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El concurso de pintura

Eawase

La ex emperatriz Fujitsubo tenía mucho interés en que la hija de la princesa Rokujo, que había ocupado el cargo de gran vestal de Ise, fuera presentada en la corte del emperador Reizei. Genji sabía que la muchacha carecía de valedores fiables en palacio, pero, no queriendo malquistarse con el ex emperador Suzaku, no se había atrevido a llevársela a su mansión de Nijo. Quiso, pues, mostrarse en todo momento ecuánime, si bien actuó siempre con el decidido propósito de favorecerla como si de su propia hija se tratase.

El ex emperador recibió la noticia con enorme tristeza, pero pensó que de nada serviría participar su desilusión a la muchacha. El día de la presentación en la corte le envió ropas magníficas y numerosos juegos de peines, cofres y pebeteros. También le mandó bolsas de un incienso exquisito capaz de perfumar el aire más allá de los cien pasos legendarios. Y todo lo hizo de modo que Genji pudiera admirar estos presentes.

La primera azafata de la ex vestal se encargó de mostrárselos al príncipe. Genji tomó un estuche de peines primorosamente trabajado, lo abrió y en su interior encontró un poema escrito por el emperador Suzaku que decía:

El peine de despedida

que un día puse en tu pelo,

lo tomaron los dioses en prenda

de que viviríamos perpetuamente separados.

Genji leyó este texto varias veces, meditó sobre el sentido de sus palabras y una profunda compasión por el infeliz ex emperador se apoderó de su alma. Si recordaba las emociones que él mismo había experimentado el día que la joven partió hacia Ise, podía imaginar perfectamente qué debió de sentir el ex emperador que, a juzgar por el poema que acababa de leer, se hallaba profundamente enamorado de ella. También pensó en la desilusión del hombre cuando, habiendo regresado la muchacha a la capital, un nuevo obstáculo vino a interponerse entre ambos.

El emperador Suzaku había abdicado y ahora vivía retirado y seguramente amargado por el resentimiento. Genji se ponía en su lugar y entendía profundamente su frustración. Y era él, precisamente, quien había llevado a la hija de Rokujo a la corte del nuevo emperador Reizei, aun conociendo el dolor que con ello causaba a su antecesor. Hubo un tiempo —los años dolorosos de su caída en desgracia y ulterior destierro— durante el cual albergó un justificado rencor hacia su hermanastro Suzaku, por más que reconociera que era un hombre de natural bondadoso y sensible y que sólo actuaba contra él por debilidad y bajo el influjo de su madre y su abuelo, el ministro de la derecha. Ahora no sabía qué pensar.

—¿Qué contestará a eso la dama? —preguntó a las azafatas—. ¿Ha recibido cartas anteriores?

La primera azafata se negó a enseñarle carta alguna. Genji pudo escuchar la conversación de la ex vestal y sus mujeres a través de las cortinas y persianas que la ocultaban a su vista. Ellas insistían en que respondiera «porque el ex emperador merecía respeto», pero la joven se mostraba muy reacia a hacerlo.

—Tienen razón —intervino Genji, alzando la voz para ser oído—. Resulta inconcebible que no le diga nada. Debe escribirle aunque sólo sean dos líneas.

Al principio le daba vergüenza contestar, pero poco a poco fue recordando las horas pasadas junto al ex emperador y cómo lloraba él cuando hubo de partir a Ise. Aunque por aquel entonces era casi una niña, aquellas lágrimas la impresionaron profundamente. Y sus pensamientos incontrolados la llevaron a evocar la imagen de su propia madre, que también la había dejado sola. Al fin decidió contestar a Suzaku y lo hizo con este breve poema:

Cuando me fui me ordenaste

que no regresara jamás,

y ahora que he vuelto

recuerdo con dolor aquellas palabras.

La muchacha obsequió generosamente al mensajero de Suzaku que se encargó de llevar la nota. Genji hubiese dado cualquier cosa por leer la respuesta, pero no se atrevió a decirlo. A pesar de todo, el príncipe estaba inquieto: el ex emperador era realmente hermoso (tanto que muchos hombres hubiesen deseado que fuese una mujer), y con la hija de Rokujo hubiera podido formar una pareja perfecta. Estaba seguro de que la tierna edad de Reizei267 preocupaba también a la joven, aunque callase por discreción. Sin embargo, las cosas habían ido demasiado lejos para alterar su curso.

