado hasta la barrera del puesto fronterizo… Espero que tu hermana sepa apreciar el detalle…

Aunque intentó restar importancia a lo que estaba diciendo, su corazón latía evocando historias pasadas. También Utsusemi percibió la presencia de Genji, su cabeza se llenó de recuerdos e improvisó un poema de significado evidente:

—Manaba cuando me fui,

y sigue manando a mi regreso,

la fuente cristalina que está junto a la barrera,

constante como mis lágrimas.

Cuando Genji regresó de Ishiyama, el capitán de la guardia Kogimi se acercó a saludarlo y se excusó por haberse tomado un día de asueto para estar al lado de su hermana. Genji le había protegido desde su infancia y gracias a sus buenos oficios había alcanzado el quinto rango. Pero durante el exilio de Genji, temiendo que su amistad con el príncipe pudiera perjudicarle, prefirió ir a servir a su cuñado, el vicegobernador, y a su hermana, que estaban en Hitachi. Genji se sintió muy dolido por lo que consideraba una traición de quien había sido su favorito y le debía su carrera, pero evitó manifestar sus sentimientos. Aunque seguía admirando los muchos méritos del joven, nada volvió a ser como antes. Mientras tanto, Ki no Kami, ex gobernador de Kii e hijastro de Utsusemi, había sido investido con el cargo de gobernador de Kawachi. Su hermano menor, en cambio, perdió su cargo y acompañó a Genji durante su exilio. Ahora la buena fortuna derramaba riquezas sobre él. Fueron muchos los que hubieron de lamentar su prisa en ponerse al servicio de los que enviaron al exilio al príncipe resplandeciente.

Genji hizo llegar un mensaje a Utsusemi a través de su hermano. Kogimi se sorprendió: ¿cómo era posible que aquella relación hubiese sobrevivido después de tanto tiempo? La nota del príncipe decía:

Me pregunto si te diste cuenta el otro día del fuerte vínculo que sigue existiendo entre nosotros dos…

Estaba seguro

de que tarde o temprano nos reencontraríamos,

pero las frescas aguas de este mar265

han traicionado mis esperanzas.

¡Cuánto envidio la suerte del guardián del puesto!266 He estado tanto tiempo lejos de ti que pienso que me he vuelto a enamorar. Pero nada ha cambiado en mi corazón y el antiguo amor se funde hoy con el nuevo…

Kogimi aceptó respetuosamente el encargo y se dispuso a entregar el mensaje.

—Deberías contestarle —dijo a su hermana—. Tenía razones de sobras para mostrarse hostil conmigo y, sin embargo, me ha tratado con la máxima gentileza. Se lo agradezco de todo corazón. Detesto el papel de alcahuete, pero no he podido negarme. Al fin y al cabo, eres mujer y nadie criticará que cedas un poco y le envíes una respuesta.

La dama se había vuelto más taciturna con el paso de los años, pero acabó por hacerle caso y escribió:

¿Qué tendrá la barrera de la colina

del reencuentro para que desde este punto

hayamos de vagar de nuevo

a través de un bosque de lágrimas…?

Todo es como un sueño.

Y como nunca pudo deshacerse de los recuerdos —hermosos unos, tristes los más— que la dama del «caparazón de la cigarra» despertaba en su alma, Genji siguió escribiéndole breves cartas para ganársela.

El marido de Utsusemi, viejo y achacoso, estaba muy preocupado por el futuro que esperaba a su esposa después de su muerte y no se hartaba de encomendarla a sus hijos.

—Por lo que más queráis, ocupaos de que nunca le falte nada —repetía a todas horas—. Tratadla siempre como la tratasteis mientras me tuvo a su lado.

Cuando la dama meditaba sobre su vida pasada, tenía que reconocer que nunca había sido feliz, pero, si pensaba en la suerte que le esperaba el día que enviudase, se echaba a temblar. El ex gobernador notaba su angustia y hubiera dado cualquier cosa para que sus días en la tierra se prolongaran eternamente, pero hay deseos que están fuera de las posibilidades de los hombres y de los dioses. Se hubiese contentado con permanecer en la tierra en calidad de espíritu para seguir velando sobre ella… Estaban sus hijos, pero se fiaba poco ellos. Al fin por más órdenes e instrucciones que les dio y por más que se esforzó en vivir a fuerza de remedios y de plegarias, un día murió.

Durante los primeros tiempos parecía que sus hijos hacían caso de los deseos de su difunto padre. No obstante, las muestras de afecto y cuidado que dedicaban a su madrastra no pasaban de superficiales, hasta que se cansaron de fingir. Aunque la dama procuraba no quejarse, empezó a notar que su posición en la casa resultaba cada vez más incómoda. Sólo Ki no Kami, gobernador de Kawachi, parecía sentir un afecto real hacia ella, y solía decirle cosas como ésta:

—Mi padre hablaba siempre de ti. No debes mostrarte tímida conmigo; pídeme lo que quieras, por insignificante que yo te parezca.

Para demostrarle su inmejorable disposición, la seguía a todas partes. Pero no le costó mucho a Utsusemi descubrir cuáles eran las verdaderas intenciones de su hijastro y se apartó de él, horrorizada. Ya había sufrido bastante en esta vida y no estaba dispuesta a seguir siendo objeto de humillaciones que acabarían por hundirla. Sin decir nada a nadie, hizo llamar a su confidente espiritual y tomó los hábitos de monja.

Su súbita entrada en religión llenó de asombro a la servidumbre, que juzgaba la conducta de su señora absurda e impremeditada, y Ki no Kami lo tomó casi como una ofensa personal. El gobernador de Kawachi iba repitiendo a cuantos querían escucharle:

—Lo ha hecho sólo para humillarme y mostrar al mundo que me detesta. Pero todavía es joven y le queda mucha vida por delante. ¡Ya veremos cómo se mantiene en el futuro!

Pero casi todos los que lo oían notaban el despecho de un amante rechazado bajo sus aburridas lamentaciones.