Genji decidió tomar firmemente el asunto en sus manos, pero, para evitar que el emperador Suzaku pensara que se estaba entrometiendo demasiado en la vida de la ex vestal, le hizo sólo una breve visita cuando llegó a la corte. La dama había vivido siempre rodeada de azafatas y sirvientas bonitas, hábiles y bien dispuestas, muchas de las cuales habían regresado a sus pueblos respectivos al morir su madre. Ahora que iba a vivir en el palacio imperial, casi todas volvieron a su lado para atenderla. Nada tiene de extraño, pues, que su «corte particular» fuese la más brillante de palacio. Muy pronto la llamaron Akikonomu, porque el otoño era su estación preferida. Genji no podía quitarse la princesa difunta de la cabeza. ¡Con qué orgullo hubiese seguido la fulgurante ascensión de su hija! ¡Y qué gran mujer fue! ¡Cuán pocas podían comparársele!

Fujitsubo estaba entonces también en la corte. Cuando el emperador recibió la noticia de que se le había elegido una nueva esposa, se sintió un tanto confuso. Aunque estaba notablemente bien informado para su edad, cuando su madre le comunicó que se trataba de «una mujer madura», el corazón le dio un vuelco, pues temía profundamente a las mujeres maduras.

La dama se presentó en sus habitaciones bien entrada la noche. Akikonomu era menuda, tímida y dulce, y le causó muy buena impresión, pero su majestad estaba acostumbrado a la pequeña Kokiden,268 porque a su lado se sentía mucho más seguro. La presencia de la recién llegada, una persona tranquila y silenciosa, puso a To no Chujo a la defensiva porque pensó que hacía peligrar el futuro de su hija como posible emperatriz. La había presentado en la corte con la ambición de que escalara el lugar más alto, y le preocupaba que hubiese surgido una rival.

Al emperador Suzaku le costaba resignarse y el poema de Akikonomu sólo había servido para inflamar más aún su imaginación. Un día Genji se presentó de visita y mantuvieron una larga conversación en la cual se hizo referencia a las ceremonias que acompañaron la partida de la joven a Ise. Aunque era un tema que habían tocado infinitas veces, Suzaku evitó una vez más revelar por qué esta historia le interesaba tanto. Genji se guardó mucho de dar a entender que conocía el secreto de su interlocutor. A pesar de la reticencia de ambos, era obvio que Suzaku no había dejado jamás de amar a la muchacha que le deslumbrara desde el primer instante que la contempló, y Genji lo compadeció profundamente. Tan sólo lamentaba no haber podido ver por sí mismo durante la ceremonia de iniciación aquella belleza excepcional que parecía fascinar a cuantos la contemplaban, porque Akikonomu, que era la personificación del recato, se había mostrado sin velo únicamente al emperador encargado de coronarla. El afortunado —para su desgracia— había sido Suzaku. Desde entonces las cosas no habían variado, pues Genji había tenido que contentarse con ver siempre a Akikonomu en la penumbra o detrás de un kichó. Sin embargo, por lo poco que había podido entrever había llegado a la conclusión de que era la perfección misma.

Como el emperador Reizei tenía ya dos esposas —Kokiden y Akikonomu—, una tercera parecía fuera de lugar, de manera que el príncipe Hyobu hubo de posponer sus planes de enviar a una de sus hijas a la corte. Se consoló pensando que, cuando su majestad creciera, tal vez lograría salirse con la suya.

El soberano era un enamorado del arte y le encantaba contemplar pinturas. Él mismo era un pintor más que competente. También Akikonomu resultó ser una artista muy hábil. Aunque en los primeros tiempos Reizei trató de dividir sus favores por igual entre ambas damas, cuando descubrió la afición de su nueva consorte empezó a pasar largos ratos en sus aposentos pintando con ella. Entre los jóvenes cortesanos que tenía a su alrededor muy pronto convirtió en favoritos a los que ya eran pintores o estudiaban pintura. Le encantaba contemplar a su nueva esposa, un dechado de belleza y distinción, mientras pintaba o se quedaba inmóvil y pensativa con el pincel en el aire frente a la obra en la que estaba trabajando. Lo cierto es que cada vez le gustaba más Akikonomu.

Cuando To no Chujo, hombre fuertemente inclinado a velar por sus intereses, se enteró, trazó un astuto plan para poner fin a una situación que consideraba muy peligrosa para su hija. Mandó llamar a cuantos pintores de calidad se le ofrecieron y les suministró los mejores materiales. Para estimular su imaginación, les sugirió temas y obras literarias de autores clásicos que le gustaban especialmente y ordenó que las ilustraran. También encargó pinturas de las estaciones del año y mostró notable olfato al hacer la selección. Como era de esperar, todas las obras encargadas se colocaron en los aposentos de Kokiden. El soberano las admiró profundamente y manifestó su deseo de que Akikonomu las pudiera contemplar también, a lo que se opuso To no Chujo. Aquellas obras no podían salir de los aposentos de su hija. Cuando Genji tuvo conocimiento de la anécdota, sonrió al pensar que To no Chujo seguía comportándose como un niño.

—Lamento mucho —dijo al emperador— que Kokiden oculte sus pinturas a tu vista. No lo mereces… Voy a enviarte toda mi colección para que hagas con ella lo que te plazca.

En Nijo había armarios enteros llenos de pinturas antiguas y nuevas. Guiándose por el criterio de Murasaki, Genji eligió las más bellas y adecuadas al gusto moderno. Destacaban los retratos de dos famosas beldades chinas, Yang Kuei Fei y Wang Chao Chun, pero, habiendo tenido ambas un triste fin, pensó que no serían un obsequio de buen augurio. Aprovechó la ocasión para mostrar a Murasaki los apuntes que había tomado durante su exilio en Suma y que adornaban su diario de aquellos tiempos. Cualquier espectador ocasional se hubiese emocionado al verlos. Murasaki guardaba un recuerdo imborrable de aquellos tiempos, durante los cuales tanto llegó a sufrir. ¿Cómo no se los había dejado ver antes? Improvisó:

—Hubiese preferido marchar contigo

a ver la vida de los pescadores

a estar sola y triste en la ciudad,

pensando en ti.

»Esos cuadros me hubiesen servido de enorme consuelo…

Y Genji le respondió, compadeciéndola:

—Más lloro ahora que entonces,

en los tiempos de mi exilio,

al evocar las muchas lágrimas

que en aquellos días derramé.

Súbitamente deseó mostrárselos a Fujitsubo. A continuación eligió los rollos más hermosos —los que mejor reflejaban la vida en la costa de Akashi— y, al contemplarlos, tuvo la sensación de que volvía a estar allí.

Cuando To no Chujo se enteró de estos preparativos, redobló sus esfuerzos para presentar la mejor colección. Encargó los mejores forros, los cartuchos y ejes más lujosos y los cordones más ricos para que sus rollos superaran a todos los demás.269Y llegó el día décimo del tercer mes: el tiempo era delicioso, la tranquilidad reinaba por doquier y la gente de la corte parecía feliz. No había ceremonias ni fiestas públicas en perspectiva, de manera que cada cual podía dedicarse a lo que más le complaciese.

Genji, que quería a toda costa llamar la atención del emperador con algo realmente asombroso, reunió las mejores obras que tenía en Nijo y se las regaló a Akikonomu. Poco a poco las pinturas se fueron acumulando en los pabellones de ambas damas. El de Akikonomu destacaba por contar con las obras más antiguas y de los pintores de más renombre. En cambio, las obras que podían contemplarse en el pabellón de Kokiden respondían más al gusto de los tiempos, de manera que, a primera vista, parecían las más atractivas.270 Las damas del emperador no se ponían de acuerdo a la hora de otorgarles la primacía, aunque solían inclinarse por las que mejor representaban el gusto de su época.

En aquel tiempo Fujitsubo estaba de visita en la corte. Aunque al entrar en religión había procurado desprenderse de sus aficiones más mundanas, no había podido librarse de su exquisita sensibilidad artística. Al escuchar los debates sobre los méritos de la pintura clásica y la moderna, sugirió que todos los presentes formaran dos equipos. El de la izquierda —que correspondía a la dama del pabellón de los Ciruelos, es decir, a Akikonomu— estaba encabezado por Heinaishi no Suke, y se alineaban en él personalidades como Jiju no Naishi o Shosho no Myobu; mientras que en el de Kokiden estaban Daini no Naisihinosuke, Chujo no Myobu y Hyoe no Myobu. Se las consideraba las mujeres más brillantes del momento, y Fujitsubo se prometió un buen rato de entretenimiento a su costa: bastaba dejar que intercambiaran opiniones y procuraran —como era habitual en ellas— superarse en ingenio.

La primera escaramuza se centró en dos obras: una ilustración del Cortador de bambúes,271 la más antigua de las novelas conocidas, y una escena perteneciente a La historia del árbol hueco.

Las de la izquierda dijeron:

—Admitimos que la historia, como el viejo bambú en que fue encontrada la heroína, resulta un tanto absurda. Pero el personaje de Kaguya, la princesa de la luna, es tan puro, tan noble y de unos sentimientos tan elevados que nos retrotrae a los tiempos de los dioses, y, si esta historia no despierta vuestra admiración, sólo debe atribuirse a vuestra frivolidad.

Pero las de la derecha replicaron:

—Debemos confesar que ese cielo al que, según parece, regresó la protagonista nos queda muy remoto… Es más: dudamos que exista un lugar como éste. Si nos atenemos a los detalles «realistas» de la historia, la heroína sale de una caña de bambú. Esto sitúa el relato en un ambiente rústico que nos desagrada profundamente. Se nos dice que de la tal personita emanaba una luz que iluminaba la cabaña de su padre adoptivo… ¿Qué tiene que ver todo ello con las luminarias que resplandecen en el palacio de su majestad? El noble Abe tiró mil piezas de oro y luego otras mil más para adquirir la piel de la rata de fuego, y el objeto ardió en un instante. ¡Vaya desilusión! Lo mismo cabe decir del príncipe Kuromachi que, para evitarse un molesto viaje al país de las hadas, encargó la rama del árbol de las joyas a un joyero… ¡Valiente farsante!272Las ilustraciones del Cortador de bambú eran obra de Kose no Omi, y la caligrafía del texto de Ki no Tsurayuki273 sobre soporte de papel kanya forrado de brocado chino y con ejes de sándalo: en conjunto, nada excepcional.

—Veamos ahora el moderno —dijeron las de la derecha—. Toshikage274 hubo de enfrentarse a tempestades y olas gigantescas, y recorrió medio mundo sin dejarse vencer por los desastres ni los sufrimientos hasta llegar a su casa. Gracias a sus habilidades musicales se hizo famoso y fue reconocido y admirado tanto en su país como en el extranjero. Esta pintura combina maravillosamente elementos chinos y japoneses, lo antiguo y lo nuevo, y declaramos que no tiene rival.

Pintada sobre papel blanco forrado de seda azul con ejes de jade, la ilustración era obra de Tsunemori y la caligrafía de Michikaze.275Todos reconocieron que el efecto era extraordinario, y las de la izquierda hubieron de admitir su derrota.

A continuación compararon Los cuentos de Ise276 con La leyenda de Jo-zammi.277 La pintura que propuso el bando de la derecha era, una vez más, una obra brillante según el gusto contemporáneo, con detalles que recordaban el palacio imperial. Al verla, Heinaishi no Suke, del grupo de la izquierda, improvisó:

—¿Vamos a olvidar

la profundidad del mar de Ise

sólo porque las olas son incapaces de apreciar

lo que les parece anticuado y aburrido?

Y se puso a cantar las alabanzas de la pintura antigua sin excesiva convicción.

—¿Vamos a menospreciar los méritos del noble Narihira278 a causa de una pequeña historia de amor regularmente representada?

Entonces habló Daini no Naishi, por el partido moderno:

—A Jo-zammi, que habitaba

encima de las nubes augustas,

el insondable mar de Ise

le parecía muy superficial.

A continuación tomó la palabra Fujitsubo:

—Por más admirable que resulte la ambición de Hyoe no Ogimi, nadie criticará nunca al noble Narihira.

¿Es justo que el viejo pescador de Ise,

antes querido y admirado por todos,

se pierda eternamente en el olvido

como las algas que la marea deja en la playa?

Esas disputas de mujeres pueden eternizarse y resultaría casi imposible recoger todos los argumentos que, en pro y en contra de las pinturas, se expresaron en aquella ocasión. Aunque las damas y azafatas más jóvenes que habían acudido a admirar los rollos hubieran dado cualquier cosa por poderlos contemplar a medida que los iban extendiendo, quedaron relegadas al fondo de la estancia y casi no pudieron ver nada, circunstancia que ocasionó muchos celos y malas voluntades.

Cuando Genji llegó a palacio, el espectáculo de las disputas en curso le divirtió profundamente. ¿Por qué no tomar la decisión final en presencia del emperador?, sugirió. Siempre había pensado en una visita imperial a la colección, de manera que había cuidado mucho la selección ofrecida, en la que no faltaba un rollo de Suma y Akashi pintado por él mismo. También To no Chujo había aportado lo mejor que había podido encontrar.

—Pienso que el concurso debería limitarse a obras preexistentes… —dijo Genji—. No tiene ningún sentido ponerse a hacer encargos especiales…

Pero To no Chujo no pudo resistir la tentación de hacer trabajar a destajo a sus pintores favoritos en un estudio improvisado al que se accedía por una puerta disimulada. Con ello confiaba superar a sus rivales. Por más que se suponía que aquello era un secreto, lo sabía toda la corte. El mismo ex emperador Suzaku envió a Akikonomu pinturas de su propiedad, entre las que destacaba un rollo representando los festivales de la corte caligrafiado por el emperador Daigo y otro pintado durante su propio reinado en el que se representaba la escena imborrable de la partida de la joven Akikonomu hacia Ise.

Había encargado la escena al gran Kose no Kimmochi,279 y se notaba que el propio emperador había intervenido en ella, discutiendo con el artista hasta los más mínimos detalles. Se conservaba en una delicada caja de madera de áloe fabricada según el gusto moderno. Mandó sus rollos al palacio imperial por medio de un capitán de la guardia. Junto a la figura de la vestal llegando en litera puso un poema que decía:

Aunque ahora vivo

fuera de los sagrados recintos,280

mi corazón sigue allí

encomendándote a los dioses.

Akikonomu contestó inmediatamente. Rompió un peine sagrado y envolvió un fragmento con papel azul de China con este poema:

En estos sagrados recintos

todo ha cambiado

y recuerdo con nostalgia los días

en que serví a los dioses de Ise.

Suzaku se emocionó profundamente y por primera vez en su vida deseó no haber abdicado. Estaba dolido con Genji, pero pensaba que tal vez ahora le tocaba sufrir por la manera en que le había tratado. La mayor parte de las pinturas del ex emperador habían pertenecido a su madre Kokiden, aunque una parte importante de la colección había pasado a manos de Oborozukiyo.

Cuando llegó el gran día del concurso y aunque no había habido demasiado tiempo para hacer los preparativos, el lugar elegido —el salón del trono— lucía espléndido. Las damas de uno y otro bando se alineaban a ambos lados del trono imperial, ocupando el norte y el sur de la pieza, mientras los cortesanos ocupaban la parte oeste. El bando de Kokiden mostraba sus pinturas en cajas de madera rojiza de sándalo montadas sobre pedestales recubiertos de brocado de Corea de color verde dispuestos sobre una bellísima alfombra de seda china también de color verde. Seis niñas, vestidas con túnicas encarnadas y uchikis blancos forrados de púrpura, se encargaban de ayudar a desenrollar y enrollar las pinturas cuando así se les ordenaba.281

Las cajas de Akikonomu eran de madera de áloe, y habían sido colocadas sobre unas mesas de la misma madera pero de un tono más claro. La alfombra era de brocado de Corea azul verdoso, mientras que las niñas que se encargaban de mostrar los rollos iban vestidas con uchikis azules y chales del color del sauce sobre túnicas pardas forradas de amarillo. Cuando todo estuvo a punto, las azafatas del emperador «formaron» a ambos lados de él integrándose en uno y otro bando.

El heraldo anunció a Genji y a To no Chujo, y ambos hicieron su entrada en la sala en compañía del más joven de los hermanastros de Genji, el príncipe Hotaru, hombre de un gusto exquisito y gran entendido en pintura, que se sentó discretamente entre los cortesanos. No obstante, en cuanto el emperador lo vio, lo llamó a su lado y le confirió públicamente el papel de árbitro del concurso pues no se fiaba de su propia capacidad decisoria y quería apoyarse en alguien absolutamente imparcial.

Tenían delante una inmensa colección de pinturas, y la función del árbitro no iba a ser sencilla. En la colección de Akikonomu destacaban los ciclos de las cuatro estaciones, magistralmente pintados por artistas clásicos, llenos de fuerza, fluidez y gracia, y que, a pesar de su tamaño reducido, daban margen a la imaginación del espectador para que los «completase» a su gusto. Frente a ellos (y en el lado de Kokiden) había muestras de pintura contemporánea sobre el mismo tema. Eran imágenes más superficiales, pero que llamaban poderosamente la atención por la habilidad y espontaneidad de las pinceladas de sus creadores y cierto estilo un tanto vago y borroso. A primera vista, no parecían inferiores a las piezas de Akikonomu, y aun algunos las habrían juzgado más brillantes y alegres. Era difícil decidirse por unas o por las otras.

Entonces se abrió la puerta que separaba el salón del trono de la estancia del desayuno, y entró Fujitsubo. Recordando sus enormes conocimientos en la materia, Genji esperaba que se pronunciaría sobre las obras expuestas, pero no fue así. Por su parte, él se mostró un tanto tímido, limitándose a algún comentario ocasional sobre esta o aquella pieza. Con todo, cuando no estaba conforme con alguna de las opiniones manifestadas por el príncipe Hotaru, era capaz de defender su punto de vista con notable vigor.

Anocheció, y Hotaru no había tomado aún una decisión definitiva. Para concluir la velada, el bando de Akikonomu presentó un rollo que representaba la vida en la costa de Suma de un modo tan admirable que To no Chujo se alarmó profundamente al examinarlo. Viendo que el concurso estaba a punto de acabar, la facción de Kokiden se decidió a presentar un rollo magnífico, pero que no podía compararse con la sutil delicadeza con que Genji había ido describiendo en el suyo sus estados de ánimo a lo largo de los años de exilio.

Todos los presentes, empezando por el emperador y Hotaru, guardaron silencio haciendo visibles esfuerzos para no echarse a llorar. En tiempos lo habían compadecido y se habían imaginado a sí mismos sufriendo a su lado, y ahora estaban contemplando la «realidad» de aquellos años dolorosos. Ante sus ojos se mostraba la soledad de aquellas playas inmensas y sin nombre. El texto había sido escrito en cursiva china y a veces en japonés, y no se limitaba a una narración prosaica de los acontecimientos, sino que estaba plagado de breves poemas auténticamente fulgurantes. Nadie quiso perder el tiempo contemplando el rollo presentado por el bando de Kokiden. El de Suma lo había arrinconado y hecho desaparecer de una vez por todas. El triunfo de Akikonomu y sus partidarias fue completo.

Se acercaba la aurora y todos se sentían vagamente melancólicos. Por otra parte, el vino empezó a circular y estimuló sus recuerdos.

—Desde mi más tierna infancia —empezó a decir Genji— he amado los libros. Y mi padre, el viejo emperador, temiendo que los estudios acabaran absorbiéndome por completo, solía decirme: «Seguramente la erudición atrae tanto la admiración del mundo que, para compensar, el sabio está condenado a pagar por sus conocimientos con la pobreza o la mala salud. Los que han nacido para ser grandes deben saber que, estudien más o menos, las ventajas de su cuna serán suficientes para distinguirlos de entre sus contemporáneos. Y, hablando ya de ti, tu ansia por adquirir conocimientos que no te llevarán a ninguna parte me parece superflua. Espero que no pierdas demasiado tiempo con ellos». Quiso, pues, que se me educara básicamente en temas relativos a la administración y la economía nacionales.

»Me defendí bien, aunque no destaqué en ninguna rama concreta. Sólo en pintura mostré un talento especial para desesperación de mis preceptores, que la consideraban un pasatiempo trivial e indigno de mí. Casi no tenía tiempo para dedicarlo a esta actividad que tanto me fascinaba, hasta que, al fin, con mi larga estancia en tierras remotas llegó el momento de que las semillas que la naturaleza había plantado en mí germinaran. En poco tiempo descubrí los secretos del oficio y me volqué en describir sobre el papel lo que veía y sentía… Ésta es la razón de que haya conservado hasta el día de hoy la obra de aquellos años no tan lejanos, y espero —añadió para acabar, dirigiéndose a Hotaru— que el hecho de que me haya decidido al fin a mostrarla no sea interpretado como un acto de vanidad impertinente.

Su hermano el príncipe le contestó:

—Puede afirmarse de cualquiera de las artes que el auténtico magisterio requiere un esfuerzo concentrado y que las buenas intenciones no bastan. Pero puede aprenderse mucho contemplando la obra de los grandes maestros, de manera que una persona mínimamente dotada, sin esforzarse en profundizar excesivamente en la materia, sería seguramente capaz de salir airosa imitando las formas «externas» de cualquier arte. Pero el dibujo y la pintura exigen un notable talento natural y nos deparan a veces grandes sorpresas. ¡Todos conocemos el caso de personas de pocas luces, incapaces de llevar a cabo actividad seria alguna, que son unos auténticos genios del pincel! No es raro, pues, que familias muy nobles produzcan muchachos capaces de defenderse muy bien en el terreno artístico.

El príncipe hizo una pausa y prosiguió, dirigiéndose ahora a Genji (y había un claro deje del vino trasegado en su voz):

—Mi padre, el viejo emperador, procuró que sus hijos recibieran una educación artística lo más completa posible, pero extremó sus cuidados en el caso de Genji, seguramente porque lo consideraba el más dotado de todos nosotros. Llegaste a dominar la poesía y la música y siempre se te ha considerado un excepcional intérprete de la flauta y del koto. Nos pareció que te tomabas la pintura más como un divertimento que como un auténtico estudio y que recurrías a ella sólo para relajarte cuando la poesía te había dejado exhausto. Y ahora nos sorprendes también con esas obras maestras pintadas en Suma y Akashi, y que harían palidecer de envidia a nuestros mejores profesionales. Eres un auténtico prodigio.

El mes tocaba a su fin y lo que quedaba de la luna se mostraba inundando de plata la región occidental del cielo. Llamaron al conservador de los instrumentos, y To no Chujo se hizo traer un koto japonés, Genji y Hotaru sendos kotos chinos, mientras Shosho no Myobu, azafata de Akikonomu, se hacía cargo del laúd. Los cortesanos que destacaban por su sentido del ritmo se encargaron de llevarlo y, en conjunto, resultó un concierto muy digno de oírse. Con la llegada de la aurora, la luz del nuevo día empezó a difundirse sobre las flores y las caras de los asistentes. Fujitsubo hizo traer regalos de sus aposentos y el emperador regaló una casaca al príncipe Hotaru.

A partir de aquella noche, en la corte sólo se hablaba de los diarios de Genji. El príncipe solicitó que su rollo sobre la costa de Suma fuese entregado a Fujitsubo. Cuando la monja se enteró de que formaba parte de una colección mucho más numerosa, se interesó por el resto.

—Ya los verás a su debido tiempo —la tranquilizó Genji—. Hay demasiados para ser contemplados en una única sesión.

El emperador estaba entusiasmado para consternación de To no Chujo, que temía que el triunfo de Genji redundara en beneficio de Akikonomu. Sin embargo, cuando comprobó que, terminado el concurso, su majestad seguía considerando a la pequeña Kokiden su compañera de juegos favorita, se tranquilizó no poco.

Genji tuvo el presentimiento de que las ceremonias cortesanas y los festivales de aquel reinado estaba destinadas a ser tomadas como modelo en el futuro. Por ello se esforzó en que todas las fiestas y acontecimientos, desde los menos importantes a los más trascendentales, se celebraran de la manera más perfecta posible. Y, al mismo tiempo, también le obsesionaba la impermanencia de lo humano. A medida que el emperador se iba acercando a la edad adulta, empezó a pensar seriamente en abandonar el mundo y abrazar la vida monástica.

Los precedentes históricos enseñaban que, cuando un hombre se eleva a un nivel de rango y de poder que no se corresponde con sus años, no puede esperar una larga vida. Ahora, duran te el pacífico reinado de su hijo Reizei y quizás como compensación por lo sufrido en los años de desgracia y exilio, había alcanzado unas cotas de honores y de poder que nunca hubiera podido soñar. Pero en el fondo anhelaba retirarse poco a poco y prepararse para la otra vida, hasta el extremo de que compró un terreno en una comarca montañosa y levantó un templo en él, que estaba llenando de imágenes y escrituras. Pero aún le quedaban hijos que educar y colocar en el sitio adecua do, y eso era seguramente prioritario.